Antología de textos de Ética - up.edu.mx · Los textos son de dominio público y las traducciones...
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UNIVERSIDAD PANAMERICANA
DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES
Antología de textos de
Ética
Responsable de la antología
María José García Castillejos
Redacción de las introducciones a los textos
David Ezequiel Téllez Maqueo
Colaboradores
Vicente de Haro Romo
Mariana Flores Rabasa
José María Llovet Abascal
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Nota: Los textos no están ordenados cronológicamente. Su orden se corresponde con
el programa del curso. Los textos son de dominio público y las traducciones
utilizadas son propias o de dominio público (las traducciones que no son propias han
sido ligeramente corregidas y se han agregado algunos corchetes explicativos o
subrayados por parte de los editores). Las fuentes de los textos se señalan al final del
documento.
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© 2019 Universidad Panamericana
Departamento de Humanidades
Augusto Rodin 498
Insurgentes Mixcoac
03920 México, DF
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Contenido
PLATÓN: República, libro II, 359a - 360d ......................................................................... 5
ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 1 - 3 ............................................. 11
FRIEDRICH NIETZSCHE: Fragmentos escogidos ............................................................... 17
EPICURO DE SAMOS: Carta a Meneceo.............................................................................. 27
JOHN STUART MILL: Utilitarianism (chapter 2: “What Utilitarianism is”) ................ 34
ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 4-5, 7-13 ...................................... 45
ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro X caps. 1-8 ...................................................... 67
ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro II, caps. 1-9 ..................................................... 91
ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro VI ................................................................... 114
PLATÓN: Gorgias ............................................................................................................. 137
TOMÁS DE AQUINO: De las virtudes cardinales (cuestión única, arts. 1, 2, 9, 13) .... 194
IMMANUEL KANT: Fundamentación para la metafísica de las costumbres (cap. 1:
Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico) .. 202
IMMANUEL KANT: Fundamentación para la metafísica de las costumbres (cap. 2:
Tránsito de la filosofía moral popular a la Metafísica de las costumbres) ............ 217
ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro III, caps. 1-5 ................................................. 258
TOMÁS DE AQUINO: Cuestiones disputadas sobre el mal (cuestión 2, aa- 4-5) ........ 273
IMMANUEL KANT: La religión dentro de los límites de la mera razón, I, caps. 2 y 3
(selección) ......................................................................................................................... 281
JUAN PABLO II: Veritatis Splendor (nn. 72-80, 82) ..................................................... 291
TOMÁS DE AQUINO: Suma Teológica (I-II, c94, aa. 2, 4, 5, 6)..................................... 304
IMMANUEL KANT: Lecciones de ética (Collins) ............................................................. 312
TOMÁS DE AQUINO, De veritate, c17, aa. 2-4. Cuestión 17: Sobre la conciencia ....... 318
BENEDICTO XVI: Deus caritas est ................................................................................... 327
MATEO: Sermón de la montaña ..................................................................................... 336
Bibliografía secundaria ................................................................................................... 345
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PLATÓN: República, libro II, 359a - 360d
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Introducción
Platón de Atenas (427-347 a.C.), uno de los más grandes filósofos de todos los
tiempos, es autor de 36 diálogos. A continuación presentamos un fragmento de una
de sus obras más importantes, La República. En este texto, Platón reconstruye un
modelo de gobierno basado en la virtud que, por lo menos en este diálogo, considera
la más importante: la justicia o “decir la verdad y devolver a cada uno lo que de él se
haya recibido” (331c).
En el fragmento del diálogo que aquí se recupera, Glaucón expone el mito del
anillo de Giges para presentar la aparente oposición entre la naturaleza (physis) y la
ley (nomos). Giges, nos narra el hermano de Platón, transgrede la ley cuando nadie
lo ve. La leyenda nos obliga a preguntarnos si tenemos una inclinación natural a ser
justos o, más bien, las leyes sólo son convenciones sociales que intentan remediar el
desordenado comportamiento humano.
La cuestión es relevante al inicio de un curso de Ética, rama de la Filosofía
que se ocupa del estudio de los actos humanos. Si las personas actuaran sólo con
base en su conveniencia, carecería de sentido indicarles qué deben hacer o cuál es el
mejor camino por tomar. En cambio, el ámbito normativo propio de la Ética es
significativo sólo si existe algo bueno o malo en sí, al margen de lo que nos convenga.
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Platón: República, libro II, 359a - 360d1
Glaucón: Me parece que Trasímaco, a manera de la serpiente que se deja fascinar, se
ha rendido demasiado pronto al encanto de tus discursos. Yo no he podido darme
por satisfecho con lo que se ha dicho por una y otra parte en pro y en contra de la
justicia y de la injusticia. Quiero saber cuál es su naturaleza, y qué efecto producen
ambas inmediatamente en el alma, sin tener en cuenta ni las recompensas que llevan
consigo, ni tampoco ninguno de sus resultados buenos o malos. He aquí, pues, lo que
me propongo hacer, si no lo llevas a mal. Tomaré de nuevo la objeción de Trasímaco.
Diré, por lo pronto, lo que es la justicia, según la opinión común, y en dónde tiene su
origen. En seguida, haré ver que todos los que la practican, no la miran como un
bien, sino que se someten a ella como a una necesidad. Y, por último, demostraré
que tienen razón en obrar así, porque la condición del malo es infinitamente más
ventajosa que la del justo, a lo que se dice; porque yo, Sócrates, aún estoy indeciso
sobre este punto, pues tan atronados tengo los oídos con discursos semejantes al de
Trasímaco, que no sé a qué atenerme. Por otra parte, no he encontrado a ninguno
que me pruebe, como desearía, que la justicia es preferible a la injusticia. Deseo oír
a alguien que la alabe en sí misma y por sí misma, y es de ti de quien principalmente
espero este elogio; y por esta razón voy a extenderme sobre las ventajas de la
condición del hombre malo. Así verás el punto de vista en que yo deseo te coloques
para alabar la justicia. Dime si son de tu agrado estas condiciones.
Sócrates: Seguramente; ¿y de qué otro objeto puede un hombre sensato
ocuparse por más tiempo y con más gusto que del que propones?
Glaucón: Muy bien dicho. Escucha ahora cuáles son, según la común opinión,
la naturaleza y el origen de la justicia. Se dice que es un bien en sí cometer la injusticia
y un mal el padecerla. Pero resulta mayor mal en padecerla que bien en cometerla.
Los hombres cometieron y sufrieron la injusticia alternativamente; experimentaron
ambas cosas; y habiéndose dañado por mucho tiempo los unos a los otros, no
1 Platón: República, libro II. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org/cla/pla/azf07105.htm. Recuperado el 29 de junio de 2019.
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pudiendo los más débiles evitar los ataques de los más fuertes, ni atacarlos a su vez,
creyeron que era un interés común impedir que se hiciese y que se recibiese daño
alguno. De aquí nacieron las leyes y las convenciones. Se llamó justo y legítimo lo
que fue ordenado por la ley. Tal es el origen y tal es la esencia de la justicia, la cual
ocupa un término medio entre el más grande bien, que consiste en poder ser injusto
impunemente, y el más grande mal, que es el no poder vengarse de la injuria que se
ha recibido. Y se ha llegado a amar la justicia, no porque sea un bien en sí misma,
sino debido a la imposibilidad en que nos coloca de dañar a los demás. Porque el que
puede ser injusto y es verdaderamente hombre, no se cuida de someterse a semejante
convención, y sería de su parte una locura. He aquí, Sócrates, cuál es la naturaleza
de la justicia, y he aquí en donde se pretende que tiene su origen. Y para probarte
aún más que sólo a pesar suyo y en la impotencia de violarla abraza uno la justicia,
hagamos una suposición. Demos al hombre de bien y al hombre malo un poder igual
para hacer todo lo que quieran; sigámoslos, y veamos a dónde conduce la pasión al
uno y al otro. No tardaremos en sorprender al hombre de bien, siguiendo los pasos
del hombre malo, arrastrado como él por el deseo de adquirir sin cesar más y más,
deseo a cuyo cumplimiento aspira toda la naturaleza, como a una cosa buena en sí,
pero que la ley reprime y limita por fuerza por respeto a la igualdad. En cuanto al
poder de hacerlo todo, yo les concedo que sea tan extenso como el de Giges, uno de
los antepasados del Lidio. Giges era pastor del rey de Lidia. Después de una borrasca
seguida de violentas sacudidas, la tierra se abrió en el paraje mismo donde pacían
sus ganados; lleno de asombro a la vista de este suceso, bajó por aquella hendidura,
y, entre otras cosas sorprendentes que se cuentan, vio un caballo de bronce, en cuyo
vientre había abiertas unas pequeñas puertas, por las que asomó la cabeza para ver
lo que había en las entrañas de este animal, y se encontró con un cadáver de talla
más superior a la humana. Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un
anillo de oro. Giges le cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los
pastores en la forma acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey del
estado de sus ganados, Giges concurrió a esta asamblea llevando en el dedo su anillo,
y se sentó entre los pastores. Sucedió, que habiéndose vuelto por casualidad la piedra
preciosa de la sortija hacia el lado interior de la mano, en el momento Giges se hizo
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invisible, de suerte que se habló de él como si estuviera ausente. Sorprendido de este
prodigio, volvió la piedra hacia fuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo observado
esta virtud del anillo, quiso asegurarse con repetidas experiencias, y vio siempre que
se hacía invisible cuando ponía la piedra por el lado interior, y visible cuando la
colocaba por la parte de fuera. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir entre los
pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio, corrompe a la reina, y
con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono. Ahora bien; si existiesen dos
anillos de esta especie, y se diesen uno a un hombre de bien y otro a uno malo, no se
encontraría probablemente un hombre de un carácter bastante firme, para
perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar a los bienes ajenos, cuando
impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las
casas, abusar de toda clase de personas, matar a unos, libertar de las cadenas a otros,
y hacer todo lo que quisiera con un poder igual al de los dioses. No haría más que
seguir en esto el ejemplo del hombre malo; ambos tenderían al mismo fin, y nada
probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por necesidad, y que el serlo
no es un bien en sí, puesto que el hombre se hace injusto tan pronto como cree
poderlo ser sin temor. Y así los partidarios de la injusticia concluirán de aquí, que
todo hombre cree en el fondo de su alma, y con razón, que es más ventajosa que la
justicia; de suerte que, si alguno, habiendo recibido un poder semejante, no quisiese
hacer daño a nadie, ni tocara los bienes de otro, se le miraría como el más
desgraciado y el más insensato de todos los hombres. Sin embargo, todos harían en
público el elogio de su virtud, pero con intención de engañarse mutuamente y por el
temor de experimentar ellos mismos alguna injusticia.
