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Adames Mayorga, Enoch. La crisis de las ciencias sociales y los retos de la pobreza y la marginalidad. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 5-14. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/mayorga.rtf
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MUNDO
MULTIPOLAR
LA CRISIS DE LAS CIENCIAS SOCIALES Y LOS
RETOS DE LA POBREZA Y LA MARGINALIDAD
Enoch Adames Mayorga*
*Sociólogo, miembro del comité editorial de la revista Tareas y profesor del
Departamento de Sociología de la Universidad de Panamá.
Introducción Estudiar tópicos como pobreza y marginalidad inscritos ya en una tradición
investigativa de las ciencias sociales, no siempre da cuenta del carácter histórico de
dichos tópicos como tampoco de las transformaciones que al interior de las ciencias
sociales se han producido en torno a sus objetos de estudio. Este breve ensayo
pretende fijar algunos ejes analíticos, tendientes a relevar de manera crítica la actual
situación de las ciencias sociales frente a movimientos y procesos de una realidad que no se agota en sí misma.
El saber social: Algunos antecedentes
Como se sabe, las ciencias sociales surgen y se desarrollan en América Latina,
siendo parte de los proyectos de modernización social y política que se definen a partir de os procesos de consolidación de los estados nacionales. Estas ciencias sociales
producían, al igual que hoy, un conjunto de representaciones científicamente avaladas
sobre el modo en que “operaba” la sociedad, como también sobre los “mecanismos”
mediante los cuales podían corregirse o superarse las distorsiones del modelo
existente (Castro-Gómez).
Las problemáticas que se inscribieron en el registro temático de estas ciencias sociales latinoamericanas dan cuenta del nivel de intervención que se les pedían y de
su nivel de contribución al proyecto de modernización de dichas sociedades, como
eran los estudios e investigaciones sobre:
- Capacidades de dominio y control del Estado - Mecanismos de legitimación político institucional
- Identidades culturales y solidaridades nacionales
- Representación política y valores ciudadanos
- Competencias locales e inserción internacional
Y de manera más reciente, en el registro de la teoría de la dependencia, los temas de las clases sociales y su relación con la dominación y la explotación hicieron su
alcance a los problemas de la marginalidad, intentando, como lo dijo F. H. Cardoso en
su ocasión, “una perspectiva de análisis teórico-metodológico que tiende a transformar
el tema de la marginalidad de una simple proposición ideológica en un problema de
conocimiento”. (Cardoso: 182)
Esta descripción temática extremadamente esquemática – que no reconstruye el
movimiento del conocimiento en la articulación analítica de temas, problemas, autores
y estructuras sociales – pretende mostrar la contribución del conocimiento
especializado a los procesos de producción material y simbólica comprometiendo las ciencias sociales como dispositivo de saber/poder. El papel que el conocimiento
producido por parte de las ciencias sociales, ya sea en la consolidación de los estados
nacionales, en los procesos posteriores de modernización de la sociedad
latinoamericana, o en el registro teórico de un pensamiento crítico, es co-constitutivo de lo que Foucault denomina “régimen de verdad”, que le es propio al episteme de una
época, dándole sustancialidad a las estructuras de poder tanto políticas como acadé-micas que surgieron desde los distintos modelos de desarrollo económico-social
agotados o realizados históricamente.
Al respecto vale la pena señalar una directriz teórico-metodológica central al
pensamiento de Foucault que manifiesta que “cada sociedad tiene su régimen de
verdad, su „política general‟ de la verdad: es decir, los tipos de discurso que acoge y
hace funcionar como verdaderos o falsos, el modo como se sancionan unos y otros; las técnicas y los procedimientos que están valorizados para la obtención de la verdad; el
estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero” (Foucault:
143).
En contribución a lo anterior, debemos recordar que la institucionalización de las
ciencias sociales en América Latina es un fenómeno reciente que no data de más de 50 años, proceso de institucionalización que se refiere a las estructuras académicas y de
poder que regulan y legitiman en América Latina la producción de los llamados
discursos científicos, que expresan desarrollos desiguales, y que a su vez que se ins-
criben en distintas tradiciones teóricas e intelectuales, todos marcados por una
episteme epocal, aún hoy.
Wallerstein ha mostrado de manera prolija cómo las ciencias sociales desde su matriz eurocéntrica, se convirtieron en un instrumento esencial para ese proyecto de
organización y control de la vida humana que hemos denominado “modernidad”. Es
un lugar común reconocer que el sistema de clasificación y sus estructuras de
conocimiento de las ciencias sociales, no se limitan solamente a la elaboración de
sistemas abstractos de naturaleza axiomática que llamamos ciencias, sino que definen
políticas y con ello intervienen en la realidad, preservando o modificando comportamientos y procesos. Sin embargo, es este aparato conceptual de naturaleza
eurocéntrica con el que nacen las ciencias sociales, el que resulta hoy particularmente
inadecuado para entender, no solamente una sociedad global, sino también local que se caracteriza por la plurisignificación de las percepciones y la multiculturalidad de las
regiones y territorios.
Como lo ha planteado Giddens, son tres los obstáculos que impiden, desde las ciencias sociales y desde la sociología en particular, un análisis satisfactorio de las instituciones modernas. El primero de ellos, de naturaleza metodológica, hace re-
ferencia a un diagnóstico institucional de la modernidad, centrado en un monismo
explicativo, llámese capital, capitalismo o industrialización; el segundo, de naturaleza ontológica, asume el concepto de sociedad como espacio-tiempo cohesionado y
homogéneo; y el tercero, de naturaleza epistemológica, hace referencia a la relación o
al vínculo entre el conocimiento sociológico existente y los procesos de la modernidad, esto es a la concepción de ciencia o conocimiento.
Pobreza y marginalidad. Procesos y tendencia
Un rasgo esencial del actual modelo de crecimiento-desarrollo es la informalización
de la economía. Estas incluyen actividades del trabajo reproductivo, esto es, producción de bienes y servicios de las economías domésticas, ya sea para el
autoconsumo o para el intercambio a través de diversas y sencillas fórmulas de
trueque entre distintas unidades familiares. En la tradición teórica, la unidad de
análisis la constituye la economía doméstica, ya sea con relación al consumo o ya sea
con relación a la producción. Está de más insistir en la caracterización de su
naturaleza no capitalista, y su incapacidad de acumulación que la coloca, como se le
conoce convencionalmente, como economía mercantil simple. La tradición marxista
usualmente ve a la economía doméstica como un lugar de reproducción de la fuerza
de trabajo y de reserva de dicha mano de obra en la oferta de trabajo asalariado.
Recordemos que en el registro de la teoría de la dependencia, diversos autores
asumían que a partir del funcionamiento de un mercado de trabajo dependiente dado
por la naturaleza de la sociedad, éste generaría una producción obrera tan excesiva “para las necesidades medias de la explotación del capital” que sobrepasaría la propia
lógica de la existencia de un ejército de reserva, creando una población redundante.
Sin embargo, subyace como matriz básica el trabajo formal desde el cual se valoran
determinadas actividades, entre ellas los análisis de desocupación.
Sin embargo, en la actualidad se observa, quizás ahora con más claridad analítica, la existencia de un sector de altísimos salarios inserto en segmentos de actividades
globalizadas o transnacionalizadas internacionalmente competitivas, orientadas hacia
la exportación, que coexiste junto a sectores de muy baja productividad, intensivos en
trabajo, de pequeña escala, de bajo coste laborales que desempeñarían un papel
funcional en la reproducción del trabajo, de amplio sectores de la población
abandonados a tareas de automantención, inscritas en estrategias de sobrevivencia cuyo impacto social puede ser valorado en una nueva modalidad de reestructuración
económica y de recomposición del tejido y espacio social.
La economía informal hoy, sumergida en condiciones de pobreza y marginalidad,
ciertamente podría considerarse como una de las tendencias principales del
desenvolvimiento económico-social de este siglo XXI; pero también interesa destacar como tendencia sus implicaciones en términos de la cohesión social e integración
territorial de nuestros países, donde los factores de fuerza hacen de los asentamientos
una unidad estratégica en el análisis. Puede reconocerse como un rasgo estilizado del
actual modelo de crecimiento-desarrollo un patrón de desigualdades y marginali-
zación, que no solamente reproduce tendencias ya existentes sino que se inscribe en
un proceso de amplificación y profundización de desequilibrios sociales y espaciales, heredados del anterior modelo de crecimiento y desarrollo fundado en la industrializa-
ción sustitutiva. La globalización en proceso, entonces, exhibe rasgos acusados, como
son la disparidad y la desigualdad entre naciones, regiones, sectores de actividad y
agentes económico-sociales.
A diferencia de una antigua premisa teórico-metodológica sobre el movimiento social que postulaba el desarrollo desigual y combinado de los fenómenos sociales o de
sus factores de base y que asumía como ley las disparidades entre los procesos
sociales, como también y en relación con lo anterior, una segunda ley que permitía
explicar los saltos cualitativos en la evolución social. El actual movimiento social en
un registro teórico distinto, estaría mostrando a la desigualdad no solamente como un
rasgo histórico-estructural, sino que éste se redefine hoy en el marco de procesos que tienden a la exclusión social y a la desestructuración espacial como rasgo inherente al
actual modelo. Solo al paso mencionaremos que desde las instituciones y las políticas
públicas se ha argumentado o fundamentado el hecho de que las diversas medidas
compensatorias destinadas a reducir las asimetrías sociales y las disparidades
distributivas como producto de desigualdades en ingresos y oportunidades, tienen
como causa principal las “fallas” de la economía de mercado, episteme también domi-nante en las actuales orientaciones académicas y políticas.
Como se ha consignado en distintos estudios, el actual modelo de desarrollo
reproduce y profundiza desigualdades inscritas en el desarrollo histórico de nuestras
sociedades latinoamericanas, creando compensaciones sociales de actores tanto
rurales como urbanos que recurren a variadas estrategias donde la más extrema es la migración interna o internacional. Estos factores explican parcialmente también, un
espacio rural donde el crecimiento demográfico se acompaña de un proceso de
dispersión territorial de asentamientos (CEPAL). Se trata, como es obvio, de un
proceso de fragmentación física y territorial pero también de desestructuración de
redes sociales de intercambio de bienes simbólicos-culturales de naturaleza solidaria.
Los factores de fuerza que la originan, como se sabe, están en la concentración de la propiedad; presión demográfica sobre la tierra; falta de oportunidades; y ausencia de
infraestructura y servicios.
La CEPAL ha señalado el proceso destructivo que se construye a partir de un
círculo vicioso que arranca del empobrecimiento y la crisis permanente de los espacios
rurales que provocan la dispersión de asentamientos, pero esta dispersión a su vez
profundiza el empobrecimiento y su situación de crisis, teniendo como rasgo negativo
la incomunicación, el aislamiento, la insatisfacción de las necesidades básicas y la au-
sencia de servicios esenciales. Sin embargo, este proceso anteriormente descrito se superpone a otro que es el de la urbanización de la economía y de los asentamientos,
constituyéndose en el principal mecanismo de reordenamiento territorial en el
transcurso de medio siglo en la región.
Como se ha descrito en otra parte, un componente importante de los procesos
regionales de redistribución espacial de la población en los últimos decenios -urbanización de la economía y de los asentamientos- es parcialmente el resultante de
un proceso a su vez inducido por el deterioro de las condiciones de vida de las zonas y
regiones deprimidas que son fundamentalmente rurales. Este proceso de urbanización
conlleva también luchas sociales de diversas naturalezas.
La acción popular urbana La migración y los procesos recientes de urbanización de la economía y de
relaciones sociales traen nuevas modalidades de estrategias de sobrevivencia como
parte del proceso de incorporación de pobladores desplazados a los centros urbanos y
definen una tendencia importante en su urbanización y en su economía, como
también diversas formas de luchas y movimientos sociales. Quizás aquí lo nuevo en el análisis es la unidad entre lo material y lo simbólico. Para Bordieu, son las “con-
diciones objetivas” las que determinan las prácticas sociales, pero también estas
condiciones establecen los límites de la experiencia que distintos actores pueden tener
de sus propias prácticas y las condiciones que las definen. Este es la directriz metodológica que le da fundamento al concepto de habitus, entendido como “sistema
de las disposiciones socialmente constituidas que en cuanto estructuras estructuradas y estructurantes, son el principio generador y unificador del conjunto
de las prácticas y de las ideologías características de un grupo de agentes” (Bourdieu:
22). El habitus es entonces, el conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales
los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Un rasgo esencial del habitus es su
historicidad, ya que se configura a lo largo de la historia de los distintos sujetos y
supone consecuentemente la interiorización de la estructura social. La apertura que produce el concepto de habitus de Bourdieu con respecto a cierta episteme dominante,
es que el habitus nos permite explicar que las prácticas de los sujetos no pueden
comprenderse únicamente en referencia a una determinada posición dentro de una
estructura social. Como elemento adicional, las prácticas de los agentes sociales tam-
poco pueden ser explicadas solamente a partir de una situación presente, ya que el concepto habitus reintroduce la dimensión histórica como parte del análisis de la
acción social de los actores.
En el caso de las luchas y movimientos sociales tanto rurales como urbanos, la llamada condición objetiva de los actores no es un mero reflejo mecánico que traduce
sin más una necesidad o una deficiencia, sino que es producto de una lectura
histórica que el colectivo hace desde sus expectativas culturales. Estas sin duda, no
solamente aluden en cuanto a representación de la realidad a una determinada modalidad de reproducción o sobrevivencia material, sino que también se inscriben en
una tradición de elementos simbólicos-culturales que le permiten al colectivo
reproducirse como tal. Por eso la necesidad o el déficit, en la lectura de los sectores
populares, no es “realismo” en el sentido de reflejo mecánico de la realidad sino que es
una construcción según representaciones históricamente dadas.
En términos operativos, existe un conjunto de mediaciones que a manera de instancias y procesos vinculan los hechos sociales con la acción social organizada.
Entre ellos sin duda la vida cotidiana, el entramado de relaciones de sociabilidad, las
tradiciones organizativas, los relevos intergeneracionales y las distintas y diferentes
experiencias de relaciones establecidas con otros actores, especialmente con el Estado,
todas ellas permeadas por “pautas de significados”.
El episteme dominante ha definido la marginalidad y la pobreza como parte de un
escenario que funciona como contenedor de modos de producción o de diversas
articulaciones organizativas e institucionales que no garantizan de manera suficiente
el flujo de capitales, mercancías y personas; episteme que fundamenta, a su vez,
concepciones y políticas de racionalidad en la asignación eficiente de recursos y
factores. Sin embargo, esta racionalidad técnica o analítica ha oscurecido lo que los espacios sociales y los territorios tienen: un entramado de significados y de relaciones
simbólicas que constituyen una apropiación simbólico-expresiva del espacio por parte
de los actores y sujetos que en ella conviven.
Los desplazamientos de población que reflejan, sin duda, una situación estructural, deben ser vistos también como una desacumulación de un conjunto de
símbolos, representaciones, modelos, actitudes y valores inherentes a una vida social perdida. La desestructuración social producto de estos desplazamientos poblacionales,
no solamente es una pérdida de sentido y de representaciones simbólicas, es también
una pérdida de inversión en la vida de las colectividades.
Consideraciones finales
En relación con lo planteado proponemos algunas posibles interrogantes que pueden abrir el problema de la crisis de las ciencias sociales con relación a la cuestión
de la pobreza y la marginalidad.
¿Es posible una teoría crítica que sea receptiva al legado de la teoría
social clásica pero que supere los obstáculos metodológicos, ontológicos y
epistemológicos al que hace alusión Giddens? ¿Cómo puede operar en términos institucionales la propuesta de Wallerstein
de abrir las ciencias sociales como una necesidad para superar la especialización
disciplinaria producto de la tradición eurocéntrica?
¿Frente a un modelo de crecimiento y desarrollo centrado en transferencias
tecnológicas y en la ampliación de las escalas de producción por medio de las
exportaciones, cómo problematizar los lugares de emergencia de situaciones de pobreza y de marginalidad teniendo a los espacios y territorios y sus articulaciones
con actores y movimientos como elementos analíticos?
¿Cómo asumir un nuevo saber social que históricamente no ha atendido el
marco biofísico en que necesariamente se inscribe lo social y que constituye
temáticamente uno de los factores de fuerza que contribuyen a la desestructuración social, como es el deterioro medio ambiental?
¿Qué directivas epistémicas son necesarias asumir para que se articulen de
manera creativa enfoques y abordajes metodológicos que den cuenta de la
plurisignificación de las percepciones en su especificidad histórica como también de la
multiculturalidad de las expresiones locales y territoriales?
Bibliografía
- Adames Mayorga, Enoch, “Repensar las ciencias sociales: Una perspectiva de los sistemas-mundo”, en Tareas N°112, Panamá, 2002.
