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Aquiles Santillán Regazzoli [email protected] 1 AFRA 2013 Maurice Blanchot: el arte, el suicidio “He dicho mi palabra, quedo hecho pedazos a causa de ella: así lo quiere mi suerte eterna, -¡perezco como anunciador!” F. Nietzsche No hay, dice A. Camus, más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio 1 . Preguntarse por el sentido o sin-sentido de la vida, la razón o las razones por las que seguir viviendo en un mundo que no ha parado de anunciar la “muerte de Dios”, acaso no sea otra vana tarea. Quisiera, en las estrictas limitaciones de espacio y tiempo que aquí se imponen, contar la anécdota de un suicidio que no fue. Hablaré, pues, de un fracaso. Si el suicidio, como toda muerte, es una calamidad, no encuentro otro adjetivo para calificar el acontecimiento fallido del que aquí les hablaré más que el de catástrofe. Debo advertir, no obstante, que se trata de un acontecimiento sumamente ambiguo y del que, para su análisis y comentario, me serviré de tres tipos de “experiencia”: la experiencia de “Mallarmé”, la experiencia “propia” de Mallarmé, y la experiencia de Igitur. Dicha tipicidad implica aquí diferencias perspectivísticas que, por otra parte, pretenden emular el encadenamiento que M. Blanchot, con la sutilidad que lo caracteriza, forjó para unir en El espacio literario (1955) lo que no era sino dispersión fragmentaria 2 . Ahora bien, ese célebre texto que desafía la paciencia de todo lector sugiere lo que podría resultar una extraña analogía entre el arte y el suicidio. ¿Por qué esta chocante comparación? ¿Qué tienen en común la obra de muerte y la obra de arte? ¿Cómo separar, apenas, por el espacio de una coma “el arte, el suicidio”? 1 Cf. Camus A., El mito de Sísifo, “Un razonamiento absurdo”, p. 15. 2 Como es sabido, lo que hoy corresponde a los “libros” de Blanchot, esos acopios de textos elegidos, revisados y corregidos por el ensayista francés, no son sino el efecto de una unidad posterior a la fragmentariedad de la que surgieron. Si la historia es injusta, podemos darle la razón a Mallarmé en Le livre, instrument spirituel: “(…) todo, en el mundo, existe para convergir en un libro.”

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AFRA 2013

Maurice Blanchot: el arte, el suicidio

“He dicho mi palabra, quedo hecho pedazos a causa de ella: así lo quiere mi suerte eterna, -¡perezco como anunciador!”

F. Nietzsche

No hay, dice A. Camus, más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio1.

Preguntarse por el sentido o sin-sentido de la vida, la razón o las razones por las que seguir

viviendo en un mundo que no ha parado de anunciar la “muerte de Dios”, acaso no sea otra

vana tarea.

Quisiera, en las estrictas limitaciones de espacio y tiempo que aquí se imponen, contar la

anécdota de un suicidio que no fue. Hablaré, pues, de un fracaso. Si el suicidio, como toda

muerte, es una calamidad, no encuentro otro adjetivo para calificar el acontecimiento

fallido del que aquí les hablaré más que el de catástrofe. Debo advertir, no obstante, que se

trata de un acontecimiento sumamente ambiguo y del que, para su análisis y comentario,

me serviré de tres tipos de “experiencia”: la experiencia de “Mallarmé”, la experiencia

“propia” de Mallarmé, y la experiencia de Igitur. Dicha tipicidad implica aquí diferencias

perspectivísticas que, por otra parte, pretenden emular el encadenamiento que M. Blanchot,

con la sutilidad que lo caracteriza, forjó para unir en El espacio literario (1955) lo que no

era sino dispersión fragmentaria2.

Ahora bien, ese célebre texto que desafía la paciencia de todo lector sugiere lo que podría

resultar una extraña analogía entre el arte y el suicidio. ¿Por qué esta chocante

comparación? ¿Qué tienen en común la obra de muerte y la obra de arte? ¿Cómo separar,

apenas, por el espacio de una coma “el arte, el suicidio”?

1 Cf. Camus A., El mito de Sísifo, “Un razonamiento absurdo”, p. 15. 2 Como es sabido, lo que hoy corresponde a los “libros” de Blanchot, esos acopios de textos elegidos, revisados y corregidos por el ensayista francés, no son sino el efecto de una unidad posterior a la fragmentariedad de la que surgieron. Si la historia es injusta, podemos darle la razón a Mallarmé en Le livre, instrument spirituel: “(…) todo, en el mundo, existe para convergir en un libro.”

