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Alejandra María Sosa Elízaga La mirada de Dios Col. La Palabra de Dios ilumina tu vida Ciclo C

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Alejandra María Sosa Elízaga

La mirada de Dios

Col. La Palabra de Dios ilumina tu vida Ciclo C

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"designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante...

a todas las ciudades y sitios a donde Él había de ir..."

(Lc 10, 1)

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ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

LA MIRADA DE DIOS

Colección ‘La Palabra ilumina tu vida’ ...

Ciclo C

EDICIONES 72

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La mirada de Dios Colección ‘La Palabra ilumina tu vida’ Ciclo C EDICIONES 72, S.A. DE C. V. Moctezuma 17 local C, esq. Chimalcoyótl, Col. Toriello Guerra, Tlalpan, C.P. 14050, México, D.F. ISBN: 978-607-8197-03-3 Registro del Derecho de Autor: 03-2011-081113022800-14 Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso por escrito de la autora y/o del editor www.ediciones72.com Correo electrónico: [email protected] Si desea escribirle a Alejandra María Sosa Elízaga puede hacerlo al Ap. postal 22-289 México, D. F. Correo electrónico: [email protected] tel: 56 65 12 61 Hecho en México

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Í N D I C E PRESENTACIÓN 7 Prepárate 8 Camino en construcción 11 Dar y recibir alegría 14 ¿Quién soy yo? 17 Respuestas 20 Regalos de Reyes 23 Se abrió el cielo 26 Consejera 29 La mejor noticia 32 Sin tregua 35 Retrato 38 ¿Eres pobre? 41 Tentación 44 Corrige pero consuela 47 Espera fecunda 49 La mirada de Dios 53 Tirar las piedras 56 Contrastes 59 Testigo muda pero elocuente 62 Misericordia 65 Aceptación 68 Aprender a callar 71 Retrato hablado 74 Desear la paz 77

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Ausencia y presencia 80 Envío 83 Sed de verdad 86 No llores 89 Deuda de amor 92 La persona más buscada 95 Ahorititita 97 Setenta y dos 100 Bien por mal 103 La mejor parte 106 Insistencia 109 Avaricia 112 Ni temprano ni tarde 115 Verdadera humildad 118 Cosas malas que parecen buenas 116 Pago extraordinario 118 Serlo, no sólo decirlo 127 Alegría compartida 130 El dinero y los amigos 132 Genio y figura 135 Lo que teníamos que hacer 138 ¿Obligación o gratitud? 141 ¿Me cansé de rogarle? 144 ¡Aquí está! 147 La santidad y la muerte 150 Preguntar para callar... 153 Saber a tiempo... 156 Real locura 158 Obras de Alejandra Ma. Sosa E. 161

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PRESENTACIÓN

este es el tercer volumen de la colección de tres libros titulada ‘La Palabra de Dios ilumina tu vida’. Con esa capacidad suya de ofrecer meditaciones breves

pero profundas, sólidamente fundamentadas pero de lectura fácil y sabrosa, la autora va invitando al lector a releer el Evangelio que se proclama cada domingo en Misa (en el ciclo litúrgico C, dedicado a san Lucas), para comprenderlo mejor, relacionarlo con su propia existencia y descubrir cómo la Palabra de Dios realmente ilumina su vida.

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I DOMINGO DE ADVIENTO

Prepárate

na mujer recorre un pasillo en penumbra; tiene miedo porque sospecha que alguien entró a su casa para matarla. Se detiene ante una puerta. El suspenso y la

espeluznante musiquita advierten a los espectadores que algo muy malo está a punto de suceder. Entonces ella sosteniendo en lo alto un objeto pesado para defenderse, abre de un tirón y, con alivio se comprueba que no hay nadie. Pero justo cuando ella y los espectadores ya se sentían aliviados, ¡zas! llega un inesperado sobresalto con un acorde disonante que resuena cuando una mano aparece detrás de ella y la toma por el cuello para estrangularla. Esta escena, con variantes, es típica de las películas de terror, que suelen utilizar el elemento sorpresa para asustar a la gente cuando ésta menos se lo espera. Ojalá no nos llevemos nosotros un susto semejante con relación al fin del mundo. ¿A qué me refiero? A que están circulando por ahí, en internet, cine, televisión y medios impresos, unas supuestas profecías según las cuales el mundo se va a terminar exactamente el 21 de diciembre del 2012. ¿En qué se basan? En un champurrado de arbitrarias interpretaciones de jeroglíficos mayas y textos bíblicos apocalípticos sacados fuera de contexto. Por supuesto sobra aclarar que se trata de descabelladas especulaciones que carecen de validez. Recordemos que Jesús aseguró que nadie sabe ni el día ni la hora del final (ver Mc 13,32).

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Eso no significa que no vaya a llegar el final. Llegará, pero como en la escena descrita al inicio, sucederá cuando menos lo esperemos, cuando más confiados nos sintamos, cuando quizá nos estemos regocijando tras comprobar que las profecías del 2012 no se cumplieron. En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 21, 25-28.34-36) dice: “aquel día los sorprenderá desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra” (Lc 21,35), y antes describe las señales prodigiosas y terribles que sucederán en el cielo, la tierra y el mar (ver Lc 21, 25-27). Cabe aclarar que no se trata de despertar nuestro miedo, no nos vaya a pasar como a una amiga que me platicaba que luego del terremoto del 85 se quedó muy espantada, sobre todo porque un irresponsable publicó que no tardaba ni un año en venir una réplica peor que el primer sismo, así que cuando oía uno de esos crujidos normales en toda casa, le daba pavor, y se quedaba paralizada mirando la lámpara para ver si ésta empezaba a bambolearse, y así pasaba mucho rato, muchas veces al día, hasta que comprendió que no podía seguir así, que lo que la estaba matando no era la réplica de un gran temblor sino su gran temblor ante una réplica... Esto mismo aplica para nosotros. Estamos comenzando el tiempo de Adviento, cuatro semanas destinadas a disponernos a celebrar la venida (pasada y futura) del Señor, y en este arranque la mirada se centra sobre Su segunda venida, al final de los tiempos, pero no para provocarnos miedo sino para invitarnos a estar preparados para recibirlo. Y ¿cómo se prepara uno para algo así? Considera esto: el personal que atiende emergencias (policías, bomberos, médicos) no se entrena sobre la marcha, pues a la hora de la emergencia no sabría qué hacer, sino que recibe una preparación previa que le permite reaccionar automáticamente haciendo lo correcto cuando se presenta la ocasión. Del mismo modo nosotros no podemos arriesgarnos a esperar al último minuto a ver cómo reaccionamos ante el Señor, porque puede ser que Su llegada nos encuentre muy lejos de Él (imagínate si fuera cierto lo del 21 de diciembre, ¡a cuántos encontraría en

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una dizque ‘posada’, ya con muchos ponches con ‘piquete’ encima, demasiado ‘enfiestados’ para reconocerlo!). Estamos a tiempo para prepararnos debidamente para nuestro final. ¿Qué debemos hacer? Nos lo dice Jesús: “Estén alerta, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente” (Lc 21,34), la Biblia traduce: ‘no hagan pesado su corazón’, es decir que no dejemos que el corazón se nos llene de las cosas del mundo y se olvide de Dios. Y más adelante añade: “Velen, pues, y hagan oración continuamente...para que puedan...comparecer seguros ante el Hijo del hombre.”(Lc 21,36). Nos invita así el Señor a mantener el alma despierta, atenta a las señales de Su presencia (pues Él no sólo vino y vendrá sino que viene todos los días, está siempre con nosotros), y a no cortar nuestra comunicación, nuestra relación con Él. ¿Te das cuenta? La mejor manera para estar preparados para el fin del mundo no es consiguiéndonos un casco por si granizan meteoritos, o un traje a prueba de lava o un refugio antimegatsunami, sino disponiéndonos a reencontrarnos con Aquel que ya vino una vez, y no vino a oscurecer el mundo sino a iluminarlo; no a dar muerte sino vida; no a infundirnos pavor sino a llenarnos de paz y a devolvernos la esperanza.

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II Domingo de Adviento

Camino en construcción

RRRRRRRRRRRRRRTACATACATACATACATACARRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRTACATACATACATACATARRRRRRRRRRRRRRRPOMPOMPOM

POMPOMRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRTACATACATACARRRRRRPOMPOMPOMPOMRRRRRRRRRRRR -¡¿Que fue eso?! -El ruidero que hace la maquinaria pesada que se usa para nivelaciones y demoliciones. Están trabajando motoconformadoras, tractores, excavadoras, taladros rompiendo el suelo... -¿En domingo? -Sí, precisamente empezaron a trabajar este domingo. -Y ¿dónde están que sólo los oigo pero no los veo? -En la iglesia. -Pero, ¿qué no estamos a dos semanas de Navidad? ¿No deberían escucharse ahí angelicales villancicos en lugar de ese estruendo? -La culpa la tiene Juan. -¿Qué Juan? -Juan el Bautista. Sí, porque en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 3, 1-6) cita un texto del profeta Isaías en el que pide: “Preparen el camino del Señor; hagan rectos sus senderos. Todo valle sea rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados” (Is 40,3-4). Eso significa que no nos

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queda más remedio que ponernos a trabajar en serio en arreglar todos los baches y quitar todos los obstáculos que puedan impedir que el Señor venga fácilmente a nuestro encuentro. ¿Cómo? Siguiendo las instrucciones que nos da el propio profeta: Hagan rectos sus senderos La distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Se nos invita a rectificar toda situación de pecado para que nada dificulte, demore o impida la venida del Señor a nuestro corazón. Y la mejor ayuda para lograrlo es la Confesión. Todo valle sea rellenado ¿Con qué se suele rellenar un terreno? Con cascajo, es decir, material de construcción triturado, revuelto con piedras y tierra. Si hay valles en nuestra geografía, hondonadas vacías de virtudes y de buenas obras, rellenémoslos con el cascajo que resulte de triturar nuestro egoísmo, nuestra indiferencia, nuestra falta de amor. Una buena manera de conseguir esto es comenzar a realizar diariamente cuando menos dos obras de misericordia: una espiritual y otra corporal. Toda montaña y colina, rebajada Nada dificulta más el trazo de un camino que una montaña que se atraviesa. Subirla y bajarla es peligroso, rodearla tarda mucho, hacer un túnel es costoso. Queda claro que no podemos dejar semejante estorbo en esta vía. No hay de otra: hay que dinamitar las moles elevadas de ego, amor propio, vanidad, orgullo, afán de poder y de dinero, autosuficiencia, pretensión de ver a otros por encima del hombro. Para ello podemos pedir a algún ser querido que nos ayude a ver de qué defecto necesitamos deshacernos, y, con el auxilio del Señor, comenzar la demolición. Lo tortuoso se hará derecho El diccionario define ‘tortuoso’ como ‘que tiene vueltas y rodeos’.

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Se nos invita a dejar de poner pretextos y ya no posponer ni darle vueltas a la cita con el Señor en el Confesionario, en la oración diaria, en la Eucaristía, en la ayuda a los demás... Los caminos ásperos serán allanados Lo empedrado no es fácil de recorrer. Tenemos que quitar las asperezas: esas respuestas cortantes, el tono de mal disimulada impaciencia, la ironía, el sarcasmo, la descortesía. Pedirle al Señor la gracia de saberlo reconocer y celebrar en los otros, especialmente en los que más nos cuesta tratar con delicadeza y caridad... Este domingo quedamos invitados a hacer un alto en el trajín de preparativos navideños, y antes de seguir decorando, horneando, comprando o celebrando, asegurarnos primero de ampliar y despejar el camino para el Señor. Y cuidado con caer en la tentación de conformarnos con un ‘acabado de inauguración’, superficial que no dure más allá del 25. Estamos llamados a perseverar porque nos llevará la vida entera. Así que ya podemos hacernos el ánimo y junto con los adornos navideños colocar el siguiente letrero: ‘Camino en construcción. Disculpe los inconvenientes que esta obra ocasiona; las molestias serán pasajeras; los beneficios, en cambio, para siempre...’

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Tercer Domingo de Adviento

Dar y recibir alegría

Ha habido alegría en tu vida? ¿Has traído alegría a la vida de otros? Contaba una persona, que padecía una enfermedad

terminal, que alguien le planteó esas dos preguntas y la puso a reflexionar. Decía que, de entrada, tuvo que repensar qué entendía por ‘alegría’, y se dio cuenta de que no podía referirse a un alegrón pasajero como el que sentía al despacharse un buen plato de comida o al ver un buen partido o al pasar un rato agradable con los cuates, sino que tenía que ser algo mucho más profundo, un gozo que de veras inundara el alma y la dejara colmada de alegría. Entonces le consternó darse cuenta de que no sólo no recordaba haber experimentado algo así, sino que se preguntaba qué hubiera debido hacer para lograrlo, pues no tenía idea. Su interrogante tiene respuesta. Y podemos encontrarla en las Lecturas que se proclaman en la Misa de este Tercer Domingo de Adviento, que justamente es llamado: ‘Domingo de la Alegría’. Coinciden todas en que la razón para sentir alegría es la presencia del Señor entre nosotros (ver Sof 3, 15b.17; Flp 4, 5b; Lc 3,16). Claro, ¿qué puede darnos mayor alegría a quienes estamos siempre necesitados de ayuda, de justicia, de paz, de perdón y misericordia que recibir todo eso a manos llenas porque Dios no nos contempla indiferente desde el cielo sino nos ama tanto que quiso venir a hacerse uno de nosotros para rescatarnos, para colmar nuestros más caros

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anhelos y aún más, regalarnos algo a lo que jamás nos hubiéramos atrevido a aspirar: la vida eterna? Queda así respondido el primer planteamiento: el gozo en la vida nos viene de la presencia del Señor a nuestro lado. Con relación a la respuesta al segundo planteamiento cabe pensar que si la razón de nuestra alegría es que el Señor vino a darlo todo por nosotros, y, como seguidores Suyos estamos llamados a imitarlo, la manera de llevar alegría a la vida de los demás es también a través de dar. En las primeras palabras del Evangelio dominical vemos que cuando la gente preguntó a Juan el Bautista qué debía hacer (ver Lc 3,10) él respondió: “El que tenga dos túnicas que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo” (Lc 3, 11). Es significativo que a estas alturas del Adviento, cuando mucha gente está pensando en lo que le gustaría recibir y muchos animan a sus niños a escribir cartitas para pedir y pedir cosas, la Iglesia nos proponga textos que enfatizan la alegría de dar. Y antes de que alguien ponga objeciones diciendo que suele dar mucho en Navidad y eso sólo lo deja cansado (tras recorrer tienda tras tienda cazando ofertas), endeudado (por gasta de más), criticado (por no atinarle al obsequio perfecto), y siempre harto, habría que aclarar que hay una gran diferencia entre el dar que solemos tener en esta época y el que propone el Evangelio. No es dar lo que nos sobra, sino compartir lo que tenemos; no es dar lo que no necesita al que lo tiene todo, sino al que no tiene nada darle lo que necesita; no es gastar para apantallar, comprometer o ser correspondidos, sino por amor y sin esperar nada a cambio. Dar de esa manera no cansa, no descalabra el presupuesto, no deja una sensación de inutilidad y de vacío, sino un calorcito que entibia para siempre el corazón. Alguien se puede preguntar cómo puede hacerle para dar así, a lo que cabe responder: pregunta a tu párroco. Seguramente él sabe qué familia está muy necesitada, o qué institución de ayuda a ancianitos o enfermos o niños requiere apoyo. Y, como lo pedía Juan el Bautista, comparte

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buenamente lo que tengas, por ejemplo una despensa no sólo con lo básico sino con algunas cositas extra que sin duda disfrutarían en Nochebuena, ropita caliente o juegos o juguetes, pero ojo, de preferencia todo nuevo o, si es usado, que parezca nuevo porque esté limpio y en perfecto estado. Qué bueno sería preparar en familia una canasta no con cosas viejas de las que cada uno aprovecha para deshacerse, sino con cosas buenas que cada uno desea permitir a otros disfrutar, y ver la manera de hacérselas llegar sin que sepan de quién viene (para cumplir lo que pidió el Señor: que al dar no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha (Mt 6,1-4). En este domingo de la alegría nos llega oportuna la invitación para poder contestar con un rotundo ¡sí! a las dos preguntas planteadas al principio y las dos por una misma razón: porque la gozosa cercanía de Aquel que vino a darlo todo por nosotros nos ha movido a dar.

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Cuarto Domingo de Adviento

¿Quién soy yo?

on una mezcla alucinante de sustancias entre nubosas y líquidas, de colores sorprendentemente intensos y contrastantes, rodeadas por todas partes de minúsculos

puntitos de distintos brillos, en uno de los cuales ¡habitamos nosotros! Se trata de fotografías enviadas a la tierra por el telescopio Hubble, situado a quinientos kilómetros de altura, y por la sonda Voyager, que tiene, entre otras, la misión de viajar por el espacio, cada vez más lejos de la Tierra, e ir mandando las imágenes que vaya captando. Ambos aparatos han enviado fotografías de galaxias, nebulosas, agujeros negros y estrellas que hacen ver nuestro sol como un chicharito junto a un balón de baloncesto. Una de las fotos más impactantes es una que fue tomada cerca de los brillantes anillos de Saturno, y muestra el espacio negro cuajado de cuerpos celestes y señala con una flechita la Tierra. Deja sin aliento constatar que nuestro planeta es tan minúsculo en comparación con lo que lo rodea, que podría pasar desapercibido. Mirarla provoca un sentimiento como el que expresó el salmista, que tras contemplar el cielo, obra de la mano de Dios, le pregunta, “¿qué es el hombre para que de él te acuerdes?” (Sal 8,5), en otras palabras, ¿cómo es posible que te intereses por nosotros que somos un microscópico

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puntito en el cosmos? Y la única respuesta que hay a esa pregunta nos la ha dado Dios: Por amor. Porque nos ama nos creó, porque nos ama nos sostiene en la palma de Su mano; porque nos ama no ha dejado que en nuestra travesía por el espacio nos embista un planeta ni nos destruya un meteorito ni nos engulla un hoyo negro. Y no sólo eso. Cuando por necios, tontos, malos e ingratos nos apartamos de Él, pudo habernos borrado de un plumazo, y el universo ni se hubiera inmutado, pero en lugar de eso, hizo lo impensable, lo inaudito, lo que jamás nos hubiéramos atrevido a esperar, ya no digamos a imaginar: vino a vivir con nosotros, vino a someterse a nuestra pequeñez, vino a compartir las vicisitudes de vivir en este mundo, para rescatarnos de nuestras miserias e invitarnos a disfrutar la eternidad con Él. Alguno podría preguntarse: pero, ¿por qué nos ama tanto así el Señor?, ¿habremos hecho algo muy bueno?, ¿lo hizo por nuestros méritos? A lo que cabe responder: No, no se debe a nada que hayamos hecho. Es puro don, pura gratuidad, puro regalo fruto de Su amor y misericordia. Recordaba esto al meditar en la escena que nos plantea el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 1, 39-45), la primera parte de la llamada ‘Visitación’. En ella se nos narra el momento en que María llegó a casa de su prima Isabel, la saludó y entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y luego de bendecir a María (con esas hermosas frases que le pedimos prestadas para el Avemaría), se hizo esta pregunta: “¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1, 43). De esta escena esta frase no es la que suele recibir la mayor atención, pero vale la pena que ahora nos detengamos un momento a considerarla. ¿Por qué dice eso Isabel? Después de todo, según los criterios del mundo, ella tendría muchas razones de peso que justificarían que María la visitara; por mencionar sólo tres: Isabel era esposa de Zacarías, un sacerdote intachable, importante y respetado en su comunidad quien había recibido nada menos que la visita de un ángel de Dios que le dio un notición increíble.

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A Isabel le había sido concedido un milagrazo tremendo de parte de Dios: que siendo ella estéril y de edad avanzada y habiendo sufrido toda su vida la pena de no tener hijos, por fin pudiera concebir. Y por último, Isabel era parienta de María. Ahí tenemos, más que suficiente para que Isabel se hubiera creído con todo el derecho ya no sólo a esperar sino casi a exigir que la visitara la Madre del Señor. Pero no. Su pregunta muestra que se siente indigna, que no se cree merecedora de tan grande don. Con razón pudo quedar llena del Espíritu Santo, claro, si estaba vacía de sí misma, vacía de ego, vacía de pretensiones, abierta a lo que Dios le quisiera regalar... En este Cuarto Domingo de Adviento, cuando falta ya muy poquito para celebrar en Navidad que el Altísimo se haya dignado descender hasta nosotros, quedamos invitados a aprender de Isabel a recibirlo estremecidos de alegría, asombro y humildad.

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La Sagrada Familia

Respuestas

ay un concurso televisado en el que profesionistas tratan de ganarse una suma de dinero respondiendo preguntas que corresponden a las materias que se

estudian en la primaria. Cuentan con cierta asesoría de alumnos que la cursan, pero cuando de plano no saben la respuesta y deciden retirarse del juego con lo que hasta el momento han obtenido, antes tienen que reconocer públicamente: ‘soy profesionista pero un niño de primaria ¡sabe más que yo!’. Ay, si hubiera existido ese concurso hace dos mil años, ciertos personajes que aparecen en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 2, 41-45) hubieran tenido que reconocer públicamente su ignorancia, pero no en temas de primaria, sino en el de mayor importancia que puede haber: la Palabra de Dios, y no por haber sido superados por cualquier niño, sino nada menos que por el niño Jesús. ¿Qué fue lo que pasó? Vamos por partes: Cuenta San Lucas que para las fiestas de Pascua, María y José fueron a Jerusalén con Jesús, que ya tenía doce años, pero cuando volvieron, él se quedó allá sin que ellos lo supieran. Era común que en las caravanas de peregrinos las mujeres viajaran por un lado y los hombres por otro, por lo que probablemente María pensó que Jesús estaba con José y éste creyó que el Niño estaba con ella. Cuando se dieron cuenta de que no era así comenzaron a buscarlo y se regresaron a

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Jerusalén. Por fin, tras una búsqueda, durante la cual se sintieron “llenos de angustia” (Lc 2,48c), (que se extraviara el Hijo de Dios ¡no era para menos!), lo hallaron al tercer día en el templo, sentado en medio de doctores (llamados así no porque fueran médicos sino por su conocimiento de las Sagradas Escrituras). Dice San Lucas que Jesús estaba: “escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2, 46c), pero luego añade que “todos los que lo oían se admiraban de Su inteligencia y de Sus respuestas” (Lc 2,47). ¿Por qué primero dice que los escuchaba y les hacía preguntas y luego comenta que todos se admiraban de lo que Él respondía?, ¿qué no se supone que era el Niño Jesús quien hacía las preguntas?, ¿por qué entonces también daba Él las respuestas? Podemos aventurar una razón: porque seguramente les hizo preguntas a las que no supieron qué replicar, por lo que tuvo Él que contestarlas, pero no como para lucirse dejando callados a esos señorones, sino porque quería ayudarlos a que se cuestionaran profundamente algunas cosas, por ejemplo, que se habían conformado con tener muchos conocimientos, pero memorizados, sin penetrar en su sentido, sin plantearse interrogantes, sin dejarse cuestionar o mover (como aquellos ‘expertos’ consultados por Herodes cuando llegaron los magos de Oriente, que supieron consultar en las Escrituras que el Mesías nacería en Belén, pero ¡no se les ocurrió ir a verlo!). Es interesante que se proclame este Evangelio en este día en que la Iglesia celebra a la Sagrada Familia, cuando estamos invitados a poner la mirada no sólo en la familia de Nazaret, sino también en la nuestra. Y es que hoy en día hay tantas familias que, como esos doctores de la ley, se han conformado con una religiosidad vacía, con realizar lo mínimo que se les requiere, pero por compromiso, sin corazón; sólo para cumplirle a Dios, no para tener o estrechar una amistad con Él, y enseñan a sus niños a memorizar pero no a vivenciar las verdades de la fe, y así, poco a poco, se van quedando sin respuestas y luego tratan de encontrarlas en donde no las hallarán (en sectas, en prácticas supersticiosas...).

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Ojalá dejaran a Jesús estar en medio, como en aquel templo, porque haría las mismas tres cosas que hizo ahí, y les resultarían ¡tan sanadoras! Les escucharía, podrían volcar su corazón en Él; les cuestionaría, animándoles a replantearse muchas cosas, a renovar su vida de fe, a descubrir la riqueza de vivir los Sacramentos no como rituales obligatorios y carentes de sentido, sino como encuentros con Él, que está siempre esperando para recibir con los brazos abiertos a quien se le acerque en la Reconciliación, en la Eucaristía, en la lectura de Su Palabra, en la oración, y por último, y no por ello menos importante, les daría respuesta a todas esas interrogantes surgidas de lo más hondo del corazón, y que nadie más puede ni sabe responderles.

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La Epifanía

Regalos de Reyes

Cuál es tu mejor recuerdo de infancia de los Reyes Magos? Surgió esta pregunta entre compañeros de trabajo mientras compartían un pedazo de rosca a la hora del

café. Cada uno aportó alguna anécdota, casi siempre tierna o divertida, pero la que se llevó la tarde fue una señora ya viejita, que contó que cuando era pequeña, sus papás hospedaron en su casa a un amigo suyo que había venido a México a trabajar. Era un hombre muy bondadoso y de una gran fe, que se las supo comunicar con sus palabras y ejemplos y también a través de ciertas devociones y tradiciones que compartió con ellos. Contaba ella que en la fiesta de Reyes, aquel amigo reunía a todos los de casa, traía una caja grande que guardaba en su ropero, la abría e iba sacando y desenvolviendo unas bellas figuras talladas en madera que representaban la escena de la adoración de los Magos. Colocaba cada figura en la mesa, recordándoles su significado, y luego les leía, con voz profunda, el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 2, 1-12). Después se sentaban a merendar chocolate y rosca que preparaba su mamá. Pasados unos años este buen hombre se regresó a su tierra. Curiosamente su partida fue al día siguiente de la fiesta de los Reyes Magos. Esa noche lo despidieron con mucho cariño y gratitud y cuando despertaron ya se había ido. Entonces descubrieron que había dejado unos paquetes de

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regalo. Cuál no sería su sorpresa cuando fueron desenvolviéndolos y vieron que eran ¡sus hermosas figuras de madera!, un regalo invaluable, no sólo por su valor afectivo sino por la manera como lo repartió entre todos. Les explicaba en una tarjeta, que no había querido dejarle la caja a una sola persona sino una pieza a cada uno con dos intenciones: La primera, asegurar que todos se siguieran reuniendo a celebrar la fiesta de los Reyes Magos, pues si alguien faltaba, faltaría su pieza y dejaría incompleta la escena, y la segunda, que cada uno considerara que así como la pieza que llevaría a la fiesta era necesaria, también sus dones y cualidades eran necesarios para su familia. Entonces cada uno descubrió que en su envoltorio venía una dedicatoria muy especial que no sólo era una explicación del significado de la pieza que le había tocado, sino una invitación a reflexionar y a vivir lo que dicha pieza significaba. A la que nos lo contó le regaló la estrella, con una nota que decía: ‘Recuerda que la estrella no se limitó a dar luz inmóvil desde lo alto del cielo, sino que se movió para guiarlos hasta donde estaba el Niño. Así también tú, procura ir al encuentro de los demás para compartir la luz del Señor’. A su hermana mayor, a la que le dejó la casita le escribió: ‘Los magos pudieron hallar al Niño porque estaba en una casa, no cerrada a piedra y lodo, sino abierta de par en par. Que tu corazón se mantenga siempre como esta casa, dispuesto a albergar a todos con la misma calidez y misericordia de la Sagrada Familia’. Al hermano mayor, al que le dio el Rey Mago que llevaba cofre con oro le puso: ‘Este sabio le ofrece oro al Niño porque lo reconoce como Rey y quiere darle lo más valioso que tiene. Procura tú en tu vida ofrecerle a Dios lo mejor de ti: en tiempo, en deseos de agradarlo, en amor a Él y a los demás’. El hermano menor recibió el Rey Mago que lleva incienso y leyó: ‘A diferencia de mucha gente que cree y quiere que otros crean que Jesús sólo fue un gran hombre, este sabio reconoce y adora la divinidad del Niño. Haz tú lo mismo, pon tu vida en Sus manos con la seguridad de que no quedarás defraudado’ .

