Antonia Leon Velasco LA BANDOLA

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Antonia León y Velasco La Bandola BIOGRAFÍAS HOMBRES Y MUJERES FORJADORES DE LA PATRIA 2 Colección Generala Manuela Saenz

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Antonia León y Velasco

La Bandola

BIOGRAFÍAS HOMBRES Y MUJERES FORJADORES DE LA PATRIA

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Colección Generala Manuela Saenz

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Nuestra Patria se engrandece con los co-razones indomables que asumen en sus vidas el fervor de la libertad y el deseo de construir un país soberano.

La historia de nuestra Patria está labrada con intensas batallas de resistencia ante la opresión y el dominio. A lo largo del tiem-po se destacan hombres y mujeres luchado-res por la libertad. Estos personajes están vivos en el recuerdo que marcan las hue-llas del tiempo. Su acción y su palabra se mantienen e iluminan nuestras vidas.

La lucha continúa, la búsqueda de mejores días es la esperanza de los ciudadanos y ciudadanas de hoy. Este espíritu anima a los héroes y heroínas anónimos que cons-truyen la Patria Nueva participando en la Revolución Ciudadana.

Es importante volver la mirada a nuestras raíces históricas para comprender nuestro presente. La Secretaría de Pueblos, Movi-mientos Sociales y Participación Ciudadana de la Presidencia de la República entrega a la ciudadanía este aporte con las biografías de personajes históricos para poder aden-trarnos en las venas de nuestra Patria.

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BIOGRAFÍAS HOMBRES Y MUJERES

FORJADORES DE LA PATRIA

Antonia León y Velasco

La Bandola

autora: MARCELA COSTALES P.

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Municipio de Riobamba.

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1LA CIUDAD DE LA INSURRECTA

Esta es la Villa de Villar Don Pardo, la ciu-dad de Riobamba, la de la nobleza, la de la sangre azul, la de los apellidos más no-torios y rimbombantes de la Real Audien-cia. Es la capital del Corregimiento, rico en producción agrícola, ganadero y productor de leche, ágil en el intercambio comercial y lleno de negocios que atraen a las gentes desde distintos puntos de la Real Audiencia y más allá de ella.

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En los inicios del azaroso Siglo XIX, Riobam-ba recién ha comenzado a experimentar la resurrección a una situación nueva, luego del terrible terremoto de 1797. Terremo-to que cambió su geografía, desplomando montañas y cerros enteros, trastocando de su sitio a extensos valles, dando otro cur-so a los ríos, desarraigando a muchísimas familias de su suelo, causando daños irre-parables y severos en su economía y forma de vida.

Cuenta la historia que para repoblar el antiguo sitio, hombres y mujeres, que ha-biendo perdido sus viviendas y sus bienes se habían ubicado en un pequeño asenta-miento construido al efecto en las llanuras pantanosas y frías que rodean a la laguna de Colta, fueron llevados encadenados, en jornadas extenuantes, pues nada parecía obligarles de otra forma a retornar a la que fuera su ciudad.

El terremoto y su secuela de dolor y pérdi-da se había agravado profundamente en su alma. Se conservan para la memoria social los nombres de los primeros que llegaron a la llanura de Tapi para reiniciar el pobla-miento de Riobamba; por supuesto, sólo los nombres de todos los hombres, protagonis-tas de esta hazaña. En el caso de las mu-jeres, aunque sufrieron iguales o mayores

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privaciones, el hambre, la fatiga, el dolor, no se ha recogido ni un solo nombre feme-nino, como si no hubiesen estado presentes en esta etapa crucial de la vida de la ciudad. Esto no debe causarnos asombro, pues la historia oficial, escrita generalmente por y para los hombres, siempre soslayó la pre-sencia de la mujer, la minimizó o la desfigu-ró de tal manera, que perdiera su verdadero poder, significado y presencia. Transcu-rridos los años, muertas ya las pasiones, apaciguados los ánimos, las figuras incon-trovertibles de mujeres especiales y únicas, empiezan entonces a tomar contornos defi-nidos y asombrosos y el papel que jugaron se lee con la nitidez que no puede robarle ni la mentira ni el ocultamiento forzoso.

Fue un doloroso renacimiento, lleno de pri-vaciones. Sintiéndose los habitantes amena-zados en todo momento por una fuerza te-lúrica que creían se podía desencadenar de nuevo; sujetos a las inclemencias del clima; temerosos de los tributos que las autorida-des parecían inventar en los momentos más inapropiados y difíciles. Así sobrevivieron, así recrearon la ciudad, así la volvieron be-lla, bullente, atractiva y señorial.

Sin embargo, su patrimonio arquitectónico había sido afectado para siempre. De sus casas señoriales, de las iglesias altaneras y

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admirables, casi nada quedaba ya, porque las entrañas de la tierra las había tragado o en la trepidación tremenda del terremoto se habían desplomado, llevándose irrecupera-bles obras surgidas de la manos de artistas y artesanos de esta ciudad, que se contaba entre las tres más importantes de la Real Audiencia de Quito.

Seguramente, y de no haber mediado esta tragedia natural, Riobamba habría podido considerarse como una de las ciudades ci-meras de Sudamérica: por la belleza, rique-za, prestancia de su arquitectura -algo de cuya influencia se deja ver todavía en la ciudad actual- y por su potente desarrollo cultural y comercial.

Con todas estas circunstancias, y quizá en gran medida gracias a ellas, floreció como una ciudad palpitante, claustro de la noble-za criolla; cuyas casas de tejas musgosas, retenían en sus paredes tantos secretos, tantos cuchicheos, tantas glorias y tantas vilezas. Una ciudad de contrastes, el caldo de cultivo de un verdadero fermento social que tarde o temprano tenía que estallar de la forma más inmisericorde y terrible. Una ciudad en donde el enfrentamiento étni-co era notorio y palpable: los blancos, los mestizos, los pobres y, al fin, los indígenas, quienes a pesar de ser demográficamente

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los más numerosos, constituían el pueblo marginado, despreciado y utilizado has-ta sus últimas energías como servidores y generadores de riqueza para sus amos. Un sordo resentimiento étnico se sentía en el aire que envolvía a todos. Una premonición de odios, luchas y enfrentamientos se co-cinaba a fuego lento en las entrañas de los sectores más pobres, sobre todo del cono-cido con el nombre de Mishquillí, ubicado cerca de Riobamba, donde sobrevivían entre la miseria y la postergación los más pobres entre los pobres del Corregimiento.

Esta ciudad se constituía en la protagonis-ta de grandes conflictos interraciales. En su memoria colectiva se hallaban marcados los levantamientos indígenas, en los que miles de rebeldes habían descendido hasta ella y la habían rodeado amenazando con que-marla, destruirla y matar a todos los odia-dos blancos. Los sonidos de los caracoles, churos y bocinas, despertaban en los blan-cos y mestizos un miedo ancestral; aunque sabían, a ciencia cierta que estas rebeliones indígenas no se habían producido espontá-neamente ni de manera gratuita, sino que, muy por el contrario, respondían a las in-justicias, atropellos y deshumanizante con-ducta que se había adoptado con los indíge-nas desde los primeros días de la Conquista española. Quizás, como en ninguna otra ciu-

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dad de la Real Audiencia de Quito, en Rio-bamba se podía respirar en cada esquina las diferencias sociales, los privilegios de los poderosos y la esclavitud de los indígenas. Las haciendas que la rodeaban hablaban a las claras de una estructura feudal, con sus señores, esclavos y soldados propios; en donde inclusive los títulos de nobleza y de abolengo se los podía obtener con el pago adecuado de un precio previamente conve-nido. Noblezas de papel, riqueza real, para restregarla en la cara del mundo entero.

Sin embargo, soplaban ya vientos de cam-bio, a los levantamientos indígenas se ha-bían sumado las voces de los Curas Liberta-rios de Riobamba; aquellos que como Don Tadeo Orozco y Piedra, habían venido rea-lizando las primeras denuncias sociales do-cumentadas de su época; denuncias que ha-bían pasado a ser la carne y sustento de la “Defensa de los Curas de Riobamba“, obra cimera de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, El Precursor. Es innegable que la ideología de Espejo, su claro pensamiento emancipa-dor, encontró el sustento y la inspiración que requería en las denuncias de los Curas Riobambeños, quienes se adelantaron en mucho a su época en un estudio social re-velador y profundo en su realidad e investi-gación. Estos Curas, Párrocos y Catequistas, distintos a la Iglesia de los boatos y pompo-

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sos rituales, se habían adentrado en el alma misma del pueblo y lo habían revelado en toda la dimensión de su frustración y dolor anónimo. Eugenio de Santa Cruz y Espejo compartió épocas enteras con los Curas de Riobamba y trabó amistad con la gente del Barrio de Misquillí, todo lo cual enriqueció su alma de combatiente contra el coloniaje.

