Antología de textos de Ética - up.edu.mx · Los textos son de dominio público y las traducciones...

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UNIVERSIDAD PANAMERICANA DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES Antología de textos de Ética Responsable de la antología María José García Castillejos Redacción de las introducciones a los textos David Ezequiel Téllez Maqueo Colaboradores Vicente de Haro Romo Mariana Flores Rabasa José María Llovet Abascal

Transcript of Antología de textos de Ética - up.edu.mx · Los textos son de dominio público y las traducciones...

  • UNIVERSIDAD PANAMERICANA

    DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES

    Antología de textos de

    Ética

    Responsable de la antología

    María José García Castillejos

    Redacción de las introducciones a los textos

    David Ezequiel Téllez Maqueo

    Colaboradores

    Vicente de Haro Romo

    Mariana Flores Rabasa

    José María Llovet Abascal

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    Nota: Los textos no están ordenados cronológicamente. Su orden se corresponde con

    el programa del curso. Los textos son de dominio público y las traducciones

    utilizadas son propias o de dominio público (las traducciones que no son propias han

    sido ligeramente corregidas y se han agregado algunos corchetes explicativos o

    subrayados por parte de los editores). Las fuentes de los textos se señalan al final del

    documento.

  • 3

    © 2019 Universidad Panamericana

    Departamento de Humanidades

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    Contenido

    PLATÓN: República, libro II, 359a - 360d ......................................................................... 5

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 1 - 3 ............................................. 11

    FRIEDRICH NIETZSCHE: Fragmentos escogidos ............................................................... 17

    EPICURO DE SAMOS: Carta a Meneceo.............................................................................. 27

    JOHN STUART MILL: Utilitarianism (chapter 2: “What Utilitarianism is”) ................ 34

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 4-5, 7-13 ...................................... 45

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro X caps. 1-8 ...................................................... 67

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro II, caps. 1-9 ..................................................... 91

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro VI ................................................................... 114

    PLATÓN: Gorgias ............................................................................................................. 137

    TOMÁS DE AQUINO: De las virtudes cardinales (cuestión única, arts. 1, 2, 9, 13) .... 194

    IMMANUEL KANT: Fundamentación para la metafísica de las costumbres (cap. 1:

    Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico) .. 202

    IMMANUEL KANT: Fundamentación para la metafísica de las costumbres (cap. 2:

    Tránsito de la filosofía moral popular a la Metafísica de las costumbres) ............ 217

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro III, caps. 1-5 ................................................. 258

    TOMÁS DE AQUINO: Cuestiones disputadas sobre el mal (cuestión 2, aa- 4-5) ........ 273

    IMMANUEL KANT: La religión dentro de los límites de la mera razón, I, caps. 2 y 3

    (selección) ......................................................................................................................... 281

    JUAN PABLO II: Veritatis Splendor (nn. 72-80, 82) ..................................................... 291

    TOMÁS DE AQUINO: Suma Teológica (I-II, c94, aa. 2, 4, 5, 6)..................................... 304

    IMMANUEL KANT: Lecciones de ética (Collins) ............................................................. 312

    TOMÁS DE AQUINO, De veritate, c17, aa. 2-4. Cuestión 17: Sobre la conciencia ....... 318

    BENEDICTO XVI: Deus caritas est ................................................................................... 327

    MATEO: Sermón de la montaña ..................................................................................... 336

    Bibliografía secundaria ................................................................................................... 345

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    PLATÓN: República, libro II, 359a - 360d

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    Introducción

    Platón de Atenas (427-347 a.C.), uno de los más grandes filósofos de todos los

    tiempos, es autor de 36 diálogos. A continuación presentamos un fragmento de una

    de sus obras más importantes, La República. En este texto, Platón reconstruye un

    modelo de gobierno basado en la virtud que, por lo menos en este diálogo, considera

    la más importante: la justicia o “decir la verdad y devolver a cada uno lo que de él se

    haya recibido” (331c).

    En el fragmento del diálogo que aquí se recupera, Glaucón expone el mito del

    anillo de Giges para presentar la aparente oposición entre la naturaleza (physis) y la

    ley (nomos). Giges, nos narra el hermano de Platón, transgrede la ley cuando nadie

    lo ve. La leyenda nos obliga a preguntarnos si tenemos una inclinación natural a ser

    justos o, más bien, las leyes sólo son convenciones sociales que intentan remediar el

    desordenado comportamiento humano.

    La cuestión es relevante al inicio de un curso de Ética, rama de la Filosofía

    que se ocupa del estudio de los actos humanos. Si las personas actuaran sólo con

    base en su conveniencia, carecería de sentido indicarles qué deben hacer o cuál es el

    mejor camino por tomar. En cambio, el ámbito normativo propio de la Ética es

    significativo sólo si existe algo bueno o malo en sí, al margen de lo que nos convenga.

  • 7

    Platón: República, libro II, 359a - 360d1

    Glaucón: Me parece que Trasímaco, a manera de la serpiente que se deja fascinar, se

    ha rendido demasiado pronto al encanto de tus discursos. Yo no he podido darme

    por satisfecho con lo que se ha dicho por una y otra parte en pro y en contra de la

    justicia y de la injusticia. Quiero saber cuál es su naturaleza, y qué efecto producen

    ambas inmediatamente en el alma, sin tener en cuenta ni las recompensas que llevan

    consigo, ni tampoco ninguno de sus resultados buenos o malos. He aquí, pues, lo que

    me propongo hacer, si no lo llevas a mal. Tomaré de nuevo la objeción de Trasímaco.

    Diré, por lo pronto, lo que es la justicia, según la opinión común, y en dónde tiene su

    origen. En seguida, haré ver que todos los que la practican, no la miran como un

    bien, sino que se someten a ella como a una necesidad. Y, por último, demostraré

    que tienen razón en obrar así, porque la condición del malo es infinitamente más

    ventajosa que la del justo, a lo que se dice; porque yo, Sócrates, aún estoy indeciso

    sobre este punto, pues tan atronados tengo los oídos con discursos semejantes al de

    Trasímaco, que no sé a qué atenerme. Por otra parte, no he encontrado a ninguno

    que me pruebe, como desearía, que la justicia es preferible a la injusticia. Deseo oír

    a alguien que la alabe en sí misma y por sí misma, y es de ti de quien principalmente

    espero este elogio; y por esta razón voy a extenderme sobre las ventajas de la

    condición del hombre malo. Así verás el punto de vista en que yo deseo te coloques

    para alabar la justicia. Dime si son de tu agrado estas condiciones.

    Sócrates: Seguramente; ¿y de qué otro objeto puede un hombre sensato

    ocuparse por más tiempo y con más gusto que del que propones?

    Glaucón: Muy bien dicho. Escucha ahora cuáles son, según la común opinión,

    la naturaleza y el origen de la justicia. Se dice que es un bien en sí cometer la injusticia

    y un mal el padecerla. Pero resulta mayor mal en padecerla que bien en cometerla.

    Los hombres cometieron y sufrieron la injusticia alternativamente; experimentaron

    ambas cosas; y habiéndose dañado por mucho tiempo los unos a los otros, no

    1 Platón: República, libro II. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org/cla/pla/azf07105.htm. Recuperado el 29 de junio de 2019.

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    pudiendo los más débiles evitar los ataques de los más fuertes, ni atacarlos a su vez,

    creyeron que era un interés común impedir que se hiciese y que se recibiese daño

    alguno. De aquí nacieron las leyes y las convenciones. Se llamó justo y legítimo lo

    que fue ordenado por la ley. Tal es el origen y tal es la esencia de la justicia, la cual

    ocupa un término medio entre el más grande bien, que consiste en poder ser injusto

    impunemente, y el más grande mal, que es el no poder vengarse de la injuria que se

    ha recibido. Y se ha llegado a amar la justicia, no porque sea un bien en sí misma,

    sino debido a la imposibilidad en que nos coloca de dañar a los demás. Porque el que

    puede ser injusto y es verdaderamente hombre, no se cuida de someterse a semejante

    convención, y sería de su parte una locura. He aquí, Sócrates, cuál es la naturaleza

    de la justicia, y he aquí en donde se pretende que tiene su origen. Y para probarte

    aún más que sólo a pesar suyo y en la impotencia de violarla abraza uno la justicia,

    hagamos una suposición. Demos al hombre de bien y al hombre malo un poder igual

    para hacer todo lo que quieran; sigámoslos, y veamos a dónde conduce la pasión al

    uno y al otro. No tardaremos en sorprender al hombre de bien, siguiendo los pasos

    del hombre malo, arrastrado como él por el deseo de adquirir sin cesar más y más,

    deseo a cuyo cumplimiento aspira toda la naturaleza, como a una cosa buena en sí,

    pero que la ley reprime y limita por fuerza por respeto a la igualdad. En cuanto al

    poder de hacerlo todo, yo les concedo que sea tan extenso como el de Giges, uno de

    los antepasados del Lidio. Giges era pastor del rey de Lidia. Después de una borrasca

    seguida de violentas sacudidas, la tierra se abrió en el paraje mismo donde pacían

    sus ganados; lleno de asombro a la vista de este suceso, bajó por aquella hendidura,

    y, entre otras cosas sorprendentes que se cuentan, vio un caballo de bronce, en cuyo

    vientre había abiertas unas pequeñas puertas, por las que asomó la cabeza para ver

    lo que había en las entrañas de este animal, y se encontró con un cadáver de talla

    más superior a la humana. Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un

    anillo de oro. Giges le cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los

    pastores en la forma acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey del

    estado de sus ganados, Giges concurrió a esta asamblea llevando en el dedo su anillo,

    y se sentó entre los pastores. Sucedió, que habiéndose vuelto por casualidad la piedra

    preciosa de la sortija hacia el lado interior de la mano, en el momento Giges se hizo

