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Andrés Trapiello (Manzaneda del Torío, León, 1953) nos recibe en su casa un sábado a media mañana. La conversación dura horas, las grabadoras se mueren. Más que opiniones de actualidad buscábamos una vida, un pasado, una intimidad. Se puede decir incluso que la conversación había empezado tiempo atrás, a través del correo electrónico. De cerca nuestro entrevistado tiene un no sé qué barojiano. Podría ser el pantalón de pana pero quizá sea la certeza de estar ante un escritor de largo alcance, más allá de los gritos del momento. De sus diarios ha escrito Félix de Azúa en esta misma revista que “será uno de los monumentos en la literatura española de dos siglos”. Hombre cordial, incisivo y laborioso, su bibliografía completa asusta a cualquiera. No sabemos si es más poeta que ensayista o que diarista o que novelista; no importa, todos los géneros se le dan bien. Además de escritor, es tipógrafo y editor. Desde el sofá en el que nos sentamos vemos su mesa de trabajo en el cuarto de enfrente; el ordenador portátil en el que escribe, unos cuadernos, la pared tapizada con libros de un tono pajizo. Escribes aquí, en casa. ¿Siempre ha sido así? No exactamente. Escribo donde estoy. Suele ser en casa, en esta o en la de Las Viñas, en el campo. Pero no me cuesta tampoco hacerlo en otras partes, en un hotel, en una sala de espera o en un tren. Y por lo general en el portátil, pero el Salón de pasos perdidos siempre a mano, en unos cuadernos que arrastro conmigo cuando ando por ahí; y otras veces en hojas sueltas, papeles, trozos de periódico, los poemas, por ejemplo. Un día me quejaba a Carlos Pujol de no tener tranquilidad para escribir. Mis hijos eran pequeños, había ruido en casa, interrupciones, entraban, salían. Me dijo: si no vas a poder escribir con ruidos e interrupciones, sería mejor que lo dejaras; el escritor ha de escribir donde esté, con lo que tenga a mano. Es extraño, necesito silencio para leer, pero no para escribir. No puedo leer con música, me parece una falta de respeto para el músico que suena y para el autor que leo. Creo que un escritor es alguien que está a la intemperie, y que ha de acostumbrarse al tiempo que haga; él vive, él escribe. Ha de contar con las inclemencias del tiempo. Y antes de seguir adelante con esta entrevista: me gusta escribir, porque es la forma más discreta de intimidad, y me gusta poco, cada vez menos, hablar en público para el público. A mí, habladas, me salen las cosas mal, de cualquier manera. Decía Deleuzeque encontraba el hablar une saleté, una

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Andrés Trapiello (Manzaneda del Torío, León, 1953) nos recibe en su casa un sábado a media mañana. La conversación dura horas, las grabadoras se mueren. Más que opiniones de actualidad buscábamos una vida, un pasado, una intimidad. Se puede decir incluso que la conversación había empezado tiempo atrás, a través del correo electrónico. De cerca nuestro entrevistado tiene un no sé qué barojiano. Podría ser el pantalón de pana pero quizá sea la certeza de estar ante un escritor de largo alcance, más allá de los gritos del momento. De sus diarios ha escrito Félix de Azúa en esta misma revista que “será uno de los monumentos en la literatura española de dos siglos”. Hombre cordial, incisivo y laborioso, su bibliografía completa asusta a cualquiera. No sabemos si es más poeta que ensayista o que diarista o que novelista; no importa, todos los géneros se le dan bien. Además de escritor, es tipógrafo y editor.Desde el sofá en el que nos sentamos vemos su mesa de trabajo en el cuarto de enfrente; el ordenador portátil en el que escribe, unos cuadernos, la pared tapizada con libros de un tono pajizo.Escribes aquí, en casa. ¿Siempre ha sido así?No exactamente. Escribo donde estoy. Suele ser en casa, en esta o en la de Las Viñas, en el campo. Pero no me cuesta tampoco hacerlo en otras partes, en un hotel, en una sala de espera o en un tren. Y por lo general en el portátil, pero el Salón de pasos perdidos siempre a mano, en unos cuadernos que arrastro conmigo cuando ando por ahí; y otras veces en hojas sueltas, papeles, trozos de periódico, los poemas, por ejemplo. Un día me quejaba a Carlos Pujol de no tener tranquilidad para escribir. Mis hijos eran pequeños, había ruido en casa, interrupciones, entraban, salían. Me dijo: si no vas a poder escribir con ruidos e interrupciones, sería mejor que lo dejaras; el escritor ha de escribir donde esté, con lo que tenga a mano. Es extraño, necesito silencio para leer, pero no para escribir. No puedo leer con música, me parece una falta de respeto para el músico que suena y para el autor que leo. Creo que un escritor es alguien que está a la intemperie, y que ha de acostumbrarse al tiempo que haga; él vive, él escribe. Ha de contar con las inclemencias del tiempo. Y antes de seguir adelante con esta entrevista: me gusta escribir, porque es la forma más discreta de intimidad, y me gusta poco, cada vez menos, hablar en público para el público. A mí, habladas, me salen las cosas mal, de cualquier manera. Decía Deleuzeque encontraba el hablar une saleté, una suciedad. Y sí, el hablar mancha. Si me gusta tanto en literatura lo escrito, frente a lo hablado, es porque la palabra escrita está mucho más cerca del silencio. Decir, referido a un escritor, que habla aún mejor que escribe es un elogio envenenado. No sé lo que valgo escrito; hablado, soy del montón.Creo que nunca has querido cerrar tu lugar de trabajo al resto de la casa.De Gaya me gustaba muchísimo eso también, ver que su estudio del Vicolo del Giglio, en Roma, era a la vez sala de estar, comedor, dormitorio y estudio. Nunca tuvo estudios, sino casas en las que vivía, y en las que después de pintar había de recoger el caballete, y mantener el rincón donde pintaba y los enseres de pintar muy limpios, como quien recoge la mesa después de comer, o hace la cama donde ha dormido. Y así me sucede a mí. Tanto en Madrid como en el campo tengo un cuarto con mi mesa y mi ordenador, pero están siempre con la puerta abierta. Me gusta sentirme acompañado mientras trabajo. Compartir el espacio con mis hijos, con mi mujer, con amigos cuando están, ocupados todos en tareas silenciosas. Si la obra es vida no debe alejarse del lugar donde sucede lo más importante de la vida, que es nuestra intimidad compartida.Da la impresión de que no eres muy maniático a la hora de escribir.

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Salvo la manía de no poder escribir con la puerta cerrada. Me levanto temprano, o procuro. Por la mañana escribo lo que considero más importante en ese momento. Una novela, un poema, un ensayo. Son las horas en que me siento más despejado. A la una lo dejo, hago cosas, un poco de gimnasia, la compra en la frutería o en la tienda de ultramarinos, leo el correo, los periódicos. Después del almuerzo cabeceo en un sofá, mientras ronronean las noticias de la tele, y sigo por la tarde, a las cuatro; leo una o dos horas, tomo notas, escribo mi entrada diaria en el blog, algún artículo, algún prólogo, las cartas a los amigos, lo más breve, y a las nueve lo dejo de nuevo. Por la noche solemos ver alguna película, da igual, la que echen. Soy el que más películas malas ha visto en España. En Las Viñas es más o menos lo mismo, solo que allí hay que compaginarlo con arreglar un motor, perseguir una rata, echar de comer a las perras, cavar los arriates, estropear el motor y de paso el riego, llamar al fontanero… Pero lo cierto es que he conseguido escribir con todas las interrupciones imaginables, que era, al parecer, de lo que se trataba, porque vivir está hecho de interrupciones. En la muerte no las hay.De tu infancia quizá debamos recordar a ese padre marcado por la Guerra Civil y también a un pariente cura, César Trapiello, que se va a vivir con vosotros y se trae consigo una pequeña biblioteca.Hablaban de la guerra a todas horas, en voz baja, por los rincones, con los parientes, con los desconocidos. Parecían no creer del todo que hubiesen salido con vida, cuando tantos otros habían muerto. Hablaban tanto de ella, creo, para sofronizarse, convenciéndose de que hicieron bien; los del otro bando pensaban lo mismo. El hecho de que ganaran la guerra no les alivió en absoluto ni les despreocupó. Al contrario, creo que pensaban que la guerra podría reactivarse en cualquier momento y que tarde o temprano les pedirían responsabilidades. Así que vivían en un estado de perpetua exaltación, convencidos de que harían con ellos lo que ellos habían hecho con los otros. Cuando Franco murió había tal miedo aún a que estallara de nuevo una guerra civil, que a ese miedo, creo yo, le debemos la transición democrática. No al rey, como se ha dicho, o a los partidos políticos, sino a los españoles que habían conocido o sufrido las consecuencias, del bando que fuese; repetían: todo antes que otra guerra. Y aunque hubo estamentos que la buscaron de modo provocador, en el Ejército o en la extrema derecha tanto como en la extrema izquierda, en ETA o en los Grapo, la inmensa mayoría desoyó esos “cantos de sirena”.Mi tío había estado en la guerra, como sargento provisional, así que, desde que se vino a vivir a nuestra casa, mi padre tenía alguien con el que hablar de todo aquello. Con él vino una pequeña biblioteca… En parte era la de un tío suyo, un poeta modernista modesto, que publicaba poemas a lo Amado Nervo en revistas provincianas. La suya no era una biblioteca grande, pero para un niño era suficiente, Dickens, Verne, Salgari, La Esfera, aparte de los libros propios de un cura, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, místicos y demás. El ejemplar que conservo de los Cantos de vida y esperanza, viene de ella. Era un hombre singular, simpático y con un punto de chifladura inofensiva y novelesca. Con el tiempo acabó viendo al arcángel San Miguel, que condujo un autocar en el que había viajado para presenciar unas apariciones de la Virgen en Portugal. No le importaba llegar a casa y ver que le habíamos invadido su cuarto para leer o sencillamente para estar en él curioseando en sus carpetas de dibujos. Él, que era capellán de la Maternidad y de la Inclusa de León, era también profesor de dibujo en el Seminario y pintor aficionado. Mis primeras lecturas infantiles fueron precisamente Las aventuras de Tiburcio y Cogollo, un tebeo muy tintinesco que había dibujado y publicado él en los primeros años 40. Después