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El papá obtuvo el Rey Mago que lleva mirra, con esta nota: ‘Este sabio anuncia que este Niño va a morir, pues dará Su vida para la salvación de todos. Al mirarlo siente la alegría de saber que por más dificultades que se presenten en la vida, tienes a tu lado al Salvador, dispuesto a ayudarte con tu familia, a rescatarlos del mal y del pecado y a conducirlos con Él a la vida eterna. Sé siempre valiente y confía en Él’. Por último, a la mamá le dejó a la Sagrada Familia, con una nota que decía: ‘Que la paz y el amor que irradian Jesús, María y José sean la fuente de la paz y el amor que reinen en tu corazón y en tu hogar.’ La dama terminó su anécdota comentando que hasta la fecha su familia seguía la tradición de reunirse, ahora ya con hijos, nietos y bisnietos, cada uno llevando su pieza, cuidadosamente conservada, y durante la merienda volvían siempre a su memoria las palabras de aquel buen amigo que les ayudaban a tener presente que lo principal no era comer rosca sino compartir con los seres queridos el gozo de celebrar y adorar, como los Reyes Magos, al Niño Jesús.

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Bautismo del Señor

Se abrió el cielo

a no nos sorprende poder sacar del bolsillo un pequeñísimo celular, y oprimir unas cuantas teclas para comunicarnos al instante con cualquier parte del

planeta; pero hasta hace relativamente poco la gente ni soñaba en que eso fuera posible: durante siglos no hubo teléfono, y cuando empezó ni la imaginación más desbordada hubiera podido concebir en lo que éste se transformaría. Lo comentábamos el otro día en familia mientras veíamos una película del año de la canica, en blanco y negro, en la que para hablar por teléfono los protagonistas tenían que darle vuelta a la manivela de una caja negra a la que le salía un cable con un auricular cilíndrico que se ponían en la oreja mientras gritaban en una bocina que sobresalía de la caja: ‘¡Operadora, operadora!’ en espera de que al otro lado de la línea una señorita sentada frente a una especie de conmutador atinara a conectar el cable preciso en el agujerito correcto para establecer la conexión que permitiera realizar la llamada, la cual, por supuesto, escucharía -y quién sabe si luego platicaría- completa. Tener presente que durante años la comunicación telefónica no fue sencilla ni rápida ni privada nos ayudó a renovar nuestro aprecio por la facilidad con que ahora podemos comunicarnos. Comparaba esto con el aspecto espiritual y consideraba que sucede algo parecido. Ya no nos sorprende poder comunicarnos de tú a tú con Dios, llamarlo Padre, clamar a Él

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desde el abismo de nuestras miserias y pecados y tener la seguridad de que nos escucha y acoge nuestras súplicas, pero no siempre fue así. Durante siglos hubo generaciones y generaciones de creyentes que consideraban que Dios estaba demasiado alto y desde luego muy lejos de ellos por ser pecadores. El profeta suplicaba: “¡Ah, si abrieses los cielos y descendieras!” (Is 63,19), como pidiéndole que manifestara Su presencia, Su cercanía. Y entonces sucedió el milagro. Lo inimaginable. Dios se hizo cercano. Quiso compartir nuestra condición humana, ser uno de nosotros. Y para que no quedara duda de Su amor y cercanía por todos, aun por los pecadores, hizo algo de lo cual nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 3, 15-16.21-22): Jesús se presentó en la orilla del río Jordán, a donde Juan el Bautista bautizaba a quienes se reconocían necesitados de perdón y conversión, y entró al agua como todos, para ser bautizado, aunque no le hacía falta. Hace notar San Lucas que en ese momento Jesús oraba y que mientras oraba, “se abrió el cielo” (Lc 3, 21). Detengámonos en esta frase, en esta escena, porque en cierta manera representa toda la misión de Jesús. Visualicémoslo ahí, con medio cuerpo sumergido en esa agua a la que fue a lavarse la humanidad caída, la humanidad necesitada de redención; y medio cuerpo fuera del agua, vuelto hacia Dios, intercediendo por los pecadores. Dios hecho Hombre, para rescatar al hombre y conducirlo hacia Dios. Contemplar esto es comprender que por pecadores que seamos, por caídos que estemos no estamos solos ni podemos sentirnos abandonados o dudar de ser acogidos por Dios, pues tenemos la certeza de contar con la poderosa intermediación de Jesús. Podemos dirigirnos al Padre diciéndole: ‘te lo pedimos por Cristo nuestro Señor’, porque sabemos que por esa poderosa intercesión nuestra oración llega, nuestra oración abre el cielo, somos escuchados a pesar de nuestras miserias, a pesar de nuestras faltas.

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Ya no podemos pensar que el Padre no nos atiende, sabemos que lo hace porque no lo pedimos nosotros solos, que no merecemos nada, que no tenemos mérito alguno, sino el Hijo, por quien desciende el Espíritu Santo sobre las aguas, como en la creación del mundo, para ordenar nuestro caos, el Hijo en quien el Padre se complace (ver Lc 3, 22), el que por nosotros se hizo Hombre y por nosotros entró al Jordán a ser bautizado, no porque lo necesitara sino porque quería solidarizarse con nosotros y, al compartir nuestra limitada condición humana, abrirnos a la ilimitada comunicación con Dios.

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II Domingo del Tiempo Ordinario

Consejera

os hubiera gustado platicar con ella, que nos contara anécdotas, hacerle preguntas, recibir sus consejos para atesorarlos y compartirlos. Pero no tuvimos la

oportunidad. Y es de llamar la atención que quienes sí la tuvieron casi no nos platiquen nada de la Virgen María. ¡Es tan poquito lo que mencionan de ella en los Evangelios! ¿A qué se debe? Hay quienes suponen que es porque la primera comunidad cristiana no le daba importancia, pues, dicen, el propio Jesús no se la dio, y citan como ejemplo que en dos ocasiones el Evangelio según San Juan narra que Jesús no la llamó ‘mamá’ ni ‘madre’ sino ‘mujer’. Esta argumentación no tiene sustento. Hay una razón profunda y poderosa para que San Juan registre que Jesús llama a María ‘mujer’ y no es en absoluto para hacerla menos, todo lo contrario. El uso de esa palabra trae ecos del libro del Génesis, cuando Adán dijo de Eva: “Ésta será llamada mujer (literalmente ‘varona’, femenino de varón), porque del varón ha sido tomada” (Gen 2, 23). Y más adelante dice: “El hombre llamó a su mujer ‘Eva’, por ser ella la madre de todos los vivientes” (Gen 3, 29). Desde los inicios del cristianismo María ha sido considerada la nueva Eva, la nueva madre de todos los vivientes, que con su obediencia total a la voluntad de Dios reparó la desobediencia de la primera Eva. Así pues, el que Jesús la llame ‘Mujer’ no la disminuye sino la engrandece.

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Cabe comentar además que, como judío respetuoso de la Ley, sin duda Jesús cumplía el mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre “ (Ex 20,12), y teniendo a la mejor de todas las madres, a la llena de gracia, sin duda le profesaba un amor, una ternura, una reverencia muy especiales. Así pues, queda descartada la idea de que no se hable mucho de María en el Nuevo Testamento porque no se le diera importancia. Sólo puede haber una razón: que ella así lo quiso. Consideremos esto: Sabemos que San Lucas y San Mateo la conocieron. Se deduce que de sus labios escucharon lo que luego relataron en sus respectivos relatos de la infancia, respecto al anuncio del Ángel, la concepción virginal de Jesús, la visita de María a Isabel, el sueño de José, el Nacimiento de Jesús, la llegada de los Magos de Oriente. Sabemos también que en la cruz Jesús encomendó a San Juan que acogiera en su casa a María. Sólo podemos imaginar las charlas sabrosísimas que han de haber tenido con ella y los mil detalles de los que se enteraron. ¿Por qué no los dejaron todos escritos en sus Evangelios? Sólo queda pensar que se debió a que ella así lo hubiera pedido, ¿por que? porque su humildad no era una pose, era auténtica, surgida de lo más hondo de su corazón, y no deseaba figurar, ser protagonista, o atraer la atención sobre sí misma, sino sobre su Hijo. Se comprende así que sólo se recoja en los Evangelios lo que preguntó y respondió al Ángel; su alabanza a Dios cuando visitó a Isabel; lo que dijo a Jesús al hallarlo en el templo, y lo que registra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 2, 1-11), dirigido a Jesús y a unos servidores. Con relación a todo lo escrito en el Nuevo Testamento, son en total muy pocas palabras, ¡ah, pero qué sustanciosas! Viniendo de nuestra Madre y Maestra resultan invaluables porque nos permiten asomarnos a su alma y nos muestran el camino para vivir como ella, abiertos a la gracia de Dios y buscando cumplir en todo Su voluntad. Consideremos, por ejemplo, lo que dijo a quienes servían el vino en la boda de Caná, una breve indicación que nos sirve para toda la vida, el consejo mejor que nos hubiera

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dado si hubiéramos podido pedírselo personalmente: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5). Hacía notar el Papa que ella pide esto cuando todavía no sabe qué hará Jesús. No tiene aun la seguridad de que Él hará algo siquiera. Y es que lo que pide es válido siempre, tanto si Jesús les pide hacer algo como si les pide que no hagan nada. María aconseja: haz lo que Jesús te diga. En todo momento busca qué pide de ti, qué desea que hagas o dejes de hacer y obedécelo. Busca en todo cumplir Su voluntad. Es que por experiencia propia ella tiene la certeza de que lo que Él pida que hagas -o dejes de hacer- será sin lugar a dudas lo mejor, lo que más convenga a todos, será para bien, sea lo que sea. En estos comienzos del nuevo año, qué oportuna nos llega la recomendación de nuestra más sabia y amada consejera...

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III Domingo del Tiempo Ordinario

La mejor noticia

i te sientes agobiado o deprimido por las malas noticias que abundan hoy en día en los noticieros, en los periódicos y en la existencia misma, entonces el

Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 1, 1-4; 4,14-21) es para ti. En él nos narra San Lucas lo que hizo Jesús cuando inició Su ministerio público: fue a la sinagoga de Nazaret, el pueblito donde se había criado, y proclamó la Sagrada Escritura. Considera esto: si un maestro no estuviera ceñido al temario de la escuela, sino pudiera elegir libremente el tema de la primera clase que diera en su vida, el que eligiera hablaría mucho de él, revelaría lo que considerara más importante, lo que más le interesara dar a conocer a sus alumnos. Así también resulta muy significativo el texto que Jesús eligió para esta primera ocasión en la que, al inicio de Su misión, proclamaría y comentaría la Palabra de Dios a gente que le era muy conocida y querida, gente con la que se había criado, de la que conocía bien sus necesidades y esperanzas. Dice San Lucas que Jesús eligió el volumen del profeta Isaías, un texto (ver Is 61,1-2) que anunciaba que el Espíritu de Dios estaba sobre Él y explicaba a qué lo había enviado, y es algo tan consolador que vale la pena detenernos a saborearlo.

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Lo envió: A llevar a los pobres la Buena Nueva Es decir, que a aquellos que despojados de todo, que suelen ser atropellados en sus derechos, que no creen que las cosas mejoren porque nadie los toma en cuenta y se sienten olvidados y rechazados, les anuncia la buena noticia de que Dios los ama, los escucha, les tiende la mano y les regala algo que ni aunque fueran ricos podrían comprar: Su misericordia y la esperanza de la salvación. A anunciar la liberación a los cautivos A los que se encuentran atrapados por algo más fuerte que ellos de lo que no logran liberarse: un vicio, un pecado, un hábito que los esclaviza, una situación de la que no saben cómo salir, les anuncia que viene a darles libertad, la verdadera libertad interior, la del alma, la que sana, la que purifica, la que aligera los pasos porque permite enderezar el camino y retomarlo con renovados bríos. A anunciar la curación a los ciegos Hay muchos que van por la vida sin ver. Ciegos a la presencia del Señor, ciegos a los dones que Él derrama sobre ellos a manos ciegos. Creen que ven pero en realidad caminan en la oscuridad y no son felices. Jesús les anuncia que viene a devolverles la vista. Aquel que es la Luz viene a desterrar las tinieblas de los corazones. A dar libertad a los oprimidos A los que viven una situación que los oprime, que los desanima, a los que sufren. Jesús viene a levantar el peso que los aplasta y a invitarlos a tomar sobre sí el yugo ligero que Él ofrece, el de vivirlo todo con Él y como Él, con y por amor. A proclamar el año de gracia del Señor Jesús viene a anunciar la gratuidad de Dios, que todo es don, que todo es regalo Suyo, fruto de Su generosidad desmedida, de Su amor ilimitado.

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Cuenta San Lucas que cuando Jesús terminó de proclamar este texto, dijo: “Hoy mismo se ha cumplió este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (Lc 4,14). Qué emoción para Él, cuyo Espíritu inspiró las palabras que acaba de proclamar, poder afirmar esto. Y qué emoción para nosotros descubrir que esta afirmación no se refiere a algo que sucedió en el pasado, sino que sigue vigente hoy. Hoy se sigue cumpliendo ese pasaje de la Escritura, hoy sigue el Señor haciéndose presente en nuestra vida para darnos la Buena Nueva de Su Palabra y de Sí mismo en la Eucaristía; hoy sigue liberando cautivos y oprimidos, mediante el Sacramento de la Confesión: hoy sigue abriendo los ojos de los ciegos para que puedan ver, y hoy sigue proclamando que el Señor continúa incesantemente derramando Su gracia entre nosotros; realmente la mejor noticia que puede haber.

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IV Domingo del Tiempo Ordinario

Sin tregua

na turba enardecida que lleva violentamente a gritos y empujones a un hombre para darle muerte es una escena lamentable que suele verse cuando el sujeto fue

atrapado intentando hacer algo malo, un robo, un secuestro, una violación. Este odio colectivo no suele darse contra alguien que está haciendo un bien. Excepto en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 4, 21-30). En él se nos narra que la gente de la sinagoga de Nazaret sacó a Jesús de la ciudad con intención de matarlo aventándolo de un monte. Es algo inaudito, un final inesperado para lo que leímos hace ocho días: que Jesús entró a la sinagoga de Nazaret, leyó el texto de Isaías que declaraba que fue enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a liberar a cautivos y oprimidos, devolver la vista a los ciegos y anunciar el año de gracia del Señor (ver Is 61,1-2); que de lo que leyó Jesús afirmó: “Hoy mismo se ha cumplido” (Lc 4,21) y que todos lo escuchaban con agrado (ver Lc 4,22). ¿Cómo fue que se llegó a lo que leemos hoy?, ¿por qué querían matar a Jesús si vino a traerles una gran noticia y a hacerles un gran beneficio?, ¿qué pasó aquí? Que en el corazón de esta gente se mezcló un peligroso coctel de malos sentimientos: soberbia, que los hizo preguntarse cómo era posible que el hijo del carpintero tuviera tanta sabiduría (ver Lc 4, 22c); envidia de la palabras “llenas de gracia que salían de Su boca” (Lc 4,22b) e ira porque los

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cuestionó denunciando una triste verdad: que “nadie es profeta en su tierra” (ver Lc 4, 23-24). Todo eso provocó que lo que empezó bien se fuera deteriorando hasta que el bien fue tomado a mal. Cualquier semejanza con lo que sucede hoy en día no es mera coincidencia. Como siempre la Palabra nos llega oportuna para iluminar lo que estamos viviendo. Por ejemplo, si en una familia se comenta que uno de sus miembros de metió a un curso de Biblia o de liturgia, o está en un taller de oración o se prepara para llevar la Comunión a los enfermos o entró a algún movimiento católico, quizá los demás dicen: ‘qué bueno’. Pero si esa persona comenta lo que está aprendiendo, si le da por compartir la Buena Nueva, empieza a incomodar. Y si no sólo se limita a compartir lo bueno sino también cuestiona lo malo y pide, por ejemplo, al familiar ‘arrejuntado’ que se case; al ‘peleado’ que se reconcilie; al ‘alejado’ que regrese a la Iglesia, entonces la molestia crece y se gana una animadversión como la que sintió aquella gente contra Jesús. Ante este Evangelio podemos reflexionar desde dos puntos de vista. Por una parte, preguntémonos: ¿cómo recibimos el testimonio cristiano de otros?, ¿con humildad o con soberbia? Cuidado si nos choca que nos digan nuestras ‘verdades’; debemos aprender a aceptarlo con gratitud, porque no sólo nos ayuda a mejorar, sino a no cerrarnos a lo que puede venir de Dios. Y, por otra parte, cuando nos toca a nosotros dar testimonio de nuestra fe, ¿cómo reaccionamos si no obtenemos buena respuesta? Si nos llenamos de pesar o de desánimo volvamos la mirada hacia Jesús y aprendamos de Él. Llevaba la mejor noticia a la gente con la que se crió, podía esperar una cálida acogida, y obtuvo todo lo contrario. Y no se limitaron a criticarlo o a correrlo, sino ¡lo sacaron a empellones con intención de despeñarlo! Claro que al final no se atrevieron: tal vez al borde del barranco Jesús los fue mirando a los ojos, uno a uno y ninguno se atrevió a darle el empujón final, pero cabe suponer que cuando pasó entre ellos y se alejó, iba muy dolido,

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y lo notable es que no se dio por vencido. Es que Su dolor no era por Sí mismo, por haber sido rechazado, sino por saber lo que se perderían quienes lo rechazaron. Si sólo se hubiera sentido mal por cómo lo trataron, hubiera abandonado la misión, como tantos que a la primera se dan por ofendidos, se ‘sienten’ porque no reciben el reconocimiento o la gratitud que esperaban y no regresan, pero como lo que lamentó fue que la gente no recibiera la Buena Nueva, insistió; siguió Su misión, continuó anunciando sin tregua la venida del Reino. Este domingo la Palabra nos llama, por una parte, a abrir el corazón para recibir la Buena Nueva del Señor y aceptar que ilumine nuestras tinieblas aunque nos cuestione, y ello nos resulte incómodo o doloroso; y, por otra, a continuar, aún hasta la cruz, anunciando a los de corazón roto, oprimido, y ciego, que sólo en Jesús hallarán consuelo, liberación y luz.

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V Domingo del Tiempo Ordinario

Retrato

i como hace todo mundo cuando te muestran la foto de un grupo de personas entre las que te encuentras, checas primer cómo saliste tú, entonces checa por favor el

Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 5, 1-11) porque te sorprenderá descubrir que ahí sale tu retrato con una claridad mayor que la de una foto digital. Te preguntarás: ¿cómo es posible si eso fue escrito hace dos mil años? A lo que cabe responderte: es que no sólo te retrata a ti sino a todos los seres humanos de toda época y lugar. Retrata lo que nos sucede antes y después de encontrarnos personalmente con Jesús. Mira si no. La escena, situada a la orilla del lago o mar de Genesaret muestra que había un grupo de gente que se agolpaba en torno a Jesús “para oír la Palabra de Dios” (Lc 5,1), y había también unos pescadores dedicados a lavar sus redes. Se podría pensar que Jesús sólo prestaba atención a quienes lo escuchaban, pero no es así. Su corazón, perceptivo y compasivo, supo captar algo en esos pescadores, quizá un aire de cansancio y frustración, porque habían pasado la noche tratando de pescar, no habían obtenido nada, y lavaban sus redes sin la satisfacción de la misión cumplida ni la gozosa anticipación de llevar un sustento a casa. Su pesar y sus redes sin peces retratan lo que sucede a quien pretende salir adelante por sí mismo, prescindiendo de Dios. Tarde o temprano siente una insatisfacción, advierte un vacío que nada puede llenar.

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Ah, pero quien ha sido indiferente hacia Dios, no le es indiferente a Él. Quien ha querido hacerlo todo solo, no está solo. Dios no se desentiende. Aquel que dijo: “Me he hecho el encontradizo de quienes no preguntaban por Mí” (Is 65, 1) no se cansa de buscarle. Y con el ‘viejo truco’ de pedir un favor para hacer otro infinitamente mayor, Jesús subió a la barca de Simón, uno de los pescadores, le pidió que la retirara un poco de la orilla y desde ahí siguió predicando. Ahora sí Simón no podía menos que escucharlo, quedó cautivo, expuesto a esa Palabra que, como lluvia fecunda, empapa la tierra y la hace germinar (ver Is 55, 10-11). Ocurrió entonces lo inaudito: Jesús terminó de hablar y le pidió a Simón que bogara mar adentro y echara las redes para pescar. A éste la petición le debe haber parecido irracional. Si de noche no pescaron nada, menos ahora. No resiste comentarlo, pero no resiste tampoco obedecer. Y le dice a Jesús: “confiado en Tu palabra echaré las redes” (Lc 5,5). Expresa así lo que pasa cuando alguien descubre a Jesús en el Evangelio y se abre a Su Palabra Viva y Eficaz. Queda transformado. Descubre que para tener fe no se necesita tener todas las respuestas, basta saber que las tiene Dios y ponerse en Sus manos. Y aunque lo que pida no suene razonable o lógico -porque se ha intentado antes en vano, por ejemplo perdonar o pedir perdón, superar un vicio, un hábito, un pecado- confiado no ya en la propia fuerza sino en la de Aquel que lo pide, obedece. ¡Y se lleva entonces la sorpresa de su vida! Dice el Evangelio que la pesca fue tan abundante que tuvieron que pedir ayuda a la otra barca y que ambas se llenaron tanto que casi se hundían (ver Lc 5, 6-7). ¡Qué extraordinaria experiencia! Uno da un pequeñito paso y Dios responde con desmedida generosidad. Viene entonces la pena de sabernos indignos de Sus dones. Simón se arrojó a los pies de Jesús pidiéndole apartarse de él que era pecador (ver Lc 5,8); no había comprendido que era precisamente porque Jesús conocía la oscuridad en su alma que se había acercado a iluminarla.

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Sucedió entonces lo que siempre pasa cuando alguien abre hacia Dios su corazón. Aparentemente todo sigue igual, pero en realidad Él le da un nuevo sentido a la existencia, la hace plena. Invitó a Simón a mantener su vocación de pescador, pero sublimada, no ya de peces sino de personas, para convocarlas al Reino de Dios. Y lo mismo hace con nosotros. Este domingo el Evangelio nos retrata en la cita con Aquel que nos sale al encuentro donde menos lo esperamos y cuando más lo necesitamos, siempre aguardando a ser invitado a subir a nuestra barca para llenar nuestras redes y colmarnos con Su gracia.

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VI Domingo del Tiempo Ordinario

¿Eres pobre?

ichosos los pobres. Es una frase que hemos escuchado mil veces, y ahora la escucharemos mil y una, porque viene en el

Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 6, 17-20-26), pero quizá nunca nos hemos detenido a reflexionar, ¿a qué pobres se refiere? Para averiguarlo tenemos primero que preguntarnos: ¿qué entendemos por pobreza? ¿Una situación de miseria?, ¿el resultado de un sistema político corrupto e injusto? No, porque no hay dicha en ello; no es a lo que se refiere Jesús. Entonces ¿qué es?, ¿un voto que hacen sólo los religiosos?, ¿negarse a poseer algo propio? ¿Cabe entender que este término se refiere sólo a ‘pobreza espiritual’ o eso es salirse por la tangente y racionalizar algo que nos incomoda profundamente? Si examinamos las enseñanzas bíblicas, las enseñanzas de la Iglesia y la vida de santos y santas (los ‘dichosos’ por excelencia que han encontrado el mejor camino y han sido felices recorriéndolo), podemos deducir que básicamente hay tres maneras de entender la pobreza a la que se refiere el Evangelio: La primera, la más radical, sería como la de San Francisco de Asís: que se deshizo de todo lo que tenía, para igualarse al más pobre de los pobres, vivir mendigando y recibir sólo lo indispensable para sobrevivir. Muy pocos se

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sienten llamados por Dios a elegir voluntariamente vivir este tipo de pobreza extrema. La segunda consiste en tener lo necesario pero compartirlo todo con los demás. Son pocos también los que viven así, pero son más que en el caso anterior. Es la pobreza que siguen numerosas órdenes religiosas y también laicos comprometidos que se dedican al servicio de los desposeídos. La tercera está al alcance de todos, y consiste en vivir de acuerdo a, cuando menos, estos cinco criterios: 1. Emplear las cosas como medios, no como fines en sí mismos Administrar los bienes que pasan por nuestras manos, para que contribuyan a la gloria de Dios y la salvación de todos, no apropiárnoslos, no sentirnos sus dueños ni emplearlos sólo en nuestro beneficio. 2. Ganarse la vida No necesariamente en un empleo remunerado, sino desquitando el propio sustento haciendo algo, poniendo los propios dones y capacidades al servicio de los demás. Pobreza o desempleo no tiene que ser sinónimo de haraganería. 3. Compartir lo que se tiene con otros Pero no lo que sobra o está en mal estado, sino lo bueno. Decía San Ambrosio: ‘Tú no ‘regalas’ tus posesiones al pobre, más bien se las devuelves, le das lo suyo; todo ha sido dado para el bien de todos, y tú te habías apropiado de algo sólo para ti’. 4. Prescindir de lo superfluo Deshacerse de lo que no cubre una necesidad vital real (de supervivencia, como casa, alimento y vestido, o de salud o espiritual o funcional, para cumplir con una obligación o trabajo). Descartar lo que sólo satisface el ansia de prestigio, consumismo, poder, etc. Aprender a preguntarse a tiempo: ¿realmente me hace falta esto o ya tengo demasiadas cosas que ni uso ni necesito? ¿Si lo compro será para gloria de Dios y bien de los demás o mejor le doy otro uso a este dinero?

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En el Evangelio, y en especial en el de San Lucas, hay unas llamadas muy radicales a la pobreza (él escribió ‘pobres’, a diferencia de San Mateo que escribió: ‘pobres de espíritu’), y numerosas citas de palabras de Jesús que aluden a lo difícil que será para quienes ponen su corazón en las riquezas entrar al Reino de los Cielos). Es que desde el punto de vista del mundo lo mejor es tener mucho, comprar, consumir, impresionar a otros con lo acumulado, pero Jesús considera inconveniente que nos aferremos a bienes materiales porque nos anclan, nos esclavizan y nos hacen olvidar que estamos de paso en este mundo y que la verdadera alegría, la que no se pierde ni se apolilla ni puede ser robada, radica sólo en Dios. Ahora que estamos a punto de comenzar la Cuaresma aprovechemos para reflexionar y preguntarnos: ¿Soy pobre a la manera del Evangelio o me la paso tratando de servir a Dios y al dinero? ¿He racionalizado el asunto diciéndome que en realidad soy muy ‘desprendido’?, o ¿cómo puedo probar que de verdad no estoy apegado a mis bienes materiales? ¿Cómo reacciono si tengo que privarme de algo que necesito para dárselo a otros? ¿Comparto con otros sólo lo que me sobra? ¿Qué compartiré en adelante? Mi actitud hacia mi dinero y posesiones, muestran dónde tengo puesto el corazón: ¿dan testimonio de que me esfuerzo por vivir la pobreza evangélica y poner mi confianza toda en Dios? ¿Qué haré a partir de esta Cuaresma para alcanzar la dicha que Jesús prometió para los pobres?

