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Apolo en Pafos Leopoldo Alas Clarín Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Apolo en Pafos

Leopoldo Alas Clarín

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- I -

Conocí que era mi hombre, quiero decir,mi dios, en que almorzaba una tortilla de hier-bas. Una asidua y larga observación me hahecho adquirir la evidencia de que todos lospersonajes a quien cualquier periodista noticie-ro quiere sacar las palabras del cuerpo, se dejansorprender siempre almorzando tortilla dehierbas, o, a todo tirar, huevos fritos. Ignoro laley que preside a este fenómeno constante;apunto el hecho y prosigo.

Almorzaba tortilla de hierbas el dios Es-minteo, el que lanza a lo lejos las saetas de suarco de plata. Buenos sudores me había costadodar con él. Al fin le tenía frente a frente, a dosvaras, sentado en una especie de drifos o clismoscon pies de madera en forma de tenazas abier-tas, delante de una mesa ricamente servida a laeuropea moderna, sin que hubiera allí nada queno pudiera ofrecer Lhardy, a no ser un queso

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helado de ambrosía legítima que estaba dicien-do comedme. Miento: también había en una cajade latón una substancia amarillenta que, segúndespués supe, era foie-gras de poeta quintanescodegollado en el momento crítico de inflarsepara cantar al mar, o al sol, o a Padilla, o aMaldonado... o al inventor del hipo. Alrededorde la mesa había varios tronos y lechos o clinasvacíos. Apolo almorzaba sólo aquel día, porquese había levantado tarde. Cuando yo entré en elcomedor estaba el dios de Delfos sin más com-pañía que la de Ganimedes, que Júpiter habíaprestado a Venus por unos días, mientras ellapasaba con sus huéspedes una temporada enPafos. Ganimedes vestía casaca con los coloresy las armas de Afrodita; los colores eran: carnecon polvos de arroz y vivos escarlata; las armastan indecorosas, que no se puede decir a unpúblico cristiano y moderno cuál símbolo allí seostentaba rapante en campo de gules. En cuan-to al dios de Ténedos, estaba en mangas de ca-misa y lucía tirantes; por cierto, que uno, des-

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prendido, le caía por detrás hasta el suelo. Elpantalón, corto y estrecho por abajo era -7-del mejor paño inglés. Los zapatos, de puntacuadrada, eran de charol y tenían lazos. Se leveían unos calcetines de color de oro viejo conlunares negros. La camisola, blanca, relucientey muy planchada, lucía cuello muy alto, conpicos doblados. Era un guapo mozo, en fin; talcomo le conocemos todos. Si Crises, su sacerdo-te, le hubiera visto en tal momento, declararíaque no había pasado día por él.

Yo entré con el sombrero en la mano, conpaso tardo, y, valga la verdad, un tanto turba-do. Al atravesar el umbral recordó de repenteque en mi niñez, en mi adolescencia y en miprimera juventud había escrito miles de milesde versos, no tan malos como decían mis ene-migos, que conocen de ellos una pequeña parte,pero al cabo capaces de sacar de sus casillas aldios de la poesía, aunque fuera éste de un natu-

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ral menos irascible del que en efecto le caracte-riza, como dicen ahora los estilistas.

En aquel momento creía que se me lla-maba y emplazaba para eso, para condenarmea garrote vil por poetastro; pero el rostro risue-ño y bondadoso del dios de Claros, y su miradalímpida y cariñosa me tranquilizaron en segui-da. Sin duda, pensé ya sereno, debe de ser paraotra cosa, porque mis delitos poéticos ya hanproscrito.

Apolo inclinó la cabeza con cierta afecta-ción, imitando a su padre Júpiter, como tuveocasión de observar después; y con una manoblanca, larga, fina, de uñas rosadas y abarqui-lladas, largas y limpias, me indicó que tomaseasiento a su lado, en un drifos que acercó Gani-medes sonriendo. Por cierto que el tal Ganime-des (entonces yo no sabía quién era) se me an-tojó, por su carilla frescachona y sin asomo debarba, de una expresión infantil, enojosa a lalarga, se me antojó, digo, un genio prematuro

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de esos que suelen asomar la cabeza en el Ate-neo de Madrid cada jueves y cada martes.

Apolo, con el bocado en la boca y siem-pre sonriendo, me miró, dispuesto, se conocía,a decir algo, en vista de que yo no decía nada,en cuanto le pasara aquello del gaznate.

-¿Conque usted es el señor?...

-Clarín, para servir a V. M. O. (Vuestramajestad olímpica.)

-¡Oh! tanto bueno por aquí... Clarín, Cla-rín, el Sr. Clarín, vaya, vaya...

En el modo de decir todo esto, se conocíaque Apolo no sabía o no recordaba quién erayo. Entonces, ¿para qué me ha llamado? pensé.

-¿Y a qué debo el honor?... prosiguió eldios.

-V. M. O...

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-Apee usted el tratamiento; llámeme us-ted de usted, y yo le llamaré a usted de tú.

-Corriente. Como usted me ha llamadopor medio de una citación en forma, que tuvoque firmar un vecino por no estar yo en casa...

-¡Una citación! ¡Una citación mía!... Esasson cosas de Hermes.

-¿De quién?

-De Mercurio, que le hace la rosca a Te-mis.

-¿A Themis?

-No, hijo, no; a Temis, sin h, en buen cas-tellano. Pues sí; Mercurio obsequia a Temis yquiere tenerla contenta y todo me lo envuelveen papel sellado y en forenses fórmulas. ¿Con-que te han citado?

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¡Y yo que te tomaba por un reporteur, porun noticiero de periódico que venía a tirarmede la lengua! Vaya, vaya. Conque una citación.Vamos a ver, y qué has robado, ¿alguna noveli-lla, eh?

-Señor, yo soy incapaz...

-Eso es una excusa ciertamente.

-¿El qué?

-El ser incapaz. Es claro, el que es incapazde crear, roba; es natural.

-Señor, no nos entendemos. Digo que soyincapaz de robar nada a nadie.

-Bueno, llamémoslo plagiar.

-Tampoco; no, señor, yo no admito elplagio.

-Pues entonces, ¿por qué se te cita?

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-Eso es lo que yo ignoro. Lo que puedodecir es que se me ha hecho venir de justicia enjusticia buscando a V. M. O.

-Apea...

-Bien, buscándole a usted. Primero alHelicón; no estaba usted; después a lo más altodel Olimpo; Juno nos echó de allí a escobazos,diciendo que era usted un perdido como supadre, y que andaría probablemente a picospardos. Por cierto que la diosa lucía unos bra-zos de rechupete y unos ojos como puños...

-Ya sabes que Hera no me puede ver.

-¿Quién?

-Juno, hombre. Nos aborrece a mí y a mibuena madre Latona, de quien está celosa comoun poeta lírico.

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-Después me llevaron al Pindo y al Par-naso, y nada, no parecía usted. Se alargó el via-je y estuvimos en Delfos y en Ténedos, ¡qué séyo! por fin encontramos a Baco, que se estabaemborrachando en medio del mar Egeo, a bor-do de una trïera. Los remos batían pausada-mente las olas de color de vino tinto; había con-traste, el Sudeste y el Sudoeste, alias el Euro, yel Noto, formaban espuma de púrpura sobre ellomo de las rizadas ondas.

-Vamos, ya sé por qué es la citación. Túdebes de ser un novelista cursi, de esos que lodescriben todo, venga o no a cuento...

-No, señor, todo lo dicho es pura broma;yo no soy de esos. El caso es que Baco me dijoque le había visto a usted pasar por aquellasnubes escalonadas, de amaranto y oro, que ibandeslizándose en procesión ciclópea hacia elabismo de fuego de Occidente; y dijo, otrosí,que le acompañaban las Musas y Mercurio. Lepreguntamos que adónde iría usted, y nos con-

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testó que a dar la vuelta al mundo, para ama-necer en Chipre, donde le aguardaba Venus ensu bosquete de Pafos; Venus, con quien usted,mal que pesara a Marte y a Vulcano, estabaahora metido. Metido dijo.

-Ese Dionisos nunca ha tenido educación;al fin, bárbaro.

-Y aquí hemos venido; los alguacilesquedan a la puerta y yo aguardo mi sentencia,si bien quisiera saber antes la culpa; pero no seapure usted por eso, porque español soy, pe-riodista he sido en tiempo de conservadores, yentiendo mucho de llevar palos sin conocerlesla filosofía.

-Pues, hijo, si no vienes ni por plagiario,ni por prosista descriptivo, deben de habertetomado por otro. A ver, Ganimedes, mandaque busquen a Mercurio (sale Ganimedes); y ati, mientras tanto, para quitarte el susto, te darétierra.

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-¡Cómo tierra, señor! (Poniéndome enpie, lívido.)

-Un vaso de tierra, hombre.

-Prefiero el Valdepeñas... -Pero fíjate en que el tierra aquí es...

Chipre.

-No me hacía cargo. Venga tierra. (Bebo.)

Entró Hermes, buen mozo también, contodos los atributos de su cargo, y Apolo le pre-guntó, con tono de mal humor, por qué se mehabía detenido y citado, y lo demás que sehabía hecho conmigo.

A lo que Mercurio dijo: -Este caballero seocupa en escribir y publicar unos folletos litera-rios en que, como Dios le da a entender, pre-tende examinar, burla burlando, o serio comoun colchón, según sople el viento, los productos

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literarios de su país, y aun algunos de los másnotables del extranjero. ¿No es esto?

-Eso y más me propongo; v. gr...

-Es el caso que el último folleto de esteseñor se titula Cánovas y su tiempo, y el tercero...

-Que ya está en prensa...

-El tercero no debe hablar de Cánovas,porque dicen las Musas que ya están hartas deMonstruo y que corre más prisa decir algo delas novedades literarias del país. Para esto se leha llamado, para mandarle dejar en prensa, porahora, la segunda parte de las aventuras litera-rias del cantor de Elisa o Luisa, y dar a luz cosade más variedad y de actual interés.

-¿Dónde están ahora las Musas? pregun-tó Apolo, limpiándose los labios con la serville-ta. (Es de notar que en cuanto Hermes nombró

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a las Nueve, en el rostro del hijo de Latona sepintó una expresión de tedio y antipatía.)

-¡Las Musas! dijo Mercurio; están cantan-do un coro en el gineceo.

-¿Un coro, eh? ¡Estoy de Musas hastaaquí! exclamó Apolo, volviéndose a mí contono confidencial y señalando con la mano lamitad de la frente, para indicar hasta dóndeestaba de Musas. ¿Conque un coro? Si parecenel ejército de la salvación, o, como dijo un traduc-tor español, la armada de la salud. Ahí vendrán;ya verás qué fachas. Todas parecen inglesasliteratas, sensibles a los encantos del arte y de lavirtud... ¡Puf! ¡Dios nos libre de las mujeresinstruidas y esteticistas, y por contera pías ycastas! Y no puedo huir de ellas; así no se melogra aventura. Entra ellas y mi hermanita lacasta diva, Diana cazadora, me han hecho malde ojo, y por su culpa perdí a Dafne y maté aJacinto, y me puse en ridículo en mil empresasamorosas. ¡Ya se ve! No hay mujer ni diosa que

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se entregue a un dios acompañado de nuevebasbleues, que vienen a ser como nueve cuñadasliteratas. ¡Re-Júpiter! Aquí me tienes, hombre,en casa de Venus, en la preciosa villa que halevantado sobre las escondidas ruinas de sutemplo de Pafos la sin par Afrodita; pues fueen vano que quisiera escapar por unos días a lavigilancia y a las sabidurías de las nueve her-manas que Zeos, mi padre, confunda. Venusme había invitado a mí solo, es natural; pues apesar de decir en la carta que me mandó porIris: «Amigo Apolo, te espero en Pafos, dondepienso pasar una temporada; tráete a Mercurio,si sus muchas ocupaciones se lo consienten;pero nada de Musas, ya sabes que me empala-gan; además, supongo que tú también desearásperderlas de vista por algún tiempo; si quere-mos cantar, ya cantaremos bajito tú y yo solos»,etc., etc. a pesar de este desaire manifiesto, aquílas tienes a todas ellas... a todas, sin excepcióndel marimacho de Urania la cosmógrafa, nisiquiera de la insoportable catedrática Polim-

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nia, jamona insoportable, Licurga de mis peca-dos, capaz de hacer ascos al plato más sabrososi en el menu aparece con una falta de ortogra-fía. Las menos malas son Euterpe, y Erato ysingularmente Terpsícore; las demás... ¡fuegoen ellas! Café, Ganimedes.

Yo miraba espantado al divino orador, ypasaba los ojos de él a Mercurio, como pidien-do a éste una explicación de lo que oía. NotóHermes el gesto, porque guiñome un ojo, ydisimuladamente llevó a una sien un dedo,dando a entender que al dios Esminteo le falta-ba un tornillo.

-¿Qué opinas tú de las hembras litera-tas y sabihondas?

-Señor, contesté un poco turbado; yo...creo... que... subjetivamente... no le falta motivoa V. M.

-¡Qué majestad, ¡hombre! Vaya una ma-jestad que no puede echar una cana al aire sin

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ofender los castos oídos y los castos ojos denueve coristas del ejército de la salvación...¡Todas son cuákeras! El Parnaso se ha converti-do en una capilla protestante; el Olimpo ya noes la mansión de los dioses alegres, ni Cristoque lo fundó; ahora, a un poeta, aunque sea undios, le piden la cédula de comunión o unejemplar de la Biblia sin notas, según los gus-tos. La castidad ha matado a la inocencia. Uncrítico francés ha combatido a Víctor Hugo,después de muerto el poeta, llamándole viejoverde; ha querido quitarle gloria, atribuyéndolevicios; se confunde el arte con la policía; a mí, amí, con ser quien soy, se me espía, se me siguenlos pasos; y en esta misma quinta alegre y ri-sueña, donde parece que todo debiera ser ino-cente juego, cándido placer, armoniosa amis-tad, abandono místico, aquí hay un infierno deintrigas y murmuraciones, delaciones y sospe-chas, y se habla de acusarme ante mi padrepara que otra vez me vea cuidando bueyes enlos apriscos del rey Admeto. ¿Y todo por qué?

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Porque Venus me gusta más que Minerva; por-que me aburren los negocios literarios, segúnlos entienden hoy los dioses y los hombres, yprefiero vivir con Venus, cantando bajito a sulado, como ella dice.

Ya sabes que el dios Momo, cierto día deasamblea celestial, me condenó, con la autori-dad de Júpiter, a escoger entre mis varias pro-fesiones de adivino, citarista y médico; puesbien: yo escogí la cítara; pero, según se hanpuesto las cosas, ya reniego de la elección, ycasi estoy decidido a colgar la lira y a dedicar-me a una especialidad cualquiera del arte decurar. Si no fuera por lo que me apestan losliteratos que abusan de la fisiología y de la te-rapéutica y de la patología, médico me declara-ba... En fin, no sé lo que me digo; pero lo quejuro es que Venus vale más y merece más con-sideraciones que todas las Musas juntas.

Dijo, y poniéndose en pie de un brinco,arrojó con ímpetu la servilleta sobre el mantel,

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dio un puntapié al taburete, que no sólo enMadrid se llama así cuando es asiento sin bra-zos ni respaldo (diga lo que quiera la Acade-mia), se abrochó el tirante que colgaba de unsolo botón, y salió del comedor, gritando:

-¡Vuelvo!

- II -

-El pobre está un poco chiflado, dijo Her-mes sonriendo; y después de sentarse sobre untriclinio, cruzó una pierna sobre la otra y se pu-so a apretarse los tornillos de las alas que leadornaban el talón de oro.