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Dar respuesta a tales interrogantes quizá conlleve una explanación del insidioso “concepto”

de “désoeuvrement”. O tal vez habrá que preguntar, como Blanchot: “¿el escritor no estaría

muerto desde el momento en que la obra existe, como a veces se lo hace presentir la

impresión de una inacción [des-obra] extraña?”3

1 . La experiencia de “Mallarmé”

En la órbita de Las palabras y las cosas (1966) Foucault consagraba a Blanchot un texto

titulado El pensamiento del afuera4; este “pensamiento” encontraría en Blanchot casi el

final de una genealogía en cuyos exponentes encontramos a Sade, Hölderlin, Nietzsche,

Mallarmé, Artaud, Bataille, Klossowski. Si en esa historia problemática de la filosofía que

es Las palabras y las cosas Foucault nos habla de una “experiencia de Nietzsche”5, no es

inverosímil sostener mediante ese mismo gesto que nos vemos interpelados por una

“experiencia de Mallarmé”.

¿En qué consiste esta experiencia? En pocas palabras podemos decir que se trata del

movimiento en el que desaparece aquel que habla. Enigmática frase que sólo tomará

sentido si prestamos atención a la “teoría mallarmeana del lenguaje”: el poeta cree en la

existencia de dos lenguajes, “bruto o inmediato aquí, esencial allí”6. Por un lado tenemos el

lenguaje bruto, coloquial, cotidiano, que Mallarmé compara con una moneda que va de

mano en mano… “a cada uno bastaría tal vez para intercambiar la palabra humana, tomar o

poner en la mano de otro una moneda en silencio”7; por otro lado, a diferencia del lenguaje

útil, del mundo cotidiano y las tareas del día, el parisino dice de la Poesía que tiene una

palabra “pura”, esencial. Al respecto comenta Blanchot:

“En la palabra poética se expresa que los seres callan. ¿Pero cómo ocurre esto? Los seres

callan, pero entonces el ser tiende a convertirse en palabra y la palabra quiere ser. La

palabra poética ya no es palabra de una persona: en ella nadie habla y lo que habla no es

3 Blanchot M., El espacio literario, 1. La soledad esencial, p. 17. 4 Este texto se encontraría en el n° 229 de la revista Critique, en junio de 1966. 5 Foucault M., Las palabras y las cosas, “El sueño antropológico”, p. 354. 6 Mallarmé S., Crise de vers. 7 Ibíd.

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nadie, pero parece que la palabra sola se habla. (…) En lo sucesivo, no es Mallarmé quien

habla sino que el lenguaje se habla (…)”8.

¿Qué se desprende de ello? No hay lenguaje sin la negatividad más extrema. No sólo “el

trabajo puro implica la desaparición elocutoria del poeta”9 sino que además nombrar una

cosa es hacerla desaparecer, es volverla ausente en esa nominación. El acto de nombrar,

inquietante, maravilloso, implica el carácter universal y abstracto del lenguaje, su capacidad

de negar lo concreto en aras de idea: “Yo digo: ¡una flor! Y más allá del olvido al que mi

voz relega cualquier contorno, se eleva musicalmente, idea propia y suave, la ausente de

todos los ramos”10.

Esta experiencia que aparece en el seno mismo del lenguaje es la “potencia de lo negativo”

donde las palabras tienen el poder de hacer desaparecer las cosas, asimismo de hacerlas

aparecer en tanto desaparecidas. Pero también, por el mismo motivo, tienen el poder de,

anulándose, desaparecer ellas mismas; volviéndose ausentes en el seno de lo que realizan;

destruyéndose sin fin en ese acto de autodestrucción, la evocación nos hace pensar en el

insólito acontecimiento del suicidio.

2 . La experiencia “propia” de Mallarmé

En el período de 1866 y 1871 la vida de Mallarmé fue signada por una profunda depresión

personal en medio de la cual el poeta confesó que llegó a pensar en el suicidio. Se nos

cuenta que en 1869, época en la que vivía en Avignon, tiene lugar una verdadera “crisis

espiritual”, tal y como se deduce de algunos fragmentos de su epistolario. Por esa misma

época se sabe que empezó a leer a Hegel. El vocabulario de sus poemas, entre los que se

encuentra Igitur, comenzó a tener esa carga patética cuya recurrencia son la Nada, el

Absoluto, el Universo, la Belleza, la Impotencia, etcétera. Leemos en una carta a Cazalis

(14 de noviembre de 1869), por ejemplo, sobre Igitur: “Es un cuento con el que quiero

dominar ese viejo monstruo de la Impotencia, su tema (…)”. Sabemos también que se

8 Blanchot M., El espacio literario, 2. Cercanía del espacio literario, p. 35. 9 Mallarmé S., Crise de vers. 10 Ibíd.

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consagra cada vez más al ahondamiento de sí: “Todo lo que, por reacción, mi ser ha sufrido

durante esa larga agonía, es inenarrable, pero felizmente yo estoy perfectamente muerto…

Es decir, que ahora soy impersonal, ya no el Stéphane que conociste (…)”.

