Aspectos políticos del mercado de trabajo: una aproximación...

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XII JORADAS DE ECOOMÍA CRÍTICA, ZARAGOZA 2010. ÁREA DE FUDAMETOS DE ECOOMÍA CRÍTICA Aspectos políticos del mercado de trabajo: una aproximación teórica Jorge Sola Espinosa Sociología I (Cambio Social), UCM E-mail: [email protected] Resumen: Esta comunicación se propone explorar los aspectos políticos del mercado de trabajo, con el objetivo de averiguar qué mecanismos causales y relaciones de poder operan en él y, de este modo, obtener una perspectiva más apropiada para afrontar los debates –positivos y normativos– sobre su regulación institucional. La comunicación está formada por cinco apartados. Primero, exploro la relación de poder entre empresarios y trabajadores que subyace a la relación laboral, utilizando para ello la teoría del “intercambio disputado” (Bowles y Gintis). Segundo, expongo las diversas circunstancias político-sociales (y en especial, la regulación del mercado de trabajo) que afectan al modo en que esa relación de poder toma forma en la realidad empírica, y presento el concepto de “desmercantilización” (Esping-Andersen) como una herramienta teórica clave para estudiar las variaciones históricas de esa relación de poder. Tercero, hago una incursión normativa para mostrar las implicaciones que tiene esta perspectiva en relación con algunos argumentos filosófico-políticos utilizados para justificar la desregulación laboral. Cuarto, analizo los mecanismos que vinculan el intercambio disputado (nivel micro) con la esfera política y los procesos de regulación del mercado de trabajo (nivel macro). Quinto, presento la teoría de los “recursos de poder” (Korpi; Huber y Stephens) como un enfoque coherente con la argumentación previa para estudiar los procesos políticos de regulación del mercado laboral. Por último, termino con unas breves observaciones a modo de conclusión. El esclavo romano estaba sujeto por cadenas a su propietario; el asalariado lo está por hilos invisibles. Karl Marx, El Capital. La crisis del capitalismo y la gravedad de sus efectos en nuestro país han resucitado el debate sobre la reforma del mercado laboral. La mayor parte de los discursos en torno a dicho debate tienden a presentar el mercado de trabajo y sus problemas como un asunto esencialmente técnico y políticamente neutral, en el que las relaciones de poder se eluden o se soslayan, con los efectos que tal visión tiene en las medidas políticas que se proponen. Para desmontar esa visión sesgada –cuando no intencionadamente desfigurada– del mercado laboral, que despolitiza por completo las diferentes formas de regularlo, es necesaria una exploración teórica de los aspectos políticos del mercado de trabajo y de las relaciones sociales que lo conforman.

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XII JOR�ADAS DE ECO�OMÍA CRÍTICA, ZARAGOZA 2010. ÁREA DE FU�DAME�TOS DE ECO�OMÍA CRÍTICA

Aspectos políticos del mercado de trabajo: una aproximación teórica

Jorge Sola Espinosa Sociología I (Cambio Social), UCM

E-mail: [email protected]

Resumen: Esta comunicación se propone explorar los aspectos políticos del mercado de trabajo, con el objetivo

de averiguar qué mecanismos causales y relaciones de poder operan en él y, de este modo, obtener una

perspectiva más apropiada para afrontar los debates –positivos y normativos– sobre su regulación institucional.

La comunicación está formada por cinco apartados. Primero, exploro la relación de poder entre empresarios y

trabajadores que subyace a la relación laboral, utilizando para ello la teoría del “intercambio disputado”

(Bowles y Gintis). Segundo, expongo las diversas circunstancias político-sociales (y en especial, la regulación

del mercado de trabajo) que afectan al modo en que esa relación de poder toma forma en la realidad empírica,

y presento el concepto de “desmercantilización” (Esping-Andersen) como una herramienta teórica clave para

estudiar las variaciones históricas de esa relación de poder. Tercero, hago una incursión normativa para

mostrar las implicaciones que tiene esta perspectiva en relación con algunos argumentos filosófico-políticos

utilizados para justificar la desregulación laboral. Cuarto, analizo los mecanismos que vinculan el intercambio

disputado (nivel micro) con la esfera política y los procesos de regulación del mercado de trabajo (nivel macro).

Quinto, presento la teoría de los “recursos de poder” (Korpi; Huber y Stephens) como un enfoque coherente

con la argumentación previa para estudiar los procesos políticos de regulación del mercado laboral. Por último,

termino con unas breves observaciones a modo de conclusión.

El esclavo romano estaba sujeto por cadenas a su propietario; el asalariado lo está por hilos invisibles.

Karl Marx, El Capital.

La crisis del capitalismo y la gravedad de sus efectos en nuestro país han resucitado el debate sobre la reforma del mercado laboral. La mayor parte de los discursos en torno a dicho debate tienden a presentar el mercado de trabajo y sus problemas como un asunto esencialmente técnico y políticamente neutral, en el que las relaciones de poder se eluden o se soslayan, con los efectos que tal visión tiene en las medidas políticas que se proponen. Para desmontar esa visión sesgada –cuando no intencionadamente desfigurada– del mercado laboral, que despolitiza por completo las diferentes formas de regularlo, es necesaria una exploración teórica de los aspectos políticos del mercado de trabajo y de las relaciones sociales que lo conforman.

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La idea central de esta comunicación es que el mercado de trabajo está basado en relaciones de poder, y que éstas se proyectan también en los procesos de (des)regulación laboral1. En otras palabras: el mercado de trabajo posee una dimensión política, sin la cual es difícil entender muchos de los fenómenos relacionados con él. Esta afirmación puede parecer una verdad de Perogrullo, pero no resulta tan evidente si echamos un vistazo a la mayor parte de trabajos académicos sobre el tema. La teoría económica convencional –por poner el ejemplo más claro– parte del presupuesto de que el poder está ausente en los mercados, e incluso es antitético a ellos (Bartlett, 1989). La sociología es más proclive a considerar el poder en las relaciones laborales, pero con mucha frecuencia, al dar por sentada esta circunstancia y no analizarla abiertamente, termina relegando al poder a un segundo plano o convirtiéndolo en un fantasma omnipresente pero indistinguible. Por esta razón, es necesario explorar analíticamente la dimensión política del mercado de trabajo para averiguar en qué consisten las relaciones de poder que tienen lugar en él y cómo se vinculan con los procesos de desregulación laboral. Ése es el objetivo de esta comunicación. Esta comunicación está formada por cinco apartados. Primero, exploro la relación de poder entre empresarios y trabajadores que subyace a la relación laboral, utilizando para ello la teoría del “intercambio disputado”. Segundo, expongo los diversos factores político-sociales (y en especial, la regulación del mercado de trabajo) que afectan al modo en que esa relación de poder toma forma en la realidad empírica, y presento el concepto de “desmercantilización” como una herramienta teórica clave para estudiar las variaciones históricas de esa relación de poder. Tercero, hago una incursión normativa para mostrar las implicaciones que tiene esta perspectiva en relación con algunos argumentos filosófico-políticos utilizados para justificar la desregulación laboral. Cuarto, analizo los mecanismos que vinculan el intercambio disputado (nivel micro) con la esfera política y los procesos de regulación del mercado de trabajo (nivel macro). Quinto, presento la teoría de los recursos de poder como un enfoque para estudiar los procesos de regulación y desregulación laboral que resulta coherente con la argumentación previa. Por último, termino con unas breves conclusiones. 1. El intercambio disputado entre empresarios y trabajadores. ¿Cómo podría ejercerse el poder en un contrato libre y voluntario? Esta pregunta ha sido el principal argumento de los economistas para rebatir que el poder guarde alguna relación con el mercado de trabajo. La relación laboral2 entre un empresario y un trabajador vendría a ser un intercambio económico como otro cualquiera. Para prevenir la objeción común de que esa relación posee un carácter peculiar y es intuitivamente asimétrica, algunos economistas han llegado incluso a equiparar la relación laboral con la relación que une a un tendero con su

1 Guy Standing (2002) ha protestado contra el uso del término “desregulación”, por entender que el proceso al

que hace referencia no es sino otra forma de regulación. Aunque estoy de acuerdo con su razonamiento, conservo el uso del término por ser el más extendido.

2 De aquí en adelante, siempre que hable de “relación laboral” lo haré para referirme a la relación laboral asalariada o relación salarial.

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cliente: el cliente puede adquirir algún producto de su tendero y pedir que se lo cambie o dejar de comprarle si no le satisface; el empresario puede confiar al trabajador una tarea y despedirle si no la ejecuta correctamente (Alchian y Demsetz, 1972) 3. También es bastante llamativa la conocida afirmación de Paul Samuelson según la cual es indiferente quién contrate a quién: si el capital al trabajo o el trabajo al capital (Roemer, 1982). A los trabajadores de carne y hueso les resultará extraño el desparpajo de los economistas neoclásicos, pues la mayoría siente que alguien tiene poder sobre ellos y lo vive como algo negativo 4 . Ante esta circunstancia cotidiana, algunos economistas todavía replicarán argumentando que no importa lo poco realistas que sean algunos presupuestos si de todos modos nos ayudan a explicar y predecir la realidad (Friedman, 1986), pero cabe pensar que, al menos en este caso, con esos mimbres lo único que se conseguirá explicar es lo que uno ha predicho de antemano. A continuación, voy a recurrir a la teoría del intercambio disputado (contested exchange) de Samuel Bowles y Herbert Gintis (1990) con el objetivo de desmontar la visión neoclásica y mostrar en sus propios términos por qué la relación laboral es una relación de poder. El objetivo general de Bowles y Gintis es dotar de nuevos micro-fundamentos a la economía política para iluminar el ejercicio de poder en ella, pues éste resulta invisible –cuando no sofisticadamente oculto– en el “mundo feliz” de la teoría neoclásica. En ese mundo, el poder se elude transformando cualquier conflicto de intereses en una simple transacción económica, por eso Abba Lerner señaló críticamente que para la economía “una transacción económica era un problema político resuelto” (cit. en Bowles y Gintis, 1990: 166). Eso puede ser cierto para las transacciones cuyos términos contractuales son completos y pueden hacerse cumplir exógenamente, sin mayor problema, por una tercera parte (generalmente, el Estado). Sin embargo –como observan Bowles y Gintis– hay transacciones económicas más complicadas, cuyo contenido no puede determinarse con total exactitud, de manera que no es posible establecer un contrato completo que recoja todos los términos de la transacción ni vigilar exógenamente que se cumplan. En tales casos, el contenido definitivo de la transacción debe establecerse y hacerse cumplir endógenamente (dentro de la propia relación) por las partes que participan en ella través de sanciones, incentivos, vigilancia y otros mecanismos, dando lugar a lo que se conoce como un problema de agencia. Un problema de agencia (o de agente-principal) consiste en lo siguiente: (1) un sujeto (el principal) tiene que encomendar a otro (el agente) una tarea; (2) el agente tiene intereses en conflicto con los del principal (lo que para uno es un coste, para el otro puede ser un beneficio); y (3) existe una asimetría informativa que impide al principal controlar fácilmente la ejecución de la tarea por parte del agente, de modo que éste puede no hacer lo que aquél desea que haga5. La relación laboral implica, en este sentido, un problema de agencia. El