El pensamiento ilustrado que se filtraba por todo el Continente había llegado también a la Villa de Villar Don Pardo, y el anhelo de independencia de España empezaba a pren-derse en no pocos corazones. Se vivían otros días, se respiraba otro ambiente; la sombra de los acontecimientos futuros empezaba a proyectarse de modo irremediable; pobres de aquellos cuyos ojos estuvieran cerrados ante la luz intensa de estas nuevas situa-ciones; pobres de aquellos que no tuvie-sen ojos para ver como una época entera comenzaba a derrumbarse sin que nada ni nadie pudiera impedirlo.

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2APROXIMACIÓN A LA BELLA REVOLUCIONARIA

En la tarde de un día cualquiera de Agos-to, el mes de clima benigno: el cargado por el perfume de las violetas ocultas, el de la mies rica y dorada meciéndose en olas inter-minables, mientras el sol penetra burlando los visillos de muselina amarillenta, húme-dos todavía por la fuerte helada mañanera;

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el perfil joven de una mujer se puede con-templar débilmente a través de la ventana. Es la casa de los LEÓN Y VELASCO, en el Barrio “La Merced” de la Villa de Riobamba. Casa amplia, señorial, levantándose blanca y amurallada contra el mundo. Sus paredes son profundas y silenciosas, tapiales cons-truidos con bahareque y adobe siguiendo la técnica constructiva más en boga en aque-lla época. Su gigantesco portón principal llama a la admiración, pues está tallado en pesadas y perfumadas maderas de las más preciosas especies traídas desde el Oriente. Su llamador, complementado por un ancho pedazo de bronce, figura una pata de león, resguardado por dos cabezas del felino de gran tamaño, talladas con primor a lado y lado de la puerta. Debería sospecharse que esta puerta no se abriría jamás o que si lo hiciera de ella saldrían carruajes, damas de atrevida elegancia, rostros y seres bellos, co-bijados y amparados por la riqueza. Es una casa que seguramente clausura todo soni-do que provenga de la bullente calleja en la cual se enseñorea, calleja que es muy poco transitada en horas de laxitud y nostalgia.

Quienes han sido invitados a esta mansión añoran su patio central rodeado por sober-bios corredores, construidos al más puro

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estilo español, resguardando la belleza y exotismo de las plantas de otras épocas, que hoy renacían en los geranios runa novios de color profundo rojo sangre o anaranjado violento, junto a las lilas, blancas y rosadas, que en ventrudas macetas se distribuían a lo largo de balcones y corredores, dejando un perfume vegetal que impregnaba todo el ambiente suntuoso. O en los esbeltos cartu-chos, en las pertinaces violetas que apenas dejaban traslucir sus pétalos entre el rico follaje, en las profundas rosas indias, que se despetalan sorprendidas por el viento helado que baja desde el Chimborazo y en las tardes de invierno se funde con el que desciende desde el Tungurahua, en una co-rriente helada que recorre calles, rincones y huesos, y estremece hasta la conciencia.

Las reuniones sociales más importantes y esperadas de la Villa se realizaban precisa-mente en esta casa, la misma que se había convertido en el centro de todos los acon-tecimientos políticos y sociales, pues cons-tituía el símbolo de la elegancia, del refina-miento, conseguidos a base de la riqueza y de apellidos respetables y respetados, no sólo en el Corregimiento. El nombre y abo-lengo de sus propietarios, Don Manuel León y Gaitán y Doña María Rosa Velasco Maldo-

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nado, son lo suficientemente impresionan-tes e influyentes, como para que todo el que quiera tener algo que ver en las decisiones locales trate de entrar en contacto con ellos, si no es amistad, por lo menos un ligero roce social, que les permita hablar de la conside-ración que gozan por parte de esta familia, decisiva en la vida del Corregimiento. La riqueza y un poder incontrastable, hacen que muchos agachen las cabezas. Además, todos saben que poseen raigambres con tufo a tronos españoles, a naves surcando océanos, a criollos surgiendo de una Amé-rica maravillosa aunque sojuzgada. En su línea genealógica están los apellidos Leòn, Velasco, Maldonado, De la Torre. Grandezas de otros tiempos, grandezas actuales. Fama y prestigio que van más allá del Continente Americano.

Por supuesto, el principal atractivo de la casa para los hombres jóvenes y para los no tan jóvenes, es la hija del matrimonio, ANTONIA, considerada por su belleza, edu-cación adecuada a la época, alegría y don de gentes, pero sobre todo por la dote, como la prenda más apetecida de aquellos lares. No pocos admiradores pasan al pie de su ventana haciendo notorios sus requiebros e interés manifiesto en ser tomados en cuen-

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ta por la bella. Son numerosas las noches en que la serenata plagada de canciones románticas y dolidas, anuncia a los admi-radores, tratando de obtener el más míni-mo de sus favores o por lo menos, llamar su atención y vislumbrar una posibilidad de acercarse a ella. Esta aparece inaccesi-ble, conectada a otros mundos, ocupado su pensamiento en otras realidades, buscando siempre la explicación de los hechos que le parecen demasiado duros y fatales como para que sucedan en la pequeña Villa en la que le ha tocado en suerte nacer.

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3LA ÉPOCA ANTERIOR A LA INSURRECCIÓN

Antonia León y Velasco, la bella insurrecta, ha cumplido los diecisiete años y en el es-pejo enorme de cristal de roca que se en-cuentra empotrado en el precioso armario de roble tallado a mano, mueble central de su dormitorio, se contempla con interroga-ción y nostalgia; su cabellera se desparrama

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en reflejos rojizos, algo ondulada y abun-dante, cubriéndola como un manto flexible, que preserva del frío hombros y cuello. Sus ojos amielados se revelan con una mirada picarescamente tímida, ojos que producen la escalofriante sensación de estar contem-plando el otro lado de las cosas, la espalda de las verdades, la encorvadura de las men-tiras; ojos que parecen adivinar un mundo distinto y más rico, vibrante, diferente de aquel que por entonces le ha sido dado ver y conocer. No es alta, pero su talle es armo-nioso y casi perfecto; sobre las columnas móviles de sus piernas, una elegancia elás-tica anuncia en ella los pasos recónditos de pantera, un movimiento suave y sensual que le caracteriza y que la preserva, con una aureola de divinidad pagana, en la memoria de los que la conocieron.

Se complace en contemplarse; se sabe be-lla, completa y feliz; pero, al mismo tiem-po, intuye que está predestinada para otros caminos, para otras realidades; y, sin que nadie, ni siquiera sus padres lo adivinen, le gusta sumirse piel adentro en las palpita-ciones de un corazón riesgoso y aventurero; un corazón que se revela en el ligero tinte morado de sus venas finas, en la pulcritud de sus formas que tantas veces han reteni-do miradas dudosas, salpicadas de deseo, un corazón que la llevaría al sacrificio por

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la causa que considerase correcta; en fin, un corazón noble y altivo que jamás la traicio-naría y que le hablaría siempre con la voz del sentimiento verdadero y de la intuición genuina que va mucho más allá de lo que los simples ojos mortales pueden ver.

Sus padres no habían escatimado esfuerzo alguno para dotarla de la mejor educación; una educación destinada para el inflexible ejercicio de una vida social de exigencias, con todos los dones y los adornos que una joven mujer noble debe llevar en su porte, en su semblante, en su conversación, para demostrar la hidalguía, el don de gentes y sobre todo el buen nombre de la noble casa a la que pertenecía.

Nadie supo, sino hasta mucho después, que el corazón chúcaro de la bella, siempre permaneció libre y salvaje, vital y vigilan-te, esperando el momento de revelación y valentía total que diera paso a la rebelde, que por nadie fue augurada ni imaginada. El dominio que llegó a tener sobre el instru-mento musical de cuatro cuerdas conocido como bandola la transformó, más aún, en el centro de las tertulias y de las reuniones sociales, siendo ella la que las amenizaba, pues arrancaba de él tan reveladoras notas, sones y requiebros, que la envolvía en un halo incomprensible para los demás, y que

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se transformó más tarde en un escudo para permanecer largo tiempo en reuniones en las que se empezaba ya a conspirar con-tra la permanencia del dominio de España sobre la Real Audiencia. Reuniones en las cuales ella escuchaba, analizaba a las gen-tes, realizaba su propia crítica interna e iba tomando poco a poco posición al lado de los más débiles.