-No lo entiendo yo así, me atreví a decir.Más bien creo que hay un sentido profundo ycomo simbólico en las palabras y hasta en elhumor de Apolo.

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-Puede. Mercurio encogió los hombros,dando a entender que le interesaba poco laconversación y que nada sabía de símbolos.

Se oyó ruido de faldas. Por la puerta pordonde había salido Apolo entró una dama ves-tida como una de esas inglesas que representanel hermafrodismo entre el pastor protestante yla monja callejera, y que tienen también algodel comisionista.

-Si tienes ganas de discutir, ahí está nues-tra muy amada y puntillosa Polimnia, que nosabe hacer otra cosa.

Así dijo Mercurio, poniéndose en pie ysaludando con afectación a la musa de la Retó-rica. La cual, con un gesto displicente, dio aentender a Hermes que le despreciaba.

Y por si no lo había entendido, exclamó:

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-¡Mercachifle!

Fijó en mí sus ojos verdes con pintas, ojosde miope, cargados de lectura, ojos de esos quea todo hombre de letras, miope también y can-sado de leer, deben de darle náuseas cuandolos encuentre en el rostro de una mujer. Polim-nia, aunque vestida más con sotana que confalda (pues de vestiduras griegas no hay quehablar, porque todos los dioses y diosas hanadoptado la indumentaria europea moderna);digo que Polimnia, aunque nada elegante en eltraje, era una hermosura clásica, algo ajada, esosí, pero correctísima; ¡lástima que la palidez dela piel y la frialdad de la expresión en todas susfacciones, amén de la cargazón de los ojos, lahiciesen poco menos que de aspecto repulsivo!Sus gestos y ademanes eran hombrunos; peropudiera decirse que no de hombre vigoroso,sino de enclenque varón de vida sedentaria, debufete, enfermizo, nervioso. Lo peor era la mi-rada; cada vez que la clavaba en mí, se me figu-

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raba estar examinándome de diez asignaturas aun tiempo, y además sentía la inexplicableaprensión de que la dama debía de estar ma-reada de tanto leer, condenada a dispepsia yjaqueca perpetuas. En presencia de Polimnia,toda idea de relación sexual parecía absurda;no sólo no se le atribuía sexo, sino que se expe-rimentaba como un disparatado temor de haberperdido el propio; aberración que producíaintenso malestar. A pesar de todo, aquella Mu-sa inspiraba una profundísima compasión, nose sabe por qué.

Era antipática y atraía. Qui potest capere,capiat.

Polimnia me saludó con una leve inclina-ción de cabeza, y volviéndose hacia la puerta,dijo con voz estridente:

-¡Pase usted, caballero!

Y entró en el comedor D. Manuel Cañete.

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-Ganimedes, avisa a Apolo, gritó la Mu-sa.

Ganimedes, visiblemente contrariado,como dicen en las novelas, inclinó la cabeza ysalió.

Sentose la Musa en un tronos, y dirigién-dose a Cañete, que estaba ante ella de pies, ex-clamó:

-¿Es usted el crítico pulcro, atildado, cas-tizo, clásico, académico?

-Señora, tanto honor...

-Lo que es usted, un covachuelista perdi-do para los expedientes.

(Estupefacción en Cañete.)

-Usted se cree literato... y en rigor no loes. Usted ha leído libros y no sabe dónde. ¡Leer!¡Leer! ¿Cree usted que basta con eso? El caso es

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entender, sentir, reflexionar con espontáneareflexión. Se juzga usted un crítico en libertad,y se ha pasado la vida entre las cuatro paredesde una jaula. Sobre todo, a usted le falta el sen-tido de lo bello, como a otros el del olfato; con-funde usted la hermosura con la policía urbana.Para usted, una comedia ya es digna de reco-mendación en cuanto el autor no se proponeenvenenar a nadie... No me interrumpa usted.Basta de acusaciones generales, y vamos al gra-no.

Polimnia sacó de una cartera un libro depocas páginas y se puso a leer en voz alta ver-sos que, valga la verdad, tenían poco de agra-dables. Era aquello una comedia estrenada enMadrid en el teatro de la Princesa a fines de1886, obra de un joven simpático, modesto, porlo menos hasta entonces, y digno de que la crí-tica no le engañase miserablemente alabándoleun ensayo dramático plagado de incorreccio-nes, de intriga -si aquello era intriga- manosea-

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da, casi pueril y de todo punto anodina por lamanera de ser tratada. Ni aquel ensayo demos-traba en el autor dotes de poeta dramático, ni seconcebía cómo la crítica había podido seguir losimpulsos de la benévola y descuidada gacetillaque había puesto por las nubes semejante cosa.Polimnia leía versos y más versos de un diálo-go en el que era difícil -valga ahora también laverdad- seguir el pensamiento de los interlocu-tores, que se interrumpían mutuamente paradecir a su vez frases cortadas por puntos sus-pensivos. Los ripios eran de tal calibre, quehacían reír al mismo Mercurio, el cual solíaprestar poca atención a las lucubraciones litera-rias. Abundaban las frases pedestres, de unavulgaridad molesta, repugnante, los dichara-chos callejeros que no deben llevarse jamás alverso, y menos al del teatro; las pocas veces queel autor vencía en la lucha por el consonante,era no más para decir trivialidades en formaprosaica o en metáforas consistentes en ripios oen prendas de guardarropía, o todo junto.

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Abundaban las incorrecciones gramaticales, lossolecismos más estupendos especialmente, y lapropiedad de las palabras andaba por los sue-los. Y con todo esto, aún había allí algo peor, yera la pobreza de concepto y de frase, y algopeor todavía, la insignificancia de todo aquello,la ausencia total de vida, la tristeza lóbrega quecausa la buena voluntad haciendo esfuerzosinútiles por suplir el ingenio y la habilidad ar-tística con recursos extraños a la naturaleza dela poesía. Polimnia, la Musa de la Retórica, nopensaba en aquel momento en el autor bienintencionado; trituraba la comedia, en los co-mentarios que iba haciendo, como si fuese ella,Polimnia, hembra sin entrañas. Y dicho sea enhonor suyo, aquella hermosura fría de sus fac-ciones tomaba expresión y calor de pasión no-ble y comunicativa, según se engolfaba en sudiscurso. Hasta Hermes comenzó a mirarla coninterés. Cañete sonreía, con la cabeza un pocotorcida, en señal de irónico respeto; parecíaestar esperando una pausa de la irritada y elo-

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cuente Musa para meter la meliflua cucharaday anonadar a la diosa del Pindo, en buenas pa-labras, con los eufemismos de ordenanza y conla cortesía a que juzgaba acreedora a Polimniapor Musa y por hembra. Y vociferaba ella:

-¡En mí no hay encono de ningún género!¿Por qué he de querer yo mal a este joven, aquien ni de vista conozco; que, según he oídodecir, ha dado en otras ocasiones pruebas dediscreción y buen gusto? ¿Que ha hecho unacomedia mala? ¿Y qué? Una de tantas. Tampo-co me irrito contra los gacetilleros, que no sonmás que un eco material de las galerías... en lasque incluyo los palcos y las butacas. Mi cóleradescarga sobre la crítica, sobre usted singular-mente, Sr. Cañete, que, diciéndose representan-te de la censura ilustrada, concienzuda, basadaen principios científicos, en severa disciplinaretórica, en erudición escogida, en la sabia ex-periencia de lo selecto, en la parsimonia pru-dente y justiciera del crítico ducho en tales jui-

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cios y de sangre fría, gracias a los años, se hadejado llevar como los demás por la corrientede la opinión impuesta, no se sabe cómo, ni apunto fijo por quién siquiera, y ha elogiado Lafiebre del día, y ha pronosticado para su autortriunfos, laureles, y hasta ha copiado con frui-ción versos y más versos de la comedia infeliz,sin pararse a ver que lo mismo que copiaba eramala prosa disfrazada de poesía. Sr. Cañete,usted que habla de decadencia del arte y re-cuerda los tiempos de los Comellas a cada pa-so, ¿por qué un día y otro día elogia obras dra-máticas incorrectísimas, anodinas, absurdas porlo insustanciales, símbolos de la nada artística?¡Señor Cañete!...

La musa echaba espuma por la boca; ycomo se puso en pie de un salto y dio un pasohacia el crítico académico... Hermes y yo temi-mos que le quisiera pegar.

-Sosiéguese usted, señora, me atreví yo adecir; este caballero no lo ha hecho por mal.

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-¿Y usted quién es?

-Señora, yo soy Clarín, el gran agradadorde todos los Segismundos; y me gusta ver cómova por la ventana el palaciego que lo merece;pero en esta ocasión, ni se trata de palaciegos,ni el caso es para tanto...

-¿Ha visto usted esta comedia?

-No, señora, yo no veo comedias nuevashace algunos años, en buena hora lo diga, a noser por rara excepción; y de alguna que vi mepesa, porque al autor le pareció mal que suobra no me hubiera parecido bien, ni mediobien; y me mandó dos padrinos para pregun-tarme si le había querido ofender, y yo le man-dé otros dos (porque hay que vivir con elmundo, y donde fueres haz lo que vieres) paraque dijesen a los otros que no; que qué había dequerer ofenderle; que Dios me librase. Ya veusted, no se puede ver comedias.

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-Pero al menos, ¿ha leído usted ésta?

-Sí, señora; el autor tuvo la amabilidad demandármela al pueblo...

-¿Conoce usted al autor?

-De vista no; pero sé que es un buen mu-chacho, amante del arte, capaz de comprenderque la crítica teatral en Madrid es cosa perdida.Si usted le llamara, y con buenos modos le fue-ra haciendo notar los defectos de su comedia...

-¿No cree usted que estará envanecidocon los aplausos de estos señores?

-No lo creo; aunque no tendría nada departicular... porque tales han sido las alaban-zas... Sin embargo, este caballero, a quien notengo el honor de tratar, ha sido de los másparcos en el elogio.

-¿Cómo? ¿Le parece a usted poco lo quedijo?

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-No, señora; me parece demasiado; perootros han dicho mucho más.

-Pero esos tienen menos autoridad, y noestán obligados, como éste, a saber lo que esescribir en verso...

-Señora, ¿se me permiten dos palabras?preguntó Cañete con una humildad, tal vezaparente, pero de todos modos de muy buenver.

-Diga usted lo que quiera, pero sin imitara los que imitan a los clásicos y sin rodeos y sinpreámbulos... Porque esa es otra: escribe ustedunos artículos que todo se vuelven introduc-ción y decir qué es lo que vamos a hacer, y có-mo lo vamos a hacer, a manera de opositorkrausista... No, no señor; no consiento prelimi-nares ni prolegómenos... ¡al grano!

-Pues bien, señora: ya que aquí se tratade un juicio en toda regla... comienzo por recu-

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sar al juez como mejor proceda en derecho ycon el respeto debido; usted, señora, es la Musade la retórica; pero aquí se trata de una come-dia, y el juez competente es Talía...

-¡Alto el carro, señor mío! Aparte de quemi jurisdicción abarca los dominios de la mayorparte de mis hermanas, pues viene a ser el míoa manera de tribunal de alzada; en punto a co-medias, yo puedo conocer de todo lo que allenguaje y al estilo y a la forma métrica se refie-re. Y aquí se me ocurre ponerme otra vez furio-sa, recordando las mil sandeces que se escribeny publican por cien y mil majaderitos metidos acríticos y a autores respecto de la crítica al pormenor, de la censura nimia, de la forma. ¿Quéquiere decir, tratándose de obras de arte en quela belleza se manifiesta en forma literaria, que-26- es nimia la cuestión del lenguaje y delestilo? Tanto valdría decir que un pintor nonecesita saber dibujo ni entender de colores.Sólo a los profanos, a los bárbaros, se les puede

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permitir que hablen con tono despectivo de laforma literaria, del material de este arte. Enningún país civilizado se tiene por cosa secun-daria, si se trata de verso, el ritmo y la rima, sila hay, ni los demás elementos formales de lapoesía, ni tratándose de prosa se olvida la gra-mática o se pasa por alto, ni las leyes del biendecir se arrinconan. Burlarse de las figuras, v.gr., es mucho más fácil que saber cuáles son;cometer solecismos y barbarismos, mucho másllano que averiguar en qué consisten. No sonartistas, no lo serán nunca, no pueden serlo losque no tienen el sentido y el sentimiento de laforma como inseparable del objeto artístico yesencial en él como lo más esencial.

El crítico que al llegar a estas cosas se di-ce: aquila non capit muscas, es un ostrogodo, unsilingo, un alano, un suevo metido a Quintilia-no, es un salvaje, mejor dicho... Usted, Sr. Cañe-te, está a la cabeza de los que debieran dedicar-se a colaborar en el Alcubilla, recopilación ad-

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ministrativa, y que, sin embargo, a pesar de susexcepcionales condiciones para el caso, se dedi-can a juzgar, como ustedes dicen, obras pura-mente literarias, como la Academia de CienciasMorales y Políticas juzga, y da informes de li-bros de texto.

Hay críticas de usted, Sr. Cañete, en queparece que va a presentar, para obtener la abso-lución del autor de quien habla, el certificadode buena conducta y la cédula de vecindad delacusado. Para usted, como para otros muchos, esuna gracia del poeta que el personaje tal o cualsea simpático o antipático...

-Cuidado, Polimnia, que eso ya pertenecea la jurisdicción de Talía... se atrevió a decirMercurio; no porque a él le importase la cues-tión de competencia, sino por evitar el discursode la Musa.

La verdad es que estábamos aturdidoscon tanta charla.

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Por fortuna, Apolo volvió a presentarseen aquel instante. Ya no estaba en mangas decamisa. Vestía cazadora corta, muy ajustada alcuerpo, de una tela para mí desconocida, de uncolor claro atrevido; pero que a él le sentababien. Era un real mozo, en efecto, lleno de vida,sanguíneo. Sonreía, sin duda de felicidad. ¡Nolo extrañé! Del brazo izquierdo traía material-mente colgada a Venus, a la misma Afrodita enpersona.

La cual, aunque os asombre, se pareceríamucho a Sara Bernhardt, si Sara se convirtieseen una mujer hermosa y de buenas carnes, sindejar de ser tal como es. Imaginaos ese milagrorealizado, y así era Venus: su traje, de color decarne con polvos de arroz, era de corte seme-jante a los que suele lucir la gran cómica france-sa, obra del capricho divino, forma talar de jitóngriego, mezclada con pliegues y ondulacionesde coquetería moderna; en tal fruncido la líneapura defendía la honestidad, que un sesgo ex-

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céntrico y lúbrico convertía, por el contraste, enuna picante expresión de latente lascivia; y apesar de parecer el traje cortado y cosido por elmás humano de los pecados capitales, la graciay elegancia suprema del conjunto rescatabanpara el arte aquella divina estatua vestida, quesólo tenía de casta lo que tenía de bella.

Apolo y Venus, enlazados, apoyadossuavemente uno en otro, hombro con hombro,inmóviles, no hacían más que sonreír y pasearla mirada distraída, llena de felicidad, de Cañe-te a Polimnia y de Polimnia a Cañete. Tal vezpensando en la dicha de amarse esperaban asis-tir a una riña de gallos como entremés graciosode sus juegos de amor. Polimnia se había pues-to de pies al ver entrar a Venus. Parecía unalinterna apagada de repente; ya no brillaba enella nada más que el reflejo indeciso del cristalde sus ojos, cargados de lectura. Seguía siendohermosa, pero como la luna de día.

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En cuanto a Cañete, ni más feo ni másguapo que antes, volvió los ojos al dios de Del-fos implorando socorro.