Sentado esto, sólo veo un medio de decidir con seguridad acerca de la
condición de los dos hombres de que hablamos, y es el considerarles aparte el uno
del otro en el más alto grado de justicia y de injusticia. Para esto no rebajemos al
hombre malo ninguna parte de la injusticia; ni al hombre de bien ninguna parte de
la justicia, y supongamos a ambos perfectos en el género de vida que han abrazado.
Que el hombre malo, semejante a esos pilotos hábiles o a esos grandes médicos, que
ven inmediatamente todo lo que puede su arte, que en el acto conocen lo que es
posible y lo que es imposible, y que cuando han cometido una falta, saben
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diestramente repararla, que el hombre malo, digo, conduzca sus empresas injustas
con tanta destreza, que no se ponga en evidencia , porque si se deja sorprender y
coger en falta, ya no es un hombre hábil. El gran mérito de la injusticia consiste en
parecer justo sin serlo. Supongamos, como he dicho, que es capaz de una injusticia
perfecta, y que cometiéndolos más grandes crímenes, sepa crearse una reputación
de hombre de bien; que si llega a dar un paso en falso, se rehaga inmediatamente;
que sea tan elocuente que convenza de su inocencia a los mismos ante quienes sus
crímenes habrán de acusarle; bastante atrevido y bastante poderoso, ya por sí
mismo, ya por sus amigos, para conseguir por la fuerza lo que no podría obtener de
otra manera; he aquí el hombre injusto. Pongamos ahora frente a frente al hombre
de bien, cuyo carácter es franco y sencillo… Quitémosle hasta la reputación de
hombre de bien; porque si por tal pasa, se vería como consecuencia colmado de
honores y de bienes, y de esta manera no podremos juzgar si ama la justicia por sí
misma o a causa de los honores y bienes que ella le proporciona. En una palabra,
despojémosle de todo, menos de la justicia, y para que haya entre él y el injusto una
completa oposición, que pase por el más malvado de los hombres, sin haber
cometido jamás la más pequeña injusticia; de suerte que su virtud se vea sometida a
las más duras pruebas, sin que se conmueva ni por la infamia ni por los malos
tratamientos; sino que marche con paso firme por el sendero de la justicia hasta la
muerte, pasando toda su vida por un malvado, aunque sea un hombre justo.
Teniendo a la vista estos dos modelos, el uno de justicia, el otro de injusticia
consumada, quiero yo que decidamos acerca de la felicidad del hombre justo y del
injusto.
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ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 1 - 3
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Introducción
Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) es considerado uno de los más grandes
filósofos de todos los tiempos. Fue hijo del médico Nicómaco, nombre con el que
también se conoce al hijo que procreó con su esclava Herpílide. Viajó a Atenas donde
fue discípulo de Platón en la Academia. Acudió a Macedonia donde fue maestro del
emperador Alejandro el Grande. Fundó en Atenas una escuela conocida como el
Liceo, destinada a dar cursos de filosofía mientras paseaba con sus alumnos los
peripatéticos. Escribió múltiples obras que abarcan casi todos los campos del
conocimiento humano, para morir exiliado en la isla de Calcis (Eubea) a los 62 años.
Aquí presentamos de su conocida Ética Nicomáquea, algunos pasajes del
libro 1 (caps. 1-3), en donde, como es su costumbre, comienza por ubicar el objeto de
su investigación. En el libro I, se retoma la idea conocida en el peripatetismo de que
el bien, siendo el objeto de todas nuestras aspiraciones humanas, es el fin de todas
nuestras acciones, si bien es cierto que hay grandes diferencias entre los fines que
uno se propone, y el bien es distinto para cada una de las distintas artes y disciplinas.
En el caso de la ética, ésta se dirige a la felicidad como fin supremo de la vida
humana. Y debido a que la felicidad es imposible de alcanzar sin la consecución del
bien, y el bien de los individuos se inscribe en el bienestar más amplio de la
comunidad, la ética forma parte de la política. Por ello, el bienestar de la ciudad no
se logra sin el bienestar de los ciudadanos.
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ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 1 - 32
1. [EL BIEN ES EL FIN DE TODAS LAS ACCIONES DEL HOMBRE]
Todas las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu, lo mismo que todos
nuestros actos y todas nuestras determinaciones morales, tienen al parecer siempre
por mira algún bien que deseamos conseguir; y por esta razón ha sido exactamente
definido el bien, cuando se ha dicho, que es el objeto de todas nuestras aspiraciones.
Pero téngase entendido, que esto no impide que haya grandes diferencias
entre los fines que uno se propone. A veces estos fines son simplemente los actos
mismos que se producen; otras, además de los actos, son los resultados que nacen
de ellos. En todas las cosas que tienen ciertos fines que trascienden de los actos, los
resultados definitivos son naturalmente más importantes que aquellos que los
producen. Por otra parte, como existe una multitud de actos, de artes y de ciencias
diversas, hay otros tantos fines diferentes: por ejemplo, la salud es el fin de la
medicina; la nave es el de la arquitectura naval; la victoria, el de la ciencia militar; la
riqueza, el de la ciencia económica. Todos los hechos de cada orden están en general
sometidos a una ciencia especial que los domina; y así a la ciencia de la equitación
están subordinados el arte de la guarnicionaría y todas las concernientes al caballo;
así como estas artes a su vez y todos los demás hechos militares están sometidos a la
ciencia general de la guerra. Otros actos están igualmente sometidos a otras ciencias;
y respecto de todas sin excepción, los resultados a que aspira la ciencia fundamental
son superiores a los de las artes subordinadas; porque únicamente a causa de los
primeros se buscan los segundos.
Poco importa, por lo demás, que los actos mismos sean el objeto último que
uno se proponga al obrar, o que se aspire a otro resultado más allá de estos actos,
como en las ciencias que acabamos de citar.
2 Aristóteles: Ética Nicomáquea, libro I, caps 2-7. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org. Recuperado el 04 de febrero de 2019.
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2. [LA ÉTICA FORMA PARTE DE LA POLÍTICA]
Si en todos nuestros actos hay un fin definitivo que quisiéramos conseguir por sí
mismo, y en su vista aspirar a todo lo demás; y si, por otra parte, en nuestras
determinaciones no podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo, lo cual
equivaldría a perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos perfectamente
estériles y vanos, es claro que el fin común de todas nuestras aspiraciones será el
bien, el bien supremo. ¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla
de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene que ser de la mayor
importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien
señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?
Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que
haciendo de él un sencillo bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte forma
parte.
Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de
la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas; y esta es precisamente
la ciencia política. Ella es, en efecto, la que determina cuáles sondas ciencias
indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los ciudadanos
deben aprender, y hasta qué grado deban poseerlas. Además, es preciso observar,
que las ciencias más estimadas están subordinadas a la Política; me refiero a la
ciencia militar, a la ciencia administrativa, a la Retórica. Como ella se sirve de todas
las ciencias prácticas y prescribe también en nombre de la ley lo que se debe hacer y
lo que se debe evitar, podría decirse, que su fin abraza los fines diversos de todas las
demás ciencias; y por consiguiente el de la política será el verdadero bien, el bien
supremo del hombre. Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el
individuo y para el Estado. Sin embargo, procurar y garantizar el bien del Estado,
parece cosa más acabada y más grande; y si el bien es digno de ser amado, aunque
se trate de un sólo ser, es, no obstante, más bello, más divino, cuando se aplica a toda
una Nación, cuando se aplica a Estados enteros.
Por lo tanto, en el presente tratado estudiaremos todas estas cuestiones, que
forman casi un tratado político.
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3. [LA CIENCIA POLÍTICA NO ES UNA CIENCIA EXACTA]
Habremos dicho en esta materia todo cuanto es posible si logramos tratarla con toda
la claridad que ella permite. Pero en todas las obras del espíritu no debe exigirse una
precisión igual a la que se exige en las obras de mano; porque el bien y lo justo,
objetos que estudia la ciencia política, dan lugar a opiniones de tal manera
divergentes y de tal manera laxas, que se ha llegado hasta sostener, que lo justo y el
bien existen únicamente en virtud de la ley, y que no tienen ningún fundamento en
la naturaleza. Por otra parte, si los bienes mismos suscitan tan gran diversidad de
opiniones y tantos errores, es porque sucede con mucha frecuencia que los hombres
sólo sacan mal de tales bienes, y se ha visto a menudo perecer algunos a causa de sus
riquezas, como perecían otros por su valor. Así, pues, cuando se trata de un asunto
de este género y se parte de tales principios, es preciso saber contentarse con un
bosquejo un poco grosero de la verdad; y además, como se razona sobre hechos
generales y ordinarios, sólo deben sacarse consecuencias del mismo orden y también
generales. De aquí que deba acogerse con indulgente reserva todo lo que habremos
de decir. Un espíritu ilustrado no debe exigir en cada género de objetos más precisión
que la que permita la naturaleza misma de la cosa de que se trate; y tan irracional
sería exigir de un matemático una mera probabilidad, como exigir de un orador
demostraciones en forma.
Siempre hay razón para juzgar de aquello que se conoce, y respecto de ello es
uno un buen juez. Mas para juzgar de un objeto especial, es preciso conocer
especialmente este objeto, y para juzgar bien de una manera general, es preciso
conocer el conjunto de las cosas. He aquí por qué la juventud es poco a propósito
para hacer un estudio serio de la política, puesto que no tiene experiencia de las cosas
de la vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política y de las que
deduce sus teorías. Debe añadirse, que la juventud que sólo escucha la voz de sus
pasiones, en vano oiría tales lecciones, y ningún provecho sacaría de ellas, puesto
que el fin que se propone la ciencia política no es el simple conocimiento de las cosas,
sino que es ante todo un fin práctico. Cuando digo juventud, quiero decir, lo mismo
la juventud del espíritu que la juventud de la edad, sin que bajo esta relación haya
diferencia, porque el defecto que yo señalo no tiene que ver con el tiempo que se ha
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vivido, sino que se refiere únicamente al que se vive bajo el imperio de la pasión, sin
dejarse, nunca guiar sino por ella en la prosecución de sus deseos. Para los espíritus
de este género, el conocimiento de las cosas es completamente infecundo, tanto
como lo es en los que a consecuencia de un exceso pierden la posesión de sí mismos.
Por lo contrario, los que arreglan sus deseos y sus actos solamente según la razón,
pueden aprovechar mucho en el estudio de la política.
Pero limitémonos a estas ideas preliminares por lo que hace al carácter de los
que quieren cultivar esta ciencia, a la manera de recibir sus lecciones y al fin que aquí
nos proponemos.
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FRIEDRICH NIETZSCHE: Fragmentos escogidos
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Introducción
Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) fue un filólogo, poeta, compositor y
filósofo alemán. Nació cerca de Leipzig en el seno de una familia de pastores
protestantes, hasta que la lectura de El mundo como voluntad y representación de
Schopenhauer y su paso por el ambiente universitario de las Universidades de
Leipzig y Bonn le ocasionaron serias dudas sobre el cristianismo y luego una ruptura
total con él. Obtuvo su cátedra en Basilea, pero ejerció poco porque entró a la guerra
franco-prusiana como voluntario, cuando su salud ya era muy precaria. Después de
una existencia trágica murió de demencia o parálisis cerebral en 1900.
Enseguida presentamos algunos fragmentos éticos tomados de tres de sus
más famosas obras. Se abre la exposición de su obra con un fragmento sobre la
verdad como ilusión, para después tratar en Humano, demasiado humano, acerca
de la posibilidad de hablar en moral de un saber altruista que mira a un sacrificio sin
interés. En su Genealogía de la moral ubica el origen de la culpa en una deuda
contraída con aquel a quien se daña. Como estar endeudado resulta un mal, y la culpa
es cierta deuda, Nietzsche propone saldar las deudas tenidas, lográndose con ello
evitar el sufrimiento que toda culpa genera. Finalmente, en Así habló Zaratustra se
sirve del lenguaje metafórico para explicar la relación entre el espíritu del león
(voluntad) que representa la verdadera creación libre, y el del gran dragón (deber)
que simboliza a un animal de carga que renuncia al derecho de crear nuevos valores.
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Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
§13
¿Qué es entonces la verdad? Una multitud movediza de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas
enaltecidas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un
uso prolongado, a un pueblo le parecen firmes, canónicas y obligatorias; las verdades
son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han agotado y
han perdido su fuerza, monedas que han perdido su troquel y no son ya consideradas
monedas, sino metal.
Humano, demasiado humano
Primer tratado: de las primeras y las últimas cosas
§57 La moral como autoescisión del hombre4
Un buen autor, que de veras se compromete con su obra, quiere que aparezca otro y
lo eclipse, exponiendo con mayor claridad la misma causa y resolviendo
definitivamente los problemas que le conciernen. La doncella amante quisiera
refrendar la devota fidelidad de su amor en la infidelidad del amado. El soldado
quisiera dar la vida por su patria en el campo de batalla: pues en la victoria triunfan
su patria y sus más elevados deseos. La madre da a su hijo aquello de lo que se
despoja a sí misma —el sueño, la mejor comida, incluso a veces la salud y los
bienes—. Pero ¿son todas estas disposiciones altruistas? ¿Son estas acciones morales
milagros en tanto que, como dice Schopenhauer, son “imposibles y, con todo,
reales”? ¿No es evidente que en todos estos casos el hombre ama algo de sí mismo,
un pensamiento, un anhelo, una creación, más de lo que ama otra parte de sí mismo?
¿Tampoco que escinde su ser y sacrifica una parte de él por otra? ¿Es algo realmente
distinto de cuando un testarudo dice: “prefiero que me maten a tiros antes que ceder
3 Nietzsche: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Traducción de José María Llovet. 4 Nietzsche: Humano demasiado humano. Traducción de José María Llovet.
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un palmo ante este hombre”? En todos estos casos está presente una inclinación
hacia algo (deseo, instinto, aspiración); ceder ante ella, con todas sus consecuencias,
no es, de modo alguno, “altruista”. En cuestiones morales el hombre se trata a sí
mismo no como individuum, sino como dividuum.
La genealogía de la moral
Segundo tratado: culpa, mala conciencia y otras cosas afines
§25
Precisamente ésta es la larga historia del origen de la responsabilidad. La tarea de
criar un animal al que le sea lícito prometer implica como condición y preparación
suya —ya lo hemos comprendido— la tarea más concreta de hacer primero al hombre
hasta cierto punto necesario, uniforme, igual en iguales circunstancias, regular, y por
tanto, calculable. El enorme trabajo de lo que ha sido denominado por mí (cf. Aurora, pp. 7, 13, 16), el auténtico trabajo del hombre sobre sí
mismo en la época más larga del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene
aquí su sentido, su gran justificación, por mucho de dureza, tiranía, embotamiento
intelectual e idiocia que le sean inherentes: medianamente la eticidad de las
costumbres y la camisa de fuerza social, el hombre es hecho realmente calculable.
Coloquémonos en cambio al final del enorme proceso, allí donde el árbol produce
finalmente sus frutos, donde la sociedad y su eticidad de la costumbre dan a luz
finalmente a aquello para lo que no eran más que el medio: encontramos entonces,
como el fruto más maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo que sólo
es igual a sí mismo, que se ha librado de la eticidad de la costumbre, al individuo
autónomo y sobremoral (pues y son términos mutuamente
excluyentes), en suma, al hombre de voluntad larga, propia e independiente, al
hombre al que le es lícito prometer, y en él una conciencia orgullosa, palpitante en
todos los músculos, de qué es lo que por fin se ha conseguido ahí, y se ha encarnado
en él, una auténtica conciencia de poder y libertad, un sentimiento de haber llegado
5 Nietzsche: La genealogía de la moral. Tomado de la edición de la Biblioteca Virtual Universal (http://www.biblioteca.org.ar). Recuperado el 15 de abril de 2014.