- Adames Mayorga, Enoch, “Del saber ambiental a la ecología política: Problemas y perspectivas”, en Tareas
N°114, Panamá, 2003. - Bourdieu, Pierre, Campo de poder y campo intelectual, Folios Ediciones, Argentina, 1983. - Brunet, Ignasi y Belzunegui, Ángel, Estrategias de empleo y multinacionales. Tecnología, competitividad y
recursos humanos. Editorial Icaria, Barcelona, 1999.
- Cardoso, Fernando Enrique, “Participación y marginalidad: Notas para una discusión teórica", en: Estado y sociedad en América Latina, Nueva Visión, Buenos Aires, 1972.
- Castro-Gómez, Santiago, “Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la „Invención del Otro‟”, en: Edgardo Lander (compilador) La colonialidad del saber: Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. CLACSO, Buenos Aires, 1993.
- CEPA, Tendencias y manifestaciones territoriales del nuevo estilo de desarrollo en la región norte de América Latina, versión prelimina, octubre 2003.
- Foucault, Michel, Un diálogo sobre el poder, Alianza Materiales, Madrid, 1994. - Giddens, Anthony, Consecuencias de la modernidad, Alianza Universidad, España, 1995.
- Martín-Barbero, Jesús (Editor), Cultura y región, Universidad Nacional de Colombia, Colombia, 2000. - Wallerstein, Immanuel, "El eurocentrismo y sus avatares: Los dilemas de las ciencias sociales". En: New Left Review N°0 – Pensamiento Crítico contra la Dominación. Ediciones AKAL, S.A. Madrid, 2000.
Torrado, Susana. Ajuste y cohesión social. Argentina: el medelo para no seguir. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 15-24. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/torrado.rtf
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Ajuste y cohesión social
ARGENTINA: EL MODELO
PARA NO SEGUIR
Susana Torrado*
* Socióloga argentina, se desempeña en la cátedra de Demografía Social,
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
1. Introducción
Estas reflexiones buscan responder a la pregunta ¿qué nos pasó a los argentinos?
desde la perspectiva del bienestar social.
Para ello adoptaremos una perspectiva histórica mostrando las conexiones que
existen entre los modelos de acumulación económica, la reproducción de la población
-en especial de la fuerza de trabajo (FT)- y los modos de intervención del Estado. Voy a distinguir los siguientes modelos cuyas características, por razones de
espacio, daré por conocidas: agroexportador (1870-1930); industrializadores [justicia-
lista (1945-1955) y desarrollista (1958-1972); aperturista (1976-2002). Trataré en
cada momento de situar la Argentina -país periférico- respecto a los países centrales,
principalmente Europa.
2. Marco conceptual
En la reproducción de la FT intervienen diversos mecanismos, de los cuales aquí sólo voy a retener dos: a) los utilizados para sufragar el costo de la reproducción; b) los
que aseguran el disciplinamiento social que es soporte de la acumulación y la
reproducción. La reproducción de la FT tiene tres componentes: la reconstitución
cotidiana de la capacidad de trabajo (pagada con el salario directo); el mantenimiento
del trabajador en inactividad (enfermedad, vejez); su reemplazo generacional (estos dos últimos pagados con el salario indirecto).
3. Modelo agroexportador
3.1 Países centrales
En Europa, el proceso de industrialización iniciado a fines del siglo XVIII indujo un gran pauperismo urbano. En la visión de las elites dominantes, este pauperismo se
definía no sólo por carencias materiales sino también por carencias „morales‟. El
peligro no residía tanto en la amenaza contra la seguridad pública, cuanto en la desocialización del proletariado industrial respecto a la sociedad emergente. Esta
situación planteó varios interrogantes: ¿Cómo integrar disciplinadamente las masas desafiliadas de su antigua condición? ¿Qué hacer frente al desamparo de los trabajadores y frente a otros síntomas concomitantes de disociación social (nacimientos
ilegítimos, niños abandonados, infanticidios, vagabundeo, masas hambrientas,
mortalidad galopante)?
La respuesta fue la delegación de las acciones pertinentes en instituciones
filantrópicas financiadas total o parcialmente por el Estado: su objetivo era organizar
los servicios colectivos y difundir las técnicas de bienestar y de gestión social
indispensables para la reproducción. Estas medidas estaban encaminadas a establecer un poder tutelar sobre los pobres, que asegurara funciones de beneficencia
sin la intervención del Estado. Porque la idea-fuerza de las elites liberales era evitar que el socorro social se constituyera en una cuestión de derecho, ya que admitir el
derecho a la asistencia (más tarde, el derecho al trabajo) suponía abolir la propiedad
privada. Tutela y Patronato fueron entonces las ideas rectoras de un plan de gobernabilidad
de las clases inferiores; una forma de reestructurar el mundo del trabajo a través de
un sistema de obligaciones morales; una respuesta a la vez política y no estatal a la cuestión social. En suma, una política social sin Estado.
3.2 Argentina (1870-1930) En la Argentina agroexportadora, la masiva llegada de inmigrantes -la mayor parte
de los cuales procedía de zonas rurales-, así como su prioritaria radicación en las
grandes urbes de la región pampeana, se tradujo en una situación que, sino en sus
causas, sí en sus manifestaciones, es asimilable a aquella experiencia europea. El liberalismo entonces gobernante se encontró frente a una doble amenaza: a) el
aumento del pauperismo urbano, que reclamaba del Estado una mayor asistencia so
pena de poner en peligro la propia reproducción poblacional; b) la visibilidad de las
desigualdades sociales, que podía impedir organizar en forma disciplinada la inserción
social y laboral de las nuevas clases populares. Como en Europa, ambas amenazas se
resumían en una sola cuestión: ¿cómo asegurar la reproducción y el disciplinamiento social -base de la integración social- desligando al Estado de cualquier
responsabilidad?
En nuestro país se desarrollaron tres vertientes del movimiento filantrópico: el asistencialismo moralizador (focalizado en la virtud del ahorro); la intervención médico-
higienista (control de la salud); el patronato o tutela de la infancia (reglamentación de
la patria potestad). Surgió, entonces, una multitud de asociaciones -públicas y
privadas, confesionales y no-confesionales- cuyo objetivo explícito o implícito fue el de encuadrar a las mujeres y los niños (es decir, a las familias) de los sectores populares
urbanos en rígidas pautas de conducta compatibles con la necesidad de crear los
individuos aptos para el trabajo subordinado y para la aceptación del orden normativo
vigente que requería la sociedad argentina.
Por entonces, en la ciudad de Buenos Aires se clasificaba a los pobres en dos categorías: a) los pobres de solemnidad, cuya condición debía comprobarse mediante un certificado policial que les
otorgaba el derecho a la caridad institucional; b) los pobres de segunda categoría, que no estaban
registrados y, por lo tanto, no eran reconocidos como candidatos a la asistencia social. La acción
filantrópica se centró en la primera categoría.
Esta política fue exitosa visto que, al finalizar la etapa agroexportadora, se habían alcanzado en el
país casi todas las metas perseguidas: arraigar, uniformar e integrar la enorme y heterogénea masa de los
recién llegados, afianzando al mismo tiempo -con excepción de las prácticas limitativas del número de
hijos-, el ideal de familia cristiana enraizado en las capas medias capitalinas anteriores al aluvión
extranjero.
4. El Estado de bienestar (EB)
4.1 Países centrales
Ahora bien, en Europa, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, el avance de la industrialización
generalizó la relación salarial. Paralelamente, el desarrollo de las organizaciones obreras y de los partidos
clasistas, el sufragio universal que concedía ciudadanía política a la clase obrera, la necesidad de
preservar un nivel de paz social compatible con la acumulación, llevaron a que las clases dominantes
aceptaran una redefinición de la cuestión social, que implicó una redefinición del papel del Estado.
Si bien continuaron recusando el derecho al trabajo, abandonaron progresivamente la filantropía
como guía de la asistencia social, dando lugar a un debate en torno al siguiente interrogante: ¿cómo
proteger al ciudadano y a su familia sin socializar los derechos? O sea ¿cómo implicar al Estado en la
cuestión social?
La respuesta pasó por la reformulación del vínculo social en la sociedad moderna: ésta ya no se
piensa como la suma de individuos aislados, sino como un conjunto de ciudadanos desiguales pero
interdependientes que se prestan ayuda recíproca. Por lo tanto, una sociedad democrática puede legítima-
mente no ser igualitaria, siempre y cuando los menos pudientes queden libres de tutelas. De aquí a que se
aceptara que el Estado podía cumplir una función reguladora de los intereses de las distintas clases
sociales sólo había un paso. Este se dio cuando se convino que las retenciones obligatorias y la
redistribución de bienes no representan atenta-dos contra la propiedad privada, sino pagos que cada
ciudadano otorga en derecho por los servicios que recibe del resto. Surgió así la idea de justicia social: el
Estado podía y debía intervenir para que, a pesar de las desigualdades, se lograra una mínima cohesión
social. Estaban dadas las condiciones para que se instalara la noción de seguridad social obligatoria.
Lo más importante del seguro obligatorio es que supuso el advenimiento de un nuevo tipo de propiedad, no ya patrimonial
sino basada en una prerrogativa transferible inherente a la condición de asalariado. El salario dejó de ser la retribución calculada
con exactitud para asegurar la reproducción cotidiana del trabajador y su familia. Pasó a incluir también partes sustanciales del
salario indirecto: previsión contra los accidentes, la enfermedad, la vejez, la muerte; derecho a educarse, a consumir, a gozar del
ocio. Este hecho tuvo consecuencias trascendentales para los sectores populares, cuyas familias, si no eran beneficiadas por la
transferencia patrimonial, eran protegidas por la transferencia de derechos en las situaciones de incertidumbre. El seguro
obligatorio fungió así como el mecanismo disciplinador por excelencia de la sociedad salarial y del EB.
4.2 Argentina (1945-1972)
En Argentina, el desarrollo del EB emerge en la década de 1940, cuando la industrialización
sustitutiva generalizó la relación salarial en forma semejante a los países centrales. Los modelos
justicialista y desarrollista tuvieron varios rasgos comunes en lo que concierne a la forma de sufragar el
costo de la FT y a los mecanismos de disciplinamiento social, pero también algunas diferencias.
Durante el justicialismo, la intervención del Estado aseguró a los trabajadores niveles de ingreso
(salario directo e indirecto) que tendieron a cubrir una porción cada vez mayor de los tres componentes
del costo de reproducción de la FT, al tiempo que se instauraban mecanismos que hacían recaer acrecen-
tadamente dicho costo sobre el sector empresarial. Por el contrario, durante el desarrollismo, si bien la
legislación amplió la cobertura de la seguridad social, emerge por primera vez el fenómeno de la
precarización salarial, es decir, la virtual exclusión de un segmento de la FT de los beneficios del salario
indirecto, vía el aumento del cuentapropismo de clase obrera, paralelo a la regresión en la distribución del
ingreso.
Aquí también el seguro obligatorio constituyó el principal mecanismo disciplinador, si bien su
instauración estuvo marcada por la especifidad política argentina, con el efecto de crear permanentes
tensiones entre particularismo y universalismo.
El EB se asentó aquí sobre un "círculo virtuoso" sostenido por dos pilares fundamentales: a) un alto
nivel de empleo (incluso asalariado), b) una amplia posibilidad de financiar un gasto público creciente.
Pero, ni el seguro de desempleo ni las políticas activas de empleo formaron parte por entonces de las
políticas sociales. Durante la primera mitad de la década de 1970, cuando el déficit fiscal y la tasa de
inflación treparon a niveles inéditos, esa organización del EB entró en crisis.
5. El Estado subsidiario (ES)
5.1 Países centrales
En estas sociedades, desde mediados de la década de 1970, con el agotamiento del modelo
industrializador y el cambio hacia la globalización, la competitividad internacional y las nuevas formas
tecnológico-económicas, se inicia un proceso de flexibilización del trabajo y de las protecciones cuyos
efectos se van adicionando en un "círculo vicioso". La principal tendencia de este proceso es la
degradación de la condición salarial y, consecuentemente, de todos aquellos atributos que garantizaban el
acceso a las prestaciones sociales. Se replantea así la cuestión social en términos de un ascenso de la vul-
nerabilidad social y de un neopauperismo que se creían exorcizados. A estos hechos se agregan los
efectos económicos del envejecimiento demográfico que dificultan considerablemente el sostenimiento de
las transferencias que son pilares de la seguridad social.
Esta nueva situación lleva al replanteo de una nueva cuestión social cuyas consecuencias no están
aún dirimidas, especialmente en lo que dice relación con una intervención del Estado que debe operarse
después que las sociedades han experimentado el EB. Sólo hay que recordar la firme acción sindical y
política que, en Europa, ha frenado esta tendencia a la flexibilización, para aquilatar la dificultad de la
tarea.
5.2 Argentina (1976-2002)
Desde 1976, se asiste también en nuestro país al desmantelamiento del EB y a su reemplazo por
el ES, concepción inherente a las estrategias aperturistas y de ajuste ahora dominantes. La subsidiariedad
connota una visión residual de las políticas públicas: al Estado sólo le corresponde actuar allí donde el
mercado no llega o donde no hay mercado.
La sustitución de un régimen por otro se hizo a un ritmo vertiginoso, no conocido antes aquí ni en
otras latitudes y sin ninguna concesión respecto al costo social que implicaba la transición. Emerge así
abruptamente un inusitado volumen de desocupados, subocupados, asalariados precarios, "en negro",
"ocultos", cuentapropistas marginales: los "excluidos" o "desafiliados" primero de la ciudadanía social y
pronto de la ciudadanía política. Además, se produce un profundo deterioro en los salarios y en los
haberes jubilatorios; se asiste a la desalarización de vastos sectores de clase obrera y de clase media; se
produce una virtual confiscación de las prestaciones sociales preexistentes.
Para los "incluidos", el salario directo se situó en su piso mínimo (ingreso indispensable para la
reconstitución cotidiana de la capacidad de trabajo); las prestaciones sociales relativas al reemplazo
generacional (educación, asignaciones familiares) agudizaron su deterioro; las relacionadas con el mante-
nimiento en inactividad (servicios de salud, haberes jubilatorios) tendieron en la práctica a eliminarse, ya
sea vía el arancelamiento y/o la depreciación monetaria hasta 1991, ya sea vía el congelamiento del gasto
en esos rubros después de implantado el régimen de convertibilidad cambiaria en ese año.
Por otra parte, el financiamiento de la parte del costo de la reproducción que sí se paga al trabajador,
fue transferido de más en más, sea a los propios asalariados, sea a los asalariados precarios, sea a los
marginales, sea en fin a la creciente masa de desocupados. En todos estos casos, a través de la anulación
de los aportes patronales a la seguridad social y/o su traslación a los precios, y a través de la agudización
de la tributación indirecta. Así, la transferencia de ingresos hacia los más ricos fue descomunal.
La contrapartida previsible de estos hechos fue un aumento sin precedentes de la incidencia, la
intensidad y la heterogeneidad de la pobreza. Hoy por hoy, el nivel de la pobreza (mayor al
50 por ciento) no sólo es muy superior al que teníamos hacia 1974 (alrededor del 7 por ciento), sino que también excede el promedio urbano de los países latinoamericanos
en 1970. La composición social de la pobreza es más heterogénea, ya que las
carencias recaen ahora sobre un espectro más amplio de estratos sociales. Existe
ahora un estrato de pobreza extrema (indigentes) que ha agravado notoriamente su
volumen y la intensidad de su infraconsumo. En suma, un contexto de empobre-cimiento absoluto que ahora involucra no sólo a sectores obreros estables y a sectores
marginales, sino también a las capas medias que hasta hace poco experimentaban
sólo empobrecimiento relativo.
En el límite, este proceso de confiscación de los derechos sociales culmina con la
confiscación de los ahorros a la clase media (corralito bancario), destruyendo uno de
los ejes constitutivos de nuestra integración social. Sin trabajo, sin seguridad social y sin ahorros, clase obrera y clase media deben ahora adaptarse a la antigua expresión estigmatizante de “vivir al
día”.
Naturalmente, esta dinámica social conllevó la necesidad de asegurar el
disciplinamiento de esa nueva masa de población careciente o vulnerable, ya sea
mediante políticas de asistencia social, ya sea por medio de la represión directa. En el plano asistencial, el paradigma aperturista se estructuró sobre dos ideas-fuerza: la
focalización y los grupos vulnerables, lo que significa que el Estado sólo ayuda a los
carecientes, con fondos obtenidos a través de tributos impuestos sin importar la
condición del contribuyente. Dicho de otro modo, la cuestión de la equidad es un
problema exclusivo de la asignación del gasto (políticas focalizadas en los más pobres). En el plano de la represión, la misma fue feroz y desembozada durante la
dictadura militar, y planeó como una amenaza permanente durante los gobiernos democráticos.
6. ¿Qué nos pasó?
