Agustinismo y aristotelismo en la tradición política cristiana

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Agustinismo y aristotelismo en el pensamiento político cristiano Manfred Svensson ¿Importa tener alguna conciencia de las más remotas tradiciones de pensamiento político cristiano? Quiero partir con un breve ejemplo de por qué puede importar. Todos estamos acostumbrados a que en algún punto de una discusión política, uno de los involucrados le diga al otro que Jesús habría mandado dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, que por tanto hay que separar Iglesia y Estado, y la Iglesia debiera dejar de meterse en tal o cual tema. Ahora bien, todos estamos acostumbrados a asentir ante este tipo de argumento, pero precisamente porque todos hemos sido criados de modo uniforme en una tradición política para la que éstas son las premisas básicas: que hay ciertos temas de los que es mejor mantener alejadas a las iglesias, que en eso consiste la separación entre Estado e Iglesia, y que de eso estaba hablando Jesús al distinguir lo del César de lo de Dios. Pero, ¿no puede Jesús haber estado hablando de otra cosa? Una mirada a Agustín, de quien nos ocuparemos a continuación, puede ser reveladora: cuando Agustín comenta esas palabras de Jesús, su interpretación es siempre la siguiente: a César hay que dar la imagen de César, que es lo que se ve en una moneda. ¿Y a Dios? ¿Será que le debemos dar otra moneda? No: así como al César hay que darle la imagen del César, que se encuentra en una moneda, a Dios hay que darle la imagen de Dios, que es el hombre completo 1 . Si se lee el texto bíblico así, no nos está hablando sobre cómo Iglesia y Estado se deben repartir la realidad, sino sobre distintos tipos de lealtad; estaría contrastando lealtades parciales –aunque igualmente obligatorias- con lealtades últimas. No necesito decir lo que significaría para nuestra aproximación a la política el que pudiésemos mantener continuidad con una tradición de pensamiento cristiano capaz de leer de ese modo la Biblia. Conocer las distintas tradiciones de pensamiento político cristiano nos permite además liberarnos de los ídolos del presente, y por eso es que he querido dirigir aquí la mirada a dos autores de la antigüedad –uno de la clásica antigüedad pagana y otro de la tardía antigüedad cristiana- autores que juntos (sea “sintetizados” o en tensión) han ejercido la más larga influencia sobre el pensamiento político cristiano, grosso modo del siglo V al XVII. Desde entonces tal influencia por supuesto se ha visto reducida por el nacimiento del liberalismo político moderno, pero no han faltado los “avivamientos” de estos dos autores. Debo comenzar reconociendo que esto puede parecer extraño: Aristóteles, después de todo, es un pagano. Pero si es así, ¿su influencia en la historia del pensamiento cristiano debe ser celebrada o más bien denunciada como “síntesis” ilegítima? El caso de Agustín es algo más sencillo –después de todo es la principal influencia sobre los reformadores protestantes-, pero no completamente sencillo, pues estamos acostumbrados a celebrarlo sólo como doctor de la gracia. ¿Puede ser defendido como pensador más allá de eso, y en particular como pensador político? Para poner las cartas sobre la mesa de inmediato: voy a hablar positivamente de ambos autores. Creo que –con todo lo que haya que criticar aspectos puntuales de sus obras 2 - son dos autores de los que nos podemos nutrir de modo muy provechoso si buscamos modos radicalmente distintos de pensar la política que lo ofrecido por el mercado contemporáneo. 1 Véase, entre otros, Agustín, sermón 113a, 8. 2 Naturalmente las posiciones de Aristóteles sobre la esclavitud y las de Agustín sobre la persecución de cismáticos. Pero en ambos casos se trata de doctrinas que se encuentran muy débilmente conectadas con el resto de su pensamiento político, lo cual facilita nuestra tarea de “purificación” de estos autores.

