Anita Cazafantasmas, el Conde Drácula se ha escapado
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Anita Cazafantasmas; el Conde Drácula se ha escapado
Carmen Pombero
Editado por:
ShotWords Transmedia, S.L.
www.shotwords.com
Impreso en España
ISBN: 9788416179251
Diseño e ilustraciones:
© 2014 Sara Velázquez
Texto:
© 2014 Carmen Pombero
Maquetación y producción: Lantia Publishing, S.L.
© 2014 ShotWords Transmedia, S.L.
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler
o préstamos públicos.
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El conde Drácula se ha escapado
―¿Lo ves?, ¿eh? Aquí, justo aquí.
El tío Enrique le señalaba con el dedo una ¿mota de polvo? en la pantalla del
ordenador, donde había ampliado a gran escala una de sus últimas fotos de OVNIS…
―Aquí, sobre el cielo negro, ¿lo ves?
Sí, Anita lo veía. Y le seguía pareciendo una mota de polvo. Miró al tío Enrique
y esbozó una sonrisa.
―Es… es…. ―empezó a decir mientras se daba tiempo para que se le ocurriese
algo…
―¡Una mota de polvo! ―gritó el tío enfadado.
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Anita respiró aliviada. Por un momento pensó que una vez más le iba a tocar
imaginarse que allí había reflejada una figura con antenas, de color verde y con cabeza
de huevo. Pero su alivio duró poco. El tío limpió bien la pantalla y levantó el dedo con
el que señalaba lo que fuese. Bajo él, Anita vio en la foto una luz clara, amarillenta.
―¡Es un OVNI! ¡He fotografiado un OVNI! ―dijo su tío Enrique saltando de
alegría.
―Ah… ―expresó Anita sin convicción y se fijó más―. Claro… un OVNI…
La luz tenía una forma difusa. Bien podría ser un OVNI o el reflejo de una farola. Anita
trató de pensar rápido en una teoría convincente sobre el origen de aquella luz, mientras
acariciaba el lomo de Nefertiti, su rata de cloaca gris sucia, enorme, con una hilera de
dientes puntiagudos y ojos rojizos. Por suerte, un grito salvó a Anita de las naves
espaciales. El grito procedía del salón. El tío Enrique y ella se miraron y enseguida se
dirigieron hasta allí a toda prisa. La abuela estaba trabajando en el salón y bien sabían
que mientras ella trabajaba podía suceder cualquier cosa…
Cuando llegaron al salón, la estancia estaba bañada por un denso perfume de
varas de incienso. La bola de cristal se encontraba sobre la mesa… Y la abuela Amparo
abanicaba a la señora Soledad, no mucho más joven que ella, que yacía en el suelo
patidifusa. Nefertiti dio un salto y le olisqueó el cuello. No debió gustarle el fuerte
perfume que usaba doña Soledad, porque regresó corriendo al lado de Anita.
―La pobre. No esperaba encontrarse cara a cara con su marido ―dijo la abuela
Amparo en un tono algo condescendiente.
Doña Soledad era una de las clientas habituales de la abuela. Una de sus pobres
viuditas, como ella las llamaba. Anita y el tío Enrique se inclinaron hacia la señora.
―Y el marido… ¿ya se ha ido? ―preguntó el tío, mirando nervioso a todos
lados.
―Sí… fue visto y no visto ―sentenció la abuela con gravedad.
―Le voy a traer un vaso de agua. ¿Y si la llevamos al sofá y la tumbamos?
―preguntó Anita.
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La abuela asintió, al tiempo que le indicaba al tío que la ayudase a cargar con la
buena señora, que no es que fuese precisamente liviana.
―Yo sabía que el hombre se nos iba a aparecer. Lo presentía. Es que, se palpaba
en el ambiente. Había una energía en el salón… de ultratumba ―le contaba la abuela al
tío, a sabiendas de que le daban un miedo terrible los fantasmas―. El bueno de
Plácido… que en paz descanse…
Anita no pudo reprimir una mueca de disgusto al oír aquello de una energía en el
salón de ultratumba y se fue preocupada a la cocina a por el vaso de agua.