La Argentina del ajuste perdió algunos preciosos atributos: una amplia clase media
que ayudaba a metabolizar el conflicto social; vastos sectores obreros con inserción
laboral estable y niveles de vida modestos pero dignos; altísimos flujos de movilidad social ascendente que permitían transitar la vida en términos de un proyecto; niveles
de cohesión social superiores a los de muchos países periféricos e incluso a los de al-
gunos países centrales. Pérdidas que, hoy por hoy, parecen irreversibles. Argentina se ha constituido así en un paradigma de cómo no debe establecerse un orden
neoconservador, incluso entre los defensores de esta opción. A la luz de estos hechos, creo que la pregunta pertinente no es ¿qué nos pasó?:
nos pasaron cosas similares al resto del mundo. La pregunta debería ser ¿porqué lo
que nos pasa reviste aquí rasgos tanto más fundamentalistas que en el resto del
mundo?
Pienso en tres razones (que no deben ser las únicas): a) en Argentina no se tuvo en
cuenta que la instalación de un Estado subsidiario se hacía después de haber experi-
mentado durante décadas el EB. Así, la retracción pública en materia de bienestar
procedió a la restauración de las ideas decimonónicas sobre la beneficencia, postulando que el Estado sólo debe asegurar la existencia de servicios sociales pobres
destinados a los pobres (los antiguos pobres de solemnidad): los despojados tenían
con qué comparar; b) una de las razones de este proceder podría encontrase en la
idiosincrasia de la clase empresarial argentina (negativa a asumir el riesgo empresario;
postulado de la máxima ganancia en el menor tiempo); c) otra razón indudable es la idiosincracia de nuestra dirigencia política, constituida irremediablemente con base en
prácticas corporativas y clientelistas. Ninguna de estas visiones incorpora la idea de Nación. En todo caso, si algo
debemos aprender de este último cuarto de siglo es que, en las sociedades modernas,
no hay Nación sin cohesión social; que la cohesión social tiene un costo económico
que no pueden financiar los más débiles; que la acción del Estado es irrenunciable para alcanzar niveles mínimos de cohesión.
Bibliografía - Bourdieu, Pierre (1998 ), La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid (Primera
edición, 1988). - Castel, Robert (1997), La metamorfósis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Ed. Paidós, Buenos
Aires. - Foucault, Michel (1976), Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Ediciones Siglo XXI, México.
- Lo Vuolo, Rubén y Barbeito, Alberto (1998a), La nueva oscuridad de la política social. Del Estado populista al neoconservador, Miño y Dávila Editores-CIEPP, Buenos Aires.
- Rosanvallon, Pierre (1995), La nueva cuestión social. Repensar el Estado providencia, Edicione Manantial,
Buenos Aires. - Torrado, Susana (2003), Historia de la familia en la Argentina moderna (1870-2000), Ediciones de la Flor,
Buenos Aires. - Torrado, Susana (1994): Estructura social de la Argentina: 1945-1983, Ediciones de la Flor, (segunda ed.),
Buenos Aires.
Dieterich, Heinz. Entre topos y gallinas, revisitado. La bancarrota de la izquierda y sus intelectuales. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 25-34. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/diet.rtf
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RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO
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ENTRE TOPOS Y
GALLINAS, REVISITADO
La bancarrota de la “izquierda”
y sus intelectuales*
Heinz Dieterich**
*Durante mi estancia en la Feria Internacional del Libro, en La Habana, varios intelectuales internacionales y cubanos saludaron este análisis y propusieron su ampliación. Esta es la versión revisada. **Periodista.
Si George Orwell volviera a escribir su sátira Rebelión en la granja (Animal Farm),
sobre el régimen stalinista, pero usando como tópico la situación de la izquierda con-
temporánea y sus intelectuales, diagnosticaría probablemente que los especimenes
dominantes no son los cerdos y los perros, sino los topos y las gallinas, apoyados por
los camaleones.
De hecho, una extraña moda intelectual se ha apoderado de una gran parte de la clase pensante global y de los líderes de “izquierda”, que los hace columpiarse con
alegre frivolidad entre posiciones de un crudo empirismo decimonónico y las falacias
del posmodernismo reciente, enriquecidas con añejas fórmulas anarquoides y poses de
un falso escepticismo agnóstico.
La esencia de esa moda es la supuesta imposibilidad de discernir una alternativa
sistémica a la barbarie del capitalismo actual. Inviable el presente, indescifrable la sociedad postcapitalista del futuro, los foros públicos de intelectuales, líderes políticos
y sindicales a nivel nacional, regional y mundiales, se convierten en el equivalente
funcional del Muro de las Lamentaciones, que sirve como caja de resonancia a los
cantos lúgubres o triviales de los protagonistas estelares.
La incapacidad de hablar congruentemente del futuro social y organizar a las masas en torno a él es, en la ideología de estos protagonistas, una propiedad de la
realidad contemporánea. La ceguera de los, por otra parte, siempre visionarios in-
telectuales de izquierda y centroizquierda, no es, por lo tanto, atribuible a los sujetos, circunstancia que cierra el paso a un posible mea culpa. Se quisiera ser un buen intelectual an-
ticapitalista, pero la mala, por compleja, realidad no lo permite.
El deseo subjetivo de transformación —resultante del hecho de que nadie con ética puede ser cómplice de la barbarie actual— no se empareja con el paradigma
postcapitalista, porque la pobre epistemología científica no da para tanto. La esfinge
se ha quedado sin respuestas, salvo, se entiende, de las de la dramaturgia y coreografía dominante. Nada en esta performance escenificada se acerca a la
honestidad del Edipo. Todo es pose de los bufones teatrales.
A la pregunta sobre las características que tendría la alternativa al neoliberalismo que la docta ignorancia supuestamente está buscando sin encontrarla, la respuesta
es: “No lo tenemos claro. Nosotros supimos resistir al neoliberalismo, pero no somos capaces, hasta ahora, de saber cómo se sale de este modelo. Sabemos lo que no queremos.” La modestia del pluralis
maiestatis feudal, la regia sustitución del yo por el nosotros, viene al caso. Lo que los intelectuales no
saben, nadie lo sabe.
Plantear que la única alternativa al caos neoliberal es el socialismo del siglo XXI,
son “ampulosidades grandilocuentes”, dijo otro protagonista de la Granja Global en
uno de los Foros de Porto Alegre, el cual recalcó que no es “un foro para un retorno al
pasado... No puedo decir cuál es la opción viable y creo que ni aquí ni en Davos lo
sabemos”, pero es “demasiado pronto para formar un programa único de acción”.
El movimiento altermundista es un arma que debe ser “afilado” contra el nuevo
imperialismo, se afirmó en el Foro Social Mundial de Mumbai. Sin embargo, en la
horizontalidad del evento no se concretizó la necesaria configuración paradigmática antisistémica, sino todo quedó parcializado en propuestas keynesianas, posibles
protestas contra corporaciones particulares beneficiadas por la invasión a Irak, la
secularidad de la esfera pública, la opresión de la mujer, la dignidad multicultural, la
preservación ecológica y el regreso al socialismo del pasado, entre otros.
Es obvio que todos esos tópicos son importantes, pero es igualmente evidente que su dispersión hará imposible las soluciones globales y los cambios cualitativos del
sistema, que son necesarios para mejorar sustancialmente la calidad de vida de las
mayorías.
Desde la India a Brasil, Rusia y Alemania, la situación es semejante. El más
talentoso crítico anticapitalista de la República Federal de Alemania, Robert Kurz, después de examinar a lo largo de ochocientas páginas el sistema en su obra, El libro negro del capitalismo. Canto fúnebre a la economía de mercado, llega a la conclusión de
que es probable que no vaya a haber un “nuevo movimiento de emancipación social”.
La opción de praxis crítica quedará, entonces, relegada a una “cultura de la denegación” (Verweigerung) y la conversión del ciudadano crítico en “emigrante
dentro de su propio país”, es decir, una emigración del sujeto hacia su interior. Como ultima ratio de la rebelión, el filósofo despliega una bandera del romanticismo
libertario alemán del siglo XVIII (sic): “las ideas son libres, aunque sea lo único libre
que queda”.
La perspectiva del más agudo analista antisistémico alemán es el regreso a la
perspectiva de la Escuela de Frankfurt, en su fase de resignación ante la férrea y, al
parecer, indestructible fuerza y brutalidad de la civilización del capital, en los años sesenta, tal como la expresan Theodor W. Adorno en su Dialéctica Negativa y Herbert
Marcuse en El hombre unidimensional. Ante la pronosticada y absolutamente
antidialéctica conclusión de la invencibilidad del sistema, sólo queda el recurso del demócrata alemán ante el totalitarismo burgués: “la emigración interna”, la
denegación y el sabotaje individual.
El actual dilema de la izquierda y sus intelectuales resulta, en términos generales,
de tres elementos. El primer factor es una falta de conocimiento de la epistemología y
metodología científica. La gran mayoría de los intelectuales renombrados y muchos cuadros dirigentes recibieron su formación intelectual en las ciencias sociales,
abogacía, periodismo, filosofía, filología o literatura que, sin excepción, favorecen el
pensamiento ensayístico en detrimento del rigor analítico del protocolo científico y
que, además, se destacan, por lo general, de una organización monodisciplinaria
decimonónica y la desligación completa de las ciencias de la naturaleza.
A ese iliteratismo epistemológico-metodológico se une una posición de clase privilegiada que se concretiza en una situación social concreta muy diferente a la de
las bases sociales. Ese obrerismo aristocrático, ya analizado por Friedrich Engels, y
las prebendas de los intelectuales, generan en la mayoría de los casos, la tendencia de priorizar el mantenimiento del status quo, sobre la promoción decidida de un proyecto
histórico antisistémico, que invariablemente será sancionado por el sistema y que
hace imposible la coexistencia pacífica con los amos del capital. El tercer factor del dilema es la estructura oligopólica del mercado de las ideas y de
las innovaciones teóricas, sobre todo en el segmento de la crítica moderada
(centroizquierda), pero también, en su segmento marginal anticapitalista. Ese mercado
está dominado por unos cuantos grandes periódicos, portales de internet, editoriales,
programas de televisión, partidos políticos, foros públicos, Estados progresistas, movi-mientos sociales e intelectuales orgánicos colectivos e individuales que operan el mercado con la lógica de los Chief Executive Officers (CEO) de las corporaciones
transnacionales, protegiendo su cuota de mercado mediante cárteles, métodos de
competencia desleal y el abuso del poder.
Dentro de las relaciones de producción de este mercado de la superestructura
ideológica y de la economía política de los liderazgos de las aristocracias intelectuales
y obreras, no importa el signo político de “izquierda” o “derecha” que antecede a las
relaciones mercantiles: los mecanismos del mercado oligopólico son los mismos y la
lucha por la cuota de poder conquistada y los privilegios de vida que se derivan de
ella, es brutal y excluyente. En ese sentido, el fordismo y el stalinismo son hermanos
gemelos de la relación mercantil.
Iliteratísmo científico, economía política del liderazgo partidista, sindical, intelectual y de grupos de presión, así como la estructura oligopólica de la esfera de
circulación (mercado) de las ideas producen, por una parte, la pose del agnosticismo
mencionada arriba y, por otra, las falsas disyuntivas de transformación del sistema.
Un ejemplo de esos falsos dilemas de liberación ha sido expresado recientemente
de la siguiente manera. “La izquierda ganaría más si emprendiera un estudio paciente de las complejas y contradictorias realidades de las luchas nacionales y de clase, en
vez de embarcarse en grandiosas profecías globales de largo plazo, desvinculadas de
los movimientos populares”.
La contraposición del conocimiento empírico de la realidad de lucha a los grandes
paradigmas de interpretación, representa un enfoque que corresponde a los niveles de
conocimiento epistemológico del siglo XVII, no del XXI. Tomarlo en serio, nos condenaría a navegar entre la Escila del empirismo precientífico y la Caribdis del
postmodernismo frívolo.
La proposición es sin mérito, por dos razones. Desde hace algún tiempo sabemos ya
que las inferencias inductivas o la generalización de las inducciones no pueden
aprehender la lógica de los sistemas dinámicos complejos, como son la sociedad global, los bloques regionales de poder y los Estados nacionales. Es por eso, que la
idea de elaborar la solución nacional, regional o global al problema capitalista, al estilo de las matriuskas rusas, es apriori equivocada y que el consejo metodológico
respectivo de Newton resulta inadecuada.
El segundo polo de la supuesta contradicción, la prescripción de no caer en
“grandiosas profecías globales de largo plazo”, nos regresa bruscamente a la ideología de los “metarrelatos” y de las “grandes narrativas” del posmodernismo burgués que,
por falta de sustancia, no merece mayor consideración discursiva.
La alternativa real para el cambio no se encuentra ni en el empirismo populista de
los topos —que pretenden que la oreja que registre el pulso del pueblo, entregará las
terapias de curación— ni en la especulación utópica. Esa confusión entre el dato
empírico y la teoría es penosa. Galileo ya la resolvió de manera clásica en su famosa carta a Kepler, diciendo que “ut quod mente tenebam indubium, ipso etiam sensu comprehenderem”, (solo) lo que la mente tenía configurada (la hipótesis), fue
aprehendido por los sentidos.
El arte de la ciencia no consiste en acumular datos aunque esa sea una
precondición importante. El arte de la ciencia consiste en la integración pertinente de esos datos, muchas veces preexistentes, en un paradigma teórico configurante -mente concipio en el lenguaje de Galileo- tal como sucedió en los casos de Newton y Einstein.
Por lo tanto, la alternativa real entre empirismo crudo e ideología postmodernista
se encuentra en el procesamiento teórico de la información empírica de los procesos
sociales, recabada en contacto directo con las luchas de la gente y sus movimientos de
base, dentro del paradigma científico universal del socialismo del siglo XXI, y
adecuado regional y nacionalmente en los programas de transición para América Latina, Europa-Norteamérica, Asia y Africa, y los programas nacionales respectivos;
todo esto en un diálogo constante de aprendizaje mutuo entre ambos sujetos de
transformación.
Si se recorre la cortina de humo de la coquetería agnóstica y de las falacias
metodológicas de los líderes e intelectuales de izquierda, la tarea anticapitalista —que
supuestamente no se puede abordar aún— pierde todas sus pretendidas incógnitas y se evidencia con absoluta claridad.
Ser revolucionario siempre ha significado cumplir con tres requisitos: a) tener un
nuevo proyecto histórico (NPH) que demuestre la posibilidad objetiva de sustituir las
instituciones del régimen establecido con una institucionalidad cualitativamente
diferente; b) tener un programa de transición que lleve progresivamente a la negación
del régimen establecido y, c) tener una praxis congruente con ese nuevo proyecto his-
tórico revolucionario, es decir, actuar en conformidad con el NPH en lo teórico,
práctico y ético.
Dado que toda persona con sentido común entiende que la institucionalidad de la
civilización capitalista se sustenta en tres subsistemas básicos —la economía nacional
de mercado, la democracia formal-plutocrática y el Estado de clase— toda persona
con sentido común entiende también, que ser revolucionario en el año 2004, en cuanto a su primer requisito, significa tener o estar elaborando un proyecto histórico
de sustitución de esa institucionalidad trifacética burguesa, por la de la democracia
participativa postcapitalista.
Esa nueva institucionalidad postcapitalista tampoco es un enigma, pese a lo que los oráculos intelectuales del establishment de “izquierda” pretenden hacerle creer a la
gente y, particularmente, a la juventud. La Gestalt de la nueva institucionalidad, es
decir, sus contenidos y formas, han sido identificados ya de manera científica. Se trata
de la economía de equivalencias, basada en el valor; de la democracia plebiscitaria-representativa universal y del Estado como ente que “manda obedeciendo” a la volonté genérale (voluntad de todos).
Si la tarea actual de todo individuo anticapitalista es, por lo tanto, absolutamente
clara, ¿por qué “la izquierda” y sus intelectuales no la encaran? ¿Por qué no convierten la realidad capitalista en objeto de transformación antisistémica, en lugar
de mantenerla como muro de lamentaciones? ¿Por qué repiten en foro tras foro la
misma letanía sobre la maldad del neoliberalismo y se contentan con sus ritualizadas
propuestas terapéuticas inspiradas en Keynes, Tobin y Stiglitz, tal como sucedió una
vez más en el “VI Encuentro Internacional sobre Globalización y Problemas de
Desarrollo”, realizado recientemente en La Habana? Alrededor de mil cuatrocientos economistas y académicos de cincuenta países se
reunieron durante cinco días, en el Palacio de Convencionespara discutir, con unos
premios nóbel reaccionarios, los mecanismos y la inmoralidad del neoliberalismo: un
gigantesco despilfarro de tiempo, justificable sólo como acontecimiento diplomático o
turístico. Considerando siete horas de actividades diarias, los 1.469 participantes gastaron
un total de 51.000 horas/hombre en un ejercicio académico, sin mayor importancia
para el avance del proyecto anticapitalista de las mayorías o la formación del Bloque
Regional de Poder desarrollista entre Argentina, Brasil, Cuba y Venezuela, que es la
única estrategia económica inmediata viable para nuestros pueblos.