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I Domingo de Cuaresma

Tentación

Has tenido tentaciones? A esta pregunta muchos responden apresuradamente: ‘¡nnooooo!, ¿como crees?’, pensando que la palabra ‘tentación’ es sinónimo de

pecado y más aún de algún pecado bochornoso e inconfesable. Pero ésa es una idea equivocada, como lo muestra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 4, 1-13), que nos narra que Jesús, Aquel que nunca cometió pecado, sí sufrió tentaciones. Queda claro, por tanto, que no es lo mismo tentación y pecado, puesto que se puede padecer una sin caer en el otro. Lo que quizá todavía no queda claro es qué es la tentación por lo que cabe reflexionar al respecto. ¿Qué es la tentación? Es algo que pone a prueba tu fe, entendida ésta como adhesión a Dios. Experimentas la tentación cuando tienes la oportunidad de pensar, decir, hacer o dejar de hacer algo contrario a la voluntad de Dios. Por ej: se puede sentir tentación de robar, de mentir, de cometer adulterio, de echar a otro la culpa de lo que uno hizo, etc. ¿De dónde viene la tentación? En la Carta del Apóstol Santiago se afirma: “Que nadie diga, cuando sufre una tentación, que es Dios el que lo tienta, porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni pone Él mismo a nadie en tentación. Más bien, cuando alguien es tentado, es

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su propia concupiscencia (es decir, inclinación al pecado) la que lo arrastra y lo seduce” (Stg 1, 13-14). Si queremos buscar culpables, culpemos, como aprendimos en el catecismo, a la carne(lo cual no se refiere a un plato de carnitas -aunque no sea nada recomendable por el colesterol-sino a la propia condición humana, débil, frágil, inclinada a pecar); al demonio (que está siempre buscando la manera de engañarnos para alejarnos de Dios) y al mundo (es decir, la situación de pecado que nos rodea, como malos ejemplos en casa; estructuras sociales de pecado -injusticias, corrupción, etc.- dentro de las cuales nacemos y crecemos, a las que nos acostumbramos y de las que aprendemos). En el Evangelio vemos que fue el demonio el que trató de tentar a Jesús. ¿Quién padece la tentación? Todo ser humano. El propio Jesús, Dios y Hombre verdadero, las padeció. Como Dios no podía ser tentado, pero como Hombre sí. Nadie puede sentirse a salvo de sufrir tentaciones. Es parte de la condición humana. ¿Cuándo se padece la tentación? Toda la vida, y en especial cuando menos se la espera y cuando se cree que ya se la superó. Por eso nunca hay que confiarse. ¿Dónde ataca la tentación? Donde eres más vulnerable. Se puede decir que la tentación es un saco a la medida: lo que hace caer a uno no hace caer a otro. Lo vemos en el Evangelio. El diablo tienta a Jesús en lo que sólo Él podía ser tentado: en no cumplir el plan de salvación al que fue enviado, en usar Su poder divino sólo para Su beneficio, en dejarse contaminar por la ambición mundana y diabólica de poder; en pretender una gloria instantánea, sin cruz. ¿Cómo viene la tentación? Generalmente como un pensamiento que se nos ocurre para decir, hacer o dejar de hacer algo.

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Según San Francisco de Sales hay que diferenciar la tentación que llega sin buscarla, de la ‘delectación’, que sucede cuando en lugar de rechazar la tentación, se la acoge (deleitándose en ella), y también de la caída en el pecado. Por ej: tras discutir con su suegra, una señora piensa: ‘¡quisiera matarla!’, pero enseguida rechaza esta idea. Supera la tentación. Pero si se pone a pensar qué pasaría si le sirve raticida en la merienda, y disfruta imaginándosela muerta con los ojos saltados y la lengua de fuera, entonces está cayendo en ‘delectación’ y abriéndole la puerta a la tentación. Y si, por último, va a la tienda, compra el veneno y se lo echa al guiso, ha cometido un pecado (y de paso un crimen). ¿Cómo vencer la tentación? San Agustín, daba el consejo más breve y práctico que hay: Correrle. A la tentación no se le coquetea, se le corre. No hay que abrirle la puerta ni para echarla fuera. Como dicen por ahí: ‘piernas para qué las quiero’ y ‘pies en polvorosa’ más rápido que aprisa. Si presumes de vencerla sin duda caerás en ella. Y desde luego el arma más poderosa contra la tentación es la gracia de Dios. Dice San Pedro: “Estad atentos porque vuestro enemigo el diablo ronda como león rugiente buscando a quien devorar; resistidle firmes en la fe” (1Pe 5,8-9). ¿Cómo se puede estar firme en la fe? Acercándose más a Dios en la oración, en la lectura de Su Palabra; en la Confesión y en la Eucaristía. ¿Por qué caemos en la tentación? Por confiadotes. Porque no nos preparamos debidamente para vencerla imitando a Jesús en adherirnos firmemente a la voluntad del Padre. ¿Para qué puede servir la tentación? Decía San Francisco de Sales que para aprender a desconfiar de nuestras débiles fuerzas y tomarnos más firmemente de la mano amorosa de Dios, confiándonos por completo a Su infinita misericordia.

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II Domingo de Cuaresma

Corrige pero consuela

or la regañada que le puso, alguien podría pensar que se enojó con él o que cuando menos se sintió muy decepcionado y que puede ser que hasta se hubiera

arrepentido del nombramiento que le había dado. Me refiero a aquella ocasión cuando Jesús les dijo por primera vez a Sus discípulos que iba a sufrir mucho, que iba a ser rechazado por los ancianos, escribas y sumos sacerdotes, a ser matado y a resucitar al tercer día, y entonces Pedro se lo llevó aparte para reprenderlo diciéndole que de ninguna manera debía pasarle semejante cosa, a lo cual Jesús le replicó duramente: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para Mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!”(Mt 16, 23). El que pretendía reprender salió reprendido y ¡de qué forma! Jesús lo llamó Satanás, no porque Pedro estuviera endemoniado sino para significar que estaba actuando como Satanás, queriendo tentar a Jesús a no cumplir el plan de salvación al que fue enviado porque éste implicaba sufrir y morir. Más que ‘quítate de mi vista’, lo que Jesús dijo podría traducirse como una exhortación a no ponerse delante de Él sino detrás, es decir, a no pretender dirigirlo, mostrar el camino que debía seguir, sino retomar su condición de discípulo, de seguidor. El tono y lo fuerte de las palabras de Jesús sin duda fueron una fortísima sacudida para Pedro, y si hubieran venido

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de cualquier persona quizá lo hubieran hecho pensar que ya había decaído de su gracia, pero venían de Aquel que cuando regaña, no lo hace, como a veces puede sucedernos a nosotros, porque esté de malas o para desahogar su enojo o para desquitarse con alguien, sino por amor, para ayudar a corregir a tiempo una actitud que, si se deja desatendida, puede hacer daño tanto a la persona que la tiene como a las que pueden verse afectadas por ella. El otro día un sabio obispo comentaba en una homilía que el amor de Dios no es como el de un abuelo que todo lo consiente, todo lo pasa, deja que los nietos hagan lo que se les dé la gana, al fin que los que los educan son sus papás y él está para mimarlos. No. Dios tiene el amor exigente de un buen papá que sabe corregir a sus hijos cuando cometen una falta; pero, cabe añadir, no sólo eso, sino también la agudeza de captar por qué cayeron en ella y la disposición para ayudarles, haciendo lo que sea necesario, para que no vuelvan a caer. De esto último es claro ejemplo el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 28-36). Lo que ahí se narra sucedió cuando ya Jesús les había anunciado a Sus discípulos que padecería, moriría y resucitaría. Como a todas luces ellos se habían quedado muy desconcertados, sin entender cómo era posible que si Jesús era el Mesías prometido por Dios, Él fuera a permitir que sufriera o fuera matado, Jesús se hace acompañar de Pedro, Santiago y Juan, sube a un monte a orar y se transfigura en su presencia: “Su rostro cambió de aspecto y Sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes” (Lc 9, 29). Eso ya de entrada tuvo que haberles despejado toda duda, si acaso comenzaban a tenerlas, acerca de si Jesús era o no el enviado por Dios. Comprendieron que lo era, pues ahí estaba, manifestándose ante ellos en un monte, como habían leído en las Sagradas Escrituras que se manifestó a profetas como Moisés y Elías (ver Ex 24,15-18; 1Re 19,11). Pero la cosa no quedó ahí. Por si fuera poco, de pronto vieron que aparecían el propio Moisés y Elías conversando con Jesús. Que Moisés, aquel que había sido elegido por Dios para conducir a su pueblo a la tierra prometida, y recibido de

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Sus manos la ley que hasta la fecha lo regía, y Elías, el venerado profeta al que se le había concedido no morir sino ser arrebatado al cielo, estuvieran ahí, avalando con su presencia a Jesús y Su misión, debe haber terminado de convencer a los discípulos. Pero como Dios no hace nada a medias, faltaba lo mejor: Se escuchó desde el cielo la voz del propio Padre que dijo: “Éste es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo” (Lc 9, 35), como diciendo: no duden de Él, no es un enviado cualquiera, es Mi Hijo, el elegido; abran sus oídos, sus corazones a lo que Él les diga y síganlo. Tremendo apapacho celestial que desde Su infinita misericordia y sabiduría el Señor percibió que los discípulos necesitaban para tener fuerzas para seguirlo hasta la cruz. Otra muestra más de la amorosa pedagogía de Dios, que está siempre buscando la manera de hacernos más llevadera la senda que nos toca recorrer, y que si nos desviamos de ella nos corrige, pero también nos consuela...

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III Domingo de Cuaresma

Espera fecunda

uando ocurre una tragedia la gente suele preguntarse por qué, trata desesperadamente de hallar una explicación y como no la encuentra, saca conclusiones,

a veces muy desencaminadas, como por ejemplo, que lo que pasó fue castigo de Dios. Ahí tenemos el libro de Job que narra cómo cuando a éste le ocurrieron todas las desgracias imaginables, sus amigos se pusieron a elucubrar que seguramente se las había buscado. No se puede negar que en ocasiones efectivamente nos hemos buscado el mal que nos ocurre, por ejemplo una persona que fuma se está buscando un cáncer y un conductor ebrio, un accidente, sin embargo tampoco se puede negar que a veces le pasan cosas malas a quien aparentemente ni se las buscó ni se las merece; ello provoca un gran desconcierto que mueve a muchos a hacer conjeturas que no conducen a nada. Ejemplo de esto es lo que se narra en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 13, 1-9): Unos hombres fueron a contarle a Jesús que a unos galileos los habían matado mientras estaban ofreciendo sus sacrificios. Jesús se dio cuenta de que los que vinieron a contárselo estaban pensando que los galileos tuvieron esa muerte violenta y repentina porque eran pecadores (quizá porque vivían en una región habitada por una mayoría de paganos, que eran tenidos por ‘impuros’), y les aclara que están en un error, y para que lo capten mejor les menciona otro

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caso que seguramente se comentaba en esos días, el de unos habitantes de Jerusalén que murieron cuando una torre se desplomó. Con ambos ejemplos les aclaró que quienes fallecieron en aquellos hechos no perecieron por ser más pecadores que los demás, y aprovechó la ocasión para exhortar a Sus oyentes a convertirse para no terminar como terminaron aquéllos. Como quien dice, no pierdas el tiempo juzgando por qué pasan ciertas calamidades repentinas, por más que te quiebres la cabeza, de este lado de la eternidad no posees la capacidad de saberlo, así que no tiene caso que te atores en ello, más bien que el captar la tremenda fragilidad de la existencia humana te sirva no sólo para darte cuenta de que tú también puedes perder la vida en un instante, sino para animarte a hacer algo que está a tu alcance y es de vital importancia: emplear muy bien el tiempo que tengas en ese mundo (que no sabes cuándo se va a terminar), para orientar o reorientar tus pasos hacia Dios. Para ilustrar este punto, contó entonces Jesús una parábola acerca de un hombre que tenía una higuera plantada en su viñedo. Durante tres años fue a buscar frutos y no encontró ninguno (el tres es un número simbólico que expresa un superlativo, es decir, este hombre le dio todas las oportunidades posibles a la higuera y ésta siguió sin dar fruto). Entonces propuso al viñador que la cortara pues no tenía caso que una higuera estéril ocupara la tierra inútilmente. El viñador le pidió todavía un año más durante el cual haría todo lo posible para ayudar a la higuera a dar fruto, y prometió que si al final ésta seguía infértil, la cortaría. ¿Cómo entender esta parábola? En el Antiguo Testamento con frecuencia se comparaba al pueblo de Dios con una viña (ver Is 5, 1-7) y también con una higuera (ver Os 9,10). Eso significa que en esa higuera podemos sentirnos representados nosotros, que somos pueblo del Señor. El dueño de la viña representa al Padre y el viñador a Jesús. Esos tres años probablemente hacen referencia a los tres años que duró el ministerio público de Jesús, y el año solicitado para intentar que la higuera dé frutos simboliza el tiempo de gracia que se

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nos ha concedido en esta vida, durante la cual Jesús ha estado haciendo todo lo posible por nosotros (colmándonos de dones y atenciones; invitándonos a reconciliarnos con Él, a sentarnos a Su mesa a recibir Su Pan y Su Palabra, invitándonos a amarnos unos a otros como Él nos ama), para que demos frutos de perdón, justicia, verdad, alegría, fraternidad, paz, caridad. Ha transcurrido ya a la mitad de la Cuaresma, tiempo propicio para dedicar nuestra atención a algo que la requiere urgentemente: examinar si estamos siendo fecundos, y si no es así dejar de conformarnos con ocupar la tierra inútilmente y esforzarnos en dar, pero ya, frutos buenos, dulces, que sean un gozo para el Dueño de la viña y correspondan al amor y extraordinarios cuidados de nuestro misericordioso Viñador.

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IV Domingo de Cuaresma

La mirada de Dios

un parque cercano acude regularmente un señor con un niño pequeño en uniforme escolar. Se nota que pasa por él a la salida de la escuela y que antes de irse

a casa lo lleva a que disfrute de la naturaleza un buen rato. El señor acostumbra sentarse en una banca y se dedica a mirar a su chamaquito mientras éste se divierte. Da ternura ver con cuánto amor lo ve y qué pendiente está de él. A veces el niño se queda cerquita, echándose por una resbaladilla, pero cuando llegan otros más grandes, el chiquito, tímido, se va a jugar a otra parte y entonces poco a poco se aleja de su papá, aunque éste no lo pierde de vista ni un instante. Y si llega hasta el otro extremo del parque, donde le gusta rodar por una pequeña pendiente de pasto, su papá se levanta y se pone más atento, por si tiene que ayudarlo en algo. Esta escena vino a mi mente al leer el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 15, 11-32). Se trata de la bellísima parábola del hijo pródigo, esa historia que contó Jesús acerca de un joven que un día le pidió su herencia a su papá y cuando la recibió se fue lejos a malgastarla viviendo como libertino hasta que se quedó en la miseria, tocó fondo, reflexionó que estaba mejor en su hogar y decidió a regresar, a reconocer ante su padre su pecado y a tratar de que lo aceptara de nuevo, aunque fuera en calidad de empleado.

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Al narrar este punto, Jesús dijo una frase muy significativa: “estando lejos le vio su padre” (Lc 15,20b), es decir, que cuando aquel joven ya iba a llegar a la casa paterna pero todavía estaba lejos, su papá lo vio. Cabe pensar que no fue no por casualidad, sino porque lo había estado esperando, probablemente asomándose todos los días a la ventana a ver si lo veía venir. Y no con intención de decir: ‘¡en cuanto lo vea va a ver cómo le va a ir!, ¡le voy a echar perros rabiosos, le voy a enviar a mis empleados a que lo echen a patadas!, no. Nada de eso. Lo estaba esperando con una mirada que se conmovería de verlo regresar tan distinto a como se fue: enflaquecido, humillado y en harapos. Una mirada que miraría en él no al ‘destrampado’ que enlodó el nombre de la familia y que a él le clavó una daga en el corazón al pedirle su herencia en vida como diciéndole ‘para mí estás muerto’. Una mirada que sólo sabría verlo como al hijo amado, perdido y recobrado, que volvía necesitado de consuelo. Una mirada de amor, siempre de amor, nunca de enojo, de amenaza o de venganza. La única mirada con la que Dios mira, lo mismo al que camina bajo Su luz que al que pretende inútilmente que lo encubra la tiniebla para esconderse de Él (ver Sal 139,11-12). ¡Qué infinita misericordia la del Señor, que nunca se cansa de aguardar el regreso de quien se aleja de Él y cuando lo recupera hace fiesta! Reflexionaba en que eso de “estando lejos le vio su padre” se puede aplicar a nosotros, cuando nos alejamos, poco o mucho, de Dios. Él no nos pierde de vista, pero no para tenernos ‘checaditos’ y luego castigarnos, sino como el papá de aquel niño del parque, con amorosa atención. No importa que a veces, como a ese niño, nos guste rodar cuesta abajo, pero no en el pastito sino en el lodazal del mundo; el Padre no se voltea a otra parte disgustado sino sigue pendiente de nosotros para acudir en nuestro auxilio cuando lo necesitamos, tendiéndonos la mano de mil y un formas (que no siempre captamos y mucho menos agradecemos) para rescatarnos de la soledad a la que nos condenamos cuando pretendemos independizarnos de Él y lo único que conseguimos es

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sumirnos, como el joven de la parábola, en el desamparo y la desesperanza. En este cuarto Domingo de Cuaresma, en que ya llevamos un buen trecho caminando como el hijo pródigo, tratando de dejar atrás nuestras rebeldías, errores y caídas, y reorientar nuestros pasos para reconciliarnos con Dios, esperanzados de que nos acepte como los últimos de Sus servidores, nos anima una certeza que aquel joven no tenía: la de saber que el Padre no ha dejado de mirarnos, aunque hayamos estado lejos, y nos espera con los brazos abiertos para aceptarnos de nuevo a Su lado, y no como siervos sino como hijos amados.

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V Domingo de Cuaresma

Tirar las piedras

Has pensado, dicho o hecho algo de lo que no sólo no te sientes orgulloso sino bastante avergonzado? ¿Un pensamiento de infidelidad hacia tu cónyuge?, ¿una

mentira que afectó a alguien?, ¿un comentario venenoso sobre un ser querido?, ¿un asuntito de dinero medio chueco?, ¿una injusticia?, ¿una vengancita?, ¿desear la muerte de alguno?, ¿una actitud frívola e indiferente hacia un sufrimiento ajeno? La lista podría seguir y seguir y seguramente tarde o temprano le atinaría a nombrar algo que reconocerías como pensamientos, palabras o acciones que alguna vez surgieron de ti. Y es que no hay ser humano (sin contar, claro a Jesús, Dios y Hombre, ni a la Virgen María), que nunca haya caído en alguna falta. Nadie se escapa. Afirma San Juan: “Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros.” (1Jn 1, 8). Queda claro que nadie puede sentirse a salvo de pecar o haber pecado. Entonces, cabe preguntar, ¿no es sorprendente que haya quien se atreva a señalar, criticar, comentar, juzgar o condenar a otras personas porque pecaron? Si todos vamos en el mismo barco, ¿con qué autoridad se pone alguno a señalar con dedo flamígero a otra persona tan falible como él? Y sin embargo esto constituye una práctica muy común. No es raro, por ejemplo, que en los medios de comunicación haya comentaristas que se ensañen con alguna figura pública por un error que cometió, siendo que ellos mismos quizá han

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cometido errores más graves. Tampoco es raro que en una reunión se destroce la reputación de algún invitado que no pudo asistir, siendo que quizá los presentes tienen más ‘cola que les pisen’. ¿Por qué sucede esto? Tal vez porque su conciencia sucia mueve a muchos a tratar de señalar el cochinero de otros para sentirse más limpios que ellos, pero el reconocer el propio pecado debería despertar no una actitud despiadada sino compasiva hacia quienes también han caído en él. Al respecto es interesante lo que nos narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 8, 1-11): Unos escribas y fariseos le preguntaron a Jesús qué debían hacer con una mujer que habían sorprendido en adulterio. Querían ponerlo a prueba. Si decía que la soltaran, lo acusarían de contradecir la ley de Moisés que mandaba lapidar a los adúlteros (ver Lv 20,10). Si decía que la apedrearan, lo acusarían de ser un insensible que mandó matar a una mujer. El asunto aquí es que en el fondo no les interesaba lo que le pasara a la mujer. La usaron de pretexto para atacar a Jesús. Y no les importaba porque la consideraban una pecadora y por lo tanto despreciable. Jesús les dio entonces una respuesta que no sólo no se dejó atrapar en la trampa que pretendían tenderle, sino que puso el dedo en el asunto que más importaba: la dignidad de una persona, por pecadora que ésta sea, y si alguien tiene o no derecho a juzgar a quien ha cometido pecado. Dice el Evangelio que Jesús se agachó a escribir con el dedo en el suelo. ¿Qué sería lo que escribió? Los expertos bíblicos han propuesto toda clase de teorías. Alguno dice que quizá Jesús se puso a escribir los pecados de los allí presentes. ¿Te imaginas?, ¿que cada uno haya leído en la arena, frente a todos, eso que había realizado en lo oscurito y que hasta ese momento nadie sabía? ¡Qué susto que se supiera y qué penoso recordarlo! Otros dicen que quizá escribió alguna cita de las Escrituras que les advertía que no recibirían misericordia si no la otorgaban. No se sabe. El caso es que después de escribir se incorporó y les dijo algo que los dejó helados: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra” (Jn 8,7).

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En otras palabras, el que sea perfecto, el que nunca se haya equivocado, que se atreva a alzar la mano contra quien se equivocó; el que nunca haya caído que se atreva a apedrear a quien cayó. Sus palabras los obligaron a voltear la mirada acusadora con la que taladraban a esa mujer, y mirarse a sí mismos, examinar su propio interior, y lo que allí descubrieron no les dejó más remedio que tirar las piedras que traían en las manos y escabullirse. En esta quinta semana de Cuaresma también nosotros estamos llamados a examinarnos y reconocer que somos pecadores, ¿más pecadores o menos pecadores que otros?, no es posible saberlo. Quizá alguien que ha cometido un pecado grande y público tenga más virtudes que otros cuyos pecados privados son aparentemente insignificantes. No tenemos un ‘pecadómetro’ para saber al final quién resulta más virtuoso o más pecador. Lo que tenemos es la conciencia de nuestra propia miseria que debe movernos a mirar la miseria ajena con pudor, sin atrevernos a juzgarla o condenarla, poniendo ambas -la suya y la nuestra- en manos de Aquel que no vino a condenarnos sino a salvarnos con Su perdón y Su amor.

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Domingo de Ramos

Contrastes

l Domingo de Ramos se proclama el Evangelio que narra la Pasión de Cristo, (que este año corresponde a Lc 22, 14-23.56), un texto riquísimo sobre el que habría

tanto para reflexionar que no nos alcanzaría esta página, por lo que no quisiera proponer que nos centremos en un tema que se deduce al leer cierto fragmento: el de las consecuencias de orar o dejar de orar. Cuando Jesús y los discípulos llegaron al monte de los Olivos después de la cena, les pidió: “Oren, para no caer en la tentación” (Lc 22,40). Y luego, con Su característica coherencia de siempre hacer lo que predicaba, Él mismo se apartó un poco y se puso a orar: “Padre, si quieres, aparta de Mí esta amarga prueba; pero que no se haga Mi voluntad sino la Tuya” (Lc 22,42). Es maravilloso que podamos conocer el contenido de Su oración, no porque ello satisfaga nuestra curiosidad, sino porque nos da, entre otras, tres valiosas enseñanzas. 1. Que se dirige a Dios llamándolo “Padre” Aprendemos de Él a tener la certeza de que aunque Dios tiene poder para hacer lo que sea porque para Él no hay imposibles, como es un Papá amoroso, permitirá sólo lo que sea mejor, lo que más convenga.

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2. Que le pide con toda confianza y honestidad lo que quisiera Aprendemos de Él que se vale que le digamos a Dios cómo nos sentimos, qué nos gustaría o qué nos da miedo, sea lo que sea, y Él siempre nos escucha compasivo y, si acaso no nos libra de aquello, sí nos da la fuerza para resistirlo. 3. Se pone enteramente en las manos del Padre, confiando absolutamente en que lo que Él decida es lo mejor Aprendemos de Él la llamada ‘oración de abandono’, que no consiste en abandonar la oración sino en abandonarse en la oración, es decir, expresarle a Dios que nos entregamos confiadamente, a Su voluntad. Y ojo, no siempre es fácil; a veces puede doler y mucho, pero quien cumple la voluntad de Dios se siente sostenido por la absoluta seguridad de que está haciendo lo que realmente le conviene, lo que será para su bien y salvación. Y así como el Padre envió un ángel a confortar a Jesús, así nos manda consuelos que nos animan a perseverar en el bien. Dice el Evangelio que mientras Jesús oraba sudaba gotas de sangre (ver Lc 22,44), lo cual muestra Su angustia ante lo que le esperaba, pero también muestra que Su amor y confianza hacia Su Padre eran tan grandes que le permitían amoldar completamente Su voluntad a la de Él. Y cabe hacer notar que después de Su oración Jesús pudo vivir todo lo que se le vino encima con un dominio propio y una serenidad sorprendentes. Qué diferencia con lo que sucedió con los discípulos. Cuenta el Evangelio que en lugar de orar, como se los pidió Jesús, se durmieron (ver Lc 22,45). Y, claro, cuando llegó el momento de la prueba, no tuvieron fuerzas para resistir. Examinemos el caso de Pedro porque es ejemplo de tres situaciones a las que nos puede conducir la falta de oración: 1. Cuando llegó la turba a aprehender a Jesús, Pedro respondió con violencia

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Lucas no menciona su nombre pero sabemos que fue Pedro el que sacó la espada para cortarle la oreja al siervo del sumo sacerdote (ver Lc 22,50; Jn 18,10). Cuando no haces oración, cuando no te mantienes en contacto, en diálogo frecuente con Aquel que te invita a aprender de Él que es manso, humilde y misericordioso, es fácil que reacciones violentamente y caigas en la ira y la venganza. 2. Cuando se llevaron a Jesús, Pedro lo seguía de lejos Cuando no haces oración empiezas a separarte de Dios, a mantener tu distancia, a romper la comunicación. Dices: ‘sí soy católico, pero no mocho’, ‘pero no practico’, ‘pero no voy a Misa’, ‘pero a mi modo’... 3. Cuando señalaron a Pedro como discípulo de Jesús, lo negó tres veces Estaba debilitado por la falta de oración y sucumbió a su miedo, a su debilidad. Cuando confías en tus solas fuerzas caes fácilmente en toda clase de tentaciones, el desánimo y la desesperanza. Nos muestra claramente el Evangelio el contraste entre Jesús que oró y Pedro que no lo hizo. Implícita está la invitación a elegir a cuál de los dos queremos imitar, a Jesús que pudo enfrentar la amarga prueba con entereza y paz o a Pedro, que se quedó llorando...

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Domingo de Pascua

Testigo muda pero elocuente

diez personas distintas se les prestó un maniquí y se les pidió que lo envolvieran muy cuidadosamente en tela. Cada persona entraba a un salón, envolvía su

maniquí y salía. Luego se descorrió una cortina que ocultaba a los otros maniquíes y una por una cada persona pasó a ver si podía reconocer, entre los diez maniquíes, el que ella había envuelto. Todas lo lograron. ¿Por qué? Porque cada una había envuelto el suyo de una manera distinta y tenía presente la forma particular como lo había acomodado. Recordé esto al leer el Evangelio según San Juan que se proclama este domingo de Pascua (ver Jn 20, 1-9). Dice que cuando María Magdalena les avisó a Simón y a otro discípulo -que se considera era el propio San Juan- que en el sepulcro no estaba el cuerpo de Jesús, ambos corrieron hacia allá. Juan llegó primero, esperó respetuoso a Pedro y cuando al fin entró “contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte...y vio y creyó.” (Jn 20,6-8). ¿Qué pasó ahí?, ¿cómo fue que sólo por ver unos “lienzos puestos en el suelo” Juan creyó en la Resurrección? Porque vio ¡mucho más!, algo que en este texto no se alcanza a

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percibir porque según expertos biblistas al traducirlo se eligieron dos términos que no le hacen justicia al original: El primero es ‘lienzos’, que suena a “vendas” (incluso así viene en algunas Biblias), cuando en realidad se refiere a un lienzo, a esa sábana que, según los Evangelios sinópticos usó José de Arimatea para envolver el cuerpo sin vida de Jesús (ver Mt 27, 59; Mc 15, 46; Lc 23, 53). El segundo es “puestos en el suelo”. En una copia del Evangelio muy antigua que se conserva en el Museo Británico de Londres se especifica que el lienzo estaba no sólo “puesto” sino “allanado en el suelo”, es decir, ‘desinflado’, en otras palabras que el cuerpo que había sido envuelto en él había desaparecido dejando el lienzo vacío pero intacto. Ello significaba que quien estuvo envuelto en ese lienzo ni se incorporó de manera normal, pues no lo hizo a un lado, ni su cuerpo fue robado, pues los ladrones necesariamente hubieran tenido que desarreglar el lienzo, sino que simplemente se esfumó. Es por eso que al verlo Juan creyó, claro, porque así como estuvo al pie de la cruz, cabe pensar que estuvo también con quienes llevaron a Jesús al sepulcro, y ayudó a arropar a su amado Maestro con todo el cuidado y la veneración que le merecía, y así como las personas mencionadas al inicio de este texto pudieron identificar sus maniquíes porque recordaban cómo los habían envuelto, así Juan se acordaba perfectamente de cómo había quedado la sábana que cubría a su Maestro, por lo que al verla tal como estaba hacía tres días, con cada arruguita, cada doblez, pero hueca, no tenía más explicación que la de que Jesús había desaparecido milagrosamente, no había permanecido muerto en el sepulcro, resucitó como se los había anunciado. Dice el propio Juan que fue en ese momento cuando por fin logró comprender lo que era la Resurrección, porque “hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9). En este Domingo de Pascua el Evangelio nos invita a compartir el estremecimiento de emoción y alegría que sacudió a Juan cuando comprendió que Jesús había resucitado.