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    invisible, de suerte que se habló de él como si estuviera ausente. Sorprendido de este

    prodigio, volvió la piedra hacia fuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo observado

    esta virtud del anillo, quiso asegurarse con repetidas experiencias, y vio siempre que

    se hacía invisible cuando ponía la piedra por el lado interior, y visible cuando la

    colocaba por la parte de fuera. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir entre los

    pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio, corrompe a la reina, y

    con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono. Ahora bien; si existiesen dos

    anillos de esta especie, y se diesen uno a un hombre de bien y otro a uno malo, no se

    encontraría probablemente un hombre de un carácter bastante firme, para

    perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar a los bienes ajenos, cuando

    impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las

    casas, abusar de toda clase de personas, matar a unos, libertar de las cadenas a otros,

    y hacer todo lo que quisiera con un poder igual al de los dioses. No haría más que

    seguir en esto el ejemplo del hombre malo; ambos tenderían al mismo fin, y nada

    probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por necesidad, y que el serlo

    no es un bien en sí, puesto que el hombre se hace injusto tan pronto como cree

    poderlo ser sin temor. Y así los partidarios de la injusticia concluirán de aquí, que

    todo hombre cree en el fondo de su alma, y con razón, que es más ventajosa que la

    justicia; de suerte que, si alguno, habiendo recibido un poder semejante, no quisiese

    hacer daño a nadie, ni tocara los bienes de otro, se le miraría como el más

    desgraciado y el más insensato de todos los hombres. Sin embargo, todos harían en

    público el elogio de su virtud, pero con intención de engañarse mutuamente y por el

    temor de experimentar ellos mismos alguna injusticia.

    Sentado esto, sólo veo un medio de decidir con seguridad acerca de la

    condición de los dos hombres de que hablamos, y es el considerarles aparte el uno

    del otro en el más alto grado de justicia y de injusticia. Para esto no rebajemos al

    hombre malo ninguna parte de la injusticia; ni al hombre de bien ninguna parte de

    la justicia, y supongamos a ambos perfectos en el género de vida que han abrazado.

    Que el hombre malo, semejante a esos pilotos hábiles o a esos grandes médicos, que

    ven inmediatamente todo lo que puede su arte, que en el acto conocen lo que es

    posible y lo que es imposible, y que cuando han cometido una falta, saben

  • 10

    diestramente repararla, que el hombre malo, digo, conduzca sus empresas injustas

    con tanta destreza, que no se ponga en evidencia , porque si se deja sorprender y

    coger en falta, ya no es un hombre hábil. El gran mérito de la injusticia consiste en

    parecer justo sin serlo. Supongamos, como he dicho, que es capaz de una injusticia

    perfecta, y que cometiéndolos más grandes crímenes, sepa crearse una reputación

    de hombre de bien; que si llega a dar un paso en falso, se rehaga inmediatamente;

    que sea tan elocuente que convenza de su inocencia a los mismos ante quienes sus

    crímenes habrán de acusarle; bastante atrevido y bastante poderoso, ya por sí

    mismo, ya por sus amigos, para conseguir por la fuerza lo que no podría obtener de

    otra manera; he aquí el hombre injusto. Pongamos ahora frente a frente al hombre

    de bien, cuyo carácter es franco y sencillo… Quitémosle hasta la reputación de

    hombre de bien; porque si por tal pasa, se vería como consecuencia colmado de

    honores y de bienes, y de esta manera no podremos juzgar si ama la justicia por sí

    misma o a causa de los honores y bienes que ella le proporciona. En una palabra,

    despojémosle de todo, menos de la justicia, y para que haya entre él y el injusto una

    completa oposición, que pase por el más malvado de los hombres, sin haber

    cometido jamás la más pequeña injusticia; de suerte que su virtud se vea sometida a

    las más duras pruebas, sin que se conmueva ni por la infamia ni por los malos

    tratamientos; sino que marche con paso firme por el sendero de la justicia hasta la

    muerte, pasando toda su vida por un malvado, aunque sea un hombre justo.

    Teniendo a la vista estos dos modelos, el uno de justicia, el otro de injusticia

    consumada, quiero yo que decidamos acerca de la felicidad del hombre justo y del

    injusto.

  • 11

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 1 - 3

  • 12

    Introducción

    Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) es considerado uno de los más grandes

    filósofos de todos los tiempos. Fue hijo del médico Nicómaco, nombre con el que

    también se conoce al hijo que procreó con su esclava Herpílide. Viajó a Atenas donde

    fue discípulo de Platón en la Academia. Acudió a Macedonia donde fue maestro del

    emperador Alejandro el Grande. Fundó en Atenas una escuela conocida como el

    Liceo, destinada a dar cursos de filosofía mientras paseaba con sus alumnos los

    peripatéticos. Escribió múltiples obras que abarcan casi todos los campos del

    conocimiento humano, para morir exiliado en la isla de Calcis (Eubea) a los 62 años.

    Aquí presentamos de su conocida Ética Nicomáquea, algunos pasajes del

    libro 1 (caps. 1-3), en donde, como es su costumbre, comienza por ubicar el objeto de

    su investigación. En el libro I, se retoma la idea conocida en el peripatetismo de que

    el bien, siendo el objeto de todas nuestras aspiraciones humanas, es el fin de todas

    nuestras acciones, si bien es cierto que hay grandes diferencias entre los fines que

    uno se propone, y el bien es distinto para cada una de las distintas artes y disciplinas.

    En el caso de la ética, ésta se dirige a la felicidad como fin supremo de la vida

    humana. Y debido a que la felicidad es imposible de alcanzar sin la consecución del

    bien, y el bien de los individuos se inscribe en el bienestar más amplio de la

    comunidad, la ética forma parte de la política. Por ello, el bienestar de la ciudad no

    se logra sin el bienestar de los ciudadanos.

  • 13

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 1 - 32

    1. [EL BIEN ES EL FIN DE TODAS LAS ACCIONES DEL HOMBRE]

    Todas las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu, lo mismo que todos

    nuestros actos y todas nuestras determinaciones morales, tienen al parecer siempre

    por mira algún bien que deseamos conseguir; y por esta razón ha sido exactamente

    definido el bien, cuando se ha dicho, que es el objeto de todas nuestras aspiraciones.

    Pero téngase entendido, que esto no impide que haya grandes diferencias

    entre los fines que uno se propone. A veces estos fines son simplemente los actos

    mismos que se producen; otras, además de los actos, son los resultados que nacen

    de ellos. En todas las cosas que tienen ciertos fines que trascienden de los actos, los

    resultados definitivos son naturalmente más importantes que aquellos que los

    producen. Por otra parte, como existe una multitud de actos, de artes y de ciencias

    diversas, hay otros tantos fines diferentes: por ejemplo, la salud es el fin de la

    medicina; la nave es el de la arquitectura naval; la victoria, el de la ciencia militar; la

    riqueza, el de la ciencia económica. Todos los hechos de cada orden están en general

    sometidos a una ciencia especial que los domina; y así a la ciencia de la equitación

    están subordinados el arte de la guarnicionaría y todas las concernientes al caballo;

    así como estas artes a su vez y todos los demás hechos militares están sometidos a la

    ciencia general de la guerra. Otros actos están igualmente sometidos a otras ciencias;

    y respecto de todas sin excepción, los resultados a que aspira la ciencia fundamental

    son superiores a los de las artes subordinadas; porque únicamente a causa de los

    primeros se buscan los segundos.

    Poco importa, por lo demás, que los actos mismos sean el objeto último que

    uno se proponga al obrar, o que se aspire a otro resultado más allá de estos actos,

    como en las ciencias que acabamos de citar.

    2 Aristóteles: Ética Nicomáquea, libro I, caps 2-7. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org. Recuperado el 04 de febrero de 2019.

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    2. [LA ÉTICA FORMA PARTE DE LA POLÍTICA]

    Si en todos nuestros actos hay un fin definitivo que quisiéramos conseguir por sí

    mismo, y en su vista aspirar a todo lo demás; y si, por otra parte, en nuestras

    determinaciones no podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo, lo cual

    equivaldría a perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos perfectamente

    estériles y vanos, es claro que el fin común de todas nuestras aspiraciones será el

    bien, el bien supremo. ¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla

    de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene que ser de la mayor

    importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien

    señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?

    Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que

    haciendo de él un sencillo bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte forma

    parte.

    Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de

    la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas; y esta es precisamente

    la ciencia política. Ella es, en efecto, la que determina cuáles sondas ciencias

    indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los ciudadanos

    deben aprender, y hasta qué grado deban poseerlas. Además, es preciso observar,

    que las ciencias más estimadas están subordinadas a la Política; me refiero a la

    ciencia militar, a la ciencia administrativa, a la Retórica. Como ella se sirve de todas

    las ciencias prácticas y prescribe también en nombre de la ley lo que se debe hacer y

    lo que se debe evitar, podría decirse, que su fin abraza los fines diversos de todas las

    demás ciencias; y por consiguiente el de la política será el verdadero bien, el bien

    supremo del hombre. Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el

    individuo y para el Estado. Sin embargo, procurar y garantizar el bien del Estado,

    parece cosa más acabada y más grande; y si el bien es digno de ser amado, aunque

    se trate de un sólo ser, es, no obstante, más bello, más divino, cuando se aplica a toda

    una Nación, cuando se aplica a Estados enteros.

    Por lo tanto, en el presente tratado estudiaremos todas estas cuestiones, que

    forman casi un tratado político.

  • 15

    3. [LA CIENCIA POLÍTICA NO ES UNA CIENCIA EXACTA]

    Habremos dicho en esta materia todo cuanto es posible si logramos tratarla con toda

    la claridad que ella permite. Pero en todas las obras del espíritu no debe exigirse una

    precisión igual a la que se exige en las obras de mano; porque el bien y lo justo,

    objetos que estudia la ciencia política, dan lugar a opiniones de tal manera

    divergentes y de tal manera laxas, que se ha llegado hasta sostener, que lo justo y el

    bien existen únicamente en virtud de la ley, y que no tienen ningún fundamento en

    la naturaleza. Por otra parte, si los bienes mismos suscitan tan gran diversidad de

    opiniones y tantos errores, es porque sucede con mucha frecuencia que los hombres

    sólo sacan mal de tales bienes, y se ha visto a menudo perecer algunos a causa de sus

    riquezas, como perecían otros por su valor. Así, pues, cuando se trata de un asunto

    de este género y se parte de tales principios, es preciso saber contentarse con un

    bosquejo un poco grosero de la verdad; y además, como se razona sobre hechos

    generales y ordinarios, sólo deben sacarse consecuencias del mismo orden y también

    generales. De aquí que deba acogerse con indulgente reserva todo lo que habremos

    de decir. Un espíritu ilustrado no debe exigir en cada género de objetos más precisión

    que la que permita la naturaleza misma de la cosa de que se trate; y tan irracional

    sería exigir de un matemático una mera probabilidad, como exigir de un orador

    demostraciones en forma.

    Siempre hay razón para juzgar de aquello que se conoce, y respecto de ello es

    uno un buen juez. Mas para juzgar de un objeto especial, es preciso conocer

    especialmente este objeto, y para juzgar bien de una manera general, es preciso

    conocer el conjunto de las cosas. He aquí por qué la juventud es poco a propósito

    para hacer un estudio serio de la política, puesto que no tiene experiencia de las cosas

    de la vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política y de las que

    deduce sus teorías. Debe añadirse, que la juventud que sólo escucha la voz de sus

    pasiones, en vano oiría tales lecciones, y ningún provecho sacaría de ellas, puesto

    que el fin que se propone la ciencia política no es el simple conocimiento de las cosas,

    sino que es ante todo un fin práctico. Cuando digo juventud, quiero decir, lo mismo

    la juventud del espíritu que la juventud de la edad, sin que bajo esta relación haya

    diferencia, porque el defecto que yo señalo no tiene que ver con el tiempo que se ha

  • 16

    vivido, sino que se refiere únicamente al que se vive bajo el imperio de la pasión, sin

    dejarse, nunca guiar sino por ella en la prosecución de sus deseos. Para los espíritus

    de este género, el conocimiento de las cosas es completamente infecundo, tanto

    como lo es en los que a consecuencia de un exceso pierden la posesión de sí mismos.

    Por lo contrario, los que arreglan sus deseos y sus actos solamente según la razón,

    pueden aprovechar mucho en el estudio de la política.

    Pero limitémonos a estas ideas preliminares por lo que hace al carácter de los

    que quieren cultivar esta ciencia, a la manera de recibir sus lecciones y al fin que aquí

    nos proponemos.

  • 17

    FRIEDRICH NIETZSCHE: Fragmentos escogidos

  • 18

    Introducción

    Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) fue un filólogo, poeta, compositor y

    filósofo alemán. Nació cerca de Leipzig en el seno de una familia de pastores

    protestantes, hasta que la lectura de El mundo como voluntad y representación de

    Schopenhauer y su paso por el ambiente universitario de las Universidades de

    Leipzig y Bonn le ocasionaron serias dudas sobre el cristianismo y luego una ruptura

    total con él. Obtuvo su cátedra en Basilea, pero ejerció poco porque entró a la guerra

    franco-prusiana como voluntario, cuando su salud ya era muy precaria. Después de

    una existencia trágica murió de demencia o parálisis cerebral en 1900.

    Enseguida presentamos algunos fragmentos éticos tomados de tres de sus

    más famosas obras. Se abre la exposición de su obra con un fragmento sobre la

    verdad como ilusión, para después tratar en Humano, demasiado humano, acerca

    de la posibilidad de hablar en moral de un saber altruista que mira a un sacrificio sin

    interés. En su Genealogía de la moral ubica el origen de la culpa en una deuda

    contraída con aquel a quien se daña. Como estar endeudado resulta un mal, y la culpa

    es cierta deuda, Nietzsche propone saldar las deudas tenidas, lográndose con ello

    evitar el sufrimiento que toda culpa genera. Finalmente, en Así habló Zaratustra se

    sirve del lenguaje metafórico para explicar la relación entre el espíritu del león

    (voluntad) que representa la verdadera creación libre, y el del gran dragón (deber)

    que simboliza a un animal de carga que renuncia al derecho de crear nuevos valores.

  • 19

    Sobre verdad y mentira en sentido extramoral

    §13

    ¿Qué es entonces la verdad? Una multitud movediza de metáforas, metonimias,

    antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas

    enaltecidas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un

    uso prolongado, a un pueblo le parecen firmes, canónicas y obligatorias; las verdades

    son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han agotado y

    han perdido su fuerza, monedas que han perdido su troquel y no son ya consideradas

    monedas, sino metal.

    Humano, demasiado humano

    Primer tratado: de las primeras y las últimas cosas

    §57 La moral como autoescisión del hombre4

    Un buen autor, que de veras se compromete con su obra, quiere que aparezca otro y

    lo eclipse, exponiendo con mayor claridad la misma causa y resolviendo

    definitivamente los problemas que le conciernen. La doncella amante quisiera

    refrendar la devota fidelidad de su amor en la infidelidad del amado. El soldado

    quisiera dar la vida por su patria en el campo de batalla: pues en la victoria triunfan

    su patria y sus más elevados deseos. La madre da a su hijo aquello de lo que se

    despoja a sí misma —el sueño, la mejor comida, incluso a veces la salud y los

    bienes—. Pero ¿son todas estas disposiciones altruistas? ¿Son estas acciones morales

    milagros en tanto que, como dice Schopenhauer, son “imposibles y, con todo,

    reales”? ¿No es evidente que en todos estos casos el hombre ama algo de sí mismo,

    un pensamiento, un anhelo, una creación, más de lo que ama otra parte de sí mismo?

    ¿Tampoco que escinde su ser y sacrifica una parte de él por otra? ¿Es algo realmente

    distinto de cuando un testarudo dice: “prefiero que me maten a tiros antes que ceder

    3 Nietzsche: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Traducción de José María Llovet. 4 Nietzsche: Humano demasiado humano. Traducción de José María Llovet.

  • 20

    un palmo ante este hombre”? En todos estos casos está presente una inclinación

    hacia algo (deseo, instinto, aspiración); ceder ante ella, con todas sus consecuencias,

    no es, de modo alguno, “altruista”. En cuestiones morales el hombre se trata a sí

    mismo no como individuum, sino como dividuum.

    La genealogía de la moral

    Segundo tratado: culpa, mala conciencia y otras cosas afines

    §25

    Precisamente ésta es la larga historia del origen de la responsabilidad. La tarea de

    criar un animal al que le sea lícito prometer implica como condición y preparación

    suya —ya lo hemos comprendido— la tarea más concreta de hacer primero al hombre

    hasta cierto punto necesario, uniforme, igual en iguales circunstancias, regular, y por

    tanto, calculable. El enorme trabajo de lo que ha sido denominado por mí (cf. Aurora, pp. 7, 13, 16), el auténtico trabajo del hombre sobre sí

    mismo en la época más larga del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene

    aquí su sentido, su gran justificación, por mucho de dureza, tiranía, embotamiento

    intelectual e idiocia que le sean inherentes: medianamente la eticidad de las

    costumbres y la camisa de fuerza social, el hombre es hecho realmente calculable.