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vinieron las Hazañas bélicas y las Vidas ejemplares. Lo que se me iba en escabechinas lo nivelaba con los buenos propósitos de ser santo.Pasaste seis años en un internado de León, en un ambiente gris, triste, dickensiano. ¿Ya escribías algo por entonces?No era exactamente un internado gris, triste y dickensiano: al contrario, era un edificio de arquitectura moderna, con piscina, aulas, cine propio, pasillos y dormitorios muy luminosos, y bastante divertido para un niño, mucho deporte, mucho teatro y mucha música… Yo estudiaba piano, solfeo y composición con ahínco, y en cuanto a la educación general creo que era algo mejor que la que había en la mayoría de los colegios e institutos de la época, ajustados estos a lo que se llamaba “formación del espíritu nacional”, una especie de fascismo de manual. En el nuestro, de eso había menos. Tengo buenos recuerdos de aquellos años. Excepto dos o tres frailes, verdaderamente demenciados y violentos, la mayoría eran buenas personas y los recuerdo con afecto. Claro que vivir 24 horas al día con los mismos compañeros y aquellos profesores te permitía conocer de cerca y desde muy pronto y bastante a fondo el género humano. Desde el punto de vista literario, como vivero de novelas, un internado es un gran invento. No le desearía aquel internado a nadie, pero ahora me alegro haber pasado por él, y haber salido más o menos indemne, como de una guerra. Y sí, ya escribía, me gustaba hacerlo. ¿A qué obedece un impulso como este, cuál es el origen de la vocación literaria, en una edad tan temprana? Para mí es un misterio, sobre todo cuando por entonces tenía también inclinaciones de pintor, por darles un nombre pomposo. Como pintor creo que habría tenido fortuna, si me hubiese cultivado, porque apuntaba maneras. Más que de escritor. Aunque yo lo que quería ser entonces era aventurero o legionario. Al principio, la gente me sugería: tú mejor te dedicas al dibujo, a la pintura. ¿Por qué, pues, ese empeño en escribir y en desoír a todo el mundo? No lo sé. Se conoce que lo que quería decir necesitaba ser dicho de esa manera, con palabras, no con pintura. Me gustaba también mucho la música, pero en cambio para ella no estuve nunca demasiado dotado. En un internado, contra lo que pueda pensarse, pasa uno muchas horas solo y a solas. Se nos obligaba a estar en silencio muchas horas al día. Y el silencio es el mejor campo de cultivo. Cuando al fin empecé a dedicarme a escribir, se produjo algo curioso. Es la historia de mi vida. Como empecé siendo tipógrafo, editando a otros, al publicar mi primer libro de poemas, algunos me dijeron: “Tus poemas están bien, pero todavía eres mejor como tipógrafo”. Luego publiqué mi primer libro de ensayos y los mismos se apresuraron a aconsejarme: “Son estupendos los ensayos, pero tú eres bueno como poeta”. Al fin me decidí a escribir una novela. No sabía escribir novelas, así que empecé por los diarios. Y otra vez lo mismo: “Es genial ese diario; ahora, donde tú has dado la nota más alta es en los ensayos”. Ahora hay algunos que dicen que mis novelas no valen lo que mis diarios, incluso que no valen nada. No entiendo por qué me comparan siempre conmigo mismo y no con los demás. Si alguna vez quiero oír decir que mis novelas son buenas no tengo más que ponerme a hacer una película, y dedicarme al cine.La religión es algo que estuvo muy presente en esos años. Más tarde, en 1970, incluso entras como novicio en un convento dominico de Burgos, pero te echan pronto por “falta notoria de espiritualidad y descreimiento general”, según cuentas en un texto autobiográfico que escribiste.En realidad no sé por qué me metí allí en aquel momento, porque ya entonces tenía eso que se llamaba “una seria crisis religiosa” y “dudas de fe”, hasta el punto de que otros dos compañeros y yo, que hacíamos partida, nos sinceramos la víspera de tomar hábito con la misma pregunta: “¿Tú crees en Dios?”. No solo teníamos dudas sobre nuestra vocación

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religiosa, sino sobre la existencia de Dios, e íbamos a tomar hábito. Creo que entramos allí con la esperanza más que de hacernos frailes, de recuperar la fe. Las cosas no fueron bien, claro, y nos echaron a los tres meses, a mí al primero. El maestro de novicios pretendía que usáramos unas disciplinas, cilicios y flagelos bastante toscos, que nos repartió a los novicios. Aquellos artilugios me produjeron un asco invencible, porque no dejaban de ser instrumentos de tortura con sangre seca y piltrafas de piel de quienes los habían llevado antes. Le dije delante de todo el mundo que estaba loco si pretendía que yo me pusiera alguno de aquellos chismes. Una hora más tarde me convocó a su despacho: me daba 24 horas para abandonar el convento, improrrogables; temía que corrompiera a los demás si permanecía con ellos un minuto más. Llegué a mi casa y tres meses después me echaron de casa porque me encontraron unos números de Mundo Obrero, la revista del PCE (i). En casa de un falangista aquel descubrimiento causó sensación. Me los había pasado una prima madrileña, cinco años mayor que yo a la que acababa de conocer esa Semana Santa y de la que me había enamorado violentamente en dos o tres horas. Fue como en una novela de Stendhal en todo, incluido el final amargo. A partir de ahí y durante mucho tiempo me fueron echando de todas partes. No creo que fuese por rebeldía mía. En realidad siempre me ha gustado quedarme en cualquier rincón, tiendo a aclimatarme pronto. La expulsión de mi casa disgustó mucho a mi familia, pero a mí me hizo feliz, porque lo que quería era fugarme con la que pensaba que iba a ser el amor de mi vida. Me vine a Madrid a la aventura con una maleta y un billete de 1000 pesetas. Tenía 17 años.En la novela El buque fantasma recreas tu militancia durante los últimos años del franquismo en una organización maoísta-estalinista. ¿Cómo recuerdas ahora aquellos años?Los recuerdo muy bien, o sea mal. No volvería al internado, pero me alegro haber estado en él. Tampoco volvería a los años de Valladolid, pero daría todo por olvidarlos. Quiero decir que mi memoria es muy buena y los recuerdos malos. El partido (PCE) era infinitamente peor que el internado, y los compañeros camaradas y yo mismo unos inquisidores, partidarios de la violencia revolucionaria, los centros de reeducación y las depuraciones. Se vivía entonces el auge de la Revolución Cultural, y mi partido era, además de estalinista, maoísta, y secundaba con entusiasmo lo que luego supe que recibía el nombre de filosofía de la historia, o lo que es igual, la historia como sacrificio hacia un final feliz. Como las saunas, pero en plan Lubianka. Que la idea de felicidad de Hitler, Stalin, Castro o Mao, pongamos por caso, no coincidiera con la del resto de la humanidad, era considerado como un pequeño escollo en la Larga Marcha. Aquello fue un sinvivir, todo el día escondiéndose, de asamblea en asamblea, hablando, cuánto se hablaba, leyendo a José Díaz y a Dimitritov y a Marta Harnecker, y los tratados de Stalin, Lenin y Mao, que se entendían muy bien, como guarnición de los de Marx, Engels o Feuerbach, que apenas comprendía. A los cuatro años también me echaron, por revisionista. Si me condenasen a volver a aquel tiempo, habría hecho lo posible por dedicarme a leer, a cultivarme algo, a pasear y no perder ni un minuto en estériles discusiones políticas. Eso sí, habría secundado todas las huelgas y habría vuelto a todas las manifestaciones, pero por libre, porque el franquismo daba sobre todo bastante asco y porque hay que recordar que solo había algo peor que los compañeros camaradas: los chicos buenos que apuntalaban el franquismo arguyendo que ellos eran apolíticos y que lo que había que hacer era estudiar y portarse bien, y que lo que hacíamos nosotros no servía de nada. La paradoja es que estos, con todo su egoísmo y su cobardía o su estupidez, acabaron teniendo razón, y no nosotros, los listos. El mayor fracaso de la oposición al franquismo fue que se demostró inútil para derrocar al

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franquismo, como hemos visto. Y que el Gran Timonel que condujo el cambio no fue el secretario general del PCE (i) , sino el secretario general del Movimiento.Todo esto lo conté en El buque fantasma, mi segunda novela. En España seguía pensándose que solo podía haber una cultura, una literatura, y esa era de izquierdas. Era un mito que se arrastraba desde la Guerra Civil, la victoria de la propaganda. Se consideraba de izquierdas todo lo que atacaba a la dictadura, y de derechas cualquier cosa que criticara a la izquierda. Los nacionalismos, de naturaleza reaccionaria y victimistas por naturaleza, se beneficiaron de ello y con la ayuda de la izquierda cobraron un gran auge. Quiero decir que había mucho confusionismo o lo que entonces se conocía como “la berza”. Así que se supuso que aquella novela era de derechas, toda vez que la escribía alguien que ya había publicado a Sánchez Mazas. El temor a infecciones de tipo ideológico hizo que se lanzaran sobre la novela con una ferocidad inusitada, tratando de atajar cualquier veleidad festiva al respecto. La novela tuvo unas 2000 reseñas, todas rabiosas. Era tanta la saña, que Ramón Gaya me dijo entonces: “La novela está bien, pero no te hagas ilusiones, el trato que le están dando solo se lo dan a las obras maestras”.

