Aqui Solo Se Cuecen Habas - Carlos O Murphy
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AQUÍ SÓLO SE CUECEN HABAS
Carlos O’Murphy
Era lo que decía un mensaje escrito detrás del asiento delantero del coche,
habilitado como taxi por varias pegatinas de color verde fosforescente
puestas en los cristales y el parabrisas. Dada la ausencia de taxímetro y sin
echarlo en falta, el turista había pactado el largo servicio por una cantidad fija
—interesante para el expansivo conductor y conveniente para él— para
resolver el asunto que le faltaba ese día en Lima, y se apoltronó a sus
anchas en el cómodo asiento doble. El vehículo estaba casi tan percudido
como el chófer que lo conducía, tanto como las calles por las que lo
conducía. El turista, afanoso, veía cómo iba saliendo de la burbuja pulcra de
Lima donde estaba su aséptico hostal de extranjeros, metiéndose por la
garganta de una grima existencial que —aunque no le resultaba por completo
desconocida, ni siquiera muy desagradable o insufrible— lo llevaba hacia
dentro de sí como el agua fresca que se procura un cuerpo sediento. Aquella
garganta
—Perdona, ¿cómo se llama este viaducto?
—Vía Expresa, señor. Antes se llamaba Paseo de la República pero ahora le
decimos zanjón nomás, porque parece una zanja bien grande. ¿No?
engullía coches que se dirigían a saciar el hambre colectivo del quisquilloso
centro de Lima, llamado así por concentrar lo más graneado de una especie
animal muy difundida en ese país: el sobreviviente urbano, intolerante y
desalmado, que vive la vida conviviendo con el malvivir, a quien la necesidad
forma —le guste o no— como un vencedor del derrotismo que rezuma toda
urbe de Sudamérica.
Había tenido suerte de conocer algo de Lima antes de acometer tal
expedición, pensó. De no haber sido así, hubiera muerto del susto a la salida
del zanjón en la Plaza Grau cuando varios rapaces miserables, pero de
aspecto dulce e inocente, hicieron piruetas ante su taxi y otros coches
detenidos por un semáforo, pidiendo después unas monedas por sus
destrezas no solicitadas. Iba así de desamparado a esa aventura porque
nadie más podría acompañarle o ayudarle: se le había instruido con un
mensaje a quedar en uno de los negocios de más solera de la ciudad, pero
ubicado en una de las zonas más peligrosas del centro de Lima: la panadería
de Huérfanos, en la esquina —decía la nota— de Bejarano y Huérfanos. Lo
que supo después de buscar los nombres de esas calles en cuanto mapa
pudo, y pocos minutos antes de descorazonarse de toda la idea, fue que los
nombres de esas calles ya habían cambiado mucho antes, que se llaman
actualmente Puno y Azángaro y que forman una esquina totalmente
reconocible para cualquier taxista de menos de doscientos años de edad. El
taxi iba llegando al lugar de la cita y el turista sentía cada vez menos ajena la
sordidez del mugriento ambiente, serenado por el tabaco que suspiraba y, se
lo preguntó en silencio, la ternura que le habían causado los pequeños
malabaristas del semáforo. Igual sabía que tenía que estar siempre al loro de
todo, ávido tanto de llegar a aquel destino desconocido como de ver y oír
cómo se desenvolvía todo en un entorno tan surrealista para él
—Buenas —ya dentro, se dirigió a uno que parecía el dueño.
—Buenas tardes, caballero. ¿Quiere pasar por aquí? Gómez, un cenicero
para el señor, por favor.
que, para colmo de las paradojas y contraviniendo lo que había leído en
Lonely Planet, se le presentaba amable, solícito, a su orden caballero noble.
Cómo quieren éstos a la gente, se dijo en secreto, sorprendido por alguien
extraño conduciéndolo por el salón principal como si fuera el cliente más
importante del día, y porque ese afecto le sonaba tan natural y tan poco
afectado que estaba empezando a creer que realmente lo era. Qué raros son
estos peruanos, siguió diciéndose
—Mi nombre es Manuel Oneto, y soy el administrador de la panadería desde
hace… uff, ya no sé cuántos años. Creo que le puedo recomendar algo para
comer; si quiere puede pedir del menú, pero yo le recomendaría una polenta
con pichón en salsa roja de tomate fresco.