¿En la ausencia de dioses, qué nos queda sino el desamparo de la palabra huérfana? El

poeta que deja de ser instrumento de la divinidad, asume su propio riesgo en la creación

artística, se enfrenta ahora con la Nada. “Quien profundiza el verso debe renunciar a todo

ídolo, debe romper con todo, no tener la verdad por horizonte ni el futuro por morada,

porque de ningún modo tiene derecho a la esperanza: al contrario, debe desesperar. Quien

profundiza el verso, muere, encuentra su muerte como abismo”11.

Ahora bien ¿qué muerte es ésta, de la que nos habla Blanchot?

He aquí, entonces, el fracaso. El doble fracaso deberíamos agregar. Lo cierto es que ni

Mallarmé se suicidó, sino que ese incierto fenómeno que es la muerte le aconteció en la

forma de un espasmo de glotis, ni Igitur terminó por representar el fantasma de la

impotencia de la creación a la que el propio Mallarmé se vio entregado.

3 . La experiencia de Igitur

Más allá del manoseo editorial que el yerno de Mallarmé, el Dr. Bonniot, ha realizado para

la “versión definitiva” de este texto, debemos decir que se trata de una obra no inconclusa

sino abandonada. Igitur tuvo, como se desprende de lo mencionado, un inicio trágico.

Este “cuento” mallarmeano, “dirigido a la Inteligencia del lector que por sí mismo pone las

cosas en escena”12 suele considerarse un verdadero “drama metafísico”. Inspirado en cierto

estilo wagneriano, cargado de una sonoridad estridente, el poema pretende ser en sí mismo

su propia desaparición: “Profiero la palabra para volver a hundirla en su inanidad”13. Igitur

es una tentativa de hacer posible la obra tomándola en el punto en que lo que está presente

es la ausencia de todo poder, la impotencia. La obra sólo es posible si la ausencia es pura y

11 Blanchot M., El espacio literario, 2. Cercanía del espacio literario, p. 32. 12 Mallarmé S., Igitur o la locura de Elbehnon. 13 Ibíd.

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perfecta, razón por la cual Blanchot dice que no se trata sólo de una “exploración” sino

también de una “purificación de la ausencia”14. Si bien el suicidio acontece, y la muerte de

Igitur es efectivamente el acto extremo, la suprema posibilidad a partir del cual la negación

se realiza, esa potencia de lo negativo se da no obstante como muerte anterior, a pesar de

ser la resolución trágica y concluyente del final del poema. Nos advierte Blanchot que esa

muerte, ese “suicidio” es en verdad el que da inicio al drama: “El cuento comienza por el

final: ésa es su verdad turbadora”15. Todo debe ya haberse realizado, esa muerte debe ser la

justificación de haber obtenido el poder de no-ser. La Nada como potencia es evocada en la

Medianoche, quien según Blanchot debiera ser necesariamente protagonista:

“Indudablemente subsiste una presencia de Medianoche”16.

¿Qué es, sin embargo, lo que aconteció? Aunque dichas las palabras contra los

“matemáticos moribundos”17, el poema termina siendo el proyecto de un racionalista

tranquilo y consecuente.

Al menos según la “versión definitiva”, o mejor, según la versión “más reciente”, Mallarmé

modifica la perspectiva de la obra transformándola en el monólogo de Igitur. Lo que resulta

interesante del análisis blanchotiano radica en que el crítico habla de una verdadera

catástrofe. Pareciera que Igitur termina haciendo de la im-potencia un poder. Tomando su

muerte como posibilidad, como efectivo poder de darse muerte, “se distingue ese “yo”

pálido que se presenta continuamente detrás del texto y apoya su dicción. Entonces, todo

cambia: por esa voz que habla, ya no es la noche quien habla, sino una voz todavía muy

personal por transparente que se haga, y allí donde nos creíamos frente al secreto de

Medianoche, el puro destino de la ausencia, no tenemos sino la presencia hablante, la

evidencia enrarecida, pero segura, de una conciencia que, en la noche convertida en su

espejo, se contempla a sí misma”18.