Desde hace ochenta y cuatro años, cuando el frustrado delegado británico John Maynard Keynes redactó la obra The Economic Consequences of Peace -en la cual
critica las consecuencias económicas del Tratado de Versailles y su insistencia en las
reparaciones que, junto con otras deficiencias, harían imposible la rehabilitación
económica de Europa- conocemos la crítica socialdemócrata al efecto destructivo de
la ortodoxia monetarista imperial y al capital financiero.
¿Qué sentido tiene seguir discutiendo estos tópicos de manera socialdemócrata con sus criminales de cuello blanco, como el Premio Nóbel de Economía 2000, James
Heckman? en lugar de concentrar los recursos intelectuales, digamos, en el espíritu de
Lenin, en la pregunta decisiva: ¿Cómo acumularemos las fuerzas necesarias para
neutralizar el poder expoliador del capital financiero en la Patria Grande, a través de la
integración económica, política, cultural y militar del Bloque Regional de Poder (BRP)? ¿No hubiera sido infinitamente mejor invertir el total de cincuenta y un mil horas/hombre en el debate y trabajo sobre una matriz de desarrollo sostenible del
BRP? Por ejemplo: ¿cómo crear una línea aérea latinoamericana que compre gran
parte de su parque a Embraer, para fomentar ese polo de desarrollo de alta tecnología
criolla?; ¿cómo reactivar la industria naviera latinoamericana para que las gigantescas
exportaciones de materia prima beneficien al BRP y reducir el enorme déficit en este sector servicios?
¿Cómo crear una transnacional bio-farmacéutica basada en la biotecnología cubana
y en las industrias farmacéuticas de Brasil y Argentina? ¿Cómo integrar el sector
energético de Venezuela, Brasil, Argentina y Bolivia en una gran empresa competitiva
a nivel mundial? ¿Cómo integrar el polo de desarrollo computacional cubano con los
de otros países del bloque?; ¿cómo reaccionar en bloque ante las medidas de confiscación por el no-pago de la deuda externa de uno de los miembros del bloque?
En fin, hay un sinnúmero de aspectos y problemas económicos concretos y
apremiantes que tienen que resolverse para que el BRP, prefigurado por Brasil,
Argentina y Venezuela, y la pronta asociación de Cuba, pueda avanzar y que pueden
avanzarse mucho en 51.000 mil horas de trabajo y que quedaron desatendidos, por
debatir con los neoliberales.
Pero, eso sí, se logró hacer feliz a un premio Nóbel. “Un premio Nóbel es como una vaca sagrada”, nos informa la publicación digital de la Asociación Nacional de Economistas y Contadores de Cuba (ANEC), en su edición online, reproducida en
Rebelión, el 24 de febrero de 2004. “Pero si expone con sinceridad sus criterios ante
un variopinto auditorio, y luego desata un debate de altas temperaturas y hasta
despierta cuestionamientos, es quizás más feliz. Al menos algo así debe haber sentido
el profesor estadounidense James Heckman, cuando respondió a las preguntas de varios participantes en el Encuentro de Globalización. Y agradeció la pimienta que él
mismo estimuló.”
Y en otra parte del mismo texto se afirma: “Y fue precisamente la plural discusión
con un premio Nóbel lo que hizo muy productiva la jornada del martes. A fin de
cuentas, Heckman confesó que la había disfrutado sobremanera. Y se sonrió.” Misión
cumplida. A los economistas no se les puede pedir que conozcan la onceava tesis sobre
Feuerbach. Pero, ¿no sería conveniente que esos intelectuales y los organizadores del
evento aplicasen algunas categorías de su disciplina a su propia praxis? Que el
tiempo es un recurso no-renovable; que existen costos de oportunidad; que hay
actividades productivas e improductivas; que los recursos deben optimizarse y que lo que hacen es, económicamente hablando, consumo suntuoso, no producción:
producción teórica que requiere la transformación social.
Volviendo a la dimensión epistemológica y al predicamento de los topos. El caso de los topos es
muy claro. Muchas veces su anticapitalismo es genuino, pero su falta de formación científica los
convierte en predicadores de un arma sin filo. Hay otro grupo de personas subjetivamente honestas
que sufren una variante de la ceguera de los topos, al haberse quedado estancados en la teoría del conocimiento objetivo decimonónico.
La solución al problema de la “filosofía de la praxis” del siglo XXI es, para ellos, el estudio de las obras completas de Marx/Engels, Lenin, Rosa Luxemburg y,
eventualmente, Leon Trotsky. Esa pretensión sería comparable a una estrategia de
investigación en la física y biología contemporánea, que abandonara a Einstein para
regresar a Newton, y a Crick y Watson, para retornar a Darwin, a fin de resolver los problemas de la actualidad.
Einstein no es posible sin Newton, como Marx no es posible sin Hegel. La
disyunción es artificial y equivocada. La respuesta está en la conyunción, en Newton y
Einstein, entendiéndose la funcionalidad y validez, al igual que las limitaciones de
ambas teorías para sus respectivas esferas de investigación de la realidad natural y social.
Las gallinas, a su vez, son los especimenes más despreciables en la Granja de los
Animales. Fingen dificultades objetivas que no existen, para encubrir sus intereses
reales y mantener su discurso pseudoradical y pseudosocialista, adecuado a las
necesidades de los dueños de la Granja Global.
Existe una tercera especie que son los camaleones. Mimetizan las expresiones que nacen en la lucha popular para sustituir su propia incapacidad de innovación teórica
con conceptos que se convierten en su práctica poco ética en pseudosoluciones o
meras consignas vacías para los problemas de la lucha global.
En este sentido, son presentados “los caracoles” zapatistas ante auditorios
internacionales, que desconocen el alcance real de esas instituciones, como posibles instrumentos de lucha globales. O clonan el lenguaje zapatista, hablando, por e-
jemplo, de la creación de la “red de redes”, como si esta noción fuera una aportación
real a la teoría de la transformación anticapitalista de la actualidad y no una simple
frase bonita.
Es tiempo que los demás habitantes de la Granja vuelvan a pensar en la rebelión.
El primer paso consiste en recorrer el velo con el cual las gallinas, los topos y los camaleones confunden los caminos que llevan hacia los perros y cerdos que dominan
a la granja. El segundo reside en la destrucción de la fortaleza que han levantado.
Y el tercero y definitivo radica en la construcción de la nueva sociedad en la cual el
lema de las bestias dominantes: “Todos los animales son iguales. Algunos son más
iguales que otros”, no será más que la memoria de un terrible pasado.
Castillero Calvo, Alfredo. Cultura material en el Panamá hispano: metodología y hallazgos. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 35-62. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/casti.rtf
www.clacso.org
RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO
http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]
HISTORIA Y SOCIEDAD
CULTURA MATERIAL EN
EL PANAMA HISPANO:
METODOLOGIA Y HALLAZGOS*
Alfredo Castillero Calvo**
*Conferencia magistral dictada en la inauguración académica del VI Congreso
Centroamericano de Historia, el 23 de julio de 2002.
**Profesor investigador del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Panamá.
Los historiadores somos como los geólogos, los arqueólogos o los paleontólogos.
Todos tratamos de repoblar el pasado. Cada uno, con distintas herramientas, va a la
conquista de un mundo que ha desaparecido y del que apenas quedan evidencias. Sin
embargo, las pocas evidencias que quedan están allí, a la espera de que las encontremos. Por mucho tiempo han permanecido mudas, pero nos esperan para que
las hagamos hablar, para que las leamos e interpretemos.
Nos acercamos a un pasado lejano, a menudo sin saber qué podemos esperar. Son
diferentes nuestros métodos y las preguntas que nos hacemos, los materiales con que
trabajamos. Pero ninguna disciplina tiene el monopolio, y ninguna posee todas las respuestas. De hecho, entre nosotros los hisoriadores tenemos formas muy distintas
de asomarnos al pasado, nos interesan aspectos diferentes y usamos metodologías
muy diversas.
Hace varios años empecé a interesarme por la cultura material. Primero, cuando me preguntaba por el interior de las casas al escribir La vivienda colonial en Panamá
en 1994, luego, cuando preparaba un proyecto museográfico para la Casa Góngora en 1999; también el mismo año, cuando trabajaba en la historia de las
telecomunicaciones para el Museo del Canal y en varios capítulos del libro titulado Cultura material, economía y sociedad, que patrocinó el Patronato de Panamá Viejo.
No debiera sorprender que para un historiador desde hace muchos años
interesado en cosas materiales como la historia económica, surgiese tan tardíamente
el interés por los objetos y los artefactos. Pero es que los historiadores sabíamos muy poco de las cosas que rodeaban a nuestros antepasados del período colonial. Aún para
el siglo XIX y buena parte del XX, nuestra indigencia es alarmante. Bajo tierra se ha
encontrado muy poco. Hasta ahora hemos tenido tan escasas evidencias e indicios de
los objetos y artefactos que una vez existieron en Panamá, que parecieran muy
limitadas las posibilidades de llegar a conocer cuáles eran, qué funciones tenían,
quiénes los hacían, cuán bellos o utilitarios eran. Reconstruir el universo material que poblaba la vida cotidiana me parecía un reto
insuperable. Sin embargo, no era muy diferente al desafío que había enfrentado
cuando trataba de reconstruir la vivienda arquetípica de la élite, de la que tampoco
quedaban evidencias físicas. El ir al encuentro de respuestas para descubrir cómo
eran esas viviendas, fue para mí una de las experiencias intelectuales más
fascinantes. Ahora tenemos una buena idea de cómo eran, al menos en sus rasgos
básicos. Es más, siguiendo el patrón que había logrado descubrir, recién pude
identificar otra casa en Panamá la Vieja de la que sólo quedan las paredes pero que
reproduce con fidelidad el modelo canónico.
Mis fuentes fueron básicamente de naturaleza documental. Unas eran inventarios de casas destruidas por los fuegos o la guerra, otras eran textos descriptivos y otras
procedían de la cartografía urbana. Ya había llegado a mis conclusiones cuando surgió
la prueba final, es decir, los restos arquitectónicos que confirmaban las evidencias
textuales: la Casa Alarcón, la Casa Rodríguez, la Casa Góngora.
El reto siguiente consistía en descubrir cómo era el interior de las casas, cómo las adornaban, qué cosas usaban los vecinos para bregar en su vida cotidiana, dónde
dormían, cómo se vestían. Encontré nuevamente que las fuentes documentales podían
ser de enorme utilidad. Los inventarios de testamentos y dotes matrimoniales, de
embargos y remates, ofrecían abundante información. Eso me permitió identificar
cierto número de objetos, aunque también me planteaba algunas dudas y nuevos
problemas. Además, permanecía la incertidumbre sobre otras cosas que probablemente también existieron pero que no mencionaban los documentos. Pero ya era un paso.
Debido a los devastadores incendios que sufrieron Panamá la Vieja y la nueva,
nuestras dos únicas ciudades realmente importantes durante el período colonial, han
quedado muy pocos objetos materiales. Ambas quedaron casi totalmente destruidas
más de una vez. Panamá la Vieja por el ataque de Morgan en 1671 y la nueva Panamá, en 1737. A esto se agregan otros incendios devastadores como los de 1756 y
1781 y varios igualmente desastrosos en el siglo XIX; el clima extremadamente
húmedo, los insectos, la ausencia de una tradición conservacionista y finalmente las
modas, que casi siempre aconsejan desechar lo antiguo para sustituirlo por lo
moderno. Somos un pueblo con escasa memoria y poco amigo de guardar cosas viejas.
Todo esto nos coloca en una posición desventajosa, porque el estudio de los objetos es esencial para la comprensión de la cultura, ya que los objetos son el
vehículo mediante el cual la cultura se materializa y se hace tangible. Podemos
estudiarlos desde diferentes ángulos: como símbolos, como imágenes, como
indicadores o como referentes de la cultura; por su belleza o como creaciones
artísticas, por su fin utilitario o por su valor simbólico. Pueden interesarnos por sí mismos, o como evidencia para respaldar nuestros argumentos históricos.
También pueden interesarnos como signos o como pistas. El objeto como indicio
constituye en sí mismo un relato, produciendo un encadenamiento de imágenes y
evocando si tuaciones que lo hacen trascender a su mera condición de cosa. Pueden
existir diferentes significados inherentes a un objeto. Pero desde cualquier ángulo que
lo enfoquemos, su estudio nos ayudará a ampliar nuestras posibilidades para interpretar y comprender el pasado.
Y es que la comprensión del objeto como expresión de una cultura, permite
convertir la anécdota en historia densa. De hecho, una adecuada y comprehensiva
interpretación de los objetos, descubriendo lo que significaban para la gente que los
hacía y usaba, puede revelarnos no sólo las preferencias estéticas de una época, sino también el conjunto de creencias y percepciones de sus dueños, más allá del objeto en
sí mismo o de su carácter puramente material.
Su importancia como fuente para la comprensión del pasado se evidencia sobre
todo si analizamos el objeto dentro de su contexto socio-cultural. Por qué aparece
donde fue hallado, cómo llegó allí y de dónde, de qué forma está hecho y con qué
materiales, para qué se usa, con qué frecuencia se le encuentra, qué valor monetario se le asigna, y quiénes lo poseen son indicios que interrelacionados contextualmente
nos permiten conocer su significado más allá del hecho de que sean consignados en
los textos y enriquece nuestra comprensión de la historia social subyacente a ellos.
Este análisis contextual podrá sugerirnos nuevas reflexiones sobre la estructura y la
organización de la sociedad en la cual esos mismos objetos son producidos o consumidos, ayudará a comprender mejor los hábitos cotidianos de sus usuarios, y
arrojará luz sobre sus valores estéticos, intelectuales y sociales y sobre el conjunto de
sus creencias colectivas.
El escenario ideal para el estudio de la cultura material es el de una nutrida
colección de objetos a la vez que una abundante documentación escrita. Pero esto no
siempre sucede, sobre todo cuando se trata de sociedades que existieron hace mucho
tiempo. Para muchas culturas desaparecidas, los arqueólogos e historiadores sólo
cuentan con objetos y no tienen documentos en qué apoyarse. Su materia prima no
son las fuentes de archivo sino los artefactos que se han conservado. La cultura material es su fuente primordial. Pero también sucede lo contrario y nos enfrentamos
a la situación de que no se encuentran objetos o estos son demasiado pocos, sin
embargo podemos servirnos de los textos y nuestro principal recurso son las fuentes
documentales. Así como cada caso debe apoyarse en fuentes de diferente índole,
también cada caso requiere otro tratamiento, una metodología diferente y el estudioso debe formularse preguntas probablemente muy distintas.
La segunda situación mencionada, la de estudiar la cultura material sin objetos
pero con textos, es la que me encontré en mis estudios sobre el Panamá hispano. En
mi exposición destacaré los problemas específicos que enfrenta el historiador de la
cultura material cuando sus principales evidencias son textuales y explicaré los
conceptos y la metodología que me guiaron en la elaboración de mi trabajo. Mi primer contacto con la cultura material del período hispano había sido los
muebles y el menaje de las casas, ya que en los inventarios de testamentos, dotes y
embargos aparecían con bastante frecuencia. No me sorprendía, dado que se trata de
expresiones altamente representativas de la cultura material española. Pero, además,
esperaba que tarde o temprano mis fuentes arrojasen alguna luz sobre muchos otros aspectos de la cultura material, ya que España, como país colonizador que era, debía
haber implantado en sus colonias cuanto pudo de su herencia material, como lo hizo
con las demás manifestaciones de su cultura. Otra de mis expectativas consistía en
que siendo Panamá una ciudad primada y centro de una ruta de intercambios tan
importante para el imperio español, debía encontrarse en las casas de sus vecinos, en
las oficinas y dependencias de sus funcionarios, en los cuarteles militares, o en los coros y las sacristías de las iglesias, un mobiliario y un menaje igual o parecido al
peninsular. Por la misma razón esperaba que en Panamá se reflejasen los nuevos
gustos, técnicas y lenguajes ornamentales que España fue adoptando en los siglos
coloniales. Es decir, que esperaba encontrar en Panamá evidencias de los artefactos y
diversos objetos de la cultura material que se han encontrado en las demás colonias americanas.
Era la típica búsqueda de la aguja en el pajar porque sobre el tema apenas si se
sabía nada. No se han conservado grabados o pinturas que ilustren el mobiliario y
decorado doméstico; ningún mueble del período colonial ha sobrevivido al paso de los
siglos, salvo tal vez algún sillón frailero del siglo XVIII. Nada queda de los coches y
calesas, de las bibliotecas, de los espejos, de los cuadros, de la porcelana, del vestuario o de casi cualquier otra cosa que formaba parte de la cultura material. El
estudio del mueble, del menaje y en general de la cultura material en el Panamá
colonial enfrenta, entonces, serias dificultades.