    Coloquémonos en cambio al final del enorme proceso, allí donde el árbol produce

    finalmente sus frutos, donde la sociedad y su eticidad de la costumbre dan a luz

    finalmente a aquello para lo que no eran más que el medio: encontramos entonces,

    como el fruto más maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo que sólo

    es igual a sí mismo, que se ha librado de la eticidad de la costumbre, al individuo

    autónomo y sobremoral (pues y son términos mutuamente

    excluyentes), en suma, al hombre de voluntad larga, propia e independiente, al

    hombre al que le es lícito prometer, y en él una conciencia orgullosa, palpitante en

    todos los músculos, de qué es lo que por fin se ha conseguido ahí, y se ha encarnado

    en él, una auténtica conciencia de poder y libertad, un sentimiento de haber llegado

    5 Nietzsche: La genealogía de la moral. Tomado de la edición de la Biblioteca Virtual Universal (http://www.biblioteca.org.ar). Recuperado el 15 de abril de 2014.

  • 21

    a la plenitud del hombre como tal. Este liberado, al que realmente le es lícito

    prometer, este señor de la voluntad libre, este soberano ¿cómo no iba a saber qué

    superioridad tiene con ello respecto de todo aquello a lo que no es lícito prometer ni

    responder de sí, cuánta confianza, cuánto miedo, cuánta reverencia despierta —

    estas tres cosas— y cómo con este dominio sobre sí mismo también ha

    sido puesto en sus manos necesariamente el dominio sobre las circunstancias, sobre

    la naturaleza y sobre todas las criaturas de voluntad más corta y menos de fiar? El

    hombre , el propietario de una voluntad larga e inquebrantable, en esa

    posición tiene también su medida de valor: mirando desde sí hacia los otros honra

    o desprecia, e igual de necesariamente que honra a quienes son iguales, a los fuertes

    y fiables (a aquellos a quienes les es lícito prometer) —esto es, a todo el que promete

    como un soberano, difícilmente, rara vez, lentamente, al que es avaro de su

    confianza, al que galardona cuando confía, porque se sabe lo suficientemente fuerte

    para mantenerla contra infortunio, incluso —, igual de

    necesariamente tendrá preparado un puntapié para los enclenques tarambanas que

    prometen sin que les sea lícito hacerlo, y una vara para el mentiroso que rompe su

    palabra ya en el instante en el que la pronuncia. El orgulloso saber del extraordinario

    privilegio de la responsabilidad, la conciencia de esta rara libertad, de este poder

    sobre sí mismo y el destino, se ha hundido en él hasta su más honda profundidad, y

    se ha convertido en un instinto, en un instinto dominante: ¿qué nombre dará a ese

    instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para designarlo? No hay

    duda: este hombre soberano lo llama su conciencia.

    §4

    Pero ¿cómo ha venido al mundo esa otra , la conciencia de la culpa,

    toda la ? Y aquí volvemos a nuestros genealogistas de la moral.

    Digámoslo una vez más (¿o acaso no lo he dicho aún?): son unos ineptos. Dos o tres

    palmos de experiencia propia, meramente ; ningún saber del pasado y

    nada de voluntad de saber de él; todavía menos un instinto histórico, una que aquí es especialmente necesaria, y sin embargo hacer historia de la

  • 22

    moral: esto tiene que terminar, y es justo que así suceda, en los resultados que están

    con la verdad en una relación más que tirante. Estos genealogistas de la moral que

    ha habido hasta ahora ¿han atisbado siquiera, aunque sólo sea en sueños, que por

    ejemplo ese concepto moral básico de puede tener su origen en el muy

    material concepto de ? ¿O que el castigo, en tanto que estriba en pagar con

    la misma moneda, se ha desarrollado totalmente al margen de cualquier

    presuposición sobre la libertad o la falta de libertad de voluntad? Y ello hasta tal

    punto que más bien ese necesario haber llegado primero a un elevado grado de

    hominización para que el animal empiece a practicar estas

    diferenciaciones, mucho más primitivas, entre , ,

    , y sus opuestos, y a tenerlas en cuenta a la hora de asignar las

    penas. Esa idea es ahora tan asequible y que nos parece tan natural, tan inevitable, y

    que probablemente ha tenido que servir para explicar incluso cómo ha llegado a

    darse en este mundo el sentimiento de justicia, a saber, la idea de que , es realmente una

    forma del juzgar y extraer conclusiones humano que se ha alcanzado sumamente

    tarde, e incluso se advierte en ella un astuto refinamiento. Quien sitúa esa idea en

    los comienzos, atenta con mano muy torpe contra la psicología de la humanidad

    primitiva. Durante el más largo período de la historia humana no se ha castigado en

    modo alguno porque se hiciese responsable de su acción al causante de los males,

    por tanto no desde la presuposición de que sólo se debe castigar al culpable, sino

    antes bien del mismo modo que todavía ahora los padres castigan a sus hijos, a saber,

    a impulsos de ira provocada por haber sufrido un daño y que se descarga en la

    persona del dañador, por más que esa ira se mantiene dentro de ciertos límites y se

    modifica mediante la idea de que todo daño tiene en algún sitio su equivalente y

    realmente se puede pagar por él, incluso aunque sea mediante un dolor que sufra el

    dañador. ¿De dónde se ha sacado su poder esa idea viejísima, profundamente

    enraizada y que quizá ya no se pueda desarraigar nunca, la idea de una equivalencia

    entre daño y dolor? Ya lo he dejado traslucir: de la relación contractual entre

    acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia misma de

  • 23

    Derecho>, y que por su parte remite a las formas básicas de la compra, la venta, el

    trueque y en general el tráfico comercial.

    §6

    En esta esfera, en el derecho de las obligaciones, por tanto, está el foco de donde

    surge el mundo de conceptos morales como los de , , ,

    : su comienzo, al igual que el comienzo de todo lo que es

    grande en este mundo, ha sido regado con sangre a fondo y durante largo tiempo. ¿Y

    no se podría añadir que en el fondo ese mundo de conceptos nunca ha perdido ya del

    todo un cierto olor a sangre y a tortura? (no ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo

    categórico huele a crueldad…). Aquí es donde se trabó por primera vez aquella

    conexión de ideas entre o por un lado y por otro,

    que tan inquietante es y que quizá ya no se pueda deshacer. Preguntémoslo otra vez:

    ¿en qué medida puede ser el sufrimiento la satisfacción de una ? En la

    medida en que el perjudicado, a cambio del perjuicio y del displacer por él causado,

    obtenía un extraordinario contra-disfrute: el de hacer sufrir, una auténtica fiesta,

    algo que, como hemos dicho, tenía una cotización más alta cuanto mayor fuese su

    contraposición con el rango y la posición social del acreedor. Todo esto a modo de

    conjetura, ya que es difícil ver el fondo de estas cosas subterráneas, prescindiendo

    de que resulta penoso, y quien a este respecto ponga toscamente sobre el tapete el

    concepto de , más que facilitar la mirada lo que estará haciendo es

    obstaculizarla y oscurecerla (pues la venganza remite a su vez precisamente al mismo

    problema: ). Me parece que

    repugna a la delicadeza de estos mansos animales domésticos (es decir, de los

    hombres modernos, es decir, de nosotros mismos), y todavía más a su tartufería,

    representarse con toda su fuerza hasta qué punto la crueldad constituye la gran

    alegría festiva de la humanidad primitiva e incluso está mezclada con el ingrediente

    de casi todas sus alegrías, así como, por otra parte, representarse con qué

    ingenuidad, con qué inocencia comparece su necesidad de crueldad, con qué

    convencimiento considera precisamente la (o, para decirlo

  • 24

    con Spinoza, la sympathia malevolens) como una característica normal del hombre:

    ¡como algo, por tanto, a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Una mirada

    dotada de cierta profundidad quizá podría percibir todavía ahora bastante de esa

    alegría festiva del hombre, que es de todas ellas la más vieja y la que más a fondo va:

    en Más allá del bien y del mal, pp. 117 y ss. (ya antes en la Aurora, pp. 17, 18 y 102)

    he señalado con dedo cauteloso la siempre creciente espiritualización y

    de la crueldad que atraviesa toda la historia de la cultura superior (y

    que, en un sentido no poco importante, incluso la constituye). En todo caso, todavía

    no hace demasiado tiempo que no se concebía una boda principesca o una fiesta

    popular de gran estilo sin ejecuciones, torturas o por ejemplo un auto de fe, e

    igualmente ninguna casa noble sin seres en los que se pudiese descargar sin reparo

    alguno la maldad y el gusto por las burlas crueles (recuérdese por ejemplo a Don

    Quijote en la corta de la duquesa: en la actualidad leemos todo el Quijote con un

    regusto amargo en la boca, sintiéndonos casi torturados, con lo que les resultaríamos

    muy extraños e incomprensibles a su autor y a su época: ellos lo leían, con la mejor

    de las conciencias, como el más divertido de los libros, casi se morían de risa con él).

    Ver sufrir sienta bien, hacer sufrir todavía mejor: esta es una afirmación dura, un

    viejo y poderoso principio fundamental humano-demasiado humano, que por lo

    demás, puede que también los monos suscribirían; no en vano se cuenta que en la

    ideación de rebuscadas crueldades ya anuncian profusamente al hombre, y por así

    decir, lo preludian. Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más vieja y larga

    historia del hombre ¡y también en el castigo hay tanto de festivo!