En 1975 vienes a Madrid, ya definitivamente. Llevas en esa época, según tus propias palabras, una vida entre anarquista del novecientos y crápula.Que se muriese Franco fue una gran liberación, pero no tanta como mandar la política militante a paseo. Pensábamos: ya no hay que andar en la clandestinidad, ahora que la política la hagan los del PSOE y los del Movimiento, Suárez y Felipe González. Ninguno habíamos oído hablar ni del PSOE ni de González, pero nos gustaba que trabajara con Suárez, al que Guerra llamó aquello de “tahúr del Misisipi”, y con Carrillo, que llevaba diez años llamando al príncipe que sería rey, “Juanito, el Breve”. Nos parecían un poco lo mismo y nos daba un poco igual. Algunos ni siquiera votamos la Constitución, por republicanos y porque entronizaba a un rey que nos parecía eso, otro Borbón más y alguien

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que no permitía que se hablase en su presencia mal de Franco. En esto último parece que sigue lo mismo, según cuentan los que lo tratan. Es obvio que nos equivocamos con lo de la Constitución, porque hemos visto que ha sido una buena Constitución. Y al rey hay que reconocerle que no estropeó demasiado las cosas. Mi idea de él es, en cambio, poco más o menos la que tenía entonces. Quizá porque a un rey no hay que pedirle mucho más, aunque me sigue pareciendo extraño que de los millones de fotografías que hay de él, no se le vea en ninguna leyendo un libro. Sigo. Estábamos en los años de la movida. Y la movida fue algo que se hacía en grupo también, en la fratría. Así que nosotros nos dedicamos a la vida nocturna, salir, entrar, fundar editoriales y revistas, ir a inauguraciones, escribir algo, volver a salir, ir a unos conciertos de música pop que yo particularmente detestaba, hacer como que íbamos a escribir unos libros que no escribíamos, unas copas, esto, lo otro, un poco de ligoteo, en fin… De eso salió una novela que se llamó La malandanza.En la revista Guadalimar escribíais críticas de arte, digamos, por encargo.De Valladolid me vine a Madrid en 1975 precisamente contratado por esa revista. Era una revista en la que la mayor parte de las críticas que se publicaban eran venales, se cobraban con la publicidad o al contado. Trabajé allí de negro unas veces, y de ñáñigo otras, o sea, de negro y chino. La dirigía un tipo con un aspecto funéreo, que se hizo millonario porque la vanidad de los artistas es ilimitada. Él parecía un inquisidor, siempre serio, con mal color de cara, tumefacto. Ese también me echó. Se ve que en aquella época yo tenía buena y mala suerte en la vida. Mala, porque no sé cómo, siempre acababa en los peores sitios, y buena, porque me echaban de ellos.Empezaba por entonces la movida madrileña, que ha sido muy reivindicada después como una gran explosión de libertad y creatividad.La movida dio dos o tres películas de Almodóvar disparatadas y divertidas, algo de música pop, unos cuadros dePérez Villalta o Alcolea, para los que les guste esa clase de pintura, y las fotos de García-Alix o Baylón, muy buenas, y entre eso mucha cosa sin interés. En literatura creo que ninguno dimos, individualmente, nada a la altura de Alix o Baylón. Sí algunas empresas colectivas, pequeñas editoriales como Nostromo o La Ventura, algunas revistas, como Artefacto, El Europeo, Buades o Poesía… No eran propiamente empresas de la movida, pero sí nacidas en aquel caldo de cultivo, hechas por las mismas gentes que luego trabajábamos la noche. Hubo algo valioso en la movida, sin embargo, que fue eso, el moverse, la libertad de entrar, de salir, de no culparse por no estar haciendo cosas sesudas, “comprometidas”, viniendo de unos años en que solo había sido considerado serio el hacer política antifranquista. Que la gente se desentendiera de ello y decidiera pasárselo bien fue lo mejor que nos sucedió entonces. Aunque no saliera de todo aquello nada de verdadero valor, lo valioso fue sacudirse de encima la solemnidad, el pesimismo español y el remordimiento. Y lo valioso existía también, desde luego, pero había que ir a buscarlo en otra parte, como sucede casi siempre, y por lo general no en grupo, sino solos. Fue entonces cuando Valentín Zapatero y yo refundamos la editorial Trieste, 1981, que a mí particularmente me ayudó a dejar atrás la famosa movida, viendo lo que era acaso su verdadera cara. Creo que fue Sarrión quien resumió mejor lo que fue: “Al final supimos que lo que querían era salir en el Hola“. La movida, naturalmente, siguió sin nosotros, y nosotros pudimos, al fin, ponernos a escribir y editar en serio, todo lo serio que sabíamos, porque ya no éramos precisamente unos niños, teníamos casi treinta años y toda la vida por delante. Recuerdo aquel tiempo, en el que nació nuestro primer hijo y compramos la casa de Las Viñas, como uno de los mejores de nuestra vida. La casa de Las Viñas nos cambió la vida y la cabeza, y a mí me cambió en parte la obra. No todos entendieron lo del campo,

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porque se suponía que había que quedarse en Madrid dando el callo por la vida al límite, la noche, la droga y la “jodía” movida, que diría Maruja Mallo… Vale, decíamos nosotros, pero siempre que podíamos, nos largábamos de Madrid porque estábamos levantando aquello, y ver que empezaba a haber una casa donde antes solo había una ruina, y que los rosales volvían a dar rosas, nos compensaba. La vida, al fin, iba en serio, y era maravillosa. Lo podíamos todo. Miriam y yo escogimos una vida retirada, nos especializamos en ruinas y en criar a los chicos y en trabajar duro, ella en su trabajo y yo en el mío, que entonces venía a salto de mata, una colaboración aquí, una maqueta allá, trabajos tipográficos a veces, unos guiones de vez en cuando y la cola del paro una vez al mes, hasta que me cansé… Sentía que el mundo estaba por hacer, y que me tocaba hacerlo a mí, es decir, lo que siente cualquier joven. Todo costaba mucho esfuerzo, editábamos los libros de una manera artesanal, en procesos en los que interveníamos manualmente, y a mí me costaba mucho también encontrar periódicos, revistas o editoriales que me quisieran publicar y editar, lo que hacían con cuentagotas, porque en un momento de clara hegemonía de la izquierda en el mundo cultural, se me veía “sospechoso”. ¿De qué? No lo sé. Tampoco servía de nada que dijera que yo era de izquierdas. Dejé de decirlo cuando me di cuenta de que hasta eso les molestaba, lo encontraban una provocación. Creo que en el fondo no les importaba tanto que editara la literatura de Sánchez Mazas como que dijera en público que Alberti, al que en aquellos momentos procesionaban entre clamores por toda España, me recordaba mucho a José María Pemán, o que defendiendo aJuan Ramón Jiménez o Machado me pusiera frente a personas entonces intocables como Castellet, Gimferrero Gil de Biedma que lo insultaban sin el menor rebozo. Yo no quería ser escandaloso ni polémico. He detestado siempre el primer plano, pero me parecía más necesario que nunca reescribir la historia de la literatura española. El título de mi segundo libro de poemas, Las tradiciones, fue toda una declaración de intenciones: había que empezar de cero y releerlo todo otra vez; no me fiaba de nadie, y menos de quienes decían con la mayor impunidad que JRJ, por ejemplo, era “un señorito de casino de pueblo”.Tú sí que conociste a Michi Panero, no como Nacho Vegas.No sé quién es Nacho Vegas. Empecé a tratar a Michi cuando edité en La Veleta una antología de su padre, uno más de los que habían ganado la guerra y perdido los manuales de literatura. Leopoldo Panero es un poeta. Recuerdo que Claudio Rodríguez, cuando salió ese libro, me dijo: “es uno de los grandes”. Brines me dijo algo parecido. Para mí lo es, en sus mejores poemas, como Cernuda, al mismo nivel. No es homosexual, fue franquista y al parecer una persona con mal vino que hizo desdichada a su familia, pero es un buen poeta. Antes de conocer a Michi ya habíamos ido algunas veces a la casa familiar, pero con Leopoldo María, en aquellas noches en las que entrábamos y salíamos y andábamos por ahí hasta las seis de la mañana. En diez años la casa de la calle Ibiza había conocido una degradación completa, los hijos habían vendido la mayor parte de los libros de su padre, al menos los que valían algo, y se había apoderado de las habitaciones el mayor abandono. Una tarde tuve que ir con mi hijo después de recogerle en el colegio. Tenía ocho o nueve años. Debe de ser una de las experiencias que le han marcado, porque aún no se le ha despintado de la memoria. Michi, que acababa de levantarse, con los pelos rebultados y las barbas sin rapar se dio cuenta de que el chico estaba asustado, y al principio por broma jugó a darle miedo, pero luego se deshizo con él en atenciones y buscó algo para entretenerlo, y encontró una de esas bolas de cristal de escritorio que había sido de su padre, y se la regaló. Era una buena persona; creo que su drama fue no comprender nunca no ya por qué era hijo de su padre, al que apenas conoció, sino por qué le había