1782 fue su año de nacimiento; un año sig-nado por nuevos vientos, por nuevos pen-samientos, un año en que mentes brillantes y jóvenes parecían haberse aunado para la búsqueda de la emancipación.

A sus recién cumplidos diecisiete años, y de conformidad con lo previsto y ordena-do por su padres, contrajo matrimonio con Don Manuel Gómez de la Torre y Tinajero, emparentado muy de cerca con Carlos Mon-túfar, tanto o más patriota que los hombres del año nueve. Se hizo como se predijo y se planificó cuidadosamente para que la vida de los recién casados fuera llena de dones, de riqueza, de estabilidad y de prestigio. Se había escogido como residencia para la nueva pareja la ciudad de Ibarra, en donde el esposo estaba avecindado desde algún tiempo y llevaba adelante negocios de agri-cultura y comercio que habían acrecentado notablemente la riqueza que había recibi-

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do de la casa paterna. Esta ciudad, océano blanco de tranquilidad, llena de bellas ca-sas solariegas, influenciada grandemente todavía por una cultura campesina, le trajo a Antonia sosiego, reposo, conocimiento de gente nueva y diferente, y colmó todos sus anhelos de joven recién casada y su hogar, tal como había sido el de sus padres en la Villa de Riobamba. Se transformó en poco tiempo en el centro de atención y encuen-tro de la gente más importante de Ibarra, pasando a constituirse poco a poco en el eje de la convocatoria de todos aquellos quie-nes profesaban ideas libertarias.

Paulatinamente, la atracción por la discu-sión de ideas y planes anticolonialistas que se daban en esta mansión cobró fama y, con frecuencia, llegaban gentes de Quito, Amba-to y otras ciudades de la Real Audiencia; con-virtiéndose así la nueva pareja en el centro de irradiación de las ideas libertarias, bajo el rol inofensivo de un hogar acomodado y sin otras expectativas que las de conservar su riqueza y abolengo. Iniciaron una labor de convocatoria, realmente admirable en un verdadero proceso de formación y adoctri-namiento en las ideas de la independencia de España, la ruptura de toda forma de co-loniaje, el respeto a las libertades del pue-blo, la igualdad de condiciones entre todos los seres humanos, la recuperación de los

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derechos de los indígenas y el levantamien-to de una verdadera lucha armada hasta conseguir el máximo objetivo de la libertad. Las reuniones de la casa de Antonia León y Velasco pasaron entonces a ser de dos clases: las de la vida social de Ibarra, típi-cas, buena mesa, excelentes licores y char-la amena, todo lo cual servía mágicamente para mantener las apariencias y, las otras, las clandestinas, a donde llegaban los con-jurados para tratar los temas centrales del pensamiento libertario y las acciones que se iban desarrollando paulatinamente para el fiel cumplimiento de sus propósitos.

La dicha de comulgar con las ideas liber-tarias y trabajar decididamente en pro de éstas, dotó de otra dimensión a Antonia. La única frustración que le pesó toda la vida y la que trató de ocultar de un modo u otro, fue que jamás logró tener hijos; para esto ella no fue dotada y se consideraba en silencio un ser mutilado e incompleto, manteniendo su secreta ternura escondi-da y camuflada en el irreverente deseo de encontrar caminos que la perpetuaran, que resguardaran y rescataran su memoria del tenebroso olvido.

Su esposo falleció en 1811, dejándola viu-da a los 29 años, devastada, en una soledad sorpresiva, vagando de habitación en habi-

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tación, buscando la leve sombra, algún tipo de contacto con el que fuera su compañero sustancial, su principal motivo de arraigo a la vida, su complemento total; creyó que el mundo se desplomaba a sus pies. Solamen-te con un gran esfuerzo de voluntad, logró salir adelante. Su matrimonio no había sido el caso de los matrimonios tradicionales, co-munes y corrientes, porque una gran pasión la unió a su esposo y, luego, al pasar a ser los dos conspiradores libertarios, desarro-llaron un vínculo nuevo, en el cual habían colocado sus propias vidas en el juego de la libertad o de la muerte. Por esta irrecupe-rable pérdida, su corazón debió de renacer con la reciedumbre que la caracterizó, para identificar otros motivos que hicieran de la vida digna de ser vivida, después de haber sido arrebatada la mitad de su ser.

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4SE REVELA LA INSURGENTE

El corazón rebelde de Antonia León y Velas-co no había sido jamás el de los acomodos, el de la molicie, el del encanto por los bienes materiales, el de acumular pertenencias, el de figurar, el de restregar riqueza o linaje en el rostro de los demás. Aún de muy jo-vencita observó con mirada crítica la trage-dia social que se desarrollaba en su propia Villa. No le fueron indiferentes los levanta-mientos indígenas que por aquel entonces

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se sucedían; pues, ella misma había presen-ciado como eran tratados los sirvientes, so-bre todo los indígenas, el desprecio y asco que provocaban en los blancos y la cons-tante explotación a la que estaban someti-dos. Ella sabía que entre los integrantes de su familia y la servidumbre numerosa que los atendía en sus mínimos requerimientos, existía una muralla de racismo y prepoten-cia que cada día hería más a quienes eran sus víctimas. Sin que los otros quisiesen escucharla seriamente, la joven mujer jus-tificaba los levantamientos y hablaba de la necesidad de cambiar las reglas del juego, de practicar una sociedad más justa, en la cual nadie fuese esclavo y en la que unos no vivieran a expensas del trabajo sacrifi-cado y sangriento de los otros. Sus amigas la miraban con extrañeza y muchas de ellas juzgaron conveniente alejarse un poco de quien expresaba criterios tan equivocados y peligrosos. Por supuesto, fue seriamente amonestada por las monjas que se encar-gaban de su educación, por expresar estas ideas que muy poco se comedían con el ran-go e importancia de su apellido y familia. Sus padres la miraban con condescendencia y atribuían estas locas ideas a la típica crisis de la adolescencia, que poco a poco se iría apagando con la llegada de los años de ma-durez y de nuevas responsabilidades.

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Aunque no podía comprender a cabalidad en aquellos años de adolescencia todo el significado profundo y denso de esta tra-gedia social; sin embargo, jamás se sintió a gusto ante el maltrato y el odio demostrado hacia los más pobres, le sublevaba pensar que los indios debían vivir casi recluidos en el barrio de Misquillí: la pobretería, la de las casuchas infectas de lodo y paja, la que ma-terialmente moría de hambre; mientras la familias acomodadas disponían de comida en abundancia y jamás tenían el acierto de compartir con los que de este modo eran castigados por la vida.

Pasados los años, y a pesar de la desespe-ración de su viudez, no se cegó de ningún modo; y, ahora, con mayor madurez, con los años que habían dejado lecciones y con la apasionante cercanía de los insurrectos y el fuerte movimiento social que se gestaba en todas partes, y del cual ella misma era protagonista, al haber convertido a su casa en el centro de la conspiración contra el trono de España; la identificación con una causa de justicia y de igualdad, se convirtió en el verdadero motor de su vida.

Había un ambiente que se contagiaba en el aire, que tamborileaba en los vientos, que traficaba día a día, noche a noche, en la con-signa, en el puñal, en la daga, en el poderoso e incontenible deseo de yugular el poderío

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español, que había convertido a los nativos de estos países en seres sonámbulos, des-provistos de esperanza y dominados por una cultura y una economía extrañas, que exigían cada día más.

“ESPAÑA – decía Antonia – NOS HA ARREBA-TADO EL DERECHO A SER LO QUE VERDA-DERAMENTE SOMOS Y A VIVIR COMO SERES DIGNOS NACIDOS PARA LA FELICIDAD”.