    Así habló Zaratustra

    II. 15. De las mil y una metas y de la única meta6

    Muchos países han visto Zaratustra, y muchos pueblos: así ha descubierto el bien y

    el mal de muchos pueblos. Ningún poder mayor ha encontrado Zaratustra en la tierra

    6 Nietzsche: Así habló Zaratustra. Tomado del sitio Wikisource: http://es.wikisource.org/wiki/As%C3%AD_habl%C3%B3_Zaratustra. Recuperado el 18 de abril de 2014.

  • 25

    que las palabras bueno y malvado (…) Una tabla de valores está suspendida sobre

    cada pueblo. Mira, es la tabla de sus superaciones; mira, es la voz de su voluntad de

    poder (…) En verdad, los hombres se han dado a sí mismos todo su bien y mal. En

    verdad, no lo tomaron, no lo encontraron, no les cayó como una voz del cielo. Valores

    colocó primero el hombre en las cosas, para conservarse ¡él creó primero el sentido

    de las cosas, un sentido de hombres! Por ello se llama ‘hombre’, es decir: el

    valorizado. Valorar es crear: ¡oídlo, creadores! El valorar mismo es el tesoro y la joya

    de todas las cosas valoradas. Sólo por el valorar existe el valor: y sin el valorar estaría

    vacía la nuez de la existencia.

    II. 1. De las tres transformaciones

    Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en

    camello, y en león el camello, y en niño, al final, el león. Hay muchas cosas pesadas

    para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga, en el que habita el respeto: cosas

    pesadas y las más pesadas desea su fortaleza. ¿Qué es pesado?, así pregunta el

    espíritu de carga, y baja las rodillas, igual que el camello, y quiere estar bien cargado.

    ¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo lo tome

    sobre mí y me alegre de mi fortaleza. ¿Acaso esto no es: rebajarse para hacer daño a

    su altivez? ¿Dejar iluminar su locura para burlarse de su sabiduría? ¿O acaso es:

    separarnos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir a altas montañas

    para tentar al tentador? ¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del

    conocimiento y por amor a la verdad sufrir hambre en el alma? ¿O acaso es: estar

    enfermo y enviar a casa a los consoladores? ¿Hacer amistad con sordos, que jamás

    oyen lo que tú quieres? ¿O sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la

    verdad, y no apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos? ¿O acaso es: amar a

    quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere atemorizarnos?

    Todas esas cosas, las más pesadas, toma sobre sí el espíritu de carga: al igual que el

    camello que cargado se apresura al desierto, así se apresura él a su desierto. Pero en

    lo más solitario del desierto ocurre la segunda transformación: el espíritu aquí se

    convierte en león, quiere atrapar la libertad y ser señor en su propio desierto. Aquí

  • 26

    busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios,

    luchará por la victoria con el gran dragón. ¿Cuál es el gran dragón, al que el espíritu

    no quiere llamar ya señor ni dios? El gran dragón se llama “Tú debes”. Pero el

    espíritu del león dice “yo quiero”. El “Tú debes” le yace en el camino, como un animal

    escamoso de áureo fulgor, y sobre cada escama brilla áureamente “¡Tú Debes!”.

    Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los

    dragones habla así: “Todo el valor de las cosas – brilla en mí. Todo valor ha sido ya

    creado, y todo valor creado —soy yo. ¡En verdad, no debe haber más ningún ‘Yo

    quiero’!”. Así habla el dragón.

    Hermanos míos, ¿para qué se requiere del león en el espíritu? ¿No basta el

    animal de carga, que renuncia y es respetuoso? Crear valores nuevos —tampoco el

    león es aún capaz de eso: mas crearse libertad para nuevas creaciones— de eso es

    capaz el poder del león. Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para

    eso, hermanos míos, se requiere del león. Tomarse el derecho de nuevos valores —

    ése es el tomar más horrible para un espíritu de carga y respetuoso—. En verdad, eso

    es para él robar, y cosa propia de un animal de rapiña.

    Como su cosa más santa amó él en otro tiempo el —Tú debes—: ahora tiene

    que encontrar ilusión y arbitrariedad incluso en lo más santo, de modo que robe el

    estar libre de su amor: para este robo se requiere del león. Pero decidme, hermanos

    míos, ¿de qué es capaz el niño que ni siquiera el león ha podido ser capaz? ¿Por qué

    el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un

    nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer

    movimiento, un santo decir sí.

    Sí, para el juego del crear, hermanos míos, se requiere de un santo decir

    sí: su voluntad quiere ahora el espíritu, el perdedor del mundo se gana su mundo.

    Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se

    convirtió en camello, y en león el camello, y el león, al final, en niño.

    Así habló Zaratustra. Y por aquel entonces residía en la ciudad que es llamada:

    la Vaca multicolor.

  • 27

    EPICURO DE SAMOS: Carta a Meneceo

  • 28

    Introducción

    Epicuro de Samos (341- c. 270 a.C.), filósofo griego, fue el fundador de la escuela del

    Jardín (kêpos). Como Aristóteles, piensa que el fin de la vida humana es la felicidad,

    pero a diferencia de él, identifica la felicidad y el bien con el placer. Eso no quiere

    decir, sin embargo, que la vida feliz sea para Epicuro aquella en la que se disfrutan

    los placeres más intensos y variados de forma continua: al contrario, piensa que la

    vida feliz será más bien una vida austera. Establece una diferencia entre los placeres

    cinéticos y los placeres catastemáticos. Lo placeres cinéticos son aquellos que se

    obtienen mediante la actividad que conduce a la satisfacción de un apetito, como el

    dormir o comer. Los placeres catastemáticos, en cambio, son los estados en los cuales

    se encuentra quien no padece dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. De acuerdo

    con Epicuro, quien quiera alcanzar la felicidad debe enfocarse en los placeres

    catastemáticos.

    De su obra hemos seleccionado aquí la Carta a Meneceo, en la que está

    suficientemente expuesto el papel que otorga al placer como un bien apropiado a la

    naturaleza humana. Aunque el dolor es un mal, no siempre ha de ser evitado, pues

    cabe servirse del mal para algo bueno. Conforme al ideal de la filosofía epicúrea,

    consistente en una vida que permita a los seres humanos satisfacer sus necesidades

    fundamentales, Epicuro propone llevar un régimen de vida simple y no lujoso para

    alcanzar la salud, acompañado del razonamiento y la prudencia que impiden dejarse

    llevar por las simples opiniones, al punto que el cultivo de las virtudes produce placer

    y a su vez el placer es compatible con las virtudes.

  • 29

    EPICURO DE SAMOS: Carta a Meneceo7

    Epicuro a Meneceo, salud.

    Que nadie, por joven, tarde en filosofar, ni, por viejo, de filosofar se canse. Pues para

    nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma.

    El que dice que aún no ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó es semejante al

    que dice que la hora de la felicidad no viene o que ya no está presente. De modo que

    han de filosofar tanto el joven como el viejo; uno, para que, envejeciendo, se

    rejuvenezca en bienes por la gratitud de los acontecidos, el otro, para que, joven, sea

    al mismo tiempo anciano por la ausencia de temor ante lo venidero. Es preciso, pues,

    meditar en las cosas que producen la felicidad, puesto que, presente ésta, lo tenemos

    todo, y, ausente, todo lo hacemos para tenerla.

    Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas y medítalas,

    admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. Primeramente, estimando al

    dios como un viviente incorruptible y dichoso, como lo ha inscrito [en nosotros] la

    noción común de dios, no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la

    dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la

    incorruptibilidad, opínalo a su propósito. Pues, ciertamente, los dioses existen: en

    efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima

    vulgo; porque éste no preserva tal cual lo que de ellos sabe. Y no es impío el que

    rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo.

    Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino

    suposiciones falsas. De acuerdo con ellas, de los dioses vienen los más grandes daños

    y beneficios. Pues habituados a sus propias virtudes en todo momento, acogen a sus

    semejantes, considerando como extraño todo lo que no es de su índole.

    Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada en relación con nosotros.

    Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la muerte es privación

    de sensación. De aquí [se sigue] que el recto conocimiento de que la muerte no es

    nada en relación a nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida, no

    7 Epicuro: Carta a Meneceo, traducción de Pablo Oyarzún, Onomazein 4 (1999).

  • 30

    añadiéndole un tiempo ilimitado, sino apartándole el anhelo de inmortalidad. Pues

    no hay nada temible en el vivir para aquel que ha comprendido rectamente que no

    hay nada temible en el no vivir. Necio es, entonces, el que dice temer la muerte, no

    porque sufrirá cuando esté presente, sino porque sufre de que tenga que venir. Pues

    aquello cuya presencia no nos atribula, al esperarlo nos hace sufrir en vano.

    Así, el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación con

    nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la

    muerte está presente, nosotros no somos más. Ella no está, pues, en relación ni con

    los vivos ni con los muertos, porque para unos no es, y los otros ya no son. Pero el

    vulgo unas veces huye de la muerte como el mayor de los males, otras la

    como el término de los del vivir. no teme el no vivir:

    pues ni le pesa el vivir ni estima que sea algún mal el no vivir. Y así como no elige en

    absoluto el alimento más abundante, sino el más agradable, así también no es el

    tiempo más largo, sino el más placentero el que disfruta. El que recomienda al joven

    vivir bien, y al viejo bien morir, es necio, no sólo por lo agradable de la vida, sino

    también porque es el mismo el cuidado de vivir bien y de morir bien. Pero mucho

    peor es el que dice que bueno es no haber nacido, o, habiendo nacido, franquear

    cuanto antes las puertas del Hades.