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tocado aquella familia, una madre tan fabulista y unos hermanos con los que ya no se hablaba, y por qué él no era poeta ni tenía el talento de su padre.¿Qué significó para ti Ramón Gaya?Todo, para mí y para una docena de personas. Era un ser superior, en el sentido nietzscheano. Se lo dijo Eloy Sánchez Rosillo la última vez que lo vimos con vida, y se lo dijo en nombre de los amigos que estábamos con él: “Te queremos mucho, te admiramos mucho y te debemos mucho”. Era en cierto modo el padre y el maestro y el amigo que no habíamos tenido de jóvenes, sin pretender ser él para nosotros ninguna de las tres cosas. Con Gaya estabas al lado y tenías que entender por tu cuenta lo que era, lo que había sido, sus silencios y lo que decía, todo. Porque él no te lo iba a explicar. Al fin comprendimos que había una España de la que podíamos sentirnos orgullosos, de la que teníamos la obligación de formar parte, una España que debíamos conservar, cuidar y legar. La España de Cervantes y Velázquez, la de Galdós y la de JRJ, y yo hoy añadiría, la España de Gaya. Él lo llamo a eso “el milagro español”. Nos señaló pintores, lecturas, ciudades, personas, actitudes. Nos enseñó a leer el pasado sin beatería ni resentimiento, con naturalidad, nos habló de la naturalidad como cualidad del sentimiento, y el sentimiento del arte como la propia naturaleza de este. Nos enseñó sobre todo a considerar el arte como vida y nos recordó que hay una cierta salvación en el arte, asunto este en el que ahora trabaja Miriam. A mí me enseñó también a mirar los años de la guerra como nadie lo había hecho antes. Muchos de los que la habían hecho y se habían quedado aquí o se habían tenido que marchar al exilio, se habían beneficiado de la derrota o con la victoria. Él, en absoluto. Decía refiriéndose a entonces: “Me hicieron perder aquellos años miserablemente”. ¿Quiénes? Ni siquiera se molestaba en entrar en detalles. Decía también: “Me gusta mucho la gente, pero espero poco de ella”. Nos enseñaba cosas así, que no se enseñan en ninguna parte. Por esa razón la visitación de sus cuadros y la lectura de sus obras tiene que ver con nuestra vida, con lo que queremos hacer de ella, es una lección permanente de ética y estética, y nuestra línea directa con JRJ, al que conoció, al que admiró frente a la mayor parte de sus compañeros de generación, que lo combatieron con esa deslealtad propia de los que, como decía el propio Gaya, se lo debían todo (“No se le puede deber tanto a nadie”, solía repetir), nuestra línea directa, repito, con JRJ y con el milagro español, del que ha acabado formando parte, es él.No te gusta demasiado el arte contemporáneo… ¿Salvarías a alguien de la quema? O como Cocteau en caso de incendio solo salvarías el fuego.No es verdad. Me gusta mucho el arte contemporáneo: me gusta Gaya, acabo de decir, tanto como los clásicos, para mí no hay mucha diferencia entre los paisajes de la Villa Médicis y otros de Gaya, me dicen las mismas cosas, y me gusta Solana, Carmen Laffón, Julio López, Pedro Serna, me gustan Miguel Galano, Andrés Rábago, Carlos García-Alix, Pagola o las estampas de mi hijo Guillermo, por no hablar de fotógrafos, porque de estos podría nombrar muchísimos, empezando por Plossu, Alix o Castro Prieto y terminando por mi hijoRafael, que es por edad aún más contemporáneo que todos los que acabo de nombrar. O sea, que está uno bastante al día. Lo que no me gustan son las cosas que se supone que tienen que gustarnos a todos. Es como si alguien dijera que no me gusta la literatura contemporánea porque no me gustan los autores de moda. El mayor problema que plantean algunas obras contemporáneas, desde mi punto de vista, es su deshumanización, que hayan roto su comunicación con la gente. Muchas de ellas siguen siendo un símbolo de prestigio y de estatus social, es verdad, pero al no tener aura, al haber perdido la afectividad y la emoción que sigue a los afectos, son más mercancía que nunca. Por otra parte ya no

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remiten a la belleza y requieren de una élite o del grupo de iniciados, como si fueran algo esotérico. Y como se necesita de una píldora teórica para poder comprenderlas (lo de comprenderlas es, claro, un decir, porque son precisamente eso, incomprensibles), dejan de ser autónomas. Así es como se han invertido los papeles: ya no es la obra de arte el objeto de la exégesis, sino a la inversa, la exégesis es el objeto de la obra de arte. Dicho de otro modo, con un poco de cuento se puede colocar “una obra” sin el menor mérito en el museo, operación en la que suele intervenir un comisionista, porque, y ese es otro aspecto del asunto, aquí el pagano suele ser el Estado o alguna institución pública, o sea el contribuyente, que decían en las zarzuelas.¿En algún momento decides que ya no hay vuelta atrás, que vas a ser escritor?Sí y no. Creo que esas cosas no acabas de saberlas nunca. Sabes que solo quieres ser escritor, desde luego, pero no sabes nunca si vas a poder serlo, si te dejarán serlo, si habrá en ti algo que te permitirá lograrlo, que no te secarás, como una fuente. Así que te levantas y vas a tu mesa y la ves como un huerto. Y haces un surco, y luego otros, y cuando vuelves la vista atrás, porque temes acaso que no haya quedado nada o que lo hayan comido todo las malas hierbas, descubres que aquí y allí está brotando algo. Te acercas, lo miras y no sabes muy bien cómo ha nacido eso. Porque pasa eso: que lo que nace, nace solo, que uno no es dueño de ese secreto, sino solo eso, un hortelano, y que los frutos no son tuyos, puede que acaso la semilla, sí, pero solo la semilla. Siempre me ha parecido que los aciertos en mi caso eran de otro, como de prestado; los malogros, en cambio, los he reconocido pronto, veo de lejos que solo pueden ser míos.Lo primero fue la poesía. Siempre has considerado la poesía como lo más importante de tu obra.La poesía es lo único que cuenta, es el germen de todo, lo que nos lleva un poco más lejos. Para mí la poesía es la línea más corta entre la vida y el misterio, una especie de “símbolo aproximativo de la verdad”, que decíaUngaretti. De la poesía, y no digamos de la mía, me da mucho apuro hablar siempre. La poesía es lo íntimo en estado puro, la verdad indemostrable. Y en cierto modo, inefable. Puede uno cultivarse mucho leyendo poesía o teoría poética, pero el sentimiento que hay en tal o cual poema, esa emoción que sentimos ante ciertos poemas, ante una sonata, ante tal o cual cuadro, eso resulta muy difícil de definir y de explicar. La poesía tampoco es privativa del poema, la hallamos en una novela, en una obra de teatro, y por supuesto en la música, en la pintura, en muchas manifestaciones humanas, en la manera de poner un mueble, en un vestido, en la manera de hablar o de escuchar a alguien sin juzgarlo. Creo que la gente respeta la poesía porque sabe que en el fondo nos hace fuertes y delicados. Claro que algunos confunden también la poesía o lo delicado con la cursilería, o que creen que la poesía es una cosa de moñas, pero para esa confusión no hay remedio. Damos por supuesto que Leopardio Machado o Juan Ramón fueron personas delicadas, pero me gustan también mucho los que son delicados a su manera, un poco toscos, pero siempre con naturalidad, como Baroja o Solana. La poesía para mí es eso, el cultivo de la naturalidad.¿Y la novela?La poesía te da las cosas de golpe, te lleva a un centro de un modo súbito, sin mediación, como un relámpago de luz casi cegadora. La novela, por el contrario, es el camino y el despliegue del sentido, del argumento, en el que hay luces y sombras.Se lleva hablando de la muerte de la novela desde prácticamente mediados del siglo XX, al tiempo que se han escrito novelas magníficas. La posmodernidad se caracteriza por su

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afición a levantar actas de defunción. Se empezó con la muerte de Dios, y siguieron otras muchas: el fin de la historia, de la filosofía, del arte…Decía antes que la novela, frente a la poesía, es un camino. Pero es un camino que debe recorrerse, a mi modo de ver, con el candil de la poesía. Una novela, o una obra de teatro, y yo diría que hasta un ensayo o un tratado de filosofía, que no se escriba a la luz de la poesía, se quedará a medio camino y a la larga, a ciegas.