—Pichón… ¿un ave pequeña?
—Claro, en España se le llama codorniz. ¿De dónde es usted?
—De Barcelona.
—Ah, conozco Barcelona. Es donde está la Rambla, ¿no? He estado allí
hace ya tantos años…
mientras, escuchando a Oneto, empezaba a notar la estrechez de cada
minuto que la manecilla se iba alejando de la una de la tarde, hora del
encuentro convenido. El turista se enfebrecía, quería abreviar la locuacidad
del restaurador y pensaba que se llevaría diez kilos de exceso de equipaje
sólo en la conversación con ese ítalo-peruano, pero hablar con él también le
hacía olvidar el sofoco y quitarse algo de la tensión nerviosa producida por la
tardanza del trapicheo, lo que le estaba empezando a contraer un músculo
en la espalda
—Eh, chico, dile a Núñez que traiga la polenta con pichón. ¿Sabía usted que
Núñez ha trabajado aquí por más de cuarenta años, cuando aquí sólo se
hacía pan de dulce y se servía sólo café y té? Porque, como ve, ahora
también servimos platos de comida y el público puede tomarla con su vinito o
su cervecita. Y bueno, también entra de todo. Pero antes… la gente que
venía era otra cosa. Muy distinguida. Aquí han venido muchos políticos;
hasta dicen que el partido Acción Popular se fundó aquí. Cuando venía
Borges a Lima —usted conoce a Borges, ¿no?— comía aquí con don Juan
Mejía Baca, el librero, y se quedaban horas de horas tomando vino y café,
porque don Juanito tenía la librería aquí al lado. Casi todos los presidentes
de la república vienen por costumbre, y el que está ahora viene a comprar
todos los domingos su pastelito Ojo de Buey. A los de su partido les dicen
búfalos, y Quispe, uno de los mozos de fin de semana, dice que una vez el
presidente se equivocó y pidió Ojo de Búfalo para llevar. Quispe se rió, pero
el presidente puso una cara… a ver, Núñez, sírvele el plato al señor
—Ya, señor Manuel. Aquí tiene, caballero
para que no se le enfríe, que seguro tiene hambre,
—Y tráele también un cachito, para que pruebe. Porque en la panadería de
Huérfanos —bueno, panadería, café, restaurante, bar; hacemos de todo—
siempre se han hecho panes clásicos. Cachitos retorcidos, pan pinganillo,
pan francés, pan de molde, pan de punta, pan de mantecado con granitos de
anís, todo. Y también el famoso pan de dulce que hacía el maestro Cubillas.
Viejo malo… se llevó la receta secreta a la tumba
que, felizmente, no duró lo que le duraban de costumbre achaques de ese
tipo. Atribuyó el repentino bienestar al pichón de la polenta, que bajaba solo
por la garganta de tan bueno que estaba. El vinito que le ofrecía su nuevo
anfitrión era correcto, pero lo que el turista notó fue que en su lengua se
repetían los tonos de aquel gusto total, familiar pero desconocido a la vez,
con el que se estaba lamiendo el alma a cada trago
—Oiga, Manuel, mire: necesito que me escuche porque no puedo hablar de
esto con nadie más. Yo llegué aquí porque conocí a una tía por Internet,
¿sabe? Hace ya unos meses de esto. Se llama Carmen, es abogada y
trabaja en el Banco... bueno, de tanto hablar con ella por teléfono y escribirle
al e-mail, terminé imaginando claramente que estaba a mi lado, le dije que la
quería para mí, y ella me dijo lo mismo; así de loco se puede llegar uno a
volver a la distancia. Usted ya debe haber escuchado antes de historias así.