    Pues si está convencido de lo que dice, ¿cómo es que no abandona la vida?

    Porque eso está a su disposición, si es que lo ha querido firmemente; pero si bromea,

    es frívolo en cosas que no lo admiten.

    Ha de recordarse que el futuro ni

    completamente no nuestro, a fin de que no lo esperemos con total certeza como si

    tuviera que ser, ni desesperemos de él como si no tuviera que ser en absoluto.

    Consideremos, además, que, de los deseos, unos son naturales, otros vanos, y

    de los naturales, unos son necesarios, otros sólo naturales; de los necesarios, unos

    son necesarios para la felicidad, otros para la ausencia de malestar del cuerpo, otros

    para el vivir mismo. Pues una consideración no descaminada de éstos sabe referir

    toda elección y rechazo a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad ,

    puesto que esto es el fin de la vida venturosa. En efecto, es en virtud de esto que

    hacemos todo, para no padecer dolor ni turbación. Y una vez ha surgido esto en

  • 31

    nosotros, se apacigua toda tempestad del alma, no teniendo el viviente que ir más

    allá como hacia algo que le hace falta, ni buscar otra cosa con la cual completar el

    bien del alma y del cuerpo. Porque nos ha menester el placer cuando, por no estar

    presente, padecemos dolor; no nos es preciso

    el placer.

    Y por esto que decimos que el placer es principio y fin del vivir venturoso. Pues

    a éste lo hemos reconocido como el bien primero y congénito, y desde él iniciamos

    toda elección y rechazo, y en él rematamos al juzgar todo bien con arreglo a la

    afección como criterio. Y como es el bien primero y connatural, por eso no elegimos

    todo placer, sino que a veces omitimos muchos placeres, cuando de éstos se

    desprende para nosotros una molestia mayor; y consideramos muchos dolores

    preferibles a placeres, cuando se sigue para nosotros un placer mayor después de

    haber estado sometidos largo tiempo a tales dolores. Todo placer, pues, por tener

    una naturaleza apropiada [a la nuestra], es un bien; aunque no todo placer ha de ser

    elegido; así también todo dolor es un mal, pero no todo [dolor] ha de ser por

    naturaleza evitado siempre. Debido a ello, es por el cálculo y la consideración tanto

    de los provechos como de las desventajas que conviene juzgar todo esto. Pues en

    algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal, y, a la inversa, del

    mal como un bien.

    Y estimamos la autosuficiencia como un gran bien, no para que en todo

    momento nos sirvamos de poco, sino para que, si no tenemos mucho, con poco nos

    sirvamos, enteramente persuadidos de que gozan más dulcemente de la abundancia

    los que menos requieren de ella, y que todo lo natural es fácil de lograr, pero que lo

    vano es difícil de obtener. Los alimentos simples conllevan un placer igual al de un

    régimen lujoso, una vez que se ha suprimido el dolor [que provoca] la carencia; y el

    pan y el agua proporcionan un placer supremo cuando se los ingiere necesitándolos.

    Por lo tanto, el hábito de regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer

    la salud, hace al hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone

    en mejor disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos, y nos

    prepara libres de temor ante la suerte.

  • 32

    Entonces, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los

    disolutos ni a los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o

    no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en

    el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni las bebidas ni los banquetes continuos, ni

    el goce de muchachos y mujeres, ni de los pescados y todas las otras cosas que trae

    una mesa suntuosa, engendran la vida grata, sino el sobrio razonamiento que indaga

    las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por las cuales se

    posesiona de las almas la agitación más grande.

    El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia. Por eso, más

    preciada incluso que la filosofía resulta ser la prudencia, de la cual nacen todas las

    demás virtudes, pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin

    [vivir] juiciosa, honesta y justamente, sin [vivir] placenteramente. En efecto, las virtudes son connaturales con el

    vivir placentero y el vivir placentero es inseparable de ellas.

    Pues ¿a quién estimas superior? ¿A aquel que sobre los dioses tiene opiniones

    piadosas, que, acerca de la muerte, está en todo momento sin temor, que ha tomado

    en consideración el fin de la naturaleza, haciéndose cargo, por una parte, de que el

    límite de los bienes es fácil de satisfacer y de lograr, y, por otra parte, que el de los

    males, o es breve en tiempo o en sufrimiento? Que se de aquello que algunos

    introducen como déspota de todo, , otras del azar, y otras de nosotros mismos, pues ve que la necesidad

    es irresponsable, que el azar es inestable, mientras que lo que de nosotros depende

    no tiene otro amo, y que naturalmente le acompaña la censura o su contrario (pues

    mejor sería hacer caso a [lo que dice] el mito sobre los dioses que hacerse esclavos

    del destino de los físicos: en efecto, con uno se esboza la esperanza de obtener el favor

    de los dioses honrándolos, mientras que el otro trae una necesidad inexorable), que

    no toma el azar ni por un dios, como estima el vulgo (pues nada obra un dios

    desordenadamente), ni por una causa endeble (pues cree que el bien y el mal

    se les den a los hombres a partir de aquél con vistas al vivir venturoso, aunque dé

    lugar a los principios de grandes bienes y males), que considera preferible ser

  • 33

    desafortunado razonando bien que afortunado razonando mal, si bien lo mejor es

    que en las acciones lo bien juzgado prospere con su ayuda.

    Estas cosas, pues, y las que les son afines, medítalas noche y día dentro de ti

    con quien sea semejante a ti, y nunca, ni en vigilia ni en sueño, padecerás

    turbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece

    a un viviente mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.

  • 34

    JOHN STUART MILL: Utilitarianism (chapter 2: “What Utilitarianism is”)

  • 35

    Introducción

    John Stuart Mill (1806- 1873), filósofo, economista y político inglés. Importante

    teórico del utilitarismo, conocida doctrina que también da nombre a la obra de la

    que aquí presentamos un pasaje del cap. 2, en que plantea que la utilidad como

    fundamento de la moral. Aunque reconoce que la palabra “utilidad” no siempre ha

    corrido la mejor suerte, Mill ve en la utilidad el principio de la felicidad, la cual

    entiende como el placer o ausencia de dolor y la infelicidad como el dolor o falta de

    placer. Así, las cosas son deseables por el placer que producen o por ser medios para

    evitar el dolor. Al igual que Epicuro, la postura hedonista de Mill es una variante del

    relativismo y del individualismo, pues la felicidad depende de cada persona que

    sienta placer.

    En un momento posterior, Mill reconoce la existencia de distintos tipos de

    placeres, dando preferencia a los mentales sobre los corporales, pues la dignidad

    humana y el juicio de los conocedores experimentados lleva a reconocer que pocos

    individuos consentirían convertirse en alguno de los animales inferiores o en un ser

    egoísta y depravado. Y así, el utilitarismo sólo alcanzaría sus objetivos mediante el

    cultivo general de la nobleza de las personas, lo que hace más felices a los demás y el

    mundo en general saldría ganando con ello. Finalmente, ante la objeción de los que

    aseguran que el fin de la acción humana no puede constituirlo dicha felicidad, por

    ser algo inalcanzable y prescindible, Mill considera que ésta es posible, pues varios

    males de la vida son superables y la felicidad es un bien en sí mismo.

  • 36

    JOHN STUART MILL: Utilitarianism

    (chapter 2: What Utilitarianism is)8

    The creed which accepts as the foundation of morals, Utility, or the Greatest

    Happiness Principle, holds that actions are right in proportion as they tend to

    promote happiness, wrong as they tend to produce the reverse of happiness. By

    happiness is intended pleasure, and the absence of pain; by unhappiness, pain, and

    the privation of pleasure. To give a clear view of the moral standard set up by the

    theory, much more requires to be said; in particular, what things it includes in the

    ideas of pain and pleasure; and to what extent this is left an open question. But these

    supplementary explanations do not affect the theory of life on which this theory of

    morality is grounded- namely, that pleasure, and freedom from pain, are the only

    things desirable as ends; and that all desirable things (which are as numerous in the

    utilitarian as in any other scheme) are desirable either for the pleasure inherent in

    themselves, or as means to the promotion of pleasure and the prevention of pain.

    Now, such a theory of life excites in many minds, and among them in some of

    the most estimable in feeling and purpose, inveterate dislike. To suppose that life has

    (as they express it) no higher end than pleasure- no better and nobler object of desire

    and pursuit they designate as utterly mean and groveling; as a doctrine worthy only

    of swine, to whom the followers of Epicurus were, at a very early period,

    contemptuously likened; and modern holders of the doctrine are occasionally made

    the subject of equally polite comparisons by its German, French, and English

    assailants.

    When thus attacked, the Epicureans have always answered, that it is not they,

    but their accusers, who represent human nature in a degrading light; since the

    accusation supposes human beings to be capable of no pleasures except those of

    which swine are capable. If this supposition were true, the charge could not be

    gainsaid, but would then be no longer an imputation; for if the sources of pleasure

    were precisely the same to human beings and to swine, the rule of life which is good

    8 John Stuart Mill: Utilitarianism (1869), texto original en inglés tomado de http://en.wikisource.org/wiki/Utilitarianism. Recuperado el 23 de mayo de 2014.

