Amos de Las Sombras

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Amos de las sombras Gav Thorpe shadow masters La oscuridad era reconfortante. El fuego se extendía con furia por varios distritos de Atlas iluminado los cielos, pero en las calles entre los altos edificios de departamentos y las amenazadoras fábricas dominaban las sombras por encima de la luz de las llamas. Chamell había nacido en el ocaso de las minas-prisión de Lycaeus, pasado su adolescencia a la tenue luz de pobres lúmenes, agotado su infancia en celdas y corredores en penumbra. Como uno de los merodeadores de los túneles de Corax, había aprendido a orientarse en los estrechos conductos de ventilación y de mantenimiento guiándose sólo por los sonidos y los olores. La oscuridad era su hogar. Cuando se fundó Deliverance pensó que la oscuridad se había disipado para siempre. Con la venida del Emperador, con la llegada de la Iluminación, Chamell se había sentido orgulloso de poder estar junto a los otros libertadores, bañado por aquel glorioso resplandor. Ahora luchaba otra vez en las sombras, para que los traidores no extinguiesen la luz que él nunca había visto de niño. La traición de Horus amenazaba con traer la tiranía y la devastación de vuelta a aquellos a los que habían salvado de los terrores de la Vieja Noche. Junto a él había otros tres: Fasur, Senderwat y Korin. Todos nativos de Lycaeus, y todos con un don especial. Nominalmente Chamell tenía rango de sargento y los otros tres sólo eran hermanos de batalla, pero había otro nombre para los cuatro

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Amos de las sombras

Gav Thorpe shadow masters

La oscuridad era reconfortante.

El fuego se extendía con furia por varios distritos de Atlas iluminado los cielos, pero en las calles entre los altos edificios de departamentos y las amenazadoras fábricas dominaban las sombras por encima de la luz de las llamas. Chamell había nacido en el ocaso de las minas-prisión de Lycaeus, pasado su adolescencia a la tenue luz de pobres lúmenes, agotado su infancia en celdas y corredores en penumbra. Como uno de los merodeadores de los túneles de Corax, había aprendido a orientarse en los estrechos conductos de ventilación y de mantenimiento guiándose sólo por los sonidos y los olores.

La oscuridad era su hogar.

Cuando se fundó Deliverance pensó que la oscuridad se había disipado para siempre. Con la venida del Emperador, con la llegada de la Iluminación, Chamell se había sentido orgulloso de poder estar junto a los otros libertadores, bañado por aquel glorioso resplandor.

Ahora luchaba otra vez en las sombras, para que los traidores no extinguiesen la luz que él nunca había visto de niño. La traición de Horus amenazaba con traer la tiranía y la devastación de vuelta a aquellos a los que habían salvado de los terrores de la Vieja Noche.

Junto a él había otros tres: Fasur, Senderwat y Korin. Todos nativos de Lycaeus, y todos con un don especial. Nominalmente Chamell tenía rango de sargento y los otros tres sólo eran hermanos de batalla, pero había otro nombre para los cuatro guardias del cuervo que se deslizaban de un pozo de penumbra a otro. Mor deythan. Los amos de las sombras.

«Estar donde el enemigo desea que no se esté.» Ese era el Primer Axioma de la Victoria. Los mor deythan sobresalían aplicándolo.

Chamell y sus guerreros se mantenían invisibles. Esquivaban los grupos de skitarii, pasando tan cerca del enemigo que, de haberlo querido, habrían podido acabar con ellos en un instante. No obstante, aquella acción era innecesaria. Los centinelas y las patrullas no detectaban nada. Su atención estaba en otra parte. Otros guardias del cuervo y las fuerzas del Mechanicum aliadas

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de Lord Corax habían hecho notoria su presencia a los tecnosacerdotes renegados, distrayendo la atención del peligro que se hallaba más cerca de lo que esperaban.

Los amos de las sombras atravesaron las líneas enemigas. Siguieron moviéndose de un pozo de oscuridad a otro hasta casi alcanzar la línea de fuego del gran templo del Mechanicum en el corazón de la ciudad flotante. Ya se habían infiltrado en los oleoductos de la refinería del edificio y armado las bombas de relojería. Ahora esperaban en la oscuridad las detonaciones que marcarían el comienzo de la siguiente fase del ataque.

Chamell había estado muy orgulloso de haber sido elegido para formar parte de las Legiones Astartes. Seleccionado personalmente por el propio primarca de entre los miles que lo habían seguido en el derrocamiento de los déspotas de Kiavhar, había entrenado con los demás, su cuerpo había sido modificado más allá de lo reconocible por los implantes y las terapias que había recibido por parte de los apotecarios de la Guardia del Cuervo. Y después, la víspera de su ascensión completa a hermano de batalla, ellos habían venido a buscarlo. De la misma manera que los bibliotecarios se hacían cargo de los iniciados que desarrollaban sus talentos psíquicos latentes, los mor deythan habían reclamado a Chamell. Vieron en él lo que otros no podían: el don secreto del primarca. El «paso de sombra».

Las cargas explotaron, arrojando una bola de fuego a los cielos sobre Atlas, y Chamell y sus hermanos se pusieron de nuevo en movimiento, sus servoarmaduras negras fundiéndose perfectamente con la oscuridad. Ellos mismos no eran más que sombras.

Un pulso electromagnético del guantelete modificado de Korin sobrecargó el pilono del arco de luz al final de la calle, sumergiendo la carretera en la negrura. Moviéndose deprisa, los cuatro plantaron varias minas de plasma, pequeñas pero potentes, como agricultores sembrando una letal cosecha. Había suficientes detritus y escombros para ocultar las cargas.