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a la plenitud del hombre como tal. Este liberado, al que realmente le es lícito
prometer, este señor de la voluntad libre, este soberano ¿cómo no iba a saber qué
superioridad tiene con ello respecto de todo aquello a lo que no es lícito prometer ni
responder de sí, cuánta confianza, cuánto miedo, cuánta reverencia despierta —
estas tres cosas— y cómo con este dominio sobre sí mismo también ha
sido puesto en sus manos necesariamente el dominio sobre las circunstancias, sobre
la naturaleza y sobre todas las criaturas de voluntad más corta y menos de fiar? El
hombre , el propietario de una voluntad larga e inquebrantable, en esa
posición tiene también su medida de valor: mirando desde sí hacia los otros honra
o desprecia, e igual de necesariamente que honra a quienes son iguales, a los fuertes
y fiables (a aquellos a quienes les es lícito prometer) —esto es, a todo el que promete
como un soberano, difícilmente, rara vez, lentamente, al que es avaro de su
confianza, al que galardona cuando confía, porque se sabe lo suficientemente fuerte
para mantenerla contra infortunio, incluso —, igual de
necesariamente tendrá preparado un puntapié para los enclenques tarambanas que
prometen sin que les sea lícito hacerlo, y una vara para el mentiroso que rompe su
palabra ya en el instante en el que la pronuncia. El orgulloso saber del extraordinario
privilegio de la responsabilidad, la conciencia de esta rara libertad, de este poder
sobre sí mismo y el destino, se ha hundido en él hasta su más honda profundidad, y
se ha convertido en un instinto, en un instinto dominante: ¿qué nombre dará a ese
instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para designarlo? No hay
duda: este hombre soberano lo llama su conciencia.
§4
Pero ¿cómo ha venido al mundo esa otra , la conciencia de la culpa,
toda la ? Y aquí volvemos a nuestros genealogistas de la moral.
Digámoslo una vez más (¿o acaso no lo he dicho aún?): son unos ineptos. Dos o tres
palmos de experiencia propia, meramente ; ningún saber del pasado y
nada de voluntad de saber de él; todavía menos un instinto histórico, una que aquí es especialmente necesaria, y sin embargo hacer historia de la
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moral: esto tiene que terminar, y es justo que así suceda, en los resultados que están
con la verdad en una relación más que tirante. Estos genealogistas de la moral que
ha habido hasta ahora ¿han atisbado siquiera, aunque sólo sea en sueños, que por
ejemplo ese concepto moral básico de puede tener su origen en el muy
material concepto de ? ¿O que el castigo, en tanto que estriba en pagar con
la misma moneda, se ha desarrollado totalmente al margen de cualquier
presuposición sobre la libertad o la falta de libertad de voluntad? Y ello hasta tal
punto que más bien ese necesario haber llegado primero a un elevado grado de
hominización para que el animal empiece a practicar estas
diferenciaciones, mucho más primitivas, entre , ,
, y sus opuestos, y a tenerlas en cuenta a la hora de asignar las
penas. Esa idea es ahora tan asequible y que nos parece tan natural, tan inevitable, y
que probablemente ha tenido que servir para explicar incluso cómo ha llegado a
darse en este mundo el sentimiento de justicia, a saber, la idea de que , es realmente una
forma del juzgar y extraer conclusiones humano que se ha alcanzado sumamente
tarde, e incluso se advierte en ella un astuto refinamiento. Quien sitúa esa idea en
los comienzos, atenta con mano muy torpe contra la psicología de la humanidad
primitiva. Durante el más largo período de la historia humana no se ha castigado en
modo alguno porque se hiciese responsable de su acción al causante de los males,
por tanto no desde la presuposición de que sólo se debe castigar al culpable, sino
antes bien del mismo modo que todavía ahora los padres castigan a sus hijos, a saber,
a impulsos de ira provocada por haber sufrido un daño y que se descarga en la
persona del dañador, por más que esa ira se mantiene dentro de ciertos límites y se
modifica mediante la idea de que todo daño tiene en algún sitio su equivalente y
realmente se puede pagar por él, incluso aunque sea mediante un dolor que sufra el
dañador. ¿De dónde se ha sacado su poder esa idea viejísima, profundamente
enraizada y que quizá ya no se pueda desarraigar nunca, la idea de una equivalencia
entre daño y dolor? Ya lo he dejado traslucir: de la relación contractual entre
acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia misma de
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Derecho>, y que por su parte remite a las formas básicas de la compra, la venta, el
trueque y en general el tráfico comercial.
§6
En esta esfera, en el derecho de las obligaciones, por tanto, está el foco de donde
surge el mundo de conceptos morales como los de , , ,
: su comienzo, al igual que el comienzo de todo lo que es
grande en este mundo, ha sido regado con sangre a fondo y durante largo tiempo. ¿Y
no se podría añadir que en el fondo ese mundo de conceptos nunca ha perdido ya del
todo un cierto olor a sangre y a tortura? (no ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo
categórico huele a crueldad…). Aquí es donde se trabó por primera vez aquella
conexión de ideas entre o por un lado y por otro,
que tan inquietante es y que quizá ya no se pueda deshacer. Preguntémoslo otra vez:
¿en qué medida puede ser el sufrimiento la satisfacción de una ? En la
medida en que el perjudicado, a cambio del perjuicio y del displacer por él causado,
obtenía un extraordinario contra-disfrute: el de hacer sufrir, una auténtica fiesta,
algo que, como hemos dicho, tenía una cotización más alta cuanto mayor fuese su
contraposición con el rango y la posición social del acreedor. Todo esto a modo de
conjetura, ya que es difícil ver el fondo de estas cosas subterráneas, prescindiendo
de que resulta penoso, y quien a este respecto ponga toscamente sobre el tapete el
concepto de , más que facilitar la mirada lo que estará haciendo es
obstaculizarla y oscurecerla (pues la venganza remite a su vez precisamente al mismo
problema: ). Me parece que
repugna a la delicadeza de estos mansos animales domésticos (es decir, de los
hombres modernos, es decir, de nosotros mismos), y todavía más a su tartufería,
representarse con toda su fuerza hasta qué punto la crueldad constituye la gran
alegría festiva de la humanidad primitiva e incluso está mezclada con el ingrediente
de casi todas sus alegrías, así como, por otra parte, representarse con qué
ingenuidad, con qué inocencia comparece su necesidad de crueldad, con qué
convencimiento considera precisamente la (o, para decirlo
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con Spinoza, la sympathia malevolens) como una característica normal del hombre:
¡como algo, por tanto, a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Una mirada
dotada de cierta profundidad quizá podría percibir todavía ahora bastante de esa
alegría festiva del hombre, que es de todas ellas la más vieja y la que más a fondo va:
en Más allá del bien y del mal, pp. 117 y ss. (ya antes en la Aurora, pp. 17, 18 y 102)
he señalado con dedo cauteloso la siempre creciente espiritualización y
de la crueldad que atraviesa toda la historia de la cultura superior (y
que, en un sentido no poco importante, incluso la constituye). En todo caso, todavía
no hace demasiado tiempo que no se concebía una boda principesca o una fiesta
popular de gran estilo sin ejecuciones, torturas o por ejemplo un auto de fe, e
igualmente ninguna casa noble sin seres en los que se pudiese descargar sin reparo
alguno la maldad y el gusto por las burlas crueles (recuérdese por ejemplo a Don
Quijote en la corta de la duquesa: en la actualidad leemos todo el Quijote con un
regusto amargo en la boca, sintiéndonos casi torturados, con lo que les resultaríamos
muy extraños e incomprensibles a su autor y a su época: ellos lo leían, con la mejor
de las conciencias, como el más divertido de los libros, casi se morían de risa con él).
Ver sufrir sienta bien, hacer sufrir todavía mejor: esta es una afirmación dura, un
viejo y poderoso principio fundamental humano-demasiado humano, que por lo
demás, puede que también los monos suscribirían; no en vano se cuenta que en la
ideación de rebuscadas crueldades ya anuncian profusamente al hombre, y por así
decir, lo preludian. Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más vieja y larga
historia del hombre ¡y también en el castigo hay tanto de festivo!
Así habló Zaratustra
II. 15. De las mil y una metas y de la única meta6
Muchos países han visto Zaratustra, y muchos pueblos: así ha descubierto el bien y
el mal de muchos pueblos. Ningún poder mayor ha encontrado Zaratustra en la tierra
6 Nietzsche: Así habló Zaratustra. Tomado del sitio Wikisource: http://es.wikisource.org/wiki/As%C3%AD_habl%C3%B3_Zaratustra. Recuperado el 18 de abril de 2014.