  • 37

    enough for the one would be good enough for the other. The comparison of the

    Epicurean life to that of beasts is felt as degrading, precisely because a beast's

    pleasures do not satisfy a human being's conceptions of happiness. Human beings

    have faculties more elevated than the animal appetites, and when once made

    conscious of them, do not regard anything as happiness which does not include their

    gratification. I do not, indeed, consider the Epicureans to have been by any means

    faultless in drawing out their scheme of consequences from the utilitarian principle.

    To do this in any sufficient manner, many Stoic, as well as Christian elements require

    to be included. But there is no known Epicurean theory of life which does not assign

    to the pleasures of the intellect, of the feelings and imagination, and of the moral

    sentiments, a much higher value as pleasures than to those of mere sensation. It

    must be admitted, however, that utilitarian writers in general have placed the

    superiority of mental over bodily pleasures chiefly in the greater permanency, safety,

    uncostliness, etc., of the former- that is, in their circumstantial advantages rather

    than in their intrinsic nature. And on all these points utilitarians have fully proved

    their case; but they might have taken the other, and, as it may be called, higher

    ground, with entire consistency. It is quite compatible with the principle of utility to

    recognize the fact, that some kinds of pleasure are more desirable and more valuable

    than others. It would be absurd that while, in estimating all other things, quality is

    considered as well as quantity, the estimation of pleasures should be supposed to

    depend on quantity alone.

    If I am asked, what I mean by difference of quality in pleasures, or what makes

    one pleasure more valuable than another, merely as a pleasure, except its being

    greater in amount, there is but one possible answer. Of two pleasures, if there be one

    to which all or almost all who have experience of both give a decided preference,

    irrespective of any feeling of moral obligation to prefer it, that is the more desirable

    pleasure. If one of the two is, by those who are competently acquainted with both,

    placed so far above the other that they prefer it, even though knowing it to be

    attended with a greater amount of discontent, and would not resign it for any

    quantity of the other pleasure which their nature is capable of, we are justified in

  • 38

    ascribing to the preferred enjoyment a superiority in quality, so far outweighing

    quantity as to render it, in comparison, of small account.

    Now it is an unquestionable fact that those who are equally acquainted with,

    and equally capable of appreciating and enjoying, both, do give a most marked

    preference to the manner of existence which employs their higher faculties. Few

    human creatures would consent to be changed into any of the lower animals, for a

    promise of the fullest allowance of a beast's pleasures; no intelligent human being

    would consent to be a fool, no instructed person would be an ignoramus, no person

    of feeling and conscience would be selfish and base, even though they should be

    persuaded that the fool, the dunce, or the rascal is better satisfied with his lot than

    they are with theirs. They would not resign what they possess more than he for the

    most complete satisfaction of all the desires which they have in common with him.

    If they ever fancy they would, it is only in cases of unhappiness so extreme, that to

    escape from it they would exchange their lot for almost any other, however

    undesirable in their own eyes. A being of higher faculties requires more to make him

    happy, is capable probably of more acute suffering, and certainly accessible to it at

    more points, than one of an inferior type; but in spite of these liabilities, he can never

    really wish to sink into what he feels to be a lower grade of existence. We may give

    what explanation we please of this unwillingness; we may attribute it to pride, a

    name which is given indiscriminately to some of the most and to some of the least

    estimable feelings of which mankind are capable: we may refer it to the love of liberty

    and personal independence, an appeal to which was with the Stoics one of the most

    effective means for the inculcation of it; to the love of power, or to the love of

    excitement, both of which do really enter into and contribute to it: but its most

    appropriate appellation is a sense of dignity, which all human beings possess in one

    form or other, and in some, though by no means in exact, proportion to their higher

    faculties, and which is so essential a part of the happiness of those in whom it is

    strong, that nothing which conflicts with it could be, otherwise than momentarily,

    an object of desire to them.

    Whoever supposes that this preference takes place at a sacrifice of happiness-

    that the superior being, in anything like equal circumstances, is not happier than the

  • 39

    inferior- confounds the two very different ideas, of happiness, and content. It is

    indisputable that the being whose capacities of enjoyment are low, has the greatest

    chance of having them fully satisfied; and a highly endowed being will always feel

    that any happiness which he can look for, as the world is constituted, is imperfect.

    But he can learn to bear its imperfections, if they are at all bearable; and they will

    not make him envy the being who is indeed unconscious of the imperfections, but

    only because he feels not at all the good which those imperfections qualify. It is better

    to be a human being dissatisfied than a pig satisfied; better to be Socrates dissatisfied

    than a fool satisfied. And if the fool, or the pig, are of a different opinion, it is because

    they only know their own side of the question. The other party to the comparison

    knows both sides.

    It may be objected, that many who are capable of the higher pleasures,

    occasionally, under the influence of temptation, postpone them to the lower. But this

    is quite compatible with a full appreciation of the intrinsic superiority of the higher.

    Men often, from infirmity of character, make their election for the nearer good,

    though they know it to be the less valuable; and this no less when the choice is

    between two bodily pleasures, than when it is between bodily and mental. They

    pursue sensual indulgences to the injury of health, though perfectly aware that

    health is the greater good.

    It may be further objected, that many who begin with youthful enthusiasm for

    everything noble, as they advance in years sink into indolence and selfishness. But I

    do not believe that those who undergo this very common change, voluntarily choose

    the lower description of pleasures in preference to the higher. I believe that before

    they devote themselves exclusively to the one, they have already become incapable

    of the other. Capacity for the nobler feelings is in most natures a very tender plant,

    easily killed, not only by hostile influences, but by mere want of sustenance; and in

    the majority of young persons it speedily dies away if the occupations to which their

    position in life has devoted them, and the society into which it has thrown them, are

    not favourable to keeping that higher capacity in exercise. Men lose their high

    aspirations as they lose their intellectual tastes, because they have not time or

    opportunity for indulging them; and they addict themselves to inferior pleasures, not

  • 40

    because they deliberately prefer them, but because they are either the only ones to

    which they have access, or the only ones which they are any longer capable of

    enjoying. It may be questioned whether anyone who has remained equally

    susceptible to both classes of pleasures, ever knowingly and calmly preferred the

    lower; though many, in all ages, have broken down in an ineffectual attempt to

    combine both.

    From this verdict of the only competent judges, I apprehend there can be no

    appeal. On a question which is the best worth having of two pleasures, or which of

    two modes of existence is the most grateful to the feelings, apart from its moral

    attributes and from its consequences, the judgment of those who are qualified by

    knowledge of both, or, if they differ, that of the majority among them, must be

    admitted as final. And there needs be the less hesitation to accept this judgment

    respecting the quality of pleasures, since there is no other tribunal to be referred to

    even on the question of quantity. What means are there of determining which is the

    acutest of two pains, or the intensest of two pleasurable sensations, except the

    general suffrage of those who are familiar with both? Neither pains nor pleasures are

    homogeneous, and pain is always heterogeneous with pleasure. What is there to

    decide whether a particular pleasure is worth purchasing at the cost of a particular

    pain, except the feelings and judgment of the experienced? When, therefore, those

    feelings and judgment declare the pleasures derived from the higher faculties to be

    preferable in kind, apart from the question of intensity, to those of which the animal

    nature, disjoined from the higher faculties, is suspectible, they are entitled on this

    subject to the same regard.

    I have dwelt on this point, as being a necessary part of a perfectly just

    conception of Utility or Happiness, considered as the directive rule of human

    conduct. But it is by no means an indispensable condition to the acceptance of the

    utilitarian standard; for that standard is not the agent's own greatest happiness, but

    the greatest amount of happiness altogether; and if it may possibly be doubted

    whether a noble character is always the happier for its nobleness, there can be no

    doubt that it makes other people happier, and that the world in general is immensely

    a gainer by it. Utilitarianism, therefore, could only attain its end by the general

  • 41

    cultivation of nobleness of character, even if each individual were only benefited by

    the nobleness of others, and his own, so far as happiness is concerned, were a sheer

    deduction from the benefit. But the bare enunciation of such an absurdity as this last,

    renders refutation superfluous.

    According to the Greatest Happiness Principle, as above explained, the

    ultimate end, with reference to and for the sake of which all other things are desirable

    (whether we are considering our own good or that of other people), is an existence

    exempt as far as possible from pain, and as rich as possible in enjoyments, both in

    point of quantity and quality; the test of quality, and the rule for measuring it against

    quantity, being the preference felt by those who in their opportunities of experience,

    to which must be added their habits of self-consciousness and self-observation, are

    best furnished with the means of comparison. This, being, according to the

    utilitarian opinion, the end of human action, is necessarily also the standard of

    morality; which may accordingly be defined, the rules and precepts for human

    conduct, by the observance of which an existence such as has been described might

    be, to the greatest extent possible, secured to all mankind; and not to them only, but,

    so far as the nature of things admits, to the whole sentient creation.