Apolo así lo entendió, y benévolo, por-que era feliz, exclamó:

-Polimnia, a lo que entiendo, este es elseñor Cañete, un reincidente de mi mayoraprecio que yo te había destinado. Sí, Polimnia,el Sr. Cañete es para ti una buena proporción; sile otorgas tu mano, os pondré casa en Madrid,en la calle de Valverde. Hablaré a Cánovas paraque se le dé a este caballero la Secretaría de laAcademia... aunque haya que quitársela a Ta-mayo y Baus, para quien yo tengo reservadosmás altos destinos.

-Ni yo me caso con nadie, amado Apolo,ni el Sr. Cañete debe de estar dispuesto a casar-se conmigo, ni en la calle de Valverde puedevivir Polimnia, la musa de la retórica, o sea elarte del bien decir.

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-¡Señora! exclamó Cañete, metiendo dosdedos entre el cuello de la camisa y la bien se-ñalada nuez. ¡Señora!...

-Señorita, dijo Apolo sonriendo.

-Concedido. Señorita, pude, mientras setrató de mi personalidad humilde, abstenerme,por respeto a las varias prerrogativas que enusted concurren, de contestar, siquiera fuese enlegítima defensa, a los ataques durísimos deque he sido víctima; pude, y puedo, pasar ensilencio ofensa tan grave como la de echarme afreír espárragos, que tanto vale mandarme adespachar expedientes en una oficina y a cola-borar en una recopilación administrativa...

-¡Cómo! ¿Eso ha dicho Polimnia? gritóApolo. ¡Oh, Sr. Cañete! Usted perdone... estaloca... esta... Polimnia, ¿cómo ha sido? ¡Quéapasionamiento! ¡Qué exageraciones! El Sr.Cañete, amiga mía, es un erudito que ha de-mostrado grandes conocimientos en varios...

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eso... en varios ramos del saber humano, y sin-gularmente del saber académico. Yo... no re-cuerdo en este momento nada suyo... pero noimporta, sé que es un erudito; me lo ha dichoMenéndez Pelayo, aunque no sé si en el seno dela confianza; pero él me lo ha dicho. Y este ca-ballero... que es también español, acaso sepa...¿Ha leído usted algo del Sr. Cañete, amigo...Cornetín?...

-Clarín...

-Eso, Clarín.

-Sí, señor; algo he leído... y aun algos...

-¿Y qué tal, eh? ¿Cosa rica, verdad?

Antes de contestar fijé la vista en el suelo,y me puse a dar vueltas al sombrero entre losdedos. Por fin, dije:

-Como útil... lo es algo de lo que ha hechoel Sr. Cañete... Debe haber de todo en literatura.

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Sus trabajos de erudito, dicen los inteligentesque son muy apreciables. Parece ser que sabemucho de comedias antiguas, y aun de las mo-dernas entiende más que cuatro o cinco gaceti-lleros que le hacen la competencia. Comparadocon ellos es un águila...; pero comparado conun crítico de veras, lo que se llama crítico, quehasta tenga gusto y sepa distinguir el arte detodo lo demás, comparado con un crítico así...ya no es un águila, no, señor; pero siempre re-sultará que esta señorita, cuyos pies beso, haestado demasiado fuerte con él... y con el autorde La Fiebre amarilla.

-Del día, rectificó Cañete.

-Corriente; de la fiebre de marras.

-¿Y qué fiebre es esa?

Hubo que enterar a Apolo de la comedia,y hasta se leyeron algunos versos. Y el diosEsminteo, que lanza a lo lejos sus saetas y que

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es benévolo con los escritores malos por ciertoescepticismo muy largo de explicar, arrugó elceño cuando oyó versos como estos:

Es injusto hablar asía quien mil veces te probó.

-¡Re-Jove! gritó; ese verso no puede pasar. Yoperdono muchas clases de pecados; pero enpunto al metro y a la rima, hilo más delgado;Euterpe, Terpsícore y Erato son mis favoritas, yen todo lo que sea medida, ritmo, compás,igualdad de sonidos y soltura de movimientos,soy tan exigente como en los días de mis bue-nos Homéridas.

-Oye, hijo de Latona, prosiguió la Musa,que era quien leía; oye lo que un amante le dicea su amada, pintándole el cuadro de su felici-dad en la pobreza que les aguarda.

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Todos dirán:-Mirad; esos se han casadopor amor; aún está vivo

ese afecto primitivoque hemos supuesto agotado,y en tanto nosotros dosen nuestra casa estaremos,y allí juntos viviremosen paz y en gracia de Dios.

-¡Ave María Purísima! interrumpió Apo-lo, olvidándose de que era pagano.

-¡Qué veladas! ya veráscómo a la luz del quinqué

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a tu lado escribiré,mientras que tú bordarás.

-¡Bien bordado! exclamó el de Claros.

-Y en aquel instante nose oirá en nuestro aposento.

-Ese verso es como las Súplicas, cojo.

más que el leve movimientodel péndulo del reló,y el de nuestros corazonesque henchidos del mismo afán,seguramente tendrániguales palpitaciones.

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-¿Qué te parece? preguntó Polimniatriunfante.

-¡Acaba!

-Entonces te diré aquellaspalabras dulces y hermosasque expresan tan grandes cosasaún siendo tan breves ellas.

-¿Eh?

-¡Acaba!

-Mientras que tendré apoyadaen la mano la mejillay el codo sobre la silladonde te encuentres sentada.

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-¡Rayos y truenos! ¡Por las barbas de miPadre! ¿Y eso se escribe y se aplaude en Casti-lla, en Madrid, en aquellos teatros donde habla-ron aquellos poetas cuya lengua era digna delos dioses? ¡Donde quiera que se encuentre,sentado o de pie, a ese poeta, cójasele y tráigan-le a mi presencia!...

-¡Calma, calma! dijo Polimnia sonriendo,serena y compasiva. El poeta no tiene la culpade esto.

-¿Cómo que no?

-No, Apolo, no; él hace lo que ve, sigue elcamino que le señalaron; los críticos le han di-cho que eso estaba bien; ha oído alabar en otrostamañas atrocidades, escándalos de dicciónsemejantes, y se ha dejado llevar por el ejemploy el mal gusto. El no saber gramática es pecadi-llo venial para la censura del día, y a los versosrastreros, zafios, ramplones, prosaicos y des-madejados, cacofónicos y cursis, nadie, o casi

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nadie, les conoce los defectos; y se llama natu-ralidad y sencillez la vulgaridad y hasta la cho-carrería, la insipidez y la insignificancia. Alpoetastro que zurce redondillas atrabiliarias, dealeluya, y romances de ciego, se le aplaudeporque huye del lirismo impropio del teatro.

Los críticos de ahora no tienen gusto, nioído, ni lectura sana y abundante; son incapa-ces de coger al vuelo en el estreno un solecismoo un verso cojo, o un hiato. Así como no hay enMadrid verdaderos críticos de pintura, porqueno los hay metidos de veras en el arte y susmisterios, tampoco los hay para la poesía, queles parece a los más una antigualla inverosímil,con la que hay que transigir por ahora.

-¡Fuego en ellos! Razón tienes, Polimnia;la culpa no es del pobre mozo que escribiendocomedias malas no hace mayor mal que otrostantos; la culpa es de la crítica que se precia desensata e instruida y de gusto, y aplaude talesadefesios.

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-Vamos a ver, Sr. Cañete: ¿es esto caste-llano? dijo Polimnia, y leyó:

-Pero ¿murmuran las gentes?-Unos a otros se desdicen.

¿Puede esto pasar? ¿Cabe desdecirse...unos a otros? ¿Le puedo yo desdecir a usted, niusted a mí?

Y ¿qué dignidad de lenguaje es esta?

-Pero la voz general.-Da a usted un bombo pasmoso......................................................que despilfarra el dineropor darles en los hocicos.

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-¡Basta! gritó Apolo; en mi presencia nose puede leer cosa así. Pasemos a otro asunto.

-Pero conste, prosiguió Polimnia, que sihe hablado tanto y con semejante calor de estainfeliz comedia, no ha sido por ensañarme conel autor, joven simpático y capaz de escribir deotra manera... Si esta obra por sí no tiene im-portancia suficiente para que nosotros pense-mos siquiera en que existe, por accidente tienela importancia de haber sido piedra de escán-dalo, materia de absurdos elogios, en los quehan demostrado notoria incompetencia y faltade aprensión multitud de críticos incapaces.

-Bueno, bueno; doblemos la hoja.

- III -

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En aquel momento se oyó hacia el vestí-bulo rumor de muchas voces, como el que sueleestallar en los teatros, entre bastidores, cuandohay que fingir que el populacho se alborota.

-¿Quién está ahí? ¿Qué ruido es ese? pre-guntó Afrodita a Ganimedes, un tanto picadaaunque sin dejar de sonreír. ¿Qué gente se memete hoy en casa? ¿Quién ha traído a mi silen-cioso bosquete de Pafos estos ruidos del mundonecio, feo y aburrido? Por culpa de tus Musas¡oh Febo! mancha la hermosura de mi mansiónveraniega la presencia de todos estos mortalesde ridícula catadura. ¿Quién anda ahí? ¿Quiéngrita? ¿Qué quieren?

-Señora, dijo Ganimedes, son los acadé-micos de la lengua española que vienen a resca-tar a su compañero Cañete (y Ganimedes, comoun día la misma Venus en poder de Anquises,volvió la cabeza y humilló los ojos).

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-Sí, dijo Hermes; dicen que está aquí pri-sionero y que se lo quieren llevar de grado opor fuerza.

-¡Hola! ¡Hola! exclamó Apolo: ¿conqueesas tenemos? ¿de grado o por fuerza? A ver,que pasen esos caballeretes; y entiéndete tú conellos, Polimnia.

Abriéronse de par en par las puertas delcomedor, que la Academia llama triclinio, yentró la multitud académica hecha una malva,o una colección de malvas, y deshaciéndose encortesías y zurdas genuflexiones. Iba delante detodos el conde de Cheste, con uniforme de capi-tán general; y con gran reposo en la voz y en losademanes, parándose en medio de la estancia,dijo:

-¡Oh Febo! Quien quiera que seas de es-tos próceres que presentes veo, oye nuestrasúplica, y antes permite que te dé un poco dejabón, como entre nosotros los inmortales de la

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calle de Valverde se usa. ¿Cómo te alabaré a ti,el más digno de alabanza? Tú eres ¡oh Febo!quien inspira los cantos, ya sea sobre la tierrafirme que nutre las terneras, ya sea en las islas.Las empingorotadas rocas te cantan, y las cum-bres de las montañas, y los ríos que se llevan ala mar en veloz corrida, y los promontorios queavanzan sobre los dominios de Anfitrite y lospuertos. Por lo pronto, diré como te parió Letoo Latona, alegría de los hombres mortales, es-tando acostada cerca de la montaña de Kintios,en una isla áspera, en Delos, rodeada por lasolas... Y de ambos lados el agua negra azotabala tierra, empujada por los vientos que armo-niosamente soplaban...

-Mi general, interrumpió Apolo, dema-siado sé yo que me parió mi madre, y cómo fue;al grano...

-¡Oh! Tú que mandas, como Cánovas, atodos los mortales, a los de Creta y a los de laisla Egina, y a los de Euboia, ilustre por sus

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naves, y en el Atos, y en el Pelios, y en Samos, yen Lemnos... y en la divina Lesbos...

-¡Rejúpiter! ¡Por las barbas de mi Padre!Le he dicho a usted que se fuera al grano. ¿Quéocurre? ¿Qué tenemos? ¿Qué tripa se les haroto a ustedes?

-¡Tripa! ¡Oh, tripa! ¡Qué tripa! Hijo de La-tona, que reinas en Claros, y en Micala, y enMileto, y en la encumbrada Knidos, y en Cárpa-tos, batida de los vientos, y en Naxos y en Pa-ros...

-¡Por Cristo vivo! Ahora mismo se me atecodo con codo a este loco rematado, y se me lemeta en la cárcel...

-Prefiero el Erebo...

-¡Pues en el Erebo!... ¡Y hable otro y digapronto lo que pretenden, que no estoy yo paratemplar gaitas!

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Mientras en el director de la Academia secumplían las órdenes de Apolo, se adelantóotro académico, de largas patillas, melifluo ynegligente, y con voz en que silbaba una ligeraironía como una brisa retozona, exclamó:

-Preguntabas, divino Arquero, qué tripase nos había roto; pues bien, se nos han roto lastripas de oveja que Hermes, que me escucha,ató, bien estiradas, a la sonora tortuga, el díafeliz en que, inspirado, inventó la cítara; quierodecir, que se nos han roto las cuerdas de la liraacadémica; que un aire de descrédito corre porel mundo, amenazando derribar la literaturaacadémica, matar la Musa oficial. Se te habrádicho que veníamos en son de motín a rescatara Cañete... no lo creas. Ya podéis freírlo; de lagrasa de un Cañete nacerían ciento. Nosotros,además, tenemos un gran espíritu de cuerpo,pero unos a otros nos despreciamos; amamos laAcademia y aborrecemos al rival literario. No

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nos importa el renombre personal de los nues-tros, sino la fama colectiva. Venimos, pues, a tipara que pongas remedio a los desmanes deque somos víctima allá abajo. No se nos respe-ta. Hemos dejado de ser sagrados. El misteriode la autoridad ya no nos rodea. Un rey de de-recho divino había delegado en nuestros ante-cesores la potestad de decir al idioma: «de aquíno pasarás;» la Inquisición ataba el pensamien-to, y nosotros atábamos la lengua. Un escritorsatírico, que no fue académico, y que por consi-guiente no será inmortal, aunque lo sea, dijo undía: «la Academia es una autoridad cuandotiene razón.» ¡Deletéreo aforismo! Por ahí entróla muerte: la Academia, para ser, necesita tenerrazón, porque tiene autoridad. Discutirnos esmatarnos. Yo no cobro para que me discutan. Sitú ¡oh Febo! amante de la virgen Azantida, nopones remedio a este oleaje de indisciplina, aeste universal clamoreo de insurrección y aestos insultos de procaces bocas, te juro por lalaguna Estigia, que es un juramento terrible,

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que todos nosotros dejaremos de crear el verbonacional, abandonaremos nuestras tareas aca-démicas, consentiremos que se pudra el idioma;siquiera, por tesón, sigamos cobrando dietas.

-Pero ¿qué es ello? ¿Qué pasa?

-Ello es que multitud de escritorzuelosdesvergonzados se nos echan encima un día yotro, con pretexto de que nuestro Diccionario esmalo; y es en vano que salgamos a la tela a de-fender la obra de los inmortales, porque a losque tal osamos nos descalabran singularmente,sin perjuicio de seguir minando el monumentomaravilloso de nuestro léxico oficial.

-A ver, Polimnia: ¿qué hay de esto?

Sonrió Polimnia, y mirándome a mí dehito en hito, dijo:

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-Este caballero, que es de por allá y no esacadémico, acaso esté más enterado que yo deesas menudencias, y nos podrá decir algo.

Ruboriceme al oír tal, como era de espe-rar, viéndome obligado a hablar entre tantosdioses y entre tantos académicos; y no pudien-do hallar mejor salida, porque la de la puertaestaba tomada, exclamé balbuciente:

-Señores... yo no soy digno... no soyquién... no soy nadie apenas; y aquí está el Sr.Balaguer, que es ministro y académico, y hom-bre de seso e imparcial. En España, a lo menos,no se hace caso del que no sea capaz de ser mi-nistro, y a este señor, que lo es ahora, debenustedes oírle si quiere hablar.

-¡Que hable, que hable! dijo Apolo.