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Agustinismo y aristotelismo en el pensamiento político cristiano Manfred Svensson ¿Importa tener alguna conciencia de las más remotas tradiciones de pensamiento político cristiano? Quiero partir con un breve ejemplo de por qué puede importar. Todos estamos acostumbrados a que en algún punto de una discusión política, uno de los involucrados le diga al otro que Jesús habría mandado dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, que por tanto hay que separar Iglesia y Estado, y la Iglesia debiera dejar de meterse en tal o cual tema. Ahora bien, todos estamos acostumbrados a asentir ante este tipo de argumento, pero precisamente porque todos hemos sido criados de modo uniforme en una tradición política para la que éstas son las premisas básicas: que hay ciertos temas de los que es mejor mantener alejadas a las iglesias, que en eso consiste la separación entre Estado e Iglesia, y que de eso estaba hablando Jesús al distinguir lo del César de lo de Dios. Pero, ¿no puede Jesús haber estado hablando de otra cosa? Una mirada a Agustín, de quien nos ocuparemos a continuación, puede ser reveladora: cuando Agustín comenta esas palabras de Jesús, su interpretación es siempre la siguiente: a César hay que dar la imagen de César, que es lo que se ve en una moneda. ¿Y a Dios? ¿Será que le debemos dar otra moneda? No: así como al César hay que darle la imagen del César, que se encuentra en una moneda, a Dios hay que darle la imagen de Dios, que es el hombre completo1. Si se lee el texto bíblico así, no nos está hablando sobre cómo Iglesia y Estado se deben repartir la realidad, sino sobre distintos tipos de lealtad; estaría contrastando lealtades parciales –aunque igualmente obligatorias- con lealtades últimas. No necesito decir lo que significaría para nuestra aproximación a la política el que pudiésemos mantener continuidad con una tradición de pensamiento cristiano capaz de leer de ese modo la Biblia. Conocer las distintas tradiciones de pensamiento político cristiano nos permite además liberarnos de los ídolos del presente, y por eso es que he querido dirigir aquí la mirada a dos autores de la antigüedad –uno de la clásica antigüedad pagana y otro de la tardía antigüedad cristiana- autores que juntos (sea “sintetizados” o en tensión) han ejercido la más larga influencia sobre el pensamiento político cristiano, grosso modo del siglo V al XVII. Desde entonces tal influencia por supuesto se ha visto reducida por el nacimiento del liberalismo político moderno, pero no han faltado los “avivamientos” de estos dos autores. Debo comenzar reconociendo que esto puede parecer extraño: Aristóteles, después de todo, es un pagano. Pero si es así, ¿su influencia en la historia del pensamiento cristiano debe ser celebrada o más bien denunciada como “síntesis” ilegítima? El caso de Agustín es algo más sencillo –después de todo es la principal influencia sobre los reformadores protestantes-, pero no completamente sencillo, pues estamos acostumbrados a celebrarlo sólo como doctor de la gracia. ¿Puede ser defendido como pensador más allá de eso, y en particular como pensador político? Para poner las cartas sobre la mesa de inmediato: voy a hablar positivamente de ambos autores. Creo que –con todo lo que haya que criticar aspectos puntuales de sus obras2- son dos autores de los que nos podemos nutrir de modo muy provechoso si buscamos modos radicalmente distintos de pensar la política que lo ofrecido por el mercado contemporáneo. 1 Véase, entre otros, Agustín, sermón 113a, 8. 2 Naturalmente las posiciones de Aristóteles sobre la esclavitud y las de Agustín sobre la persecución de cismáticos. Pero en ambos casos se trata de doctrinas que se encuentran muy débilmente conectadas con el resto de su pensamiento político, lo cual facilita nuestra tarea de “purificación” de estos autores.

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Parto, pues, por esbozar en dos palabras algunos aspectos centrales de cada uno. Mi meta es contraponerlos a la tradición liberal predominante hoy. Dicha tradición se caracteriza por posiciones como la separación de la vida pública y la privada, la constitución de lo político como una esfera estrictamente autónoma y la reducción de la política a fines como el bienestar material. Una sociedad racionalmente organizada, escribe Kant en un texto representativo para estas ideas, es una sociedad cuyos habitantes pueden ser hombres malos y al mismo tiempo ciudadanos buenos: así, sentencia, incluso una sociedad de demonios podría funcionar3.