Cuatro son a mi juicio los referentes que deben orientar nuestra discusión. En primer lugar, las
fuentes documentales, que podríamos separar en dos grandes grupos. Uno de ellos lo constituyen los inventarios de embargos, dotes, testamentos, remates y otros documentos de ese tenor desde el siglo
XVI.
El segundo gran grupo documental procede de los manifiestos de embarque. Para
Panamá, son muy detallados y abundantes los embarques procedentes de las flotas de
galeones que viajaban desde Sevilla para la celebración de las ferias, y que se conservan en el fondo
de Contratación del Archivo de Indias. Otro grupo documental lo constituye el ramo de almojarifazgos de las Cajas Reales
panameñas, que para muchos años contienen detallada información de la mercancía
que llegaba a Portobelo o Panamá desde Europa o distintas partes de América, o la
que salía del Istmo para diversos destinos. El Archivo de Indias está ahíto de registros
fiscales de este tenor. Los embargos, dotes, testamentos e inventarios de bienes personales, nos
informan sobre el tipo de mueble, los materiales usados, su propietario y su valor
estimado. A veces indican su función, que no siempre es obvia. Si se trata de un
mueble de calidad así se advierte, con señalamientos sobre sus aspectos decorativos
más destacados. A esta información se le puede sacar mucho provecho. Por una parte,
nos revela la tipología del mobiliario, o su frecuencia, o la ocupación del propietario o
su categoría social. A veces nos indica los cambios de la moda y la aparición temprana
o tardía de algún modelo importado. Tiene la ventaja de que nos sitúa en un ambiente
personal o familiar concreto, ofreciéndonos una visión del decorado interior de casas
específicas. Las fuentes sobre el movimiento mercantil son más impersonales y genéricas, pero
constituyen un complemento indispensable. Ambos tipos de fuentes se enriquecen
mutuamente, mejorando nuestra comprensión sobre el mobiliario.
El segundo aspecto a mi juicio fundamental lo constituye el análisis contextual del período en el
que hace presencia un objeto dado, tomando en cuenta sobre todo la coyuntura económica y el comercio con el extranjero. Paso a explicarme.
Durante los siglos XVI a XVIII, el mueble español se caracterizó por su conser-
vadurismo y robustez. Por generaciones apenas si sufrió cambios hasta que, en la
segunda mitad del siglo XVIII, empezó a sentirse en España el efecto de influencias
externas (sobre todo de Italia y Francia), aunque el impacto prácticamente quedó
limitado a la corte madrileña y a las casas aristocráticas. En Panamá, como era de esperarse, predominó el canon español. Sin embargo, su
condición de zona de paso, de economía de servicios y sus constantes contactos con el
comercio portugués hasta 1640 (vía la trata de esclavos sobre todo) y luego con el
holandés, el francés y el inglés, debió exponer a los criollos panameños a numerosos
productos extranjeros y a una estética distinta a la española. A partir de 1664, se inició un proceso de apertura hacia el comercio con Holanda,
Francia e Inglaterra, gracias a los asientos esclavistas. Primero fue la compañía
genovesa de Grillo y Lomelín, que abrió agencia en Panamá la Vieja, y durante diez
años se convirtió en la principal importadora de esclavos del continente, introduciendo
además de esclavos, muchos productos no españoles. Gracias a este asiento, Panamá
empezó a vincularse con las colonias británicas de Barbados y Jamaica, y con la holandesa de Curazao, islas donde los genoveses adquirían la mayoría de los esclavos.
Luego, salvo breves interrupciones, la trata negrera estuvo bajo dominio holandés
hasta fin de siglo. Entre 1701 y 1713, el monopolio negrero pasó a manos del Asiento
francés de la Real Compañía de Guinea. Durante este período, Francia aprovechó la
crisis comercial creada durante la guerra de Sucesión, para inundar toda América con sus manufacturas. Finalmente, el monopolio esclavista recayó en el asiento inglés de
la South Sea Company entre 1714 y 1739. Desde entonces Jamaica se convierte en
un factor decisivo del comercio regional panameño.
Como resultado de estas variables coyunturas comerciales, ya en los inventarios
del siglo XVII se encuentran referencias a muebles y artefactos no españoles. Primero
se mencionan muebles y objetos de origen alemán y portugués; desde el último tercio del siglo XVII ya aparecen muebles y artículos de Holanda y Francia y desde principios
del siglo XVIII comienzan a inventariarse de manera creciente muebles y artefactos
ingleses.
Además de las influencias europeas y debido a los frecuentes contactos con los
países vecinos, a Panamá se importaban por encargo especial, muebles del reino de Quito, Perú y Cartagena. (De la misma manera que se encargaban pinturas, tallas de
madera y obras de platería a artistas de prestigio de Quito, Guatemala o Lima). No
debe sorprender que nuestros antepasados tuviesen muebles tan recargadamente
barrocos como los que se usaban en todo el virreinato peruano, con sus múltiples
espejitos y complicadas volutas doradas.
Los historiadores de mueble y en general de la cultura material, debieran insistir más en aspectos como los que vengo señalando, en lugar de constreñirse a la historia
del mueble “nacional”, es decir, que debieran interesarse más por los mercados y las
rutas de intercambio, ya que junto con las demás mercancías, también viajaban los
muebles.
Este enfoque abre perspectivas insospechadas para el estudio del mueble, no sólo de Panamá sino de todo el continente. Amplía el panorama, pero a la vez lo complica,
porque plantea, por un lado, la necesidad de conocer virtualmente toda la historia del
mueble occidental contemporáneo ya que, verosímilmente, casi cualquier modelo pudo
haber llegado a Panamá. Además, porque impone al estudioso la necesidad de
estudiar las corrientes comerciales de cada coyuntura económica, con la mirada
atenta a las procedencias y destinos de los productos o la capacidad adquisitiva de los
mercados. Baste pensar en las abundantes referencias a espejos en los inventarios
panameños, siendo que el espejo era un producto tan caro, delicado y riesgoso de
transportar y cuya tecnología fue tan apreciada en Europa que se consideraba un
“secreto de Estado”. Dio origen a famosas intrigas internacionales, con asesinatos y actos de espionaje industrial, mayormente entre Francia y Venecia. Pero así y todo nos
encontramos con espejos de todos los tamaños, desde chicos y medianos a grandes y
“de cuerpo”. Si ese fue el caso de los espejos entonces casi cualquier tipo de mueble
europeo de calidad pudo haber cruzado el Atlántico con destino a las casas de los
criollos panameños. Para reforzar el planteamiento anterior está la prueba adicional de la mayólica,
sobre todo la de alta calidad. En Panamá la Vieja y la nueva Panamá, la Dra. Robira
ha podido identificar mayólica de varios países de la Europa, así como de México. Para
fines del XVI ha encontrado fragmentos de cerámica china. El 58 por ciento de lo
encontrado en Panamá la Vieja antes del incendio de 1644, lo ha considerado como de
origen europeo, mayormente de Sevilla, aunque ella sospecha que parte de esos restos sea no español. Esta proporción se reduce a cerca del 20 por ciento entre 1640 y el
ataque de Morgan en 1671, lo que ella imputa al aumento de la producción de los
hornos locales.
Sin embargo, ya en el siglo XVIII, la introducción de mayólica esmaltada al estaño
de Francia, con figuras de lambrequines, así como de Inglaterra, es cada vez más frecuente, y para la década de 1780 se han encontrado piezas de origen mexicano.
Verosímilmente la cerámica basta y barata de uso popular, se producía localmente.
Pero la cerámica de mayólica fina era importada de afuera y no siempre de España. A
fines del siglo XVIII los arqueólogos vuelven a encontrar piezas de la China,
transportadas a Panamá vía México.
Aunque, debido a la naturaleza perecedera de la mayoría de los objetos del período colonial, salvo la mayólica, la porcelana, los metales y otros objetos hechos con
materiales resistentes, es mucho mayor la información procedente de evidencias
textuales que lo encontrado hasta ahora bajo tierra. Es inevitable que así sea. Resulta
más fácil que un hallazgo arqueológico confirme lo que sabemos por los documentos,
que descubrir un objeto que nunca haya sido descrito o inventariado en los textos. Como sostiene Peter Burke “la historia de la cultura material, [...] se basa menos en el
estudio de los artefactos mismos que en fuentes literarias”.
En efecto, aunque las evidencias textuales son escasas, estas no faltan, mientras
que son demasiado pocos los objetos que han llegado hasta nosotros, de manera que
para el estudio de la cultura material del Panamá colonial, nuestro principal apoyo lo
constituyen las fuentes literarias. Nada, por supuesto, reemplaza la emoción de encontrarse cara a cara, con un objeto que sólo se conoce por los textos. Todavía
recuerdo vívidamente la emoción que me produjo encontrarme en una exhibición en Washington con una barra de plata del naufragio de La Atocha que, como se sabe,
había salido de Portobelo. Las miles de barras de plata registradas en el almojarifazgo
de esos años las había contado una por una (esas cosas que uno hacía cuando era
joven y tenía todo el tiempo del mundo), hasta llegar a la conclusión de que su peso medio era de unas 80 libras. Pero nunca había visto una ni tenía idea de su aspecto,
hasta que me la encontré en esa exhibición con la forma y tamaño de un pan de molde
semi aplastado. La cédula de la urna donde estaba expuesta decía, por supuesto, que
pesaba 80 libras. Sentí en ese momento una emoción infantil, como si nadie en el
mundo tuviese más derecho a tocarla y levantarla que yo, aquel que una vez había descubierto lo que pesaba estudiando los registros documentales. Por desgracia estas
cosas no suceden muy a menudo y lo más frecuente es que tengamos que
conformarnos con lo que encontramos en los textos.
Señalaré algunas evidencias literarias para ilustrar este punto. En los embarques
para las ferias abundan referencias, junto a ricos retablos de los tallistas sevillanos
más famosos, a pinturas e imágenes de bulto del santoral cristiano, y a loza de Talavera de la Reina. En 1571, según los vecinos, la loza de uso local más corriente
era la “blanca de Castilla”; aunque ya para entonces eran comunes los “jarritos
pequeños”, los platos, las escudillas y los “lebrillos para servicio de casa” de Perú.
Poco después, en 1577, la mayoría de las “ollas de barro” procedía de Nicaragua y
Nicoya. Pero también llegaba mucha de Perú. En octubre de 1575, llegó de Callao un
navío con 8 docenas de loza vidriada, 350 jarritos colorados, muchas ollas vidriadas
grandes y pequeñas, tinajas y cántaros grandes.
La loza vidriada, como se ve, ya se introducía en Panamá desde el último cuarto
del siglo XVI. Su uso continuó en los siglos siguientes. En los manifiestos de embarque de Cartagena de principios del siglo XVIII consta que en sus tejares se
producía “loza vidriada” y “loza ordinaria” que se exportaba a Veracruz, Maracaibo,
Portobelo. También se exportaba loza de la cercana Tolú, a Portobelo. Tan frecuente
debió ser esta exportación a Portobelo, que cuando en 1704 se embargó la tienda de
Juan Lozano, se encontraron “cien docenas de loza de Cartagena vidriada, que se compone de lebrillos y piezas grandes y chicas. En esa ocasión también fue
embargado el teniente general de Portobelo, en cuya casa se encontró “una vajilla
esmaltada de azul y blanco que parece cobre” y, además, quince pocillos de China
pintados de colores, blancos, labrados y encalados. Estos “pocillos” eran piezas de
porcelana. Para entonces encontramos numerosos textos con referencias a la
introducción clandestina de ropa de China, y con la ropa podía venir también la porcelana y casi cualquier otra cosa.
El pueblo llano, por su parte, siguió usando loza importada de otras partes de
América. A sólo Portobelo llegaban 200 docenas de loza en 1777, y 399 docenas en
1781, todo procedente de Puebla. También en 1781 se importaron dos docenas de loza
de Jalapa. En 1782, llegaban 159 docenas de loza de La Habana. A juzgar por todos estos datos, los arqueólogos deben estar preparados para
encontrar bajo tierra loza de casi cualquier parte de la cuenca caribeña, desde
Curazao y Cartagena a La Habana y Jalapa, e incluso la famosa mayólica de Puebla.
En Panamá ocurría otro tanto. En 1776 llegaba abundante loza de Pisco, Callao y
Paita. Y para todo el país, llegaba de España loza de Sevilla, además de copas de
cristal, vasos, saleros, tazas, tacitas, y platitos. En varios embarques de 1788 procedentes de Paita y otros puertos peruanos, llegaban a Panamá tacitas y platitos de
loza. De Jamaica llegaron ese año 5 barriles de loza. Probablemente el comercio de
estos productos ya venía realizándose desde el siglo anterior.
Siendo más abundante la documentación del siglo XVIII, es a partir de este siglo
cuando las evidencias resultan más claras. Sin embargo, muchos hallazgos correspondientes a la nueva Panamá durante el siglo XVIII bien pudieran aplicarse a
la cultura material de Panamá la Vieja. Me atrevo a sugerirlo por el conservadurismo
que identifica a la cultura material, por lo general muy resistente al cambio, sobre
todo en sociedades como la colonial panameña, ya que muchas de las manifestaciones
de la cultura material que encontramos en Panamá la Vieja debieron seguirse
aplicando prácticamente sin cambios en el siglo XVIII y en muchos aspectos aún más allá. Una clara evidencia lo constituye la pervivencia de los patrones arquitectónicos
de la vivienda, cuyo modelo o arquetipo encontramos ya definido para fines del siglo
XVI y continúa sin mayores cambios en pleno siglo XVIII. Otra evidencia son los
estrados de las mujeres, que siguen usándose todavía en el siglo XIX, conservando el
concepto, la función y con mínimos cambios en el mobiliario. Lo mismo sucede con los oratorios.
De esa manera, analizar la información que tenemos para el siglo XVIII nos
permitirá estudiar en retrospectiva, es decir “leyendo hacia atrás”, el mobiliario y la
cultura material del siglo anterior.
Pero volvamos a la discusión central. Un tercer aspecto de nuestra discusión hace
referencia a la función del mobiliario para el conocimiento de la vida en el interior de las casas. Los muebles y los ambientes domésticos obviamente tenían una gran
influencia en la textura de la vida cotidiana, de ahí que su conocimiento pudiera
aclararnos la función de las habitaciones, un tema que plantea muchas lagunas aun
para el ambiente doméstico de las ciudades europeas.
Queda todavía un cuarto factor que debe considerarse. Me refiero a la identificación del mobiliario y el menaje o de cualquier otra expresión de la cultura
material. La sola mención de una tipología ebanística resulta en sí misma reveladora,
ya que nos indica la presencia de modelos ornamentales, estilísticos y aun técnicos, y
este solo dato compensa la ausencia de una descripción más detallada. Cuando un
inventario menciona una cama, se entiende que no se trata de una cuja o de un catre,
sino de un mueble importante, sobre todo si procede de una dote o un testamento, y
además su alto valor es indicado en la tasación que la acompaña. No eran iguales un
escritorio, un bufete y una papelera, aunque tenían funciones similares.
En 1634 la dote de doña Isabel Franco de Lara, rica vecina de Panamá la Vieja,
incluía dos baúles “de vaqueta de Moscovia y un escritorio de Alemania”. Se trata de muebles importados y el escritorio sin duda de lujo y muy caro, no sólo por el hecho
de que se trae de Europa sino por lo que se sabe de estos muebles, joyas exquisitas de
la ebanística y verdaderas piezas arquitectónicas en miniatura. En el embargo a
Joseph de la Rañeta se hace inventario de “dos escritorios pequeños, cada uno con
tres cajoncillos y atados y cada uno embutidos de carey y cuero”, lo que sugiere fábrica de marquetería o taraceado. Se sabe que una “papelera”, un “contador” o
“contadorcillo” podían ser en realidad bargueños o arquimesas. Si se nos dice que el
escritorio era “de dos cuerpos”, se trata casi seguramente de un bargueño o de una
arquimesa. Si se registra como escritorio “de Alemania”, debe entenderse que era un
mueble taracedado por dentro y por fuera, de fina marquetería y fábrica cara. Cuando
se mencionan sillas doradas, probablemente eran de las que se importaban del Perú como las que embargaron al maestro platero Dionisio Clemente de la Balza.
Ya vimos que la loza se distingue entre ordinaria y vidriada, así como por su
procedencia, y según cuál el lugar así sus características. Lo mismo puede decirse de
las referencias a la “china”. La presencia de espejos, cuando estos eran medianos o
grandes, es en sí misma indicadora de un mercado exigente, no carente de refinamientos y, por supuesto, con una clientela capaz de gastar en lujos. La mención
a un canapé, una poltrona, o una cómoda, evidencian de inmediato la aparición de nuevas modas. Lo que nos permite además fechar con un post quem la introducción
de estas innovaciones.