Entonces Balaguer se distinguió de lamultitud académica dando un paso adelante; ydespués de una ceremoniosa inclinación de

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medio cuerpo arriba, llena de dignidad, excla-mó con voz de cuyo tono solemne no cabe daridea:

-Apolo: señoras y señores: no voy a pro-nunciar un discurso. Se quiere saber mi opiniónconcreta sobre el punto o materia puesto opuesta (porque a mí no me duelen concordan-cias) a discusión. Entiendo yo, señores, queaquí viene como anillo al dedo recordar lo queyo decía acerca del realismo el año 82 en midiscurso resumen del Ateneo. He o hed aquí loque yo decía en esa fecha memorable: «Señores,acerca del realismo decía yo en el año de graciade 1864: todo lo ideal es real, todo lo real esideal. Homero...»

-¡Basta, basta! gritó Apolo, con música deEl Barbero de Sevilla. Por ese camino de citasretrospectivas va usted a llegar a la época delhombre alalo. Que hable otro.

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-¡Otro! ¿Cómo? ¿Por qué? Esto es un de-saire; murmuró Balaguer volviéndose a suscompañeros.

Arnau tomó sobre sí la tarea de enterarlede que no se trataba allí de lo ideal y lo real,sino del Diccionario.

Y entonces fue cuando Balaguer, hacién-dose cargo al fin y al cabo, prorrumpió en aque-lla exclamación que lleva impreso el sello de sugenio peculiar. Y fue lo que exclamó:

-¡Ah!

Se propuso a Tamayo que hablase él, ycontestó en buenas palabras que no le daba lagana.

-¿No hay por ahí uno, preguntó Venus,que se llama Alejandro Pidal? Creo que es buenorador; a ver, que hable ése...

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-Señora, dijo Alejandrito; con mil amo-res... pero soy un padre de familia con diez uonce hijos, y además, padre de la patria; y estoymuy ocupado, y lo que es al idioma... por mí...que lo esquilen; lo que yo quiero es quitarle unestanquillo a Torono, porque me lo llevó malllevado; y aplastar la cabeza de la víbora pro-vincial, digámoslo así, que allá en mi tierra meestá minando la influencia... Yo soy un chicolisto, no lo niego, y guapo, y buen creyente aratos, y hablo bien; pero... mi carrera es la decacique. Déjenme a mí sembrar credenciales yrecoger votos, que lo demás es vanidad de va-nidades y todo Ruiz Gómez.

-Que hable el marqués, dijo Catalina elamarillo.

-¿Qué marqués? preguntó Mercurio.

-El marqués hermano.

-Dirá usted el de las Dos Hermanas...

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-No, señor, no; el marqués de Pidal, her-mano de Pidal el que no es marqués...

-¡Eso sí que no! grité yo. Antes de tolerartamaña oratoria, prefiero sacrificarme; yohablaré, puesto que Polimnia me ha escogido,por lo mismo que no soy académico.

-Sea, exclamó Apolo.

-Señores, no voy a pronunciar un discur-so, como decía el Sr. Balaguer el año 64; en esto(y Dios quiera que en nada más) me parezco aBalaguer; no soy orador. Pero no tengo pelos enla lengua, en buena hora lo diga. Yo creo que laAcademia ni pincha ni corta. Creo más: que enla Academia hay muchos hombres ilustres deverdad, unos por un concepto, otros por otro,algunos por varios. Pero da la pícara casuali-dad de que esos señores ilustres no toman car-tas en el asunto del Diccionario. Uno de ellosme decía a mí, no ha mucho: «El Diccionario esmuy grande y nadie lo puede leer todo.» Y es

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verdad; muchos de los disparates de abolengoque figuran allí, no han desaparecido porqueno los ha visto nadie. Los señores académicosquieren que su obra tenga un mérito extraordi-nario, no por su valor intrínseco, sino por underecho privilegiado; pues bien, ya se sabe quelos derechos privilegiados son de interpreta-ción estricta; in dubiis contra fiscum; in dubiis,digo yo, contra Academiam. Vamos a ver, ate-niéndonos a una interpretación estricta de lalógica en sus leyes y reglas relativas al créditodel testimonio ajeno, vamos a ver en qué puedefundar la Academia su pretensión de filólogaindiscutible...

-Usted me dispense, dijo interrumpién-dome un académico muy fino a quien yo noconocía; la Academia no pretende ser indiscuti-ble, no se tiene por infalible; lo que no puedetolerar es que se la tache de ignorante y se lacompare con los pollinos y se la insulte como la

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ha insultado desde las columnas de El ImparcialAntonio Valbuena...

-Dispénseme usted a mí, interrumpí yo;pero el tono con que se ha contestado a Val-buena, y las artes que se emplearon para levan-tar una cruzada contra él, demuestran que laAcademia -45- tomaba muy a mal las censu-ras, sólo por ser censuras. Ella dice en el prólo-go de su libro que admite advertencias, vengande quien vengan, pero esto no basta; es necesa-rio que las admita vengan como vengan.

Supongamos que los adalides de la Aca-demia llegaran a demostrar que no había unsolo académico que tuviera pelo gris en el vien-tre: ¿y qué? No era eso lo que se discutía. Su-pongamos que se prueba que a Escalada o Val-buena se le va la burra cuando maltrata a losautores del Diccionario: ¿y qué? Con eso no sedemuestra que los disparates apuntados nosean disparates; los defensores han creído queera probar a sabiduría académica demostrar tal

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o cual equivocación de Escalada. ¡Aberracióninsigne! La multitud de palabras que quedavisto que están plagadas de errores en el Dic-cionario, ahí se están tan llenas de disparatesdespués como antes de atacar en falange mace-dónica a Valbuena. Esta ha sido la gran ilusiónde los académicos en tal contienda; han creídoque por aniquilar, si tanto podían, -que no pu-dieron,- al enemigo, que era un caballero parti-cular, aniquilaban los adefesios que él habíahecho patentes. No hay tal cosa; los adefesiosdemostrados, que son muchos, no dependen dela autoridad del censor; el mismo bobo de Co-ria que dijese que los pollinos no siempre tie-nen el pelo gris, tendría razón contra los sietesabios de Grecia. La Academia está obligada, siquiere cumplir su deber, a admitir todas laslecciones que se le den, délas quien las dé ydélas como quiera que las dé; si entre cien in-sultos viene una lección buena, hay que admitirla lección. Nadie me negará que algunas de lasadvertencias de Escalada (yo creo que muchí-

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simas) están en su punto; exigen una rectifica-ción en el texto del Diccionario oficial. ¿Va adejar de hacerse la variación necesaria por serEscalada el que la enseñó? ¿Va a ser castellanoen adelante lo que no debe serlo, sólo por mor-tificar a Valbuena? Esto es absurdo. Pues si laAcademia toma el otro camino, el único justo,el de seguir las lecciones de su censor y cambiarlo que se debe cambiar, conforme él demostró,no parece bien que se ponga tanto empeño co-mo se ha puesto en probar que Escalada es unignorante, un entremetido, etc., etc. ¿Que en talo cual palabra no ha lugar a las rectificacionesde Escalada? Corriente, pues no se hacen. ¿QueEscalada se excede en la forma, al censurar? ¿Yeso qué? Al país no le importa eso; lo que leimporta es que el Diccionario diga lo que debedecir; de los errores y de las malas formas deun caballero particular no tiene para qué cui-darse. Esta desventaja siempre la tendrá laAcademia cuando luche contra cualquiera quele demuestre que ha cometido un lapsus. Lo

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único que interesará al público será este lapsusde la Academia, no los de quien no cobra porhablar bien.

Y dejando esta digresión, a que me hatraído ese señor académico al interrumpirme,diré que sí es verdad que la Academia sufremal que se la discuta; yo mismo soy pruebaviviente de ello. Porque me consta, aunque nome lo han dicho las personas que intervinieronen el asunto, que cuando yo publiqué ciertosarticulejos contra ciertas etimologías de la Aca-demia, no faltó estiradísimo académico quedescendiese a ocuparse en impedir, si podía, lainserción de mis humildes renglones insurgen-tes; y se necesitó la energía de quien yo me sé yel estar el tal muy por encima de las vanidadesacadémicas, para que los dichosos artículos nose quedaran en las pruebas. ¡Vaya, vaya, seño-res, que todo se sabe!

Sí; se sabe todo. Hasta se sabe cómo sehacen los diccionarios y las gramáticas en las

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Academias; y hasta cómo se hacen muchosacadémicos. Y se sabe, porque lo dicen algunosde los mismos inmortales que se ríen, comoCicerón arúspice, de su inmortalidad con li-brea, y se la buscan por otra parte más segura ymás independiente. Y para que no se diga quevengo con chismes y cuentos, en vez de citarcon vivos y españoles, como pudiera, citaré conun muerto extranjero; y conste que lo que diceSainte-Beuve, de la Academia francesa, madrede la criatura, de la nuestra, se puede decir, yainda mais, de la Academia Española. Es el casoque Edmundo Goncourt ha publicado hacepoco un Diario en el que él y su difunto herma-no Julio copiaron sus conversaciones con losliteratos eminentes de Francia; y entre otras,algunas de las que solían tener con Sainte-Beuve, el primer crítico de su tiempo. En unode aquellos paliques íntimos, el autor de Volup-té, el eminente escritor de Los Lunes, decíahablando de la Academia francesa: (Leo): «Haysesiones, cuando Villemain2 no está allí, que

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comienzan a las tres y media y se acaban a lascuatro menos cuarto. Si no hubiese un hombrede iniciativa como Villemain, aquello no mar-charía.

«...Lo mismo es Patin para el diccionario;no lo hace bien, pero lo hace, y sin él no se haríanada. No es esto mala voluntad de la Acade-mia, es ignorancia. El otro día, a propósito de lapalabra chapeau de fleurs, M. de Noailles ha di-cho que era una palabra desconocida, que él nola había encontrado en ninguna parte. Y es queno ha leído a Teócrito.

«¡Ahí tienen ustedes! Y lo mismo que enesto, sucede en todo. No conocen un nombrenuevo desde hace diez años. Y además la Aca-demia tiene un miedo atroz a la bohemia. Dehombre que ellos no hayan visto en sus salones,no hay que hablarles; le temen, no es de su es-fera. Por lo mismo Autrán tiene probabilidadesde ser nombrado académico. Es un candidatode baños de mar. Se le ha encontrado en las

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aguas de... etc...» (Hablado): Todo esto que yotraduzco se puede también traducir de la reali-dad francesa a la realidad española. ¿Quién meniega que, v. gr., Catalina es un académico deaguas?

En la Academia Española también sehace el Diccionario él solo, o gracias a unospocos aficionados; ¡y cómo se hace! Por aparen-tar (y por cobrar), los inmortales se juntan decuando en cuando y pasan revista a unas cuan-tas palabras para ver si están limpias o no, yvotan si aquello es español o deja de serlo.

¡Decidir por votación si un vocablo per-tenece a una lengua o no pertenece, si cabe ad-mitirlo o no! ¡Cuán lejos está semejante proce-der de aquella historia natural de las palabrasque el buen Horacio exponía en fáciles y ele-gantes versos!

Horacio recuerda en la expresión clara,enérgica y precisa a los ilustres jurisconsultos

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de su pueblo, que nos han dicho, hablando delvalor de las costumbres en general: mores sunttacitus consensus populi longa consuetudine invete-ratus. El poeta, refiriéndose a la vida del len-guaje, escribía:

.....Licuit, semperque licebitSignatum praesente nota producere nomen.Ut silvae foliis pronos mutantur in annos,Prima cadunt: ita verbarum vetus interit aetas,Et, juvenum ritu, florent modo nata vigentque.

«Fue y será siempre lícito (permítasemela traducción, porque alguno me oirá que nosepa latín) introducir en el discurso palabrasque lleven el sello de la novedad.

»Como las hojas de los bosques se mudanal correr de los años, y caen primero las queprimero brotaron, así las palabras antiguas se

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marchitan y mueren, y otras nacen y florecenvigorosas.»

Pues diga lo que quiera el amigo de losPisones, nuestros académicos deciden por vota-ción qué hojas del bosque han caído y cuáleshan brotado, en vez de tomarse el trabajo dedarse una vuelta por la selva para ver lo que enrealidad sucede. A la Academia le pasa con laspalabras lo que a la iglesia con la ciencia mo-derna (con la diferencia de que la Iglesia yasabe lo que se hace). Roma no admite que latierra gire alrededor del sol hasta principios delsiglo XIX, cuando ya a la tierra la van dandoganas de pararse; la Academia no tolera ciertaspalabras hasta que ya el uso las va abandonan-do. ¿Qué criterio tiene la Academia para admi-tir o desechar palabras? Probablemente ningu-no.

Un republicano exaltado, amigo mío, measeguraba que la Academia es sistemáticamen-te reaccionaria.

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«Lo prueba, me decía, en la palabra pre-sidente; después de explicarla en cuantas acep-ciones se le ocurren, la deja para el apéndicepor lo que toca al presidente... de la República.En cuanto al club, dice que es sociedad clandes-tina generalmente; y, por último, cuando setrata de elegir un académico federal, así, comode limosna, en vez de elegir, como era natural,al jefe del partido, elige a D. Eduardo Benot, uncapitán ilustre, pero no jefe...»

Interrumpiome Venus, riendo a carcaja-das la salida de mi amigo el federal; no sé siriendo de buena fe o por enseñar los dientes.

-Ahí tienes, dijo el académico de las pati-llas ¡oh, Apolo! una prueba de nuestra impar-cialidad: la Academia cuenta en su seno hastafederales...

-Pero no es el jefe, advirtió Venus.

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-Mi federal, añadí yo, decía que tal elec-ción era contraria a la disciplina del partido; yaunque esto sea un disparate, lo cierto es queya que los académicos tuvieron el valor de vo-tar a un federal, pudieron haber escogido, nopor jefe, sino por ser quien es, a D. Francisco Piy Margall, del cual pueden decirse muchas co-sas, pero no negarle una rectitud moral muyhermosa, y un gran talento, y una ilustraciónvastísima y escogida. No niego al Sr. Benot ser-vicios suficientes para merecer un puesto en laAcademia, ni se los negaría aunque sólo llega-sen a tal distinción las verdaderas notabilida-des; es más, protesto enérgicamente contra elchiste frustrado de otro amigo mío, según elcual el Sr. Benot es un sabio de segunda ense-ñanza; pero es lo cierto que los méritos litera-rios del Sr. Pi son todavía superiores a los de suilustrado correligionario.

-Queda discutido ese incidente. Siga us-ted, dijo Apolo.

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-Decía que, en mi sentir, la Academia notiene un criterio constante para hacer su Dic-cionario. Tratar este asunto con todo el deteni-miento que merece, es empresa superior a misfuerzas, e impropia de la ocasión.

-Gracias, interrumpió Apolo, mirando aVenus, sonriente.

-Sólo haré algunas indicaciones desorde-nadas respecto de los principales puntos deldebate como si dijéramos.