3 Cf. Bartlett (1989: cap. 7) para una devastadora y divertidísima crítica. 4 Bartlett cita las entrevistas recopiladas por Studs Terkel en su libro Working (Pantheon, New York, 1974),

pero creo que es una experiencia suficientemente conocida como para hacer necesaria mayor evidencia empírica. 5 En rigor, éste es uno de los problemas de agencia, en el cual la asimetría informativa se refiere al desempeño

de la tarea por parte del agente y que se conoce como “riesgo moral” (moral hazard). Existen otros problemas de

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empresario contrata al trabajador para realizar una tarea en el proceso productivo, pero no puede asegurarse de la intensidad, la diligencia, el interés o la dedicación con la que éste realizará su trabajo6. En este caso el conflicto de intereses está claro: por lo general, el trabajador deseará cobrar el máximo salario y realizar su tarea con no mucho esfuerzo, mientras que el empresario deseará pagar el mínimo salario y obtener el máximo rendimiento del trabajador. Pues bien, los economistas Bowles y Gintis denominan “intercambio disputado” a este tipo de transacciones económicas que (1) implican un problema de agencia entre los participantes que (2) debe ser resuelto por éstos dentro de la propia relación. Este tipo de intercambios no es una infrecuente excepción sino que constituye la norma en los dos mercados clave de una economía capitalista: el mercado de trabajo y el mercado financiero. Así pues, un intercambio disputado no puede considerarse “un problema político resuelto” ya que, por el contrario, da lugar a “un conjunto bien definido de relaciones de poder 7 entre los actores que voluntariamente participan en [dicha transacción]” (Bowles y Gintis, 1990: 167). Recapitulando, la relación laboral consiste en un intercambio disputado: plantea un problema de agencia debido a que el contrato de trabajo no recoge (ni puede hacerlo) todo el contenido de la transacción, y en especial la intensidad, la diligencia o la dedicación que debe prestar el trabajador en su tarea; de modo que el empresario debe arreglárselas para conseguir que aquél se esfuerce lo máximo posible en el proceso productivo. Y cómo no le es posible recurrir a una tercera parte para solucionar ese problema de agencia (salvo en situaciones extremas, como las cubiertas por el despido disciplinario) debe buscar una forma de hacerlo dentro de la propia relación, a través de determinados mecanismos que incluyen, como veremos, el ejercicio de poder. Esta visión de la relación laboral es característica de la literatura sobre salarios de eficiencia (Akerlof y Yellen, 1986): la idea básica es que los empresarios pagan un salario por encima del salario de equilibrio para incentivar al trabajador y conseguir de éste un esfuerzo mayor del que haría en otra circunstancias. De este modo, ya sea porque se alienta al trabajador y se promueve su adhesión a la empresa, porque se desincentiva el remoloneo al hacer más costosa la pérdida del empleo o porque se cumple una norma implícita que suscita la cooperación del trabajador, para la empresa resulta más eficiente pagar mayores salarios, pues eso contribuye a resolver el problema de agencia en el intercambio disputado que estamos explorando. El antecedente intelectual más importante de esta visión, sin embargo, es la famosa distinción agencia como la “selección adversa” o la “señalización”, donde la asimetría informativa se refiere al conocimiento por una de las partes de un rasgo relevante de la relación que el otro desconoce (Macho y Pérez, 2005).

6 Como señalan ambos autores, “mientras el tiempo de trabajo puede ser contratado, la intensidad y calidad del trabajo real a realizar por lo general no puede serlo” (Bowles y Gintis, 1990: 177).

7 La definición de “poder” que utilizan (“A tiene poder sobre B si A es capaz de influir en las acciones de B, imponiéndole o amenazando con imponerle sanciones, de modo que beneficie a sus intereses, pero B carece de esa capacidad respecto a A”, Bowles y Gintis, 1990: 173) es conscientemente restrictiva, pues deja fuera a algunas formas más sutiles de ejercicio del poder, que luego consideraremos e incorporaremos a nuestro análisis, pero sirve para fijar el argumento de los dos autores. Aunque parezca contraintuitivo, con esta definición para la teoría neoclásica no puede existir ninguna relación de poder en una situación de equilibrio walrasiano.

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marxiana entre trabajo y fuerza de trabajo: un trabajador vende por un periodo de tiempo su fuerza de trabajo (el conjunto de facultades que pone en movimiento al trabajar), pero lo que el empresario desea consumir es su trabajo (el rendimiento efectivo del trabajador en el proceso productivo)8. “La naturaleza peculiar de esta mercancía, de la fuerza de trabajo –explica Marx– trae aparejado el que al cerrarse el contrato […] su valor de uso todavía no pase efectivamente a manos del adquiriente”. Para que eso ocurra, el comprador tiene que hacer trabajar al vendedor, y lo hace en virtud de su posición de autoridad en la empresa, en un proceso que “transforma la fisonomía de nuestras dramatis personæ”: el vendedor se convierte en trabajador y el comprador en empresario (Marx, 1975: 211-214)9. De modo que lo que aparecía como una simple transacción económica se transforma en un intercambio disputado basado en relaciones de poder. ¿Cómo se resuelve este intercambio disputado en la empresa capitalista? Para responder a esta pregunta tenemos que prestar atención a las estrategias que despliegan empresarios y trabajadores. El empresario dispone básicamente de dos instrumentos para extraer el máximo esfuerzo de sus trabajadores: por un lado, puede desarrollar dispositivos de vigilancia y control para asegurarse de que éstos ejecutan sus tareas correctamente y no se escabullen ni remolonean; por el otro, puede amenazar con sanciones a quienes hagan esto último y no cumplan con sus tareas o no se avengan a sus órdenes. Ambos mecanismos son complementarios: sin la posibilidad de una sanción, la vigilancia no serviría de nada; y sin vigilancia sería imposible aplicar sanciones. ¿A qué tipo de sanciones puede recurrir un empresario? Principalmente, a una: el despido. En la terminología de Bowles y Gintis, el empresario dispone del mecanismo de renovación contingente (contingente renewal), que consiste en que mientras el trabajador ejecute satisfactoriamente su tarea, el empresario “renovará” (valdría decir: no interrumpirá) su contrato de trabajo; pero si no es así y el trabajador no se esfuerza lo suficiente o no obedece a las órdenes que se le dan, corre el riesgo de ser despedido por su empresario. Y como dijo Joan Robinson en una ocasión: “lo peor bajo el capitalismo no es estar explotado, sino no tener nadie que te explote”. Ante esta posibilidad, el trabajador debe considerar los costes y beneficios que tiene, a corto y largo plazo, trabajar más duramente o hacer un esfuerzo menor. No hace falta que sea el homo

œconomicus imaginado por muchos economistas para que valore, aunque sea de un modo no totalmente consciente, qué es lo que más le conviene. En la terminología económica, el empleo es para el trabajador un bien que posee un valor. Siendo el valor del empleo, v (w), el valor de su renta actual, y siendo su posición de retirada, z, el valor de su futura renta en el

8 Es conocida la analogía que utiliza Marx para ilustrar esta distinción: “Quien dice capacidad de trabajo no dice trabajo, del mismo modo que quien dice capacidad de digerir no dice digestión. Para este último proceso se requiere, como es sabido, algo más que un buen estómago” (Marx, 1975).

9 Merece la pena reproducir la cita completa de Marx, aunque sólo sea por observar el contraste con la visión despolitizadora de Alchian y Demsetz “Al dejar atrás esa esfera de la circulación simple o del intercambio de mercancías, en la cual el librecambista vulgaris abreva las ideas, los conceptos y la medida con que juzga la sociedad del capital y del trabajo asalariado, se transforma en cierta medida, según aparece, la fisonomía de nuestras dramatis personæ. El otrora poseedor de dinero abre la marcha como capitalista; el poseedor de fuerza de trabajo lo sigue como su obrero; el uno, significativamente, sonríe con ínfulas y avanza impetuoso; el otro lo hace con recelo, reluctante, como el que ha llevado al mercado su propio pellejo y no puede esperar sino una cosa: que se lo curtan” (Marx, 1975).