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que las palabras bueno y malvado (…) Una tabla de valores está suspendida sobre
cada pueblo. Mira, es la tabla de sus superaciones; mira, es la voz de su voluntad de
poder (…) En verdad, los hombres se han dado a sí mismos todo su bien y mal. En
verdad, no lo tomaron, no lo encontraron, no les cayó como una voz del cielo. Valores
colocó primero el hombre en las cosas, para conservarse ¡él creó primero el sentido
de las cosas, un sentido de hombres! Por ello se llama ‘hombre’, es decir: el
valorizado. Valorar es crear: ¡oídlo, creadores! El valorar mismo es el tesoro y la joya
de todas las cosas valoradas. Sólo por el valorar existe el valor: y sin el valorar estaría
vacía la nuez de la existencia.
II. 1. De las tres transformaciones
Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en
camello, y en león el camello, y en niño, al final, el león. Hay muchas cosas pesadas
para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga, en el que habita el respeto: cosas
pesadas y las más pesadas desea su fortaleza. ¿Qué es pesado?, así pregunta el
espíritu de carga, y baja las rodillas, igual que el camello, y quiere estar bien cargado.
¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo lo tome
sobre mí y me alegre de mi fortaleza. ¿Acaso esto no es: rebajarse para hacer daño a
su altivez? ¿Dejar iluminar su locura para burlarse de su sabiduría? ¿O acaso es:
separarnos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir a altas montañas
para tentar al tentador? ¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del
conocimiento y por amor a la verdad sufrir hambre en el alma? ¿O acaso es: estar
enfermo y enviar a casa a los consoladores? ¿Hacer amistad con sordos, que jamás
oyen lo que tú quieres? ¿O sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la
verdad, y no apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos? ¿O acaso es: amar a
quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere atemorizarnos?
Todas esas cosas, las más pesadas, toma sobre sí el espíritu de carga: al igual que el
camello que cargado se apresura al desierto, así se apresura él a su desierto. Pero en
lo más solitario del desierto ocurre la segunda transformación: el espíritu aquí se
convierte en león, quiere atrapar la libertad y ser señor en su propio desierto. Aquí
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busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios,
luchará por la victoria con el gran dragón. ¿Cuál es el gran dragón, al que el espíritu
no quiere llamar ya señor ni dios? El gran dragón se llama “Tú debes”. Pero el
espíritu del león dice “yo quiero”. El “Tú debes” le yace en el camino, como un animal
escamoso de áureo fulgor, y sobre cada escama brilla áureamente “¡Tú Debes!”.
Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los
dragones habla así: “Todo el valor de las cosas – brilla en mí. Todo valor ha sido ya
creado, y todo valor creado —soy yo. ¡En verdad, no debe haber más ningún ‘Yo
quiero’!”. Así habla el dragón.
Hermanos míos, ¿para qué se requiere del león en el espíritu? ¿No basta el
animal de carga, que renuncia y es respetuoso? Crear valores nuevos —tampoco el
león es aún capaz de eso: mas crearse libertad para nuevas creaciones— de eso es
capaz el poder del león. Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para
eso, hermanos míos, se requiere del león. Tomarse el derecho de nuevos valores —
ése es el tomar más horrible para un espíritu de carga y respetuoso—. En verdad, eso
es para él robar, y cosa propia de un animal de rapiña.
Como su cosa más santa amó él en otro tiempo el —Tú debes—: ahora tiene
que encontrar ilusión y arbitrariedad incluso en lo más santo, de modo que robe el
estar libre de su amor: para este robo se requiere del león. Pero decidme, hermanos
míos, ¿de qué es capaz el niño que ni siquiera el león ha podido ser capaz? ¿Por qué
el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un
nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer
movimiento, un santo decir sí.
Sí, para el juego del crear, hermanos míos, se requiere de un santo decir
sí: su voluntad quiere ahora el espíritu, el perdedor del mundo se gana su mundo.
Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se
convirtió en camello, y en león el camello, y el león, al final, en niño.
Así habló Zaratustra. Y por aquel entonces residía en la ciudad que es llamada:
la Vaca multicolor.
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EPICURO DE SAMOS: Carta a Meneceo
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Introducción
Epicuro de Samos (341- c. 270 a.C.), filósofo griego, fue el fundador de la escuela del
Jardín (kêpos). Como Aristóteles, piensa que el fin de la vida humana es la felicidad,
pero a diferencia de él, identifica la felicidad y el bien con el placer. Eso no quiere
decir, sin embargo, que la vida feliz sea para Epicuro aquella en la que se disfrutan
los placeres más intensos y variados de forma continua: al contrario, piensa que la
vida feliz será más bien una vida austera. Establece una diferencia entre los placeres
cinéticos y los placeres catastemáticos. Lo placeres cinéticos son aquellos que se
obtienen mediante la actividad que conduce a la satisfacción de un apetito, como el
dormir o comer. Los placeres catastemáticos, en cambio, son los estados en los cuales
se encuentra quien no padece dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. De acuerdo
con Epicuro, quien quiera alcanzar la felicidad debe enfocarse en los placeres
catastemáticos.
De su obra hemos seleccionado aquí la Carta a Meneceo, en la que está
suficientemente expuesto el papel que otorga al placer como un bien apropiado a la
naturaleza humana. Aunque el dolor es un mal, no siempre ha de ser evitado, pues
cabe servirse del mal para algo bueno. Conforme al ideal de la filosofía epicúrea,
consistente en una vida que permita a los seres humanos satisfacer sus necesidades
fundamentales, Epicuro propone llevar un régimen de vida simple y no lujoso para
alcanzar la salud, acompañado del razonamiento y la prudencia que impiden dejarse
llevar por las simples opiniones, al punto que el cultivo de las virtudes produce placer
y a su vez el placer es compatible con las virtudes.
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EPICURO DE SAMOS: Carta a Meneceo7
Epicuro a Meneceo, salud.
Que nadie, por joven, tarde en filosofar, ni, por viejo, de filosofar se canse. Pues para
nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma.
El que dice que aún no ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó es semejante al
que dice que la hora de la felicidad no viene o que ya no está presente. De modo que
han de filosofar tanto el joven como el viejo; uno, para que, envejeciendo, se
rejuvenezca en bienes por la gratitud de los acontecidos, el otro, para que, joven, sea
al mismo tiempo anciano por la ausencia de temor ante lo venidero. Es preciso, pues,
meditar en las cosas que producen la felicidad, puesto que, presente ésta, lo tenemos
todo, y, ausente, todo lo hacemos para tenerla.
Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas y medítalas,
admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. Primeramente, estimando al
dios como un viviente incorruptible y dichoso, como lo ha inscrito [en nosotros] la
noción común de dios, no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la
dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la
incorruptibilidad, opínalo a su propósito. Pues, ciertamente, los dioses existen: en
efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima
vulgo; porque éste no preserva tal cual lo que de ellos sabe. Y no es impío el que
rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo.
Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino
suposiciones falsas. De acuerdo con ellas, de los dioses vienen los más grandes daños
y beneficios. Pues habituados a sus propias virtudes en todo momento, acogen a sus
semejantes, considerando como extraño todo lo que no es de su índole.
Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada en relación con nosotros.
Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la muerte es privación
de sensación. De aquí [se sigue] que el recto conocimiento de que la muerte no es
nada en relación a nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida, no
7 Epicuro: Carta a Meneceo, traducción de Pablo Oyarzún, Onomazein 4 (1999).
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añadiéndole un tiempo ilimitado, sino apartándole el anhelo de inmortalidad. Pues
no hay nada temible en el vivir para aquel que ha comprendido rectamente que no
hay nada temible en el no vivir. Necio es, entonces, el que dice temer la muerte, no
porque sufrirá cuando esté presente, sino porque sufre de que tenga que venir. Pues
aquello cuya presencia no nos atribula, al esperarlo nos hace sufrir en vano.
Así, el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación con
nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la
muerte está presente, nosotros no somos más. Ella no está, pues, en relación ni con
los vivos ni con los muertos, porque para unos no es, y los otros ya no son. Pero el
vulgo unas veces huye de la muerte como el mayor de los males, otras la
como el término de los del vivir. no teme el no vivir:
pues ni le pesa el vivir ni estima que sea algún mal el no vivir. Y así como no elige en
absoluto el alimento más abundante, sino el más agradable, así también no es el
tiempo más largo, sino el más placentero el que disfruta. El que recomienda al joven
vivir bien, y al viejo bien morir, es necio, no sólo por lo agradable de la vida, sino
también porque es el mismo el cuidado de vivir bien y de morir bien. Pero mucho
peor es el que dice que bueno es no haber nacido, o, habiendo nacido, franquear
cuanto antes las puertas del Hades.