En la distancia unas sirenas hicieron pedazos el silencio. Las siguieron el rugido de unos motores y los pesados pasos de pies blindados sobre el asfalto. Unos pocos cientos de metros más lejos, más guerreros enemigos salieron del templo para cazar a los perpetradores del ataque al oleoducto.

No pasaría mucho antes de que la columna llegara a la posición de Chamell. Éste alzó la vista y vio unas formas oscuras familiares moviéndose sobre los tejados de los edificios, saltando de uno a otro casi en absoluto silencio. Susurró algunas sílabas en lenguaje de sigilo, organizando a su escuadra para el combate. Fasur y Korin prepararon sus rifles de plasma. Eran versiones

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modificadas, reducidas, en las que se sacrificaba tiempo de carga a favor de un diseño más ligero; suficiente para enfrentarse a un enemigo blindado pero no pensadas para un combate prolongado. Los lanzamisiles de Chamell y Senderwat eran de una construcción estilizada similar. La restricción en la munición no era una gran desventaja: los mor deythan no tenían en mente un enfrentamiento duradero.

Camiones de semiorugas y bípedos blindados pasaron junto a la posición de los amos de las sombras. Chamell confió en el entrenamiento especializado que había recibido tantos años atrás: se mantuvo inmóvil, volviéndose uno con las sombras. Los artilleros de los vehículos los miraron directamente al pasar sin verlos, virando las torretas armadas para cubrir otras direcciones.

Era una singularidad de la semilla genética, le habían explicado los apotecarios. En cada generación de guardias del cuervo nacidos en Lycaeus había siempre un puñado que portaban algo más que el código genético estándar de la XIX Legión. Aquella explicación nunca acabó de satisfacer a Chamell ni a los demás amos de las sombras. De ser cierta, ¿no habría una mente tan brillante como la de Corax localizado la pequeña mutación, aquella supuesta singularidad, para aislarla, estudiarla y explotarla en un futuro?

Entre ellos corrían en susurros sus propias teorías. ¿Se trataba de una esquirla del alma del propio Corax en su interior, quizá? Aunque ninguno de ellos hablara en términos de «alma», el hecho de que el primarca era capaz de sustraerse completamente de la percepción de otros era un secreto a voces entre la Guardia del Cuervo. Igual que la existencia de los mor deythan. Sólo que no se hablaba de ello a nadie de fuera. Cuando les preguntaban hablaban siempre de tecnología especial de camuflaje. Miniaturizada, altamente inestable. La verdad era mucho más simple: la oscuridad era su hogar, y en la oscuridad los amos de las sombras no podían ser vistos.

La gran paradoja de todo ello —una paradoja que les había enseñado el propio Corax— era que con el fin de llevar la iluminación a otros, algunos debían abrazar la oscuridad. No la oscuridad del espíritu: en su interior Chamell atesoraba la auténtica luz, el calor de un sol que nunca había conocido en su infancia. No, se trataba de la oscuridad creada por otros. Para vencer esa oscuridad uno debía abrazarla, familiarizarse con ella, destruirla desde dentro. Eso lo sabía bien la Guardia del Cuervo, y en especial los mor deythan. Mientras los aplausos y la gloria acariciaban a los que marchaban a la guerra rodeados del boato de la legión, los amos de las sombras se encaminaban a ella sin que nadie lo supiera. En la victoria sabían que habían hecho que la luz fuese un poco más brillante, y aquello era recompensa suficiente.

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Como aquel día. Mientras Atlas ardía, en medio del humo y la mugre los amos de las sombras esperaban pacientemente el momento oportuno para golpear.

Cuando parte de los vehículos habían pasado de largo, Chamell activó el detonador. El plasma estalló a lo largo de la calle, envolviendo los elementos a la cabeza de la columna, despedazando placas de ceramita y abrasando metal y carne. Medio kilómetro más lejos, Agapito lanzó su ataque: sus guerreros descendieron sobre el enemigo en alas de furioso fuego de bólter y en medio de una tormenta de granadas.

Incluso entonces los amos de las sombras esperaron mientras los skitarii traidores intentaban reorganizarse, completamente inconscientes del enemigo invisible entre ellos. Chamell vio a los guerreros de Agapito avanzar hacia la retaguardia de la columna. Acabaron con los vehículos bípedos, machacando y masacrando metódicamente todo lo que encontraron a su paso.

El enemigo respondió enviando refuerzos desde el templo para apoyar a sus camaradas emboscados. Agapito y sus hombres comenzaron a retirarse. El momento de actuar había llegado.

Los mor deythan abrieron fuego, plasma y misiles que atravesaron a los skitarii recién llegados. Atrapados entre los guardias del cuervo en retirada y el nuevo enemigo en su centro, los guerreros de los tecnosacerdotes cayeron por docenas. Los vehículos explotaron, arrojando metralla sobre las filas de infantería.

Y tan súbitamente como los amos de las sombras habían iniciado el ataque, lo cesaron.

Los restos ardientes de maquinaria y los cuerpos estaban desparramados por la calle. Los fuegos se estaban extendiendo, acosando a la oscuridad, y el enemigo estaba concentrando sus fuerzas. Era hora de poner en práctica el Primer Axioma del Sigilo: «Estar en otro lugar que en el que el enemigo cree que se está».

En su retirada, Chamell y sus compañeros buscaron la negrura de las sombras, deslizándose en su oscuro abrazo una vez más.