La materia prima para este tipo de análisis son los manifiestos de embarque y los
inventarios generales, las dotes, los testamentos, los embargos y remates. Pero se trata de fuentes documentales distintas, y por su propia naturaleza, los objetos
inventariados en cada uno de ellos, aun teniendo la misma nomenclatura, pueden
tener distinto significado.
Dado su carácter, las dotes sólo incluyen un listado escogido de bienes, es decir,
aquellos que se pactaban en la concertación del matrimonio. Pero el mismo hecho de
constituir bienes escogidos, es prueba de que se encontraban entre los más cotizados. En las dotes se evidencia que la fortuna de las élites está constituida sobre todo por
joyas “diamantes, rubíes, esmeraldas, perlas engastadas en oro o en plata”, vajillas,
cubertería, candeleros, palanganas, jarros y otros objetos de plata, aunque también se
incluyen casas, hatos de ganado, esclavos y barcos. Otro bien que ocupa un papel
destacado en las dotes es la ropa y el cortinaje, entonces uno de los bienes más costosos, sobre todo cuando se hacían con telas finas importadas. Finalmente,
también tiene importancia el mobiliario consistente, por lo general, en cajas, baúles,
cajones, bufetes, escritorios, pinturas, camas, sillas, taburetes, lo que evidencia que el
mueble también se consideraba una posesión valiosa.
Los embargos, por su parte, pueden incluir la totalidad de los bienes del afectado,
confiriendo a esta documentación un valor excepcional. Por lo demás, en los expedientes de embargos se encuentran declaraciones de testigos con pormenorizados
detalles sobre algunos objetos del inventario, su significación, su valor o su uso, sobre
todo cuando se trata de cosas notables o costosas.
Por su parte, en los inventarios generales, resultado de una visita audiencial o una
visita diocesana, suele inventariarse todo lo que tenía algún valor, como los muebles y artefactos de las Casas Reales, sus tribunales, su capilla, el Cabildo y las cárceles, o
los Libros de Fábricas de las iglesias con detalladas descripciones de los ornamentos
litúrgicos.
Así pues, cada tipo de inventario ofrece indicios distintos sobre la naturaleza de los
objetos mencionados. De esa manera, cada objeto inventariado debe interpretarse
dentro de su contexto documental. Porque no es lo mismo una cama inventariada en la dote de una mujer de la élite, que la cama registrada en un embargo cualquiera.
Ambas son identificadas con el mismo nombre, pero sus valores inherentes no son
iguales. De hecho, para las camas y otros muebles de las dotes se acostumbraba
indicar su valor y, dado que constituían un legado, solían ser objetos nuevos o
costosos. Según cuál sea la naturaleza de la fuente documental, cada objeto puede
revelarnos, por lo tanto, sus cualidades estéticas, el aprecio que se les confería
económica, simbólica o socialmente, más allá de su sola mención, o de su función
meramente utilitaria. En los embargos, no obstante, hay que poner especial atención a
las deposiciones de testigos porque suelen aportar detalles valiosos sobre los objetos. Mencionaré algunos ejemplos de inventarios típicos. En el litigio que ocasionó la
herencia de doña Beatriz de Valdés en favor de su nieto Fernando de Silva, se
inventariaron en 1607, una bihuela, una cama de ruán con cuatro lienzos, una so-
bremesa de guadamecí, cuatro sábanas de ruán, una cama dorada grande, una
imagen del Nacimiento, un cuadro de “las doce tribus” de Israel, una delantera de cama, varias cajas para guardar cosas diversas, dos cucharas de plata y una
“alquitara” o alambique. Lo demás eran piezas de vestir, plata, una adarga, “un
aderezo de mula de terciopelo negro con sus flecos de plata y toda la clavazón de
plata”, un libro y otros artículos misceláneos. Se trata de un repertorio que veremos
repetirse en lo sucesivo con pocas variantes. El mobiliario y los libros escasean, en
cambio, raras veces faltan sino por excepción, “láminas” y pinturas. Tal vez lo más interesante aquí son las camas, un mueble de lujo con dosel y cortinas, que sólo
aparece en las posesiones de los ricos.
Es en algunos embargos -como dije- donde descubrimos los repertorios más completos de
artefactos, pinturas, platería, muebles, ropa y demás objetos que se encontraban en el interior de las
casas típicas de la élite. Este es el caso del que se hizo contra el contador de Real Hacienda Juan Pérez de Lezcano, cuando fue encarcelado por rehusarse a pagar a los soldados que marchaban contra el
pirata Spielberguen en 1615.
Lo primero que se registra en el inventario es su “cama dorada con sus cortinas y
demás aderezos de damasco y terciopelo carmesí”. Una “colgadura de guadamecíes”
completaba el ajuar de la lujosa cama. Para las tareas propias de su oficio, Lezcano
tenía “tres bufetes” y un exquisito “escritorio de Alemania” nuevo. Para recibir a sus
visitas, tenía “doce sillas para sentarse”.
En las habitaciones de su mujer se encontraba “un tocador de ébano y marfil”. A
juzgar por sus nobles materiales, se trataba de un mueble fino y costoso. En el rincón femenino destinado al estrado, se encontraban “seis cojines de terciopelo carmesí y
una arquimesa”. Esta “arquimesa” probablemente era un escritorio del tipo bargueño.
Sorprende la cantidad de cuadros y pinturas que adornaban las paredes de su
casa. Tenía un “mapa grande”, y 36 cuadros al óleo, incluyendo un juego completo con
los doce apóstoles. Treinta y seis cuadros al óleo constituyen una cifra impresionante para la época, pero aún tenía más.
Su menaje de platería era muy diverso: “veintitrés platillos de plata”, “un tajador
de plata”, es decir, un plato trinchero para cortar comida; “dos candeleros con sus
candilejas de plata”, y “una salvadora de plata”.
Como era típico en una casa de la élite colonial, los objetos de tema religioso
virtualmente lo invadían todo. En algún lugar destacado, aparte del oratorio, había “un Cristo mediano en su cruz de ébano y una cruz grande, guarnecido en plata
sobredorada”, y además, “una lámina de la Virgen”. Lo más revelador es el contenido
del oratorio, ese espacio reservado al retiro espiritual y a la oración, tan común en las
casas coloniales y aun en las del siglo XIX. El oratorio contenía lo siguiente:
1. “Un tabernáculo dorado con tres imágenes de alabastro y encima un Cristo de
hasta tres palmos”
2. “Siete cuadros grandes y doce pequeños, todos al óleo que todos estaban en el
oratorio”
3. “Otro Cristo pequeño y un Niño Jesús”
4. “Dos sillas de mujer, la una con la cubierta de fieltro y tachuelas de oro y otra con cubierta de cañamazo”
Se trataba, como se ve, de un oratorio ricamente aderezado. Para esos mismos
años debían existir numerosos oratorios en Panamá, incluso muchos portátiles, pues se sabe que los feligreses de la élite acostumbran a llevarlos a sus mismas camas,
donde rezaban sin levantarse. Eran pequeños muebles en forma de retablillos, con sus
puertas pintadas con imágenes devocionales, y en su interior, con tallas religiosas.
En el inventario de Lezcano, el total de cuadros al óleo y láminas grandes y
pequeñas, incluyendo los del oratorio, suma la impresionante cantidad de 57. De
hecho, muchos más de los que tenía en su casa el hidalgo madrileño Lope de Vega.
Solo los ministros del Consejo de Castilla adornaban sus viviendas con una cantidad semejante de cuadros. Eran tantos los cuadros de Lezcano, que o bien debían cubrir
virtualmente todas las paredes de la casa, o se trataba de una vivienda espaciosa y,
por tanto, cara. Tal plétora de pinturas y láminas evidencia los gustos y las modas
decorativas de las viviendas de la élite.
La ropa de Lezcano se guardaba en cajas y baúles. En un baúl se encontraba “la ropa blanca usada” y “una docena de camisas”. La ropa de vestir encontrada en una
caja de cinco palmos, nos ilustra sobre la indumentaria de uso en la época:
1. “Una saya de sorvión (sic) morado con pasamanos de oro”
2. “Una saya de tafetán con mango [?] pardo con su ropa”
3. “Otra saya e ropa de chamalote negro” 4. “Otra saya e ropa de tafetán llano negro”
5. “Tres jubones de tafetán de México, los dos negros y uno pardo”
6. “Otra saya de raso azul con pasamanos de seda”
7. “Una saya de damasco carmesí con pasamanillos de oro”
8. “Otra saya y ropa de sorvión (sic) morado”
Los jubones eran una especie de chaquetín de hombre o de mujer, de medio
cuerpo arriba, ceñido y ajustado, con faldillas cortas. La saya consistía en una falda
larga de mujer, con pliegues, que va desde la cintura a los pies. Las diversas clases de
telas que se mencionan, como el damasco, el raso, el tafetán y el chamalote, evidencian que se trataba de ropa de verdadero lujo.
Lezcano tenía “dos arcabuces y un broquel”, “dos espadas y un machete”. En el
entresuelo de su casa había un cuarto pequeño que servía de “despensa”, donde se
encontraron “algunas cosas de comer de poco valor [...]”. En la parte baja había “dos
bodegas”, encontrándose en una sólo leña y en la otra “botijas vacías”. Otra gran joya mueblística de la casa era el “escritorio de Alemania”, que Lezcano
había comprado en la feria de Portobelo. En su interior se encontraron monedas,
guantes de color, espejuelos, rosarios de azabache, medias de seda, relojitos de sol,
balas de arcabuz, hilo de múrice, campanillas de metal, moldes de cuello de plata,
estuches de faltriquera, una naveta con lacre, papel de escribir y “un legajo de cartas
misivas a la cuartilla”. Era un mueble con muchos cajones. En 1628, fue embargado el fiscal Juan de Alvarado y Bracamonte, pero se le en-
contraron pocas cosas, entre ellas “un chino y tres o cuatro chinas paridas”. Estos
chinos eran libres y fueron los primeros que llegaron a Panamá. También tenía varios
esclavos para el servicio doméstico. Varios sastres describieron los vestidos que le
habían confeccionado al fiscal y su mujer, doña María de Ávila. Un sastre le hizo “cuatro vestidos sin la ropa interior, los dos de ellos de tela”. Uno era azul, otro verde,
y otros dos de lujoso chamalote. Otro sastre le hizo un vestido “de chamalote de
aguas, espolino de seda”, de color “anaranjado y verde”. El tejido espolinado era un
género de tela de seda que se fabricaba con flores esparcidas y en cierta manera
sobretejidas, como el brocado de oro. Tomó ese nombre de la lanzadera de los telares
llamada espolín. Este y el de chamalote eran trajes de gran lujo. El fiscal tenía en su ajuar dos garnachas nuevas y una vieja. La garnacha era el
traje que distinguía y otorgaba dignidad a los altos funcionarios como los miembros de
la Real Audiencia. Era una vestidura talar con mangas y una vuelta, que desde los
hombros caía a las espaldas. Otros bienes incluían “una silla de vaqueta de Moscovia”.
En ella el chino y un esclavo cargaban a doña María cuando iba de visitas o a la igle-sia. También el fiscal era dueño de un tercio del coche que compartía con otros dos
oidores de la Audiencia.
Doña María tenía un estrado para atender a sus amigas y otras visitas, es decir,
un espacio doméstico reservado exclusivamente para ella. Estaba equipado con un
bufetillo, varios “cojines de terciopelo”, “taburetillos y sillas con clavos dorados” y una
“esterilla de junco” que hacía de alfombra. Es decir, como un típico estrado español.
En la intimidad de su casa, un testigo había observado a doña María “en un habitillo
de tela verde y algunos otros vestidos ordinarios de casa”, revelándonos de esa manera
la ropa que se usaba a diario y cuando no era necesario aparentar. Es decir, vistiendo
modestamente, con ropa ligera, como no podía ser de otra manera en el tórrido y
húmedo trópico panameño. El mismo testigo declara que doña María le sirvió una chicha en “un jarro y una conserva con dos o tres platillos de plata pequeños”. Las
únicas joyas que le había visto usar a doña María eran unos “brazaletes de perlas de
poco valor”.
En su cuarto de trabajo, el fiscal tenía “algunas sillas, un bufete y una biblioteca”.
Todo sugiere que, a diferencia del contador Lezcano, el fiscal era apenas medianamente acomodado y le debía plata a varios vecinos. De hecho, según el rico
mercader Pedro de Alarcón, Bracamonte llegó a Panamá “tan pobre y necesitado que
no trajo ningún arreo de su casa”, teniendo que “comprarle cuatro cojines y una
alfombrilla chica para llevar a doña María su mujer a la iglesia”. Esto evidencia que,
según las costumbres de la época, no había bancas en la iglesia y que las mujeres se
sentaban en el piso, sobre una alfombra y apoyadas en cojines, como lo hacían en el estrado. Según Alarcón, se acostumbraba entre las vecinas prestarse trajes y joyas.
Dice Alarcón que con ocasión de varios festejos, doña María le pidió prestados
“apretadores de perlas y botones de oro y otras joyas”. Agrega que, aunque había visto
“bien aderezada” a doña María, “no sabe si era suyo o no lo que se pone”. Otro testigo
afirma que la “María de diamante” que usaba la mujer del fiscal no era propia, sino de doña María Cortés de la Serna, quien se la había prestado. Esta “María” debía ser la piedra más brillante y grande del collar,
derivando su nombre de la vela blanca llamada precisamente María, que se colocaba en la parte central y más alta de los tenebrarios.
Como puede apreciarse por los anteriores inventarios, son muy diversos y
detallados los aspectos que puede revelarnos un embargo. Nos hablan con elocuencia
de las cosas que ocupaban el espacio físico donde se desenvolvía la élite, su función, el
aprecio que se les dispensaba, su valor simbólico, y de qué manera esos mismos objetos influían en la creación de los ambientes domésticos, en los hábitos cotidianos
y en la mentalidad de sus usuarios. Las señas particulares de ciertos objetos dejan a
veces pocas dudas sobre sus características. La sociedad que creaba esas cosas era a
su vez influida por ellas, en una simbiosis de mutuos intercambios donde se nos
revela el verdadero significado de la cultura material. En aquella época el mueble más conspicuo y costoso era la cama. Ya mencioné las
de Fernando de Silva y de Pérez de Lezcano. Juan de León tenía en 1637 una “cama dorada
con cortinas de tafetán doble”. La cama “dorada” con pan de oro, era típica de la élite. En 1704, la de
Pedro Peñaredonda era de tipo portugués con columnas y balaústres torneados y estaba adoselada
con cortinas de chamelote listado. La del mercader Leguía tenía toldo de tafetán y un dosel
con la cruz de Jerusalén. En la feria de 1586, se descargaron dos camas de guadamecíes dorados a un
costo unitario de 40 ducados, lo que equivalía a casi dos semanas de trabajo de un
maestro de obra. En el mismo barco llegaban también varias “cama de tafetán y
cuadros”, de 25 ducados cada una, también una suma muy alta.
Lo cierto es que no hay otro mueble tan recargado de lujo como la cama, y ninguno se le compara en valor. Las camas eran tan valiosas que formaban parte de
las dotes, como la “cama de cocobolo de dos cabeceras” evaluada en 30 pesos que
Agustín Franco le dio a su hija menor. Pero ninguna tan ostentosa como la que recibió
en dote doña Juana de Salazar en 1635: era una “cama entera vestida de damasco
carmesí, sobrecama y sobremesa con cenefas de brocado” evaluada en la
impresionante cifra de 900 pesos. Al lado de los toscos bufetes, sillas, cajas y escritorios, la cama debía contrastar
por su extravagante suntuosidad y deslumbrar al espectador no acostumbrado a estas
exhibiciones ostentosas. Esta sensible diferencia se explica esencialmente por los
doseles, cortinajes y colgaduras, ya que todos eran confeccionados con telas finas y
caras importadas de Europa. Los hombres de la élite solían desplazarse por las calles de la ciudad a pie o a
caballo. Pero también se transportaban en sillas de mano, coches y calesas. Las sillas
de mano eran una solución práctica para transportar a las damas, sin ser vistas,
cuando iban de visita o a la iglesia. El recato femenino era parte de las costumbres de
la época y, de esa manera, se evitaban rumores. Pero también se usaban sillas de
mano para ocultar a algún prisionero de postín, como sucedió cuando el capitán
Meneses condujo preso a Lezcano en 1615. También cuando se transportó a una joven
para desposarla con su novio moribundo en 1644. En ambos casos se quería evitar
que el vulgo les reconociera.
Algunas sillas de mano tenían ventanas con vidrieros. Otras tenían cortinas o visillos para resguardar la identidad del pasajero. Estas sillas de mano eran
transportadas sobre los hombros de criados o de esclavos.
Los coches y calesas eran carruajes más lujosos y caros. Eran tirados por mulas y
conducidos por esclavos. El coche era tirado por dos o más mulas, pero las calesas
sólo necesitaban una. No se sabe si estos vehículos eran hechos en el propio país o se importaban, aunque el coche del gobernador Carvajal fue obra del maestro mayor de
carruajes de la ciudad.