Pues si está convencido de lo que dice, ¿cómo es que no abandona la vida?
Porque eso está a su disposición, si es que lo ha querido firmemente; pero si bromea,
es frívolo en cosas que no lo admiten.
Ha de recordarse que el futuro ni
completamente no nuestro, a fin de que no lo esperemos con total certeza como si
tuviera que ser, ni desesperemos de él como si no tuviera que ser en absoluto.
Consideremos, además, que, de los deseos, unos son naturales, otros vanos, y
de los naturales, unos son necesarios, otros sólo naturales; de los necesarios, unos
son necesarios para la felicidad, otros para la ausencia de malestar del cuerpo, otros
para el vivir mismo. Pues una consideración no descaminada de éstos sabe referir
toda elección y rechazo a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad ,
puesto que esto es el fin de la vida venturosa. En efecto, es en virtud de esto que
hacemos todo, para no padecer dolor ni turbación. Y una vez ha surgido esto en
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nosotros, se apacigua toda tempestad del alma, no teniendo el viviente que ir más
allá como hacia algo que le hace falta, ni buscar otra cosa con la cual completar el
bien del alma y del cuerpo. Porque nos ha menester el placer cuando, por no estar
presente, padecemos dolor; no nos es preciso
el placer.
Y por esto que decimos que el placer es principio y fin del vivir venturoso. Pues
a éste lo hemos reconocido como el bien primero y congénito, y desde él iniciamos
toda elección y rechazo, y en él rematamos al juzgar todo bien con arreglo a la
afección como criterio. Y como es el bien primero y connatural, por eso no elegimos
todo placer, sino que a veces omitimos muchos placeres, cuando de éstos se
desprende para nosotros una molestia mayor; y consideramos muchos dolores
preferibles a placeres, cuando se sigue para nosotros un placer mayor después de
haber estado sometidos largo tiempo a tales dolores. Todo placer, pues, por tener
una naturaleza apropiada [a la nuestra], es un bien; aunque no todo placer ha de ser
elegido; así también todo dolor es un mal, pero no todo [dolor] ha de ser por
naturaleza evitado siempre. Debido a ello, es por el cálculo y la consideración tanto
de los provechos como de las desventajas que conviene juzgar todo esto. Pues en
algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal, y, a la inversa, del
mal como un bien.
Y estimamos la autosuficiencia como un gran bien, no para que en todo
momento nos sirvamos de poco, sino para que, si no tenemos mucho, con poco nos
sirvamos, enteramente persuadidos de que gozan más dulcemente de la abundancia
los que menos requieren de ella, y que todo lo natural es fácil de lograr, pero que lo
vano es difícil de obtener. Los alimentos simples conllevan un placer igual al de un
régimen lujoso, una vez que se ha suprimido el dolor [que provoca] la carencia; y el
pan y el agua proporcionan un placer supremo cuando se los ingiere necesitándolos.
Por lo tanto, el hábito de regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer
la salud, hace al hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone
en mejor disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos, y nos
prepara libres de temor ante la suerte.
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Entonces, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los
disolutos ni a los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o
no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en
el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni las bebidas ni los banquetes continuos, ni
el goce de muchachos y mujeres, ni de los pescados y todas las otras cosas que trae
una mesa suntuosa, engendran la vida grata, sino el sobrio razonamiento que indaga
las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por las cuales se
posesiona de las almas la agitación más grande.
El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia. Por eso, más
preciada incluso que la filosofía resulta ser la prudencia, de la cual nacen todas las
demás virtudes, pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin
[vivir] juiciosa, honesta y justamente, sin [vivir] placenteramente. En efecto, las virtudes son connaturales con el
vivir placentero y el vivir placentero es inseparable de ellas.
Pues ¿a quién estimas superior? ¿A aquel que sobre los dioses tiene opiniones
piadosas, que, acerca de la muerte, está en todo momento sin temor, que ha tomado
en consideración el fin de la naturaleza, haciéndose cargo, por una parte, de que el
límite de los bienes es fácil de satisfacer y de lograr, y, por otra parte, que el de los
males, o es breve en tiempo o en sufrimiento? Que se de aquello que algunos
introducen como déspota de todo, , otras del azar, y otras de nosotros mismos, pues ve que la necesidad
es irresponsable, que el azar es inestable, mientras que lo que de nosotros depende
no tiene otro amo, y que naturalmente le acompaña la censura o su contrario (pues
mejor sería hacer caso a [lo que dice] el mito sobre los dioses que hacerse esclavos
del destino de los físicos: en efecto, con uno se esboza la esperanza de obtener el favor
de los dioses honrándolos, mientras que el otro trae una necesidad inexorable), que
no toma el azar ni por un dios, como estima el vulgo (pues nada obra un dios
desordenadamente), ni por una causa endeble (pues cree que el bien y el mal
se les den a los hombres a partir de aquél con vistas al vivir venturoso, aunque dé
lugar a los principios de grandes bienes y males), que considera preferible ser
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desafortunado razonando bien que afortunado razonando mal, si bien lo mejor es
que en las acciones lo bien juzgado prospere con su ayuda.
Estas cosas, pues, y las que les son afines, medítalas noche y día dentro de ti
con quien sea semejante a ti, y nunca, ni en vigilia ni en sueño, padecerás
turbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece
a un viviente mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.
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JOHN STUART MILL: Utilitarianism (chapter 2: “What Utilitarianism is”)
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Introducción
John Stuart Mill (1806- 1873), filósofo, economista y político inglés. Importante
teórico del utilitarismo, conocida doctrina que también da nombre a la obra de la
que aquí presentamos un pasaje del cap. 2, en que plantea que la utilidad como
fundamento de la moral. Aunque reconoce que la palabra “utilidad” no siempre ha
corrido la mejor suerte, Mill ve en la utilidad el principio de la felicidad, la cual
entiende como el placer o ausencia de dolor y la infelicidad como el dolor o falta de
placer. Así, las cosas son deseables por el placer que producen o por ser medios para
evitar el dolor. Al igual que Epicuro, la postura hedonista de Mill es una variante del
relativismo y del individualismo, pues la felicidad depende de cada persona que
sienta placer.
En un momento posterior, Mill reconoce la existencia de distintos tipos de
placeres, dando preferencia a los mentales sobre los corporales, pues la dignidad
humana y el juicio de los conocedores experimentados lleva a reconocer que pocos
individuos consentirían convertirse en alguno de los animales inferiores o en un ser
egoísta y depravado. Y así, el utilitarismo sólo alcanzaría sus objetivos mediante el
cultivo general de la nobleza de las personas, lo que hace más felices a los demás y el
mundo en general saldría ganando con ello. Finalmente, ante la objeción de los que
aseguran que el fin de la acción humana no puede constituirlo dicha felicidad, por
ser algo inalcanzable y prescindible, Mill considera que ésta es posible, pues varios
males de la vida son superables y la felicidad es un bien en sí mismo.
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JOHN STUART MILL: Utilitarianism
(chapter 2: What Utilitarianism is)8
The creed which accepts as the foundation of morals, Utility, or the Greatest
Happiness Principle, holds that actions are right in proportion as they tend to
promote happiness, wrong as they tend to produce the reverse of happiness. By
happiness is intended pleasure, and the absence of pain; by unhappiness, pain, and
the privation of pleasure. To give a clear view of the moral standard set up by the
theory, much more requires to be said; in particular, what things it includes in the
ideas of pain and pleasure; and to what extent this is left an open question. But these
supplementary explanations do not affect the theory of life on which this theory of
morality is grounded- namely, that pleasure, and freedom from pain, are the only
things desirable as ends; and that all desirable things (which are as numerous in the
utilitarian as in any other scheme) are desirable either for the pleasure inherent in
themselves, or as means to the promotion of pleasure and the prevention of pain.
Now, such a theory of life excites in many minds, and among them in some of
the most estimable in feeling and purpose, inveterate dislike. To suppose that life has
(as they express it) no higher end than pleasure- no better and nobler object of desire
and pursuit they designate as utterly mean and groveling; as a doctrine worthy only
of swine, to whom the followers of Epicurus were, at a very early period,
contemptuously likened; and modern holders of the doctrine are occasionally made
the subject of equally polite comparisons by its German, French, and English
assailants.
When thus attacked, the Epicureans have always answered, that it is not they,
but their accusers, who represent human nature in a degrading light; since the
accusation supposes human beings to be capable of no pleasures except those of
which swine are capable. If this supposition were true, the charge could not be
gainsaid, but would then be no longer an imputation; for if the sources of pleasure
were precisely the same to human beings and to swine, the rule of life which is good
8 John Stuart Mill: Utilitarianism (1869), texto original en inglés tomado de http://en.wikisource.org/wiki/Utilitarianism. Recuperado el 23 de mayo de 2014.