Hasta los salvajes siguen alguna ley, re-flexiva a veces, para la transformación del len-guaje; así, nos habla Max Müller de la prohibi-ción que hay en muchas tribus poco cultas deusar las palabras que tengan tales o cuales ana-logías con el nombre del rey últimamentemuerto. Nuestros académicos ni esto han dis-currido; Cánovas podía haber mandado que seprohibiera usar palabras semejantes a las pri-meras sílabas de su apellido sagrado, poniendo

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en entredicho, verbigracia, las voces ¡canastos!canesú, canícula, canónigo, canuto, etc., etc.;pero no lo ha hecho, porque no se da por muer-to todavía. En la discusión de los defensoresanónimos de la Academia con Valbuena, seapuntó la idea de que la ilustre Corporaciónadmitía todas las palabras que se encuentren ennuestros escritores castellanos, por antiguasque sean, porque así se puede saber lo que hanquerido decir aquellos señores. Este criteriolatitudinario, que consistiría en embarcar detodo, sería absurdo, no sería siquiera criterio;pero además no es cierto que la Academia losiga. Con la arbitrariedad que la distingue, con-serva, como anticuadas, muchas palabras delmás remoto castellano, pero prescinde -y hacebien en esto, es claro- de muchísimas voces deeste género, de la inmensa mayoría de ellas.Para convencerse de ello, basta coger un voca-bulario de los que suelen acompañar a los li-bros escritos en español vetusto, verbigracia, elque acompaña a ciertas ediciones de Mío Cid, o

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el de Las tres toronjas de amor, etc. etc., y a vercuántas de aquellas palabras figuran en el Dic-cionario; y de fijo no faltan sus equivalentesactuales. La Academia, en esto como en otrasmuchas cosas, carece de idea sistemática y ca-rece de método; pero en tal particular casi se ledebe agradecer que no haya sido consecuente,porque ¡dónde íbamos a parar con un Dicciona-rio del siglo XIX que contuviera todas las esco-rias, todos los detritus, de las trabajosas tentati-vas de nuestra lengua bárbara y balbuciente entiempos de informe literatura; todos los conatosdesgraciados, todas las torpezas, todos los tro-piezos del benemérito saber de clerecía! Pero, afalta de criterio, no se puede negar que la Aca-demia tiene una preocupación, lo que podríallamarse la arqueomanía; se enamora de todo loviejo, y toma por buen castellano antiguo todolo que figura en libros muy vetustos, sin queesté probado que, además de antiquísimos,sean buenos. ¿Qué les parecería a los académi-cos de hoy de un Diccionario de la Academia

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que se hiciera dentro de diez siglos, y en el cualse admitieran como anticuadas las palabrejasinnobles que hoy aparecen en ciertos libros ycomedias y periódicos, vocablos que no puedenser ni serán españoles nunca? ¿Creen los inmor-tales de allá abajo que todos los libros que seconservan de la Edad Media, sólo por conser-varse, merecen ser tenidos por fuentes del ver-dadero castellano de entonces? La Academiatoma por bueno un barbarismo, sólo por usarloescritor antiguo. ¡Absurdo! También Bremónllegará a ser antiguo y pueden caer sus escritosen manos de los académicos del siglo XXX (su-poniendo que por entonces los haya) y asegurarel Diccionario que en tales tiempos se haga quepretencioso era palabra española en el siglo XIX,porque la usaba Fernández Bremón, escritormuy bien relacionado. -Si fuéramos tontos, po-dríamos pasar por eso de que todo lo que pue-de leer un académico en cualquier librote viejofue español legítimo en algún día... Y en ver-dad, tratándose de aquellos tiempos, de aquella

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civilización, ¿quién podrá negar legitimidad atal o cual palabra, y negársela a otras? Semejan-tes pretensiones recuerdan los vocabularios quelos misioneros curiosos e ilustrados escribíanentre los salvajes; cuando después de veinteaños volvían los buenos apóstoles a visitar asus antiguos huéspedes, se encontraban conque el idioma había cambiado en gran parte yel vocabulario apenas les servía.

No eran salvajes, ni mucho menos, nues-tros queridos antepasados, los que comenzarona sacar el español del latín corrompido y devarios elementos germánicos, orientales, etc.;pero tampoco se puede desconocer la inseguri-dad que había en las formas intuitivas del nue-vo lenguaje, la variedad anárquica que domina-ría. Sucedería entonces en el castellano inci-piente lo que hoy con el bable, recuerdo deaquellos tanteos lingüísticos; el bable varía decomarca a comarca, de valle a valle, de parro-quia a parroquia; de esto puedo hablar yo, por

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eso, porque soy de la parroquia. No ha muchoque he tenido carta de un joven sueco, profesoren Upsala, que fue a Asturias, a mi tierra, aestudiar el bable, y que de vuelta a su Univer-sidad me consulta a menudo sobre varias me-nudencias del romance asturiano; pues bien, siquiere decir algo seguro, tiene que ir pregun-tando cómo se llaman las cosas en tal región, ental pueblo del Principado, porque la variedades indefinida. Lo que es fácil hacer hoy con elbable, porque vive, aunque agonizando, nocabe hacerlo con el español inicial, pues no bas-ta la consulta de unos pocos libros; y lo que sesaca de los estudios actuales del bable, es quelas cosas se dicen en asturiano tan legítimamen-te de un modo como de otro... y se dicen demuchos modos.

Pero ¿qué ha de saber a punto fijo laAcademia de tan remotos días, si aun de losactuales sabe tan poco y tan mal por lo que serefiere a provincialismos? En esta materia

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habría que aplicar algo parecido a la teoría deSainte-Beuve acerca de los académicos de bañoso de Caldas. Se van nuestros inmortales a daruna vuelta por el distrito, v. gr., o a darse tonoen el pueblo meramente, o a bañarse o a lo quesea, y vuelven a Madrid muy morenos, oliendoa tomillo, sanos y frescos... y con un cargamen-to de provincialismos gratuitos. ¿Y quién le vaa negar al Sr. X., que ha pasado tres meses en laprovincia de Z., y que es diputado por allí, ver-bigracia, o ha estado tomando leche de burra enun pueblo de aquella región, que allí se hablacomo él viene asegurando? Provincialismos deAsturias hay en la última edición del Dicciona-rio que ya deben de ser de Pidal. Debe dehabérselos mandado algún agente electoralsuyo, que le engaña en glosología lo mismo queen elecciones. Así, por ejemplo, dice el léxicooficial: Ablano, provincial de Asturias, avella-no; y no hay tal cosa, porque en Asturias, alavellano se le llama así, y en bable (que no esprovincial asturiano, como el gallego no es pro-

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vincial de Galicia, ni el catalán castellano pro-vincial de Cataluña), en bable se dice ablanal, ysi ustedes quieren ablanu, y en todo caso, abla-nu o ablano, eso sería bable y el bable no figuraen el Diccionario, ni debe figurar. En cambio esprovincial de Asturias arcea (chocha perdiz), yel Diccionario no lo sabe; y cien y cien palabrasmás.

Si la Academia no tiene un criterio, encambio tiene muchas debilidades; y así, no seniega a admitir las palabras que le imponen lostenaces, los audaces, los entrometidos, los pre-tendidos especialistas, y las autoridades civilesy militares.

Por lo menos malo, porque se admitenpalabras sin estudiarlas, es por cortesía. Losacadémicos son muy capaces de despellejarsepor la espalda mutuamente; pero allí, en sesión,cara a cara, reina la urbanidad más exquisita, ytodos están dispuestos a ceder ante el que insis-te. Un terco, un pedante, un hombre influyente,

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tienen allí la seguridad de imponerse al Diccio-nario. Se declara española una palabra, porquese empeñó en que lo fuera D. Fulano, que esmuy pesado, que es muy tenaz, que es muypedante, o que manda mucho, o todo junto. Ledice, verbigracia, Cánovas a Pidal: -¿Quiereusted que hagamos castellana la palabreja cano-vístico en el sentido de cosa magnífica, esplen-dorosa? -Corriente, dirá Pidal de fijo; haga us-ted castellano lo que quiera, y de su lengua unsayo; a lo que no hay que tocarme es a los dis-tritos de mi tierra... allí no entra nadie, ni admi-to cambios; en el castellano, meta usted lo quequiera, hasta a Toreno, si cabe.

Pues otro ejemplo: se presenta el Sr. Sil-vela, (alias Velisla), con la amabilidad delmundo, suave, non chalant, como Shara, belled'indolence; aprieta la mano a moros y cristia-nos, sonríe a todos, y dice: -Señores, ¿tienenustedes la bondad de admitir la frase Silvela,Silvelijo y su hijo, en vez de aquello de Lepe,

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Lepijo y su hijo? con la nueva expresión se re-cordará en adelante lo listos que han sido enesta vida efímera todos los Silvelas nacidos demadre... ¿Se aprueba? Y claro, se aprobará.

¿Y qué diré de los sabios, de los especia-listas? ¿Qué se le puede negar a un hombre quese presenta jurando por su honor que sabehebreo, y caldeo, y siriaco, y... pentateuco, comodiría el otro? Podrá creerse en el fondo del almaque no lo sabe tal; pero ¿cómo decírselo? y so-bre todo ¿cómo probárselo? «-Señores, todo loque tenga que ver con los israelitas, dejármelo amí, que fui a la escuela con los doce hijos deJacob. ¡Nadie me toque en las lenguas que seleen al revés! ¡Todo eso es cosa mía!»

¿Qué ha de decir a eso Catalina, v. gr.,que quiso traducir de francés a español unacomedia de Feuillet, y la vertió en silba?

A los hebraizantes que se presentarenpodría examinarlos con suficiente competencia

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el doctor García Blanco... si fuese académico.Pero no lo es. Ahí está la gracia. García Blanco,con sus genialidades y todo, sabe hebreo deveras; podrá ver abultada la importancia y lainfluencia de esa lengua, y creer demasiado enciertos simbolismos, etc., etc.; pero es innegableque sabe hebreo.

¿Quién se ha acordado de él para hacerleacadémico? Nadie. No lo es; no lo será. Comono lo es D. Lázaro Bardón que sabe mucho grie-go, a pesar de todas sus extravagancias. Yo noniego su mérito a los helenistas que hayan tra-bajado en la última edición del Diccionario,pero puedo asegurar que muchos dislates quehan pasado en la materia greco-española, nohubieran ocurrido si Bardón hubiese tomado asu cargo eso.

La mayor parte de los académicos están aoscuras en materia de filología propiamentedicha; ni han estudiado la ciencia del lenguaje

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como hay que estudiarla para sacar partido deella en aplicaciones a la gramática y al léxicodel idioma nacional, ni conocen las lenguassabias ni otras muchas que es necesario conocerpara meterse en honduras de lingüística. LaAcademia viene a ser, en asuntos de dicciona-rio, y especialmente de etimologías, lo que seríaun jurado popular conociendo en materia detécnica jurídica: un ciempiés.

Esto viene a reconocerlo la misma doctaCorporación en el prólogo de su diccionario,cuando declara que su trabajo no puede serperfecto porque es obra de «muchos con igualseñorío.» (Véase el citado prólogo, que por cier-to abunda en faltas de gramática y de lógica, ydice varias veces cosa distinta de lo que quieredecir.) Es obra de muchos caballeros, unos en-tendidos, más o menos, en la materia filológica,y otros ignorantes, pero todos con voz y voto,con igual señorío. Esto es absurdo. Todos sa-bemos, y no hay para qué andar con tapujos ni

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hipócritas atenuaciones, todos sabemos cómose hacen los académicos; que si de tarde en tar-de se impone la opinión pública y a regaña-dientes se admite en la Academia a un Castelar,a un Zorrilla, a un Echegaray (no sin que votenen contra muchos), lo usual es que venza lacábala reaccionaria, o mejor, la cábala de la en-vidia y del orgullo, y se afecte despreciar a losescritores que el pueblo aclama, diciendo, comoaseguran que se dijo tratándose de Galdós: «Noqueremos que los gacetilleros nos impongan uncandidato.» Y ¿a quién se prefiere? Al que nohace sombra, a un poeta de administraciónsubalterna, a un autor silbado, al primero quepasa, al académico de aguas, o al político con ridí-culas pretensiones de literato, o al intrigantevanidoso, o a un sobrino de su tío... Sea en-horabuena; que hagan lo que quieran, allá ellos;pero que no pretendan que se les haga caso, nise les tome en serio como padres del idioma. Envano quieren taparnos la boca presentándonosen la lista de los académicos algunos nombres

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de veras ilustres, porque la mayoría la consti-tuyen las medianías y las nulidades, y además,porque en la tarea que la Academia tomó a sucargo ni esos hombres ilustres tienen autoridadsuficiente para hacer callar a los demás ciuda-danos que ven y oyen y leen y estudian.

Zorrilla y Martos, verbigracia, son ilus-tres, admiración de todo el que entiende espa-ñol; el uno en verso, el otro en prosa, hacenmaravillas con la lengua castellana; pero ni Zo-rrilla ni Martos son filólogos, ni ganas, ni separan en barras en materia sintáxica, ni se handedicado al estudio de las fuentes históricas delidioma. Y lo mismo se puede decir de casi to-dos los académicos que son eminentes literatos,oradores, o lo que sean. ¿Qué sucede con esto?Que las medianías presuntuosas, los pedantesincapaces de crear, se imponen. Yo sé sánscrito,o hebreo, o siriaco, dice un curita, verbigracia; ytodos se separan y le dejan pasar, y exclaman:¡Oh, sabe siriaco! ¡Es claro, jesuita al cabo, o

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benedictino, o fraile descalzo! Y punto en boca.Al que dijo que sabía siriaco se le encomiendatodo lo que huele a cosa oriental, todo lo que seescribe con arabescos, como decía un académi-co, y llegado el caso, todos votan con él, y cuan-to dice se pone en el Diccionario. ¿Y qué resul-ta? Que la opinión de un Juan Particular, que sihubiese escrito por su cuenta y riesgo, tendríameramente el valor que tuviesen sus argumen-tos, se convierte en el ukase lingüístico del Es-tado; porque el Estado hace suyo lo que dicenlos académicos, y la Academia da su visto bue-no a lo que ha dicho aquel Juan Particular. Yesto no puede pasar en nuestros tiempos. Y nopasa. Estamos en el secreto, y nos reímos. Y nosllaman irreverentes. Pensar que pueden servirhoy instituciones inventadas y aclimatadas porpalaciegos de los Borbones franceses, y acogi-das por éstos con entusiasmo porque les dabannueva materia para su tiranía, es pensar en loimposible. Un día, en 1626, se le ocurre a unmonsieur Valentín Conrart, consejero y secreta-

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rio del rey, tertulio del hotel Rambouillet, reuniren su casa, una vez por semana, a unos cuantosliteratos, y así se funda la Academia francesa,madre de la nuestra, puesto que ya se sabe quela Academia Española es un galicismo viviente.Los primeros que frecuentan la tertulia literariade Conrart son Godeau, Gombaud, los Habert,Girey, Serizay y Milleville; como se ve, ningúninmortal verdadero. Más adelante, Richelieutomó bajo su amparo la invención de Conrart, yya tenemos fundada la tiranía oficial de la lite-ratura, que ha de ser en lo sucesivo la preten-sión invariable de aquella Academia, y de suhija la Española, en cuanto nazca. El cardenal seatribuye el derecho de aprobar los Estatutos dela Academia en 1635, y tras mil vicisitudes queno son del caso, llega la sapiencia cortesanaante los pies del rey Sol, que se digna acogerbajo su planta -64- poderosa a los procurado-res, más o menos auténticos, de las Musas. Pe-llisson ha dicho, al contemplar tantos cambios,que se le figuraba «ver esta isla de Delos de los

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poetas errante y flotante hasta el nacimiento desu Apolo.» (Su Apolo era Luis XIV.) Luis XIV,en efecto, empezó a mandar en la Academia,como en todas partes, y entre otras cosas, dis-puso que todos los académicos fuesen de lamisma categoría, es decir, la igualdad de lossúbditos ante el sultán: Catalina y Castelar dis-frutando del mismo señorío, como dice nuestroDiccionario. Véase si los absurdos vienen delejos. Demasiado sabéis ¡oh dios de Claros ycompañía! para qué sirvió la Academia a pocode creada; pero tal vez lo ignore alguno de es-tos inmortales de la calle de Valverde. Puessirvió para que Richelieu, que envidiaba y abo-rrecía a Corneille, le persiguiese por medio delos sabuesos académicos, echándolos sobre él ysobre sus obras inmortales. Y, en efecto, Scude-ry, a más de otros, se arrojó sobre el gran poetay escribió sus Observaciones críticas acerca delCid; y no contento el Cardenal vengativo, obli-gó a la Academia a publicar un informe titula-do Sentiments de l'Acadèmie sur le Cid, redactado

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por Chapelain, que ponía como ropa de pascua,en nombre del Gobierno, la obra del trágicoeminente...