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caso de ser despedido, (consista ésta en un subsidio, un futuro empleo o cualquier otra fuente de ingresos), entonces tenemos que la amenaza de ser despedido será creíble y tendrá efectos en la medida en que el valor del empleo sea mayor que la posición de retirada: v(w) > z. En otras palabras, cuanto más pierda el trabajador con el despido, más se esforzará para evitarlo. Hay que señalar, llegados a este punto, que para la teoría neoclásica en una situación de equilibrio de mercado el valor del empleo sería igual a la posición de retirada: v(w) = z. En este caso, el beneficio marginal de una transacción (tener un empleo) sería igual a la siguiente mejor alternativa (perder el empleo), de modo que el trabajador obtendría lo que se conoce como salario de reserva (o de equilibrio) y el mercado se vaciaría dando lugar a una situación de pleno empleo. Esta situación de equilibrio, que se contempla en la teoría neoclásica como la referencia convencional, es bastante contraintuitiva por no decir totalmente irrealista. Si el valor del empleo fuese igual a la posición de retirada, el trabajador sería indiferente a la posibilidad de ser despedido y la amenaza carecería de cualquier valor. Eso explica que los economistas neoclásicos mantengan la creencia de que “uno puede abandonar a un empleador con la misma despreocupación con la que cruza la calle para comprar en un supermercado y no en otro” (Bowles y Gintis 1990: 173). Pero eso raras veces ocurre en la realidad, donde el despido supone un coste importantísimo (no sólo económico, por supuesto) para el trabajador. En el mundo real, por tanto, el despido es un coste para el trabajador y un arma en manos del empresario, lo que indica que el valor del empleo es por lo general mayor que la posición de retirada. La diferencia entre el valor del empleo y la posición de retirada se conoce como renta de empleo, e = v(w) - z, y viene a ser lo que perdería el trabajador en el caso de ser despedido. La renta de empleo (que también se conoce como enforcement rent) es el arma que permite al empresario del despido una amenaza. Así pues, el salario del trabajador será mayor al salario de reserva o de equilibrio, y la pérdida del empleo implicará para él un importante coste. Esto tiene dos importantes consecuencias. La primera es que el empresario ejercerá poder sobre el trabajador por medio de la amenaza de despido, y de ese modo conseguirá un mayor rendimiento de aquél, que se esforzará más para no perder su empleo. En este sentido, ceteris

paribus, cuanto mayor ser la renta de empleo, más fuerza tendrá la amenaza de despido. El empresario, por su parte, tendrá que valorar la combinación estratégica más rentable a la hora de invertir en dispositivos de vigilancia y rentas de empleo. La segunda consecuencia es que en esta nueva situación, caracterizada por la existencia de rentas de empleo, el nuevo punto de equilibrio no vaciará el mercado de trabajo, dando lugar a un determinado nivel de desempleo (Shapiro y Stiglitz, 1984). Así pues, sin apartarse de los presupuestos de la teoría neoclásica es posible mostrar que dos de sus postulados son falsos: primero, existen relaciones de poder en el mercado; y segundo, el equilibrio de un mercado libre de restricciones no terminaría con el desempleo (Bowles y Gintis, 1990). Ciertamente, existe una condición previa que hace posible el ejercicio de poder: el trabajador no dispone por lo general de otro medio de subsistencia que no sea su fuerza de trabajo, por lo que se ve compelido a entablar la relación laboral que le subordina al empresario. El valor del argumento de Bowles y Gintis, no obstante, consiste en que presenta y analiza el mecanismo a través del cual se ejerce el poder y demuestra que éste existiría incluso bajo los presupuestos neoclásicos.

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En todo caso, la amenaza de despido no es el único mecanismo que opera a la hora de obtener el máximo esfuerzo del trabajador; en muchas ocasiones no es necesaria la sombra del despido para conseguir que el trabajador realice su cometido con mayor intensidad de la mínima exigible. Michael Burawoy y Erik O. Wright (1990) han señalado esta laguna en el modelo del intercambio disputado, elaborando a continuación una tipología de mecanismos “hegemónicos” (basados en el consenso y no en la coerción) gracias a los cuáles se obtiene la cooperación del trabajador en el proceso de producción. Estos mecanismos se basan principalmente en normas sociales de conducta: como el hábito de la obediencia, la creencia en la legitimidad de la autoridad, el sentimiento de responsabilidad o las ideas sobre lo que es justo; pero también en acciones estratégicas para establecer compromisos (implícitos o explícitos) en la empresa. Sin entrar a explorar en detalle cada uno de ellos, puede decirse que todos estos mecanismos no son contrarios, sino complementarios a la coerción de la vigilancia y el despido. Como afirmó Gramsci: “el consentimiento siempre está rodeado por la coraza de la coerción” (cit. en Burawoy y Wright, 1990). El grado en que se empleen una u otra estrategia variará en función de diversos factores que afectan a la viabilidad y los costes de cada mecanismo: (1) si las funciones de los trabajadores en el proceso productivo son muy interdependientes, será difícil evaluar los resultados individuales de cada trabajador y sancionarle en función de ellos; (2) si los trabajadores poseen un alta cualificación o desempeñan tareas especializadas, resultará costoso, cuando no contraproducente, vigilar con detalle su conducta; (3) si los costes reales de perder el empleo se ven reducidos por los ingresos de un subsidio o la probabilidad de encontrar otro trabajo, la amenaza de despido puede ser menos efectiva que la búsqueda del consenso; etc. (Burawoy y Wright, 1990)10. En general, puede aceptarse que en el capitalismo avanzado los mecanismos hegemónicos son más efectivos y cumplen un papel más importante que la vigilancia y las sanciones. En estas páginas, sin embargo, serán estos últimos, y más en concreto la amenaza del despido, los que reclamen nuestra atención, pues guardan una relación más directa con los procesos de desregulación laboral, que tienden a desproteger al trabajador ante dicha amenaza11. Recapitulando, podemos decir que la relación laboral entraña una relación de poder (o dominación) del empresario sobre el trabajador, que se ejerce por medio de determinados mecanismos entre los que destaca la amenaza de despido. El principal objetivo del empresario, en todo caso, no es ejercer gratuitamente su poder; lo que guía su conducta es el interés de maximizar sus beneficios, para lo cual debe extraer el máximo rendimiento de sus trabajadores (lo que consigue gracias al ejercicio del poder). La visión económica más o

10 El propio Michael Burawoy ha llevado a cabo interesantes investigaciones etnográficas de centros de trabajo en diferentes contextos para estudiar empíricamente estas variaciones (Burawoy, 1985; 1989).

11 Los procesos de desregulación laboral también tienen efectos sobre los mecanismos que hemos llamado “hegemónicos”, aunque éstos son más indirectos y menos unívocos. Por un lado, la eliminación de determinadas reglas que protegían al trabajador y le proporcionaban seguridad en el empleo, puede minar su lealtad a la empresa, romper su identificación los objetivos de ésta, o hacerle pensar que no es justo trabajar duramente por la escasa recompensa que recibe; por el otro, la extensión de la incertidumbre y la fragilidad de los trabajadores, socializados ya en un mercado de trabajo desregulado, puede convertir la obediencia en una actitud más extendida y rebajar sus expectativas sobre lo que son unas condiciones de trabajo justas, haciendo más sencillo, de este modo, el ejercicio de poder por parte de los empresarios, rodeado por esa coraza coercitiva que es la amenaza de despido.

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menos convencional, como hemos visto, acepta este hecho: el empresario desea extraer el máximo rendimiento del trabajador al mínimo coste, mientras que el trabajador preferiría trabajar menos duramente con el mayor salario posible. Pero se detiene en este conflicto de intereses dentro del contrato laboral. Este conflicto no es azaroso, tiene raíces (y efectos) estructurales que van más allá de las paredes de la empresa, como es la desigual distribución inicial de los recursos económicos entre empresarios y trabajadores, que empuja a los segundos a las puertas del mercado de trabajo y hace posible no sólo el poder o la dominación, sino también la explotación por parte de los empresarios12. De acuerdo con Erik O. Wright, el concepto de explotación designa una situación de interdependencia antagónica entre los intereses opuestos que tienen los actores dentro de una relación económica por su posición en ella. Podemos decir que existe una relación de explotación de clase cuando se dan estos tres condiciones: (1) que el bienestar material de los explotadores dependa de la privación material de los explotados; (2) que tal dependencia causal está basada en la exclusión asimétrica de los explotados del acceso a ciertos recursos productivos; y (3) que esta exclusión proporcione una ventaja material tal a los explotadores que les permita apropiarse de los frutos del trabajo de los explotados (Wright, 2005)13. Pues bien, puede observarse la relación entre poder (o dominación) y explotación en la relación laboral. Para que el empresario pueda apropiarse de los frutos del trabajo de sus trabajadores, para que pueda conseguir su máximo rendimiento en el proceso productivo, son necesarias ciertas condiciones previas que hagan posible el ejercicio de poder de cara a disciplinar a los trabajadores dentro de la empresa. En pocas palabras: cuanto más aguda o asimétrica sea la relación de poder entre empresarios y trabajadores, mayor será la explotación de aquéllos sobre éstos. Esta conexión causal puede comprobarse empíricamente en el caso español: a nivel micro (en la empresa) los trabajadores con peores condiciones de empleo (y, por ello, en una posición más vulnerable dentro del intercambio disputado) disfrutan de unas condiciones laborales y salariales peores que las de sus compañeros homólogos con condiciones de empleo más ventajosas (Polavieja, 2003); a nivel macro (en el conjunto de la economía) la precarización de las condiciones de empleo ha conducido a un

12 Algunos sociólogos contemporáneos, como John Goldthorpe (2000: 1574) han negado que el que concepto

de explotación tenga algún valor y han criticado la inaceptable confusión normativa y positiva propia del marxismo, mostrando su deseo de que “desaparezca del léxico sociológico”. Sin embargo, si se define adecuadamente, la explotación permite explicar causalmente cómo las desigualdades en el acceso a los recursos productivos generan desigualdades de renta (y de otros tipos), ampliando el foco de la teoría social y vinculando determinados fenómenos sociales con las raíces estructurales que subyacen a ellos.

13 Wright recurre a un divertido cómic para ilustrar este concepto. En una ciudad aparecen unos extraños bichos (los shmoos) que proveen a sus habitantes de las necesidades básicas para la vida (comida, vestido, vivienda, etc.). Un empresario visita esa ciudad para instalar allí una fábrica, pero al llegar se da cuenta de que el fácil acceso a determinados recursos del que disfrutan los habitantes les libera de la necesidad de trabajar en los términos que desearía el empresario. Consciente del problema, lo largo del cómic éste emprenderá una incansable lucha para exterminar a los shmoos, a fin de crear las condiciones para que su fábrica sea rentable. “Lo que expresa la historia –escribe Wright– es que las privaciones materiales de quienes carecen de propiedad en el capitalismo no son simplemente un desafortunado subproducto de la búsqueda capitalista del beneficio; son una condición necesaria para ese beneficio […] Por decirlo crudamente, el capitalismo genera un conjunto de incentivos tales que hacen que la clase capitalista tenga interés en destruir el Jardín del Edén” (Wright, 2000a: 8).