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enough for the one would be good enough for the other. The comparison of the
Epicurean life to that of beasts is felt as degrading, precisely because a beast's
pleasures do not satisfy a human being's conceptions of happiness. Human beings
have faculties more elevated than the animal appetites, and when once made
conscious of them, do not regard anything as happiness which does not include their
gratification. I do not, indeed, consider the Epicureans to have been by any means
faultless in drawing out their scheme of consequences from the utilitarian principle.
To do this in any sufficient manner, many Stoic, as well as Christian elements require
to be included. But there is no known Epicurean theory of life which does not assign
to the pleasures of the intellect, of the feelings and imagination, and of the moral
sentiments, a much higher value as pleasures than to those of mere sensation. It
must be admitted, however, that utilitarian writers in general have placed the
superiority of mental over bodily pleasures chiefly in the greater permanency, safety,
uncostliness, etc., of the former- that is, in their circumstantial advantages rather
than in their intrinsic nature. And on all these points utilitarians have fully proved
their case; but they might have taken the other, and, as it may be called, higher
ground, with entire consistency. It is quite compatible with the principle of utility to
recognize the fact, that some kinds of pleasure are more desirable and more valuable
than others. It would be absurd that while, in estimating all other things, quality is
considered as well as quantity, the estimation of pleasures should be supposed to
depend on quantity alone.
If I am asked, what I mean by difference of quality in pleasures, or what makes
one pleasure more valuable than another, merely as a pleasure, except its being
greater in amount, there is but one possible answer. Of two pleasures, if there be one
to which all or almost all who have experience of both give a decided preference,
irrespective of any feeling of moral obligation to prefer it, that is the more desirable
pleasure. If one of the two is, by those who are competently acquainted with both,
placed so far above the other that they prefer it, even though knowing it to be
attended with a greater amount of discontent, and would not resign it for any
quantity of the other pleasure which their nature is capable of, we are justified in
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ascribing to the preferred enjoyment a superiority in quality, so far outweighing
quantity as to render it, in comparison, of small account.
Now it is an unquestionable fact that those who are equally acquainted with,
and equally capable of appreciating and enjoying, both, do give a most marked
preference to the manner of existence which employs their higher faculties. Few
human creatures would consent to be changed into any of the lower animals, for a
promise of the fullest allowance of a beast's pleasures; no intelligent human being
would consent to be a fool, no instructed person would be an ignoramus, no person
of feeling and conscience would be selfish and base, even though they should be
persuaded that the fool, the dunce, or the rascal is better satisfied with his lot than
they are with theirs. They would not resign what they possess more than he for the
most complete satisfaction of all the desires which they have in common with him.
If they ever fancy they would, it is only in cases of unhappiness so extreme, that to
escape from it they would exchange their lot for almost any other, however
undesirable in their own eyes. A being of higher faculties requires more to make him
happy, is capable probably of more acute suffering, and certainly accessible to it at
more points, than one of an inferior type; but in spite of these liabilities, he can never
really wish to sink into what he feels to be a lower grade of existence. We may give
what explanation we please of this unwillingness; we may attribute it to pride, a
name which is given indiscriminately to some of the most and to some of the least
estimable feelings of which mankind are capable: we may refer it to the love of liberty
and personal independence, an appeal to which was with the Stoics one of the most
effective means for the inculcation of it; to the love of power, or to the love of
excitement, both of which do really enter into and contribute to it: but its most
appropriate appellation is a sense of dignity, which all human beings possess in one
form or other, and in some, though by no means in exact, proportion to their higher
faculties, and which is so essential a part of the happiness of those in whom it is
strong, that nothing which conflicts with it could be, otherwise than momentarily,
an object of desire to them.
Whoever supposes that this preference takes place at a sacrifice of happiness-
that the superior being, in anything like equal circumstances, is not happier than the
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inferior- confounds the two very different ideas, of happiness, and content. It is
indisputable that the being whose capacities of enjoyment are low, has the greatest
chance of having them fully satisfied; and a highly endowed being will always feel
that any happiness which he can look for, as the world is constituted, is imperfect.
But he can learn to bear its imperfections, if they are at all bearable; and they will
not make him envy the being who is indeed unconscious of the imperfections, but
only because he feels not at all the good which those imperfections qualify. It is better
to be a human being dissatisfied than a pig satisfied; better to be Socrates dissatisfied
than a fool satisfied. And if the fool, or the pig, are of a different opinion, it is because
they only know their own side of the question. The other party to the comparison
knows both sides.
It may be objected, that many who are capable of the higher pleasures,
occasionally, under the influence of temptation, postpone them to the lower. But this
is quite compatible with a full appreciation of the intrinsic superiority of the higher.
Men often, from infirmity of character, make their election for the nearer good,
though they know it to be the less valuable; and this no less when the choice is
between two bodily pleasures, than when it is between bodily and mental. They
pursue sensual indulgences to the injury of health, though perfectly aware that
health is the greater good.
It may be further objected, that many who begin with youthful enthusiasm for
everything noble, as they advance in years sink into indolence and selfishness. But I
do not believe that those who undergo this very common change, voluntarily choose
the lower description of pleasures in preference to the higher. I believe that before
they devote themselves exclusively to the one, they have already become incapable
of the other. Capacity for the nobler feelings is in most natures a very tender plant,
easily killed, not only by hostile influences, but by mere want of sustenance; and in
the majority of young persons it speedily dies away if the occupations to which their
position in life has devoted them, and the society into which it has thrown them, are
not favourable to keeping that higher capacity in exercise. Men lose their high
aspirations as they lose their intellectual tastes, because they have not time or
opportunity for indulging them; and they addict themselves to inferior pleasures, not
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because they deliberately prefer them, but because they are either the only ones to
which they have access, or the only ones which they are any longer capable of
enjoying. It may be questioned whether anyone who has remained equally
susceptible to both classes of pleasures, ever knowingly and calmly preferred the
lower; though many, in all ages, have broken down in an ineffectual attempt to
combine both.
From this verdict of the only competent judges, I apprehend there can be no
appeal. On a question which is the best worth having of two pleasures, or which of
two modes of existence is the most grateful to the feelings, apart from its moral
attributes and from its consequences, the judgment of those who are qualified by
knowledge of both, or, if they differ, that of the majority among them, must be
admitted as final. And there needs be the less hesitation to accept this judgment
respecting the quality of pleasures, since there is no other tribunal to be referred to
even on the question of quantity. What means are there of determining which is the
acutest of two pains, or the intensest of two pleasurable sensations, except the
general suffrage of those who are familiar with both? Neither pains nor pleasures are
homogeneous, and pain is always heterogeneous with pleasure. What is there to
decide whether a particular pleasure is worth purchasing at the cost of a particular
pain, except the feelings and judgment of the experienced? When, therefore, those
feelings and judgment declare the pleasures derived from the higher faculties to be
preferable in kind, apart from the question of intensity, to those of which the animal
nature, disjoined from the higher faculties, is suspectible, they are entitled on this
subject to the same regard.
I have dwelt on this point, as being a necessary part of a perfectly just
conception of Utility or Happiness, considered as the directive rule of human
conduct. But it is by no means an indispensable condition to the acceptance of the
utilitarian standard; for that standard is not the agent's own greatest happiness, but
the greatest amount of happiness altogether; and if it may possibly be doubted
whether a noble character is always the happier for its nobleness, there can be no
doubt that it makes other people happier, and that the world in general is immensely
a gainer by it. Utilitarianism, therefore, could only attain its end by the general
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cultivation of nobleness of character, even if each individual were only benefited by
the nobleness of others, and his own, so far as happiness is concerned, were a sheer
deduction from the benefit. But the bare enunciation of such an absurdity as this last,
renders refutation superfluous.
According to the Greatest Happiness Principle, as above explained, the
ultimate end, with reference to and for the sake of which all other things are desirable
(whether we are considering our own good or that of other people), is an existence
exempt as far as possible from pain, and as rich as possible in enjoyments, both in
point of quantity and quality; the test of quality, and the rule for measuring it against
quantity, being the preference felt by those who in their opportunities of experience,
to which must be added their habits of self-consciousness and self-observation, are
best furnished with the means of comparison. This, being, according to the
utilitarian opinion, the end of human action, is necessarily also the standard of
morality; which may accordingly be defined, the rules and precepts for human
conduct, by the observance of which an existence such as has been described might
be, to the greatest extent possible, secured to all mankind; and not to them only, but,
so far as the nature of things admits, to the whole sentient creation.