¿Cómo reaccionarían ante eso los autores que aquí tratamos? Parto por el segundo de los autores, porque el cristianismo se nutrió antes de Agustín que de Aristóteles aunque éste haya vivido 800 años antes que aquél. Y lo que más vinculamos con Agustín es la idea de dos ciudades. ¿Pero a qué se alude con esta idea de dos ciudades? Veámoslo a partir de un texto representativo:

Dos ciudades se desenvuelven desde el comienzo del género humano y hasta el fin de este tiempo (saeculum): una de los inicuos y otra de los santos. Por ahora están corporalmente mezcladas (permixtae corporibus), pero separadas en cuanto a su voluntad (voluntatibus separatae); pero en el día del juicio también deberán ser separadas corporalmente. En efecto, todos los hombres que aman la soberbia y el dominio temporal, así como el vano orgullo y la pompa de la arrogancia, así como todo espíritu que busca la propia gloria mediante el sometimiento de los hombres, constituyen simultáneamente una sociedad. Y, si bien en ocasiones luchan unos contra otros por estas cosas, sin embargo se precipitan en una misma profundidad por el peso de su deseo (pondere cupiditatis), y se unen unos a otros por la similitud de sus hábitos y méritos. Por otra parte, todos los hombres y todos los espíritus que humildemente buscan la gloria de Dios en lugar de la propia, y que lo siguen con piedad, pertenecen a una misma sociedad4.

Varios puntos merecen ser resaltados en este texto. En primer lugar, está hablando de lo que ocurre en este saeculum, de lo que ocurrirá hasta el fin de los tiempos. Y lo que ocurrirá es que de comienzo a fin haya dos “ciudades”, una de buenos y otra de malos. ¿Son éstas realmente ciudades? Desde luego que no, pues en la línea siguiente nos dice que están mezcladas. Y Jerusalén y Babilonia, como unidades políticas existentes en la historia, no pueden haber estado mezcladas, o habrían sido una misma ciudad. Jerusalén, Babilonia, Roma: en la obra de Agustín tales ciudades son tipos. De lo que en realidad hablamos cuando dice “ciudades” es de géneros de hombres. Lo que ocurre y seguirá ocurriendo hasta el final de los tiempos, es que los hombres buenos y los malos, separados por un tipo distinto de voluntad, seguirán existiendo juntos hasta el fin. ¿Qué tan juntos? Mezclados “corporalmente”. Podríamos también traducirlo como “institucionalmente”: mezclados en unos mismos cuerpos sociales. ¿En qué cuerpos sociales? En Jerusalén, Roma, Babilonia ahora tomados no como tipos, sino como entidades políticas existentes. Sí, pero también vivimos mezclados en dos campos fundamentales: en la sociedad política y en la Iglesia. Una y otra son agrupaciones en las que hasta el fin de los tiempos los buenos tendrán que soportar a los malos. ¿Cómo es que están entonces unidos en medio de tal mezcla? Dice que los hombres de un mismo género se unen por un mismo peso de la voluntad (pondus voluntatis). Se trata de una fundamental metáfora agustiniana. Hacia el final de las Confesiones 3 Kant, La Paz Perpetua, Suplemento Primero. 4 cat. rud. 19, 31.