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cambio en la distribución de la renta en favor del capital y en detrimento del trabajo (Murillo, 2008). La mayor parte de sociólogos, a la hora de investigar los mecanismos a través de los cuales se ejerce el poder en la relación laboral, han seguido el consejo de Marx de abandonar la esfera del mercado y adentrarse “en el taller oculto de la producción” (Marx, 1975). De este modo, han dirigido su atención a las formas en las que tiene lugar el intercambio disputado dentro de la empresa, examinando las estrategias de trabajadores y empresarios: los dispositivos de control, las pautas de resistencia, las formas de dominación, etc. (Edwards, 1990; Gaudemar, 1991; Burawoy, 1989; 1985). En nuestro caso, vamos a seguir el camino opuesto: nos vamos a alejar de la esfera de la producción en dirección al mercado de trabajo, y en particular al proceso político por el que se regula (o desregula) institucionalmente, para rastrear allí los “hilos invisibles” del poder en la relación laboral. 2. La desmercantilización y la regulación del mercado de trabajo. La teoría del intercambio disputado es intencionadamente simple (o parsimoniosa), pues como se ha apuntado más arriba, en la realidad social este intercambio adquiere formas más complejas de lo que sugiere el modelo formal. Los propios Bowles y Gintis son conscientes de ello y advierten que la posición de retirada del trabajador es exógena al intercambio diputado y está determinada, entre otros factores, por el desarrollo del Estado de Bienestar: en función de la generosidad del subsidio de desempleo y de otro tipo de prestaciones y servicios, la posición de retirada del trabajador variará, y con ella su situación frente a la amenaza de despido y el ejercicio de poder por parte del empresario. Pero no sólo la posición de retirada del trabajador es exógena al intercambio disputado; también lo son el marco legal que regula jurídicamente la contratación y el despido, y –más en general– el entramado político e institucional que rodea las relaciones laborales. Así, la forma que adopten factores como los tipos de contrato, los costes y procedimientos del despido o la fortaleza de los sindicatos contribuirá a definir la relación laboral en la realidad empírica, inclinando el equilibrio de poder hacia uno u otro de los actores en liza. El modelo formal del intercambio disputado, por tanto, se materializa en la vida real de diversas formas y en función de múltiples factores, directamente relacionados con los regímenes de bienestar y empleo de cada país. Estos factores no sólo afectan a la posición de cada trabajador en el intercambio disputado, sino también –más indirectamente– a su capacidad para organizarse a través de la acción colectiva en defensa de sus intereses. Podría hacerse un largo inventario de circunstancias que, de un modo u otro, moldean la relación de poder entre empresarios y trabajadores. Aquí me ceñiré a cinco de especial importancia: 1. Costes y procedimientos del despido. El derecho del trabajo reconoce la idea central del

apartado anterior: que la relación laboral es una relación asimétrica que no puede equipararse a un contrato civil (es más, puede decirse que surge históricamente a partir de

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ese reconocimiento). Por ello, para proteger a la parte más débil de la relación laboral, regula jurídicamente la interrupción unilateral del contrato (el despido) e impone sanciones en función de las causas que lo motiven. Podemos decir que cuanto mayor sea la indemnización por despido y menos arbitrario el procedimiento para ejecutarlo, más se reforzará la posición del trabajador en el intercambio disputado, ya que para el empresario resultará más costoso blandir la amenaza del despido.

2. Tipos de contrato laboral. En relación con lo anterior, también es relevante el tipo de

contrato al que puede recurrir el empresario: básicamente, si es indefinidido o temporal; y la discrecionalidad para utilizar cada uno de ellos. Uno de los cambios más novedosos (y en España, sin duda, el más importante) en el mercado de trabajo durante las últimas décadas ha sido precisamente la proliferación de los contratos temporales o atípicos. Este tipo de contratos, a diferencia de los indefinidos, apenas entrañan costes de despido, ya que pueden extinguirse a su término sin necesidad de indemnizar al trabajador. Eso hace que la amenaza de despido (o simplemente, de no renovación) sea menos costosa para el empresario y más creíble para el trabajador. Además, el uso de los dos tipos de contratación en una empresa favorece la división entre temporales y fijos, separando los intereses de ambos segmentos y debilitando de ese modo la capacidad de acción colectiva de los trabajadores. Podemos decir, por tanto, que cuanto más regulado esté el uso de contratos temporales y menos extendidos estén éstos en el mercado de trabajo, más se reforzará la posición del trabajador en el intercambio disputado.

3. Protección social y el seguro de desempleo. La protección social hace referencia al

conjunto de políticas públicas incluidas en el gasto social: pensiones, sanidad, educación, vivienda, familia, etc. Si bien todas influyen de algún modo en el intercambio disputado, nos interesa particularmente una: el seguro de desempleo (su elegibilidad, volumen y duración). El seguro de desempleo determina la posición de retirada del trabajador: si el trabajador puede acceder fácilmente a un subsidio de desempleo generoso y prolongado, la perspectiva de perder su empleo será menos penosa y la amenaza de despido menos creíble. Así pues, cuanto más generosa sea la protección social y, en particular, el seguro de desempleo (en cuanto a la elegibilidad, la tasa de sustitución y la duración), más se verá reforzada la posición del trabajador en el intercambio disputado.

4. ;ivel de desempleo. La posición de retirada del trabajador, no obstante, también está

determinada por la probabilidad de encontrar otro empleo semejante en el caso de perder el que se tiene. En un contexto de pleno empleo, la posibilidad de ser despedido será menos angustiosa que en un escenario de paro masivo, ya que la probabilidad de encontrar otro empleo será alta y el periodo de búsqueda más breve, de modo que la amenaza de despido perderá una parte de su fuerza. De este modo, como señaló Michael Kalecki (1979) en un artículo clásico, se minaría la autoridad empresarial e incrementaría el poder del movimiento obrero14. Como ocurría con los contratos temporales, otro de los efectos

14 Kalecki afirmaba que “es errónea la hipótesis de que un gobierno mantendría el pleno empleo en una

economía capitalista si supiese cómo hacerlo [debido a la oposición de los capitalistas, ya que] bajo un régimen de pleno empleo permanente el despido dejaría de jugar su papel como medida disciplinaria [y] la clase

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de un alto nivel de desempleo es que puede dividir a la clase trabajadora y socavar la solidaridad necesaria para la acción colectiva (Esping-Andersen, 1985). Por otro lado, junto al nivel de desempleo también son relevantes su estructura (a quién afecta en mayor medida) y la facilidad para regresar o acceder por primera vez al mercado de trabajo, para las cuáles puede ser muy importante la política activa de empleo. En resumen, podemos decir que cuanto menor sea el nivel de desempleo, mayor será la fortaleza del trabajador en el intercambio disputado.

5. Fuerza de los sindicatos. Muchas de las normas jurídicas carecen de eficacia si no existe

la capacidad efectiva para hacerlas cumplir, y esa capacidad no sólo depende de la inspección pública, sino del poder que posean los sindicatos. La propia acción colectiva de los sindicatos puede conseguir, además, unas normas más favorables para los trabajadores en los diferentes niveles (desde la situación en la empresa a la legislación laboral) y protegerles del poder arbitrario de los empresarios. El poder de los sindicatos no sólo responde a su afiliación, sino también a su representatividad en la negociación colectiva: por ejemplo, en España, como en otros países mediterráneos, los sindicatos tienen una baja afiliación que ronda el 15% pero los convenios colectivos que negocian afectan al 80% de los trabajadores; si bien puede ocurrir –como señala Prieto (2009)– que sin la presencia del sindicato en la empresa no se cumpla el convenio. Por otro lado, junto al nivel de afiliación también es relevante la estructura de los sindicatos, en particular su unidad y centralización (Korpi, 1983) de cara a evitar las divisiones y los comportamientos particularistas. Por tanto, podemos decir que cuanto mayor afiliación tengan los sindicatos y más unitaria y centralizada sea su estructura, más se verá reforzada la posición del trabajador en el intercambio disputado

En resumen, estos cinco factores determinarán la forma que adopte el intercambio disputado y el equilibrio de poder de los actores (empresarios y trabajadores) que participan en él. Para apreciar mejor sus efectos, podemos imaginar un país donde se asegure una alta protección contra el despido, prevalezcan los contratos indefinidos, se ofrezca un seguro de paro generoso, exista el pleno empleo y los sindicatos tengan mucha fuerza, y otro en el que, por el contrario, el despido sea libre, la contratación temporal esté extendida, el seguro de desempleo sea cicatero, exista un elevado paro y los sindicatos sean débiles y fragmentados. En ambos casos existirá una relación de poder subyacente a la relación laboral, pero en el primero la situación del trabajador será mucho más favorable que en el segundo. Salvando las distancias, los casos de Suecia y Estados Unidos (situados en ambos polos de las variaciones del capitalismo avanzado) se asemejan en muchos aspectos a estos dos casos imaginarios. De los cinco factores reseñados, los tres primeros forman parte de la regulación del mercado de trabajo (que incluye, también, otros aspectos). Esto significa que están determinados por los conflictos y acuerdos que tengan lugar en la esfera política y, en particular, por las decisiones políticas de los gobiernos acerca de cómo regular el mercado laboral y qué tipo de trabajadora tendría mayor confianza en sí misma y una mayor conciencia de clase” (Kalecki, 1979). Sin embargo, como veremos en el último apartado, la historia posterior mostró que los gobiernos consiguieron mantener el pleno empleo a pesar de la oposición de los capitalistas, gracias a la fuerza que alcanzó el movimiento obrero.