Algunas calesas exhibían ciertos lujos y detalles decorativos. La del oidor Medina
tenía cortinas de damasco y almohadas. La de Antonio de Echeverz, que ya era vieja,
costaba con su mula 800 pesos, una suma muy alta. La del obispo Llamas tenía
“tableros de madera pintada al óleo azul con flores de oro sobre el dicho campo, con sus cortinas de lienzo pintadas de dicho color azul y flores de oro con advertencia que
dos pilarillos de ella están muy maltratados”. Con tales lujos y exquisiteces, se
comprende que era un medio de transporte reservado a los ricos y a los personajes de
postín.
Los coches eran tal vez más usados por las mujeres que por los hombres, como lo sugiere un episodio de 1625 referente a las fiestas que realizaba la familia Almonte.
También los coches eran usados por las mujeres “para pasear”. El paseo preferido en
Panamá la Vieja era la Calle de la Carrera, bordeando la playa. La élite panameña
compartía con la española una gran pasión por estos medios de transporte, de manera
que los coches, las sillas de mano y las calesas debían contarse por docenas.
Como hasta hace pocos años no se sabía casi nada del período colonial, y la documentación manejada por los historiadores era tan escasa, se tenía una imagen de
vacío cultural, de una sociedad inmóvil donde no pasaba nada, salvo cuando venía el
pirata, y a la que sólo muy de cuando en cuando llegaba alguna pintura “sevillana de
tercera”, según la opinión de un historiador del arte local. Pero hemos visto que en
fechas tan tempranas como 1615 ya había vecinos con más de medio centenar de pinturas, una cantidad que actualmente sólo encontramos en casas de ricos
coleccionistas.
En solo cinco años, entre 1782 y 1787, se importaron 348 lienzos al óleo, además
de una gran cantidad de nacimientos, manos, rostros y cabezas para la imaginería
religiosa, lo que da una idea de la magnitud del consumo panameño de obras de arte.
Era una verdadera invasión imaginera y pictórica. Pero, como nada de esto se sabía, los diletantes de la historiografía han creado la mitología de un mundo sin arte ni
cosas, es decir un mundo semi-vacío y donde la cultura material era muy pobre y
carente de interés.
Otra prueba es la producción en los talleres de los plateros. La Dra. Angeles
Ramos ha demostrado que en Panamá la Vieja existían hasta siete talleres de platería a principios del siglo XVII y más de ocho en la nueva Panamá. Casi toda la joyería
local era factura de estos talleres. Para la catedral un platero local hizo una custodia
de plata sobredorada de más de una vara de alto tachonada de perlas, esmeraldas y
rubíes. El excepcional pelícano de plata de Natá lleva la firma de un platero local. Lo
mismo sucedía con la pintura. El inquietante cuadro del purgatorio que encargó el
hermano de la Madre de Dios se hizo en Panamá. Para las fiestas los retratos de los reyes y los decorados de las plazas mayores eran obra de pintores locales. El de
Fernando VI fue calificado de “obra prima”. Cada día se va poblando nuestro pasado
cultural con nuevas y más abundantes evidencias de este tipo.
También abundan referencias a una actividad literaria e intelectual sorprendente
para una capital que no rebasaba los 6,000 habitantes en el siglo XVII y que apenas superó los 7,000 en el siglo siguiente. La antología poética que se produjo a la muerte
del presidente Enrique Enríquez en 1638 revela la existencia de nada menos que doce
poetas locales, y algunos nada malos. Aquí se escribieron varios tratados de
jurisprudencia como los del oidor Carrasco del Saz y del oidor Larrinaga Salazar,
obras que sirvieron de guía para la fundación de ciudades, como la de Bernardo de Vargas Machuca, y poemas épicos tan extraordinarios como las Alteraciones de El Dariel, de Juan Francisco de Páramo y Cepeda.
Pero también el pueblo llano participaba de manifestaciones culturales como el teatro. Cada vez que se encontraban pretextos
para celebraciones y festejos colectivos (la preñez de la reina, el nacimiento de un príncipe, la entronización de un nuevo monarca, la
fiesta de la Concepción, un sonado triunfo militar o el arribo de la flota a Portobelo), se echaba mano de una obra teatral. Para las fiestas del Corpus se acostumbraba representar autos sacramentales. Y es que el teatro y las comedias eran la
gran fuente de diversión de la época. El presidente Vega Bazán patrocinó varias comedias en 1645.
Las comedias se escenificaban en los conventos e iglesias de la ciudad. Las comedias en honor a la
Concepción, estaban a cargo de los soldados de infantería. A veces las representaciones eran
realizadas por negros y mulatos libres, montando ellos mismos la obra y a su propia costa. Sólo ac-
tuaban los hombres y se hacían representaciones para hombres y mujeres de manera separada. Otra sorpresa son las bibliotecas de los vecinos. En una treintena de inventarios
han aparecido bibliotecas de 20, 50 y 100 o más libros. La del Dr. Amusco en el siglo
XVI contiene numerosos tratados de medicina y farmacia. Las de los oidores y
abogados, registran tratados de jurisprudencia y obras de autores clásicos, desde
Aristóteles y Cicerón a Vegecio. En algunos inventarios se encuentran obras literarias
como las de Calderón de la Barca. En las bibliotecas de clero se consignan libros de oraciones, textos hagiográficos y tratados de oratoria y retórica. Para ejercer su oficio,
los cuatro oidores y el fiscal, la media docena de abogados locales y la extensa tropa
de funcionarios de la frondosa burocracia local, necesitaban bibliotecas propias con
obras de derecho civil y canónico. Los remates de bibliotecas fueron comunes,
evidenciando el interés que existía por los libros. Estos libros nos revelan cuáles eran los intereses intelectuales de los vecinos, de
qué recursos teóricos y de conocimiento disponían estos para construir sus
creencias, o su idea del mundo y para realizar sus tareas profesionales, o qué
literatura leían para entretenerse. Así nos enteramos, por ejemplo, de que a principios del siglo XVII los libros de historia más consultados eran el Compendio historial de
Esteban de Garibay, y las Décadas de Antonio de Herrera, lo que sugiere que estas
obras debieron influir de manera decisiva en la formación del canon historiográfico de
la colonia.
No quisiera concluir mi exposición sin referirme a dos aspectos a mi juicio
esenciales para la comprensión del universo material de aquella época. Uno de ellos
son los espejos, cuya temprana presencia constituye una de la pruebas más
reveladoras sobre las ventajas de nuestra posición geográfica para acceder a productos novedosos del extranjero.
Encontramos tempranas referencias a espejos llamados “de indios” en 1575, y a
espejos introducidos en las flotas de galeones, como en la de 1586. Pero los primeros
debían ser de metal, manuales y de pequeño tamaño, y los segundos probablemente
de figura semiesférica o abombados, no superiores a un pequeño plato, ya que
todavía en esa época no se dominaba la técnica del azogado para los espejos planos y de mayor tamaño. La producción de espejos planos y grandes no logra perfeccionarse
hasta mediados del siglo XVII y fue entonces cuando el espejo empezó a invadir el
interior de las casas en Europa, poniéndose de moda el colgarlos como adorno en las
paredes al lado de las pinturas, generalmente muy alto y con marcos dorados en
forma de cornucopia. Estos espejos planos empiezan a llegar a Panamá desde fines del siglo XVII, pero
es desde principios del siglo XVIII cuando aparecen con frecuencia en los inventarios.
A esto pudo haber contribuido la presencia de barcos franceses que aprovecharon la
alianza entre Francia y España durante la guerra de Sucesión (1700-1713) para llenar
el vacío comercial que este conflicto había creado en las colonias españolas. Siendo
Francia la gran potencia europea que acababa de despegar con la producción de espejos, era de esperarse que en ese comercio no faltara esta exótica novedad.
Una temprana mención a espejos de gran tamaño la encontramos en dos
embargos de 1723. En el embargo de Juan Alvarez, se inventarió “un espejo grande
con marco de cocobolo”. Al próspero mulato Juan de Berroa, se le embargaron dos
espejos de 24 pulgadas con guarnición dorada. Ambos espejos seguían la moda de enmarcado de entonces, es decir, o bien marco de maderas finas o dorados.
Dada la complejidad de la producción de los vidrios y espejos, esta era una
actividad que solían reservarse privativamente los Estados. De Venecia la tecnología
del azogado pasó a Francia que empieza a dominar la producción y el mercado a partir
de 1666, y de allí se extendió al resto de Europa. Los de Venecia se reembarcaban
desde Marsella para España y probablemente de allí tomaban rumbo a América. Pero
en España no surgió la primera fábrica estatal de espejos y cristales hasta mediados del siglo XVIII, cuando se fundó con tecnología alemana la de La Granja, en las sierras
cercanas a Madrid. De esa manera, cualquier espejo inventariado en Panamá antes de esa fecha
debía tener otro origen, más probablemente francés si entre 1700 y 1710, o inglés, si después de
1714.
Para fines del siglo XVII, en Francia sólo se habían producido tres espejos de entre 80 y 84 pulgadas de largo, pero generalmente no excedían de 40 a 60 pulgadas. Hacia
1770 los modelos de espejos más comunes medían 12 pulgadas; sin embargo, el
mulato panameño Juan de Berroa tenía dos espejos de 24 pulgadas, el doble de los
que se consideraban medianos en Europa. Un espejo grande se consideraba superior a
24 pulgadas; en cuyo caso en esa categoría debemos situar tanto el de Alvarez como
los de Berroa. Hasta 1715, conforme a 500 inventarios, sólo un 10 por ciento de la población parisina tenía espejos superiores a las 20 pulgadas, como los de Alvarez y
de Berroa.
Pero es que en Europa Occidental desde mediados del siglo XVII y a lo largo del
XVIII, hubo un verdadero furor por los espejos, que se convierten en la gran novedad
decorativa. Durante el siglo XVIII se puso de moda en Europa decorar las paredes de las casas con espejos de diversos tamaños, que acaban desplazando a los tapices y los
cuadros (de la misma manera que la porcelana desplaza poco a poco las vajillas de
plata, y por supuesto también las de loza, y las cómodas reemplazan a los arcones y
baúles).
Creo que el mismo fenómeno se experimentó en Panamá, como lo evidencia la
cantidad de espejos de mediano y gran tamaño que ya importaba el mercader Juan de Miguelesterona para 1750. También es muy significativo el caso de Pablo de Laguna,
un maestro herrero portobeleño, que tenía en 1776 cuatro espejos con marcos
dorados, “dos grandes y dos pequeños”. Tratándose de un humilde herrero mulato, en
una ciudad de segunda, esta posesión sugiere que para el siglo XVIII casi cualquier
familia de mediano pasar podía tener varios espejos (como en París) y que la moda de decorar las paredes con espejos (en sustitución de las pinturas) ya empezaba a
imponerse en Panamá.
El siguiente aspecto que quería tratar y ya para concluir, son los estrados. Se trata
de un espacio exclusivamente femenino, donde las mujeres se sentaban sobre una
tarima cubierta por alfombras, tapetes, petates y cojines. En este espacio doméstico
típicamente femenino, las mujeres se reunían para tejer, conversar y recibir a las amigas o las visitas masculinas, aunque éstas permanecían sentadas en sillas
separadas del estrado. Los estrados también tenían bufetillos que servían como
tocadores de mujeres o de simple elemento decorativo.
El estrado se popularizó temprano en Panamá. Gracias al carácter portátil de su
ligero mobiliario, consistente en alfombras y cojines, ya para fines del siglo XVI, las mujeres de la élite hacían que sus esclavos transportasen su estrado a la propia
catedral, a la que iban en sus sillas de mano. Como resultado de algunas protestas, en
1592 la Corona ordenó que no volviesen a hacerlo y que se les diese “la paz en la
patena como a sus maridos”, lo que indica que hasta la ostia la recibían en los
estrados. La afición al estrado estaba tan sumamente arraigada que ni a la iglesia
podían ir sin ellos. La mejor descripción del estrado es del marino francés Frezier. Dice que “las
mujeres permanecían en sus casas sentadas todo el día sobre almohadones, a lo largo
de la pared, con las piernas cruzadas sobre un estrado cubierto con una alfombra a la
turca”. Dice que así pasaban días enteros casi sin cambiar de postura, ni siquiera
para comer. Por eso eran tan gordas y caminaban con pesada lentitud, sin la gracia de las francesas, que eran más flacas.
Como la gastronomía heredada de España era a base de frituras, y las mujeres de
la élite apenas se levantaban de los estrados o de las camas, donde se hacían llevar
hasta los oratorios portátiles, y cuando salían a la calle eran transportadas en sus
sillas de mano o sus calesas, solo resta concluir que la estética rubeniana debía ser el
canon.
Cuando se visita Panamá la Vieja, y se contemplan sus ruinas, queda uno con la
impresión de un mundo vacío, donde ya no queda nada, salvo las paredes de los
edificios de piedra. Pero Panamá la Vieja fue una ciudad vibrante, con todas las características de una capital primada, con su Audiencia, sus presidentes, sus
obispos, y una élite acostumbrada a lujos y refinamientos. Los hombres de esa élite
viajaban con frecuencia al extranjero, y no pocos enviaron a sus hijos a estudiar en
universidades americanas o españolas. Era gente que se vestía a la europea con las
telas más lujosas, y sus mujeres se adornaban con joyas exquisitas, donde resaltaban las perlas de gran tamaño y delicado oriente pescadas en el Golfo. En sus casas
habían recreado un ambiente doméstico con muebles costosos, y las mujeres pasaban
sus horas holgazaneando en los estrados como sus primas peninsulares.
Era una sociedad estratificada con especialistas en diversas actividades con
talleres de plateros, sastres, carpinteros, herreros, cereros, zapateros, guadamecieros
y carruajes; donde nunca faltaba un número plural de médicos y abogados y que se preciaba de tener varias decenas de eclesiásticos seculares. En ella existían dos
ermitas, una catedral, un convento-hospital, seis conventos de varones y uno de mon-
jas, con más de cien regulares. Era una ciudad comercialmente muy activa, donde
había tiendas de telas y mercancías caras y más de 40 pulperías con su escoba
colgada en la puerta como señal de identidad. Por las calles empedradas de canto rodado, palpitaba un hervidero de actividades y nuestros antepasados coloniales se
encontraban rodeados por cosas, por muchos objetos, producto de una frondosa
cultura material.
Pero si esta visión es radicalmente distinta a la que teníamos, es porque hemos
empezado a rescatar del anonimato a los objetos, buscando identificar en los textos
aquellos artefactos y cosas tangibles que impregnaban la vida cotidiana de nuestros antepasados. También porque hemos empezado a comprender el significado de los
objetos al analizarlos en sus múltiples contextos, estudiándolos como lo hacemos con
los testimonios escritos. Los leemos mejor y ellos nos hablan en un lenguaje más
inteligible. De simple cosa, devienen en relatos, convirtiendo la anécdota en historia
que explica. Hemos empezado a aprender de los objetos. Y al hacerlo, descubrimos cómo ellos vivificaban la cotidianidad de la gente que los había creado, disfrutado y
desechado.
Araúz, Celestino Andrés. Estudio historiográfico sobre las interpretaciones en torno a la separación de Panamá de Colombia en 1903. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 63-96. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/arauz.rtf
www.clacso.org
RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO
http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]
ESTUDIO HISTORIOGRAFICO SOBRE LAS
INTERPRETACIONES
EN TORNO A LA SEPARACION DE PANAMA
DE
COLOMBIA EN 1903
Celestino Andrés Araúz*
Papeles de Población, nueva época, año 9, N°38, octubre-diciembre de 2003. Publicación
trimestral del Centro de Investigación y Estudios Avanzados de la Población de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM).
*Historiador, profesor del Departamento de Historia de la Facultad
de Humanidades de la Universidad de Panamá.
Las especiales características del surgimiento de la República de Panamá el 3 de
noviembre de 1903, es decir su separación definitiva de Colombia en la que estuvieron
presentes diversos intereses, hicieron que rápidamente aparecieran dos posiciones
contrapuestas respecto a este controversial suceso. En particular se cuestiona, por
parte de Colombia y otros países de América Latina principalmente, la participación
del Gobierno de EEUU en el movimiento separatista, en virtud de su manifiesta intención de construir, controlar y defender un canal interoceánico por el istmo de
Panamá tal como se estableció en el Tratado Hay-Bunau Varilla del 18 de noviembre
de 1903, de conformidad con los intereses económicos, estratégico-militares y
geopolíticos de la Nación del Norte que a la sazón iniciaba su carrera imperialista bajo
las directrices del presidente Theodore Roosevelt, el secretario de Estado John Hay y otras figuras prominentes que esgrimían la política del big stick estadounidense.