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Agustín la había inmortalizado con la expresión “mi amor es mi peso” (pondus meum amor meus)5. Tal como los cuerpos físicos son llevados a su lugar de reposo por su peso, los cuerpos leves hacia arriba y los pesados hacia abajo, así también los hombres tenemos un peso por el que somos llevados, arrastrados, impelidos hacia nuestro lugar de reposo, y ese peso es nuestro amor. Distintos hombres aman distintas cosas, y así son llevados en distintas direcciones. Lo decisivo es que no tenemos respecto de nuestro amor una libertad indiferente o indeterminada: lo que amamos nos obliga. Así es como Agustín puede hablar de que si bien ciertos amores llevan a los malos a luchar entre sí, al mismo tiempo los arrastran por su peso en una misma dirección. Las dos sociedades, las dos ciudades, son hombres asociados por un mismo tipo de amor. Podemos pues dejar como firmemente asentada la idea de que la doctrina de las dos ciudades es una teoría que podríamos calificar como primariamente “psicológica”, no “sociológica”. Esto es, no es una doctrina sobre tipos rivales de instituciones, sino sobre tipos rivales de amor. Con todo, tal separación de lo psicológico y lo sociológico sólo tiene sentido si con ello nos limitamos a marcar un énfasis. Hablar sin más de esto como una doctrina sobre tipos de amor sería olvidar el punto decisivo: que distintos tipos de amor forman distintos tipos de sociedades. Como lo expresa Agustín en un sermón: “¿Qué otra cosa es Roma sino los romanos?”6 Desde luego la toma de conciencia al respecto debiera producir en nosotros cierto escepticismo ante los intentos por separar radicalmente las convicciones privadas de los ciudadanos de su actuar público. Pero también deberíamos tal vez cambiar nuestro modo de describir el pensamiento político de Agustín. No es tanto una doctrina sobre dos “ciudades” –aunque él usa esa expresión-, sino una doctrina sobre dos ciudadanías. La portada ideal para una edición de La Ciudad de Dios no es el dibujo de una ciudad fortificada, sino un pasaporte o un salvoconducto, una identidad que nos lleva a alguna parte. No es un dualista en el sentido de separar a los buenos y los malos en esta tierra, pero sí le interesa resaltar que en este mundo, en cada una de sus ciudades, viven personas con dos lealtades últimas, dos ciudadanías, opuestas. Quien logra ver ese punto del pensamiento de Agustín, sin duda verá también en qué sentidos sigue siendo un autor relevante para sociedades pluralistas como las contemporáneas. Pasemos a una breve descripción de Aristóteles. A él lo podemos caracterizar sobre todo por su énfasis en la naturalidad de la polis. ¿Pero qué significa esto? Que el hombre es un animal social suena trivial. Pero Aristóteles escribe que el hombre es un animal social de un modo mucho más fuerte que “las abejas o cualquier otro animal gregario”. ¿Qué puede significar eso? El argumento de Aristóteles es simplemente que, a diferencia de los otros animales, “el hombre tiene palabra”. “Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto”7. Una vez más, son afirmaciones que pueden sonar triviales, pero el punto de las mismas es muy poco trivial. De hecho, se trata de huir de la idea trivial de que la sociabilidad esté idealmente representada por las abejas: más social, le parece a Aristóteles, el caso de los hombres, que pelean sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, etc. ¿Pero no es eso más bien antisocial? ¿No conduce a las peleas que hacen tan poco idílica la sociedad humana? Efectivamente, pero eso es lo interesante. El ideal de Aristóteles no es –como tampoco para Agustín- un estado de 5 Conf. XIII, 9, 10. 6 s. 81, 9. 7 Política I, 2.

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bienestar. Tal vez acostumbramos confundirnos en este punto. Aristóteles, después de todo, es célebre por escribir que todos los hombres buscan la felicidad, y porque intenta fundamentar la moralidad en dicha búsqueda. Pero “felicidad” para él no es un estado de las personas, sino un tipo de actividad8. Tal vez haríamos mejor en traducir su eudaimonia como “vida lograda” en lugar de “felicidad”, dado que este término está contaminado por la versión reducida que hoy tenemos de la felicidad. Y una vida lograda implica por supuesto lucha. “La comunidad existe con el fin de las buenas acciones –escribe- y no de la convivencia”9. Y al escribir eso se enfrenta por anticipado a todos los contractualismos minimalistas modernos: afirma que los hombres no se han unido ni “para formar una alianza de guerra”, ni “para los intercambios comerciales y la ayuda mutua” ni para dar “garantía de los derechos de unos y otros”. Todas esas cosas desde luego son parte de la vida en sociedad, pero los hombres viven unidos no sólo buscando satisfacer las necesidades básicas de la vida, sino por la búsqueda de la vida buena10. Esto es un tipo de reflexión política distinta a la de Agustín, pero hay, desde luego, muchos sentidos en que estos autores se complementan, sentidos en que históricamente han interactuado, y aspectos en que deben ser recuperados para enfrentar los problemas políticos de hoy. Quiero tocar dos temas específicos, para ver por qué puede ser interesante pensar de la mano de Agustín y Aristóteles. El primer tema es la autonomía del saber político, esto es, si acaso hay que pensar el saber político como independiente de otros saberes como la teología. El segundo tema, en tanto, es la finalidad del gobierno, si acaso debemos esperar del gobierno sólo paz, seguridad y bienestar, o si debe éste preocuparse por el bien humano de un modo más radical. Parto por notar que en estos dos puntos el pensamiento político moderno fue radicalmente rupturista: la ciencia política moderna surge como un saber totalmente autónomo y el fin del gobierno es mínimo. Ambos puntos están por lo demás ligados. Maquiavelo escribe que “un príncipe no debe tener otro objetivo, ni otra preocupación, ni considerar cosa alguna como responsabilidad personal, excepto la guerra”11. Otros modernos no reducirían la política a la guerra, sino a la conservación de la propiedad (Locke). Pero siempre se trata de reducirla a un elemento, a una concepción minimalista del fin del gobierno. Y para garantizar que se va a alcanzar ese fin mínimo es que se declara la independencia de lo político respecto de todo lo restante. En palabras del mismo Maquiavelo: “un príncipe, para conservar el Estado, a menudo se ve forzado a obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión”12. El nuevo saber político es uno que le permita cumplir el fin mínimo que se ha fijado, y que para eso deje de lado consideraciones distintas de las políticas, como son las consideraciones morales o religiosas. No necesito decir que Aristóteles y Agustín estarían juntos en contra de esto. Pero lo estarían de modo distinto. Para Agustín no hay sentido alguno en que la política sea una ciencia autónoma. Para Aristóteles sí, pero de un modo muy distinto de como lo es para modernos. En primer lugar debemos notar en qué sentido sí es para él una ciencia autónoma: las ciencias se definen por sus objetos propios, y el objeto de la política es