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Él creyó al ver aquella sábana vacía. Nosotros le llevamos de gane porque por encima del testimonio, mudo pero elocuente, que sigue dando por la imagen inexplicablemente impresa en ella, la Sábana Santa, tenemos la Palabra de Dios que nos lo anuncia y nuestra propia vivencia, el haber experimentado a Jesús, Vivo y Presente a nuestro lado.

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II Domingo de Pascua Fiesta de la Divina Misericordia

Misericordia

i Dios sólo fuera Eterno pero no tuviera misericordia, lo sentiríamos como un temible Inspector en vigilancia perpetua registrando hasta la última falta que

cometiéramos. Si sólo fuera Todopoderoso pero no tuviera misericordia, nos aterraría pensar que en cualquier chico rato podría hacernos algo malo o borrarnos de un plumazo de la faz de la tierra. Si sólo fuera Juez pero no tuviera misericordia, nadie resistiría Su juicio, estaríamos irremediablemente condenados. Pero no es así, porque Dios es Misericordioso, y ése es un atributo Suyo que resulta verdaderamente reconfortante para nosotros, un verdadero ‘apapacho’ para el alma, por todas las implicaciones que tiene. Consideremos algunas de ellas: La misericordia de Dios implica, entre otras cosas, comprensión. El Señor comprende nuestra naturaleza, lo que nos pasa, lo que no hace tropezar. Se da cuenta de que la mayoría de las veces caemos por débiles no por malos. Aquel que fue capaz de ponerse en nuestro lugar, compartir nuestra condición humana, nos entiende como nadie. Implica también compasión, que no es tener lástima sino vibrar con el sufrimiento del otro, sentirlo como propio. Dios no nos contempla indiferente desde el cielo, le conmueve lo que nos sucede y siempre hace algo al respecto.

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Implica bondad, busca sólo nuestro bien, nunca quiere nuestro mal. Implica generosidad, la capacidad de dar infinitamente más de lo que recibe. Nosotros no hacemos nada o apenas un poquitito por Él, y Él corresponde dándonoslo todo; nos entrega desproporcionadamente más de lo que cabría esperar. Implica paciencia; no se desespera, no se harta, no reacciona ante nuestras repetidas infidelidades diciéndonos: ‘ya me tienes hasta acá’, sino que cuando caemos sabe soportarnos (no en el sentido de ‘aguantarnos’ sino de sostenernos) y no se cansa de esperar a ver a qué horas tomamos la mano que mantiene tendida hacia nosotros. Implica una capacidad inagotable de perdón. Las primeras palabras que dijo el Señor en la cruz fueron para perdonar. No sabe guardar rencor ni sentir deseos de venganza, y de las faltas que nos ha perdonado no se vuelve a acordar. Implica acogida; está siempre aguardando con los brazos abiertos, como el padre del hijo pródigo, a que volvamos a Él, sin importar qué tan bajo hayamos caído o que tanto -en tiempo o en distancia- nos hayamos alejado. Implica cercanía; está siempre pendiente de nosotros, pero con una atención que no está buscando detectar en qué fallamos sino en qué nos ayuda. Implica desde luego, amor, un amor desde siempre y para siempre, un amor que no espera nada, que es todo donación, que no busca ser feliz sino hacer feliz. Implica una gran ternura, una especie de abrazo que a la vez que es tan fuerte que puede rescatarnos, es tan delicado que jamás nos lastima ni nos hace sentir humillados. Implica gratuidad, se da sin que lo merezcamos, como regalo inesperado. Implica consuelo, el más eficaz remedio para calmar nuestra angustia, nuestro llanto. Implica alegría, el gozo de sabernos incondicionalmente aceptados, de tener la certeza de que tenemos Alguien que jamás nos volverá la espalda. Implica paz, la auténtica, la que proviene de saber que sin importar lo que suceda, todo será para bien pues en Él

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hallaremos el refugio y la fortaleza para superar nuestras miserias y seguir adelante. Podría uno pasarse una vida entera ponderando las implicaciones de la misericordia de Dios, basten ésas para comprender que es un don Suyo sin el cual no podríamos seguir adelante. Este Segundo Domingo de Pascua, en que la Iglesia celebra la Fiesta de la Divina Misericordia, el Evangelio que se proclama en Misa (ver Jn 20, 19-31) plantea tres escenas que hubieran tenido un desenlace muy distinto si no fuera por la misericordia del Señor. Ante la cobardía de los discípulos, encerrados por miedo a los judíos, Jesús no reaccionó con decepción sino con misericordia, se presentó en medio de ellos y les comunicó Su paz. Ante la incredulidad de Tomás, Jesús no reaccionó indignado, sino con misericordia, y en lugar de regañarlo por su falta de fe lo invitó a comprobar la realidad de Su cuerpo resucitado. Y ante la triste certeza de que los seres humanos de toda época y lugar seguiríamos siendo pecadores, a pesar de ser discípulos Suyos, no se desentendió ni nos abandonó sino que hizo algo inaudito: concederle a Sus apóstoles y a los sucesores de ellos, autoridad para perdonar los pecados en Su nombre y darnos la posibilidad de mantener o restaurar una y otra vez nuestra amistad con Él. ¡Tanto así nos ama el Señor! Su misericordia es tan desmesurada que no la podemos captar o entender, sólo podemos sumergirnos en ella, agradecerla, aprovecharla, celebrarla, darla a conocer...

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III Domingo de Pascua

Aceptación

Más pronto cae un hablador que un cojo’, dice el refrán. Sabiduría popular que nos enseña una lección que a veces aprendemos dolorosamente cuando luego de alardear de

algo, los hechos nos desmienten rotundamente. Así le pasó a Pedro. Cuando en la Última Cena Jesús anunció que todos se iban a escandalizar, Pedro se puso a decir que él no, que él daría su vida por Jesús. Pero cuando más tarde su Maestro fue aprehendido, sólo se atrevió a seguirlo de lejecitos, y cuando alguien lo reconoció y lo señaló como discípulo de Jesús lo negó vehementemente. Cayó en lo que había jurado no caer, y la vergüenza lo hizo llorar. Pero aprendió la lección, como lo prueba cierto texto del Evangelio que se proclama este domingo en Misa. (ver Jn 21,1-19). En una de las apariciones de Jesús Resucitado, en la que a la orilla del lago ha compartido con Sus discípulos un almuerzo a las brasas (cortesía Suya, que ya tenía algunos peces preparados y les concedió conseguir otros más en una pesca milagrosa), Jesús le pregunta a Pedro: “¿Me amas más que éstos?” (Jn 21, 15). En su precioso libro sobre los apóstoles, el Papa Benedicto XVI comenta este pasaje y, como acostumbra, enriquece increíblemente la reflexión porque aporta siempre un enfoque nuevo, sabio, profundo, que le permite a uno ver con nuevos ojos un texto bíblico que creía ya conocer.

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Dice el Papa con relación a esta pregunta de Jesús que está planteada con el término ‘agapao’, que se emplea para referirse a un amor total, a un amor que es total donación de uno mismo, un amor sin egoísmo, en el que quien ama se da por completo sin esperar nada a cambio. Dice el Papa que Jesús le pregunta a Pedro: ‘¿Agapes-me?’, es decir, le pregunta si lo ama con ese amor capaz de una entrega absoluta. El antiguo Pedro no hubiera chistado en responder que claro que sí, que lo amaba mucho más que nadie, que su amor era muy superior al que le tenían los demás. Pero ya no. El nuevo Pedro aprendió bien la lección. Ya sabe de su debilidad, de su fragilidad, de su capacidad para caer. Tiene frescos en su memoria el canto de aquel gallo y el sabor de las más amargas lágrimas que ha derramado jamás. Y por eso ya no se atreve a responder con presunción, como lo hubiera hecho antes. Dice el Papa que en su respuesta Pedro no usa el término ‘agapao’ sino ‘fileo’, que hace referencia a un amor de amistad, pero que no alcanza la plenitud. Pedro responde: ‘filos-te’, un ‘te quiero’ en el que a la vez que declara su cariño acepta su propia incapacidad para amar a Jesús como Él merecería ser amado. Por segunda vez Jesús le pregunta a Pedro si lo ama, y nuevamente usa el término ‘agapao’ y por segunda vez Pedro responde de la misma manera, con ‘fileo’. Entonces sucede algo que el Papa hace notar y que estremece el corazón: Jesús, comprendiendo que no es posible pedirle más a Pedro, pero dispuesto a aceptar lo que éste puede buenamente ofrecerle, se abaja, se pone a su nivel, y con toda comprensión, compasión y ternura le pregunta: ‘¿Fileis-me?’, usando el término que usó Pedro, como ya no cuestionándole si es capaz de una entrega absoluta como la Suya, sino contentándose con preguntarle si al menos es capaz de quererlo aunque sea limitadamente, aunque sea poco. Es profundamente conmovedor que el Señor, Aquel que lo dio todo por nosotros se conforme con lo que queramos o podamos ofrecerle desde nuestro pobre corazón humano, defectuoso y egoísta. Pudiendo exigirlo todo, más aún,

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mereciéndolo todo, toma y aun agradece lo que sea que queramos entregarle. Se adapta a nuestra pequeñez. Bellísima escena en la que podemos reconocernos en Pedro, que se acepta limitado y reconocidos con Jesús, que lo acepta -y nos acepta- con todo y limitaciones. Quisiera compartirles esto que escribí pensando en este pasaje bíblico: Señor: Tú que lo sabes todo preguntas si te amo y no sé qué decirte Si respondo que sí me desmienten las veces en que te he defraudado porque he tenido miedo de escucharte o seguirte Si respondo que no de inmediato protesta mi corazón enamorado Tú que lo sabes todo bien conoces mi amor y cobardía no me preguntes ya nada sólo dame el valor para vivir cada día sin rehuir Tu mirada

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IV Domingo de Pascua Domingo del Buen Pastor

Aprender a callar

Te ha pasado que por alguna circunstancia en alguna reunión o en casa de alguien o en algún sitio al que acudes te toca quedarte un rato a solas con una persona

que no conoces bien, y como se hace un silencio incómodo te sientes obligado a decir algo, lo que sea, solamente para llenar el vacío? Suele suceder cuando un encuentro así lo toma a uno de improviso. Quizá por eso los sitios donde de antemano se sabe que varias personas tendrán que compartir un mismo espacio (por ejemplo en salas de espera de consultorios, bancos, terminales de transporte, etc.), suele haber revistas o una televisión o algo que permita a la gente desviar su atención de esos desconocidos con los que se ha visto forzada a convivir momentáneamente y con los que no sabría o no querría platicar. Es curioso, pero el silencio es mortificante sólo cuando se da entre extraños. Una pareja de esposos o de amigos pueden pasar largo rato disfrutando su mutua compañía sin sentirse forzados a emitir palabra alguna, y no me refiero a ese mutismo hosco de la ‘ley del hielo’, a no hablarse porque están enojados, sino todo lo contrario, a sentirse tan a gusto el uno con el otro que no les hace falta hablar. Lo mismo sucede con respecto a la oración. Para algunas personas Dios es como un extraño ante el cual se siente la compulsiva necesidad de rellenar el silencio.

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Piensan: ‘como Dios no habla, voy a hablar yo’. Y ¡vaya que se dedican a ello! Nada más hacen la señal de la cruz y dejan salir un verdadero torrente de peticiones, súplicas, reclamos o agradecimientos, rezos y oraciones, que a veces dicen espontáneamente, pero que por lo general leen en algún texto que suelen llevar consigo para asegurar que no se les acabe el ‘rollo’. Y su incesante verborrea no les deja darse cuenta de que no es verdad que Dios no hable, que lo que sucede es que ¡no se han dado ‘chance’ de escucharlo! En su autobiografía, un conocido jesuita que ha dedicado su vida a promover la no violencia, cuenta que pasó diez años creyendo que hacía muy bien su oración. Se sentaba cada día durante media hora a exigirle a Dios que hubiera paz y a gritarle su enfado por las guerras del mundo. Entonces un día, una religiosa con la que comentó su manera de orar, lo miró sorprendida y le preguntó: ‘¿pero, tú crees que ésa es la manera de tratar a alguien que amas? Usas la oración para desahogarte, no para entablar una relación de amistad con Dios; no te das tiempo para averiguar qué piensa Él, cómo se siente ante lo que sucede, ante lo que le planteas; qué querría decirte o qué le gustaría que hicieras por Él’. Dice que entonces comprendió que no había estado orando sino reclamándole a Dios y ordenándole lo que según él debía hacer. Y a partir de ese momento se propuso cambiar radicalmente su manera de orar y, sobre todo, atreverse a callar para aprender a escuchar a Dios. Y comentaba que ese espacio de quietud en su oración se le volvió algo vital porque el Señor aprovechó para sosegar su alma y hablarle al corazón. Y descubrió que si quería luchar por la paz, primero debía tener paz en su interior, y esa clase de paz sólo la podía obtener si pasaba tiempo en silencio con Dios. Cabe decir que no es fácil lograrlo. Entre personas a las que se les pidió que oraran media hora, algunas admitieron que los primeros minutos se la pasaron vaciando su acostumbrado costal de peticiones a Dios, pero cuando terminaron se empezaron a revolver en su asiento pensando: ¿y ahora qué? No estaban habituadas a estar en silencio ante el Señor.

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Es que orar no es algo que se aprende en cinco minutos; requiere perseverancia, no desesperarse, no sentir que se está uno haciendo el tonto, y eso lo consiguen aquellos para quienes el Señor no es un extraño ante el que es mortificante enmudecer, sino un Amigo con el que hay buena comunicación aunque no se diga nada. Y cabe aclarar que no se trata de quedarse con la mente en blanco, sino de hacer silencio para dejar que resuenen en el interior no las propias palabras sino la Palabra del Señor (por ello ayuda mucho hacer silencio luego de leer y meditar un texto bíblico). En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa dice Jesús: “Mis ovejas escuchan Mi voz; Yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10, 27). Ojalá sepamos callar para aprender a conocer de veras la única voz de que vale la pena escuchar, la de Aquel que nos ama, nos conoce y nos sabe guiar.

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V Domingo de Pascua

Retrato hablado

Cómo puedes reconocer que alguien es seguidor de Cristo? ¿Porque trae una cruz al cuello? No

necesariamente; se ha vuelto moda entre algunos ‘chavos’ no creyentes ponerse cruces hasta en las orejas. ¿Porque tiene un Rosario colgado del espejo retrovisor de su coche? Quizá ni lo reza ni es suyo. ¿Porque va a Misa? Tal vez asiste de ‘cuerpo presente’ sin entenderla ni aprovecharla. ¿Porque tiene Biblia en casa? Quién sabe si sepa leerla. ¿Porque usa expresiones que mencionan a Dios? Quizá las considera sólo una manera de hablar. Podría seguirse enumerando posibles señales que pudieran revelar que una persona tiene verdadera fe en Cristo, mas por lo visto todas tienen ‘peros’. Entonces, ¿no hay modo de saberlo? Sí lo hay, y el propio Jesús nos aclara cómo en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 13, 31-33a.34-35): Empieza diciendo: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 13, 34) y añade: “por este amor reconocerán todos que ustedes son Mis discípulos” (Jn 13, 35). ¿Por qué afirma Jesús que por el amor serán reconocidos? ¿Qué acaso el amor puede notarse? ¿afectar de alguna manera el aspecto físico? Desde luego que sí. Cuando

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el amor es auténtico, transforma la apariencia, dándole unas características particulares y reconocibles, y así como cuando para hallar a una persona se la puede describir a un dibujante especializado para que haga un ‘retrato hablado’ que permita encontrarla, aquí también podemos describir los rasgos de un verdadero cristiano para darnos una idea de cómo luce y poder dar con él (sobre todo, dentro de nosotros mismos...). Para empezar, sus ojos. Sólo saben ver lo bueno de cada uno; no juzgan por apariencias; no se entrecierran con desdén; no desvían su vista con indiferencia o por hipocresía; miran de frente, se mantienen atentos a captar las necesidades de los demás y su mirada siempre es compasiva (no como el título de aquella canción: ‘miradas que matan’). Saben llorar con los que lloran, sea de tristeza o de alegría, y nunca pierden su capacidad de abrirse grandes y asombrados ante las maravillas y bellezas de la Creación. Sus oídos se cierran ante los chismes o lo malo que se dice de otros, pero se abren bien para poder captar quien necesita ayuda, aunque no diga nada. Su nariz no anda buscando qué huele mal para ponerse a hurgar en lo vergonzoso o pecaminoso de los demás; no se mete en lo que no le compete y no ‘aspira’ a los bienes de este mundo sino suspira por los del cielo. Su boca sabe de sonreír y reír para comunicar la alegría de Dios; habla o guarda silencio para edificar no para destruir. Le gusta saborear la Palabra y compartirla para dar aliento y consejo. Tiene siempre hambre y sed del Señor y goza hablando con Él y de Él. Su garganta es capaz de ‘tragar’ al difícil, al ‘sangrón’, al insoportable, y emitir, desde lo más hondo, lo mismo un canto que un lamento como oración para interceder por todos. Tiene los brazos siempre abiertos para abrazar y acoger, y sus manos se mantienen extendidas para pedir a Dios cuanto necesita y compartir Su ayuda con los que la requieran. No saben convertirse en puños ni jalar gatillos; sólo acariciar, sostener, edificar, consolar, guiar, aplaudir... Sus piernas están siempre dispuestas a recorrer la distancia que sea para ir al encuentro de los demás. Y suelen

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ponerse de rodillas para adorar a Dios, pedirle perdón y ponerse a Su disposición para ir, con prontitud y gozo, a donde las quiera mandar. Estos son los principales rasgos de todo verdadero discípulo de Cristo, y si al vernos a nosotros mismos descubrimos que no los tenemos todos (o peor, que no nos parecemos en nada), no hay que desanimarnos. La buena noticia es que para adquirir esos rasgos no tenemos que hacer como esa gente que gasta todo lo que tiene en cirugías estéticas para parecerse a alguna estrella de cine y termina pareciéndose al monstruo de la película. No. Aquí lo único necesario es que abramos nuestro corazón a Dios, para que nos lo inunde, lo desborde y nos lance a amar a los demás con Su amor. Sólo entonces y sin darnos cuenta, comenzaremos a adquirir rasgos reconocibles de verdaderos discípulos del Señor.

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VI Domingo de Pascua

Desear la paz

s curioso, cuando lo felicitan a uno por su cumpleaños o por algún otro aniversario o celebración, la gente suele desear larga vida, mucha salud, prosperidad, pero

nadie acostumbra desearle a uno paz, probablemente porque sienten que se oiría un poco raro y quizá les da cierta pena que se vaya uno a quedar pensando: ‘¿y ahora éste por qué lo dice?, ¿qué ya estoy como para descansar en paz o qué?’ La verdad es que fuera de ese momentito en Misa en el que intercambiamos apretones de manos o higiénicas cabezaditas, no solemos desearnos mutuamente la paz, y sin embargo es algo fundamental, porque si uno viviera una larga vida pero no tuviera paz, sería un infierno; si tuviera salud pero no paz, la inquietud y la angustia terminarían por enfermarlo; si tuviera prosperidad sin paz, no podría realmente disfrutarla. Es tan importante tener paz que en prácticamente todas las apariciones de Jesús Resucitado lo primero que hace es comunicar a Sus discípulos la paz. El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 14, 23-29) nos presenta unas palabras muy significativas que Jesús pronunció en la Última Cena. Dijo: “La paz les dejo, Mi paz les doy”. Atención. Ésta no es una paz cualquiera. Es nada menos que la de Aquel anunciado como “Príncipe de la paz” (Is 9,5). Es Suya la paz que nos comparte, y basta con repasar los últimos acontecimientos de Su vida para comprobar que

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nadie ha tenido jamás una paz semejante, que le permitió soportar lo insoportable: que Sus discípulos no lo entendieran; que en el Huerto se durmieran y lo dejaran solo cuando les acababa de decir que se sentía triste a morir; que una turba se presentara a aprehenderlo con piedras y palos como si fuera un vulgar delincuente; que un querido amigo lo traicionara y eligiera hacerlo con un beso; que aquel a quien nombró su sucesor ignorara Sus enseñanzas y recurriera a la violencia mochándole la oreja al siervo del sumo sacerdote, y más adelante lo negara; que los Suyos huyeran y lo abandonaran; que en el interrogatorio un guardia lo abofeteara; que los principales de Su pueblo se prestaran a reunir testigos falsos para poder condenarlo; que lo ultrajaran; que lo pusieran en manos de Pilato y peor, de Herodes, que aprovechó para burlarse de Él; que entre los que pedían a gritos Su crucifixión hubiera muchos a los que les hizo milagros; sufrir el dolor espantoso de una corona de espinas encajadas en toda la cabeza; ser salvajemente flagelado y que le echaran un manto sobre la carne viva; que le golpearan, le jalonearan la barba, le lanzaran escupitajos; que le hicieran cargar el madero pesado y rugoso sobre su piel abierta; que le clavaran las muñecas y los pies, provocándole un verdadero paroxismo de dolor, que lo elevaran sobre la cruz para que muriera desangrado y asfixiado; que ni aun allí dejaran de lanzarse insultos y burlas y que para Su sed le ofrecieran vinagre; contemplar el dolor de Su madre y del discípulo amado; asumir la tiniebla del mundo y sentir el abandono del Padre. ¿Quién hubiera podido aguantar tantas atrocidades una tras otra sin desesperarse, sin echar maldiciones o cuando menos quejarse amargamente? Sólo Jesús. Él nunca perdió la paz. Y es esa paz Suya sólida, inquebrantable, capaz de resistirlo todo, la que viene a ofrecernos. Y todavía nos aclara que no es una paz como la que da el mundo. Ya nos damos cuenta. La paz del mundo es superficial, efímera, falsa, indigna de llamarse paz. Como la que se da entre unos esposos que viven ‘en paz’ pero no se hablan; como la de dos países armados hasta los dientes que viven ‘en paz’ pero se la pasan fabricando armamento y

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esperando a ver a qué horas se hacen la guerra; como la de tanta gente que cree que vive en paz porque no ha matado a nadie pero ¡ay, que no la hagan enojar! No es ese el tipo de paz que viene a ofrecer Jesús, sino la paz verdadera, la que vive Él, la que penetra hasta lo más hondo del alma y la serena. La que nos resulta indispensable y la que no podemos darnos el lujo de perder. Por algo nos pide: “No pierdan la paz”(Jn 14, 27). Parece que nos sabe algo...conoce con qué facilidad nos dejamos alterar, malhumorar, inquietar, en esta vida acelerada, llena de asuntos pendientes que nos agobian y situaciones que nos impacientan. Oportuna nos llega Su invitación a acoger y conservar Su paz, la verdadera, la inalterable, la mejor que podemos desear, para nosotros y para los demás.

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La Ascensión del Señor

Ausencia y presencia

i se los hubiera preguntado seguramente hubieran respondido que no, que así como estaban, estaban bien. Pero no se los preguntó, sólo lo hizo. Y aunque al

principio el cambio debe haberles costado mucho trabajo, fue para bien. Me refiero al hecho de que a los cuarenta días de haber resucitado, y de haber estado dejándose ver por Sus discípulos, Jesús les anunció que volvería al Padre. El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 24, 44-53) narra el momento en que, luego de dirigirles unas palabras, Jesús los bendijo y ascendió al cielo. Y a partir de ese momento ya no lo vieron más como se habían acostumbrado a verlo, como se dice popularmente ‘de carne y hueso’. Por eso digo que si hubieran podido opinar probablemente le hubieran pedido que siguiera con ellos como al principio, como había estado siempre. Claro, para ellos era no sólo lo que más satisfacía su corazón, pues lo amaban y lo querían a su lado, sino también lo que más les facilitaba las cosas. Después de todo durante varios años no tuvieron que preocuparse de nada más que de estar con Jesús. Si Él se embarcaba, se embarcaban; si caminaba a otro pueblo, caminaban con Él; si se sentaba a predicar, se sentaban a escucharlo; si tenían alguna duda bastaba con preguntársela. No tenían que decidir qué harían o a dónde irían; en todo ese

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período su vida consistió en estar todo el tiempo con Jesús sin preocuparse de nada más. Estaban muy a gusto, sin duda, pero no podían continuar así porque tenerlo todo resuelto no hace crecer. Sucede como con un niño muy pequeño, que se la pasa todo el día con su mamá. No tiene que tomar ninguna decisión, ella decide por él; a qué horas y qué come; con quiénes juega; cuándo descansa. Y si él quiere hacer algo basta que la voltee a ver para que ella, con una mirada o un leve movimiento de cabeza le indique si lo permite o no. Está muy a gusto, pero de seguir así jamás maduraría. Por eso llega el momento de dejar a su mamá y entrar al jardín de niños. Y ya no puede verla para saber si está bien o no arrebatarle la crayola a otro niño, empujarlo para subir a la resbaladilla, o comerse el almuerzo antes del recreo. Se ve en la necesidad de resolver esos asuntos y quizá al principio le cueste trabajo, se sienta muy solo y extrañe a su mamá, pero llega un momento en que se da cuenta de que en cierta forma no está solo porque en su mente tiene presentes las enseñanzas y recomendaciones de ella, y eso le ayuda a ir saliendo adelante en lo que va enfrentando cada día. Algo similar sucede con los discípulos de Jesús. Con la ventaja de que en este caso no sólo recordaban sus palabras y enseñanzas sino que continuaban teniéndolo a su lado, aunque con una presencia distinta que exigía de ellos, y desde entonces, también de todos nosotros, disponibilidad del corazón para captarla. Que Jesús volviera al cielo no implicaba, para nada, que se ausentara, que abandonara a Sus discípulos. En ninguna parte leemos que les haya dicho: ‘ahí se ven, si saben contar, no cuenten conmigo’. Al contrario, sabemos que les dijo: “Me voy, pero volveré a su lado” (Jn 14,28) y también: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Así, después de la ascensión, los discípulos tuvieron que aprender a vivir su seguimiento de Jesús de otra manera. Y como ellos, los discípulos de todo el mundo, lo cual nos incluye a nosotros. No podemos abrazarlo, pero lo sabemos realmente presente en la Eucaristía. No lo escuchamos hablar, pero descubrimos lo que quiere decirnos en la Sagrada

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Escritura. No vemos claramente Sus huellas marcadas en el suelo para que podamos limitarnos a levantarnos cada mañana y simplemente ir tras ellas. Ahora tenemos que preguntarle a dónde quiere que vayamos, a quién quiere que le compartamos la Buena Nueva, de qué manera quiere que vivamos día a día y estar muy atentos para descubrir cómo nos va respondiendo, de manera discreta pero clara: quizá en un ratito de oración y reflexión; quizá en un texto que leímos y meditamos; quizá en una visita al Santísimo... Hoy la Iglesia celebra la Ascensión del Señor. Nos alegramos de que el Señor nos dé la oportunidad de madurar y no ser seguidores pasivos sino buscadores activos con el corazón bien atento y dispuesto para saber captar cómo nos sale al encuentro.