En fin; aún desde lejos, para mí éramos novios en toda regla, y en un
momento sentimental no pude más con las ansias y no reparé en gastos para
venir. Me había dicho que le gustaban las medallas de santos, como afición,
y le traje de regalo un colgante y medalla de oro de la Virgen del Rocío, que
ella me pagó con el mejor beso que me han dado en la vida. Quería
halagarla en todo; por correo electrónico ya habíamos hecho proyectos para
que yo viniera a quedarme aquí; aunque ella se resistió, alquilé un coche
para ir de un lugar a otro y con él íbamos a su casa, que está muy lejos de mi
hostal. Allí fue que sucedió todo. Era poco después del atardecer y salíamos
al cine, e innecesariamente fuimos en coche porque todo está cerca en
Miraflores. Sé que aquella es una parte muy segura de Lima por la noche, así
que no me pareció una idea muy descabellada conducir porque ya lo
habíamos hecho varias veces a la misma hora sin ningún problema. He
vivido antes en Ciudad de México, por lo que tengo experiencia tomando
precauciones y estoy informado de qué seguridad ofrece cada zona a un
extranjero. El coche no era fantásticamente nuevo ni lujoso, no llevábamos
relojes ni joyas, y nos movíamos con bastante naturalidad como para no
levantar sospechas de delincuentes. Eran como las siete de la tarde. Yo
había aparcado a unos veinte metros de la puerta del hostal, donde hay un
segurata que vigila las veinticuatro horas aunque se trata de una calle
pequeña, donde mayormente nadie pasa andando. Por eso no nos
intranquilizó la ausencia del guachimán cuando salimos, que siempre
saludaba a quien pasara delante de él. Yendo hacia el coche, notamos que
nos seguían dos pirañitas y apuramos el paso. Es muy triste verles, por lo
jóvenes que son y todo eso, pero sé que es mejor no dirigirles la palabra si
uno quiere salir sano y salvo porque van muy drogados para perder el miedo
a robar. Ya estábamos llegando al coche, y en eso uno de ellos pegó un
silbido muy fuerte. Salieron dos más frente a nosotros, no sé de dónde, y
sólo atinamos a correr, juntos, hacia una casa de la calle. No pudimos entrar
ni tocar la puerta, porque una valla de hierro no nos dejó acercarnos. De
inmediato entendí que nos querían robar, y cuando sentí que uno le quitaba
la cartera a Carmen y las llaves del coche a mí me quedé tranquilo porque
pensé que sólo querían eso. Pero al ver que dos de ellos tiraban de ella y la
metían a la fuerza en el asiento trasero me desesperé, y traté de impedirlo
con todas mis fuerzas pero, mientras dos me sujetaban hincándome con
navajas, los otros dos —uno empujando a mi chica y el otro subiendo al
volante— sacaron pistolas y me apuntaron. Carmen me rogó a gritos que no
hiciera nada, que ni me moviera, y yo entré en pánico. Uno se quedó fuera
apuntándome mientras los demás subían al coche para irse, gritándome “si
avisas a la policía, la mato”. Sólo avisé a la arrendadora de coches por el
robo, y la policía me tomó una declaración. Me notaron nervioso, pero les dije
que era porque nunca me había pasado algo así y no preguntaron más.
Pasaron tres días en que no pude siquiera comer. Quise ir a casa de sus
padres —vivía con ellos— pero busqué en la guía telefónica todos los que
tenían el mismo apellido, no sabía cómo llegar sin Carmen, ni ellos tampoco
me llamaron al hostal. Estaba tentado de coger el primer avión y volver a
casa, pero tampoco podía irme con la angustia de no saber si ella estaría
bien. Ya se imaginará cómo queda uno cuando las emociones están así de
encontradas. Y en eso tocan la puerta de mi habitación, yo tumbado en la
cama sin saber qué hacer, y me entregan un mensaje escrito para mí que un
muchacho joven había dejado al recepcionista en un sobre cerrado, que
ponía “Panadería de Huérfanos —Bejarano y Huérfanos— Centro de Lima —
1 pm— 5000 dólares en un sobre cerrado igual a éste”. Ya es una y cuarto,
me costó gritar en el banco para reunir el dinero pero tengo el sobre aquí en
la bolsa, y también tengo mucho miedo, le confieso. Perdóneme que le
moleste con esto. Ya no sé qué más hacer.
