Amo y señor de mis palabras

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Amo y señor de mis palabras...

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Este libro, aparecido bajo el sello de Tusquets, es un acercamiento a algunas de las obsesiones, aportaciones y convicciones de Fernando del Paso en torno al mundo de la novela y al de la gran literatura.

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Amo y señor de mis palabras, esclavo del lenguaje, poco o nada podría decir de mi obra sin correr el riesgo de decirla, sobredecirla e, incluso, maldecirla. Hablar de lo que con ella he intentado, sería aceptar el fracaso de tales intenciones, ya que sólo lo que se ha logrado se deja de intentar. Referirme a lo que he querido decir, en última y en primera instancia, y en simples conceptos, sería tratar, como decía Sabato, de reducir una serie de vivencias irreductibles a cualquier clase de abstracción; interpretar mi propia obra sería —ya que la interpretación es una arrogancia, como lo señaló Flaubert— el colmo de la soberbia. Ya de por sí es bastante difícil escribir libros y cuentos para tener que explicarlos además, se quejaba Hemingway en The Party Review. Me limitaré, pues, a hablar de la relación que existe entre mi obra y yo como escritor; de mi obra considerada en su conjunto, tanto hecha como por hacerse, con referencias especiales a José Trigo, a Palinuro de México, o a mi próxima novela, Noticias del Imperio, y no a lo que para mí significa haber escrito

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y escribir. Porque esto podría resumirlo en unas cuan-tas palabras: significa la búsqueda de una verdad que, como la zanahoria para el burro, está siempre a la misma distancia, por más que nos acerquemos a ella.

A esta verdad personal y por lo tanto única, he tenido que enamorarla. Yo también, como Hemingway, a quien citaré una vez más, tengo que estar enamorado para escribir, pero no de una mujer (esta clase de amor no deja mucho tiempo para la creación literaria, como bien sabía Flaubert), sino de lo que estoy escribiendo. De aquí que mi relación con la literatura, y en parti-cular con mi literatura —si así puedo llamarla, si pue-do apropiarme de ella—, sufra de tan enormes y pro-nunciados altibajos. De aquí que, así como nos entregamos con magnífica pasión, uno a otra y otra a uno, durante años enteros con sus felices días (tardé siete años en escribir José Trigo y otros tantos en cons-truir Palinuro de México), así también, nos abandona-mos, nos olvidamos, nos traicionamos por otros inte-reses. Entre mi primer libro y el segundo, hubo tres años de vacío; entre el segundo y el tercero hubo, hasta ahora, otros tantos años. El proceso de enamo-ramiento es lento, me enamoro de lo que conozco, y no puedo conocer un libro, por mío que sea, que no haya pasado por el estado embrionario o fetal (para acudir a las imágenes médicas tan caras a Palinuro). Esa fase de una novela o de mis novelas es la que se niega a adoptar una forma —por más que prometan ser al-gún día, cuando crezcan, tan bellas como Estefanía o Dulcenombre— y me desespera hasta el punto en que

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tiendo a traicionar mi vocación más profunda. Tras cada libro, como tras cada acto de amor, el vacío pos-torgásmico se llena de desesperanza y me convenzo de que no puedo escribir un libro hasta que no lo haya escrito. La única solución, entonces, es acudir a la clan-destinidad, al secreto, a lo subrepticio, y añadirle pala-bras, frases, párrafos y capítulos a un libro, sin que, en lo posible, ni el mismo libro se entere. Cuando la no-vela en curso abre, por fin, los ojos y balbucea sus primeras palabras con sentido, cuando se levanta por sí sola y camina, cuando me mira desde la profundidad de un yo distinto al mío, entonces vuelvo a enamorar-me locamente de la novela, de esa novela.

Si la escritura es o no un instrumento eficaz de re-velación del mundo —Natalia Holl señalaba, ya hace muchos años, la sospecha que pesaba sobre tal efica-cia— es cosa que no me interesa; es el instrumento que yo poseo y, para mí, el hecho de buscar la verdad en la forma en que lo hago, le da más sentido a mi vida que el imposible encuentro con esa revelación que, por final, sólo le daría sentido a mi muerte. En un sentido menos lato y más terrestre, lo que busco es otra serie de verdades a través de la escritura, de las anécdotas y de los cuentos en las historias que narro.

Yo diría —manifestó Borges— que me agradan las anécdotas porque, aunque sean históricamente falsas, son simbólicamente verdaderas. Y haciéndome eco de lo dicho por el gran escritor argentino, y habiendo superado, en lo personal, la era de la sospecha, al me-nos en parte, me interesa la creación de situaciones

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que no fueron, de personajes que no existieron y que nunca dijeron lo que dijeron en tanto sean convincen-tes y, por lo tanto, posibles y, por lo mismo, simbóli-camente verdaderos.

Esto parecería contradecirse con las intenciones que tengo, en Noticias del Imperio, de construir todo un mundo, todo un castillo en el aire, alrededor y sobre algo que sí sucedió: el Imperio de Maximiliano, la im-pasibilidad de Juárez, la locura de Carlota. Pero se tra-ta sólo de una contradicción aparente; lo que en esa novela suceda, cuando ella crezca y me enamore, cuan-do madure y me seduzca, tendrá la misma relación con el sucedido histórico que pudo haber entre éste y la forma en que Carlota lo deformó, lo transformó, lo enriqueció, traicionó y recreó, a través de su locura.

Londres, septiembre de 1982