Un ambiente de total insurrección se filtra-ba por todas las Villas, villorios y caminos. En todo el territorio de la Real Audiencia se regaban y multiplicaban las guerras de la independencia y, precisamente en el año de 1811, aparecían las que luego se conocieron como “Las Guerras de Quito”; guerras en las que intervinieron valerosas mujeres quite-ñas, portando su insignia amarilla y negra, como estandarte y santo y seña de la inde-pendencia; mujeres de diferentes clases so-ciales, edades y pensamientos, pero todas unificadas monolíticamente por el ideal de la libertad. Antonia se sintió profundamen-te identificada con estas mujeres, y su ansia por participar con ellas activamente se hizo cada día mayor. Lejos habían quedado las cavilaciones, las dubitaciones, el complejo de culpa que en ocasiones quería envolverla y destruirla, al haberse alejado y enfrentado contra los de su propia clase; muy lejos las recriminaciones sin sentido que pensaba

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podían llegar de parte de sus familiares. Los dados de la vida y de la muerte habían sido echados y, ella, hoy, no tenía otro horizonte que el de la independencia de la Patria.

Dice la historia que la que luego sería co-nocida por el pueblo como “La Bandola”, insurgió en el año de 1812, con fortaleza y presencia totales. Simplemente, ella empla-zó a su propio destino, rompió las soleda-des, los esquemas y los miedos y se lanzó, en cuerpo y alma, a la tarea libertaria a la cual, desde mucho antes, había estado ya totalmente ligada.

Con el cuantioso patrimonio que le había dejado su esposo, sumado a la dote con-cedida por sus padres, se trasladó, dueña de sólidos bienes materiales y de los cua-les no tenía que rendir cuentas a nadie, a la anhelada ciudad de Quito, la que para ella prefiguraba la imagen viva de la lucha por la libertad. Escogió a conciencia, dándose tiempo para ello, para recorrerlo y encan-tarse, para identificarse con él, el barrio de Santa Bárbara, por su bello emplazamiento, por la facilidad con la que podían llegarse hasta él desde los diferentes puntos de la ciudad, por la vida profunda que se respi-raba en cada una de sus esquinas y porque desde el podía escuchar como una canción para el alma y una premonición de la suerte los sonidos metálicos y agudos de todas las

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campanas de la ciudad; sonidos que acom-pasaban y coordinaban sus pensamientos con los de los otros insurrectos que ya pro-liferaban por cientos en toda la comarca.

La vida de Quito la deslumbró, la compla-ció y la absorbió por completo, pues era una ciudad bella, más allá de lo imaginable, lúdica, bullente, impactante, abierta a los placeres del mundo y dueña de una vicio-sa sensualidad que emergía de sus calles, de sus recovecos y de sus casas. Pero en el recuerdo y las vivencias de Antonia estaba grabada indeleblemente su ciudad natal, Riobamba, la altiva, la dura, la cortada por los vientos y las desventuras; pues, ella le descubrió su escondido espíritu social y le hizo comprender que era una mentira in-ventada por los hombres las diferencias entre las razas, que era una maldad de so-ciedades perversas la división entre pobres y ricos y, por fin, le dio la fortaleza para tomar el camino que le pareció más correc-to para enrumbar su vida en algo valioso e imponderable. Asimismo, amó a Ibarra, la blanca ciudad que le dotó de paz espiri-tual, del amor verdadero, de las amistades inolvidables, de los primeros contactos con la rebeldía y la insurrección, y el poder de sentirse el centro de un mundo que se iba construyendo con ágiles tejidos de araña y que no tenía regreso. A Quito, a Riobamba e Ibarra las amó y honró por igual, como si

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fuesen las tres una sola, con tres rostros y un solo y enorme espíritu comulgado con los afanes de la independencia. En las tres ciudades dejó su huella inolvidable, inscri-bió su nombre de combatiente, se levantó más allá de las erráticas estrellas y buscó su sino personal en el sino de todo un pueblo. En las tres ciudades su nombre pasó a ser el símbolo de las mujeres, que rompiendo con prohibiciones y tabúes, se convirtieron en magistrales protagonistas de la lucha por la independencia.

Y en su aparentemente monótona vida de Quito, vida que le sirvió de parapeto para la conspiración: iglesia, misa tertulia, más ter-tulia, chismes, enredos, mentiras, críticas, mensajes secretos, consignas dichas al filo de un abanico, logró conformar un extenso círculo de amigos, alguno de los cuales se acercó a ella con el deseo del enamorado impertinente, pero su noble corazón sólo supo compartir con aquellos por los que lo-gró experimentar sincera y unívoca pasión.

¡Cuántos trataron de dañarla, de destruir su buen nombre y su honra! Sobre todo cuan-do se comprobó el papel importantísimo que ejerció para la fuga de los patriotas perseguidos por el carnicero Toribio Mon-tes ¡Pero, el pueblo sabía que ANTONIA LEÓN Y VELASCO nunca tuvo ningún otro precio que no fuera el del amor verdadero,

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ni otra entrega que no estuviera bautiza-da por la auténtica pasión! Nada hubo de compromisos, de caprichos alocados; ella fue mujer cabal en el amor, como en todo, y todo quedó atrás, como hojarasca de ve-rano, cuando se dedicó por completo a la causa libertaria.

Con una fina capacidad de análisis, con la intuición especial propia de la mujer entre-gada a una causa, así como por los contac-tos, amistades y enemistades, Antonia tenía perfecto conocimiento de que a partir de los primeros años del Siglo XIX, la fisono-mía social, política y económica de la Pre-sidencia de Quito, venía transformándose de manera sensible e irrevocable, pese a los esfuerzos que realizaban para evitarlo las autoridades de la corona española afinca-das en estas tierras.

Esta mujer sensible y valiente, por los efec-tos mismos del destino que la había seña-lado ya desde antes de nacer, se hallaba profundamente vinculada y ligada tanto por parentesco como por una sincera amis-tad con el clero ilustrado de Riobamba. Así, por ejemplo, con Tadeo Orozco y Piedra, Manuel Vallejo y el Cura Hacha, clero que había influenciado de manera tan poderosa y decisiva en el pensamiento de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, quien reflejara y deja-ra escrito este pensamiento para la posteri-

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dad en su famosa “DEFENSA DE LOS CURAS DE RIOBAMBA”, documento de gran valor que refleja la denuncia social, documenta-da, dolida y profunda de estos curas, quie-nes se adelantaron a su época recogiendo la situación socio – económica y política de los sectores más deprimidos; y, sobre todo, del indígena, cuyas circunstancias se habían vuelto completamente insoportables con el transcurso de la vida colonial,que había visto en ellos solamente los esclavos de las mitas, obrajes y batanes. Su vida misma no tenía ningún otro valor que el que quisieran darle los que la utilizaban para su exclusivo bienestar o enriquecimiento.

Estos Curas no dejaban de predicar, pon-derar y proclamar los beneficios de la li-bertad; y tanto asimiló Antonia sus moti-vos, inquietudes y razones para buscar la independencia, que aún de muchos de sus amigos y conocidos, aún de la nobleza, lo-gró hacer decididos partidarios de las ideas libertarias. Alguna noches de los sábados, cuando regresaba de visita a su ciudad na-tal, en los tiempos de casada, visitaba a los Curas y Presbíteros, con quienes intercam-biaba informaciones, denuncias, escritos revolucionarios, cartas desde las otras ciu-dades de la Real Audiencia, que se encon-traban ya comprometidas con la ebullición emancipadora; y, seguía ahondando en sus principios, en los ideales que la conmovían.

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Su trabajo de conspiradora se duplicaba, se multiplicaba, pues además se convirtió en una incansable viajera, que se hallaba pre-sente en las principales reuniones, sea cual fuese esta la ciudad, en donde se trazaban planes o se creaban consignas para la rebe-lión final. Cuando ya entrada la noche, re-gresaba desde Punín hasta Riobamba, lue-go de hablar sobre los temas de su interés con los Curas de la localidad, en su cabeza se iban enfrentando ideas, conformando escenarios, acciones riesgosas y se sentía más feliz que nunca al saber que estaba ayudando de manera directa e irrevocable a construir una vía preciosa que ya no tenía regreso. Se detenía al borde del camino a contemplar la translúcida noche andina, en la que millares de estrellas parecían abrir su alma de luz sobre la tierra para rescatarla de todo pensamiento oscuro, de toda ilegi-timidad, de toda injusticia. Las corrientes de agua de las acequias que no se detenían por un solo instante, en sus vericuetos de regar la tierra, la hacían comprender que una semilla cuidada y suficientemente re-gada, daría el fruto previsto o quizá mucho más perfecto y armonioso. Las cabalgatas por el campo, durante las cuales se identifi-caba con la naturaleza y ponía en orden sus pensamientos, se convirtieron para ella en el mejor encuentro consigo misma y fueron una práctica constante a lo largo de su vida; práctica que solamente se interrumpió en

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los tiempos en que estuvo prisionera por la defensa de sus ideales.