8 En EN I la califica doblemente, como eu zen y eu prattein. 9 Política III, 9. 10 Al respecto cf. Reflexión Política Evangélica I. 11 Maquiavelo, El Príncipe, cap. 14. 12 Maquiavelo, El Príncipe, cap. 18.

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práctico. En ese sentido es una ciencia autónoma respecto de los conocimientos que nos da la ciencia natural, pero también respecto de los conocimientos que nos da la teología. ¿Qué decir sobre esto? En cierto sentido esto ha tenido un efecto saludable en la historia del pensamiento cristiano. Lo podemos ilustrar con el principal colaborador de Lutero, Melanchthon, quien en su comentario a la Política de Aristóteles escribe lo siguiente: “Sócrates, al fundar su teoría política, sugería expulsar a los poetas de su ciudad; nosotros no llegaremos al punto de expulsar a los teólogos de la ciudad, pero sí los quitaremos de los cargos de gobierno de la república”13. No creo que esté demás mantener viva esta propuesta en nuestras iglesias, y de paso la mención de Melanchthon nos recuerda –contra un mito ampliamente extendido- que el aristotelismo siguió vivo desde el primer minuto entre los protestantes. Pero hay un sentido en que debemos mirar con sospecha la autonomía que propone Aristóteles: pues desde luego conocer al Dios que proclamamos los cristianos sí tiene que ver con los fines prácticos para los que existe el hombre, por lo que no podemos concebir la teología y la política como saberes totalmente separados el uno del otro. Y en ese sentido es bueno que el aristotelismo entre los cristianos siempre esté “contagiado” por la tendencia agustiniana a reducir la autonomía de las disciplinas. Pero es muy importante, antes de dar ese paso, captar que la autonomía de las disciplinas como está propuesta por Aristóteles es muy distinta de la autonomía como desde Maquiavelo la entienden los modernos. La diferencia principal radica en que para Aristóteles la política es un saber práctico y no un saber técnico. La idea de que “para conservar el Estado” haya que actuar a veces “contra la humanidad” o “contra la religión” no tiene para un aristotélico sentido alguno. Porque es sólo en los saberes técnicos donde los medios usados pueden tener esa relativa indiferencia respecto del fin perseguido. En la vida práctica, en cambio, ocurre más bien que tenemos que dejar de lado la terminología de “medios” y “fines”. Lo correcto en las materias prácticas es hablar más bien de “partes” y “todos”. Los amigos son “parte” de nuestra felicidad, pero no son un “medio” para ella. ¿Tiene alguna relevancia hacer ese tipo de precisiones? Piénsese en lo siguiente: las grandes divisiones entre los modernos son sobre si hay que ver al individuo como medio para el Estado o al Estado como medio para el individuo. Si aprendemos a pensar con Aristóteles, tal disyuntiva simplemente se desarma: ninguno es medio, sino que los individuos son parte del Estado. Y no se puede alcanzar la felicidad del todo actuando contra el bien de una parte del mismo todo14. Paso al segundo punto, la cuestión de los fines del gobierno. ¿Debe la ley limitarse a producir orden público? ¿Seguridad y bienestar? ¿O debe llevar a los hombres al menos a una conformidad externa con la ley divina en todos sus aspectos? ¿O algo entremedio? ¿Para qué existe el Estado? Ya hemos visto que el liberalismo tiene al respecto una posición minimalista. Y Aristóteles, por lo que hemos visto, podría ser calificado de “maximalista”: el fin de la vida en sociedad es la vida buena y, por tanto, “la ley lo abarca todo”15, como escribe en su Ética. Notemos, de partida, que esto es una pregunta candente para la actuación política de las iglesias evangélicas: una cosa es mostrar que hay problemas morales serios en nuestra sociedad, y otra es esperar que la ley se ocupe de ello. ¿Hasta qué punto o con qué problemas morales debe hacerlo? Aristóteles, como