Para su fastidio, otra vez habían olvidado dejar un vaso en el escurridor sobre la
encimera y todos estaban allá arriba, en el mueble. A Anita le fastidiaban olvidos como
éste, que la obligaban a tener que buscarse la vida, pues era imposible que ella alcanzase
el mueble desde su silla de ruedas. Habían pasado muchos años desde el accidente de
tráfico en el que murieron sus padres y donde ella quedó sin movilidad de cintura para
abajo. Desde entonces, había aprendido a valerse por sí misma. Aún así no había día en
el que Anita debiera afrontar alguna prueba de superación. El mundo estaba lleno de
obstáculos para gente como ella. La niña miró a su alrededor tratando de buscar qué
podía usar para coger el vaso mientras jugueteaba con su talismán, una pirámide
alargada como una A mayúscula en cuyo interior había una serie de triángulos
incompletos también en forma ascendente configurando otra especie de pirámide. Había
sido un regalo de sus padres y, según ellos, era un símbolo relacionado con el calendario
solar maya, de gran alcance para el logro de objetivos pues su poder consistía en
infundir valor y poder a quien lo poseyera. Nefertiti movía la cabeza como si también
buscase. Estaba el palo de la fregona, la espumadera, un rodillo para amasar… ¡Y la
fondue de acero inoxidable! Anita soltó su talismán, cogió uno de los servicios, abrió un
armario donde se guardaba la tetera y el juego de café, y trató de enganchar una taza por
el asa con el extremo del pincho. Nefertiti saltó al armario y se coló dentro para
supervisar de cerca la operación.
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―Qué lista, Nefer… ya podrías ayudar en vez de dirigir el tráfico…
Anita tuvo que hacer un par de intentos y casi se le cayó la tetera sobre la
cabeza. Hasta la pobre Nefertiti cerró los ojos asustada. Al fin, la consiguió enganchar.
Una vez la taza estuvo en sus manos, la llenó de agua sonriéndose satisfecha. No había
nada que no se pudiera resolver con un poquito de ingenio. Puso la taza con cuidado
sobre sus piernas, mientras Nefertiti se acomodaba en su hombro enredándole su pelo
rubio. Ella era así, le gustaba reponerse de los sobresaltos echando una cabezadita sobre
su dueña.
La señora Soledad ya se había recuperado y gimoteaba, abanicada por el tío
Enrique y consolada por la abuela.
―Mi Plácido, mi pobre Plácido… ¿Viste qué mala cara tenía, Amparo?
―Mujer, es que… está muerto ―contestó la abuela tratando de restarle
importancia al asunto.
―¿Y qué, no le dan de comer en el Cielo? Pues menuda mierda de paraíso…
―protestó doña Soledad―. ¡Ah!, por fin, el vaso de agua. Gracias tesoro ―y cogió la
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taza que le tendía Anita, extrañándose de beber el agua en una taza y no en un vaso de
cristal.
Mientras todos veían cómo la señora Soledad se bebía el agua a pequeños
sorbos, Anita paseó su vista por el salón. Sabía lo que pasaba cuando a la abuela le daba
por invocar un espíritu… De pronto, se sobresaltó al ver que algo corría a ocultarse tras
la cortina de una de las ventanas al otro extremo de la amplia estancia.
―Voy a abrir un poco la ventana para que entre fresco ―le dijo Anita a su
abuela en voz baja― y se dirigió a la ventana donde se había ocultado aquello.
Al llegar, Anita vio cómo unos pies deformes, con las uñas ennegrecidas y los
dedos gordos, se asomaban por debajo de la cortina. Anita no se asustó. Más bien pensó
en coger un cortaúñas para hacerle la pedicura. Giró las ruedas de su silla algo más
rápido y los pies, al sentir que se acercaba alguien, hicieron por quedar aún más ocultos
tras la cortina. Anita dio un fuerte impulso a las ruedas con sus manos y giró
bruscamente a la izquierda, atrapando con una de las ruedas el pie derecho. Se escuchó
un leve gemido de dolor y Anita descorrió la cortina con brusquedad. Allí no había
nada. Sólo los dos pies bastos y horripilantes. Esta vez sí que se asustó. Era la primera
vez que veía unos pies por ahí sueltos sin el resto del cuerpo. Y mira que ella ya había
visto de todo… El mundo del Más Allá nunca le dejaba de sorprender. Nefertiti seguía
durmiendo escondida entre su pelo. Esta rata dormilona se perdía siempre lo mejor.
Entonces, alguien le dio unos toquecitos en el hombro.
―Perdona, ¿te importa?