Podemos afirmar que ya desde 1809, año de la apoteosis del pensamiento libertario, se encontraba totalmente contagiada por la causa; ya no había para ella un momento de reposo; cada pensamiento tenía un de-finido derrotero, cada palabra un sentido concreto y un peso exacto; cada amistad constituía un seleccionado vínculo en esta cadena que hacía crecer cada día el numero de conjurados.

Aflora entonces el verdadero papel, el que haría de Antonia una de las mujeres com-prometidas y activas en la causa libertaria, incansable, indomable, más allá del miedo y el temor reverencial hacia España. Crece la mujer de dones especiales, todos puestos al servicio de la más noble de las causas. Bajo la apariencia de la noble dama de sociedad que centraliza todas las conversaciones; más allá de la anfitriona perfecta, generosa y refinada, la emancipadora infiltra pensa-mientos “sediciosos”, abre las mentes, gol-pea los corazones, deja caer consignas, le-mas, conquista adeptos; aún entre los más recalcitrantes admiradores de España y su gobierno en las colonias; realiza el más su-til espionaje, parapetada en la mirada chis-peante, en la sonrisa coqueta, en el ademán

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galante que esconde el río acrecentado y profundo de la conspiración .

Las reuniones sociales que propicia no son ya tales desde hace mucho tiempo atrás, son bien medidas actividades para auspi-ciar la independencia, para liberar prisio-neros comprometidos por la causa, para lograr adeptos de entre las propias tropas españolas acantonadas en la Presidencia de Quito. Su vida empieza a correr riesgo y, las sospechas, tímidas al principio, más fuertes a medida que avanza la conjura, van cayen-do sobre ella. El escudo de sus apellidos, su riqueza, su belleza que a tantos deslumbra es lo único que realmente la protege; pero, se recibe órdenes desde lo alto para que si-gan sus pasos, controlen sus visitas, fichen a sus amigos, determinen los lugares por los que con más frecuencia circula e impi-dan que en su presencia, durante las reunio-nes imprescindibles de las familias ricas, se hable de temas que sean importantes para el buen gobierno de esta Colonia. Ella sabe y conoce todo, pues en un sabio contraes-pionaje, mantiene infiltrados dentro de las propias filas godas, los que la mantienen in-formada de los más pequeños detalles de lo que se planea en su contra o de cualquiera de los confabulados que forman parte de su círculo esencial.

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“LA BANDOLA” es el nombre que empieza a circular en todas partes, como el santo y seña, como la palabra secreta de los con-jurados. “La BANDOLA” se susurra en las puertas carcomidas por arena y viento, en las ventanas y balcones disimuladamente altivos esperando la imperativa orden de la insurrección. “LA BANDOLA” es el seudóni-mo que se ha dado a Antonia, seudónimo surgido espontáneamente del pueblo, no sólo por el magistral dominio de la dama sobre el instrumento de cuerda, sino por el sabio y sagaz manejo que ha llegado a poseer y la habilidad manifiesta en el uso del puñal, del sable, de la pistola y de la ca-rabina. Aún vestida de hombre, el pueblo la reconoce en las cabalgatas que salen de Quito, simulando inocentes paseos, cuando en realidad se oculta a algún patriota per-seguido quien debe ser sacado inmediata-mente de estos territorios para preservarle la vida.

Antonia es una jinete consumada, a caballo día y noche desafía distancias, hielo y can-sancio en el páramo y en el llano; amazona completa, despierta a su paso inquietudes, pensamientos, deseos, anhelos y se convier-te ella misma en el más preciado símbolo de la lucha de las mujeres de la Presidencia de Quito por la inapreciable libertad. Bajo fino guante de cabritilla, su mano sujeta rien-das, lenguas deslenguadas, domina decires,

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persecuciones y sospechas y recorre la ple-na madurez de sus mejores años como el ser intensamente vivo que ha encontrado un cauce libertario que la engrandece y jus-tifica su paso por la tierra.

Es bella, mucho más bella y atractiva que en las etapas de la adolescencia y la juventud; posee el atractivo embriagador de la flor abierta en el esplendor del ocaso y la fuerza de su determinación ya no sabe de esperas; los godos son para ella insoportablemente odiados y no ceja en su tarea para expulsar-les de la tierra, que sólo debe pertenecer y ser gobernada por sus propios hijos y no por los traídos por el viento.

Crece día a día su empuje conspirativo y, para el año 1812, ya conocido su nombre y su fama, busca y reúne un primer grupo de mujeres contagiadas de patriotismo, que se unen en torno a iguales afanes y objeti-vos; con toda la cautela y la discreción que el caso amerita, para poner a salvo, más que sus vidas, las de sus familiares, que ni siquiera sospechan que se encuentran in-volucradas en estas lides peligrosas, pero imprescindibles si se quiere liberar a la Pre-sidencia. “Es inconcebible – les dice Antonia al grupo de conspiradoras – que una noble criolla americana pueda soportar impasible los crímenes, los asesinatos, la burla, los impuestos, cada día más duros y fatales, el

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dominio total de los traídos por el viento”. Y todas se identifican con estas palabras, to-man como íntimamente suya la lucha y día a día se suman mayor número de adeptas. No todas permanecen, la presión es terri-ble y, a medida que se acercan los aconteci-mientos más duros, algunas de ellas tienen que retirarse; pues, el temor de perder la vida, de quedar en escarnio ante la vindic-ta pública o de dañar a los suyos, las des-anima profundamente y, aunque de verdad acompañan a Antonia y a las que permane-cen fieles a pesar de todos los peligros, se retiran convenientemente para resguardar su propio bienestar; bienestar personal que es en lo que menos piensa Antonia.

“No es posible – se repite – permanecer como inútil oveja dispuesta para el sacri-ficio, sin ánimo, sin mente, sin honor ni dignidad”.

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�LA CONSPIRADORA SE PROCLAMA ASÍ FRENTE A TODOS

El reloj de la historia que marca los gran-des acontecimientos y el reloj de arena que marca el paso de los muertos, van desgra-nando las horas para “La Bandola”.

Cuando Toribio Montes, enviado como “El Pacificador” por la orden que tuvo de la Co-rona Española de volver a imponer la paz

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en esta Colonia, destruyendo todo atisbo de rebelión, hombre que siempre había nave-gado con bandera de canalla y asesino de insurgentes, entra a Quito, luego de poner en fuga a Juan Pío Montúfar y sus huestes, se enseñorea y aterroriza a la ciudad, con las mayores demostraciones de crueldad. Empieza entonces la persecución encarni-zada a todo aquel que se haya pronunciado a favor de la libertad, o de quien siquiera se sospeche que tiene algún nexo, simpatía o atractivo hacia la causa independentista, por lo cual el pueblo le ensopeta el califica-tivo de “EL CARNICERO”.

Es la hora en que Antonia ya no puede ni debe seguir fingiendo. El riesgo de su pro-pia vida la tiene sin cuidado. Ella ha conoci-do ya todas las delicias que son deparadas a un espíritu distinto. Ha tocado con sus ma-nos la sustancia de la libertad. Ha conmovi-do los corazones de hombres y mujeres por una causa noble. Ha crecido, se ha agigan-tado, se sabe valiosa y llena de valores. Se sabe como pocas, una antorcha de patriotis-mo. ¿Entonces, a qué esperar más?

Antonia es una hija de los obstáculos; ante ello se crece; florecen todos sus dones; su inteligencia y su valor desconocen cualquier límite y se toma la vida por asalto. Nada de disimulos, nada de recovecos, nada de men-tiras. El primer período ha pasado ya y nada puede detenerse, ha llegado la hora del en-

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frentamiento, la hora de la profunda verdad de su ser.

En las reuniones de todos los salones impor-tantes de Quito, ella enrostra en su propia cara a Toribio Montes sus crueldades y arbi-trariedades, lo desacredita en todas partes, se burla de él, de su afán de andar siempre rodeado de tropa para protegerse, porque tiene miedo de los americanos; recorre una por una todas las casas de su barrio hablán-doles de las bondades de la libertad y de la resistencia bravía que se debe presentar frente a Montes, que representa el oprobio de mantener a España en nuestras tierras, a quien todos motejan como “El CARNICER”; y, en la propia cara del torturador, preva-liéndose de la impunidad de mujer bella le enrostra sus crímenes más recientes y monstruosos, pronosticándole un final in-feliz y acorde con su maldad y su cobardía.