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políticas públicas aplicar. Los dos últimos guardan una relación más indirecta. El desempleo obedece en parte a causas externas, como el ciclo económico o la estructura productiva, pero los gobiernos disponen de recursos para gobernar la economía e influir en el nivel de empleo, priorizando este objetivo sobre otros (como la inflación) y aplicando medidas dirigidas a él: estímulo de la demanda, política industrial, política activa de empleo, concertación salarial, etc. (Therborn, 1989;Korpi, 1991). La fuerza de los sindicatos también responde a múltiples causas de tipo histórico (Rothstein, 1998), pero de nuevo la acción de los gobiernos puede favorecer o erosionar su desarrollo: directamente, consolidando su presencia como interlocutores válidos o aprobando una legislación que incremente su poder en la empresa; e indirectamente, mejorando la situación de los trabajadores y sentando las bases para incrementar su capacidad de acción colectiva. La política, por tanto, importa. Para analizar las variaciones históricas que puede adoptar el intercambio disputado y reducir la enorme heterogeneidad de los factores que las determinan, podemos recurrir al concepto de “desmercantilización” (decommodification) popularizado por Gøsta Esping-Andersen (1990) e inspirado en la obra de Karl Polanyi (1989). Como es sabido, Polanyi interpretó el desarrollo histórico del capitalismo a la luz del proceso de mercantilización de la vida social, y en particular de elementos como el trabajo o la tierra, que no habían sido producidos para su venta y no eran, por esa razón, más que “mercancías ficticias”. Considerarlas como mercancías, expuestas a los azares de la oferta y la demanda, implicaba –a juicio de Polanyi (1989: 126)– “subordinar la sustancia misma de la sociedad a las leyes del mercado”. Para defenderse de tal peligro, la propia sociedad desarrollaba formas de autoprotección por medio de lo que denominaba “doble movimiento”: a la expansión del mercado y la destrucción de formas sociales que provocaba, le sucedían intentos de regulación política para embridarlo y detener sus consecuencias negativas (Silver y Arrighi, 2003). El argumento y la crítica de Polanyi se movían en un plano societal (en ocasiones parece incluso personificar a “la sociedad”), pero pueden ver los efectos de la mercantilización sobre relaciones sociales más específicas, como la relación laboral: la conversión del trabajo en una mercancía más (en trabajo asalariado) creó las condiciones históricas para la relación de poder entre empresarios y trabajadores que hemos explorado. Así pues, mercantilización y dominación iban parejas. En esa misma dirección, Esping-Andersen utiliza el concepto de desmercantilización para designar “el grado en que [los derechos sociales] permiten a la gente llevar a cabo sus estándares de vida independientemente de las fuerzas del mercado” (Esping-Andersen, 1990). De este modo, la desmercantilización viene a ser el criterio básico para medir el éxito del Estado del Bienestar a la hora de forjar una ciudadanía social que libere a los trabajadores del despotismo del mercado. A propósito de la relación laboral, Esping-Andersen afirma que “la desmercantilización refuerza al trabajador y debilita la autoridad absoluta del empresario [razón por la cual] los empresarios se han opuesto siempre a la desmercantilización” (Esping-Andersen, 1990). Así pues, aunque la fuerza de trabajo no deje de ser una mercancía, ni desaparezca el poder en la relación laboral, ambos aspectos se atenúan bajo los efectos de los derechos sociales y laborales asociados al Estado del Bienestar.

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El concepto de desmercantilización, no obstante, puede conducir a algún equívoco que es preciso aclarar. El primer problema es que parece hacer referencia a dos cosas distintas: (1) la desmercantilización de la fuerza de trabajo (que en virtud de la regulación del mercado laboral queda protegida de determinadas contingencias, como el paro, el abuso empresarial o la enfermedad) y (2) la desmercantilización de algunos bienes y servicios, como la vivienda o la sanidad (que gracias a las políticas sociales resultan accesibles fuera de la lógica del mercado). Si bien son dos cosas distintas, operan en la misma dirección: proteger a los trabajadores contra las fuerzas del mercado. El segundo equívoco consiste en identificar la desmercantilización con la salida del mercado laboral. El propio Esping-Andersen contribuye a la confusión al escribir que gracias a la desmercantilización “los trabajadores pueden optar libremente, y sin ninguna pérdida potencial de empleo, renta o bienestar general, por no trabajar cuando lo consideren necesario” (Esping-Andersen, 1990). Sin embargo, la desmercantilización no equivale a una menor participación en el mercado laboral, sino más bien a una participación menos regida por la lógica del mercado. La evidencia empírica muestra que los países más desmercantilizadores (los escandinavos) son los que tienen una tasa de empleo más alta, ya que priorizan las políticas que protegen a los trabajadores pero no incentivan su salida del mercado de trabajo; lo que favorece, en último término, la propia financiación de esas políticas sociales (Huo et al., 2008). De ese modo, los trabajadores permanecen en el mercado de trabajo pero en mejores condiciones para afrontar la relación de poder con los empresarios. La tercera aclaración es que, obviamente, las relaciones de poder de clase (entre empresarios y trabajadores) no son la única fuente de dominación en una sociedad capitalista; junto a ellas existen otras, entre las que destacan las relaciones de género, o –por decirlo sin remilgos– el patriarcado. Esto es importante porque para muchas mujeres el acceso al mercado de trabajo (su “mercantilización”) supone una liberación de la subordinación doméstica a sus maridos o parejas. Este punto está en el origen de muchas críticas feministas al concepto que estamos examinando, que han dado pie a la formulación de otro distinto: la “desfamiliarización”; que viene a complementar en el plano de las relaciones de género lo que el primero recoge para las relaciones de clase. La “desfamiliarización” designa el grado de independencia individual y la disponibilidad de recursos materiales independientes de la familia y de los lazos conyugales, que garanticen la autonomía personal de las mujeres (Campillo, 2006; O'Connor, 1998). En suma, para nuestro propósito el aspecto primordial de la desmercantilización son sus efectos en la relación laboral: que protege a los trabajadores frente al despotismo del mercado y –de ese modo– les refuerza en la relación de poder que entablan con los empresarios. La desmercantilización nos proporciona un criterio teórico para reunir y medir los efectos de los cinco aspectos de la regulación del mercado laboral expuestos anteriormente sobre el intercambio disputado15 . Naturalmente, la desmercantilización es una cuestión de grado:

15 Hay que aclarar que la desmercantilización es un concepto teórico suficientemente abierto que puede

operativizarse de diversos modos. Para los fines de esta comunicación lo utilizo en referencia a estos cinco factores: costes y procedimientos de despido (protección del empleo), extensión de la contratación temporal, seguro de desempleo (protección social), nivel de desempleo y fuerza de los sindicatos. Pero podría operativizarse de otra forma si nuestro objetivo fuera examinar la política de pensiones o la de sanidad en lugar de la regulación del mercado de trabajo. El propio Esping-Andersen (1990) advierte esto y construye un índice

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oscila a lo largo de un continuum, y será mayor o menor en función de cómo varíen todos esos factores. Cuanto mayor sea el grado de desmercantilización, menor la asimetría o intensidad de la relación de poder entre empresarios y trabajadores. En este sentido, podría incluso afirmarse que el rasgo crucial del Estado de Bienestar no son tanto sus efectos redistributivos, seriamente cuestionados por algunos autores (Shaik, 2003), sino la configuración de las condiciones que rodean y determinan el intercambio disputado de un modo más favorable para los trabajadores. 3. Excursus normativo: libertad y dominación en el mercado de trabajo. Antes de seguir con el argumento principal, deseo hacer un alto en el camino para considerar algunas cuestiones normativas, que no sólo son importantes por sí mismas sino también por el uso que se ha hecho de ellas en los procesos sociales. Una de las banderas enarboladas para defender la desregulación de los mercados al calor de la ofensiva neoliberal ha sido la libertad (Harvey, 2005): esta idea ha recorrido desde las páginas de Milton Friedman o Friedrich Hayek hasta las declaraciones de ministros y los programas de gobierno, vertebrando los argumentos a favor de eliminar las “rigideces institucionales” que obstaculizan el funcionamiento eficiente y justo del mercado. El mercado de trabajo no ha sido una excepción en este razonamiento. Sin embargo, a la vista de lo dicho hasta ahora, esta perspectiva resulta problemática, lo que nos invita a explorar los principios normativos que se esconden tras ella El punto de partida del argumento neoliberal es semejante al de la teoría neoclásica: tanto el trabajador como el empresario son libres para elegir qué desean hacer con su fuerza de trabajo o su capital. Nadie obliga al trabajador a acudir al mercado laboral: es él el propietario de su fuerza de trabajo y el que decide qué hacer con ella (como enfatiza Robert Nozick recuperando la idea lockeana de auto-propiedad), de modo que carece de sentido hablar de poder o dominación a no ser que sea para referirse a las trabas que impone la regulación institucional a la libertad de esos agentes. Pero, ¿qué se entiende por libertad exactamente? El concepto de libertad sobre el que se apoya esta visión es el de la libertad negativa propia de la tradición liberal. Esta concepción es la más extendida en nuestros días; no importa que quien la emplee desconozca las formulaciones clásicas de Benjamin Constant e Isaiah Berlin, pues lo que ellos explicitaron brillantemente ha impregnado el discurso político y el sentido común modernos. El contenido básico de esta noción es la identificación de la libertad con la no-interferencia. Según Berlin: “Yo soy libre en la medida que ningún hombre o grupo de hombres interfieren en mi actividad […] cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interferencia, más amplia mi libertad”; y si bien admite que, en este sentido, “no podamos ser absolutamente libres”, nos propone reducir al máximo la interferencia necesaria, en orden a salvaguardar la libertad para “realizar nuestro propio bien a nuestra manera” (Berlin, 1993).

de desmercantilización basado en los que considera que son los tres programas más importantes de bienestar social: las pensiones, el seguro de enfermedad y el subsidio de desempleo.