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Pentecostés

Envío

ntraban, salían, haciendo tremendo bullicio, ocupando la banqueta con torres de bolsas, cajas, maletas y sacos de dormir, subiendo y bajando, llevando cosas a un

camión estacionado. Eran jóvenes de preparatoria que se iban de misiones en Semana Santa y se estaban despidiendo de sus papás, que aprovechaban hasta el último momentito para llenarlos de recomendaciones. Conforme fueron abordando el autobús, me conmovió darme cuenta de que aunque las maletas de todos variaban en tamaño, peso y, seguramente, contenido (había quien llevaba un maletón sin duda atiborrado con esas cosas que se empacan ‘por si acaso’ y que regresan tal como se fueron porque nunca hicieron falta, y había quien en un arrebato práctico llevaba tal mini maletín que resultaba un misterio si le cupo algo más que medio pijama y un cepillo de dientes), había un elemento que todos se llevaron consigo: la bendición de sus papás. Tuve oportunidad de comentar esto con una pareja y el esposo me dijo que él alguna vez también fue joven misionero y recuerda cómo valoró el apoyo de sus papás: que su mamá le escondió notitas en su maleta que él iba encontrando y leyendo y lo hacían sentir apapachado, y que su papá le prestó sus botas, su linterna, cosas suyas que consideraba que podía necesitar, y desde luego fueron juntos a despedirlo y le dieron su bendición, todo lo cual le hizo sentir que se iba protegido, acompañado, sostenido por su cariño y oraciones. Y por eso

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ahora hacía lo mismo con sus hijos, para que se sintieran tan bien como él se sintió. Recordaba esto al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 20,19-23), que Jesús les dice a Sus discípulos: “Como el Padre me envió, así los envío Yo” (Jn 20,21). Me llamó la atención la primera parte de la frase: “como el Padre me envió” Y pensaba que si los papás de aquellos jóvenes se desvivían por enviarlos colmados de su amor y bendiciones, ¡cuánto más el Padre habrá hecho todo por Jesús que se dejó enviar por Él para venir a salvarnos! Lo notamos en mil detalles, por ejemplo, cuando Jesús inició Su ministerio público y fue bautizado en el Jordán, Su Padre hizo oír Su voz para afirmar que Jesús es Su Hijo amado en el cual se complace. Y unas horas antes de que Jesús entregara Su vida, cuando oraba en el Huerto lleno de angustia mortal, le envió desde el cielo un ángel a consolarlo. Dos ejemplos que muestran elocuentemente que el Padre no envió a Jesús al mundo y se desentendió de Él, sino que se mantuvo, de principio a fin, proporcionándole lo que Jesús requería por haber asumido nuestra naturaleza humana: sentirse amado, saber que Su Padre estaba orgulloso de Él, percibir Su cercanía, experimentar Su consuelo. Por eso cuando Jesús anunció que todos lo abandonarían pudo añadir: “Pero no estoy solo porque el Padre está siempre conmigo” (Jn 16,32). Y aun en la cruz, cuando por asumir nuestro pecado se sintió como alejado del Padre, al final lo sintió tan presente que murió encomendándole Su espíritu. Considerar el amor y la cercanía que mantuvo el Padre con Jesús cuando lo envió, adquiere otra dimensión cuando escuchamos a Jesús decir que nos envía como Su Padre lo envió. Ello significa que nos comparte lo que a Él lo sostuvo como enviado del Padre: Su Espíritu Santo, que le comunicó Su amor, que lo fortaleció para cumplir Su voluntad, que lo llenó de gozo y serenidad. Jesús siempre fue impulsado, sostenido e iluminado por el Espíritu Santo (ver Lc 4,1.16-21; 10.21). Así que ahora que envía a Sus discípulos a una delicada misión les comunica lo

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que Él recibió, lo mejor, lo verdaderamente indispensable para que puedan cumplir la tarea que les encomienda. Dice el Evangelio que Jesús “sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo”(Jn 20,22). Es interesante hacer notar que no sólo sopló sobre ellos, sino les pidió que lo recibieran, es decir, que tuvieran disponibilidad para acogerlo. Y lo que les dijo a ellos aplica también para nosotros, que recibimos en el Bautismo y la Confirmación al Espíritu Santo. Y es que semejante Huésped amerita no conformarse con dejar pasivamente la puerta abierta para ver si entra, sino salir a abrirle e invitarle a entrar personalmente, porque viene a nosotros para colmarnos de todo lo que necesitemos para sobrevivir no sólo las dificultades que de por sí enfrentamos en este mundo, sino las que nos llegan por vivir con el compromiso de sabernos enviados muy amados del Padre y de Jesús.

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La Santísima Trinidad

Sed de verdad

Qué prefieres, la verdad o la mentira? Ante esta disyuntiva uno supondría que todo el mundo elegiría la verdad, pero no es así.

La mayoría de la gente respondería: ‘depende’, y a continuación se justificaría diciendo que hay casos en los que la mentira es necesaria. Vivimos en un mundo en el que se nos ha enseñado que se vale mentir. Ya forman parte del lenguaje cotidiano los adjetivos que usamos para definir las mentiras que consideramos aceptables: ‘mentiras piadosas’, ‘mentiras blancas’, ‘mentiritas’. El otro día leía que un famoso director y actor de cine declaraba que ‘la vida sería insoportable sin mentiras’. Y por lo visto mucha gente comparte su modo de pensar. Podemos comprobarlo todos los días, en las cosas pequeñas y en las grandes. Se miente para no tener que contestar una llamada (‘dile que no estoy’); para no tener que dar limosna a un indigente (‘no traigo dinero’); para no tener que aceptar una invitación (‘tengo un compromiso’); se miente para conseguir un puesto falseando el currículum (‘tengo tal título’, ‘tengo tanta experiencia’); se miente para obtener una candidatura y luego el triunfo electoral lanzando a diestra y siniestra promesas que ni de broma se piensan cumplir (‘prometo acabar con la corrupción, con la pobreza, con la violencia’); se miente para conseguir cónyuge, fingiendo cualidades que

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realmente no se tienen (‘me encanta cocinar’; ‘yo puedo reparar cualquier cosa que se descomponga en la casa’); se miente a los hijos para obtener su obediencia o admiración (‘cuando tenía tu edad siempre sacaba premio de buena conducta’;); se miente a los enfermos terminales (no te inquietes, te vas a curar) , en fin, la lista podría seguir y seguir, basten estos ejemplos para constatar que decir mentiras es una costumbre muy extendida, y si nos preguntamos a qué se debe esto, quizá descubramos que una de las razones es que mucha gente no quiere escuchar la verdad. Recuerdo que un ministro protestante platicaba que cuando comenzó a darse cuenta de que muchas de las doctrinas que enseñaba no tenían verdadero sustento bíblico, y empezó a leer lo que enseñaban los primeros cristianos y los llamados ‘Padres de la Iglesia’ (hombres sabios y santos de los primeros siglos del cristianismo) y se dio cuenta de que todos eran católicos y que si quería ser fiel a la verdad tendría que volverse católico, su primera reacción fue de pánico porque le encantaba su vida tal como estaba: toda su familia pertenecía a su denominación religiosa, y él amaba ser el líder de su congregación. Así que pospuso por mucho tiempo asumir la verdad, dejar todo aquello e ingresar a la que ya sabía era la única Iglesia fundada por Cristo. Vienen a la mente muchos otros casos de personas que han entrado a alguna secta porque ahí han encontrado empleo o amistades, y por más que sus familiares les tratan de hacer ver que están en un error, no quieren escuchar, pues salirse de ahí implicaría perder algo que por lo visto valoran más que la verdad. No alcanzaría el espacio para citar ejemplos de personas que han elegido voluntaria y conscientemente vivir en la mentira. Si existiera ese ‘suero de la verdad’ que en las películas de detectives les inyectan a los delincuentes para que confiesen sus delitos, y se vendiera en las farmacias y la gente pudiera tomarlo o dárselo a tomar a alguien para que al menos mientras le durara el efecto no pudiera mentir, probablemente se quedaría en los estantes porque pocos querrían arriesgarse a beberlo (desde luego no los políticos, los cónyuges infieles y

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demás mentirosos habituales), y muchos no querrían dárselo a beber a otros y recibir la tremenda impresión de averiguar lo que realmente piensan. Es triste que hayamos llegado a preferir las tinieblas a la luz. Especialmente cuando leemos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 16, 12-15) que Jesús promete, como algo muy bueno, que el Espíritu Santo nos “irá guiando hasta la verdad plena” (Jn 16, 13). Uno esperaría que esa noticia provocara gran regocijo, pero hay suficiente evidencia para suponer que no es así. Cuando se está tan habituado a la oscuridad, la luz puede incomodar. Pero así como cuando luego de un apagón regresa de pronto la luz se la recibe con gusto, y aunque en un primer momento lastima la vista, no por eso se la vuelve a apagar sino más bien se hace un esfuerzo por habituarse a ella porque se la considera indispensable, así también conviene hacer el esfuerzo de vivir en la verdad porque nos hace libres, ilumina nuestra fe y nuestra razón y nos impulsa a caminar hacia el Señor.

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X Domingo del Tiempo Ordinario

No llores

o llores. ¿Cuántas veces hemos oído esta frase? Una amiga me contaba que un día su esposo le dio la noticia de que había fallecido una persona que ella

quería mucho, y en cuanto acabó de dársela añadió. ‘pero no llores’. Es que lo ponía nervioso que ella llorara, no sabía qué decir o hacer, no se le daba eso de tener que abrazarla y dejarla que le empapara de llanto la camisa. Otro amigo platicaba que en el funeral de su hermano, un tío se le acercó y le ordenó: ‘tú no llores, ¿eh?, tienes que ser el fuerte, el pilar de tus papás’. Confesaba que eso lo amoló, lo hizo tragarse el nudo en la garganta, y quedarse atorado en el duelo durante demasiado tiempo. Estos casos son más comunes de lo que parece; son muchas las personas a las que en un momento dado alguien les ha pedido que no lloren, como queriendo decir que no hagan una escena, que no le hagan al drama, que no empleen un recurso que a muchos les suena a chantaje sentimental. También son muchos los papás que quizá con la sola intención de ahorrarse una pataleta les han salido a sus hijos con una exigencia que les ha hecho mucho daño: ‘no llores, los hombres no lloran’. Y probablemente no sólo hemos escuchado esta frase, tal vez la hemos dicho a otros o incluso a nosotros mismos: Quizá alguna vez ante una ofensa, ante una humillación, nos hemos dado una orden interiormente: ‘no llores, que no vea

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cuánto te dolió’; ‘no llores, no le des el gusto de saber que te ha ofendido’; ‘no llores, no le demuestres debilidad’. Son numerosas las ocasiones en las que la gente suele pronunciar esa frase, y aunque puedan ser distintas entre sí, tienen por lo general una misma intención: evitar un llanto que se considera penoso, embarazoso, molesto, inquietante, deprimente, etc. En cambio, qué distinta es la motivación de Jesús para pronunciar esas mismas palabras. En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 11-17) se narra que al llegar a la entrada de la población de Naím, Jesús se encontró con que “sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”(Lc 7,13). De entrada la petición debe haber sonado muy extraña, no sólo a la mamá que había perdido a su muchacho, sino a la comitiva que la acompañaba, pues era costumbre llorar a gritos para expresar el dolor de perder a un ser querido; e incluso quienes tenían recursos económicos solían contratar plañideras (como quien dice ‘lloradoras profesionales’) para que fueran detrás del cortejo fúnebre berreando para que todos supieran que el difunto era alguien sumamente apreciado cuya muerte era muy lamentada. En ese contexto, el que de pronto llegara Jesús y le pidiera nada menos que a la mamá del fallecido: “no llores”, debe haber causado desconcierto. ¿Por qué lo hizo el Señor? Desde luego no porque el llanto ajeno lo incomodara, no lo entendiera o lo considerara malo. Él mismo lloró en más de una ocasión (ver Lc 19, 41; Jn 11,35). Entonces, ¿por qué? Sencillamente porque se disponía a quitarle su razón de ser a ese llanto; iba a despojarlo de su sentido. Lloraban al muerto y Jesús iba a devolverle la vida. Así lo hizo, y en un instante la intervención del Señor transformó completamente aquel ambiente. ¿Te imaginas cómo cambió el rostro desolado de aquella mujer?, ¿cómo sus ojos, todavía hinchados, enrojecidos y llorosos, se iluminaron llenos de asombro y de felicidad? Sucedió aquí lo que canta el salmista: “Convertiste mi duelo en alegría, mi luto en danza”

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(Sal 30, 12). Entonces pudo comprender bien por qué Jesús le pidió que no llorara: porque no habría motivo. De todas las voces que pueden pedirnos que no lloremos, sólo la de Jesús tiene la autoridad para hacerlo como un médico que no se conforma con que el enfermo no tenga síntomas, sino que hace desaparecer el mal que los produce. Si te pide que no llores es porque tiene el poder para remediar lo que te hace llorar. Considéralo. ¿Qué provoca tus lágrimas?, ¿la soledad? Él está siempre contigo; ¿alguna preocupación o angustia?, Él te ofrece Su fuerza y Su paz para enfrentarlo todo; ¿el temor a morir o la muerte de tus seres queridos?, Él ha dado Su vida por ti para que morir no sea un final sino un mero trámite para empezar a disfrutar la eternidad. Como ves, sea lo que sea que te hace llorar, puedes ponerlo en manos del Señor y dejarlo acercarse a Ti, como a la viuda de Naím, porque sólo Él puede verdaderamente consolarte.

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XI Domingo del Tiempo Ordinario

Deuda de amor

uizá alguna vez te ha sucedido haber dicho o hecho algo que ha lastimado a alguien que apreciabas y cuando te diste cuenta ya era demasiado tarde, y no podías dar

marcha atrás, sólo esperar que la persona ofendida te diera un perdón que podías pedir pero no exigir porque no lo merecías; un perdón que anhelabas fuera gratuito, generoso, total y por si fuera poco, que no tardara mucho. Y tal vez para obtenerlo procuraste ‘hacer méritos’ y te esforzaste por tratar a esa persona con especial cuidado y aprecio. Y si acaso -ojalá- tuviste la experiencia de recibir semejante perdón, sabes que se siente como que te quitan un peso de encima, descansa el alma y se llena de una gran alegría que te mueve a mostrar todavía más cuidado y aprecio hacia quien te perdonó. Recuerdo que cuando era chica había unas ‘hermanitas Núñez’ que cantaban en la radio: ‘Dulce Reconciliación’. Yo pensaba que era un anuncio de una golosina, pero luego de buscarla en vano en la miscelánea de don Memito de la esquina de mi casa, alguien me aclaró que se trataba de una canción que llevaba ese título porque en verdad es dulce reconciliarse con quien se ha estado distanciado. No son pocas las parejas, los amigos, los parientes que han sentido en carne propia la felicidad de contentarse luego de estar enojados; como que ambas partes redescubren el gozo de estar juntas y se esfuerzan por mostrarse mutuamente su cariño. Interesante coincidencia: tanto quien desea ser perdonado como quien ha

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sido perdonado se esfuerzan en mostrar más amor. Parece que el amor es el ingrediente esencial para antes y para después del perdón. Reflexionaba esto al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 36-8,3), que Jesús pronuncia una frase muy significativa. Refiriéndose a una mujer de mala vida que le había mostrado su arrepentimiento y amor, en comparación con un fariseo que lo había desatendido y criticado dijo: “sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho (ha mostrado mucho amor). En cambio, al que poco se le perdona, poco ama (poco amor muestra).” (Lc 7,47). Consideremos las implicaciones de estas dos afirmaciones. Eso de que a la mujer le hayan quedado perdonados sus muchos pecados por haber amado mucho muestra que el Señor se fija más en el amor que alguien da que en los pecados que dicha persona ha cometido. Ello me recuerda lo que aconsejaba San Francisco de Sales: que quien caiga en alguna falta se dedique a compensar esa caída realizando muchos actos de amor; que no se atore atormentándose por el mal que hizo sino se dedique a repararlo haciendo el bien. Como se mencionaba al principio, el ofensor tiene más posibilidades de ser perdonado si muestra con hechos su arrepentimiento y su cariño. La segunda parte de lo que afirma Jesús viene planteada de manera distinta a lo que uno quizá esperaría. Luego de decir que al que ama mucho se le perdona mucho, no contrapone lo que nos sonaría lógico: que al que ama poco se le perdona poco, sino que le da un giro a la frase y afirma que al que poco se le perdona, poco ama. ¿Por qué este cambio? Porque aquí también lo que le interesa enfatizar es el amor, en particular el que brota como fruto del perdón. Y es que a diferencia de quien se siente muy agradecido y feliz porque se le perdonó algo muy grande, y expresa esa gratitud y felicidad mostrando amor hacia quien fue capaz de perdonarle tanto, quien siente que el mal, el pecado que cometió no es nada y cree que no tiene necesidad de ser perdonado, no valora el

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perdón que ha recibido y por lo tanto no siente gratitud ni amor hacia quien le ha perdonado. Es lo que sucedía con aquel fariseo. Como se creía perfecto, como se sentía satisfecho de sí mismo y de su modo de cumplir la ley de Dios, no apreciaba la misericordia divina ni para solicitarla ni para darla a los demás. No experimentaba la dicha de saberse amado inmerecidamente, y por lo tanto se había vuelto incapaz de amar a quien según él no lo merecía. Y como lo mismo nos puede suceder a nosotros, se comprende por qué Jesús, al enseñarnos a rezar el Padrenuestro, nos invita a pedir perdón (y no pone en letra chiquita: ‘se aplican restricciones’), para dar a entender que todos cometemos continuas faltas contra Dios, y no porque busque azotarnos con complejos de culpa sino porque quiere invitarnos a sentir la paz y alegría de descubrirnos inmerecida e incondicionalmente amados, comprendidos, perdonados y acogidos por Él, y también a vivir la dicha plena de ser, a la vez, capaces de amar, comprender, perdonar y acoger...

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XII Domingo del Tiempo Ordinario

La persona más buscada

adie ha llamado nunca a Locatel para tratar de encontrarla, ni ha solicitado checar las listas policíacas de ‘los más buscados’ a ver si da con ella, ni ha salido

a recorrer las calles para ver si se la topa en alguna parte, y sin embargo muchísima gente se pasa la vida entera buscando a esta persona, aunque paradójicamente mientras más la busca menos la encuentra. Tal vez por ello Jesús recomienda abandonar la búsqueda. Casi al final del Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 18-24) pide Jesús: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo” (Lc 9,23). Sí, la persona a la que tanta gente busca es a sí misma. ¿Cómo puede ser eso? Alguno pensará que bastaría mirarse en el espejo para encontrarse, pero el asunto no es tan sencillo. ¿De qué se trata, entonces? ¿Qué significa buscarse a sí mismo? Para responder habría que empezar por establecer una diferencia, pues una cosa es esa búsqueda que alguien emprende para ‘encontrarse a sí mismo’, en el sentido de practicar una sana ‘introspección’ para auto-conocerse y descubrir sus capacidades y defectos así como detectar los dones que ha recibido del Señor y la mejor manera de desarrollarlos para gloria Suya y bien de los hermanos, y otra cosa muy distinta es a lo que se refiere Jesús: la búsqueda egoísta de satisfactores que mueve a la persona a buscar en todo la propia conveniencia y no la de los demás, hacer sólo lo

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que desea sin tomar en cuenta a nadie; tener como motivación principal obtener atención, admiración, prestigio, poder. Es algo muy común y a veces tan sutil que ni la propia persona que se está buscando a sí misma se da cuenta y vive convencida de que hace todo para el bien de otros, cuando en realidad lo hace para caerles bien o recibir su gratitud o asegurar su amistad o cariño o afianzarse en cierta posición en su familia o comunidad. El problema de buscarse a sí mismo es que es una búsqueda estéril, que no da verdaderos buenos frutos y encierra a la persona en un círculo egocéntrico del que es difícil salir. Se entiende entonces que Jesús pida que no caigamos en ello, pero ¿cómo saber si ya caímos? Es muy fácil. Atrévete a examinar qué te mueve a hacer algo y qué resultado esperas de ello. Por ejemplo, si hiciste un favor y te molestó que no te lo agradecieran, cuidado, te estabas buscando a ti mismo, deseando obtener reconocimiento. Si te gusta hablar de ti, contar lo bueno que has hecho, te estás buscando a ti mismo, tratando de lucirte. Se podrían citar incontables casos, pero basten estos dos para dejar claro que la búsqueda de uno mismo es algo tan frecuente y difícil de erradicar que alguno podría preguntarse si acaso será posible, a lo que cabe responder que sí, y podría decirse que la solución consta de dos partes: La primera tiene que ver con la intención. Hay que pedir al Señor nos conceda tener pureza de intención, para que todo lo hagamos movidos sólo por el amor a Él y a los hermanos, sin esperar recompensas de ningún tipo. Y la segunda parte tiene que ver con el resultado. Cuando Jesús pide que quien quiera seguirlo no se busque a sí mismo, propone: “que tome su cruz de cada día y me siga”(Lc 9,23). Ello significa que hay que dejar de vivir bajo la ley del menor esfuerzo, sacándole la vuelta a lo que nos resulta trabajoso, difícil o incluso doloroso, y estar dispuestos a asumir la cruz, es decir, los sufrimientos que nos sobrevengan por hacerlo todo por amor a Dios y a los demás, y que aunque otros no sólo no nos aplaudan sino incluso nos critiquen, no perdamos nunca ni el rumbo ni la paz.

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XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Ahorititita

horititia voy; ahorititita te llamo; ahorititita te lo traigo. Ahorititita. Con esa expresión tan nuestra y que sorprende y les hace mucha gracia a los extranjeros,

queremos expresar que tenemos voluntad de hacer aquello que prometemos, pero en realidad aunque pasamos del ahora al ahorita y aun al ahorititita, la palabra implica que por lo pronto seguiremos haciendo lo que estábamos haciendo. Como quien dice, ahorititita te atiendo, nomás déjame terminar primero con esto, que es más urgente. No encontramos ningún ‘ahorititita’ en la Biblia, pero si hubiera alguno seguramente aparecería en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 51-62). En él nos narra San Lucas que alguien al que Jesús le dijo: “Sígueme”, le respondió: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”(Lc 9,59). Suena razonable, uno pensaría: ‘pobre, se le murió su papá y es lógico que quiera primero dejar arreglado lo del velorio y el entierro antes de seguir a Jesús’, pero la verdad es que en ninguna parte dice que se le hubiera muerto el papá, por lo que los estudiosos de la Biblia coinciden en afirmar que con esa frase más bien daba a entender que se iría a su casa quién sabe cuánto tiempo, hasta que su papá, que quizá era joven y sano, muriera de enfermedad o de vejez, lo que ocurriera primero, y hasta entonces emprendería el seguimiento de Jesús. Una especie de ‘ahorititita regreso’ que no sabía cuándo sería. Y lo mismo sucedió más adelante. Otro

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le dijo a Jesús: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia” (Lc 9,61), otra solicitud aparentemente comprensible, pues da la impresión de que el que la pronuncia planea ir y venir el mismo día, pero de nuevo los estudiosos de la Biblia indican que no era así, que esa despedida podía tomar muchísimo tiempo (más que el que le toma a dos comadritas despedirse: que se despiden donde se reunieron y siguen platicando; se despiden en la puerta y siguen platicando; se despiden en la calle y siguen platicando; se despiden en la parada del camión o en el estacionamiento del coche y siguen platicando, y así sucesivamente, no tienen para cuándo terminar). En Oriente las despedidas eran muy complicadas y duraderas, así que esa respuesta, como la otra, era un ‘ahorititita vengo’ que podía tomar toda la vida. En ambos casos Jesús responde con frases muy tajantes para dejar claro que nada puede ser más importante que el Reino de Dios. Y es que cuando se trata de seguir al Señor, no cabe posponer el encuentro, poner pretextos, contestar con un ‘ya merito’. Hay quienes se la pasan difiriendo hacerse cargo de su vida espiritual, se la pasan fijándose fechas, aparentes metas cuyo cumplimiento lejano les da un cómodo margen para no tener que ocuparse de eso ahora pero a la vez no sentirse culpables porque tienen la perspectiva de hacerlo algún día. Se dicen: ‘ahora sí en la próxima Cuaresma aprovecharé para confesarme’; ‘en cuanto termine de arreglar la casa, ahora sí voy a ir a Misa todos los domingos’; luego que se case mi hijo, ahora sí voy a ir al curso de Biblia’; ‘en cuanto se jubile mi marido, ahora sí vamos a ver qué servicio damos en la parroquia’. Dejan que lo urgente les haga olvidar lo más importante. Lo malo es que las metas que se plantean suelen ser lejanas e inciertas y para cuando llegan, ya hay nuevos compromisos que obligan a posponer el asunto una vez más. El problema es que puede suceder que antes de lo planeado sea ya demasiado tarde. Dice San Pablo en una de sus cartas: “Hoy es el tiempo propicio, hoy es el día de la salvación”(2Cor 6,2). No hay que dejar las cosas de Dios para después porque no sabemos si tendremos un después. El ayer ya pasó y

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no contamos con el mañana, así que sólo tenemos hoy para seguir a Jesús. Sólo tenemos hoy para dar amor; hoy para perdonar; hoy para pedir perdón; hoy para confesarnos; hoy para comulgar; hoy para orar; hoy para leer y meditar sabrosamente la Palabra; hoy para visitar al Santísimo; hoy para brindar una ayuda; hoy para reparar una injusticia; hoy para enmendar un error; hoy para edificar el Reino. No hay tiempo que desperdiciar. Urge pasar del ‘ahorititita’ al ‘ahora’, del ‘ahora’ al ‘hoy’, y del ‘hoy’ al ‘ya’.

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XIV Domingo del Tiempo Ordinario

Setenta y dos

s seguro que sus nombres fueron escritos, nos lo dice el Evangelio, pero no los encontramos en la Biblia y casi podemos apostar que nunca un arqueólogo desenterrará

un pergamino en el que vengan anotados, ¿por qué? porque es verdad que fueron escritos pero no acá abajo sino allá arriba...¿Cómo lo sabemos? Porque Jesús les dijo que sus nombres estaban escritos en el cielo. ¿De quiénes estamos hablando? Lo averiguamos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 10, 1-12.17-20). Cuenta San Lucas que “Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir”. Cabe preguntar, ¿pues qué fue lo que hicieron de extraordinario que mereciera tal premio?, y sobre todo, ¿podemos hacerlo nosotros también? La respuesta a ambas interrogantes es más simple de lo que imaginamos: sencillamente atendieron y cumplieron todas las advertencias y recomendaciones que les hizo el Señor, y sí, está a nuestro alcance seguir su ejemplo, en cuando menos estos cuatro aspectos: 1. Refiriéndose al Reino, que era mucha la cosecha y pocos los trabajadores, Jesús les pidió dos cosas: que oraran al Padre para que enviara más trabajadores y que se pusieran en camino; como quien dice: ‘a Dios rogando y con el mazo dando’. Se deduce que siempre hay que unir oración y acción, pues la oración sola puede quedar en evasión (pretexto para poner los ojos en blanco y no hacer nada por otros) y la acción

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sola genera dispersión (activismo sin sentido que no conduce a nada). La oración es indispensable, pero debe aterrizar en obras. Aun las religiosas contemplativas de clausura, que todo el día oran (y con sus oraciones oxigenan la Iglesia), deben mostrar su fe en acciones caritativas hacia otras hermanas. Hay que notar que esos setenta y dos no le dijeron al Señor: ‘oramos y con eso basta’, sino aceptaron ponerse en marcha. Nosotros estamos llamados también a ser personas de oración y de acción, que, como proponía San Francisco de Sales, con una mano nos mantengamos firmemente asidos del Señor y con la otra atendamos los asuntos del mundo. 2. Jesús les advirtió que los enviaba “como ovejas entre lobos”, y ninguno recordó repentinamente que tenía algo urgente que hacer y salió despavorido. Comprendieron que como enviados de Aquél cuyo Reino busca instaurar el amor, la paz, la justicia, la verdad, el perdón, en un mundo que se opone a ello, iban a encontrar dificultades, pero no se desanimaron. Que a nosotros tampoco nos desanime el temor a ser criticados; no debe acalambrarnos el ‘qué dirán’; a veces el que nos señaló por ‘mochos’ y se burló de nosotros será el que, movido por nuestro testimonio, se acerque luego a descubrirnos su alma y a pedir un consejo espiritual... 3. Jesús les pidió que no llevaran dinero ni morral, es decir, que no pusieran su seguridad en tener un ‘guardadito por si acaso’, sino se atrevieran a depender enteramente de Su Divina Providencia, manifestada a través de la buena voluntad de la gente que quisiera socorrerlos. Lo hicieron y volvieron felices, ¡no les faltó nada! Su testimonio nos invita a fiarnos de Aquel que jamás nos abandona. 4. Jesús los envió como emisarios de paz y aunque consideró la posibilidad de que hubiera gente que no la aceptara, no les aconsejó limitarse a hacer el bien a los que se lo merecieran, sino a todos, y les dijo que si no los recibían en una ciudad,

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salieran de ella, pero igual le anunciaran que había llegado el Reino de Dios. De ellos aprendemos a aprovechar toda ocasión para dar testimonio, y a no dar por perdido a nadie. Como se ve, lo que Jesús pidió a los setenta y dos es lo mismo que nos pide a nosotros y consiste, en resumidas cuentas en hacer lo que cada uno pueda para anunciar el Reino. Se trata de no conformarse con ser creyentes pasivos que aparte de ir a Misa el domingo no hacen nada más, sino poner nuestras capacidades al servicio de Dios, ir de Su parte, ¿a dónde?, a donde nos mande. Sea que nos pida que demos testimonio en nuestra familia o comunidad, con fe, humildad, paciencia y bondad; sea que además nos lance a ejercer algún ministerio, estamos llamados, como los setenta y dos, a dejarnos enviar como camineros, a abrir senderos en todos los corazones, porque Aquel que los ama, los quiere visitar...