-¡Oh! ¡Que no fueran éstos aquellos tiem-pos! gritó interrumpiéndome un académico,adulador de Cánovas, y este país aquél, y noso-tros como Scudery y Chapelain, y Cánovas unRichelieu, y el rey de España un Luis XIII, omejor un Luis XIV. Lo que en son de censuradice este mal gacetillero, iluso foliculario ¡ohApolo! que has dejado llegar a tu presencia, enson de alabanza lo digo, y amplío, y comento, yparafraseo yo, que deseara ver redivivos aque-llos hombres y aquellas costumbres. Añada,añada en buen hora ese cornetín desafinadoque Luis XIV hacía a sus palaciegos literatosescoger a los grandes señores de la corte igno-rantes y necios, para ocupar los sillones vacan-tes de la Academia, postergando a los escritoresinsignes que el rey miraba con malos ojos. Escierto, y eso honra a la Academia francesa, y a

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Luis XIV. Verdad es asimismo que todo un Boi-leau debió el llegar a ser académico, no a susméritos, pues muchos enemigos tenía, sino a laprotección del ilustre rey-sol; y no es menosexacto que Lafontaine no pudo ser nombradohasta que consiguió el perdón del gran Luisque dijo: «Vous pouvez recevoir incessammentLefontaine; il a promis d'être sage.» Estas humi-llaciones del ingenio ante el poder son necesa-rias para el buen gobierno del Estado y para elorden de las letras; si ahora viniesen Pérez Gal-dós, y Pereda, y Federico Balart, y Adolfo Ca-mus, y Pi y Margall, y otros, y se prosternasenante D. Antonio Cánovas ofreciéndole y jurán-dole ser prudentes, buenos chicos, ¿qué dificul-tad habría de tener él en dejar que los hiciesenacadémicos? Ninguna. Porque la envidia sabríadisimularla y vencerla, a fuer de hombre deEstado y de mundo. Sí, Apolo, lo digo muyalto; lo que hace falta es regenerar las letras pormedio de la ley marcial, y si no se adoptan me-

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didas draconianas, todo esto se lo lleva latrampa.

-Vamos a ver; proponga usted lo que leparezca más urgente, dijo Apolo, que estaba debuen humor, porque se había acabado mi dis-curso, contra sus temores.

-Propongo, dijo el académico, que seahorque a este bicho insurgente que ha tomadoaquí, en tu presencia augusta, la defensa dellibertinaje literario.

-Bueno, se ahorcará a Clarín, no por eso,sino por la broma de haber estado hablandotanto tiempo después de decir que sería breve.¡Rayo en él! ¿Y qué más?

-Es preciso descuartizar al Sr. D. AntonioValbuena, autor del libro «Fe de erratas delDiccionario de la Academia», que se está ven-diendo a todo vender en España y en América.

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-Se descuartizará al simpático Escalada, oVenancio González, y se quemará su libro, siqueda algún ejemplar en las librerías, por manodel verdugo. ¿Qué más?

-También debe perecer de mala muerte elbachiller Francisco de Osuna, que ha publicadoun folleto titulado «De academica coecitate,»pretendiendo demostrar que la Academia nosabe hebreo ni otras muchas cosas tocantes a laslenguas... y a las manos, v. gr.: dónde tiene laderecha...

-Morirá como los otros. ¿Qué más?

-Mueran también D. Eduardo Echegarayy D. Antonio Sánchez Pérez, y otros varios quehan puesto reparos al Diccionario de la Aca-demia.

-No quedará vivo ninguno de esos quedices. Y ahora, ¿qué más pedís?

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-Ahora pedimos a Cañete.

No pudiendo contenerse por más tiempo,gritó Polimnia, que o hablaba o reventaba:

-¡Fuera de aquí turba incivil, espanto delas Musas, ingenios almidonados, sabios hue-ros! ¡Fuera de aquí, digo, y llevaos en horabuena a vuestro Cañete, que ni está preso, ni loestuvo, ni sirve para nada donde nosotros es-temos. Y decid a los de allá abajo, a los batue-cos, que aquí no comulgamos con ruedas demolino, y que la Academia es cosa que nos hacemorir de risa, porque todas las diosas y todoslos dioses estamos en el ajo; pero no confundáislas especies, ni troquéis los frenos, ni lo echéistodo a barato; que los inmortales verdaderossabemos distinguir y poner sobre nuestra cabe-za a los grandes ingenios, aunque sean acadé-micos; y no creáis que por acá se comete la in-justicia de tener en poco a hombres como Cas-telar, Campoamor, Valera, Núñez de Arce, Ta-mayo, Menéndez Pelayo, Echegaray, Zorrilla,

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Alarcón, etc, etc. A éstos se les quiere a pesar deser académicos, y sabiendo que muchos deellos lo son por compromiso... Por lo demás, yopudiera aún ajustaros las cuentas, si no fueraporque Apolo tuerce el gesto y ya ha agotadosu paciencia este desventurado Clarín con sudiscurso largo y desordenado, donde faltó loprincipal...

-Señora, usted dispense; pero a mí se meha destripado el cuento; yo iba pasando miscabras una a una y me quedaba la mayor partedel rebaño de mis argumentos de este lado delrío...

-Pues ¡ira de Dios Trino y Uno! aunqueeste juramento sea contra mis intereses, que yono he de tolerar más discursos, y juro por elOlimpo y por todos los montes de la tierra, afuer de Apolo, que aquí nadie me ha de hablarya más de veinte palabras seguidas, palabramás o menos... ¡Ea! Despejen ustedes el come-dor o triclinio, o como ustedes quieran llamar-

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lo, señores académicos, y llévense a Cañete, yno parezca por aquí ninguno de ustedes en suvida, ni tampoco por ninguna de mis posesio-nes de Delos, Claros, etc., etc. Venus, vamos adar un paseo.

-Conste, me atreví yo a gritar, crinadoFebo, que yo no había terminado mi acusaciónfiscal, y que en el buche no ha de quedárseme,y que a la primera ocasión posible he de enca-jarla.

-Pues, mira no sea delante de mí, o tehago ahorcar, como lo tengo prometido.

Ganimedes y Mercurio, por orden deApolo, barrieron los académicos que se mos-traban rehacios para marcharse; y lo mismo fuesalir ellos, que entrar muertas de risa todo elcoro de las sagradas Musas.

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Debo advertir que el único académico delos buenos que se había presentado, Tamayo, sehabía escabullido rato hacía.

- IV -

No pudo, por más que quiso, librarse eldios Esminteo de la compañía de las Musas, lascuales, entre jarana y bromas de colegialas enasueto, resolvieron merendar en el campo, enun claro del bosque de Afrodita.

Fue Erato la que con más calor defendióel proyecto. No estaba fea la Musa de la églogay otras canciones, con su sombrerito de paja deItalia inclinado sobre el ojo derecho. Era alta,garrida, y aunque de encantos algo ajados, co-mo las flores del sombrero, rodeábale un am-biente de frescura y de olores campestres queconfortaba. Era muy amiga de risitas, carcaja-

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das, saltos y carreras; pero en su alegría gracio-sa había de cuando en cuando paradas en falso,repentinas inquietudes, calderones de melanco-lía, por decirlo a lo músico. Después de Terpsí-core y de Euterpe, era la Musa que Apolo másquería. La diosa del baile, sentada a los pies deVenus, estiraba sobre el pavimento una piernavestida con calzón de punto color de carne,musculosa y muy bien dibujada. En el rostro deTerpsícore, moreno y de ojos negros, inocentesy dulces, con fuego a ratos en las pupilas, nohabía más expresión que la de la fuerza física,graciosa y dócil; tenía algo la Musa del hermo-so caballo de carrera vencedor de cien rivales.Febo, de vez en cuando, sonriendo a Venus, seacercaba a sus rodillas, tomaba en ellas la cabe-za de Terpsícore, allí apoyada, y cogiendo porla barba a la Musa, la hacía mirarle y sonreírtambién como lo haría un buen perro de caza,si pudiera. No había en Terpsícore la enfermizaexaltación de Erato que inquietaba; por esoApolo amaba más a Terpsícore.

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Y gritaba Erato, algo envidiosilla, viendoa Febo acariciar a su hermana:

-Atención, atención; fuera mimos y aten-ción al programa: merendaremos sobre la hier-ba y se comerá a la antigua, no como dioses,sino como los hombres que un tiempo habita-ron la inmortal Hellas.

A Erato se la dejó el cuidado de disponerla fiesta vespertina; y como era ya la hora de lasiesta, las Musas se retiraron al gineceo, que noestaba en el piso alto, diga lo que quiera laAcademia; Apolo se fue con Venus no sé adón-de, y como todos se olvidaron de mí, Hermes,compasivo, me dispuso un lecho en el pórticosonoro de jaspes bien pulimentados, como ahuésped que era, aunque indigno.

Se durmió la siesta, y cuando ya la tardepreparaba al sol blando lecho en las lejanasondas del mar, cubiertas con edredón de abul-

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tadas y esponjosas nubes de púrpura; y losprimeros soplos de la brisa mitigaban el calorestivo, Febo, Afrodita, Hermes y las nueve Mu-sas buscaron en el sagrado bosquete un clarobien tapizado de flores y menudo césped, ytendiéndose en corro sobre el campo, distribui-dos en platos de oro los ricos manjares, comen-zaron a comer con los dedos, y a beber, en vezde néctar, vino de la tierra, es decir, Chipre, queGanimedes extraía de una a manera de botaque dirían en Jerez, pipa pequeña que allí sellamaba pizos, y estaba apoyada y un pocohundida en la tierra. Ganimedes sacaba el Chi-pre del pizos en ánforas de panza muy abultadaque llamaban udria y calpis, y de las ánforas ibaa dar el líquido generoso en las botellas, que sellamaban cotones y bombilios, y eran como nues-tros frascos de viaje; y de tales recipientes, sinintermedio, caía en las sedientas fauces de losdioses toda aquella humedad bienhechora. SóloPolimnia bebía, por ser correcta en todo, en unvaso, en un esquifos ático. Se comió y bebió

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mucho, primero en silencio, después entre car-cajadas, gritos y conversación alegre, que jamásconsentía Apolo que degenerase en discurso, nimenos en brindis.

Cuando ya llegaban a los postres, Apolose volvió hacia mí, que con permiso de Afroditay por encargo de Mercurio había servido depinche a Erato, directora de aquel olímpicobanquete.

-¡Oh tú, mísero mortal! dijo el dios: entretanta maravilla como nuestra presencia te ofre-ce, ¿qué es lo que más te pasma y a mayor en-vidia te provoca?

-Pues lo que más os envidio es la ausen-cia de brindis, y lo que menos la ausencia decucharas y tenedores; porque no hay cosa mássucia que comer con los dedos, ni más sana quecomer sin discursos.

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Riose Apolo, pidió café y cigarros, apoyósu codo en el regazo de Venus, estiró las entu-mecidas piernas, y dijo a Terpsícore que bailaseun poco. No se hizo rogar la Musa, y empezó ahacer cuantas maravillas cabe que se hagan,expresando con los pies y los saltos y las con-torsiones de todo el cuerpo y el ritmo de losmovimientos variados, sensaciones tan pococomplicadas como profundamente humanas.Euterpe, alegrilla, batiendo palmas, acompaña-ba el baile con polos del Parnaso que eran deoír; y en tanto las otras Musas disputaban concalor hablando a un tiempo, mientras Hermes,borracho o a medios pelos, de bruces sobre elcésped, se divertía imitando con la voz el zum-bar del tábano y escarbando con una hierbalarga y barbuda las orejas de Polimnia, a quienel fuego de la polémica no dejaba atención librepara rascarse o sacudirse.

Erato, un poco separada de las otras,hablando sola, pues nadie le hacía caso, miraba

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a las nacaradas nubes, recostada sobre un mon-tón de hierba fresca que había segado Hermescon las alas sutiles del talón de oro; y decía laMusa del sombrero de paja de Italia:

-Digan lo que quieran, yo soy la poesíamás amable, y aunque mis atributos no esténbien definidos y en esto haya confusiones ydisputas, de mi jurisdicción es, sin duda, eldulce cantar de la naturaleza, donde se mezclanlos ayes de los pastores enamorados, auténticoso no, y los arpegios de las aves con el bulliciode las hojas que entre sí conversan en el bos-que, y con el rumor suave de la brisa que ruedasobre las mieses y la hierba crecida, inclinandolos tallos en graciosos movimientos...

-¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Quién perora? pre-guntó Apolo, amostazado, incorporándose.

-Soy yo, ingrato Apolo; Erato, que habloconmigo misma, o con las flores, y las nubes, y

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las ramas de estos árboles, si quieren escu-charme.

Entonces, metiendo la cucharada, meatreví a decir (después de acercarme con respe-to a la Musa de lo que llaman los pedantes yotras personas poesía lírica, y algunos ¡rayo enellos! subjetiva), digo que me atreví a decir:

-Erato, pues con las flores y las nubes ylos troncos hablas, no desdeñarás que yo, unmortal, un hombre, te oiga y hasta responda siquieres.

-¿Hombre, dijiste? Mírate y pálpate bien,y advierte si eres hombre o literato, que no es lomismo.

-Hombre me soy, amiga mía, y bien se-guro estoy de ello, que no pocos años llevo deaprendizaje en el arte, difícil para quien lee yescribe, de no dejar la calidad humana paraconvertirse en puro hombre de letras, que, co-

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mo ello mismo dice, no es hombre de carne yhueso. Y porque soy hombre me acerco a ti, ymientras tus hermanas disputan, prefiero oír loque tú dices y cómo te quejas, si tienes de qué,como creo.

-¿Que si tengo? ¿Que si me quejo? Qué-jome del mundo entero, y de tu tierra singu-larmente. Yo amo el campo, amo la vida envalles y montes, por sotos y praderas; pero tutiempo me olvida, y cuando cree cantar en misdominios, llora en otros que no conozco; miracuál será la tristeza del mundo que yo mismasuspiro, porque ya nadie, o muy pocos, ríenconmigo. De tu siglo se dijo (un gran poeta sa-bio lo decía, Humboldt), que había comprendi-do mejor que siglo alguno el amor de la natura-leza, su santa poesía; algo habrá habido de estoen algún caso y en ciertos respectos; pero lospoetas que a la naturaleza se vuelven en estosdías, vienen todos picados del romanticismo.

-Divina mordedura...

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-Es un veneno.

-Es unción.

-¿Tú eres romántico?

-A mi modo. Pero aunque no lo fuera; re-conozco los bienes que el romanticismo nostrajo.

-Yo también; mas para mí fueron daño.Erato no se compadece con el lirismo triste, ego-ísta, que sale al campo a pedir al rocío y a laaurora que lloren con él...

-¿Pues no lloraban los pastores y no pe-dían a los ríos y al mismo cielo lágrimas paraacompañar su llanto?