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Veamos qué dos consecuencias tiene esta concepción de la libertad sobre la relación laboral: primero, que ni la estructura de clase ni la posición de cada individuo en ella guardan relación alguna con la libertad, a menos que exista una coacción directa y explícita que interfiera en su acción; segundo, que ni la forma de los gobiernos ni el carácter de sus políticas son demasiado relevantes, puesto que lo que importa es el grado de interferencia, no la fuente de ésta (Berlin, 1993: 23). A los ojos de esta concepción, el trabajador que vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario es libre en tanto que nadie le coacciona en su camino al mercado laboral; el hecho de que no disponga de otra fuente de renta para “realizar su propio bien a su manera” es una circunstancia ajena a este problema; y cualquier forma de intentar ponerle remedio (por ejemplo, regulando el mercado de trabajo) pondría en serio peligro la libertad de otros individuos, como los empresarios que le van a contratar. No es casual, por tanto, que desregulación y liberalización sean sinónimos, pues bajo la perspectiva liberal ese proceso tiene como fin reducir la interferencia e incrementar la libertad de los actores económicos. Este punto de vista normativo de la relación laboral no sólo reduce los efectos de la regulación del mercado de trabajo a simple “interferencia”, sino que niega que exista algo en la relación entre empresario y trabajador (poder, coerción) que menoscabe la libertad del segundo; lo que indica un escaso realismo sociológico y contradice una verdad intuitiva: que la libertad del trabajador es, al fin y al cabo, bastante relativa. Bajo la perspectiva liberal, sin embargo, la libertad que preside el contrato laboral es suficiente para hacer desaparecer la relación de poder que se esconde tras él. Incluso aunque quisiéramos traerla de vuelta, quedaría por responder esta otra cuestión: ¿cómo conciliar la libertad del contrato con la relación de poder que se oculta tras él? La mejor manera de resolver esta aparente paradoja es recurriendo a otro concepto de libertad, sociológicamente más rico y políticamente más fructífero: la libertad como no-dominación (Pettit, 1999). Para la tradición filosófico-política republicana (que ha experimentado una saludable revitalización académica en los últimos años) la libertad no consiste en la ausencia de interferencia, sino en la ausencia de dominación: una persona es libre en tanto que no está sujeto a la dominación de terceros. Esta idea puede ilustrarse, en el lenguaje clásico, con la oposición entre liber y servus: la libertad consiste en la capacidad de vivir de forma autónoma y no a merced del capricho o la voluntad de otros. Para exponerlo más en detalle voy a señalar cuatro rasgos que la distinguen de la noción liberal: 1. La dominación no consiste únicamente en la interferencia efectiva, sino en la propia

capacidad de interferir arbitrariamente (dada una relación asimétrica de poder) en las acciones de otros. Por ejemplo: aunque un jefe sea permisivo o benevolente con sus trabajadores, si tiene en su mano (o en su bolsillo) el poder para interferir en el curso de sus vidas (abusando de ellos o, simplemente, despidiéndoles), estaremos ante una relación de dominación. En este caso, no habría interferencia pero sí dominación, por lo que no podría hablarse de libertad desde un punto de vista republicano.

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2. La dominación no consiste en cualquier tipo de interferencia, sino sólo en aquella que es arbitraria. La interferencia es arbitraria si obedece al capricho o la voluntad de quien la ejerce, en lugar de responder a los intereses o preferencias de los afectados o justificarse en el espacio público por su contribución al bien común. Por ejemplo, una legislación laboral que regule el despido no tiene porque ir en detrimento de la libertad aunque interfiera en el margen de acción del empresario; más bien al contrario, puede ser un medio para reducir la dominación de los trabajadores e incrementar su libertad. En este caso, habría interferencia pero no dominación: lo que se condenaría como un mal inaceptable por el liberal, sería un requisito para la libertad a los ojos del republicano.

3. La arbitrariedad o la justificación de una interferencia remite a las bases políticas e

institucionales de la libertad. Es decir, que una interferencia (una legislación, una medida política, etc.) sea arbitraria depende de si contribuye o no al bien común de extender la libertad y obedece, a su vez, a los procedimientos institucionales para definir políticamente ese bien común. A diferencia de lo que ocurría en el razonamiento de Berlin, en este caso la forma de gobierno es crucial para la libertad, y carece de sentido hacer equivaler la intervención política a la restricción de la libertad. James Harrington expresó así esta idea: se trata de liberty by the law, y no de liberty from the law (de Francisco, 2007).

4. Por último, y quizás más importante, la libertad como no-dominación requiere de

determinadas bases materiales que hagan efectiva la posibilidad de llevar una vida autónoma y no sujeta al dominio de otros. Quienes carezcan de recursos para ello, se verán obligados a entablar relaciones de subordinación con otros más poderosos a fin de obtener los medios para poder vivir (Domènech, 2004; de Francisco, 2007). Tales bases materiales pueden adoptar diversas formas: históricamente fue la propiedad de la tierra, en un mundo capitalista podría estar representada por los servicios y seguros de una política social generosa, o incluso por una renta básica universal (Raventós, 2007).

Una vez que hemos repasado la noción republicana de libertad, podemos responder a la cuestión planteada más arriba: en verdad, no hay contradicción entre la libertad del contrato y la dominación de la relación laboral, porque la primera no es más que una fictio iuris (Marx, 1975; Pettit, 1999) que oculta que el trabajador carece de otra fuente de renta que no sea la venta de su fuerza de trabajo y se ve compelido por ello a entablar una relación de poder con el empresario. La ficción consiste en considerar la posesión de la fuerza de trabajo como una propiedad que asegura la libertad del trabajador, cuando la realidad es que –como veíamos antes– en una sociedad donde la posesión y el control de los medios de producción están distribuidos de un modo tan desigual, y en ausencia de otras bases materiales que aseguren la autonomía real, la única opción es venderla en el mercado de trabajo y estar a merced del empresario. En resumen, si aceptamos el ideal de libertad que nos ofrece la tradición republicana, estamos en disposición de ver las cosas de otra manera: la regulación del mercado de trabajo que desde la perspectiva liberal se presentaba como la imposición de estorbos que interfieren en la

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libertad de los actores económicos, ahora aparece como un medio para proteger la libertad esos actores (especialmente de los más débiles: los trabajadores) o cuando menos para mitigar en lo posible la dominación que sufran en la relación laboral (y, por ende, en otras esferas de la vida social). Este desplazamiento teórico nos permite, además, conectar los cambios en el mercado de trabajo con los debates recientes sobre la ciudadanía. Como es sabido, el ideal que orientó la formación y el desarrollo de los Estados de bienestar fue la extensión de la ciudadanía social al conjunto de las clases trabajadoras (Marshall, 1998; Esping-Andersen, 1985). Sin embargo, este concepto de “ciudadanía social” no siempre encontró una formulación clara y satisfactoria, como evidencian muchos de los debates contemporáneos suscitados por la crisis del Estado de Bienestar y el surgimiento de nuevas desigualdades. Pues bien, retomando la equivalencia que se establecía en el mundo clásico entre civitas y libertas, es posible definir la idea de ciudadanía social en consonancia con el ideal de libertad como no dominación: podríamos decir que una persona logra el estatus de la ciudadanía social cuando disfruta de la libertad como no-dominación y puede vivir sin estar a merced de otros más poderosos16, para lo cual son necesarias determinadas condiciones materiales (protección del empleo, seguros de enfermedad, discapacidad y paro, educación y sanidad públicas, pensiones, etc.) que la protejan de las contingencias del mercado y de la dominación de los empresarios. En particular, y al hilo de la argumentación anterior, puede decirse que cuanto mayor sea la desmercantilización de la fuerza de trabajo, mayor será la libertad como no-dominación de los trabajadores. 4. El link micro-macro: del intercambio disputado al proceso político. Hasta ahora hemos visto que la relación laboral implica una relación de poder entre empresario y trabajador, que el ejercicio del poder por parte del primero se basa en un conjunto de mecanismos, entre los que destaca la amenaza del despido, y que la forma y la intensidad de tales mecanismos varían en función de cómo se regule el mercado de trabajo. La regulación del mercado de trabajo, no obstante, no sólo determina el entorno institucional que conforma las condiciones del intercambio disputado, sino que, a su vez, está determinada por todo un proceso político de toma de decisiones protagonizado por gobiernos, sindicatos y patronales. Cabe suponer, por tanto, que el conflicto de intereses entre empresarios y trabajadores que caracteriza la relación laboral se proyectará en la esfera propiamente política (bien en la disputa electoral y parlamentaria, o bien en el conflicto y la concertación sociales), y en particular en los asuntos relacionados con la política económica y la regulación del mercado laboral. Así pues, la dimensión política del mercado de trabajo parece referirse a dos cosas distintas: por un lado, a la relación de poder que subyace a la relación laboral entre empresario y trabajador; por el otro, al proceso político de toma de decisiones por el que se regula el mercado de trabajo. Si bien puede considerarse como dos aspectos de un mismo

16 Esos “otros más poderosos” no son solamente los empresarios. Como veíamos antes, en una sociedad como

la nuestra existen múltiples y entrecruzadas relaciones de dominación. Una mujer también puede sufrir la dominación de su marido, cuando está a merced de su voluntad; o un ciudadano puede ser víctima de la dominación de un Estado arbitrario.

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problema. Un buen modo de entender la relación entre ambos aspectos es a través de una tipología de “niveles de poder” basada en los trabajos de Robert Alford y Roger Friedland (1985) y Steven Lukes (1974)17. Podemos distinguir tres niveles de poder que operan en la vida social: 1. El poder situacional hace referencia a las relaciones de poder, autoridad o mando directo

entre actores fácilmente identificables que se enfrentan vis à vis en la vida social. Es el tipo de poder que hemos explorado de la mano de Bowles y Gintis, así como al que hacen referencia los estudios de orientación conductista basados en la célebre definición de Robert Dahl (1957).

2. El poder institucional se refiere a la forma en que determinados diseños y normas institucionales, que regulan todo tipo de relaciones sociales y configuran los escenarios del conflicto político, favorecen a los intereses de determinados grupos en detrimento de otros. Un ejemplo de este tipo de poder es lo que Peter Bachrach y Morton Baratz denominaron la “segunda cara del poder”: es decir, la capacidad para excluir ciertas alternativas posibles de la agenda política de toma de decisiones (Lukes, 1985); pero también incluye el caso contrario: la capacidad de grupos desfavorecidos de intervenir en la agenda política a través de la acción colectiva. En general, hace referencia a todo tipo de arreglos, diseños y normas institucionales.

3. El poder sistémico se refiere a la capacidad de conseguir determinados objetivos en virtud de la estructura sistémica de la sociedad, y no en base al poder directo sobre otros o al control de las reglas institucionales. Nuevamente, lo que Lukes (1974) denomina la tercera dimensión del poder (lograr que las personas no sean conscientes de sus propios intereses) es un caso particular de este nivel de poder. Pero abarca a cualquier forma de poder que debido a las propiedades del sistema favorezca los intereses de determinados grupos. Sin duda, éste es el tipo más discutible y discutido, ya que puede conducir al abuso de entes omnipotentes como factor explicativo y a prescindir de cualquier mecanismo causal, pero rechazarlo de plano equivaldría a ocultar una parte importante de la realidad social. Un ejemplo de este nivel es la “dependencia estructural del capitalismo” (Przeworski, 1988) a la que me referiré más adelante.