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XV Domingo del Tiempo Ordinario

Bien por mal

Serías capaz de hacerle un gran bien a alguien que cuando tú lo necesitaste no quiso hacerte un pequeño favor? Es difícil, ¿verdad?, la reacción natural es decir: ‘pues si no

me quiso ayudar, yo menos lo ayudo’. Es por eso que llama tanto la atención lo que hizo Jesús según lo relata el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 10, 25-37). ¿Qué fue lo que hizo? Contó la historia de un buen samaritano. ¿Qué tiene eso de extraordinario? Para captarlo vale la pena recordar que hace quince días, en el Evangelio dominical se narraba que cuando Jesús tomó la firme determinación de emprender lo que sería Su viaje definitivo hacia Jerusalén, envió unos mensajeros por delante para conseguirle alojamiento a medio camino, en una aldea de Samaria, pero la gente de ahí no quiso recibirlo, probablemente debido a que había una antigua y profunda enemistad entre judíos y samaritanos. Ante este rechazo, Jesús tuvo dos reacciones: la primera, inmediata, se nos narró ese mismo domingo: los perdonó al instante, de modo que cuando Sus discípulos Santiago y Juan le preguntaron si podían hacer bajar fuego del cielo para acabar con los samaritanos (típica reacción de ‘ya verás’ que surge cuando alguien nos hace algo que nos enfurece) Jesús no sólo no se los permitió sino los reprendió (ver Lc 9, 55). La segunda reacción fue devolverles bien por mal y la comprobamos si buscamos en la Biblia el título de esa historia que, como se mencionaba al principio, contó Jesús. La busqué

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en siete traducciones distintas y todas coinciden en llamarla: ‘Parábola del buen samaritano’. Quizá no nos llama la atención lo de ‘bueno’ referido a los samaritanos, incluso forma ya parte de nuestro lenguaje cotidiano llamar ‘buen samaritano’ a alguien que hace una buena acción, pero en tiempos de Jesús no era así. Decir ‘samaritano’ era, para algunos, sinónimo de malo, una mención que despertaba la ira y el desdén de quienes consideraban que de los habitantes de Samaria no cabía esperar nada bueno. Jesús conocía esta manera de pensar, y quiso hacer algo para corregirla. La oportunidad se le presentó cuando se le acercó alguien a preguntarle quién era ese ‘prójimo’ al que la ley de Moisés mandaba ‘amar como a uno mismo’ (ver Lev 19,18) Jesús le respondió contándole una parábola en la que puso como ejemplo de bondad nada menos que a un samaritano, que al toparse en su camino con un hombre en desgracia, no hizo como otros que pasaron de largo, sino se compadeció, se detuvo y ayudó a ese hombre más de lo que hubiera cabido esperar: lo curó, lo subió en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada, cuidó de él toda la noche y cuando se tuvo que ir, le dejó dinero al posadero para que lo atendiera, prometiendo pagarle a su regreso lo que faltara. Con esta parábola, Jesús quiso cambiar esa mentalidad que juzga y etiqueta a las personas, y de paso se aseguró que en adelante no se siguiera prejuzgando a los samaritanos. ¿Por qué hizo eso? Desde luego porque Aquel que pidió a amar a los enemigos, bendecir a quienes nos maldicen, no juzgar y no condenar (ver Lc 6, 27.36-37), vivía lo que predicaba, pero también porque quiso dejar una enseñanza grabada en la mente de Sus oyentes: que de quien menos se piensa se puede recibir un bien; que no hay que cerrar el corazón a nadie y que no debemos considerar ‘enemigo’ a alguien o dejar que lo malo de alguien nos haga olvidar lo bueno. Llega oportuna la Palabra cuando las discusiones de temas políticos, religiosos, económicos, nos pueden hacer ceder a la tentación de contemplar con animadversión a los que no comparten nuestras convicciones y considerarlos capaces de lo peor y sólo de lo peor. Nos invita a descubrir que

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Aquel que no endureció el corazón contra quienes lo rechazaban, sino les devolvió bien por mal, nos pide hacer lo mismo (ver Lc 10,37), y en este caso ello implica reconocer que en todos puede haber algo bueno y no solamente imitar al buen samaritano del que nos habla Jesús, sino imitar a Jesús que nos habló bien del samaritano.

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XVI Domingo del Tiempo Ordinario

La mejor parte

e llamaban Marta y María, y aunque eran hermanas y vivían juntas, había algo en lo que eran completamente distintas: Marta era una ‘preocupona’ y María en cambio

sabía disfrutar lo bello de la vida. Me imagino que cuando iban juntas a alguna parte, a Marta le preocupaba llegar a tiempo, mientras María disfrutaba el paisaje; si acaso tenían una higuera en su patio, seguro a Marta le preocupaba si daría suficiente frutos para hacer conservas mientras María simplemente gozaba el brillo del sol sobre las hojas. Y si hubieran vivido en este tiempo, Marta seguro hubiera traído pegado a la oreja el celular, llamando a cada rato a su casa a ver ‘si no se había ofrecido nada’, mientras que María se la hubiera pasado usándolo para escuchar música. Eran muy distintas entre sí, pero tenían en común su amistad con Jesús, al que recibieron en su casa, según nos narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 10, 38-42). Cuenta San Lucas algo que era de esperarse, dado el carácter de ambas hermanas: “mientras Martha se afanaba en diversos quehaceres, María se sentó a los pies de Jesús a escuchar Su Palabra” (Lc 10,39). Casi podemos visualizar a Martha ajetreadísima, ansiosa por hacer mil cosas a la vez, como en circo de tres pistas, y a María quitada de la pena, sentada, atenta al Maestro. Y cabe suponer que quizá Martha les pasaba por enfrente una

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y otra vez: ‘compermisito, Señor, ¿puedes levantar tantito los pies para que barra aquí?, gracias; perdón, ¿puedes moverte tantito para allá para que sacuda aquí?’; y María y Jesús ni se inmutaban, ella oyéndolo sin perderle palabra y Él aprovechando su disponibilidad para darle valiosas enseñanzas. Y así han de haber estado largo rato hasta que Martha, que tal vez echó una que otra mirada fulminante a su hermana sin que ésta se diera por enterada, de plano no aguantó más y expresó en voz alta su reclamo: “Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? ¡Dile que me ayude!”(Lc 10, 40). Es curioso: Al leer este texto la gente suele tomar bandos e identificarse con una o con otra. Quienes se identifican con Marta la justifican diciendo: ‘alguien tenía que hacer la comida’, y critican a María pensando que sentarse a los pies de Jesús fue un pretexto para no hacer nada. Por su parte, quienes se identifican con María la justifican diciendo: ‘si estaba en su casa Jesús, ¿cómo no iba a dedicarle toda su atención?’, y critican a Marta por ocuparse de asuntos domésticos en lugar de atender al Señor, porque además, cabe hacer notar que no está escrito que lo hubieran invitado a comer, se suele interpretar así pero el texto bíblico sólo dice que “lo recibieron en su casa” (pudo ser a media mañana o a media tarde), y tampoco dice que Marta estuviera cocinando, sino que se afanó en “diversos quehaceres”, lo que puede significar cualquier cosa. ¿Quién de las dos recibió la aprobación de Jesús? Podría decirse que María, como delicadamente se lo hizo notar Jesús a Marta, cuando ante su reclamo le respondió: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará” (Lc 10, 41-42). Sin embargo la manera afectuosa con que la reconvino da a entender que Jesús no desaprobaba los afanes de Marta (después de todo era bueno que fuera trabajadora y se preocupara por resolver los pendientes domésticos), sino quizá quiso hacerle ver que no debía anteponer sus preocupaciones a la presencia de Él; lo urgente a lo importante.

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Así pues no tiene caso hablar de bandos, pues no hubo rivalidad, y cabe pensar que cuando se fue Jesús tampoco hubo pleito; nada de: ‘¿por qué no me ayudaste?, ¡eres una floja!’ ni ‘¿y tú por qué me acusaste?, ¡eres una chismosa!’; sino más bien podemos imaginar que cada una reflexionó en la actitud que tomó y lo que debía reforzar o cambiar, y quizá Marta pensó que pudo haberse dedicado más a atender a Jesús y María que pudo haber ayudado antes a su hermana para que ambas hubieran podido sentarse juntas a los pies del Señor. Quedamos, pues, invitados a no identificarnos sólo con una o con otra, sino retomar lo mejor de ambas y aprender a ser trabajadores como Marta y contemplativos como María, y si muchas cosas nos preocupan e inquietan recordar que una sola es necesaria: recibir al Señor, abriéndonos de veras a Su presencia, por ejemplo, en un ratito de oración, en la meditación de Su Palabra, en una visita al Sagrario, y desde luego en la Eucaristía, y saber disfrutar la mejor parte: Su cercanía, para quedar así colmados de Su amor y Su paz.

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XVII Domingo del Tiempo Ordinario

Insistencia

o me hagas pedírtelo dos veces.’ Esta frase, dicha en cierto tono de advertencia suele ser usada por papás que han solicitado algo a un niño que se está

tardando en hacerlo. Implica que esperan ser escuchados y obedecidos a la primera. Y no es exclusiva de ellos, a la mayoría de la gente le molesta tener que repetir algo que ha pedido; es por ello que quizá nos desconcierta lo que nos plantea el Señor en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 11, 1-13). Refiriéndose al tema de la oración, pone el ejemplo de alguien que a una hora muy inconveniente necesita un favor de un amigo y va y se lo pide pero el otro ya está acostado y no quiere levantarse a ayudarlo. Asegura Jesús que si aquel sigue insistiendo, el que estaba acostado reaccionará y debido a esa “molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite”. (Lc 11,8). ¿Por qué se nos invita a insistir así cuando le pidamos algo a Dios? No es porque no nos oiga; dice el salmista: “no ha llegado la palabra a mi boca y ya, Señor, te la sabes entera” (Sal 139, 4); el Señor nos escucha, incluso ¡antes de que hablemos! Tampoco se debe a que, como el hombre de la parábola, Dios esté dormido y haga falta que lo despertemos. Dice el salmista: “Tu guardián no duerme, no duerme ni reposa” (Sal 121, 3-4). Tampoco es porque a Dios se le olvide lo que le pedimos y necesite que se lo estemos recordando. Él

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dijo: “Yo nunca me olvidaré de ti” (Is 49,15) Entonces, ¿cuál puede ser la razón para que el Señor nos invite a orar insistentemente? Sólo Él la sabe, pero mientras esperamos a preguntárselo algún día, podemos deducir cuando menos tres razones, dada nuestra experiencia con relación a lo que pedimos a los demás o éstos nos piden. Para ilustrar la primera, recuerdo el caso de una pareja de amigos que tienen un niño pequeño. Lo llevaron a una feria de juguetes artesanales y le dijeron que le comprarían sólo uno. En cuanto entraron el niño señalaba y quería todo lo que veía, pero sus papás tuvieron la sabiduría de no darle lo primero que pidió, sino esperar a ver qué prefería. Y notaron que una y otra vez regresaba a jugar con un camioncito de madera, y era lo que más pedía, así que se lo compraron. Quizá con la oración pasa igual. A veces pedimos por pedir, y el tener que perseverar en ciertas peticiones va permitiendo centrarnos en aquello que es realmente lo más importante. Lo que tenemos más en el corazón. Y en ese sentido, cabe comentar que para el Señor lo importante es la oración que sale de lo más hondo, y siempre la responde, y a veces incluso sin que lo pidamos varias veces, porque intensidad suple insistencia. Para ilustrar la segunda razón viene a la mente el ejemplo de una persona que se hizo un estudio y resultó que tenía una enfermedad grave. Me contaba que en un principio había orado para pedir que no fuera nada malo, que no le doliera, que no se le cayera el pelo, etc. Pero conforme fue enfrentando la realidad de su enfermedad, fue cambiando su oración, comenzó a pedir que supiera aprovechar lo que vivía para crecer en amor a Dios y a los demás y ofrecerlo por el bien de muchos; empezó a pedir más por su familia, que se mantuviera unida en el amor y en la fe; por los doctores que la atendían; por los otros pacientes. El perseverar en la oración la hizo ir decantándola, por así decirlo, despojándola de lo superfluo, centrándola en lo esencial. La tercera razón tal vez sea que de alguna manera el efecto de la oración es acumulativo, y mientras más difícil es lo que pedimos se requiera más oración (de ahí que convenga

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pedir a otros que oren también) y hacerla con más amor y más fe, por lo que debemos insistir sin desanimarnos ni desesperarnos si no llega pronto aquello que tanto hemos pedido, la conversión de ese ser querido; la salud de aquella persona; la solución para aquel problema, sino confiemos en que nuestra oración nunca se pierde o desperdicia y estemos seguros de que Dios la tomará en cuenta y la responderá cuando y como lo considere mejor. A contracorriente de un mundo que espera respuesta inmediata a cuanto pide, la Palabra hoy nos invita a saber esperar, a amoldarnos a los tiempos de Dios, a Su voluntad, y pedir con insistencia lo que realmente necesitamos, lo que sea mejor para todos, y hacerlo con paciencia y verdadera fe, confiando siempre en que tarde o temprano seremos escuchados.

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XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Avaricia

laticaba un joven un susto que se pegó una vez que fue con su familia de ‘turismo ecológico’ a una playa virgen. Alquiló una lanchita y se pasó la mañana

explorando la bahía, y visitando unas pequeñas islas deshabitadas en las que fue recolectando un montón de cosas que fue subiendo a bordo, desde cocos, conchas y caracoles hasta un trozo grande de madera que iba a inventar que había pertenecido a algún naufragado buque pirata. Quería dárselas de explorador y apantallar a su familia, pero cuando se disponía a regresar se dio cuenta de que la lanchita estaba tan cargada que ya mero se hundía. Reconociendo que no valía la pena llevar algo que lo haría pasar de avaro explorador a avaro náufrago decidió deshacerse de lo que hacía un instante consideraba tesoros y ahora veía como amenazas, y regresó con bien. Recordaba este episodio al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 12, 13-21), que Jesús dijo: “Eviten toda clase de avaricia” (Lc 12, 15). ¿Qué es la avaricia? Quizá se la podría definir como el ‘deseo desordenado de tener más de lo necesario’. ¿Qué significa esto? Examinémoslo por partes: 1. Deseo desordenado Es decir, un afán exagerado y que no es conforme a la voluntad de Dios.

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2. Deseo desordenado de ‘tener’ Incluye tanto el buscar tener como el querer conservar a toda costa lo que se tiene. 3. Deseo desordenado de tener ‘más de lo necesario’ Es decir, en exceso, de sobra, mucho más de lo que realmente se requiere o se puede aprovechar. Generalmente asociamos el término ‘avaricia’ con dinero; quizá pensamos en Scrooge, aquel personaje de Dickens que era tremendamente rico y tacaño, o tal vez recordamos, de los ‘comics’ de antaño, a aquel millonario tío del pato Donald que tenía un cuarto hasta el tope de monedas de oro en las que le gustaba sumergirse con frecuencia. Pero no se refiere sólo a la avaricia de dinero la advertencia que leemos en el Evangelio. Es interesante hacer notar que el Señor habla de “toda clase de avaricia”, como quien dice, que puede haber de muchas clases. Eso significa que nadie puede quedarse tranquilo pensando que no es avaro porque no tiene deseo desordenado de tener más y más dinero; quizá ha caído en otros tipos de avaricia; por ejemplo, avaricia de afecto: cuando la persona busca afanosamente caer bien, que la quieran más y más y hace cualquier cosa para conseguirlo; avaricia de poder, cuando la persona quiere a fuerza ocupar un sitio destacado en la familia, en la comunidad, en la escuela o el trabajo, y nunca se cree suficientemente reconocida; avaricia de bienes materiales, cuando la persona se vuelve consumista y es capaz de endeudarse al máximo con tal de seguir comprando cuanto se le antoja, y lo amontona todo sin disfrutarlo ni dejar que otros lo disfruten; incluso puede haber avaricia espiritual: que hace a la persona inscribirse a cuanto curso, taller o retiro dan en su parroquia, pero sólo para acumular y acumular enseñanzas que ni practica ni comparte. Y así se podría seguir enumerando, avaricia de salud, de tecnología, de belleza, de cultura... pero basten esos ejemplos para mostrar que hay más avaros de lo que parece, por lo que vale la pena preguntarse

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¿qué riesgo hay en la avaricia y por qué el Señor nos pide que la evitemos? Hallamos respuesta en la Palabra que se proclama en Misa este domingo. En la Carta a los Colosenses dice San Pablo que la avaricia es “una forma de idolatría” (Col 3, 5), es decir que los avaros son, en cierta medida, idólatras que tienen como dioses esos bienes por los cuales se afanan. Pero sólo hay un Dios y quien en lugar de poner en Él su confianza la pone en cosas (como dinero, fama, salud) defrauda a Dios (es por ello que la avaricia aparece en la temible lista de pecados capitales) y se defrauda a sí mismo, porque, como dice Jesús en el Evangelio: “la vida del hombre no depende de la abundancia de bienes que posea” (Lc 12,15), es decir, que los ‘bienes’ se pueden volver ‘males’ cuando son acumulados por avaricia, y todo avaro es un insensato que no comprende que está llamado a enriquecerse pero no de los bienes de acá abajo sino de los del cielo (ver Lc 12,21). El mundo promueve la avaricia y nos quiere hacer creer que si acumulamos y acumulamos bienes terrenos éstos nos sacarán a flote cuando más lo necesitemos, pero la Palabra nos advierte que pueden ser en realidad un lastre que nos hunda cuando menos lo esperemos...

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XIX Domingo del Tiempo Ordinario

Ni temprano ni tarde

i invitaras a tu casa a una persona muy importante, a la que le tuvieras un gran respeto y consideración, ¿qué sería peor para ti, que llegara mucho más temprano o

mucho más tarde de lo que la esperabas? Ante esta pregunta las opiniones están divididas. Hay quien piensa que es peor que llegue mucho antes, porque puede encontrar a la anfitriona en ‘tubos’, con un ojo pintado y el otro no, la mesa sin poner y el dueño de la casa en camiseta y a medio afeitar. Hay quien, por el contrario, afirma que lo peor es que llegue mucho después, ya que los anfitriones van a estar de malas (dice el dicho: ‘el que espera desespera’) y la comida fría o reseca o, peor aún, quemada por un malogrado esfuerzo de mantenerla caliente demasiado tiempo. Como quien dice que no hay como la puntualidad: llegar cuando a uno se le espera, ni antes ni después. Es por eso que a alguien puede desconcertarle que Jesús, en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 12, 32-48) diga, refiriéndose a Su Segunda venida al final de los tiempos, que tenemos que estar preparados porque ocurrirá ¡a la hora en que menos lo pensemos! (ver Lc 12, 40). Dan ganas de preguntar, ¿por qué no puede el Señor avisarnos con anticipación en qué año, qué mes, qué día, y de una vez también a qué hora y si no es mucho pedir, a los cuántos minutos sucederá esa llegada Suya? Digo, para estar preparados y esperarla puntualmente.

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La respuesta a esto puede no gustarnos mucho. Quizá no nos avisa porque ya sabe que esa supuesta preparación nuestra sería como la de esos políticos que son expertos en lo que podría llamarse ‘acabados de inauguración’, pura fachada para inaugurar una obra y que se vea bonita para la foto, pero la verdad es que los focos no prenden, el pasto se despinta al sol y las plantitas sembradas apresuradamente con todo y macetas se secan al día siguiente. Si supiéramos el día y la hora, correríamos el riesgo de querer volvernos expertos en ‘acabados de clausura’. Ya veo la víspera del día en que se supiera que llegaría el Señor -qué digo la víspera, más bien, a la mexicana, una media hora antes- gente haciendo filas en los confesionarios, gente regalando todas sus cosas a los pobres, (que a su vez estarían viendo a quién se las regalan), gente llenando las iglesias, los conventos, cualquier lugar que les pareciera propicio para que la Segunda Venida del Señor los encontrara ahí, rezando devotamente con una Biblia que quizá no habían abierto nunca. Seguramente eso nos pasaría si supiéramos, y es por ello que no lo sabremos. Entonces, ¿qué podemos hacer?, ¿cómo podemos prepararnos debidamente para ese momento si no tenemos idea de cuándo será pero sabemos que sucederá y quizá más pronto de lo que nos imaginamos? Nos lo revela el propio Jesús en el Evangelio, mediante una parábola en la que queda claro que lo mejor que podemos hacer no es estar tratando de averiguar cuándo vendrá sino procurar que cuando venga nos encuentre cumpliendo nuestro deber (ver Lc 12, 43). ¿Qué significa eso?, ¿a qué ‘deber’ se refiere? A que cada uno haga lo que el Señor espera que haga. En primer lugar, como persona de fe, que viva cristianamente, que vaya a Misa, que se confiese con regularidad, que comulgue, que haga oración, que medite la Palabra, que dé testimonio de su amor a Dios y al prójimo. En segundo lugar, según su situación de estado: como padre o madre de familia, hijo, hermano, amigo, jefe o compañero, en la escuela, el trabajo o la comunidad con la que convive, que ejerza la caridad, la paciencia, la misericordia, la

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justicia, el perdón, en suma, que edifique el Reino en su vida cotidiana. Y en tercer lugar, que no desperdicie sino ejercite los particulares dones y carismas que Dios le haya dado, poniendo sus capacidades personales, sus talentos, cuanto es y cuanto tenga, al servicio de quienes le rodean y de la Iglesia, para ayudar en todo lo que pueda, todo el tiempo que pueda. Quien cumpla estas tres condiciones puede estar seguro de que la venida del Señor no le agarrará desprevenido ni le parecerá demasiado temprano o demasiado tarde. Será imprevisible, sí, pero gozosa; un final sorprendente, sí, pero feliz.

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La Asunción de María

Verdadera humildad

o es lo mismo humildad que baja autoestima, y sin embargo mucha gente parece pensar que la humildad consiste en creer- y hacer creer a otros- que uno no

sirve para nada, que no tiene cualidades, en suma, que es casi –o sin el casi- una porquería de ser humano. Pero eso no sólo no es una virtud, sino es una injusticia contra Dios porque Él nos creó y Dios no crea basura... La verdadera humildad implica, por una parte, reconocer las propias cualidades y virtudes (que nadie diga que no tiene nada positivo, siempre hay algo rescatable en toda persona, aun en quien menos se pensaría), y, por otra parte, en reconocer que todo aquello no se tiene por mérito propio sino que se ha recibido de Dios como un regalo inmerecido. En ese sentido, humildad y fe van de la mano. El humilde sabe que no se hizo solo, que no es autosuficiente, sino que todo lo bueno que tiene –y tiene mucho- se lo debe a Dios. Este doble reconocimiento tiene una triple consecuencia: En primer lugar provoca gratitud. Tener conciencia de que Dios nos ha regalado la vida, la belleza de la Creación, la capacidad de disfrutarla, la cercanía de seres amados y todas las maravillas que nos rodean y que podemos gozar cada día es algo que sólo puede movernos a alabarlo y darle gracias. En segundo lugar, provoca un sentido de responsabilidad, de saber que lo que se ha recibido no se puede dejar perder ni desperdiciar, que hay que emplearlo lo mejor

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que se pueda para gloria de Aquel que nos lo dio y para bien de los hermanos. Y, en tercer lugar, provoca lo que suele entenderse por humildad, una cierta modestia, discreción y recato que mueve a la persona a no presumir de lo que tiene ni a humillar a quien no lo tiene, (pues no olvida que así como le fue dado le puede ser quitado). ¿De qué sirve ser humilde? Muchos se lo preguntan en un mundo que valora la arrogancia, el sobresalir, el pisotear a otros y hacerlos sentir menos. Para averiguar por qué la humildad es una virtud que vale la pena cultivar, basta hojear la Biblia, pues se encontrará una y otra vez la afirmación de que los humildes son amados y escuchados por Dios, que los siente cercanos y los atrae más hacia Sí -a diferencia de los soberbios, que no se dejan amar por Él, que piensan que no necesitan pedirle nada y que se apartan cada vez más de Su lado- (ver Sal 51, 19; Lc 18,14; Stg 4,10; 1Pe 5,5). Y para muestra del valor de la humildad tenemos lo que celebramos este domingo: la Asunción de María. Aquella que se llamó a sí misma ‘esclava del Señor’, aquella que se puso a sí misma en el último puesto, fue exaltada como ninguna otra criatura, hasta lo más alto, llevada al cielo en cuerpo y alma. María es ejemplo de fe y de humildad. Lo descubrimos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa. En el que corresponde a las primeras vísperas (el sábado por la noche) queda claro que el gran mérito de María radica no sólo en ser la Madre de Jesús, sino en haber sabido abrir su corazón para acoger y cumplir Su Palabra (ver Lc 11, 27-28) Y en el texto correspondiente a la Misa del día (ver Lc 1, 39-56) la descubrimos genuinamente humilde: alabando y agradeciendo al Señor por haber puesto los ojos en su pequeñez y reconociendo que Él hizo obras grandes en ella, saber lo cual no la llenó de soberbia sino la movió a ponerse presurosa, discreta y calladamente, al servicio de los demás, sin buscar protagonismos ni pretender ocupar un sitio destacado o por encima de otros.

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En este domingo en que la Iglesia celebra la Asunción de María hagamos nuestra la letra de esa oración que suplica: “Que sepa imitar tu fe, tu humildad y tu alegría, Oh, Santa Virgen María, para seguirte hasta el cielo y gozar eternamente su inmerecido consuelo en tu dulce compañía.”

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XXI Domingo del Tiempo Ordinario

Cosas malas que parecen buenas

ice el dicho: ‘no hagas cosas buenas que parezcan malas’, un consejo que mucha gente sigue para evitar que una buena acción sea tomada a mal.