Se regodea en su impunidad de mujer her-mosa y deseada y va tejiendo en los cora-zones de todos aquellos con quienes es-tablece contacto la sutil mortaja del odio, del rechazo, de la venganza, de la necesi-dad perentoria de ser libres. Valiéndose de su envidiada riqueza convoca y paga a los propios soldados godos para extraerles in-formación valiosa para los patriotas, o los convence para pasarlos a sus filas, así como para amortiguar los planes que se hallen te-jiendo en contra de los insurgentes.

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Ya para ella no existe el descanso, todo es vigilia permanente que vivifica y engrande-ce. Sin embargo, sabe que nada se puede descuidar en esta velada batalla del espio-naje. Va agigantándose, creciendo, superán-dose y aunque sus raíces se hunden en el limo de la más rancia nobleza, sus sentidos captaron y captan todos los sufrimientos, desigualdades y marginamiento de los in-dios y de la pobretería en la Villa de Rio-bamba, la pobreza de los barrios de Quito, la injusticia contra sus gentes, lo misérrimo del pueblo indio, revolcándose entre el do-lor, la pobreza extrema y la esclavitud. Y, con su paso femenino inigualable, trata de seguir las huellas de los grandes rebeldes indígenas y de la plebe.

En el dolor, en la dependencia, en la humi-llación y el oprobio diario se siente una más de ellos, sin negar en ningún momento su procedencia y su casta, la que le dio el brío y la altivez ante la cual cayeron todas las murallas y se desplomaron todos los di-ques. La disciplina espartana que vivió en su casa, esa fuerte espiritualidad que apren-dió a descubrir junto a su madre, la cariño-sa fe de su padre en el trabajo denodado, le son ahora de una utilidad tremenda. Su formación se revela en la bravía acción de una mujer que no está dispuesta a bajar la cabeza frente a nada y frente a nadie.

Ella misma lo ha dicho:

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- “SOLO INCLINO MI CABEZA ANTE EL TA-LENTO Y ANTE A LA JUSTICIA”.Sus actividades clandestinas durante todo el año 1812, según la memoria social, rebasa-ron la temeridad propia de los varones. Sin fatiga siguió instigando y estuvo presente en todas las reuniones donde se conspira-ba: seduciendo, animando, apoyando, lide-rando, tocando a todos con el poder mágico de la libertad encarnada en ella y en su pala-bras conmovedoras; animando a todos con el olor a pólvora insurgente, con el anuncio de los cataclismos, de los cambios, de las profundas transformaciones que transmu-tan para siempre a los seres humanos, a la historia y a las sociedades.Agotada, en las largas noches de desvelo, acompañada por su fiel puñal, escucha en la calle el deslizarse reptante de los pasos de los espías de Montes, tratando de asus-tarla, de cercarla, de apartarla de la misión terrible que se halla realizando, y no siente miedo, se sabe invencible: – “A LO ÚNICO QUE TEMO ES A PORTARME DÉBIL FRENTE AL OPRESOR”.Afirma a las conspiradoras que le siguen y en ella confían. A veces piensa que el amor de los tan amados y que ya partieron, la co-bija en un manto de luz que la hace com-pletamente invencible a toda adversidad. Por nada ni nadie dejará la causa, se ha prometido.

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�EL ENFRENTAMIENTO

En el terrible Diciembre de 1812, cuando “El Carnicero” Montes había ejecutado ya una parte de la más feroz persecución contra los patriotas, segando vidas, llenando cár-celes, amenazando, presionando, enviando sus espías a lo largo y ancho de la Real Au-diencia de Quito, cuando había destruido varias familias, dañado seriamente la es-tabilidad personal de muchos insurgentes, todo lo cual le había convertido en un tira-no temido y evitado, precisamente ese año, en la casa de Doña Antonia Moreno, viuda

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del Escribano José Vizcaíno, en una reunión preparada ya de antemano con mucha an-telación como una vil trampa, a la que acu-dieron soldados y Oficiales de la tropa de Montes. Antonia León y Velasco, incapaz ya de soportar por más tiempo la cercanía y la presencia del asesino, lo denigró, sin impor-tarle nada, frente a todos los presentes. Ex-puso minuciosamente las características de la personalidad enfermiza y narcisista de Montes, lo envolvió en su propio fango, lo describió centímetro a centímetro en toda su perversidad, fustigó sus decisiones, que tanto daño habían causado a los patriotas. Con tanto ardor, argumentos, razones y, sobre todo, apasionamiento, expuso todo esto, que logró un inmediato rechazo de los presentes para el verdugo.

Se regocijó, luego, prediciendo el que sería el destino fatal de las tropas españolas: la derrota, la muerte y, peor aún, la vergonzo-sa huida. Como si un poder premonitorio se hubiese apoderado de ella en esos mo-mentos, describió ante el asombro de todos lo que sería el destino final de las tropas de España y del tirano Montes y otros tira-nos afincados para mal de nativos y criollos en nuestro Continente. Ante todos afirmó: “que la tropa del rey se hallaba mal pagada, mal vestida, con poca alimentación y sin as-censos; muy al contrario de lo que sucedía con las tropas de Quito, a quienes el propio

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pueblo los mantiene con suma decencia y con grados proporcionados al distinguido mérito que labran, defendiendo a la Patria; y, que si a este ejército lo había vencido por el momento el tirano Montes, era por traición, por infiltrados que habrían deja-do saber los planes verdaderos de la gente de Quito, porque de otro modo esta tropa era insuperable, ya que no luchaba por una paga, sino por ideales “.

Tales expresiones causaron en todo Quito un verdadero escándalo. La gran mayoría de sus pobladores, cansados de la opresión española, del marginamiento, de los malos tratos y de los tributos, se identificaron de inmediato con lo proclamado así con tanta audacia por la bella. Otros, los timoratos, trataron de poner tierra de por medio y se separaron de Antonia, como si esta portase alguna enfermedad contagiosa. Cientos de patriotas, viendo la valentía indiscutible de esta mujer que se había jugado así el todo por el todo, descubriendo su verdadero pensamiento y las acciones de conspirado-ra que había venido desempeñando tiempo atrás, se unieron a la causa. Las jóvenes mu-jeres de Quito, comulgadas con el ideal de la independencia, vieron en ella un referen-te y un modelo. No tardó mucho en tratar de imitarse su vestuario, su acento y su de-cisión para llamar las cosas por su nombre sin miedo alguno.

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Antonia León y Velasco, por todo esto y mu-cho más, se había convertido en el blanco de los cobardes, de los traidores y de los que mantenían un compromiso innegable con España y sus autoridades en la Colonia. El Prebendado Batallas, lleno de amargura, por jamás haber podido despertar interés alguno en la bella, declar: “que ella había lanzado palabras denigrantes contra el Pre-sidente y la tropa”. La arpía senil y envene-nada de la Señora Ramona Saavedra, dama linajuda, quien vio con desesperación como sus hijas, feas y torpes, eran dejadas de lado en todas las reuniones a las que las llevaba para cazar marido, mientras la riobambeña viuda se transformaba en el centro y en el encanto de todos, se explayó hasta en los más mínimos detalles de las palabras pro-nunciadas por la rebelde, subrayando inclu-so en que ella insistía de manera repetitiva, que se necesitaba “la cabeza de Montes”.

Asimismo, al iniciarse las indagaciones con-tra la subversiva, las declaraciones de los oficiales realistas que estuvieron presentes en la reunión a la que nos referimos, acribi-llaron a Antonia, sosteniendo que ella ha-bía repetido una y mil veces y hasta el can-sancio que las tropas de Montes “estaban traposas e indecentes” y “que faltaba muy poco para la victoria de los patriotas”.

Con todos estos elementos, y en base a la información de los espías que la Corona

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había ubicado convenientemente tiempo atrás para que se investigase las activida-des de Antonia, Don Rafael Maldonado, Al-calde Ordinario de Segundo Voto, el 5 de Diciembre de 1812, ordena que se levante contra ella el Auto Cabeza del proceso: “Por las expresiones vertidas contra el Capitán General Toribio Montes”. No podía darse un pretexto más fútil e infantil, pero suficiente para que las puertas del infierno se abrie-ran sobre “La Bandola”.