Against this doctrine, however, arises another class of objectors, who say that
happiness, in any form, cannot be the rational purpose of human life and action;
because, in the first place, it is unattainable: and they contemptuously ask, what right
hast thou to be happy? A question which Mr. Carlyle clenches by the addition. What
right, a short time ago, hadst thou even to be? Next, they say, that men can do
without happiness; that all noble human beings have felt this, and could not have
become noble but by learning the lesson of Entsagen, or renunciation; which lesson,
thoroughly learnt and submitted to, they affirm to be the beginning and necessary
condition of all virtue.
The first of these objections would go to the root of the matter were it well
founded; for if no happiness is to be had at all by human beings, the attainment of it
cannot be the end of morality, or of any rational conduct. Though, even in that case,
something might still be said for the utilitarian theory; since utility includes not
solely the pursuit of happiness, but the prevention or mitigation of unhappiness; and
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if the former aim be chimerical, there will be all the greater scope and more
imperative need for the latter, so long at least as mankind think fit to live, and do not
take refuge in the simultaneous act of suicide recommended under certain
conditions by Novalis. When, however, it is thus positively asserted to be impossible
that human life should be happy, the assertion, if not something like a verbal quibble,
is at least an exaggeration. If by happiness be meant a continuity of highly
pleasurable excitement, it is evident enough that this is impossible. A state of exalted
pleasure lasts only moments, or in some cases, and with some intermissions, hours
or days, and is the occasional brilliant flash of enjoyment, not its permanent and
steady flame. Of this the philosophers who have taught that happiness is the end of
life were as fully aware as those who taunt them. The happiness which they meant
was not a life of rapture; but moments of such, in an existence made up of few and
transitory pains, many and various pleasures, with a decided predominance of the
active over the passive, and having as the foundation of the whole, not to expect more
from life than it is capable of bestowing. A life thus composed, to those who have
been fortunate enough to obtain it, has always appeared worthy of the name of
happiness. And such an existence is even now the lot of many, during some
considerable portion of their lives. The present wretched education, and wretched
social arrangements, are the only real hindrance to its being attainable by almost all.
The objectors perhaps may doubt whether human beings, if taught to consider
happiness as the end of life, would be satisfied with such a moderate share of it. But
great numbers of mankind have been satisfied with much less. The main constituents
of a satisfied life appear to be two, either of which by itself is often found sufficient
for the purpose: tranquillity, and excitement. With much tranquillity, many find that
they can be content with very little pleasure: with much excitement, many can
reconcile themselves to a considerable quantity of pain. There is assuredly no
inherent impossibility in enabling even the mass of mankind to unite both; since the
two are so far from being incompatible that they are in natural alliance, the
prolongation of either being a preparation for, and exciting a wish for, the other. It
is only those in whom indolence amounts to a vice, that do not desire excitement
after an interval of repose: it is only those in whom the need of excitement is a
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disease, that feel the tranquillity which follows excitement dull and insipid, instead
of pleasurable in direct proportion to the excitement which preceded it. When people
who are tolerably fortunate in their outward lot do not find in life sufficient
enjoyment to make it valuable to them, the cause generally is, caring for nobody but
themselves. To those who have neither public nor private affections, the excitements
of life are much curtailed, and in any case dwindle in value as the time approaches
when all selfish interests must be terminated by death: while those who leave after
them objects of personal affection, and especially those who have also cultivated a
fellow-feeling with the collective interests of mankind, retain as lively an interest in
life on the eve of death as in the vigour of youth and health. Next to selfishness, the
principal cause which makes life unsatisfactory is want of mental cultivation. A
cultivated mind- I do not mean that of a philosopher, but any mind to which the
fountains of knowledge have been opened, and which has been taught, in any
tolerable degree, to exercise its faculties- finds sources of inexhaustible interest in all
that surrounds it; in the objects of nature, the achievements of art, the imaginations
of poetry, the incidents of history, the ways of mankind, past and present, and their
prospects in the future. It is possible, indeed, to become indifferent to all this, and
that too without having exhausted a thousandth part of it; but only when one has had
from the beginning no moral or human interest in these things, and has sought in
them only the gratification of curiosity.
Now there is absolutely no reason in the nature of things why an amount of
mental culture sufficient to give an intelligent interest in these objects of
contemplation, should not be the inheritance of every one born in a civilized country.
As little is there an inherent necessity that any human being should be a selfish
egotist, devoid of every feeling or care but those which centre in his own miserable
individuality. Something far superior to this is sufficiently common even now, to give
ample earnest of what the human species may be made. Genuine private affections
and a sincere interest in the public good, are possible, though in unequal degrees, to
every rightly brought up human being. In a world in which there is so much to
interest, so much to enjoy, and so much also to correct and improve, everyone who
has this moderate amount of moral and intellectual requisites is capable of an
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existence which may be called enviable; and unless such a person, through bad laws,
or subjection to the will of others, is denied the liberty to use the sources of happiness
within his reach, he will not fail to find this enviable existence, if he escape the
positive evils of life, the great sources of physical and mental suffering- such as
indigence, disease, and the unkindness, worthlessness, or premature loss of objects
of affection. The main stress of the problem lies, therefore, in the contest with these
calamities, from which it is a rare good fortune entirely to escape; which, as things
now are, cannot be obviated, and often cannot be in any material degree mitigated.
Yet no one whose opinion deserves a moment's consideration can doubt that most of
the great positive evils of the world are in themselves removable, and will, if human
affairs continue to improve, be in the end reduced within narrow limits. Poverty, in
any sense implying suffering, may be completely extinguished by the wisdom of
society, combined with the good sense and providence of individuals. Even that most
intractable of enemies, disease, may be indefinitely reduced in dimensions by good
physical and moral education, and proper control of noxious influences; while the
progress of science holds out a promise for the future of still more direct conquests
over this detestable foe. And every advance in that direction relieves us from some,
not only of the chances which cut short our own lives, but, what concerns us still
more, which deprive us of those in whom our happiness is wrapt up. As for
vicissitudes of fortune, and other disappointments connected with worldly
circumstances, these are principally the effect either of gross imprudence, of ill-
regulated desires, or of bad or imperfect social institutions.
All the grand sources, in short, of human suffering are in a great degree, many
of them almost entirely, conquerable by human care and effort; and though their
removal is grievously slow- though a long succession of generations will perish in the
breach before the conquest is completed, and this world becomes all that, if will and
knowledge were not wanting, it might easily be made- yet every mind sufficiently
intelligent and generous to bear a part, however small and unconspicuous, in the
endeavor, will draw a noble enjoyment from the contest itself, which he would not
for any bribe in the form of selfish indulgence consent to be without.
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ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 4-5, 7-13
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Introducción
Ya hemos presentado al comienzo de la presente analogía algunos pasajes de la Ética
Nicomáquea de Aristóteles. Como se desprende de lo dicho en el primer capítulo del
libro I, a Aristóteles le interesa conocer, no cualquier bien, sino aquel que no se busca
en función de otro, es decir, el bien perfecto, eterno y último que da sentido a todos
los demás y en el cual reside la felicidad. Esto lo llevará a plantearse si puede ser el
hombre verdaderamente feliz en esta vida y si para serlo debe estar completamente
libre de todos los males y accidentes de la fortuna en la propia persona o en los
descendientes. Aunque Aristóteles es consciente de que se han propuesto múltiples
bienes como candidatos a la felicidad (gloria, riqueza, poder, salud, placer), la
felicidad se sintetiza para él en la adquisición de un bien que sea fin en sí mismo, y
no en un bien abstracto al modo platónico-pitagórico.
Aristóteles sitúa a la virtud como dicho bien, ingrediente esencial de la
felicidad, y a la vida contemplativa como un elemento indispensable por ser el
pensamiento la actividad más noble, dirigida al objeto más noble de todos: la
divinidad. Por tratarse la felicidad, de una actividad del alma dirigida por la virtud
perfecta, Aristóteles elabora una teoría del alma y sus partes que sirve de contexto
para explicar la relación de la parte racional del alma con la virtud y la felicidad que
es el tema central de los pasajes aquí presentados.
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ARISTÓTELES: Ética Nicomáquea, libro I, capítulos 4-5, 7-139
4. [DIVERGENCIAS ACERCA DE LA NATURALEZA DE LA FELICIDAD]
Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y
toda resolución de nuestro espíritu tienen necesariamente en cuenta un bien de
cierta especie, expliquemos cuál es el bien que en nuestra opinión es objeto de la
política, y por consiguiente el bien supremo que podemos proseguir en todos los
actos de nuestra vida. La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo; el
vulgo, como las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad, y, según
esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que
se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este
punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios. Unos la colocan en
las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores;
mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto, que la opinión de un
mismo individuo varia muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que la felicidad
es la salud; pobre, que es la riqueza; o bien cuando uno tiene conciencia de su
ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en términos
pomposos, y trazan de ella una imagen superior a la que aquel se había formado. A
vece