Alford y Friedland (1985) explican esta tipología a través de la metáfora del juego: el poder sistémico proviene de la naturaleza misma del juego; el poder institucional se corresponde con las reglas específicas del juego; y el poder situacional se despliega en las jugadas concretas dentro de un conjunto de reglas. Puede verse la relación entre los tres niveles: la naturaleza del juego limita el abanico de reglas posibles, y estas reglas –a su vez– afectan a la elección de las jugadas y a sus resultados. En la realidad social, el vínculo causal también funciona en la dirección inversa: los conflictos en el nivel situacional pueden acabar modificando las reglas en el nivel institucional, lo que pueden conducir, en último término, a

17 Mi explicación también sigue a Wright (Wright, 1994), y al igual que este autor designo como “poder

institucional” lo que Alford y Friedland denominan “poder estructural”.

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la transformación del propio sistema. Volviendo a nuestro caso, el intercambio disputado es un ejemplo de poder situacional: el empresario ejerce el poder sobre el trabajador en la relación laboral, a través de una serie de mecanismos que, aunque no tienen por qué ser del todo visibles, están bien definidos. El proceso político para decidir la regulación del mercado de trabajo es un ejemplo de poder institucional: los actores que se enfrentan lo hacen para determinar las normas que regularán la relación laboral. Finalmente, el capitalismo es un ejemplo de poder sistémico que, en virtud de determinados mecanismos casuales (como el vínculo entre salarios, beneficios e inversión) favorece sistemáticamente a los objetivos de los empresarios en el nivel situacional y de sus intereses en el nivel institucional18. Estos tres niveles de poder pueden resultar interesantes bien por sí mismos o bien por los efectos que tienen sobre el resto de niveles. 5. Los recursos de poder y el proceso político. La argumentación anterior nos proporciona una perspectiva más rica para enfocar la otra cara del problema: la regulación y desregulación del mercado de trabajo. Lo que inicialmente podría aparecer como una controversia técnica por conseguir el modo más eficiente de regular el mercado de trabajo o como una de las disputas, entre otras, de grupos de interés que caracterizan una sociedad pluralista, ahora se presenta de un modo distinto: como un conflicto de todo punto político cuyas raíces arraigan en las relaciones y desigualdades de la estructura de clase. Por decirlo de otro modo, ahora podemos ver mejor el iceberg que se esconde bajo la superficie de nuestro objeto de estudio (Korpi, 1998). En particular, podemos conectar las posiciones, disputas, negociaciones y decisiones que jalonan los procesos de (des)regulación del mercado de trabajo con el conflicto de intereses y la relación de poder que subyacen a las relaciones laborales en el capitalismo. La teoría de los recursos de poder (TRP en adelante) es el enfoque más apropiado para abordar los procesos políticos de regulación del mercado laboral sin perder de vista esa conexión que vincula el poder en las relaciones laborales con los conflictos en torno a su regulación. El núcleo teórico de la TRP puede resumirse en la siguiente proposición: la distribución de recursos de poder entre los actores de clase en las diferentes sociedades es la principal causa del desarrollo y la estructura de sus regímenes de bienestar y empleo. Que un país disfrute de un Estado de Bienestar generoso y universalista depende fundamentalmente –pero no sólo– de que la clase trabajadora disponga de recursos de poder para trasladar el conflicto industrial a la arena política y utilizar la política estatal en favor de sus intereses. Otra idea central, menos conocida pero muy importante, era que el desarrollo de un Estado de Bienestar generoso y la consiguiente desmercantilización de la fuerza de trabajo contribuían activamente a fortalecer al movimiento e incrementar sus recursos de poder (Esping-Andersen, 1985).

18 Al final del capítulo veremos un ejemplo que puede ayudar a entender esto.

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La TRP emergió a finales de los años 70 como respuesta a las interpretaciones pluralistas y marxistas del desarrollo del Estado de Bienestar, y se proponía dar cuenta de la variedad de trayectorias nacionales que estas perspectivas eludían –con especial atención al caso escandinavo (Stephens, 1979: ;Korpi, 1983). Mientras que esos dos enfoques asumían que “la distribución del poder en las sociedades occidentales había sido bastante estable, aunque discreparan en si era relativamente igualitaria o extremadamente desigual” (Korpi, 1998: vii), la TRP presuponía que la distribución de poder entre actores de clase (en el nivel institucional del esquema anterior) variaba a través de diferentes sociedades capitalistas, y postulaba que tal variación era la clave para entender la forma y el alcance de las políticas estatales. Aunque no se trataba de una idea exactamente nueva, pues enlazaba con toda una línea de investigación sobre clase y política (Moore, 1991), supuso un punto de inflexión en ese campo de estudio y rompió con el funcionalismo predominante. Más allá de sus orígenes, esta teoría ha mostrado una enorme vitalidad desde entonces y se ha convertido en el centro de muchos de los debate actuales (Esping-Andersen, 1990: ;Huber y Stephens, 2001). Es cierto que la TRP se ha utilizado sobre todo para el estudio de las políticas sociales (pensiones, seguros de enfermedad y desempleo, servicios públicos, etc.) pero –hasta donde yo sé– apenas se ha aplicado a la investigación de otros aspectos específicos de la regulación laboral, como son las condiciones de contratación y despido. En ese sentido, la regulación del mercado de trabajo reviste mayor complejidad porque en ella se entrecruzan tanto la política social como la política económica, pero aún así creo que puede utilizarse la TRP para su estudio. Veamos con más detalle el contenido de esta teoría en relación a nuestro objetivo de estudio. Los recursos de poder hacen referencia a los “atributos que proporcionan a los actores la capacidad de sancionar o premiar a otros actores” (Korpi, 1983) y pueden ser de muy distinto tipo, pero para nuestro caso nos interesan básicamente dos: la posesión de capital y la acción colectiva. El primero es propio de los empresarios, que en virtud de la propiedad de los medios de producción y el control sobre las decisiones económicas disponen de un enorme poder (en la empresa y la relación laboral, pero también para influir en la política); mientras que el segundo es característico de las clases populares que, en ausencia de otro recurso que no sea su propia fuerza de trabajo, pueden forjar armas organizativas, en particular partidos y sindicatos, para hacer frente al poder del dinero a través de la acción colectiva. El explanans

de la TRP, por tanto, se concreta en dos variables básicas: la fortaleza de partidos de izquierda y sindicatos, que a su vez pueden medirse a través de varios indicadores. Respecto a los partidos se considera más importante su poder en el gobierno que el porcentaje de votos o la representación parlamentaria, ya que aquél les asegura una influencia real en la elaboración de políticas públicas. Respecto a los sindicatos, no sólo se considera el nivel de afiliación, sino también algunos aspectos de su estructura, como la agrupación en una confederación unitaria y centralizada, que permitan superar los comportamientos oportunistas y las divisiones entre los trabajadores. Junto a estas dos variables centrales, algunos autores han señalado la importancia que posee la división de la derecha (Castles, 1978) o han subrayado la necesidad de prestar más atención al papel de los empresarios (Swenson, 1991). El explanandum al que intentaba dar respuesta la TRP era el desarrollo del Estado de Bienestar, pero a diferencia de la visión convencional que identificaba este desarrollo con los niveles de

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gasto social, esta teoría se centró en la estructura de las políticas sociales y los efectos distributivos que traían consigo. Dicho en otras palabras: lo decisivo no era cuánto se gastara, sino cómo y en qué. Para explorar la estructura del gasto social y las regulaciones institucionales se introdujo el concepto de desmercantilización presentado más arriba, de modo que se distinguía a los Estados de bienestar por su grado de desmercantilización y se atribuía a los recursos de poder la causa de esa variabilidad entre diversos países. Estos países podían situarse a lo largo de un continuum de desmercantilización, cuyos extremos correspondían a Estados Unidos y Suecia, o agruparse en diferentes “mundos del capitalismo de bienestar”: el liberal-anglosajón, el conservador-continental y el socialdemócrata-escandinavo, según la famosa tipología de Esping-Andersen (1990). Para el caso que nos ocupa aquí, el explanandum es ligeramente distinto, pues no se trata de abordar el desarrollo del Estado de Bienestar ni la generosidad o universalidad de las políticas sociales, sino de explicar un problema más enrevesado: los procesos de (des)regulación del mercado laboral, del que forman parte políticas bastantes heterogéneas. Sin embargo, como hemos visto, el concepto de desmercantilización también puede servirnos para articular cabalmente esa heterogeneidad y presentar una hipótesis de partida en consonancia con la TRP. La hipótesis es que cuanto mayores sean los recursos de poder de la clase trabajadora, más desmercantilizadora será la regulación del mercado de trabajo. ¿Cómo se concreta esto último? Podemos decir que una regulación del mercado de trabajo es desmercantilizadora cuando asegura la protección del empleo (en referencia al despido), incentiva los contratos indefinidos y restringe los temporales, proporciona una generosa protección social (en particular, del seguro de desempleo), responde a una política económica que prioriza el pleno empleo y favorece el crecimiento de los sindicatos tanto en las empresas como en su papel de interlocutores. Por supuesto, pueden darse muchas combinaciones diferentes de estos cinco factores, que además están relacionadas con la eficiencia económica que puedan llevar consigo. Por poner un ejemplo, en los países escandinavos se ha tendido a priorizar la seguridad en el mercado de trabajo (seguro de desempleo, lucha contra el paro y política activa de empleo) frente a la seguridad en el empleo (protección frente al despido), dando lugar a una regulación desmercantilizadora que a su vez favorece el dinamismo y la eficiencia económica (Pontusson, 2005). Hay que advertir, no obstante, de algunas limitaciones de este enfoque “político”. A primera vista, podría parecer que la TRP es una teoría voluntarista que concede a los actores de clase un poder para moldear a su voluntad las políticas estatales del que en realidad carecen, debido a la complejidad social, a las presiones estructurales del capitalismo o a otros factores. Los autores asociados a la TRP han sido generalmente conscientes de este riesgo, y no sólo han tenido en cuenta los límites que impone una economía capitalista a determinadas políticas, sino que asumieron desde un principio que la clase trabajadora rara vez disponía de los recursos de poder suficientes para llevar a cabo su programa en solitario, y que su éxito dependía del establecimiento coaliciones de clase: con los agricultores, primero, y con la clase media, después (Esping-Andersen, 1985; Esping-Andersen y Friedland, 1982). Pese a ello, dicho riesgo existe y en ocasiones ha conducido a algunos autores (Stephens, 1979) a sostener interpretaciones excesivamente optimistas que el paso del tiempo ha demostrado infundadas