13 Corpus Reformatorum 16, 431. 14 Para una buena exposición de este tipo de ideas aristotélicas –actualizada y escrita para nuestra sociedad (no para los estudiosos de Aristóteles)- véase Joaquín García-Huidobro, Simpatía por la Política. 15 Ética a Nicómaco V, 1.

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hemos visto, parecería aquí aliado de quienes quieren que abarque lo más posible. Pero pocos aristotélicos cristianos lo han seguido del todo en eso (tampoco Tomás de Aquino)16. Agustín, en cambio, parece encontrarse en el extremo opuesto: no cree que el Estado sea natural del modo en que lo cree Aristóteles, sino que parece ver el poder político como algo surgido como mero remedio tras la caída17. Aunque en realidad el punto en el que afirma eso es uno de los pasajes más oscuros de Agustín, pues lo que nos dice es lo siguiente: que hay algunas relaciones de subordinación que son naturales, parte del diseño original de la creación –como la subordinación de las pasiones a la razón o de los hijos a un padre-, pero que hay otras que son fruto de la caída –como la existencia del poder político. Pero unas pocas líneas más adelante nos dice que “la familia debe ser el principio y la parte mínima de la ciudad”18. Si es así, se podría responder, autoridad paterna y autoridad política no son tan distintas como para pensar que una es natural y la otra fruto del pecado. Entonces tal vez debamos moderar la impresión según la cual Agustín atribuye al Estado una función meramente negativa, de sola contención del mal tras la caída. Y si bien uno encontrará la definición puramente negativa en algunos pensadores reformados como Kuyper, entre los reformadores predomina más bien el rechazo de la misma19. Quedamos entonces en suspenso respecto de cuál es el fin del gobierno según Agustín. Pero –y esto creo que es crucial para nuestra situación- preguntar por el fin del gobierno es distinto de preguntar por el fin de la sociedad; y respecto del fin de la sociedad Agustín es bastante más explícito. Ciertamente su fin no es el tipo de “grandeza” a la que nos invita Maquiavelo. En un notable pasaje del libro IV de la Ciudad de Dios Agustín hace la siguiente la pregunta: “si quitamos la justicia, ¿qué son los reinos sino gigantescas cuevas de ladrones?”20 Necesitamos definir la sociedad no sólo por los medios que usa –modos de designar gobernantes, monopolio estatal de la violencia, etc.-, sino también por ciertos contenidos. Y entre ellos, como indica la pregunta retórica de Agustín, ocupa un lugar fundamental la justicia. En realidad Agustín va a evitar luego usar la justicia como el elemento decisivo, pero mantendrá siempre un contenido, no una forma, como lo que nos permite hablar con relevancia sobre los pueblos. En el libro XIX ensaya la siguiente definición de pueblo: “un pueblo es la agrupación de una multitud racional, asociada por la comunión concorde en las cosas que ama”21. Con eso llegamos al final, pero estamos al mismo tiempo de regreso en nuestro punto de partida, en una doctrina sobre tipos distintos de amores. Los pueblos pueden ser jerarquizados por el tipo de cosas que aman, y así –termino con una cita de Agustín- un pueblo será “tanto mejor cuanto en mejores cosas sea concorde y tanto peor cuanto peores sean éstas”22.

16 Según se puede ver en S. Th. I-II q. 96 a. 2. 17 Civ. XIX, 14-16. 18 Civ. XIX, 16. 19 Véase Calvino, Inst. IV, 20, 22. 20 Civ. IV, 4. 21 Civ. XIX, 24. populus est coetus multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus. 22 Civ. XIX, 24.