Acto seguido ordenaron su prisión inme-diata. La vilipendiaron, la acosaron, la acu-saron, ordenaron el secuestro y confisca-ción de todos sus bienes, nombrando para ello como Depositario Judicial al procura-dor General Ramón Núñez. La insultaron, la interrogaron una y otra vez, la arrojaron a la soledad más absoluta en el presidio del Corregimiento Santa Martha, donde el 18 de Diciembre del mismo año le tomaron con-fesión formal. La ensordecieron a gritos, la humillaron y, al mismo tiempo, la glorifica-ron al decirle que estaba prisionera “por el espantoso delito de seductora de tropas”.

Fingían asombrarse, espantarse de que una dama de la sociedad se lanzara contra To-ribio Montes y sus tropas. Se mesaban los cabellos, se rasgaban las vestiduras, lanza-ban exclamaciones cuando ella les aclaraba que los soldados españoles llegaban a su casa en calidad de escuálidos y famélicos

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lismosneros, pues no habían tenido pago de sus magros sueldos durante varios meses. Les dijo que muchos le habían anunciado que desertarían ante la desesperación de su triste vida y ante la desidia de los altos mandos de un ejército que se caía a peda-zos. “Altos mando -afirmaba ella- que no se daban cuenta de que ya no podían perma-necer mucho en una nación que ya no los soportaba un día más”. Les explicó que por simple caridad cristiana había aliviado su hambre y les había socorrido regalándoles maíz y algunos otros granos.

Los interrogatorios se sucedían incansables uno detrás de otros.

Más tarde se comentaría que, incluso, se habían conseguido y pagado falsos testigos contra Antonia, quienes magnificaron y die-ron otros detalles sobre las aseveraciones de la mujer contra el tirano Montes.

La red de espionaje que se había tendido en torno a ella presentó los nombres de mu-chos de los patriotas que frecuentaban sus reuniones y se trató también de implicarlos en actos contra el régimen de manera que pudiesen incriminar más aún a Antonia. Al-gunos de sus principales amigos salieron de la ciudad, y aún de la Real Audiencia, para tratar de evitar los interrogatorios y la pri-sión; pero la mayoría de ellos permaneció de un modo u otro cerca de Antonia, para

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prestarle su apoyo y su auxilio cuando ella lo creyese menester.

La cárcel sorprendió a Antonia por su pro-pia capacidad de resistencia. Ella, que se había desenvuelto entre el lujo y la delica-deza, se vio reducida a una celda sórdida, a una comida indigna de cerdos, a la sucie-dad que laceraba sus sentidos; pero, se sin-tió en esas circunstancias más identificada que nunca con el destino de libertad de su Patria. Miró todo lo que su vida había teni-do de superfluo, pero también la reciedum-bre con la que sus padres forjaron su alma incansable.

Descubrió en ella la paz interior que le ha-bía dado su esposo y todo el horizonte ili-mitado que tenía para crecer dentro de sus propios valores e ideales. Ninguna prueba, entonces, era demasiado grande para ella, su espíritu libertario se había fortalecido de tal modo, que tomó la cárcel como un descanso circunstancial para seguir adelan-te en la tarea. Recordó los bellos campos de cebada y trigo de su natal Riobamba, esa ciudad orgullosa recostada como una mujer sensual entre el Altar y el Chimborazo, que le rendían homenaje de admiración, la flora-ción perfumada de todos los capulíes de los huertos y de los campos abiertos; sintió la suave caricia de los pétalos de las amapolas arrulladas por el viento, los sonidos de los carruajes por las calles y, en su memoria, se

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levantó nítida la Ibarra de tanto su amor, la casa solariega que compartió con su espo-so, los sueños, las esperanzas de un matri-monio verdadero y hasta recorrió con sus dedos el papel tapiz francés que vestía las paredes de su dormitorio; y, corazón aden-tro, la estremeció toda la grandeza de Quito, magnífica en sus casas nítidas, en la figura tenue del Panecillo recortándose contra el sol del atardecer, los olores de sus dulces, el sonido de lluvia en los patios habitados por las magníficas flores de cartucho.

Hoy, lo sabía a plenitud, nada podían hacer contra ella los godos; su vida de conspira-dora no estaba bajo su poder. La raigambre de sus apellidos los amedrentaba y la sorda inconformidad del pueblo frente a sus ac-tuaciones, sobre todo, frente a su prisión, los ponía nerviosos y desconcertados.

No quedaba otro camino que la infamia, la calumnia. Éste, el territorio favorito de los cobardes y de los torpes, para tratar de ha-cerle daño y destruirla. Cuando no se tienen argumentos verdaderos, se los crea en base a la maldad y a la falta de escrúpulos de los persecutores.

El 20 de Diciembre de 1812, el Cabo de guardia de la Cárcel del Corregimiento de Santa Martha, afirmó haber encontrado en poder de Antonia una daga. Con esta es-tratagema creyeron hacer recaer sobre ella

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el delito de tenencia de armas. ¡Cuánto te-mían a una mujer prisionera, para que les amedrentara que tuviera un cuchillo! En el nombre de esta mentira el Fiscal pidió para ella “La pena del destierro por ocho años en la ciudad de Cuenca y el perdimiento de la mitad de todos sus bienes”. Le permi-tieron escoger Abogado Defensor y ella lo hizo en la persona del Procurador Francis-co Javier Escudero, quien adujo que “todo eran calumnias e imposturas que se han imputado a Antonia León y aclaró que se la infamaba y adocenaba con las heces del pueblo”, solicitando de inmediato un careo con Vargas, Iglesias y Blanco, los soldados que habían lanzado contra ella las primeras acusaciones.

Temblorosos, asustados, mezquinos, mie-dosos, asombrados de la fortaleza y despre-cio que hacia ellos demostraba esta mujer, a la que tanto trataban de hacerle daño, tarta-mudeaban, pálidos ante su desdén comple-to y nada pudieron aportar el 20 de Enero de 1813 para que hubiese mérito suficiente para continuar con la causa en su contra.

Enviaron emisarios, escogidos de entre aquellos a quienes Antonia consideró un día sus amigos; emisarios entrenados y pagados para decirle que era mejor que se declarase culpable, que esto podía hacer que le redujeran sustancialmente la pena, que una noble dama no debía en ningún

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modo pasar por esos tormentos y necesi-dades. Que bastaba que volviera sus ojos a las autoridades españolas, reconociendo su culpa para que fuese perdonada de manera inmediata… Que era mejor mentir para sal-varse... Que habían otros hechos que la in-criminaban…Que si admitía su culpabilidad sería recibida entre los suyos como si nada hubiese pasado… Que pidiera públicamente perdón por los errores y delitos cometidos, pues era imposible que no se lo concedie-ran a una dama de su importancia y abolen-go… Que pensase en el dolor fatal que esta-ba causando a sus familiares más cercanos y a los amigos que la querían tanto… Que si mantenía silencio estaba incriminando a todo su círculo, y que eso era sumamente peligroso para ellos… Que si… Que lo hi-ciera… Que se pronunciase… Que pidiese perdón. Antonia ni siquiera los escuchaba, dejaba que sus palabras se multiplicaran durante el tiempo que ellos quisieran. Ella permanecía inconmovible, su mente vagaba por otras regiones, otros pensamientos la ocupaban, otros anhelos sacudían su alma. Se marchaban apesarados, preocupados de no haber podido cumplir la misión que les fuera encomendada y por la cual habían cobrado: como Judas, sin que en ellos exis-tiese ni siquiera el menor arrepentimiento al aportar para que Antonia continuase en poder de sus verdugos españoles.

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Mientras tanto, en el pueblo llano, en los ba-rrios y caseríos, el nombre de La Bandola se pronunciaba con respeto, con reverencia; se comentaba en las reuniones familiares que era una mujer valiente, que había puesto en juego su vida y su fortuna por ayudar a los patriotas, que no se dejó amilanar ni sobor-nar por nadie, que era la única persona que no se había sentido atemorizada frente al Carnicero Montes. Y, decía la leyenda, que aunque la mantuviesen en la cárcel, ella por las noches cabalgaba ayudando a huir a los patriotas perseguidos o consiguiendo ali-mentos y armas para el ejército de Quito.

“La Bandola” pasó a ser el nombre de la va-lentía, de la fe inquebrantable, de la resis-tencia más fuerte, del amor a la Patria.