-Sí pedían y sí lloraban; mas aquello eraotra cosa; no lloraban sino por una ingrata, opor ausencias, o por muerte de la zagala queri-da, o por desdenes, o por celos, o por rivalida-des; no lloraban por cansancio de la vida, ni por

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quejas del hado, ni por inquietudes misteriosaso recónditas lacerías del ánimo; no hacían filo-sofar a la naturaleza, ni siquiera la llamaban así,como yo misma hago ahora, para que se meentienda. Yo no te niego que haya belleza en lapoesía naturalista de nuestros poetas románti-cos; pero que no digan que esa belleza la inspi-ra esta Musa... no; el amor espontáneo, inme-diato, inocente y dulce de bosques, riberas,prados, montes, valles, cuetos y cañadas, vegasy ríos, ventisqueros y lagos, mar y cielo, alegrí-as campestres, melancolías de la tarde, terroreso misterios de la noche, esperanzas de la maña-na; todo eso les falta, y el dolor que vierten so-bre la naturaleza como una libación sobre unavíctima, adultera los cantos más hermosos, en-venena la tierra con lágrimas.

-No disputaremos por eso. Pero supo-niendo que tengas razón en cuanto a los román-ticos, no la tendrás acaso respecto de los poetasmodernísimos que de la naturaleza hablan

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también. Pensando como tú, muchos de ellospretenden desterrar toda emoción... subjetiva(así dicen, aunque está mal dicho) y cantar elmundo físico por él solo, y tal como es, imperso-nalmente, reflejando como en un espejo sus be-llezas.

-Sí, sí, ya conozco también a esos. Tam-poco me entienden, aunque se creen de nuevacepa; por lo que a mí importa son tan románti-cos como los otros. Son los naturalistas, los im-pávidos, los formistas, los esculturales, los pesi-mistas, los nirvanistas... ¡Ay, pobre Erato, quétengo yo que ver con ellos! No es impasibilidadlo que yo pido, ni que el poeta pretenda mirarlas cosas del mundo con la serenidad de undios; no necesita el artista dejar de ser hombre,como se figuran muchos ahora. Además, entrelos poetas modernísimos que se creen desliga-dos de la tradición y de la herencia romántica,hay preocupaciones idealistas, aunque ellos lonieguen; y ese mismo impersonalismo, y sobre

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todo el tecnicismo, la ciencia y el arte descripti-vos tomados como objeto inmediato y único, latranscendencia metafísica que casi siempre lateen las obras de esos autores, sea para blasfemar,o para dudar, o para resignarse, son elementosextraños a la verdadera poesía natural, segúnesta Musa la entiende y la inspira...

-¿Conoces a Leconte de Lisle, Erato?

-¡Pues no he de conocerle! Y le estimo yreconozco grandes méritos; allá, en el Parnaso,tiene muchísima fama; y Apolo, las pocas vecesque se digna hablar de estos asuntos, se hacelenguas del sucesor de Víctor Hugo. ¡Ya lo creo!Pero ¿qué quieres? Tampoco ese entra en misreinos sino de tarde en tarde y por muy pocosmomentos. Es muy sabio y es muy pesimistapara que pueda servirme a mí. Es de los quemás valen, de los que aman de veras la natura-leza y la sienten y la entienden; pero la trans-porta también, como la transportaba la poesíaindia, a una especie de pasmosa teogonía pan-

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teística, deslumbradora, grandiosa, sublime,pero triste al cabo... sí, triste. Y por ahí me vienea mí la muerte... es decir... la muerte no, porquesoy inmortal; pero si la agonía, una agoníaeterna: ¿habrá mayor suplicio? -Un día Venus,paseándose con Apolo entre estos árboles, nosospechando que yo los espiaba, dijo hablandode mí: -Esa chica está tísica...; y lo dijo sonrien-do con desprecio. ¡Si vieras, pobre mortal, quétristeza sentí! ¡Una tísica inmortal! Tú no pue-des comprender esto... Mi exaltación, mis ale-grías, son tristes, extremadas, sin motivo; estevolver de la imaginación y del deseo al pasado,a un pasado remoto, enterrado para siempresin remedio, todo ello nace de mi enfermedad;una tuberculosis espiritual que me viene deOriente... acaso... -Maya, la divina Maya, lailusión suprema es bella, deslumbra; los poetashacen alarde de contentarse con su hermosura,¡pero es ilusión! En otro tiempo, cuando yoreinaba en Occidente, Maya no era ilusión, ni sehablaba de estas diferencias entre la realidad y

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el sueño; más bien se tomaban los sueños porrealidad también; de la Mitología habíamoshecho un mundo real: ahora, con la influenciade Oriente, de la realidad se hace una mitolo-gía... Por eso yo me consumo, porque no puedovivir de resignación poética, de misticismo tris-te y en el fondo ateo; mi reino era la naturalezacomo ser real y sin más transcendencia que suhermosura; las sensaciones que ella sugiere ylos afectos naturales y humildemente humanosentrelazados en las canciones, como la hiedra alolmo, a la inspiración de la naturaleza misma.¿Me entiendes? Yo, a lo menos, te hablo contodos estos términos bárbaros y aborrecibles,de una abstracción helada, para que me com-prendas... y me compadezcas... Soy una pobretísica... ahí tienes, y una tísica que no puedemorir. ¡No muero, agonizo eternamente!

Calló la musa; miró a Febo de soslayo,temerosa de que el dios la reprendiese por suslamentaciones; y después de encoger los hom-

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bros con gracia y cambiando de tono, me pre-guntó, creyendo que mudaba de conversacióny en rigor hablando de lo mismo.

-Y en tu tierra, ¿tenéis ahora muchosbuenos poetas?

-De los que tú quisieras, ninguno. Buenosde otro modo, muy pocos.

-Ayala ha muerto, ¿verdad? Algunaspoesías de ese algo se acercaban a lo que yonecesito; pero la sensualidad predominaba de-masiado. Su imaginación fresca y original, es-pontánea, su pasión cierta y viva, su gusto ex-quisito en la forma y un sentido poderoso paraescoger lo noble en el idioma, mas un don sin-gular de abundancia y novedad en la expresiónpoética, le daban grandes ventajas para vencera muchos contemporáneos de los que preten-den ser grandes poetas líricos con propia inven-tiva, con fuerza avasalladora...; pero ni insistióAyala en cultivar tales facultades, ni trabajó ni

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estudió bastante. Además, el teatro y la políticale arrastraron por otros caminos. Pero sí, crée-me: si hubiera insistido en la poesía lírica, comodecís vosotros, tal vez hubiera sido de los míos;porque esa misma sensualidad excesiva, con losaños se hubiera modificado, convirtiéndose enparte a otros objetos y acabando en un equili-brio sano y hermoso. ¿Me entiendes?

-Creo que algo. -Por lo demás, tenéis buenos poetas:

¡ya lo creo! Campoamor... no es de los míos nicon mucho, ni él lo pretende; pero es grande,¿quién lo duda? mucho. Yo no soy injusta. Nonos entendemos, pero le admiro. Es de sutiempo. Allá él, buen provecho.

Calló otra vez la Musa y se asomaron asus ojos dos lágrimas. Y después de un silenciotriste, añadió: -También admiro a Núñez deArce; pero también ese es de su siglo. Dudas,grandes problemas, ¡puf! ¡Su siglo! ¡Vaya unregalo! ¿Y tú? ¿También eres de tu siglo?

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-Yo no soy poeta.

-Pero ¿eres de tu siglo?

-Procuraré meter la cabeza en el que vie-ne, y si me gusta más que éste, seré del otro.

-¡Quién sabe, quién sabe si yo!... Mas di-cen que la tisis no tiene cura. Pero oye; yo no tequería hablar de Campoamor ni de Núñez deArce, ni de Zorrilla... no era eso; de estos yasabía yo antes que tú nacieras. Te preguntabapor los nuevos, por la esperanza. ¿Hay en tutierra esperanza de poetas nuevos?

-Musa, yo, según me hago viejo, me voyvolviendo al pasado. Mi esperanza son Garcila-so, Fray Luis de León, éste sobre todos, y otrospocos.

Tembló la Musa estremecida por un re-cuerdo.

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-¡Luis de León! Si yo te dijera... Yo vivímuchos años enamorada de él, y celosa delcielo, de vuestro cielo cristiano. Así como huboun Fernando de Herrera, estúpido doctor quequiso convertir en religiosas las poesías eróticasde Garcilaso, y donde el cantor de la flor deGnido había dicho Salicio, él puso Cristo, yo,por el contrario, convierto para mi solaz laspoesías religiosas de Fray Luis en profanas, y letengo por uno de los míos, porque su misticis-mo es profundamente humano; la tristeza conque mira hacia el suelo rodeado de tinieblas, nole impide ver y sentir la naturaleza tal como esella, con íntima emoción y conciencia de subelleza y de su realidad. Sí, sí: por multitud derazones que no es del caso explicar ahora, yo séque Fray Luis, sin dejar de ser poeta cristiano ybien cristiano, es también poeta mío, comoapenas los hay ahora. ¿Me entiendes?

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-Creo que sí. Por eso yo te decía que miesperanza está en esos poetas, por lo que a Es-paña toca.

-Es decir, que no confías en la juventud.

-Nuestra juventud no es poética.

-Pues fuera de España sí, hay jóvenespoetas...

-Ya lo sé; aunque decadentes y poco ami-gos de tus gustos, fuera de España los hay...;pero en España no.

-Tal vez tienen la culpa ésas...

-¿Quién?

-Clío, Caliope y Polimnia. Tanto se hablaentre vosotros de escuelas, de retórica nueva,de la prosa que mata al verso, de la novela, dela verdad como inspiración única, del fin edu-cativo del arte naturalista, etc., etc..., tanto serevuelve todo ese polvo de confusas doctrinas,

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de pretensiones pedantescas, que no extrañoque la poesía se esconda... ¡Oh! Los tiempos sontristes. Mira al buen Apolo: ¿no observas conqué displicencia oye hablar del arte? Ha perdi-do la fe; no cree en las letras; prefiere a Venus,la hermosura viva; dice que la mujer hermosaes la poesía natural y perenne...; y entre las Mu-sas ¿cuáles escoge? La música y el baile, Euter-pe y Terpsícore, una visionaria y una idiota ágily robusta, de piernas de acero y cuerpo de cu-lebra... Terpsícore, la idea en los pies, y Euter-pe, la idea por las nubes. No pensar, sentir ymoverse, eso es lo que Apolo quiere, cansadoya de su inmortalidad monótona... Y aun a míme tolera porque dice que soy sencilla; peroesas otras le apestan.

Calló la Musa, perdida entre sus melan-cólicas reflexiones.

Yo reanudé la conversación, diciendo:

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-Musa, sea lo que quiera del porvenir delarte, por lo que importa a España, yo no creoque la falta de poetas jóvenes se deba princi-palmente a las necedades que se predican co-ntra el lirismo y contra el verso. Esas tonteríasmás o menos cubiertas de erudición curiosa,podrían intimidar o persuadir a un alma pe-queña, a un versificador por antojo; mas a unpoeta verdadero, ¿cómo habían de convencerlecríticos superficiales ni tosco vulgo de que lapoesía había pasado de moda? Poetas hay enotros países donde también se predica esa doc-trina absurda, que se ríen de ella o protestanindignados con elocuentes defensas de la poe-sía, o con poemas hermosos que prueban másque mil disquisiciones doctas. El mismo Lecon-te de Lisle, de quien antes hablábamos, ¡conqué soberano desdén ha venido protestandodesde sus primeros cantos contra ese prosaísmoinvasor que quiere hacer del arte una democra-cia absurda, un renacimiento bárbaro que seríaun crimen de lesa humanidad! -En España, Era-

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to, no hay poetas nuevos... porque no los hay;porque no han nacido. Nuestra generación jo-ven es enclenque, es perezosa, no tiene ideal,no tiene energía; donde más se ve su debilidad,su caquexia, es en los pruritos nerviosos derebelión ridícula, de naturalismo enragé de al-gunos infelices. Parece que no vivimos en Eu-ropa civilizada... no pensamos en nada de loque piensa el mundo intelectual; hemos decre-tado la libertad de pensar para abusar del dere-cho de no pensar nada. ¿Cómo ha de salir deesto una poesía nueva? ¿Ves ese pesimismo, esetrascendentalismo naturalista, ese orientalismopanteístico o nihilista, todo lo que antes recor-dabas tú como contrario a tus aspiraciones,pero reconociendo que eran fuentes de poesía asu modo? Pues todo ello lo diera yo por bienvenido a España, a reserva de no tomarlo paramí, personalmente, y con gusto vería aquí ex-travíos de un Richepin, satanismos de un Baude-laire, preciosismos psicológicos de un Bourget,quietismos de un Amiel y hasta la procesión

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caótica de simbolistas y decadentes; porque entodo eso, entre cien errores, amaneramientos yextravíos, hay vida, fuerza, cierta sinceridad, ysobre todo un pensamiento siempre alerta...

Vegeter c'est mourir, beaucoup penser c'est vi-vre.

No tenemos poetas jóvenes, porque nohay jóvenes que tengan nada de particular quedecir... en verso. Para los pocos autores nuevosque tienen un pensamiento y saben sentir conintensidad y originalidad la vida nueva, bastala forma reposada y parsimoniosa de la crítica,o a lo sumo la de la novela... El arrebato líricono lo siente nadie... Ahí no se llega...

Iba a interrumpirme Erato, que tenía carade decir muchas cosas, cuando estalló en el

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corro de la otras Musas un gran estrépito, yacudimos a ver lo que era.

Y era que Clío y Caliope andaban a lagreña, algo borrachas, y tuvo Apolo que levan-tarse a poner paces y entender en el litigio.

- V -

Clío, la primera y más venerable de lasNueve, tenía sujeta a Caliope por el moño, y noquería soltar mientras la inspiradora de la poe-sía épica no confesase que la novela, géneroliterario que los antiguos no dedicaron a nin-guna musa en particular, pertenecía a quieninspiraba la historia que era ella, Clío.

Caliope juraba que primero se dejaríahacer tajadas que renunciar a la novela, que eracosa suya; y citaba, entre otras, la autoridad dedon Luis Vidart.

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En vano Polimnia quería poner paces vo-ciferando que a ella correspondía dirimir lacontienda; nadie le reconocía competencia, yHermes, que se divertía mucho con el garbullo,atizaba la discordia diciendo:

-Yo creo que hay argumentos favorablesa la pretensión de Clío, por más que no le faltana Caliope razones en que apoyar su derecho;por lo cual, y no siendo aplicables al caso lasreglas de la jurisprudencia para los conflictosentre dos derechos, no hay más remedio querecurrir a la ordalía, y que midan ambas Musassus fuerzas; sea el moño de cada cual el símbo-lo de la novela, y la que se quede con el pelo desu enemiga en las manos, esa venza. Por lopronto, la victoria se inclina del lado de Clío,que ya ha hecho presa... y ya se sabe aquello debeati possidentes.

Entonces fue cuando acudió Apolo alruido; se le enteró de todo, y quiso oír a las par-tes, obligándolas previamente a renunciar a la

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manus injectio, es decir, haciendo que soltaraClío el moño de Caliope, y Caliope el polissonde Clío.

Había empezado la disputa con motivode dos escritos recientes de literatos españoles,a saber, los artículos de Valera acerca del Artede escribir novelas, publicados en la Revista deEspaña, y las conferencias dadas por doña Emi-lia Pardo Bazán en el Ateneo, tituladas: La revo-lución y la novela en Rusia.

De uno y otro trabajo se había hecho len-guas Polimnia, que era quien los había leído; yhabía alabado en el de Valera la gallardía de laforma, la copia, la variedad y selección de lalectura, la originalidad de muchos juicios y laprofundidad de la doctrina acá y allá esparcida,sin pretensiones de orden ni de rigor didáctico,pero con más alcance del que podían compren-der lectores vulgares o distraídos. En cuanto alas conferencias de doña Emilia Pardo Bazán,declaraba Polimnia que ella las firmaría sin

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inconveniente, y alababa, sobre todo, la opor-tunidad del intento.