    Against this doctrine, however, arises another class of objectors, who say that

    happiness, in any form, cannot be the rational purpose of human life and action;

    because, in the first place, it is unattainable: and they contemptuously ask, what right

    hast thou to be happy? A question which Mr. Carlyle clenches by the addition. What

    right, a short time ago, hadst thou even to be? Next, they say, that men can do

    without happiness; that all noble human beings have felt this, and could not have

    become noble but by learning the lesson of Entsagen, or renunciation; which lesson,

    thoroughly learnt and submitted to, they affirm to be the beginning and necessary

    condition of all virtue.

    The first of these objections would go to the root of the matter were it well

    founded; for if no happiness is to be had at all by human beings, the attainment of it

    cannot be the end of morality, or of any rational conduct. Though, even in that case,

    something might still be said for the utilitarian theory; since utility includes not

    solely the pursuit of happiness, but the prevention or mitigation of unhappiness; and

  • 42

    if the former aim be chimerical, there will be all the greater scope and more

    imperative need for the latter, so long at least as mankind think fit to live, and do not

    take refuge in the simultaneous act of suicide recommended under certain

    conditions by Novalis. When, however, it is thus positively asserted to be impossible

    that human life should be happy, the assertion, if not something like a verbal quibble,

    is at least an exaggeration. If by happiness be meant a continuity of highly

    pleasurable excitement, it is evident enough that this is impossible. A state of exalted

    pleasure lasts only moments, or in some cases, and with some intermissions, hours

    or days, and is the occasional brilliant flash of enjoyment, not its permanent and

    steady flame. Of this the philosophers who have taught that happiness is the end of

    life were as fully aware as those who taunt them. The happiness which they meant

    was not a life of rapture; but moments of such, in an existence made up of few and

    transitory pains, many and various pleasures, with a decided predominance of the

    active over the passive, and having as the foundation of the whole, not to expect more

    from life than it is capable of bestowing. A life thus composed, to those who have

    been fortunate enough to obtain it, has always appeared worthy of the name of

    happiness. And such an existence is even now the lot of many, during some

    considerable portion of their lives. The present wretched education, and wretched

    social arrangements, are the only real hindrance to its being attainable by almost all.

    The objectors perhaps may doubt whether human beings, if taught to consider

    happiness as the end of life, would be satisfied with such a moderate share of it. But

    great numbers of mankind have been satisfied with much less. The main constituents

    of a satisfied life appear to be two, either of which by itself is often found sufficient

    for the purpose: tranquillity, and excitement. With much tranquillity, many find that

    they can be content with very little pleasure: with much excitement, many can

    reconcile themselves to a considerable quantity of pain. There is assuredly no

    inherent impossibility in enabling even the mass of mankind to unite both; since the

    two are so far from being incompatible that they are in natural alliance, the

    prolongation of either being a preparation for, and exciting a wish for, the other. It

    is only those in whom indolence amounts to a vice, that do not desire excitement

    after an interval of repose: it is only those in whom the need of excitement is a

  • 43

    disease, that feel the tranquillity which follows excitement dull and insipid, instead

    of pleasurable in direct proportion to the excitement which preceded it. When people

    who are tolerably fortunate in their outward lot do not find in life sufficient

    enjoyment to make it valuable to them, the cause generally is, caring for nobody but

    themselves. To those who have neither public nor private affections, the excitements

    of life are much curtailed, and in any case dwindle in value as the time approaches

    when all selfish interests must be terminated by death: while those who leave after

    them objects of personal affection, and especially those who have also cultivated a

    fellow-feeling with the collective interests of mankind, retain as lively an interest in

    life on the eve of death as in the vigour of youth and health. Next to selfishness, the

    principal cause which makes life unsatisfactory is want of mental cultivation. A

    cultivated mind- I do not mean that of a philosopher, but any mind to which the

    fountains of knowledge have been opened, and which has been taught, in any

    tolerable degree, to exercise its faculties- finds sources of inexhaustible interest in all

    that surrounds it; in the objects of nature, the achievements of art, the imaginations

    of poetry, the incidents of history, the ways of mankind, past and present, and their

    prospects in the future. It is possible, indeed, to become indifferent to all this, and

    that too without having exhausted a thousandth part of it; but only when one has had

    from the beginning no moral or human interest in these things, and has sought in

    them only the gratification of curiosity.

    Now there is absolutely no reason in the nature of things why an amount of

    mental culture sufficient to give an intelligent interest in these objects of

    contemplation, should not be the inheritance of every one born in a civilized country.

    As little is there an inherent necessity that any human being should be a selfish

    egotist, devoid of every feeling or care but those which centre in his own miserable

    individuality. Something far superior to this is sufficiently common even now, to give

    ample earnest of what the human species may be made. Genuine private affections

    and a sincere interest in the public good, are possible, though in unequal degrees, to

    every rightly brought up human being. In a world in which there is so much to

    interest, so much to enjoy, and so much also to correct and improve, everyone who

    has this moderate amount of moral and intellectual requisites is capable of an

  • 44

    existence which may be called enviable; and unless such a person, through bad laws,

    or subjection to the will of others, is denied the liberty to use the sources of happiness

    within his reach, he will not fail to find this enviable existence, if he escape the

    positive evils of life, the great sources of physical and mental suffering- such as

    indigence, disease, and the unkindness, worthlessness, or premature loss of objects

    of affection. The main stress of the problem lies, therefore, in the contest with these

    calamities, from which it is a rare good fortune entirely to escape; which, as things

    now are, cannot be obviated, and often cannot be in any material degree mitigated.

    Yet no one whose opinion deserves a moment's consideration can doubt that most of

    the great positive evils of the world are in themselves removable, and will, if human

    affairs continue to improve, be in the end reduced within narrow limits. Poverty, in

    any sense implying suffering, may be completely extinguished by the wisdom of

    society, combined with the good sense and providence of individuals. Even that most

    intractable of enemies, disease, may be indefinitely reduced in dimensions by good

    physical and moral education, and proper control of noxious influences; while the

    progress of science holds out a promise for the future of still more direct conquests

    over this detestable foe. And every advance in that direction relieves us from some,

    not only of the chances which cut short our own lives, but, what concerns us still

    more, which deprive us of those in whom our happiness is wrapt up. As for

    vicissitudes of fortune, and other disappointments connected with worldly

    circumstances, these are principally the effect either of gross imprudence, of ill-

    regulated desires, or of bad or imperfect social institutions.

    All the grand sources, in short, of human suffering are in a great degree, many

    of them almost entirely, conquerable by human care and effort; and though their

    removal is grievously slow- though a long succession of generations will perish in the

    breach before the conquest is completed, and this world becomes all that, if will and

    knowledge were not wanting, it might easily be made- yet every mind sufficiently

    intelligent and generous to bear a part, however small and unconspicuous, in the

    endeavor, will draw a noble enjoyment from the contest itself, which he would not

    for any bribe in the form of selfish indulgence consent to be without.

  • 45

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 4-5, 7-13

  • 46

    Introducción

    Ya hemos presentado al comienzo de la presente analogía algunos pasajes de la Ética

    Nicomáquea de Aristóteles. Como se desprende de lo dicho en el primer capítulo del

    libro I, a Aristóteles le interesa conocer, no cualquier bien, sino aquel que no se busca

    en función de otro, es decir, el bien perfecto, eterno y último que da sentido a todos

    los demás y en el cual reside la felicidad. Esto lo llevará a plantearse si puede ser el

    hombre verdaderamente feliz en esta vida y si para serlo debe estar completamente

    libre de todos los males y accidentes de la fortuna en la propia persona o en los

    descendientes. Aunque Aristóteles es consciente de que se han propuesto múltiples

    bienes como candidatos a la felicidad (gloria, riqueza, poder, salud, placer), la

    felicidad se sintetiza para él en la adquisición de un bien que sea fin en sí mismo, y

    no en un bien abstracto al modo platónico-pitagórico.

    Aristóteles sitúa a la virtud como dicho bien, ingrediente esencial de la

    felicidad, y a la vida contemplativa como un elemento indispensable por ser el

    pensamiento la actividad más noble, dirigida al objeto más noble de todos: la

    divinidad. Por tratarse la felicidad, de una actividad del alma dirigida por la virtud

    perfecta, Aristóteles elabora una teoría del alma y sus partes que sirve de contexto

    para explicar la relación de la parte racional del alma con la virtud y la felicidad que

    es el tema central de los pasajes aquí presentados.

  • 47

    ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 4-5, 7-139

    4. [DIVERGENCIAS ACERCA DE LA NATURALEZA DE LA FELICIDAD]

    Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y

    toda resolución de nuestro espíritu tienen necesariamente en cuenta un bien de

    cierta especie, expliquemos cuál es el bien que en nuestra opinión es objeto de la

    política, y por consiguiente el bien supremo que podemos proseguir en todos los

    actos de nuestra vida. La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo; el

    vulgo, como las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad, y, según

    esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que

    se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este

    punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios. Unos la colocan en

    las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores;

    mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto, que la opinión de un

    mismo individuo varia muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que la felicidad

    es la salud; pobre, que es la riqueza; o bien cuando uno tiene conciencia de su

    ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en términos

    pomposos, y trazan de ella una imagen superior a la que aquel se había formado. A

    vece