La trama de los enemigos empezó entonces a caerse en pedazos; sorprendidos y ame-drentados, los acusadores ahora escondían la cara. Impotentes las autoridades trataban de ganarle tiempo al tiempo hasta elaborar otra intriga, alargando las gestiones una y otra vez, repitiendo escritos, pidiendo nue-vas versiones, presionando a los allegados de Antonia; pero, ante el látigo inconteni-ble de la opinión del pueblo, el 8 de Marzo de ese mismo año, dispusieron la libertad de Antonia León y Velasco: al no haber en-contrado méritos suficientes contra ella, méritos que pudiesen fundamentar que se continuase con el proceso.

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El día que abandonó la cárcel, Antonia pa-ladeó la alegría de saber que su poder se había multiplicado, que su nombre ya no le pertenecía a ella sola sino que era patri-monio el pueblo que la había comprendido y protegido, que su responsabilidad había crecido con cada hora que pasó en prisión y que debería cumplir con su destino, tal y como ella misma lo había diseñado. Con un sentimiento de profunda gratitud aquilató a sus verdaderos amigos, quienes de manera inmediata acudieron para saludarla y acom-pañarla. Y supo poner las distancias necesa-rias con aquellos que trataron de engañarla y utilizarla para su único provecho perso-nal. Los caminos y los retos estaban espe-rándola; y, ella. con ese encanto por la aven-tura, por el sobresalto, por el riesgo, supo que volvía a lo suyo; ahora jinete sobre el huracán de la guerra de la independencia.

Los godos se atrevieron a creer que su historia se había terminado. No se dieron cuenta de que su camino se había, simple-mente, reiniciado; y en todas las bocas del pueblo, en los mercados y plazas, en las fondas, casas y chozas, se sabía con rego-cijo, con esperanza, que durante todo ese año “La Bandola” participó sabiamente en la conspiración contra Montes, el carnicero de los insurrectos de Quito.

A medida que la presión social crecía y el movimiento libertario tomaba forma y sus-

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tancia, las acciones de esta inigualable mu-jer se volvieron también más arriesgadas y peligrosas, pues se dedicó, siendo ya no tan joven, a conducir hasta refugio seguro más allá de Pasto a los rebeldes que requerían momentáneamente salir de la Real Audien-cia, para salvaguardar sus vidas. Asimismo, la encontramos vinculada a la consecución de armas, vituallas y alimentos para las tro-pas libertarias y en la recolección de fon-dos para el mantenimiento digno de las mismas.

En noche cerrada, o en tarde castigada por sol y vientos, vestida de hombre, con ancho poncho de vicuña, protegida su rojiza cabe-llera con sombrero de fieltro, recorrió los caminos de los Andes una y otra vez en el trasiego de salvar la vida de los patriotas. Su dinero, su fortaleza, su vida, todo puso al servicio de esta actividad, que podía re-presentar para ella la muerte al encontrarse con alguna patrulla española en cualesquie-ra de los caminos. El sonido de su cabalgata pasó a ser el sinónimo de todos los que bus-caban la libertad. El respeto y la veneración por ella se había regado por todas nuestras tierras.

En confusa noche y en día de cegadora clari-dad, acompañada solamente por el sigiloso puñal y la pistola, participó en las diversas escaramuzas y enfrentamientos que se die-ron en el Norte de la Real Audiencia. Se ju-

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gaba a diario la vida con el riesgo de ser patriota, de haber tomado la encrucijada de la audacia, de la pólvora, del sobresalto, del triunfo. De esta forma facilitó la fuga de Peña y Chiriboga, y de tantos otros pa-triotas, inclusive de extranjeros persegui-dos por el poder de los realistas y cuyas cabezas, tanto como la de Antonia, tenían precio.

Su contagiosa sonrisa de mujer bella e in-vencible fue el castigo para todos aquellos que creyeron vencerla, el perfume de su piel, su lacerante y repetitivo apelativo de “La Bandola”, en mil bocas, en mil gestos, en mil manos unidas para una sola causa, fue diariamente una bofetada en el rostro enverdecido de los godos, quienes jamás encontraron manera de detener a este tor-bellino que se salía de todo control.

Pasados los años, desde su casa en Ibarra, amparada en sus paredes silenciosas y profundas, siguió burlándose de todos los pelafustanes de la época y de todos aque-llos que intentaron imponer respeto y nor-mas antojadizas en nombre del Imperio Español.

El “Carnicero Montes”, sentiría a cabalidad que jamás tuvo un enemigo más formida-ble, ni decidido, ni arrojado, que esta mu-jer, a la que aprendió a temer y respetar, y quien pasó a ser símbolo de la resistencia

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contra su dominio, el símbolo de la digni-dad bravía, del corazón indomable.

La amenaza que hiciera Antonia León y Ve-lasco a Toribio Montes, es única y verdadera y es el signo de maldición para todos aque-llos tiranos que quieren imponer su volun-tad por sobre la del pueblo:

“SI, CARNICERO MONTES, PODRÁS FATIGAR NUESTRAS CALLES CON TUS CABALGATAS TACITURNAS O DESENFRENADAS, PODRÁS AMENAZAR, CONSTRUIR CADALZOS, MA-TAR, HERIR, DIFAMAR Y APRISIONAR, ESE ES TU ÚNICO PODER, PERO DE CADA UNA DE LAS PIEDRAS DE NUESTRAS CALLES SIR-GIRÁ UN MORDISCO, DENTELLADA ANGU-LOSA QUE TE CORTARÁ EL PASO.

“PODRÁS INCENDIAR NUESTRAS CASAS, PODRÁS QUEMAR HASTA NUESTROS HUE-SOS, PERO DE CADA UNO DE LOS RESTOS CALCINADOS SALDRÁ LA CENIZA DE TU PROPIO POLVO DE MUERTE.

“PODRÁS AHOGAR MOMENTÁNEAMENTE NUESTRO GRITO, PODRÁS DEGOLLAR EN TU GOZO DE MALDAD, PERO DE CADA UNO DE LOS CAÍDOS SURGIRÁ UNA FOR-TALEZA MONOLÍTICA REPRODUCIDA POR EL PUEBLO ANÓNIMO, QUE TE DESTROZA-RÁ EN TU CRUDA REALIDAD DE RATA, DE ANIMAL CON TUFO A CEMENTERIO.

TU NUNCA FUISTE NI SERÁS UN HOMBRE“.

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Transitó los años de la vejez con el corazón joven, pues nunca renunció a sus sueños, especialmente al de la libertad de la Patria, su alma estuvo siempre atada al cometa iridiscente de los ideales. Saboreó el amor en cada uno de sus ritos y detalles y con-sideró joven a su cuerpo para la aventura, el riesgo, la cabalgata interminable, pues lo trasformó en el perfecto templo de la recie-dumbre, de la fortaleza, patrimonio de las gracias.

Simbolizó a la libertad en el enceguecedor relámpago anunciante de la lluvia y la reno-vación esperada por tanto desesperado.

Engañó a los godos permanentemente y los mantuvo hipnotizados ante sus pulidas ga-rras de puma hembra americana, dejando su huella solar en tantos los caminos que le tocó en destino recorrer.

Ensalzó a su villa de Riobamba, a sus gen-tes, a su canto germinal de libertad precisa, inscribió su nombre en las letras de dia-mante líquido de los inmortales.

ES , FUE, SERÁ, ANTONIA LEÓN Y VELAS-CO, PRESENTE Y RADIANTE EN LA LUZ DE CADA ATARDECER CLAMOROSO BESAN-DO LAS CALLES, LOS EDIFICIOS, EL ALMA ATORMENTADA DE LA PATRIA “.

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“LA BANDOLA” es el seudónimo que se ha dado a Antonia,

no sólo por el magistral dominio sobre el

instrumento de cuerda, sino por el sabio y sagaz

manejo en el uso del puñal, el sable, la pistola

y la carabina…

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“LA BANDOLA” es el nombre que empieza a circular por todas partes,

como el santo y seña de los conjurados.

“LA BANDOLA” se susurra en las puertas

carcomidas por arena y viento...

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FUENTES :

- ANH/PQ. Sección de juicios de prot. No-taría I. Caja 229. “Información Sumaria y Embargo de Bienes de Doña Antonia León, alias “La Bandola”.

- Sección Juicios de prot. No.I. Caja 229. “Falsas Imputaciones”. Año 1.812

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Inteligencia, valor y belleza se unieron en Antonia León y Velasco, la criolla Riobambeña que, a pesar de su abolengo y riqueza, se unió a la causa del pueblo y promovió luchas independentistas, que se suman a los movimientos ciudadanos que van construyendo la soberanía de la Patria y sus hijos e hijas.

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