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En 1990 aparece El gato encerrado, el primer tomo de unos diarios que titulaste Salón de pasos perdidos. ¿Cómo te planteaste escribirlo? Que un escritor joven y desconocido tuviese la idea de escribir un diario para publicarlo parece una osadía.Ese no era un problema. No podía esperar a ser conocido para escribir un diario, porque entonces no hubiese podido escribirlo nunca. En realidad empecé a escribirlo porque quería escribir una novela, y no sabía cómo hacerlo. Pensé que si Galdós tenía razón, y que “por dondequiera el hombre vaya lleva consigo su novela”, yo tenía una, como todo el mundo. Solo era cuestión de contar mi vida, o mejor aún, la vida de los demás, más interesante seguramente que la mía. Tenía el buen consejo, de Cervantes, y otro de JRJ, “quien escribe como se habla llegará en el futuro a ser más hablado y leído que quien escribe como se escribe”. Además admiraba mucho a Baroja, que escribe sus novelas poniéndose un poco en segundo término, nunca te dice: ojo, aquí hay un novelista. En esos diarios novelados creo que los lectores acaban olvidándose un poco de mí. Y así empezó todo. No pensaba, claro, que esto iba a dar tanto de sí, y sí lo pensaba; esas cosas se saben y no se saben al mismo tiempo de una manera vaga. Y me puse a escribir ese libro. Sabía cómo hacerlo por intuiciones, por instinto. El hombre dicen que es el estilo, eso aseguraba Buffon y luego lo repitió Ortega; pero yo diría que en arte, el hombre es sobre todo el instinto. Un instinto más o menos cultivado, al que hemos de seguir un poco a tientas. Y por cierto, no sé muy bien qué significa, pero la palabra más triste de la literatura es “estilista”.¿Hubo otros diarios antes que siguen inéditos? ¿Es posible que se publique algún día una “precuela” de El gato encerrado?Hay dos o tres cuadernos. Me asombra y admira lo que Pla hizo con su Cuaderno gris, tomar uno o dos escritos en su juventud, apenas 50 o 60 páginas, y escribir ese libro de casi 800, lo mejor suyo, cuando era ya viejo. La primera vez que leí el libro de Pla me anonadó. Yo andaba por los 25 o 26 años. No había publicado nada. Me dije, “si Pla escribió eso con 18, ¿adónde voy yo? Ya llego tarde”. Luego cuando se supo que todo era una mixtificación, comprendí, y me dio ánimos, porque pensé que para contar mentiras, que es la base de la literatura, siempre hay tiempo. Mis diarios fueron la puerta falsa para entrar en la novela, que es lo que yo quería escribir, eso que es mentira a medias y que es verdad a medias. Mi vida, ya he dicho antes, no daría para una novela, aunque tampoco para un diario, de modo que pensé hacer algo a medio camino. A medio camino de todo, de la ficción y la realidad, de la intimidad, la privacidad y lo público, de la poesía y la prosa, del ensayo y el aforismo, la confesión y el testimonio, lo confesional y la crónica… Y eso son esos libros, algo que se escribe como diario y se publica como novela, con la ayuda de esas X que los hacen verosímiles como novela y que los invalidarían como diarios, porque de publicarse con nombres propios muchos de los interesados los tacharían de falsarios. Por eso está fuera de lugar que alguien con nombre propio salga diciendo que lo que dice esa X o la de más allá en mis diarios “es falso”. Porque en literatura se trata no de la verdad, sino de lo veraz, algo que atañe por igual a lo real y a la ficción, a algo que si non é vero, é ben trovato.Luego vino El buque fantasma.Es una novela que me hace mucha gracia. Tampoco he vuelto a leerla desde hace años. Recuerdo que era un libro ingenuo, pero simpático. Me gusta mucho más aún cuando recuerdo los críticos que hablaron mal de ella y lo nerviosa que se puso mucha gente, principalmente los progres. A veces me hago ilusiones pensando que aún no ha conocido sus verdaderos lectores. Pero vete a saber. Si no ha tenido lectores todavía, quizá no los va a tener nunca. Hay millones de libros que leer. Se presentó en Barcelona en un pequeño

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restaurante, había diez periodistas y algunos escritores a los que había invitado el director de la editorial, Enrique Murillo. Yo no conocía a casi nadie. Murillo creía sinceramente que iba a ser un gran éxito, un best seller, porque trataba el tema de la militancia antifranquista con humor autocrítico. Le dieron un premio importante, y eso hizo que se fijara en ella mucha gente. Murillo en parte acertó, porque aunque se vendió mucho menos de lo que pensaban, vendieron unos 20.000 ejemplares de una tacada, y luego más. Para mí era una cifra mareante. Estuvieron en el almuerzo Carlos Pujol, Vila-Matas, Azúa, Paco Rico, no me acuerdo si fue Toni Marí, quizá Argullol, Gimferrer solo a los postres, porque tenía miedo de que le sentara mal el agua mineral, y la presentó Mendoza; en Madrid la presentó Toni Marí y recuerdo que estuvo también Marías. Creo que la mayor parte de ellos quedaron muy decepcionados cuando la leyeron, y les entró la cosa vergonzante de haberse dejado arrastrar a lo que mucha gente consideró poco después una impertinencia intelectual y, por supuesto, una maniobra dudosa, confusa, acaso un aval a la derecha emergente obra de un agente provocador. Pero yo digo lo de Ruano, al revés: ¿cuándo se ha hablado tan mal de una novela solo porque sea mala? Las de la mayoría son malas, y se habla bien de ellas en los periódicos, al menos mientras están de cuerpo presente. Algún día alguien que no sepa nada de ninguno de nosotros leerá la mía y se reirá con ella, quiero decir, que se alegrará de no haber nacido ni vivido en aquel tiempo, y se quedará con lo que había allí de vivo, las andanzas de un muchacho que en aquellos años empezó queriendo hacer la Revolución y pasar a cuchillo a todos los reaccionarios, y acabó dándose cuenta a tiempo de su locura, decidido a recordarlo todo con un humor honesto y vago, que diría Pla.¿Llevas un diario B, como Tolstói, en el que puedes contarlo todo?No, porque tampoco llevo una vida B. Si llevara una vida B, quizá no tuviese otro remedio que escribir un diario B. El único problema al que tuve que enfrentarme era de orden literario. La mayoría de los diarios que conozco suelen serlo de una sola cosa: o intimistas, o sociales, o literarios, o políticos, o filosóficos, o sexuales… Yo decidí, desde el primer momento escribir el mío como una novela en la que apareciera verdaderamente lo más completa posible no ya mi vida, sino la vida, y si para ello ha habido que ficcionarla un poco, no me ha importado: la reflexión, el humor, la poesía, lo prosaico, los malos y buenos humores, el miedo, la enfermedad, los malos pasos y los buenos… Romper el espejo en el que el escritor suele mirarse cuando hace su autorretrato. El espejo sería el libro. Pero hay que tener mucho cuidado con el yo, porque como decía Carlos Edmundo de Ory, el narcisismo empaña los espejos. ¿El resultado? El que protagoniza mis diarios es a veces mejor y otras bastante peor que yo. Cabalmente solo nos parecemos mucho en algo: el de los diarios es libre para pensar y hacer lo que quiere, y cuando no puede serlo, por conveniencia, por delicadeza o por lo que sea, procura confesarlo sin demasiada lamentación, pero también sin cinismo ni jactancia.¿Cuál fue la reacción del mundo literario a la publicación del primer tomo de Salón de los pasos perdidos? ¿Cómo lo recuerdas?En el primer tomo no hubo la menor reacción, pero tampoco la ha habido en el último, del que solo se publicó media reseña en un periódico. 25 años después, estamos en el mismo punto, y no es poco. Antes me preocupaba esta indiferencia sobre todo por que hiciese inviable su continuidad. Hoy, garantizada esta por un número suficiente de lectores, encuentro una bendición esa indiferencia del “medio” literario, de tantos entendidos, críticos, profesores, académicos e, incluso, de muchos colegas.El primero, El gato encerrado, se presentó en Mirto, la librería de viejo más bonita que ha habido nunca en Madrid, la de Herminia Muguruza, mujer de José Muguruza, el