—Qué bravo. Eso es muy bravo, señor. Caray… ese es el problema en el
Perú, pues, la inseguridad. A todo nivel. La gente puede estar bien de trabajo
ahora, pero uno no siente que tiene más plata: sólo se cree un poquito
menos pobre, y sólo por el momento. Porque nunca sabemos si va a venir un
Hugo Chávez peruano a adueñarse del país, como casi sucede en las
últimas elecciones. O si el actual se quita la piel de oveja y deja salir al lobo
que es por dentro. Nunca se sabe. Y de la inseguridad ciudadana ni le
cuento: sólo queda aprender a esquivar a los choros, que están por todos
lados. A ver, hijito, deja en paz al señor. ¡No! ¡Aquí no hay limosna! Anda,
vete de acá
y con el que se ablandó la cerrazón que la pura sorpresa le aplicaba en el
coleto: sobre la única mesa donde había ido a mendigar, la suya, el pirañita
había dejado una nota: “Cuando salgas a la calle te estaré apuntando. Pon el
sobre en el tacho de basura color verde que está en la esquina, toma un taxi
y vete a tu hostal. Carmen te llamará allí. Si te quedas un segundo más en la
esquina, te mato.” El turista pagó la cuenta a toda velocidad, salió, y vio la
pequeña papelera verde atiborrada de desperdicios. Empujó el grueso
rebullo entre envolturas plásticas, cajas pequeñas de cartón y algunas pieles
de fruta. Oneto, desconcertado pero solícito, ya estaba deteniendo un
desvencijado Volkswagen para que el turista subiera y volviera a Miraflores
en el acto, de regreso por el mismo zanjón, angustiado a solas por el tiempo
que pasaría antes de ver a la mujer que virtualmente quería tanto. Ya en su
hostal, una hora después, recibió la llamada; Carmen decía estar en casa,
sana y salva, pero también que se moría de vergüenza porque una cosa así
le sucediese en su país y que no tenía cara para volver a mirarle a los ojos, y
que prefería matarle dentro de su corazón a vivir a su lado con semejante
herida. No valieron razones sensatas ni ruegos desquiciados: volvería a casa
con el corazón adolorido y entre las manos. Durante las interminables horas
en que el avión voló sobre continentes y océano sin que en realidad nada le
pareciera estar moviéndose, el turista viajaba por la relatividad de tiempo y
espacio alojada en la mente cuando se pasan días, horas y meses cargando
el corazón de emociones que no tienen cómo desfogar; a treinta mil pies de
altura, se metió en la turbulenta nubosidad de la percepción amorosa, aquella
que hace a las almohadas de una cama casi despoblada tomar forma
humana y hablar, besar y acariciar la noche inacabable de todo amante
cibernético.
* * *
Poco tiempo después, ya de regreso, el turista había dejado de serlo, y se vio
de nuevo arropado por la comodidad del aislamiento colectivo al que estaba
tan habituado. Poco después también le remitió el escozor de la luctuosa
experiencia y muy poco después de esto último estaba en la red cibernética,
de alta nuevamente en la misma página de contactos, donde la esperanza de
terminar con su soledad se convertiría —él lo quería así— en expectativa. Su
error fue justificar su reingreso pensando que en todas partes se cuecen
habas, y que porque aquella vez se las hubiesen cocido a él no se acababa
el mundo; su error —la violenta constricción que sintió en los esfínteres le
indicó que había sido un error— fue picar en la imagen de una mujer que se
anunciaba como “recientemente separada pero feliz”, con otro pelo y otra
ropa pero demasiado parecida a su Carmen, que mostraba en la pantalla del
ordenador una sonrisa tan deslumbrante como el colgante y medalla de oro
de la Virgen del Rocío que llevaba en el cuello.
A César Moro
Carlos O’Murphy (Alicante, 1966) es antropólogo y escritor, y proyecta una ambiciosa preocupación por sus orígenes irlandeses y peruanos definiéndose como un “investigador cultural irritante”. Entre otros títulos, ha publicado El Hombre Que Tomaba Los Hongos Del Pie (1989), Chicos Checos (1991), Olímpico Paleolítico—
Palentino (1992) y Allá Se Dice Acá (2004), libros que combinan prosa, verso, diseño gráfico y la digresión más asombrosa y lúdica en idiomas español e inglés. Retirado voluntariamente (“antes que me echen”, afirma) de la producción literaria, actualmente regenta el The Lima-Limerick Exchange, un presunto bar en Barcelona donde suelen recalar secretamente artistas como Neil Young, Patti Smith y El Fari.