Y, si se intercambian las frases, el resultado es otro valioso consejo al que quizá no tanta gente le presta la debida atención, aunque debería: ‘no hagas cosas malas que parezcan buenas’. De entrada suena un poco raro, como que bastaría con recomendar: ‘no hagas cosas malas’ y punto, ¿por qué añadir eso de ‘que parezcan buenas’? Desde luego no es para sugerir que se hagan cosas malas, siempre y cuando parezcan malas, no, sino para alertar acerca de que hay ocasiones en que se puede hacer algo que parece bueno pero en realidad es malo. Y ahí sí que entramos en un terreno muy difícil, el de tener la capacidad de saber diferenciar lo verdaderamente bueno de lo que sólo lo es en apariencia. ¿A qué viene todo esto? A que en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 13, 22-30), le preguntaron Sus discípulos a Jesús: “¿Es verdad que son pocos los que se salvan?” (Lc 13,22) y Él les respondió invitándolos a esforzarse por conseguirlo y luego les planteó una escena que da mucho que pensar. Les habló de que un día el dueño de la casa (es decir Él) cerrará la puerta y afuera se quedarán unos

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diciendo: “¡Señor, ábrenos!” Pero Él les responderá: “No sé quiénes son ustedes”. Entonces le dirán con insistencia: “Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’”. Pero él replicará: “Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’…” (Lc 13, 25-27). Se queda uno pasmado pensando: ¿qué pasó con estas personas?, ¿cómo fue que creyeron que merecían entrar cuando en realidad no era así?, ¿cómo pudieron equivocarse tanto? Cabe dar, entre otras, una respuesta que resulta muy inquietante: que es muy fácil engañarse uno a sí mismo y creer que se está cerca del Señor cuando en realidad se está lejos de Él, creer que se hace un bien cuando en realidad se hace un mal. Y es un error muy común en nuestro tiempo. Hay mucha gente de buena voluntad que se compromete de todo corazón a trabajar por ciertas causas porque creen que están haciendo una gran labor, cuando en realidad es todo lo contrario; creen que benefician a muchos cuando en realidad causan un daño irremediable; creen que defienden unos derechos cuando en realidad los están atropellando. E incluso llegan a citar la Biblia para justificarse, pero no tienen justificación. Se parecen a esas personas que se sorprendieron de que el dueño de la casa las dejara fuera pues habían creído que merecían entrar, no lo merecían. ¿Por qué? Porque se habían sentado a su mesa, sí, pero nunca entraron en verdadera comunión con él; habían oído su enseñanza, sí, pero nunca se esforzaron en profundizarla ni ponerla en práctica. La culpa de quedarse fuera no fue del dueño de la casa; él, en su misericordia, mantuvo la puerta abierta hasta el último minuto, fueron ellas las que no quisieron entrar, imaginando que ya estaban dentro… Mucha gente vive confiada en que se salvará. Es común que quienes acuden a un velorio le digan a los deudos que su difunto ya está en el cielo’, pero la mera verdad es que no lo saben. Y las palabras de Jesús no resultan muy tranquilizadoras que digamos: “les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán” (Lc 13,24).

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Este domingo la Palabra nos invita a darnos cuenta de que no tenemos asegurada la entrada a la salvación pues la puerta es estrecha y hay que esforzarse para entrar por ella, lo cual implica, entre otras cosas, no conformarnos con parecer buenos, parecer conocidos, parecer amigos del Dueño de la casa, sino serlo de verdad…

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XXII Domingo del Tiempo Ordinario

Pago extraordinario

na señora contaba que cuando invitaba a una amiga a tomar café a su casa, unos días antes le enviaba un guisadito a su vecina porque sabía que ésta le iba a

devolver el platón con unas galletitas caseras muy sabrosas y así ella se las ofrecería a su visita. Como quien dice, no le mandaba el guisadito a su vecina por afecto sino por interés. Su caso no es tan raro. Es de lo más común eso de hacer dizque un bien a alguien cuando en realidad se tiene intención de sacar algún provecho. Quien presta posiblemente espera que le presten si lo necesita; el que le pide a un cuate que venga a su casa a ver el fut probablemente espera que otro día él le pida que vaya a la suya (sobre todo si supo que allá la pantalla es más grande y las botanas mejores); el niño que invita a un compañerito a su fiesta espera que éste lo invite a la de él, y así sucesivamente. Si uno se pregunta con honradez por qué hace algo por los demás casi siempre tendrá que reconocer que busca algún tipo de correspondencia. Pero entonces leemos el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 14,1.7-14) y descubrimos que, a contracorriente de la mentalidad del ‘toma y daca’, se nos invita a no buscar reciprocidad cuando hacemos algo por los demás. Jesús pone como ejemplo que cuando demos una comida o una cena no invitemos a quienes nos pueden invitar

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sino a quienes no pueden correspondernos, y menciona “a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos...” (Lc 14,13). De entrada su propuesta puede parecerle, a quienes la toman al pie de la letra, completamente inviable. Quizá piensan que no conocen suficientes personas de esas características como para organizar una cena, y no querrían invitar a desconocidos con los que se toparan en la calle porque para como están las cosas la susodicha cena podría terminar relatada en la nota roja (claro que si se lo ‘escabechan’ a uno cuando estaba haciendo una obra de caridad seguro que se va al cielo, pero hay gente que prefiere llegar allá por medios más tardados y más tranquilos). La realidad es que lo que dijo Jesús no puede ser tomado como un consejo que no se puede cumplir, pues sí es posible llevarlo a cabo, no sólo al pie de la letra (cada vez hay más obras de asistencia en las que se invita a quienes no pueden corresponder, a disfrutar de una comida caliente, un sitio para dormir, ropa limpia, etc. y a las que se puede ayudar según los recursos económicos, de tiempo, creatividad y disponibilidad de cada quien), sino en su sentido más amplio y profundo. A lo que nos está invitando Jesús es, sobre todo, a purificar nuestra intención, a no estar buscando que los demás nos recompensen, a no estar haciendo cálculos convenencieros, sino a hacer el bien sin esperar de los beneficiados nada a cambio. Y en este sentido, acoger a ‘pobres, lisiados, cojos y ciegos’ puede significar acoger a nuestro lado a esos parientes, amigos, miembros de la comunidad que tienen esas características en un sentido emocional o espiritual, y quizá son pobres en simpatía o en afectos, o tienen lisiado el corazón y son incapaces de ir al encuentro de los demás, son egoístas, difíciles, exigentes; o tienen cojo el ánimo y van arrastrando por la vida su pesimismo, su pesadez, o son ciegos que no saben ver lo bueno de los demás, y se la pasan criticando. Todos ellos tienen alguna discapacidad que hace que, como a los pobres, lisiados, cojos y ciegos de tiempos de Jesús, nadie los quiera, nadie los invite, nadie esté dispuesto a acogerlos. ¿Por qué nos pide el

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Señor que nosotros sí los queramos, sí los invitemos, sí los acojamos? Para que seamos dichosos. Pero, alguien puede preguntar, ¿cómo puede uno ser dichoso en compañía de semejante gente? La respuesta la da el propio Jesús: “serás dichoso, porque (como) ellos no tienen con qué pagarte...ya se te pagará, cuando resuciten los justos.” (Lc 14,14). Ese “no tienen con qué pagarte” entendido en sentido espiritual significa que quizá no tienen en su corazón bondad ni gratitud con qué pagarte y puede ser que tu único pago sea una crítica o incluso un mal modo, pero si eso ocurre no te preocupes porque recibirás un pago extraordinario. Esto puede desconcertar a alguno. ¿Pues que no primero se nos pide que no busquemos recompensa y al final se nos promete una? ¿No es una contradicción? De ningún modo. Es que si se nos invita a no buscar recompensa humana no es para dejarnos sin nada sino para que podamos recibir la de Dios, al que nadie gana en generosidad y que jamás deja una acción buena sin premiar.

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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Serlo, no sólo decirlo

s más fácil decirlo que serlo. Quizá por eso hay quien prefiere más lo primero que lo segundo. ¿A qué me refiero? A ser católico.

Llama la atención que cada vez es más común que alguien diga ‘soy católico’ pero no respalde con hechos sus palabras. ‘Soy católico’, dice un político que nunca va a Misa; ‘somos católicas’, dicen unas mujeres que se dedican a promover la muerte de seres humanos en el vientre de sus madres; ‘soy católico’ dicen algunos periodistas, como para que nadie crea que es por anticatólicos que aprovechan su espacio en la radio, la televisión o el periódico para lanzar viscerales ataques contra miembros de la Iglesia que se han atrevido a expresar una opinión contraria a las suyas; ‘soy católico’ dice desfachatadamente un funcionario que aprueba leyes o promueve valores por completo opuestos a los de la fe que dice profesar; ‘soy católica’, dice una mujer que vive con su novio; ‘somos católicos’ dicen unos jóvenes que aprovechan cada fin de semana para ‘reventarse’. Y cabe preguntar, ¿en qué piensan todos ellos que consiste eso de ‘ser católico’? ¿En que los bautizaron cuando eran chiquitos?, ¿en que hicieron su Primera Comunión?, ¿en que estudiaron en un colegio católico?, ¿en que tienen una pariente mocha que cuando estén en las últimas seguro les llevará un padre para que puedan confesarse y conseguir boleto de última hora para entrar al cielo?

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Si creen que con eso basta se llevarían un buen chasco si leyeran el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 14, 25-33), porque ahí dice Jesús claramente en qué consiste ser Su discípulo, y pide de quienes quieran serlo cuatro cosas: Que lo prefieran a Él por encima de todos e incluso de sí mismos; que carguen su cruz; que renuncien a todos sus bienes y que lo sigan. Veamos en qué consiste cada una. La primera significa en todo buscar y cumplir la voluntad del Señor, sin dejar que interfieran afectos u opiniones ajenas o incluso propias. Hoy en día en ciertos ambientes universitarios intelectuales, políticos, etc. lo de moda es ser anticatólico, por lo que quienes desean pertenecer a estos medios se encuentran ante la disyuntiva entre aceptar lo ‘políticamente correcto’ o lo ‘católicamente correcto’. Si quieren ser discípulos de Jesús no pueden estar buscando quedar bien con nadie más que con Él. No es sencillo, y quien se atreve a vivir así enfrenta críticas y burlas. Se comprende entonces el segundo requisito: ‘cargar la cruz’, que consiste en aceptar las dificultades que sobrevengan por vivir conforme a lo que pide Jesús. No es fácil. Implica tener el corazón libre de ataduras y no apegado, por ejemplo, al dinero, a la fama, al poder, de modo que si todo esto se ve amenazado o se puede perder por seguir a Jesús, no importe. Es por eso que Jesús pide la tercera condición: que quien lo siga esté dispuesto a renunciar a todos sus bienes, lo cual no significa que necesariamente le va a pedir que renuncie a ellos, sino que quiere asegurarse de que quien lo siga no tenga lastres, no tenga nada que le impida responder a Su llamado y cumplir la cuarta y principal condición para ser Su discípulo que consiste en seguirlo Él, Camino, Verdad y Vida, es decir, imitarlo, caminar sobre Sus huellas, procurar amoldar el propio corazón al Suyo en el amor, la justicia, la verdad, la paz, el perdón. Como se ve no es sencillo cumplir estas cuatro condiciones. Jesús mismo lo reconoce. Por eso plantea que antes de emprender Su seguimiento hay que ver si se tiene lo que se necesita para lograrlo, y curiosamente propone dos ejemplos (el de alguien que quiere edificar una torre y el de un

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rey que quiere atacar un ejército dos veces mayor que el suyo), que muestran dos tareas que terminarán en fracaso o peor aún en desastre si quien las emprende no recibe ayuda. ¿Por qué nos da el Señor esos ejemplos? Para que nos demos cuenta de que no tenemos lo que se requiere para seguirlo, pero no para desanimarnos sino para movernos a pedirle y aceptar la ayuda que nos da, ¿por qué? porque no se puede ser Su seguidor si uno se cree autosuficiente y se aparta de Él y de la Iglesia que Él fundó, hay que reconocerse necesitado y abrir el corazón a la gracia con que Él puede colmarlo, por ejemplo, en la Confesión, en la Eucaristía, en la meditación de Su Palabra, en la oración. Sólo esto fortalece el alma para poder preferirlo a Él aunque lo que proponga obligue a remar a contracorriente; tomar la cruz, a pesar de la tentación de ceder al miedo o a la ley del menor esfuerzo; no apegarse a las cosas y, desde luego desinstalarse, sacudirse la inercia y, con acciones, no sólo de palabra o de sentimiento, emprender con coherencia Su seguimiento.

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XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

Alegría compartida

e tengo una buena noticia’. Así suele decir un amigo que luego de esa frase me cuenta algo muy bueno que le sucedió a quién sabe quién en algún

lugar lejano, y de lo cual él se enteró al oír la radio. Al principio me desconcertaba, porque asumía que eso de ‘te tengo una buena noticia’ significaba que me iba a anunciar algo que era bueno para mí en particular, y cuando oía a lo que en realidad se refería me daban ganas de decir: ‘qué bueno, pero y a mí ¿qué?’ Sin embargo con el tiempo fui comprendiendo su profundo sentido de solidaridad universal, que realmente le alegra lo bueno que le sucede a otro ser humano, y que tiene razón ya que todos formamos parte de una gran familia, y lo que afecta a uno afecta a todos, para bien o para mal. Lamentablemente parece ser que es más fácil entristecerse con las penas ajenas (sentir compasión y deseos de ayudar) que regocijarse con el júbilo de otros. Para esto último se necesita un corazón grande y un verdadero amor por los demás. Viene esto a colación porque este domingo se proclama en Misa todo el capítulo 15 del Evangelio según San Lucas, tres parábolas que tienen un elemento en común: mostrar cómo se comparte la alegría de Dios al recobrar lo perdido. Llama la atención que en la primera parábola, dice el Señor que cuando el pastor recupera su oveja “reúne a sus amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya

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encontré la oveja que se me había perdido’...”; en la segunda parábola, cuando la mujer halla la moneda que perdió “reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’...”. En ambos casos hace notar el Señor que “también en el cielo hay alegría por un pecador que se arrepiente” y que “se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente” y, en la tercera parábola, cuando el padre logra recuperar a su hijo, pide que se haga una fiesta, es decir, invita a todos a unirse a su alegría. Relacionando esto con lo mencionado al principio, uno podría preguntarse: y esos amigos y esos vecinos y esos ángeles, ¿por qué se alegran? a ellos ¿en qué les va o les viene que se lograra recuperar la oveja, la moneda, el hijo pródigo? Podrían haber respondido: ‘y a mí, ¿qué?’, y sin embargo se alegran y mucho. ¿Por qué? Cabe aventurar una respuesta: porque cuando supieron que se perdió la oveja, o la moneda o el hijo de su amigo, no se quedaron indiferentes sino se preocuparon, sintieron esa pérdida como propia y quizá incluso se ofrecieron a ayudar en la búsqueda, por lo que cuando fueron encontrados sintieron suyo el éxito de recuperarlos. Esto nos mueve a comprender que si nosotros tenemos conciencia de ser una familia, estamos llamados a preocuparnos cuando alguien se pierde y tratar de ayudar a recuperarlo. ¿Cómo? Una manera muy eficaz es a través de la oración: pedir por la conversión de quienes se han alejado de Dios, de los que han caído víctimas de alguna situación de la que no logran salir, de los que aparentemente están irremediablemente perdidos. Consideremos esto: en el acto penitencial al inicio de la Misa, cuando confesamos que hemos pecado, decimos: ‘por eso ruego a Santa María Virgen, a los ángeles, a los santos, y a ustedes hermanos, que intercedan por mí ante Dios nuestro Señor’. Así como solicitamos la intercesión de los demás para ayudarnos a recobrar el buen camino, así estamos llamados a interceder por los que también se han desviado de él. Sólo si oramos unos por otros se

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comprende que al anunciar el regreso de alguno podamos exclamar ¡te voy a dar una buena noticia!

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XXV Domingo del Tiempo Ordinario

El dinero y los amigos

uizá alguien podría pensar que Jesús está aprobando algo chueco al contar la historia de un administrador transa al que cuando ya lo iban a correr por malgastar

los bienes que le habían encomendado, se le ocurrió rebajarle las deudas a todos los que le debían dinero a su patrón, para congraciarse con ellos y tener a quién acudir cuando lo despidieran. Pero no es así. Nos lo aclaran los especialistas bíblicos que explican que en aquel tiempo se acostumbraba que un administrador se llevara un porcentaje de lo que le debían a su amo, a manera de incentivo, para que se esforzara en cobrar a los deudores pues obtendría una parte. Así que lo que hizo ese administrador no fue disminuir lo que aquellos hombres le debían a su amo sino a él, es decir, renunció a su parte de ganancia (que era francamente jugosa) con tal de caerles bien a aquellos hombres, con la esperanza de ver si luego lo recibían en su casa (si no hubiera sido así, en lugar de quedar bien hubiera quedado mal pues hubiera sido obvio que perjudicaba a su amo y nadie hubiera querido contratarlo y arriesgarse a que le hiciera lo mismo). Luego de contar esta historia Jesús hizo notar que “los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios, que los que pertenecen a la luz”(Lc 16, 8), como quien dice, que cuando se trata de dinero luego luego nos ponemos ‘abusados’, pero cuando se trata de las cosas de Dios no.

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Pero esto no tiene por qué ser así. Por eso recomendó después: “Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo” (Lc 16, 9). Cabe hacer notar dos cosas: La primera, es que al calificar el dinero como “lleno de injusticias” no dice: ‘aplican restricciones’; es decir que no hay excepciones, es evidente que considera que el dinero es siempre injusto; quizá porque piensa en los que trabajan mucho pero no tienen nada, en los que no trabajan nada pero tienen mucho, y que con el dinero se discrimina, se explota a otros seres humanos, se cometen toda clase de bajezas (ya lo dirá San Pablo, que “la raíz de todos los males es el afán de dinero” 1Tm 6,10). Y la segunda cosa que hay que advertir es que pide que con el dinero se gane uno amigos, pero no se refiere a usarlo para desplantes como gritar en una cantina: ‘¡todos los tragos corren por mi cuenta!’, porque ahí lo que se gana no son amigos sino gorrones; Él se refiere a ganar amigos verdaderos, que te “reciban en el cielo”. ¿Y quiénes son ésos? Todos aquellos que a la hora en que tengas que presentarte a entregar cuentas al Señor puedan dar fe de que fuiste generoso con ellos, que procuraste poner poco o mucho que tenías a su disposición para socorrerlos; que, a diferencia de ese administrador que malgastó los bienes ajenos, tú sí los administraste bien. Pero, alguien puede decir, mi dinero no es “bienes ajenos”, es mío, yo me lo gané; a lo que cabría responder: ningún bien de este mundo es realmente tuyo, todo es prestado, todo te lo dio Dios a administrar y cuando mueras no podrás llevártelo al otro porque allá lo ‘contante y sonante’ no son billetes ni monedas sino la caridad, el favor que se hizo sin esperar recompensa, el préstamo que se concedió sin exigir retribución, en resumidas cuentas, todo lo que se hizo por amor, no por interés. En impactante que en un parrafito pequeño de este Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16, 1-13) nos enteramos de lo que Jesús piensa del dinero y nos

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queda claro que, a diferencia del mundo que anuncia que ahí está la felicidad y hay que obtenerlo a toda costa, Jesús opina del dinero que es injusto, que es pequeño (en el sentido de que no hay que darle la importancia que le damos porque no es nada, no tiene en sí mismo valor espiritual), que no nos pertenece y que no debemos apegarnos a éste porque estamos llamados a servir a Dios y no podemos servir al mismo tiempo a Dios y al dinero (y quien lo intente un día se dará cuenta de que hizo un pésimo negocio...). En este domingo en que tenemos presente la tragedia sucedida hace veinticinco años en la ciudad de México y la tragedia que están viviendo hoy en día miles de damnificados por las lluvias torrenciales en todo el país, así como millones de afectados por la pobreza extrema, no podemos desoír la Palabra de Dios que nos mueve a considerar que el mejor uso que podemos dar a nuestros bienes no es otro que el de la solidaridad.

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XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Genio y figura

l que inventó eso de ‘genio y figura, hasta la sepultura’ no había leído el texto del Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16, 19-31) porque si no

hubiera dicho: ‘genio y figura, hasta más allá de la sepultura’, ¿por qué? Veamos. En ese texto bíblico Jesús cuenta la historia de dos hombres, uno era un rico que “se vestía de púrpura (que no significa que diario se ponía un traje morado, sino que usaba la tela de seda más fina que había en su tiempo, que solía ser púrpura pero había de otros colores) y banqueteaba espléndidamente” (que no significa que comía parado en la banqueta en un puesto callejero, sino que se daba verdaderos banquetes), y el otro era un mendigo cubierto de llagas que se la pasaba a la entrada de la casa del rico deseando comer aunque fuera una migajita de la mesa de éste. Entonces ambos murieron (no sabemos de qué, quizá uno de hambre y el otro empachado), el pobre fue llevado a la gloria y el rico al lugar de castigo. Esta parte es la que siempre ha llamado más la atención. En tiempos de Jesús desconcertaba a Sus contemporáneos, que tenían la errada idea de que Dios premiaba con la riqueza a los buenos y castigaba con la pobreza a los pecadores, por lo que no imaginaban que un rico pudiera condenarse, y hoy en día desconcierta a quienes la malinterpretan yéndose al otro extremo y deducen que Dios odia a los ricos y ama a los pobres. No es así. La verdad es que

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la razón de la condenación del rico no radica en que tuviera mucho dinero sino en su actitud. Se nota que era egoísta, prepotente, mandón, indiferente a los sentimientos o sufrimientos ajenos. ¿Cómo lo sabemos? Porque siguió siéndolo. Estando en el lugar del castigo alcanzó a ver allá a lo lejos a Lázaro junto a Abraham, el padre de la fe, y ¿qué fue lo primero que se le ocurrió?, ¿pedirle perdón por haberlo sabido hambriento y no haberle convidado ni un taco?, ¿expresarle su remordimiento por haberlo visto llagado y no haberlo dado ni un quinto para una medicina? No. Ni siquiera le dirigió la palabra. Siguió sin tomarlo en cuenta como ser humano; lo único que se le ocurrió fue que podía usarlo de ‘mandadero’, y por eso le pidió a Abraham que lo mandara a refrescarlo porque se sentía morir (es un decir) con el ardor de las llamas que lo torturaban. Y cuando Abraham dijo que eso no era posible porque entre ambos se abría un abismo que no se podía atravesar, todavía siguió insistiendo en usar a Lázaro de ‘recadero’ y, sin siquiera preguntarle a éste si quería ir, pidió que lo enviaran a advertirles a sus hermanos (a los del rico, no a los de Lázaro) lo que les esperaría, pues seguramente eran como él y probablemente terminarían igual que él (y quién sabe si quería advertirles no por buena gente sino porque no quería tener que oírlos quejándose toda la eternidad). Cuando se reflexiona sobre esta parábola se suele enfatizar la importancia de usar los bienes materiales no como el rico egoísta sino con caridad, pues a toda acción en esta vida corresponderá un premio o un castigo en la otra, pero cabe también reflexionar en lo que se mencionaba al principio: que la gente sigue siendo la misma después de morir, que se lleva al otro mundo sus maneras de pensar, sus preferencias, sus cualidades y defectos, y es esto lo que determina a dónde va a parar. Que, como alguien dijo alguna vez, la muerte cierra la puerta de un cuarto al que ya entraste, es decir, tus actitudes de hoy determinan qué será de ti mañana por lo que más vale que te asegures de corregir a buena hora lo que haga falta. Y es que hay quien cree que en el último instante tendrá tiempo de arrepentirse y de cambiar, pero quién sabe, puede que sí, pero puede que no, por lo que resulta muy

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arriesgado esperarse hasta el final y vivir aquí optando por la mentira, el odio, el rencor, la violencia, el desenfreno, porque puede llegar la muerte inesperadamente y no haber tiempo para convertirse, es decir para cambiar de mentalidad. Claro que siempre se puede confiar en la gracia y la misericordia del Señor, pero Él las regala no las impone, y quien ha vivido en este mundo rechazándolas probablemente seguirá rechazándolas después. Ése es el riesgo. Ahí está de muestra ese hombre de la parábola que fue condenado no por rico sino por actitudes que no quiso cambiar, como se dice popularmente pero en este caso era cierto, ‘ni muerto’.

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XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Lo que teníamos que hacer

isualiza estas tres escenas: México llega a la final del mundial de futbol y cuando está a punto de terminar el partido empatado a

ceros, logra meter un golazo y el autor de éste y sus compañeros siguen jugando como si nada; en las tribunas los espectadores se quedan sentados y al final salen contentos pero callados. Otra escena: Un ama de casa decide hacer a mano el mole para el guajolote que servirá en una fiesta. Se pasa días moliendo una veintena de ingredientes, llenando la casa de aromas deliciosos que provocan que a todos se les haga agua la boca sólo de pensar en el festín que les espera. Ese día, cuando están a la mesa la señora hace su entrada triunfal, llevando el platón con el mole, que huele riquísimo. Todos comen y les parece delicioso, pero no dicen nada. Última escena: Un padre de familia se ve de pronto ante una urgencia económica por la enfermedad repentina de un hijo. Necesita mucho dinero y no lo tiene. Su compadre, aunque está sin chamba, le entrega todos sus ahorritos. El los toma y se va en silencio. ¿Qué opinas? ¿No sentiste como que algo muy obvio le faltó a estas tres escenas? ¡Seguro que sí! Que a ese futbolista lo abrazaran eufóricos sus compañeros mientras los espectadores pegaban gritos de gusto y el estadio -y el país- resonaba con el estruendo de aplausos y porras; que a la señora del molito todos la felicitaran y hasta le pidieran más, y, por

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último, que el señor que recibió el préstamo lo agradeciera, si no con palabras, pues tal vez tendría un nudo en la garganta, sí con un gran abrazo. En suma: faltó el reconocimiento, el agradecimiento de los demás. Tal parece que nos hemos acostumbrado a esperar reconocimiento, lo cual no sería objetable si no fuera porque suele suceder que no sólo lo recibimos como algo agradable que llega de vez en cuando y nos da cierto gusto pero nos parece innecesario, sino que se nos puede convertir en algo indispensable que buscamos a toda costa, y así, lo que podría considerarse la ‘cereza del pastel’, es decir, un extra, dulce pero prescindible, se vuelve alimento único, platillo principal, pero sólo sirve para alimentar el ego, y el problema es que cuando éste se acostumbra a recibir su ración, quiere siempre más, y si no la recibe ¡cuidado!, hace tremendo berrinche, y por su culpa se puede abandonar algo positivo que se estaba haciendo. Por ejemplo el futbolista podría decir, ¿para qué meto gol si nadie me celebra?; la señora: ¿para que ‘me ‘mato’ haciendo mole si no me lo elogian?, el amigo: ¿para que le presto si ni las gracias me da? Y, en nuestro caso como creyentes, el afán de reconocimiento es una trampa tendida por el enemigo para alejar a muchos de las cosas de Dios. El otro día una persona que presta un servicio en su parroquia decía que ya no iba a darlo porque ‘nadie la tomaba en cuenta’. Puritito ego herido que buscaba reconocimiento. Viene a la mente una anécdota que contaba Santa Teresita del Niño Jesús, a quien por cierto celebramos este fin de semana: que un día ella y otra hermana decidieron ayudar a una religiosa mayor que tenía mucha ropa que doblar. La doblaron y esperaron a ver qué cara ponía. Cuál no sería su sorpresa cuando ésta llegó, vio todo y no dijo nada. No resistieron preguntarle si no había visto lo que hicieron, a lo que respondió: ‘¡ah, pero ¿esperaban que se los agradeciera? Creí que lo habían hecho por amor a Dios’. ¡Zas! Aquí cabría añadir que ni de Dios hay que esperar reconocimiento. Nos lo aconseja Jesús en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 17, 5-10) cuando dice:

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“Cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: ‘No somos más que siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer’...” (Lc 17,10). Como quien dice, no sólo el futbolista y la señora y el del préstamo tendrían que decir: ‘no importa si nadie reconoce lo que yo haga, es lo que debo hacer y eso me basta’, sino sobre todo nosotros, como creyentes que nos afanamos en cumplir la voluntad de Dios. ¿Por qué nos pide esto Jesús? No porque Dios no agradezca o reconozca lo que hacemos (a lo largo del Evangelio encontramos muchas pruebas de que el Señor toma en cuenta todo lo bueno que hacemos y no dejará ninguna obra buena sin recompensa), sino porque busca que trabajemos no por un reconocimiento que creemos merecer, sino por el inmerecido amor de Dios y la edificación de Su Reino.