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arquitecto. Estaba en un piso de la calle Espalter, con ocho balcones al Prado y al Botánico. Lo presentaron Soledad Puértolas y Juan Manuel Bonet. Por la mañana fui a llevar unos ejemplares a la librería, por si alguien quería comprarlos. Estaba allí Caro Baroja, que vivía al lado. Era muy amigo de Herminia. Hacíamos a veces una tertulia allí con ella, bebiendo una copita de jerez, antes del almuerzo. Era la única librería del mundo en la que le sacaban a uno una copita de jerez y unas patatas fritas a mediodía. Después, a veces, yo acompañaba a don Julio hasta su casa. Herminia le dijo: “Julio, esta tarde Trapiello presenta aquí un libro”. Don Julio me preguntó, “¿Quiénes van a venir?”. Era una librería en la que no cabían más de 15 o 20 personas. Le dije que algunos amigos y dos o tres periodistas. La presentación estaba ideada para eso, para presentarlo a la prensa y que se ocuparan del libro en los periódicos. Don Julio dijo, “Si vienen periodistas, yo no vengo”. Y no fue. El caso es que tampoco fue ni uno solo de los periodistas a los que había avisado el editor. Estuvimos unos 12 o 13, entre amigos, conocidos y saludados. Eso fue todo. La presentación del segundo fue mejor, en la galería de Guillermo de Osma, un lugar también muy pequeño. Lo presentaron Gaya y Sarrión, y acudió bastante gente, como unos 30 o 40. Entonces Manolo Borrás, el editor, animado por la experiencia, volvió a convocar a unos periodistas, esta vez en el pub de Santa Bárbara, por la mañana; les dio una hora, como en el dentista; nosotros teníamos que esperarlos allí. Convocó a seis o siete, y se presentaron tres. A partir de entonces, decidimos que ni presentaciones ni entrevistas, y pasamos al modelo almuerzo. Los periodistas iban a un almuerzo, hablaban animadamente de sus cosas, comían y bebían en abundancia, porque el editor los llevaba a buenos restaurantes, pero seguían sin hablar del libro como se esperaba. Yo creo que no era culpa suya; si hubiesen podido hacer más, lo habrían hecho, pero cada uno de ellos tenía sus propios jefes, y a ellos, por la razón que sea, esos libros no les parecía que merecieran más de lo que ya les daban, que era poco. Un día, hace ya unos años, le dije a Manolo, vamos a dejarlo. Al principio esta desatención nos descorazonaba un poco. Decíamos, tanto esfuerzo ¿para qué? Ahora sé que eso es lo mejor que haya podido sucederles a esos libros. Este proyecto, con notoriedad y ruido, sería inviable, o sería otro, me parece a mí. Yo mismo escribiría de otra manera, supongo, cautivo de la repercusión que tuvieran. Sabiendo que no va a suceder nada, escribo como siempre, y circulo por la vida como cualquiera y me acerco a la gente sin alterar la vida que hay a mi alrededor. Son, diríamos, unos diarios sostenibles, ecológicos. Son también la novela del hombre común, un hombre común que es poeta, nada más, que vive del libro hacia adentro, no del libro hacia afuera. Y los lectores de esos libros son, me parece, un poco como yo mismo, personas a las que les gusta mucho la vida y no tanto la sociedad, y mucho las gentes, aunque tampoco esperan nada de ellas. Lo saben ellos y lo sé yo. Y eso nos basta. Ellos y yo tenemos una cita al año a espaldas del mundo, y gracias a ellos y a los editores, el proyecto sigue siendo viable. Sin testigos, y sin periodistas, como deseaba don Julio Caro.Y empieza tu relación con Pre-Textos.Son algo más que amigos y por supuesto más que editores. Hemos compartido muchas cosas importantes, a los Gaya, por ejemplo, y a algunos amigos más, y hemos colaborado juntos en algunos proyectos (con Alfonso Meléndez he hecho el diseño tipográfico de algunas de sus colecciones) y hemos pasado muchas horas juntos, hablando de todo, viajando, riéndonos, acompañándonos en los malos tragos y en los buenos.Cuando tuve listo el manuscrito de El gato encerrado, hice unas cuantas copias, y le mandé una a Beatriz de Moura de Tusquets, otra a Herralde de Anagrama, y cuando iba a enviar otra a Gimferrer, de Seix-Barral, editor de mi primera novela, este me dijo que no editaban

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diarios. Yo le recordé que precisamente acababan de editar los suyos, pero me dijo que no era lo mismo, y yo le dije: “Ah”, abriendo mucho la “a”, y ahí se acabó la conversación. Beatriz de Moura y Herralde lo rechazaron en sendas cartas personales, y digo sendas porque eran exactamente las cartas con la que sueña ser rechazado cualquier joven que quisiera presumir de ello, con teórica incluida y algún consejo gratis. Era mi caso. Cuando me respondieron las otras dos editoriales que faltaban, llamé a Manolo, y le dije: “Me lo han rechazado cinco editoriales, y entendería que tú también lo rechazaras; no te apures, porque si tú no puedes editarlo, lo haré yo en La Veleta. El libro no se va a quedar sin publicar”. Una tarde le pasé la copia que no envié a Seix-Barral, y a la mañana del día siguiente, a eso de las nueve o las diez, me llamó para decirme que lo había leído durante la noche, de un tirón. No había dormido, y me dio las gracias por ello. Hasta hoy.Hay retratos antológicos en estos diarios que todos recordamos. Algunos compañeros de oficio no salen muy bien parados. Se han hecho famosos, por ejemplo, tus retratos sarcásticos de Pere Gimferrer, Enrique Vila-Matas, Javier Marías… Esto, suponemos, no te ha granjeado precisamente amigos. ¿Cómo ves ahora, desde la distancia, esos rifirrafes?Son caricaturas, y yo no les daría mayor importancia. Por otro lado en mis libros no son más que unas X, como hay cientos. No estoy muy seguro de qué quedará de mis escritos dentro de 80 años. De todos modos yo creo, como decía Ferlosio de su obra, que estos diarios están sobrevalorados. Lo digo porque me da la impresión de que a algunos damnificados les abruma la idea de que dentro de 80 años la gente vaya a tener de ellos la imagen que se da en mis libros, o sea, que quizá quienes se sobrevaloren son ellos. En todo caso mi deseo es que el que se encuentre esos retratos dentro de 80 años, los encuentre bien perfilados, bien encajados e interesantes, incluso divertidos, al margen del modelo del que fueron sacados, como cuando entramos en la sala de un museo; en general nos resulta irrelevante saber quién sea o no el retratado y si el parecido era bueno o conocer su identidad, nos acercamos a estos retratos porque nos atrae su expresión, su mirada, sus manos, la manera en que están pintados. El lector de estos libros verá desfilar ante sí, como cuando nos sentamos en el velador de una terraza, un montón de personajes, interesantes por lo que cuentan, no por lo que son o han sido. En el libro no hay una norma fija, muchos aparecen con una X, otros con sus iniciales y otros con su nombre propio. A menudo se combinan las tres posibilidades para una misma persona, según el contexto. Cuando se publicó el tomo donde se relata el viaje con Gimferrer a Toledo, que aparece con una X, la muchacha que cuidaba a nuestros hijos, muy lectora ella pero ajena por completo al mundo literario, me preguntó, “¿Quién es ese con el que vas a Toledo?”. Le respondí, “Pere Gimferrer”. “¿Y quién es ese?”, añadió. No le sonaba de nada. Para ella el relato no era ni mejor ni peor después de saber de quién se trataba. Creo que lo que quería saber no es quién era, sino si alguien así existía en la realidad, porque le parecía inverosímil. Hoy ni siquiera estoy muy seguro que se trate de él. Creo que es solo un personaje que se ha creído Gimferrer, y dice y hace esas cosas que Gimferrer piensa que ha de hacer y decir alguien a la altura de Gimferrer, y que son siempre un poco chorras, pero que a mí me hacen gracia, siempre, claro, como manías, no porque sean verdaderamente graciosas.Pero las X son lo que le dan a esta obra su carácter novelístico, la impronta de una ficción, y quienes se crean retratados o caricaturizados, podrán decir incluso que lo que se dice de ellos es mentira, que no guarda ninguna relación con la realidad, y tendrán razón en decirlo. Porque la verdad del retrato es solo una verdad literaria, no una verdad histórica. Si fuese así, seguramente me pasaría el día batiéndome en duelo o en los juzgados, y si los lectores

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los encuentran verosímiles, con quienes esos agraviados y damnificados tendrían que batirse en duelo sería con los lectores, no conmigo. Estos libros se atienen al estatuto de la ficción, yo no he hecho ningún “pacto autobiográfico” con los lectores. Yo no cuento en esos libros “mi” vida ni la de nadie. No exijo que me tengan que creer cuando hablo de esta X o de la de más allá; trato de contar “la” vida de todos, y los lectores pueden o no creer lo que se les diga. Lo he explicado otras veces: basta que diga uno “X es tonto”, para que haya 20 X que se postulan, convencidos de que se habla de ellos. ¿Por qué? No lo sé. ¿Vanidad, locura, paranoia? Y con frecuencia, claro, se equivocan. Y tampoco es tan grave: dentro de 100 años, todos X. Todos no, porque se recordará el nombre y la obra de algunos otros a los que igualmente se retrata en esos libros en los términos más elogiosos, más numerosos que las caricaturas, y de los que, no sé por qué, la gente no acostumbra a hablar, empezando por Ramón Gaya, Carlos Pujol, mis amigos Eloy Sánchez Rosillo, Pedro García Montalvo, Pepe Jiménez Lozano, Perucho, José Mateos, Paco Brines, Abelardo, Castro Prieto, Felipe Benítez, y otros muchos amigos “particulares”, dejando a un lado a Miriam, Rafael y Guillermo, o Juan Manuel Bonet, Vázquez Cereijo, los Pre-Textos, José Muñoz y otros que aparecen habitualmente en sus páginas… La lista sería larguísima. De todos estos he procurado hacer retratos cervantinos lo mejor que he podido, pero se ve que la veta quevedesca, que no llega a un 5% del conjunto de la obra, tira más en los lectores.