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(Pontusson, 1984). Es oportuno, por tanto, señalar algunos límites de la teoría para incorporarlos a nuestro análisis. La principal limitación es que las políticas públicas (sociales y económicas) no pueden gobernar totalmente una economía capitalista aunque se lo propongan, ya que la descentralización e interdependencia de las decisiones en un sistema de mercado y el enorme poder del que disfruta el capital pueden hacer que el resultado final de una política (en especial, de una política económica) escape al control de un gobierno o no se corresponda con sus objetivos (Scharpf, 1991). De este modo, incluso aunque la clase trabajadora disponga de los suficientes recursos de poder para llevar a cabo una política en favor de sus intereses, puede ocurrir que “fracase económicamente si sus estrategias no se adaptan al entorno económico, dando como resultado fracasos comerciales, desinversión, inflación galopante o un rápido deterioro internacional de la balanza de pagos” (Scharpf, 1991: 361). Esta limitación está relacionada con lo que Adam Przeworski denominó la “dependencia estructural del capitalismo”: en un sistema capitalista, el bienestar general (empezando por los salarios) depende de que los empresarios obtengan los suficientes beneficios para invertirlos posteriormente y asegurar el crecimiento económico, al igual que la autoridad que poseen en la empresa se presenta como una necesidad técnica para una eficiente organización de la producción. En cierto sentido, pues, “toda la sociedad depende estructuralmente de los actos de los capitalistas” para asegurar su bienestar (Przeworski, 1988: 162). Se trata, como señalé antes, de un caso de poder en el nivel estructural: no hace falta que los empresarios tengan poderosas patronales o vínculos directos con la política; basta con el hecho de que la inversión esté en sus manos (una propiedad estructural del capitalismo) y dependa directamente de la tasa de beneficios que obtengan, lo que obliga a cualquier gobierno a crear un buen clima de negocios, y –de ese modo– a favorecer sus intereses. El famoso slogan “lo que es bueno para General Motors, es bueno para los Estados Unidos” tiene un claro propósito ideológico, pero también una parte de verdad objetiva. En todo caso, la consideración de los límites que impone el capitalismo a la política democrática no debe empujarnos al extremo opuesto, que consiste en atribuir a las presiones estructurales un poder absoluto que cierra la puerta a cualquier política que no resulte funcional para el capitalismo o los empresarios. De hecho, los propios Adam Przeworski y Fritz Scharpf se han distinguido por aplicar un enfoque centrado en las elecciones estratégicas de los actores sociales (combinando la teoría de juegos con el institucionalismo). Cuál sea la importancia real de las limitaciones estructurales para constreñir las acciones de partidos, sindicatos, gobiernos o cualquier otro agente es una cuestión que difícilmente puede responderse a priori, sino que debe dirimirse para cada caso a través de la investigación empírica19.

19 El caso sueco es uno de los mejores “laboratorios” para hacerlo, pues fue el país en el que el movimiento

obrero, representado por el SAP y la LO, obtuvo un mayor poder político: gobernó interrumpidamente durante 40 años y tenía una tasa de afiliación superior al 80%. Esto es lo que llevó a algunos autores (Stephens, 1979) a analizarlo como un caso de “transición al socialismo”. En los años 70 la socialdemocracia se propuso avanzar en la democracia económica (como tercera etapa, tras la política y la social, hacia el socialismo), dando por roto el compromiso de clase de postguerra (que en Suecia se remontaba a 1938). La reforma más ambiciosa en este sentido fue el Plan Meidner, que contemplaba la creación de fondos de capital controlados por los asalariados (wage earner funds) financiados con un porcentaje de los beneficios privados, y que gradualmente iría trasladando el control de la inversión a manos públicas. El plan fue finalmente derrotado, poniendo de relieve, en

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La TRP ha recibido muchas más críticas20, de las cuales podemos mencionar estas tres:

1. El proceso de globalización ha reducido, según muchos autores, la capacidad de los gobiernos para desarrollar estrategias autónomas, haciendo imposible la aplicación de determinadas políticas económicas (en concreto, debido a la movilidad del capital y la desregulación financiera). Esto ha conducido a una convergencia que borra las diferencias entre los gobiernos de distinto color, de modo que si bien la TRP explicaba correctamente el desarrollo del Estado de Bienestar, ya no podía hacer lo mismo con su evolución y crisis posterior bajo una economía global. Ésta crítica, por tanto, puede verse como un desarrollo de la “dependencia estructural del capitalismo”, una dependencia que se habría incrementado a resultas de la globalización económica.

2. Como reza el famoso dictum de Marx, “los hombres hacen la historia, pero en

condiciones que no han escogido”. Algunos autores asociados a la literatura sobre la path-dependence han rebajado la importancia del poder o las estrategias de los actores de clase, cuestionando el presupuesto implícito de que partan, más o menos, de cero. Por el contrario, estos actores heredan determinados legados, despliegan su acción en un escenario con pasado y están inmersos en instituciones que siguen determinadas lógicas, por lo que no puede descuidarse este aspecto en el estudio de las políticas sociales y económicas. Más en concreto, la arquitectura institucional de cada Estado de Bienestar crea determinadas inercias institucionales e intereses grupales que favorecen su reproducción y dificultan los cambios. La historia, en suma, importa; pero quizá no tanto como para pensar –como sugieren algunos autores– que determinados acontecimientos (o critical junctures) determinan totalmente la senda por la que ha de discurrir el futuro.

3. La hegemonía neoliberal y el creciente interés por el “poder de las ideas” ha llevado a

muchos autores a reconsiderar el papel que tienen éstas en la formación y aplicación de las políticas públicas. En especial, se trata de ver cómo intervienen las ideas a la hora de articular los intereses colectivos, de traducir éstos en medidas políticas factibles, y de ensamblar estas medidas en policiy-paradigms que orienten las estrategias de gobiernos y otros actores políticos. Esta perspectiva nos invita a reconsiderar algunas cuestiones que, de algún modo, se daban por sentadas. Lo relevante no sería tan sólo que los partidos de izquierda accedan al gobierno o que los sindicatos extiendan su poder, sino qué tipo de ideas informen la labor de estos y otros actores (en concreto, para el tema que nos ocupa, puede ser de crucial importancia el

palabras de Jonas Pontusson, los “límites de la socialdemocracia”. Hay que señalar que el proyecto de los fondos de capital de asalariados (que ha regresado al debate en los últimos años de la mano de autores como Robin Blackburn) representa un ejemplo de cómo el poder en el nivel institucional (la fuerza del movimiento obrero) puede modificar el poder en el nivel estructural (controlando públicamente la “función de la inversión” que de otro modo recae sobre el capital privado).

20 Puede consultarse (Campillo y Sola, 2010) (Olsen y O'Connor, 1998)

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papel de los economistas a la hora de fijar lo que es posible y deseable respecto a la regulación del mercado de trabajo).

Estas críticas (y otras) admiten diferentes formulaciones, según sean más “fuertes” o “blandas”. En general, los teóricos de los recursos de poder han sido bastante receptivos a incorporar las versiones más moderadas de estos enfoques (centrados en la globalización, la path-dependence o el poder de las ideas) dentro del esquema de la TRP. Si bien no está claro hasta qué punto tales desarrollos nos obligan a desechar la TRP o nos invitan a reformularla. Si seguimos la conclusión a la que llegan Evelyne Huber y John Stephens (2001) en su ambicioso trabajo sobre el desarrollo y la crisis del Estado de Bienestar, podemos afirmar que las diferencias por el color de los gobiernos y la fuerza de los sindicatos importan, pero, debido a las presiones de la globalización financiera y a las inercias histórico-institucionales, menos que en el periodo de postguerra. A modo de conclusión. A lo largo de esta comunicación he explorado los aspectos políticos del mercado de trabajo, partiendo de la relación laboral que tiene lugar en la empresa y desembocando en el proceso político por el que decide su regulación institucional. En contra de lo que la teoría económica convencional presupone, la relación laboral implica una relación de poder del empresario sobre el trabajador. El modelo del “intercambio disputado” nos ha permitido explorar los mecanismos a través de los cuales se ejerce el poder, entre los que destaca la amenaza despido. A continuación, he argumentado que la eficacia de ese mecanismo está determinada por un conjunto de factores políticos y sociales asociados a la regulación del mercado de trabajo. En particular, he examinado la importancia del coste y los procedimientos de despido, los tipos de contrato laboral, la protección social y el seguro de desempleo, los niveles de empleo y la fuerza de los sindicatos. El concepto de desmercantilización nos ha permitido reducir la heterogeneidad de esta regulación y averiguar de qué modo influye en la relación de poder entre empresarios y trabajadores. A continuación, he realizado un breve excursus normativo a fin de desvelar los presupuestos que esconde la invocación de la libertad para desregular los mercados, mostrando que desde otra perspectiva filosófica-política (la republicana) la regulación puede ser precisamente el mejor medio para preservar la libertad de los más débiles. Luego he explorado los mecanismos que vinculan la relación de poder en la empresa (nivel micro) con el proceso político de regulación laboral (nivel macro). Y finalmente, he presentado la TRP como un buen punto de partida desde el que comenzar el estudio de los procesos de regulación y desregulación laboral. Junto a las ventajas que posee este enfoque “político” para analizar –en términos positivos–los procesos relacionados con el mercado de trabajo y las relaciones laborales, creo que también nos brinda una perspectiva más apropiada para afrontar el debate normativo acerca de cuáles son las mejores formas de regular el mercado laboral. Esta breve exploración de la dimensión política del mercado de trabajo confirma que no puede abordarse este problema

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como una controversia técnica, pero también procura aclarar los mecanismos por medio de los cuáles se ejerce el poder en las relaciones laborales y las condiciones institucionales que lo facilitan u obstaculizan, lo que en último término puede tener su utilidad para repensar y defender formas de regular el mercado de trabajo que, sin renunciar a un determinado nivel de eficiencia económica, embriden el poder del que disponen los empresarios y protejan la libertad republicana de los trabajadores.

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