En el hombro de Anita había una mano blanca y rechoncha a juego con los pies.
Al principio, no entendió lo que le pedía la mano, pero enseguida vio el parecido de
éstas con los pies y comprendió. La niña movió la silla de ruedas, liberando así al pie
derecho.
―Gracias ―oyó que le decía la mano.
―¿Dónde está el resto de tu cuerpo? ―preguntó la niña intrigada.
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―Allí ―dijo la mano señalando a una lámpara de pie en una esquina del salón.
Anita miró y vio que, escondido tras la lámpara, estaba el resto del cuerpo: un
tronco grueso con unas piernas y unos brazos tan anchos que parecían almohadones y
una cara paliducha y demacrada, que sin duda doña Soledad había confundido con la de
su difunto esposo Plácido.
―¿Qué haces aquí? ¿Por dónde has entrado? ―inquirió la niña a la mano que
reposaba aún sobre su hombro―. ¿Y de dónde has venido?
―Ufff..., cuántas preguntas, niña. Espera a que se nos una la cabeza, a ver si ella
te puede responder a todas ―y le hizo unas señas a la cabeza.
La cabeza no tardó en unirse, seguida por el resto del cuerpo. Y como si hubiese
estado allí, junto a Anita, durante toda la conversación, empezó a responder.
―Vengo de Transilvania… o, por lo menos, es donde vivía cuando estaba…
vivo. Porque lo último que recuerdo es que el Conde al que servía me mordió una noche
y me dejó más seco que un desierto. Luego, me desperté y estaba enterrado en una
cripta. De esto último hace sólo un rato, porque de pronto se abrió una puerta y luego
aquella luz… y aparecí en este extraño lugar, frente por frente a una señora feísima que
se puso a gritar dándome un susto de muerte.
―Entonces, ¿eres un fantasma?
―Ni idea… ¿Sí? Supongo.
―Y en esa cripta, ¿había muchos más como tú?
―No me fijé. Fui de las primeras víctimas del Conde y puede que después de
mí, hubiese más…
―No lo dudes.
―Aquella luz era tan bonita… la más hermosa que había visto jamás, y la
seguimos.
―Ya, la luz. Mi abuela, que cada vez que le da por sacar la bola de cristal, abre
sin querer la puerta al mundo de los muertos ―le explicó Anita al fantasma, que ya
estaba unido del todo y conformaba la figura de un hombre grandullón y algo
encorvado―. Un momento… ―cayó de pronto en la cuenta―. ¿La seguisteis? ¿Tú y
quién más?
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―El Conde, claro.
Anita se sobresaltó.
―No te muevas de aquí ―se apresuró a decirle mientras giraba su silla de
ruedas―. Y que no te vea ella ―dijo señalándole a doña Soledad al otro extremo del
gran salón.
Anita se acercó sigilosamente a su tío y le habló al oído.
―Tío, me tienes que ayudar…
A su tío se le heló la sangre. Sabía perfectamente lo que significaba ayudar a su
sobrina. Estaba harto de hacerlo.
―¿Yo? ¿Por qué yo? ―dijo mirando intranquilo hacia todos los rincones―.
Sabes de sobra lo poco que me gusta “ayudarte”, Anita.
―Vamos, tío. La abuela ha vuelto a abrir la puerta.
―Pues que la cierre ―protestó enfadado.
―Sabes de sobra que no podemos decírselo. Si supiese que cada vez que saca su
bola de cristal para darle gusto a alguna de sus pobres viudas, le abre la puerta a algún
monstruo, se pasaría el día sacando la bola. Ella es así.
―¡Maldita sea! ¿Y de qué se trata esta vez? ―preguntó el tío Enrique asqueado.
Anita, que conocía de sobra lo miedoso que era su tío a quien lo único que no
asustaba en el mundo eran los extraterrestres, respiró profundamente antes de decir:
―Vampiros.
El tío Enrique lanzó un grito. La abuela y la señora Soledad le miraron de reojo
asustadas.
―¡Plácido! ¿Has visto a mi Plácido? ―preguntó doña Soledad inquieta.
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―No… es que… al tío lo ha asustado una de mis mascotas… ―improvisó Anita
mientras buscaba a su rata entre su pelo rubio. La agarró y le mostró a Nefertiti.
Esta vez quien gritó fue doña Soledad...Y se volvió a desmayar.