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XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

¿Obligación o gratitud?

enía cinco años y era un niño muy educado. Pedía las cosas por favor, respondía a lo que le preguntaba diciendo: ‘sí, señora’, ‘no señora’. Era el hijo de unos

amigos que tuvieron que salir de urgencia y le pidieron de favor que lo cuidara una tarde. Ella era su vecina en el condominio donde vivían y aceptó gustosa. Contaba que pasó la tarde muy divertida, aunque le parecía que el chamaquito estaba tan preocupado por cumplir las recomendaciones que seguramente sus papás le habían dado acerca de portarse bien, que no parecía poder relajarse lo suficiente como para disfrutar los juegos que ella le fue prestando. Sin embargo sí notó que hubo uno que le encantó, así que cuando llegó el momento de despedirse decidió regalárselo. Entonces sucedió algo inusitado. El niño, con su chamarrita puesta y el juego bajo el brazo, se había despedido cortésmente y ya bajaba los escalones cuando en eso al llegar abajo y voltearse a decir adiós, de pronto subió corriendo, le dio un gran abrazo y le dijo: ‘¡gracias, te quiero mucho!’ Fue algo completamente espontáneo, ‘fuera de programa’, el chamaquito hizo y dijo lo que en ese instante le salió del corazón y ella platicaba que ese gesto la fascinó porque le permitió darse cuenta de que el chiquito no lo decía sólo por ‘compromiso’, sino que realmente había estado contento, lo cual la puso feliz a ella también. Recordaba esto al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 17, 11-19) que un día en que

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Jesús iba de camino, le salieron al encuentro diez leprosos que le pidieron que tuviera compasión de ellos. Él les dijo que fueran a presentarse a los sacerdotes (ya que por ley eran éstos los que dictaminaban si alguien tenía o no lepra), y mientras iban, quedaron sanos. Entonces uno de ellos regresó alabando a Dios y se postró agradecido a los pies de Jesús, quien se extrañó de que sólo uno de los diez hubiera vuelto a dar gracias. ¿Por qué no volvieron los otros nueve? Si les hubieran preguntado, probablemente hubieran dicho que porque estaban obedeciendo lo que Jesús les pidió. Y hubiera sido verdad, pero también hubiera sido cierto que les había sobrado ‘cumplimiento’ y les había faltado ‘corazón’. ¿Por qué? Porque se les concedió un milagro espectacular (no olvidemos que en ese tiempo los leprosos eran considerados ‘muertos en vida’, incurables que tenían que vivir lejos de todos), y en lugar de dejarse sacudir, emocionar, regocijar por ello y actuar en consecuencia, se limitaron a seguir al pie de la letra lo que se les solicitó. Jesús les pidió que fueran a ver a los sacerdotes y fueron. Punto. Y tal vez si los diez hubieran procedido así, su actitud nos hubiera parecido normal, lógica. Ah, pero ése que volvió metió el desorden. Nos hizo ver que no podemos quedarnos tan tranquilos pensando que con cumplir ‘ya la hicimos’, sino que podemos -y deberíamos- dar más, dejar que lo que nos mueva en nuestra relación con Dios no sea sólo el frío deber sino la cálida gratitud. Y así, por ejemplo, al llegar a Misa no entrar en actitud de ‘sólo vengo porque me obliga un precepto’ sino agradecer al Padre, Anfitrión que te recibe en Su casa; al Hijo, que te tiene siempre apartado un huequito para sentarte junto a Él en la mesa, darte Su abrazo, Su Palabra, y ¡a Sí mismo!, al Espíritu Santo que te permitió llegar, a María, que te acoge en la casa de su Hijo. Escuchar las Lecturas no con forzada cortesía sino con gratitud hacia Dios porque se digna dirigirte la Palabra. Si recibes la Sagrada Comunión, que no sea como por obligación, sino con profunda gratitud porque el Señor, Autor de cielo y tierra, viene a ti sin que te lo merezcas. Y así, proceder en todo...

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¿Qué sentido tiene ser agradecidos con Dios? Por lo pronto, alegrarlo, como alegró aquel chiquillo a esa señora al expresarle con un abrazo que valoraba todo lo que había hecho por él. Nuestra gratitud hacia Dios nos permite hacerle saber de alguna manera, aunque sea limitada, que no damos por sentado ni nos pasan desapercibidos los milagros que hace continuamente por nosotros, pero, sobre todo, que más que todos los dones que recibimos del Dador, valoramos y amamos al Dador de todos los dones.

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XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

¿Me cansé de rogarle?

ue en la famosa canción un despechado galán declare que se cansó de rogarle a cierta dama que ya no quiso escucharlo, se entiende, pero nosotros no podemos

reaccionar así cuando se trata de rogarle a Dios. ¿Por qué? Por varias razones. En primer lugar porque tenemos que partir del principio de que como Él es Sabio y Misericordioso, sabe mejor que nosotros qué es lo que más nos conviene, y como nos ama, está dispuesto a concedernos sólo aquello que sea para nuestro bien, cuando, donde y como considere que es mejor, por lo que no podemos pretender ponerle plazos perentorios y terminar nuestra oración no con un ‘amén’ sino con un ‘pero ¡ya!’. En segundo lugar, debemos considerar que a veces somos impulsivos en nuestra oración, pedimos lo primero que se nos ocurre o lo que no nos conviene, y suele suceder que conforme pasa el tiempo tenemos oportunidad de serenarnos, reflexionar, ajustar nuestras prioridades, decantar lo que de veras importa de lo que no, y pedir lo que más necesitamos. En tercer lugar cabe pensar que por alguna razón que nosotros acá abajo no logramos comprender, hay ciertas oraciones que requieren de mucha perseverancia para alcanzar lo que piden. Viene a la mente un invento muy ingenioso que salió en un reportaje de televisión. Se trataba de un sistema para regar una plantita que tenía que ser regada un día sí y uno

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no. Consistía en una pequeña manguerita, conectada a la red de agua, que tenía un aparato (como el que se usa en los hospitales para graduar el goteo del suero que se aplica a un paciente), que le permitía dejar caer una gota cada cierto tiempo en un recipiente, colgado, que se iba llenando muy lentamente hasta que por fin una última gota hacía que se inclinara y derramara el agua en la plantita que estaba justo debajo. Entonces ya vacío, recuperaba su posición y otra vez quedaba listo para seguir llenándose. Se me figura que quizá con la oración suceda algo parecido. Hacemos nuestra petición día a día, y vamos llenando ese recipiente de gracia, quizá a veces como gototas que tienen más peso porque brotan intensas del fondo del alma, quizá a veces como gotititas que casi no cuentan porque fueron dichas sin mucha convicción, pero de cualquier modo se va llenando, hasta que un día por fin es suficiente y se derrama como un torrente la gracia solicitada y se logra aquello que tanto pedimos (claro, siempre y cuando hayamos pedido algo bueno, es decir, conforme a la voluntad de Dios), por ejemplo la conversión de un ser querido; la reconciliación de dos que estaban enemistados; el arrepentimiento de alguien que hizo un mal... Es importantísimo perseverar en la oración, y este domingo tenemos doble prueba de ello. Por una parte, en el Evangelio que se proclama en Misa (ver Lc 18, 1-8) Jesús pone el ejemplo de un juez malo que no quería hacerle justicia a una viuda, pero como ella insistió tanto, éste hizo lo que le pedía con tal de que ya no lo molestara. Hay que aclarar que esta parábola no es como otras en las que uno de los personajes se identifica con Dios (como el padre del hijo pródigo o el que sale a contratar trabajadores para su viña), sino que Jesús la cuenta para dar a entender que si un juez malo hace caso a quien persevera en pedirle, cuánto más caso hará Dios, que es Justo y Bueno, a quien le pida algo con fervor e insistencia. Y por otra parte tenemos el ejemplo vivo de lo que pudo la oración perseverante, en el caso de los mineros chilenos. A partir del derrumbe y durante diecisiete días

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muchos pensaron que probablemente no habían sobrevivido, pero sus seres queridos, el presidente de su país, las autoridades de la mina, el personal de socorro y millones de creyentes en todo el mundo nos negamos a darnos anticipadamente por vencidos y mientras unos emprendían físicamente la labor de rescate, otros nos dedicamos a orar por ellos. Y ellos mismos lo hicieron. Un minero declaró que allá abajo lo pelearon Dios y el diablo, y eligió tomarse de la mano de Dios. Y a partir de que llegó aquel papelito avisando que los treinta y tres estaban vivos, se multiplicaron todavía más las oraciones. Y ya conocemos el feliz resultado. Se me hizo muy significativo que en la Misa del miércoles, mientras a esas horas los mineros estaban siendo rescatados de la mina, el padre eligió concluir la ‘oración de los fieles’ con esa fórmula que pide a Dios que atienda nuestras súplicas y venga en auxilio de nuestra fragilidad porque sin Él nada podemos. En verdad que por nuestras solas fuerzas no logramos nada; ojalá que no nos baste con reconocerlo sólo un día...

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Domingo Mundial de las Misiones

¡Aquí está!

s la frase más consoladora que existe. Y nadie más hubiera podido decirla sin mentir, voluntaria o involuntariamente, por no poderla cumplir. Sólo Él

pudo pronunciarla con toda veracidad y cumplirla sin falta. Es la última frase de Jesús que registra el Evangelio según San Mateo, y se proclama este domingo en Misa: “Sepan que Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Se las dijo a Sus discípulos, pero no sólo a ellos sino a todos; es una promesa que se cumple para todo ser humano de ayer, hoy y mañana. Una promesa cuyo significado es tan extraordinario, tan impactante que no alcanza la vida entera para empezar siquiera a comprenderlo o agradecerlo: que el Señor, Aquel al que, como Él mismo lo dice en este Evangelio, “le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), es decir, el Todopoderoso, Aquel que tiene en Sus manos la Creación entera, haya condescendido a quedarse entre nosotros, para acompañarnos a ti y a mí, y esté ahora mismo cerquitititita de nosotros, aquí donde estamos, en este rinconcito de esta casa, de esta calle, de esta colonia, de esta ciudad, de este país, de este continente, de este mundo, entre millones de mundos, y que, aunque comparados con la grandeza de todo el universo seamos un puntito insignificante, nos ame y esté pendiente de nosotros y nos cuide con Su sabia

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y misericordiosa providencia. Saberlo hace toda la diferencia. Deja de lado toda soledad, toda sensación de desamparo, toda incertidumbre, todo temor, toda tristeza, todo desánimo, toda desesperanza. ¡¡Dios está aquí, a nuestro lado para siempre!! Entonces, ¿por qué hay tantas gentes deprimidas, tantas desconsoladas, tantas desanimadas, tantas enfurecidas, tantas desesperanzadas, tantas que buscan en el alcohol, la droga, el dinero y el poder su felicidad? Porque no lo saben. Ignoran que Dios los ama y que está a su lado. Y ¿por qué no lo saben? Porque a los que lo sabemos nos da pena decirlo. Es más fácil que platiquemos de qué trata una película que de qué trata el Evangelio; que invitemos a alguien a una fiesta que a Misa (aunque es la mayor fiesta); que regalemos un best-seller que una Biblia (aunque es el mejor best-seller); que compartamos un chisme que una oración; que nos animemos a salir a festejar unos goles que a celebrar la presencia del Dios-con-nosotros. Y cada vez es más difícil, porque hay más personas que no como no conocen a Dios no quieren ni oír hablar de Él y pretenden silenciar toda voz que lo anuncie. Es por eso que resulta de una urgente actualidad lo que pide el Señor en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 28, 16-20): “Vayan y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándolas a cumplir todo cuanto Yo les he mandado”. ¿Qué significa este envío? Que estamos llamados a ser misioneros, a anunciar la Buena Nueva a todos. Para unos, este llamado implica ir literalmente a misionar a países lejanos (por algo la Iglesia eligió proclamar este Evangelio en este domingo en que se celebra el DOMUND, día mundial de las misiones, durante el cual se piden oraciones y donativos para sostener la importantísima labor evangelizadora en todo el planeta). Para todos los demás implica dejar a un lado la pena, la desidia, la indiferencia, la desinformación, y disponernos a ser misioneros en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo, en la comunidad con la que convivimos. ¿Cómo? Demostrando con obras, no sólo con palabras, que verdaderamente Dios está con

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nosotros todos los días hasta el fin del mundo, y por eso, por ejemplo, no le entramos a la corrupción, aunque muchos digan que no hay de otra; y por eso no nos volteamos para otro lado cuando vemos a alguien que necesita ayuda; y por eso no devolvemos mal por mal ni insulto por insulto sino somos capaces de perdonar lo imperdonable; y por eso leemos la Palabra y hacemos oración y vamos gozosos a Misa a encontrarnos con Aquel que nos colma con Su presencia amorosa y nos da Su luz para poder sobrevivir con paz y esperanza en un mundo en tinieblas, una luz que estamos llamados a conservar pero también a compartir...

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XXXI Domingo de Tiempo Ordinario

La santidad y la muerte

uchas gentes las tienen borradas de su mente, porque a una la consideran imposible y a la otra la saben inevitable. De la santidad no se ocupan porque lo

sienten tan inútil como estar con la nariz pegada a la vitrina de un almacén que vende algo tan inalcanzablemente caro que no tiene caso perder el tiempo contemplándolo sabiendo que jamás se le podrá tener. Y de la muerte no quieren acordarse porque sucede como cuando alguien está de vacaciones: no se la pasa pensando en que ya mero se van a terminar porque ello le impediría disfrutarlas y le arruinaría la diversión. Pero entonces llega noviembre y lo primero que nos presenta la Iglesia es la celebración de la santidad y la conmemoración de la muerte, así, pegaditas una tras otra. ¿Por qué? No sólo porque quiere que reflexionemos sobre ellas y nos demos cuenta de que ni la santidad es tan inasequible como creíamos ni la muerte un final, sino, probablemente porque nos está invitando a relacionar una con otra y a comprender que la muerte no será mala noticia sólo si hemos vivido santamente. Y ¿cómo le hacemos para vivir así? Cabe responder citando lo que declaró una famosa escaladora a la que le preguntaron cómo le había hecho para llegar hasta la cima del monte más alto del mundo. Dijo: ‘Dando un paso a la vez. Poniendo toda la atención en dar el

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paso correspondiente a cada momento, sin pensar en lo que todavía falta o en lo lejos que está la meta’. Lo mismo aplica para nosotros. La santidad se alcanza paso a paso, y en este sentido cabe enfatizar algo quizá obvio pero no irrelevante: lo principal es dar el primer paso, ése primer paso que rompe nuestra inmovilidad, ése que vence nuestra inercia, ése con el que por fin nos decidimos a encaminarnos en la dirección correcta. Parece fácil pero no siempre lo es. Puede paralizarnos la costumbre, el miedo, la resistencia al cambio, la desidia. ¿Cómo superar esto? El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 19, 1-10) nos ofrece un elocuente ejemplo en el relato de lo que sucedió a Zaqueo, un jefe de recaudadores de impuestos que quiso ver a Jesús que atravesaba la ciudad; no pudo, en parte porque Zaqueo era bajito, y en parte porque la gente no lo dejaba. Quien ha estado en una multitud tratando de ver a algún personaje importante sabe cómo sucede una batalla silenciosa de empujoncitos y codazos no siempre disimulados para irse adelantando, acomodando, logrando posicionarse para ver mejor, aunque se tape la vista a los de atrás. Y podemos suponer que viendo que el de atrás era Zaqueo, con más ganas se le ponían enfrente pues seguramente era muy odiado por las jugosas ganancias que obtenía a costa del sudor de otros y porque trabajaba para los extranjeros que tenían oprimido a su pueblo. Pero, y he aquí lo que nos interesa, Zaqueo no se amilanó sino que dio lo que podría considerarse un primer paso: corrió a subirse a un árbol para poder ver a Jesús al menos de lejecitos, y su esfuerzo se vio muy recompensado: no sólo Jesús pasó precisamente debajo de ese árbol sino que levantando la vista le anunció “hoy tengo que hospedarme en tu casa”(Lc 19,5). Imagínate cómo te hubieras quedado si estando encaramado en un árbol del camellón de Insurgentes para ver pasar al Papa, éste hubiera hecho parar el papamóvil justo frente a ti y te hubiera invitado a irte con él. Te hubieras dado un ‘ranazo’ de la pura impresión. Pues lo que sucedió a Zaqueo no se compara, ¡Dios mismo quiso hospedarse con él! Y la buena noticia es que no sólo con él, sino también con

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nosotros. Contigo y conmigo. La maravilla de la generosidad de Dios es que mientras damos sólo un pasito cada vez, Él ha recorrido ya todo el trayecto, ha venido desde el cielo para quedarse con nosotros, para compartirnos Su santidad, para traernos la salvación. Es curioso que se suele pensar que Jesús sólo fue a comer a casa de Zaqueo pero en ninguna parte de este texto se habla de comida. Jesús fue a hospedarse. Y Su presencia iluminó la casa y el corazón de Zaqueo, que encontró en ello la fuerza para ponerse de pie (se nos hace notar esa postura no sólo como para indicar que se levantó para tomar la palabra sino para expresar que ya no estaba postrado en la avaricia, la injusticia, etc.) y dio un segundo paso: prometió devolver con creces lo que hubiera robado y compartir lo suyo con los necesitados. En este domingo, en vísperas de celebrar a los santos y conmemorar a los difuntos, llega oportuna como siempre la Palabra para hacernos ver que sí nos es posible ser santos antes que difuntos, porque Aquel que es la fuente de la santidad y de la vida ha puesto, como en Zaqueo, Su mirada en nosotros y ha venido a hospedarse, a quedarse en nuestra casa.

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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

Preguntar para callar...

uscaron el ejemplo más exagerado que se les pudo ocurrir; tan exagerado que resultaba absurdo. Casi se les puede ver, como niños a punto de hacer una

diablura, frotándose las manos, riéndose entre ellos, pensando: ‘¡ahora sí, con ésta lo atrapamos, a ver qué responde, lo vamos a dejar sin saber ni qué decir!’ Eran saduceos, es decir, pertenecían a un grupo religioso cuyos miembros sólo aceptaban los cinco primeros libros de la Ley de Moisés (lo que es para nosotros el Pentateuco en la Biblia), y rechazaban los escritos proféticos en los que se anuncia la resurrección. Y, como desgraciadamente suelen hacer algunas personas, en lugar de acercarse a Jesús con una mente abierta, dispuestos a plantear sus dudas y a tomar en consideración lo que Él les contestara, hicieron lo opuesto: se cerraron, se afianzaron en sus propias ideas y fueron con Él con la sola intención de dejarlo en ridículo y demostrar que los que tenían la razón eran ellos. El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 20, 27-38) nos narra que llegaron con Jesús y, basándose en un precepto que mandaba que si un hombre moría sin haber tenido hijos su hermano debía casarse con la viuda para dar descendencia a su hermano (ver Dt 25, 5-10), le preguntaron qué pasaría si una viuda terminara casándose sucesivamente con siete hermanos porque todos fueran muriendo sin dejar hijos.

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No planteaban esto desde un punto de vista, digamos, legal (pues en ese caso lo que hubiera tenido que suceder con semejante ‘viuda negra’ es que fuera arrestada bajo sospecha de ‘escabecharse’ en descarada y rápida sucesión a sus siete cónyuges, y, si hubiera vivido hoy en día, de paso se formara una ‘comisión investigadora’ para averiguar, ‘hasta sus últimas consecuencias’ y ‘caiga quien caiga’, de cuánto eran los seguros de vida que seguramente había obligado a los finados interfectos a legarle, pero no). Ellos lo planteaban con el único propósito de tratar de probar que no había resurrección. Como no estaba permitido que una mujer tuviera simultáneamente siete maridos, imaginaban que con su ejemplo demostraban que si la viuda y sus siete maridos resucitaran, se armaría una rebatinga por ver quién sería su esposo (aunque más bien cabría pensar que la rebatinga sería para ver ¡quién podría librarse de ello!) y por eso, sintiéndose muy listos y creyendo que Jesús no sabría qué responderles le preguntaron: “cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?” (Lc 20,33) ¿Qué fue lo que hizo Jesús? En primer lugar hay que notar lo que no hizo: no se enojó ni los corrió indignado de que quisieran ponerle un ‘cuatro’. Como siempre, en Su infinita paciencia y misericordia, se tomó el trabajo no sólo de responderles, sino de bajarse a su nivel y usar un argumento basado en uno de los textos de la Sagrada Escritura en los que sabía que ellos creían. Primero trató de hacerles ver que estaban errados al considerar la resurrección como una especie de vuelta a la vida de siempre, siendo que es una realidad muy distinta, de una plenitud inimaginable. Y luego, citando un texto del libro del Éxodo, que ellos aceptaban y conocían de memoria, les dio una interpretación que nunca se les había ocurrido y concluyó con una afirmación incontestable: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.”(Lc 20,38). Así, quienes habían venido a dejarlo callado fueron los que se quedaron mudos. Dice San Lucas que luego de esto ya no se atrevieron a preguntarle nada más (ver Lc 20, 40).

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De esta escena nos queda, además de la consoladora certeza de que existe la Resurrección, la de que podemos acercarnos siempre al Señor, a plantearle lo que sea, con la seguridad de que no nos arrojará de Su lado sino verá la manera de irnos respondiendo, pacientemente, según podamos entender, pero también comprender que no nos conviene buscarlo con prejuicios, esperando de antemano que nos responda de cierta manera, sino ir siempre hacia Él con el corazón abierto a recibir Su respuesta, y, si acaso ésta nos deja sin habla, aprovechar ese inesperado silencio, no para pensar cómo le reviramos (como, luego se vio que hicieron los saduceos), sino para en verdad reflexionar...

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XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Saber a tiempo...

e haber sabido. Solemos usar esta frase para expresar que si hubiéramos tenido información sobre cierto suceso

antes de que éste sucediera, hubiéramos reaccionado de manera muy distinta a como lo hicimos. Nos encantaría conocer el futuro para poder prepararnos para lo que venga, pero es imposible. Sin embargo lo que no es posible para nosotros sí lo es para Dios. Prueba de ello es el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 21, 5-19), en el cual Jesús anunció situaciones que sucederían a futuro, advertencias para Sus discípulos, algunas de las cuales nosotros podemos aprovechar hoy como recomendaciones para tener en cuenta en nuestra vida actual. Por ejemplo la primera. La dijo Jesús cuando estaba con Sus discípulos en el Templo de Jerusalén, una construcción imponente, grandiosa, que se alcanzaba a ver desde muy lejos y a todos dejaba boquiabiertos por sus dimensiones. Dice el Evangelio que algunos (no dice quiénes) estaban admirando la solidez de la construcción y la belleza de sus adornos cuando Jesús dijo: “Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido”(Lc 21,6). ¿Te imaginas la cara que habrán puesto los que oyeron semejante anuncio? Si Jesús hubiera sido guía de turistas lo hubieran despedido de inmediato, pues la gente que visita un lugar no quiere oír

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predicciones tan lúgubres. Pero no lo era. Y tampoco era un aguafiestas ni quería molestar. Entonces, ¿por qué hizo ese comentario? Cabe pensar que, además de que quizá quería irlos preparando para comprender que el antiguo culto, limitado al Templo, con sus sacrificios y holocaustos quedaría superado porque aquí estaba Alguien, Él, que era más grande que el Templo, probablemente también quería ayudarlos a comprender que en este mundo aun lo que parece más sólido y estable es susceptible de ser destruido y desaparecer. Jesús no era guía de turistas sino de peregrinos, de todos los que peregrinamos en este mundo, y buscaba animarlos, a ellos y a nosotros, a no poner la confianza en algo que tarde o temprano la defraudará. Sus palabras deben haberles caído como balde de agua fría. Que de ese sitio tan espectacular y del que se sentían tan orgullosos no fuera a quedar nada era lo último que hubieran querido oír, pero era lo primero que necesitaban escuchar, para poder prepararse, para irse desapegando, rompiendo ataduras, haciéndose el ánimo de que nada en este mundo es para siempre. Y en ese sentido, las palabras de Jesús nos conciernen también a nosotros, aunque ya sepamos que en el año 70 el Templo fue destruido, tal como vaticinó Jesús. Porque no podemos conformarnos con pensar: ‘Se cumplió lo que predijo, pobres, qué pena lo que les sucedió’, sino atrevernos a aplicar esas palabras a nuestra realidad de hoy y considerar que de cualquier cosa de este mundo que admiramos, creemos muy sólida y a la que nos aferramos pensando que nunca se nos va a acabar, un día puede no quedar nada. Si tenemos un buen trabajo, o una cuenta en el banco, o buena salud, o seres queridos que están pendientes de nosotros, o una casa propia o lo que sea que nos haga sentir seguros, no podemos permitirnos poner en ello nuestra seguridad porque el único seguro es Dios. Que nadie diga que no nos lo advirtió...

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Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

Real locura

magínate que cuando mueras te ves de pronto en una gran sala de espera llena de gente que aguarda su turno para su juicio personal ante Dios. Te sientas y te dispones a pasar

el tiempo lo mejor posible, total ya te moriste, no tienes prisa ni nada mejor que hacer. Te pones a mirar alrededor y te das cuenta de que hay cuatro puertas, una grande y dorada por donde entran y salen los que van a su encuentro con Dios, y, aparte, otras tres: La primera de éstas es muy bella y luminosa, aunque demasiado angosta, y alcanzas a ver que no tiene picaporte por dentro, aunque ni falta que hace porque por la cara de felicidad que ponen los que entrar por ahí no se ve que quieran salir. La segunda es de esas puertas abatibles que lo mismo se abren hacia adentro que hacia afuera. Entran por ella casi todos los que salen de ver a Dios, y también salen muchos a intentar meterse por la puerta estrecha. Los que no lo consiguen se regresan, y te das cuenta de que su fallido intento se debe a que traen cargando un montón de cosas, y te preguntas por qué será que se aferran a todo eso si con desecharlo pasarían sin problema. No entiendes a la gente. Por último, hay una puerta oscura y fea, que cuesta trabajo abrir porque es pesada y rechina horriblemente; tampoco tiene picaporte por dentro pero no lo necesita pues aunque los que entran por ahí quizá querrían salir no pueden

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hacerlo pues al abrirla caen por una empinada resbaladilla que los precipita a un abismo. Luego de haberlo visto todo y de haber pasado en la sala de espera un rato que ya te está pareciendo eterno -es un decir- decides entretenerte en algo así que te pones a tratar de adivinar a cuál de las tres puertas entrará cada persona que sale de ser juzgada. Te empieza a gustar el jueguito porque le estás atinando a todos y hasta comienzas a lamentar que aquí no haya ‘pronósticos novísimos’ porque seguro te ganabas el premio mayor, o casi (si no hubiera sido por esa viejita que jurabas que entraría por la primera puerta y acabó en la última, caras vemos...). Y así, la sala se va desocupando hasta que te das cuenta de que sólo quedan dos tipos y tú. Los volteas a ver con cierta sonrisa solidaria como diciendo: ‘ya merito nos toca’ cuando la sonrisa se te congela y te alegras de que estén sentados al otro extremo. Es que los reconociste de inmediato. Sus fotos salieron en las noticias. Son tremendos delincuentes y lo que sabes de ambos te horroriza. Uno de ellos se pasea de un lado al otro visiblemente furioso y por fin en lugar de aguardar su juicio, abre la tercera puerta y se tira de cabeza. Te extraña su decisión pero no a dónde fue a parar, ya lo tenías calculado, un ‘pronóstico’ más que aciertas. Entonces el otro entra a juicio. Supones que tardará mucho porque de seguro le van a ‘leer la cartilla’, y te sorprende verlo salir casi de inmediato, pero lo que te deja verdaderamente boquiabierto es verlo entrar ¡por la primera puerta! ¿Cómo es posible?, ¡si era de lo peor y cometió atrocidades! Muy molesto, no tanto porque ya se te arruinaron tus perfectos pronósticos sino porque te parece que se cometió un inadmisible error, una locura, te levantas al instante a buscar a algún funcionario celestial para informarle que hubo un ‘colado’ y pedir que lo expulsen de inmediato, pero cuando hallas a un encargado y le expones el asunto, sólo sonríe, te da una Biblia y te señala, entre otros, un texto del Evangelio

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según San Lucas (el que se proclama este domingo en Misa, ver Lc 23, 35.43), que narra cuando uno de los dos malhechores que estaban crucificados con Jesús lo defendió de los insultos del otro y le pidió: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”, y Jesús le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Comprendes entonces que no ha habido error, aunque sí locura. La locura de la misericordia de Dios que se prodiga a manos llenas no a quien cree merecerla sino a quien reconoce necesitarla, aunque sea en el último instante; la locura de un Rey que renunciando a Sus privilegios, aceptó venir a someterse a nuestra humana condición y ser clavado en una cruz con tal de compartirnos Su Reino de amor, paz, alegría, esperanza y perdón, y a nadie, a nadie, quisiera dejar fuera de esa invitación.

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OBRAS DE ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

Libros publicados por E d i c i o n e s 7 2 :

PARA ORAR EL PADRENUESTRO (Reflexionar y orar sobre cada frase del Padrenuestro)

POR LOS CAMINOS DEL PERDÓN Disponible también en MP3 (Guía práctica para lograr perdonar).

SI DIOS QUIERE Guía práctica para discernir la voluntad de Dios en tu vida

CAMINO DE LA CRUZ A LA VIDA (Reflexiones sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús)

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