4 . El arte, el suicidio 14 Blanchot M., El espacio literario, 4. La obra y el espacio de la muerte, p. 100. 15 Ibíd., p. 103. 16 Mallarmé S., Igitur o la locura de Elbehnon. 17 Ibíd. 18 Blanchot M., El espacio literario, 4. La obra y el espacio de la muerte, p. 106.

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Blanchot sugiere que el artista “está ligado a la obra de la misma extraña manera en que

está ligado a la muerte el hombre que la toma como fin” 19. En ambos casos, la empresa está

destinada al fracaso puesto que aquello que “proyectan”, el uno alcanzar la muerte, el otro

alcanzar la obra, es lo que se sustrae a todo proyecto. Estos dos movimientos ponen a

prueba una forma particular de posibilidad. “En los dos casos, se trata de un poder que

quiere ser poder aun frente a lo inasible, allí donde cesa el reino de los fines”20.

Por una parte, el suicida quiere la muerte como su última decisión consciente, como la

expresión suma de su voluntad final. Y si muere, si lo consigue, es sólo con la ilusión de

que alcanzó aquello con lo que no se tiene relación: allí donde reina la pasividad. ¿Puedo

morir? ¿Es posible morir? Es imposible proyectar matarse puesto que el proyecto se dirige

hacia algo que nunca se alcanza, hacia un objetivo imposible. El equívoco consiste, dice

Blanchot en una larga disquisición, en tomar una muerte por otra: “Voy hacia la muerte que

está en el mundo a mi disposición y creo así alcanzar la otra muerte, sobre la que no tengo

ningún poder, que no tiene ningún poder sobre mí, porque no tiene nada que ver conmigo,

la ignoro y me ignora, es la intimidad vacía de esa ignorancia”. No soy YO quien tiene

relación con la muerte, no es la egoidad de un sujeto que permanecería fiel a sí mismo hasta

la muerte, incluso en la muerte. La muerte, por el contrario, da cuenta de la impersonalidad

que es aquí dehiscencia del Sujeto. Muerte impersonal, “quien quiere morir, no muere,

pierde la voluntad de morir, entra en la fascinación nocturna donde muere en una pasión sin

voluntad”21.

Por otra parte, el artista cree tener el dominio sobre la obra, tiene la ilusión de que aquello

que ha escrito le pertenece en un sentido de intimidad que excede a cualquier relación. Allí

donde la experiencia de escritura es paso del “Yo” al “Él” (o “Ello), el artista confunde la

obra con ese montón de palabras estériles que es el libro. Creyendo que hace su obra, que

se dirige hacia el punto medular en el que se regocija con la felicidad plebeya de la tarea

realizada, siendo atraído incluso por ese punto central, el escritor se mueve hacia lo que no

se deja asignar dirección. Movimiento hacia el vacío que no es un movimiento sino la

errancia indefinida que, disimulándose, genera apenas el efecto de un desplazamiento. La

19 Ibíd., p. 97. 20 Idem. 21 Ibíd., p. 96.

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atracción que padece el escritor hacia ese punto central tiene condiciones que el mismo

escritor debe, por necesidad, desconocer. La ignorancia, la indiferencia, la negligencia son

aquí la normatividad básica: la ley, a diferencia del rigor de nuestros días, de la severidad

que rodea su presencia solemne, admite aquí la ignorancia para su cumplimiento. “Noli me

legere”: esta imposibilidad de leer es la única relación, la única aproximación real que el

autor puede tener con lo que llamamos obra22. La soledad de la obra nos descubre entonces

una soledad más esencial, la soledad que alcanza el escritor por medio de la obra. Estallan

todas las figuras de la interioridad, se rompe con la identidad del “Yo”, con esa ilusión de

dominio auto-consciente con lo que se escribe.

No es, pues, la obra a lo que llega el artista sino a la profundidad de la “des-obra”. “Ese es

el momento más oculto de la experiencia”23, dice Blanchot. Oculto aquí equivale a una

ignorancia esencial que, como tal, permanece indiferente a todo aquello que pueda ponerla

de manifiesto o disimularla. Ignorancia absoluta, y absolutamente no-recíproca porque

consiste en su disimulación, porque es la disimulación misma, la ambigüedad esencial de

todo lenguaje, el Afuera infinito, la pura dispersión…

22 Ibíd., 1. La soledad esencial, p. 17. 23 Ibíd., 2. Cercanía del espacio literario, p. 40.