-¿Y qué dicen de la novela en cuanto gé-nero? había preguntado Hermes, que deseabaver enzarzadas a Clío y a Caliope. ¿Dicen quepertenece a los dominios de vuestra hermanamayor, o al dominio de la poesía épica, o a nin-guno de ellos?

-Nada dicen de eso; pero a lo que se de-duce de la doctrina respectiva de uno y otroautor, según Valera, la novela no debe acercar-se a la historia, pues ésta lleva la verdad pordelante, y aquélla para nada la necesita; encambio, la escritora coruñesa da tal importanciay carácter utilitario e influencia social a la nove-la, que lógicamente podría Clío sostener que,de ser este género según esa señora dice, es unmodo de historia de la actualidad.

¡Aquí fue ella!... Las dos Musas que sedisputaban la novela, comenzaron a gritar y a

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perorar, como procurando cada cual apagar lasvoces de la otra. Más altas sonaban las de Ca-liope; pero bien se conocía que Clío tenía alien-to más largo y tardaría más en cansarse de voci-ferar sus excelencias y el derecho que la asistía.

Y así fue que, cuando ya la diosa de lapoesía épica había callado por no poder más, laMusa de la Historia continuaba diciendo:

-Repito y repetiré cien veces que me im-porta mucho recabar mi jurisdicción sobre lanovela, ya que éste es el género más compren-sivo y libre de la literatura en los días que co-rren; y como no hay para la novela Musa de-terminada, yo debo ser quien la dirija; porqueasí como se ha dicho que la estadística es lahistoria parada, yo creo que la novela es la his-toria completa de cada actualidad, no habien-do, en rigor, entre la historia y la novela másdiferencia que la del propósito al escribir, no enel objeto que es para ambas la verdad en loshechos. Regiones hay del arte en que novela e

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historia casi casi se confunden, y es allí dondeel historiador y el novelista se propusieron fi-nes poco menos que semejantes; así, comoejemplo de gran distancia entre la historia y lanovela, podríamos citar un cronicón apelmaza-do y soso, escueto y pelado de la Edad Media, ycompararle con Amadís de Gaula o con las Ser-gas de Esplandián; en el cronicón no hay másque la verdad monda y lironda de los hechos,sin arte, sin orden didáctico, sin propósitoideal; nada más que algunos hechos desnudosy de la realidad más superficial, de lo que caeen el campo de observación del más vulgartestigo de la vida ordinaria; en el libro de caba-llerías no hay más que fantasía, el valor de ver-dad se desprecia aun en su elemento más com-patible con la invención, o sea en la verosimili-tud; lo que menos importa es, no ya que aque-llo haya sucedido, sino que haya podido suce-der; aquí, el único mérito que nada importa esel de la verdad y aun posibilidad de los hechos;en el cronicón, el único valor positivo es la rea-

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lidad de los hechos apuntados. Pues ahora, elejemplo contrario: la historia, según la entien-den y escriben algunos grandes historiadoresmodernos que tienen facultades de filósofos yartistas, v. gr., Renan; y la novela, según la es-cribe Flaubert, y en cierto modo, según la escri-be Freitag; en la Vida de Jesús, en Los Apóstoles elarte de resucitar la vida de nombres y tiemposremotos se vale de medios y tiene propósitosanálogos a los que emplea en sus obras arqueo-lógicas el autor de Salammbo y Herodias; y es deesperar que cuando el novelista se haya llegadoa penetrar más todavía del fin educador de suarte, y el historiador comprenda mejor todavíalos misteriosos infalibles recursos de la visiónpoética, para evocar la más aproximada imagende la realidad pasada; es de esperar, digo, queentonces sean mayores las semejanzas de nove-la y de historia, y ha de estar a veces en muypoco, muy poco, la diferencia. Nada de esto sepuede entender bien cuando no se tiene la feprofunda en la verdad y en su belleza; llegará

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un día en que será un crimen de lesa metafísicael pretender que pueda haber superior belleza ala de la realidad; la realidad es lo infinito, y lascombinaciones de cualidades a que lo infinitopuede dar existencia, ofrecen superiores belle-zas a cuanto quepa que sueñe la fantasía e ins-pire el deseo. Y si a esto se me quiere objetaraprovechando aquel argumento de Hegel, queconsistía en decir: El hombre es capaz de crearlo más bello, y esta no es idea impía, pues al finel hombre será a su vez obra de Dios, y porende Dios creador de lo más bello también,mediante su criatura, el hombre; si este argu-mento se quiere aprovechar transformándole ydiciendo: Aunque la realidad en su infinidadpuede producir incalculable belleza, como elhombre y su fantasía son parte de esa realidad,puede estar en la fantasía del hombre lo másbello entre toda la realidad bella; a eso contes-taré que es una suposición gratuita el señalar asemejante parte infinitamente determinada delmundo real lo mejor de la realidad en cuanto

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belleza; pues quedan infinitas probabilidadesen el resto del mundo a favor de otras cosasque pueden ser más bellas que los productos dela fantasía humana; y esto será lo más verosí-mil, pues el hombre sólo se mueve en esferamuy limitada, aun cuando más libremente sue-ña, y quedan por fuera de la posibilidad de suscombinaciones fantásticas mundos de relacio-nes infinitas, cuya belleza él no puede sospe-char siquiera. ¡Oh, no! La mayor belleza no lacompone el sujeto soñador, que así pronto seagotaría el manantial de lo bello artístico; defuera adentro, de la realidad a la fantasía, vienela savia del arte, y toda otra forma de vida esanuncio de muerte. La verdad, ese cielo abiertoal infinito que tenemos ante estos estrechosagujeros de los ojos, es la fuente de belleza, ypor eso la novela, la forma más libre y com-prensiva del arte, se da la mano con la historia,penetra en sus dominios; y yo, Clío, que soy laMusa de Tucídides y de Plutarco, debo ser laMusa de Cervantes y de Manzoni.

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-Todo eso estaría bien, amada Clío, inte-rrumpió el crinado Febo, si no fuera un exclu-sivismo tan erróneo como todos los exclusivis-mos. Bien sabe Zeos, mi Padre, que me pesa darlecciones de estética; pero no siento darlas detolerancia, de espíritu expansivo. Sí es ciertoque hay género de novela que viene casi a con-fundirse con la historia, así como hay modo deescribir historia que es obra de arte casi casinovelesco; no te niego que la verdad comportamás poesía, por comportar más belleza quecuanto cabe que invente el hombre, y esto porlas razones que oscuramente has pretendidoalegar; pero no toda la historia necesita ir porese camino, ni, y esto sobre todo, la novela engeneral es como tú dices, pues ha habido, hay yhabrá siempre novela puramente fantástica,aspiración de la idealidad, reflejo del puro an-helo, que será tan legítima como la más instruc-tiva, profunda e histórica creación del novelistamás concienzudamente enamorado de la reali-dad y su belleza. Por eso hubo, hay, y seguirá

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habiendo, novelas que, más que a Clío, se acer-quen a Caliope, al poema épico. Pero así comodigo esto y sostengo la legitimidad de aquellasfábulas que poco o nada se cuidan de respetarla verdad, o sólo respetan la verdad de un or-den y olvidan la de otros, también aseguro queel gran interés que en los tiempos presentesalcanza la literatura novelesca, más se debe alas obras de los que en general llamaré realis-tas, que a las de sus contrarios, algunos ilustres.Y siento en el alma que un D. Juan Valera, or-gullo mío, lince y ruiseñor en una pieza, en esosartículos acerca del Arte de escribir novelas, deque antes hablabais, se incline con todo el pesode su autoridad del lado de aquellos exclusivis-tas que no quieren en el arte más que diversióny pasatiempo, y dividen abstractamente lasocupaciones racionales de la vida, y dejan todala formalidad para unas, y toda la broma y ja-rana para otras. Indigna es semejante separa-ción, arbitraria, infecunda y fría de espírituspoderosos y noblemente inspirados por el amor

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serio y profundo de la bella santidad de lascosas; y no debieran los hombres que han sen-tido en el amor del arte toda la dulzura del cá-liz de la belleza, hacer coro a los que dicen quela ciencia enseña y la poesía no; siendo así quela poesía todos sabemos cuál es, y ciencia sellama a lo que no lo es, las más veces; porqueno hay más ciencia que la que consiste en elconocimiento evidente de la verdad, y no sonlibros científicos los que lo son tan sólo por elpropósito o el asunto, sino que han de serlo porla verdad sistemática que hagan ver; mientrasde la evidencia de la poesía, allí donde la hay,sabemos por medios infalibles. Y lo verdaderopuede saberse poéticamente, así como con lamayor prosa del mundo se puede tragar elerror. Y, sin que yo anuncie ahora si se cumpli-rá o no la profecía de un poeta francés moder-no, que dice que los poetas volverán a encar-garse algún día de enseñar el camino de la luz alos hombres, si declaro que eso puede ser, por-que en nada modifica a la verdad el ser sabida

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poéticamente; y dirá más: así como siempre osquedaría algo por saber de la esencia y cuali-dades de la naturaleza, mientras desconocieraisla existencia de la música, mientras no hubie-seis oído sonar armoniosamente las cosas, puesen la vibración sonora van misterios de la reali-dad de otra manera incomunicables, del propiomodo hay en la verdad un principalísimo as-pecto que sólo puede ser comprendido median-te el arte, esto es: en la expresión perfecta de supoesía. -Y no digo más, porque ya las brisas mesisean pidiéndome silencio para celebrar, todoscallando y murmurando ellas, el divino miste-rio de la tarde, cuando mi propia imagen, el solde oro, se acerca a besar el inflamado seno deAnfitrite. Sí, callemos, divinas hermanas: oiga-mos la sosegada armonía de los cielos y la tie-rra, que en el silencioso ritmo de los fenómenosnaturales repetidos días y días, cantan el himnodel amor perfecto, cayendo el disco de fuegosobre el mar y rodando perezosa la tierra pararecibir sobre la húmeda espalda de las olas la

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caricia voluptuosa de la luz mística del Ponien-te. Callad, sí, y oíd también el armonioso con-cierto de vuestra propia idea con la idea divinaque el mundo ante los ojos os revela; y ved có-mo todo, lo de dentro y lo de fuera, canta lamisma oda y aspira a la misma paz y se arrobaembebecido en el mismo inefable amor. Musas,si amáis la poesía, no riñáis, no alborotéis estasenramadas tranquilas, siendo espanto de lasaves y escándalo de la graciosa Eco; amad ycomprenderéis, amad e inspiraréis; tolerar esfecundar la vida. Y basta y sobra. Nadie digade esta agua no beberé; odio los vanos discur-sos y llevo un cuarto de hora arengando a misMusas; pero ya callo. Dispersémonos; tú, Afro-dita, sígueme, que tras aquella peña hemos decontemplar dignamente el postrer misterio deldía.

- VI -

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Seguí al dios, a escondidas, entre las ma-tas del sagrado bosque, cuyas últimas ramas,verdes y graciosas, se mecían sobre los rizosblancos de las ondas. Apolo y Venus desapare-cieron un momento de mi vista al rodear unapeña que avanzaba sobre el mar entre espuma;pero fui audaz, seguí su camino, y acurrucadoentre las piedras, como convenía a un míseromortal en aquel trance, vi a los dioses transfor-mados, ingentes, vestidos sólo de la luz de latarde y del esplendor de su hermosura. Afrodi-ta sin velos, Febo desnudo, dorado por los re-flejos de sus propios rayos, sumergían los piesdivinos en las aguas tranquilas que como cintasde plata y de púrpura enlazaban, enredándoseen ellas, las plantas de los inmortales. La cabezade Venus descansaba lánguida y graciosa en elpecho de Apolo, que con la frente erguida, ilu-minada, miraba con arrogantes llamaradas, enlos ojos a lo más alto del cielo, buscando la fren-te de Zeos, su padre, para anunciarle sus des-posorios con la madre del amor.

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Moría la tarde majestuosamente; las bri-sas que se desataban del bosque perfumado,embalsamaban el aire; un ruiseñor cantabadesde el misterio de la espesura; el mar de ace-ro bruñido se cubría, allá, cerca del horizonte,con un manto de púrpura; tras de la apoteosisde las nubes luminosas, manchadas con la san-gre de oro del sol que acababa de estallar enaquella polvareda de luz, se extendía el caminode Hellas divina; y por Oriente, por donde yaascendía la palidez del crepúsculo, el horizontetriste ocultaba las costas arenosas y bajas dePalestina.

-Sí, pensé; allí está la tierra cristiana, de-trás de esas olas oscuras. Y como una imagenque brotara al conjuro de un pensamiento, viun mendigo de traje talar que, sentado en laarena, olvidado de las magnificencias del cieloy de la hermosura del mar y de la isla, muyatento, al parecer, a lo que hacía, con la cabezasumida en el pecho, trabajaba meditabundo en

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un tosco tapiz, que remendaba con groseroshilvanes.

Era un hombrecillo delgado, nervioso, deojos ardientes, de párpados irritados, rojizos, debarba rala y enmarañada.

Al chasquido de un beso de Apolo en loslabios de Afrodita, el viejo irguió la cabeza y sepuso en pie de un salto, estremeciéndose, comopreparándose contra un peligro.

Vio a los dioses desnudos, y sin escanda-lizarse, volvió a otro lado la mirada y preguntó:

-¿Quién sois?

Reparó Febo en el mendigo, y exclamó:

-Apolo y Venus.

-¡Ah! sí; los dioses falsos.

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-Buen hombre, no hay dioses falsos; so-mos inmortales. Venimos del Olimpo. Y tú,¿quién eres?

-¿Yo? Soy Pablo de Tarso, en Cilicia.Vengo de Antioquía; me embarqué en Seleuciay dejé mi nave en Salamina; he pasado por Ci-tion y por Imatonta, y ahora descanso en Pafos.Mañana, otra vela me llevará a Panfilia, a ladesembocadura del Cestro, y por el río subiréhasta Pergo...

-¿Y qué destino te conduce? ¿Por qué via-jas?

-Predico a los gentiles. Voy a convertir almundo.

-¿A qué religión?

-A la de Cristo.

-¡Bah! La religión de Cristo ya comenzó aser predicada hace casi dos mil años.

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-Ya lo sé. Fui yo mismo. Pero ahora em-piezo otra vez. No me entendieron. Por aquímismo pasé otra vez hace mil ochocientos años;

-99- Bernabé venía conmigo; en estas costas,sobre las ruinas del templo de Afrodita, enNeapafos, predicamos y convertimos a muchosgentiles, entre ellos a Sergio Paulo... Después,inflamados en el amor de la buena nueva, vo-lamos al Asia Menor... ¡hermosa vida! hambre,sed, prisiones, humillantes latigazos, todo losufrí contento; el Señor iba conmigo; yo era elapóstol de los gentiles; Jesús se me había apare-cido; mi revelación era mía... Y el mundo fuecristiano. Pero de mala manera. No me com-prendieron. Hay que empezar otra vez, y vuel-vo por los mismos pasos a predicar de nuevo (aver si ahora me entienden) el amor de Cristo.

-Pues mira cómo ha de ser, porque noso-tros no hemos muerto, ni pensamos morir.

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-No importa, repuso San Pablo enco-giendo los hombros. No hace falta que mueranadie. Vosotros viviréis a vuestra manera.

-Pablo, ¡yo soy la poesía!

-Apolo, también yo.