Frente a la llamada literatura del yo defiendes una literatura del tú.Si yo tuviera que hablar de mí, no habría podido escribir nada, porque apenas me ocurre nada. La mayor parte del tiempo lo paso en casa, contando lo de los demás. Uno se cuenta y se encuentra en los otros. Creo que es a eso a lo que se refería Machado cuando hablaba del tú esencial, que no es otra cosa que un yo fuera de sí. “El yo es odioso”, la frase de Pascal que se lee al frente de uno de los primeros tomos del Spp, me ha parecido

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siempre un buen principio para hablar de uno mismo. Podría decirse también: “del yo, el menos”. El tú, sin embargo, es inagotable, siempre hay en él algo nuevo, desconocido. Por esa razón hablar de “literatura del tú” viene a ser como hablar de “literatura del otro”. La modernidad nace precisamente de la conciencia del otro, frente a la conciencia del yo, asunto plenamente romántico. Rimbaud tuvo el acierto de decirlo mejor que nadie: “Yo es otro”. Esto es mucho más agudo que su otro gran aserto: “Hay que ser absolutamente moderno”. No estoy muy seguro de que eso vaya a ser siempre así. ¿Qué es ser moderno? Lo decía también Pujol: “A fuerza de adelantarse a todas las vanguardias uno puede acabar pasándose al enemigo”. Hay que ser lo que podamos y lo que nos dejen. Ahora, yo fundiría las dos frases de Rimbaud en una sola: “Hay que ser absolutamente otro”.Defiendes la idea del diario como “novela en marcha”. Para algunos esto es una contradicción, o incluso una villanía. ¿Dónde pones —si hay que ponerlo— el límite entre la realidad y la ficción?¿Villanía por qué? ¿Porque hablo de novela o porque está en marcha? Que está en marcha, no hay que explicarlo mucho: llevo 18 volúmenes. Alguien decía que es una contradicción en los términos, ya que novela es todo aquello que tiene sentido, y no podemos hablar de sentido en unos libros a los que no se les ve un final, que están haciéndose a sí mismos, un poco improvisados, como las novelas de Baroja, que parecen estar un poco escritos a la buena de Dios, a medias entre el azar y él. Estamos hablando de algo cuyo sentido último es precisamente esa imposibilidad de tener sentido o de tenerlo solo cuando se muera su autor. Con todo me parece abusivo descalificar a las novelas por el hecho de que tengan argumento, en lo que se basan algunos para levantar el acta de defunción del género, como si el descrédito de la ficción fuese una consecuencia del descrédito de todo lo trascendente. Pero lo cierto es que la literatura es o puede ser una forma de trascender, sin salirse de nuestro mundo, la vida, una manera de armonizarla, dándole nosotros el sentido que no tiene. Decimos en la vida: parece mentira. Y decimos al leer una novela: es más real aún que la vida. Leía hace poco en Cunqueiro el lema que este había tomado a su vez de lord Dunsany: “Lo inverosímil es verdad; la verdad es inverosímil”. De eso se trata, y da igual si el Salón de pasos perdidos es un yelmo, una bacía o un baciyelmo, un diario, una novela o un diarivela. Que de eso se ocupe la policía montada de los diarios, de las novelas, de la literatura. A nosotros debería ocuparnos tener un mundo, conservar el que nos hemos encontrado y crearlo, si está en nuestra mano, para los que vengan después de nosotros.Quizá en un diario se intenta responder a la pregunta ¿escritura o vida? Y en él el escritor responde: escritura y vida. No hay mucha diferencia. La literatura nos enseña a vivir más intensamente, y la vida nos enseña a leer no solo por entretenimiento. Si la literatura está viva, quiero decir, si no es literaria o artística, la viviremos con naturalidad. Nos son más cercanos don Quijote o Fortunata que la mayor parte de nuestros parientes, tenemos con ellos un trato más íntimo que con seres de carne y hueso, porque don Quijote y Fortunata son también de carne y hueso, de nuestra carne y de nuestros huesos. Están hechos de una costilla de la realidad y de nuestra naturaleza, sus sueños están hechos de la misma materia que los nuestros.Algo similar a los diarios, pero al revés, ocurrió con tu novela Días y noches, que era ficción y algunos creyeron que era un testimonio real. Esto recuerda el caso del Lazarillo.Creo que el elogio más grande que recibió esa novela fue cuando las bibliotecarias de la Fundación Pablo Iglesias me contaron que les había telefoneado su presidente, Alfonso Guerra, pidiéndoles el manuscrito de los diarios de Justo García, el protagonista, de los que

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se decía que se custodiaban en la Fundación después de haber sido donados por la hija. Que Guerra, una persona avezada en ficciones de altura como vicepresidente del Gobierno y un ávido lector, lo creyera era mucho más de lo que pudiera esperar de ningún crítico. Mis novelas se han escrito casi siempre conforme al principio de indecidibilidad, una especie de principio de verosimilitud llevada al extremo, es decir la imposibilidad de decidir si aquello que se nos cuenta es real o no. Incluida Al morir don Quijote. Al publicarse Locuras sin fundamento fue cuando Rafael Conte dijo: “¿Y para qué un segundo volumen, si es igual que el otro?”. Yo le respondí que se sacara un ojo o que se cortara una mano, que también las tenía repetidas. Ese asunto de las repeticiones o reinterpretaciones nos llevaría muy lejos.Fue Rafael Borràs quien te propuso escribir un libro sobre literatura en la Guerra Civil. De ahí sale Las armas y las letras. Hablamos del año 1993. ¿Cómo fue el proceso de documentación?Si no hubiese sido un encargo bien remunerado, no lo hubiese hecho, porque ese asunto de la guerra y la literatura era un campo de minas. Por otro lado era un libro que tenía que haberse escrito 40 años antes y en la universidad española, pero se ve que la universidad española estaba muy atareada haciendo tesis sobre Juan Benet y Juan García Hortelano, o sobre Alberti y Vicente Aleixandre, tanto da. Cierta literatura española del “interior” estaba estigmatizada, se pensaba que era toda ella franquista, de un modo indiscriminado, Pla, Cunqueiro, Azorín, Ramón, incluso escritores como Ortega o Unamuno llevaban el baldón de no haber sido de izquierdas, cuando eso era “lo que reclamaba la historia”. Escribí mi libro en tres meses, y lo corregí en dos. Cuando lo terminé y lo leyó, Borràs quedó bastante decepcionado. Luego, hay que decir también, cambió y matizó sus objeciones. Tampoco le gustó nada a cierta izquierda. La derecha, en cambio, no estaba mejor tratada, pero como los intelectuales de izquierdas llevaban maltratándola años, se conformaron viendo que algunas de las críticas que se le habían hecho tradicionalmente a ella, se le hacían también por primera vez a la izquierda. La izquierda totalitaria estaba furiosa, en cambio. Habían perdido la guerra, pero habían ganado los manuales de literatura y fijar el relato de la guerra era el que había hecho ella, arrebatando ese privilegio por primera vez en la historia de las guerras a los vencedores. Sin embargo cada día hay más gente que suscribe la tesis del libro, a saber: que la violencia criminal de las retaguardias fue similar en ambos bandos, así como la determinación revolucionaria de aniquilar al enemigo no fue muy diferente en un falangista o en un comunista, y que la literatura de uno y otro bando que secundó eso era ramplona y apenas poco más que propaganda política. Eso dio pie para que los más estalinistas trataran de desacreditar el libro diciendo que este avalaba la teoría de la equidistancia. Y yo les decía: yo no he dicho que los dos bandos sean iguales, sino que los asesinos de los dos bandos son iguales y que, pongamos por caso, Pemán, alentando los crímenes de la retaguardia y las depuraciones de los maestros, no estaba tan lejos de un Alberti que alentaba desde El Mono Azul los paseos de aristócratas, burgueses y católicos. Por cierto, acaba de pasarme Juan Manuel Bonet los poemas manuscritos que Alberti, Bergamín y Pemán escribieron una tarde de ¡1956 y juntos todos ellos! a bordo del barco Clavileño, fondeado en un muelle del Sena. El barco era propiedad del escritor y aventurero Pedro Ardoy, quien habría convocado aquella reunión para conseguir del católico Pemán un pasaporte para el católico Bergamín, que había decidido regresar a España. Alberti hizo de árbitro. Quiero ilustrar con esta anécdota algo que explica la razón por la cual se ha tardado tanto en España en conocer las obras de escritores como Chaves Nogales, Clara Campoamor o Morla Lynch: si algo detestaba

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más que ninguna otra cosa cada uno de los dos bandos no era el bando contrario, sino cualquiera que se resistiese a pertenecer a cualquiera de los dos.Dices en el prólogo también que el interés por la Guerra Civil parece haber ido en aumento durante estos últimos 15 años. ¿Es esto una buena señal, o por el contrario, como decía Ramón, indica más bien que nos seguiremos matando cada 100 años, como parece ser costumbre?No es bueno ni malo, ha sido necesario. Cuando se empezaron las exhumaciones de las fosas comunes había una gran oposición; incluso gentes sensatas como Jiménez Lozano, a quien yo admiro y respeto mucho, lo veían peligroso. Hoy no hay nadie que se oponga a ellas, todos lo vemos imprescindible, como el único camino para cerrar las heridas. Claro que siempre hay alguien que parece querer ganar hoy en los juzgados, en los cementerios o en las universidades la guerra que se perdió hace 70 años en los frentes.“Lo que se sabe sentir se sabe decir” (Cervantes). ¿Se resume en eso lo fundamental de la literatura?Sí. No hay otra. La literatura ha de emocionarnos. “La emoción es la piedra de toque de un poema”, se ha dicho, y podríamos añadir: de todo lo demás. Si no, no la leemos. La literatura buena es la que emociona sin caer en el sentimentalismo. La emoción tiene una capacidad de transformarnos que tienen pocas cosas más. Hay también otra literatura, la que se estudia. Pero esa es cosa de profesores. Me contentaría con que se me recordase solo por haber puesto en circulación esa frase de Cervantes.Te gustan los estilos claros y sencillos, detestas el barroquismo. ¿Ética y estética suelen ir de la mano?El estilo es bueno si no se nota. Decía Tolstói: “Señor, dame la sencillez de estilo”. Creo que uno puede hacerse un estilo a base de estudio, de trabajo, en la fragua. Pero la sencillez de estilo te la conceden. No sé qué hay que hacer para eso, creo que nada. Es regalo precisamente porque no puede alcanzarse con mérito ni trabajo. El otro, el que llaman gran estilo, es conquista y por lo general muy pesado. El estilista es como un káiser. Pero lo que vale, creo, es lo otro, esa transparencia que no altera las cosas, el estilo que empieza a brotar y hace que te desentiendas de él. Suele ser muy hospitalario. Ese que te hace sentir como en tu propia casa, por el que vas como quieres, descalzo o en zapatillas. El estilo es siempre tacón, coturno, plataforma, para parecer más alto. Aunque también hay que tener cuidado con la afectación de la sencillez. Eso de Baroja, por ejemplo, de no saber si hay que ir en zapatillas, de zapatillas o con zapatillas no deja de ser una afectación un tanto filistea. Ahí el problema son las zapatillas. No sé, yo creo que lo mejor es pararse y oír la respiración de la prosa, y si no se nota, bien. Y si se nota, mal, habrá que oxigenarla.

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¿Qué escritores actuales (españoles o extranjeros) te gustan o te interesan?Decía Carlos Pujol que los escritores, llegados a un punto, han de elegir: o leen o escriben. Yo elegí escribir, así que no leo todo lo que me gustaría. Vas todos los domingos al Rastro con tu gran amigo Juan Manuel Bonet, en busca de papeles viejos y otras cosas. Parece una mina inagotable.Después de casi 34 años ya no estamos juntos en el Rastro. Ha supuesto para mí un gran disgusto. Me consta que a él le pasa algo parecido, aunque en el cambio (él acude ahora todos los sábados al rastro de Vanves y al mercado Brassens, en París, donde está destinado) ha salido en cierto modo ganando. Seguimos unidos no obstante mediante las crónicas puntuales que nos hacemos después de venir él de Vanves y yo del Rastro. A diferencia de Bonet, que es un hombre que no baja nunca la guardia en la pesquisa, yo suelo distraerme mucho, y tanto como papeles u objetos, me divierte mirar a la gente, atender a las conversaciones y a los tratos, hacer fotografías, hablar con los amigos.Decía Gómez de la Serna que el Rastro, más que un lugar de cosas, es un lugar de imágenes y de asociaciones de ideas…Lo más sorprendente del Rastro es que allí no encuentras lo que buscas y no buscas sino lo que ya has encontrado antes, en tu casa. Al Rastro vamos a reconocer lo que ya sabíamos de una manera más o menos vaga. Si no es así, es mejor no ir. A veces alguien, viendo mi biblioteca, me pregunta dónde he comprado todos esos libros viejos. Les digo que la mayoría vienen del Rastro. Entonces ese alguien suele decir: yo nunca encuentro nada. Les suelo preguntar cuántas veces han ido a buscarlo, y me dicen, dos o tres veces. Por eso he pensado dedicar mi libro del Rastro así: “A los que nunca encuentran nada”. Todo el

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mundo puede encontrar, claro que para ello hay que ir todos los domingos y durante muchos años, pero sobre todo, al Rastro hay que llevar, como una impronta platónica, lo que vamos a encontrar. Cuando era niño mi hijo Guillermo me pedía que le trajera del Rastro una espada de verdad. Estaba fascinado con ellas. Era muy pequeño y nos daba miedo que se sacara un ojo o que nos ensartara, así que cada domingo le respondía, cosa que por otra parte era cierto, que no había visto ninguna, acaso porque en el Rastro no las había. Eso duró un año, y todos los domingos lo mismo. Así que harto, con nueve o diez años pidió un día venir él personalmente a cerciorarse. En cuanto pusimos los pies en el Campillo, a los cinco minutos, vio la primera, un florete. A las once, llevaba vistas otras cuatro. En 20 años yo no había visto ninguna. “Solo vemos lo que nos mira”, que decía Franz Hessel.Leyéndote se percibe cierta tendencia a la melancolía, pero siempre gana tu sentido del humor. ¿Son dos cosas que van juntas?Esas cosas no las eliges tú. Son temperamentales, supongo. La ironía suele ser un drenaje por el que fluyen esos humores melancólicos. El mayor elogio que pueden hacernos, creo, es el de que alguien se ha reído de buena gana leyendo una página tuya. Ponerse triste es relativamente sencillo, no tiene uno más que levantar un poco la vista hacia el futuro y ver lo que nos espera a todos, y si eso no basta, volver la cabeza atrás. Ahora, si alguien puede meter la alegría en el pecho de la gente, es para estar contento. A mí la vanguardia histórica, viendo los cuadros y la literatura de esa época, me ha parecido en general decepcionante, algo de cortísimo recorrido, si se compara con el arte clásico. Que hayan llegado a ser igualmente museables la Victoria de Samotracia y el urinario de Duchamp supongo que será una broma a la que tarde o temprano alguien con mando en plaza dejará de verle la gracia, y mandará el urinario a la mierda. Solo es cuestión de tiempo. Si han salido de los museos la mayor parte los pelucones de Luis XIV, ¿por qué no los bigotes de la Monalisa? Pero a la vanguardia hemos de reconocerle precisamente eso, el humor, que se rieran de todo y de todos, aunque luego se viera que les hacía menos gracia que alguien se riera de ellos. La jovialidad de los vanguardistas está muy bien, es decir, que la vanguardia es muy importante como punto de partida. La lástima es que luego no encontraran ni tiempo ni talento para ponerse serios y hacer algo más que trabajos manuales. Solo en la tipografía sus logros me han parecido siempre rotundos y brillantísimos y divertidos, pero no creo que los vanguardistas se resignaran a pasar a la historia solo como artesanos.¿Cómo definirías el humor cervantino?Como “la compañía perfecta”, nunca se quiere uno ir de su lado.¿Consideras que Josep Pla era un estilista? Tampoco él cumplía las normas de la Policía Montada de los Diarios.No sé qué es eso de estilista. Cuando decimos de alguien que es un estilista es generalmente porque no se puede decir nada peor. Cuando le dicen a alguien que escribe mucho (se lo dijeron a Pla, también, y a Galdós o a Baroja) suele ser también por eso, porque no encuentran nada peor que decirle. El caso de Pla, a mi modo de ver, es muy meritorio, porque trata de hacer algo en una lengua, la catalana, donde no tienen ni a Cervantes ni a Quevedo, fundar una tradición nueva. Cuando estuve en Llofriu y vi su biblioteca comprendí parte de ese proyecto. El autor del que tenía más libros, unos 30, era Baroja; le seguía Azorín, con la mitad, y d’Ors, con otros tantos. Tenía también unos pocos de Léautaud, Proust y Stendhal. Pero Pla tenía acaso un problema como persona, no como escritor: no esperaba mucho de la gente, pero tampoco le gustaba la gente, lo que acaso le

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convirtió en un cínico irreductible y un misántropo, que es lo contrario del solitario. Y el cinismo desemboca necesariamente en la sátira. Solo cierta fe en el hombre te lleva a la poesía, y sin poesía nada puede ser leído durante mucho tiempo. Ahora, el talento de Pla para hablar de los guisantes y de las gambas de Palamós ha sido único, nadie ha bordado eso como él.¿Eres el escritor que habrías querido ser?Cuando se es joven uno se pregunta esas cosas. Cuando se van cumpliendo años, dejamos de hacernos esa pregunta y de mirarnos al espejo. El espejo es cosa de jóvenes. Yo encuentro mis libros, como he dicho, unos mejor y otros peor. Pero he conseguido convivir con ello sin tenerlo presente, sin tener que recordármelo cada mañana. He llegado a afeitarme sin recordar luego la cara que tenía en el espejo. Va escribiendo uno, y pone en aquello que hace toda su atención, todo su sentimiento. Unas páginas salen mejor que otras, unos libros son mejores que otros. ¿Por qué razón? Nadie sabría decirlo. Cuando Galdós escribió sus memorias no hace la menor mención a Miau, que es una de sus grandes novelas, para mí una de las mejores de la literatura. Se olvidó de ella. Busca uno mejorarse en la vida que trata de traer aquí, en darle sentido a esto, en encontrar las leyes que hacen que esto no se venga abajo, la poesía que lo sostiene todo. Y buscando esto se nos va la vida, sin que sepamos nunca si lo hemos encontrado.¿Te ves dejando Madrid en el futuro y viviendo todo el año en Las Viñas?No, me gusta mucho Madrid porque pasamos grandes temporadas en Las Viñas; y al revés, nos gustan Las Viñas porque volvemos a Madrid. En Madrid la vida está fuera, en la calle, en las exposiciones, en los museos, en el Rastro, en los paseos. Lo que pasa en las Viñas pasa por dentro, aunque hablemos de esas noches de verano, con toda la inmensidad de las estrellas sobre nosotros. Pero allí el pájaro lo oyes dentro, y el árbol crece dentro de ti también. Y uno va y viene, y vive en Madrid del recuerdo de Las Viñas, y en Las Viñas con los recuerdos de Madrid, del Prado, de las librerías, del Rastro… De un lado para otro, eso es la vida. Y todo eso sin moverse del rincón donde estás, en el que te ha puesto la vida.