La leyenda blanca o versión favorable
a la actuación de los próceres
La denominada “leyenda blanca” o versión dorada sobre el 3 de noviembre de
1903, está representada inicialmente por los escritos de los principales partícipes del
suceso, los llamados próceres, quienes plantean que, para llevar adelante la secesión, arriesgaron sus vidas, sus fortunas y su posición social a fin de librar al Istmo del
yugo colombiano. Aunque algunos de ellos mencionan la participación del gobierno de
Estados Unidos, en realidad se concentran en su actuación personal. Se destacan,
entre otros, José Agustín Arango, Manuel Amador Guerrero, Tomás Arias y Nicanor A.
de Obarrio de filiación conservadora, sin que nos olvidemos del general Esteban Huertas y algunos liberales como Federico Boyd, Carlos Constantino Arosemena y
Guillermo Andreve. Es de rigor señalar que estas versiones deben ser complementadas
con otros documentos de la época para determinar su exactitud.
Importa recordar que José Agustín Arango Remón, que nació en la ciudad de
Panamá el 29 de febrero de 1841 y falleció en 1909, se dedicó a actividades
comerciales y era abogado de profesión. Laboró como “agente especial” en la
Compañía del Ferrocarril de Panamá, empresa estadounidense cuyos funcionarios
principales tuvieron una activa participación en los contactos iniciales que los conjurados dirigidos
por Arango establecieron en EEUU, particularmente con el abogado de esta empresa y asesor legal de
la nueva Compañía del Canal francés, William Nelson Cromwell, así como también durante los
acontecimientos que se desarrollaron el 3 de noviembre de 1903 y en los días inmediatamente poste-
riores. En marzo de ese año, Arango fue elegido senador por el Departamento de Panamá
ante el Congreso Nacional, pero como él mismo confiesa en su escrito titulado: “Datos
para la historia de la Independencia del Istmo proclamada el 3 de noviembre de 1903”,
rehusó asistir “porque tenía completa convicción de que el Tratado Herrán-Hay para la
apertura del Canal, sería rechazado y entonces no veía, si no un medio, nuestra separación de Colombia para salvar al Istmo”.
Fue así como, en junio de 1903, Arango comenzó a reunirse informalmente con
miembros de su familia, particularmente con sus hijos Ricardo, Manuel, Belisario y
José Agustín, y con su yerno Samuel Lewis, Raúl Orillac y Ernesto T. Lefevre. También
formó parte de este círculo de conspiradores que militaban en el partido conservador,
el liberal Carlos Constantino Arosemena y posteriormente cuando el 12 de agosto el Congreso colombiano rechazó el Tratado, Arango encabezó una “Junta separatista o
patriótica” a la que ingresaron otros partidarios del conservatismo como Tomás y
Ricardo Arias, Manuel Espinosa Batista, Nicanor Arturo de Obarrio y el liberal
Federico Boyd.
Según la versión de Arango, una de las primeras medidas de los conjurados fue ponerse en contacto con el agente de fletes de la Compañía del Ferrocarril de Panamá
J. R. Beers, a quien aquél le expuso que el motivo de la entrevista “era manifestarle la
practicabilidad de llevar a cabo la separación del Istmo, quedando así Panamá en
aptitud de celebrar con el gobierno americano un tratado análogo al rechazado por el
Congreso colombiano para la apertura del Canal”. Agrega que le aseguró a Beers que
podrían contar “con el apoyo unánime del país” y que él (Arango) se pondría al frente del movimiento separatista, “junto con otros hombres de prestigio, sin el menor temor
de fracaso, pero que para asegurar no el éxito del movimiento que era evidente, sino la
estabilidad de nuestra independencia, se hacía preciso que un hombre de las
condiciones de él que contaba con buenas conexiones en su patria, emprendiera viaje
a los Estados Unidos para pulsar con su habitual prudencia y discreción, la opinión allí relativamente al apoyo que pudiéramos esperar después de hecho el movimiento y
proclamada la independencia”.
En otras palabras, Beers debía valerse “de personas de alta posición e influencia”
para asegurarse de que el gobierno estadounidense “no prestaría auxilio alguno a
Colombia para reincorporar el Istmo a esa república; y que, por el contrario,
pudiéramos contar con la decidida protección de los Estados Unidos, en el sentido de reconocer nuestra independencia una vez persuadido aquel Gobierno de que era un
movimiento unánime de los pueblos del Istmo”.
No está de más advertir que los críticos de estas versiones subjetivas de los
partícipes del movimiento secesionista, afirman que fue William Nelson Cromwell el
que tomó la iniciativa de separar al Istmo para que el gobierno presidido por Theodore Roosevelt negociara directamente con los panameños el Tratado del Canal. Para ello
Cromwell dio instrucciones a Beers y a otros altos funcionarios de la empresa del
ferrocarril establecida en Panamá a fin de que fomentaran las ideas separatistas entre
los istmeños.
Como quiera que fuese, al decir de Arango, Beers cumplió la “delicada misión” que
se le encomendó en EEUU y retornó a Panamá provisto de claves e instrucciones de las personas que coadyuvarían a los planes secesionistas entre quienes estaba
Cromwell. Pero Arango prefirió omitir los nombres del influyente abogado neoyorquino
y se limitó a mencionarlo como “la respetable persona que abrió el camino a las
esperanzas de los conspiradores”.
También en su relato, Arango da detalles sobre cómo se fue ampliando la Junta separatista al incorporar al movimiento a otros figuras relevantes del partido liberal en
el Istmo, particularmente a Carlos A. Mendoza, Eusebio A. Morales, al General
Domingo Díaz y su hermano Pedro A. Díaz, entre otros. Indica, asimismo, como se
logró el apoyo del General Esteban Huertas. Se ocupa, igualmente del viaje que
efectuó Manuel Amador Guerrero a EEUU a finales de agosto de 1903 a ultimar los
detalles del movimiento secesionista con Cromwell, quien le retiró su apoyo cuando el
ministro de Colombia en Washington Tomás Herrán, enterado del complot separatista,
le imputó “cierta responsabilidad en los acontecimientos que se cumplieran, lo cual de
tal modo influyó desfavorablemente en el ánimo del respetable caballero con quien
nuestro representante se entendía que lo eludió desde entonces en diferentes ocasiones y se operó en su conducta un cambio notable, penosamente observado por
Amador Guerrero”.
Describe como éste, a través del banquero judío Joshua Lindo, se puso en comunicación con
Philippe Bunau Varilla con quien, al decir de Arango, “después de varias entrevistas acordaron el plan
que debían adoptar y que daría por resultado la satisfacción de nuestro anhelo…”. No obstante, se abstiene de mencionar las condiciones exigidas por Bunau Varilla para apoyar a los conspiradores, es
decir su nombramiento como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la nueva
República con capacidad para negociar y firmar un nuevo tratado del Canal y los 100,000 dólares
que ofreció para los gastos que ocasionaría el movimiento separatista, particularmente para sobornar
al comandante y a los oficiales del batallón Colombia.
Mientras tanto, Arango continuó con los planes separatistas en el Istmo, agasajó al capitán Beers, para lo cual invitó “a varios amigos que no estaban al corriente de la
misión que aquel caballero llevó a Estados Unidos, pero todos simpatizaban con
cualquier plan que favoreciera la independencia del Istmo”. Entre éstos mencionó a H.
G. Prescott, superintendente de la Compañía del Ferrocarril “quien sí conocía nuestro
proyecto y fue poderoso auxiliar para su realización”. También Arango contó con el respaldo del superintendente general de la empresa, coronel J. R. Shaler de quien
asegura: “De mucho nos sirvió su simpatía para el movimiento separatista, pues
fueron muy valiosos sus servicios”, como fue dilatar la entrega de carbón a los buques de guerra colombianos Padilla y Bogotá que se dirigían a Buenaventura a transportar
tropas al Istmo y, asimismo, dispuso que sólo los generales Juan B. Tovar, Ramón
Amaya y otros oficiales que arribaron a Colón para sofocar cualquier intentona y reemplazar a Esteban Huertas, fuesen trasladados en el ferrocarril a la ciudad de
Panamá donde éste último ordenó su arresto el 3 de noviembre, dando así inicio a la
secesión.
A continuación, Arango se ocupa de los acontecimientos de ese día, del 4 cuando,
según sus propias palabras, mediante cabildo abierto celebrado en el parque Catedral
“se procedió a regularizar tan trascendental acontecimiento proclamando en forma regular nuestra separación…” y muy por encima del 5, en Colón, que no relata porque
considera que podían hacerlo con más propiedad otras personas que conocieran en
todos sus detalles ese acontecimiento. Advierte que al hacer público su escrito, era su
propósito “abrir el camino para que otros de mis compañeros en la pasada labor, o
aquellos que más tarde también tomaron parte en los sucesos que se cumplieron con anterioridad al glorioso 3 de noviembre de 1903, suministren detalles que haya
omitido, o reseñen circunstancias que hayan pasado inadvertidas, contribuyendo ellos
así a facilitar la tarea del historiador”.
El apologético escrito de Arango está fechado el 28 de noviembre de 1905, pero es
preciso recordar que quince días después de la secesión definitiva, es decir el 18 de
noviembre de 1903, Ramón Maximiliano Valdés que no participó en la misma, pero sí su padre Ramón Valdés López, a quien Arango le encomendó divulgar la noticia de la separación en el interior del país, dio a conocer el escrito: La independencia del Istmo de Panamá, sus antecedentes, sus causas y su justificación.
Ramón Maximiliano Valdés nació en la ciudad de Penonomé, el 13 de octubre de
1867 y murió en la ciudad de Panamá el 3 de junio de 1918, cuando ocupaba el cargo
de presidente de la República. Abogado de profesión, durante el período de unión a Colombia fue alcalde de Colón, representante al Congreso y Secretario de Educación.
Desde muy temprano se dedicó a escribir y publicó dos periódicos: “El Estímulo” y “La
Palabra”. Miembro importante del Partido Liberal, durante la administración
presidencial de José Domingo de Obaldía, se desempeñó como secretario de Gobierno. Entre sus obras, cabe destacar la Geografía del Istmo de Panamá (1898) y el escrito
que ahora nos ocupa que también se publicó en inglés y francés. Para justificar la secesión de noviembre de 1903, Valdés se remonta a los
movimientos separatistas de 1830 y 1840, al establecimiento del Estado Federal en
1855 y a la circular de José de Obaldía del 4 de junio de 1860 en la que afirmó que
para asegurar su bienestar, al Istmo no le quedaba otro camino que emanciparse para
siempre de la Confederación Granadina. Recordó el pronunciamiento de los notables
de Veraguas en el que “los pueblos se ocuparon con ardor en preparar el movimiento
que había de dar al Istmo vida autónoma bajo el protectorado de los Estados Unidos
de Norteamérica, de Francia y de Inglaterra, que encontraron justificado el intento”. No obstante, indica que “no faltaron panameños tan discretos como optimistas que
confiando en la visión y la cordura de los conductores de la República, apagaron el
ardor de los rebeldes con el frío de los consejos”.
Valdés también reprodujo el texto del convenio de Colón, suscrito el 6 de
septiembre de 1861 entre el comisionado del gobierno de los Estados Unidos de Nueva Granada, Manuel Murillo Toro con el gobernador de Panamá, Santiago de la Guardia,
mediante el cual el Estado Soberano de Panamá se incorporaba a aquella entidad bajo
ciertas condiciones, entre éstas que el territorio del Istmo, sus habitantes y gobierno
serían reconocidos como perfectamente neutrales en las guerras civiles o de rebelión
que surgieran en el resto de los Estados Unidos de la Nueva Granada, en los mismos
términos que el artículo 35 del Tratado Mallarino-Bidlack celebrado entre la Nueva Granada y los Estados Unidos del Norte.
Tras insertar otros documentos acerca de la difícil situación política del Istmo en
los años del Estado Federal donde los golpes de cuartel estuvieron a la orden del día,
Valdés asevera que de 1863 a 1885, “el espíritu separatista del Istmo no tuvo
revelaciones ostensibles”. Critica fuertemente a la Regeneración encabezada por Rafael Núñez, la Constitución de 1886 y la ley 41 del 6 de noviembre de 1892 mediante la
cual el Departamento de Panamá quedó comprendido en la legislación general de la
República. Se refiere, asimismo, al fracaso del Canal francés y al rechazo del Tratado
Herrán-Hay por el Congreso colombiano “que, contra toda juiciosa expectativa,
desconociendo los inmensos beneficios que el tratado reportaría a la República, sin
miramientos a los grandes intereses de los Estados Unidos de Norte América y de Francia, inspirado por un orgullo miope y una arcaica noción de patriotismo, pronuncia un veto, indignado y enfático, que fue un desafío insensato a la civilización
y al progreso del orbe”.
Al decir de Valdés: “Esta negativa repercutió en los ámbitos del territorio ístmico
como el anuncio pavoroso de inminente cataclismo”, máxime cuando se sabía que la
ruta de Nicaragua contaba en EEUU “con osados y ardientes partidarios” a quienes la actitud del Congreso colombiano les allanaba el camino. También, con la decisión
del cuerpo de legisladores, “apareció cercana la elección de Presidente de la República,
se oyeron voces siniestras, precursoras de una nueva contienda armada,” recordando
la guerra de los Mil Días.
Por ello, según Valdés: “la hora había sonado. El pueblo del Istmo, después de padecer una agonía de ochenta años, recibía de sus amos la sentencia de muerte”.
Renació “el ansia de libertad, largo tiempo contenida y silenciosa...”.
Más adelante, Valdés le sale al paso a los detractores del movimiento separatista
en los siguientes términos: “la suspicacia y la maldad acusarán acaso a los Estados
Unidos del Norte de haber promovido la insurrección en el Istmo; pero semejante
cargo, inexacto y vil, no alcanzará a manchar la gloria inmaculada de esta hora blanca, de esta hora santa en que las naciones del mundo saludan con alborozo el
advenimiento de la nueva República y alaban el pavoroso valor cívico de sus
fundadores”. De allí que asevera que: “semejante acto y el modo como se ha cumplido,
excluyen toda idea de intervención extraña”.
Ocho años después del movimiento secesionista, es decir el 3 de noviembre de 1911, Federico Boyd dio a conocer sus puntos de vista sobre el suceso en un artículo
que tituló: “Exposición histórica acerca de los motivos que causaron la separación de
Panamá de la República de Colombia en 1903”. Boyd nació en Panamá en 1851 y
murió en Nueva York en 1924. Tenía 52 años cuando se convirtió en uno de los
próceres panameños que encabezó la secesión y fue miembro de la Junta Provisional
de Gobierno que dirigió los destinos de la nueva República entre el 4 de noviembre de 1903 y el 20 de febrero de 1904. Al momento de la separación, era un próspero
hombre de negocios que incluso fungía como cónsul de Ecuador y Holanda y militaba
en el partido liberal.
En su “Exposición histórica”, Boyd comienza resaltando la importancia que para el
Istmo de Panamá representaba la construcción del canal interoceánico, y su gestión,
junto con “un grupo de panameños notables” en Cartagena y Bogotá ante el
presidente Rafael Núñez y el Congreso colombiano, para obtener prórroga a favor de la
Compañía Universal del Canal Interoceánico presidida por Ferdinand de Lesseps.
Igualmente recuerda como “los panameños hicieron repetidas gestiones ante las naciones europeas (particularmente Inglaterra) a fin de conseguir que alguna de ellas,
separadamente, o todas ellas en conjunto tomaran a su cargo las existencias de la
referida empresa y llevaran a cabo el canal”.
Al fracasar estas diligencias, al decir de Boyd, “los panameños volvieron sus
miradas a la Gran República del Norte en la esperanza de lograr con ella el éxito a que aspiraban, y establecieron con este objeto constante propaganda en los periódicos
locales y en los extranjeros”. Esta tarea era difícil de realizar porque “las simpatías del
pueblo americano habían estado siempre del lado del canal por Nicaragua...”. Pero la
guerra entre EEUU y España en 1898 puso en evidencia la necesidad de construir el
canal interoceánico, y si bien el gobierno de Theodore Roosevelt celebró negociaciones
con Colombia para la concertación del Tratado Herrán-Hay, éste no prosperó por la actitud del Congreso en Bogotá.
Según Boyd, “... la pasión lo dominaba allí todo, pues acababa de pasar la
devastadora guerra civil de tres años y sólo se preocupaban los colombianos de los
provechos que en esa negociación querían obtener de Estados Unidos para los Estados
del centro, así como habían alcanzado cuantiosos beneficios por el contrato y prórrogas de la Compañía francesa”.
Así las cosas, afirma Boyd que: “El estado de desesperación para los panameños
llegaba a su colmo, viendo que se alejaba tal vez para siempre el único medio que
tenían de salir del estado de vergonzoso atraso, de miseria y desgracia en que se
encontraban sus pueblos sin poder subir a la altura que la naturaleza le tenía
señalado a su privilegiado territorio por su posición topográfica, y viendo que ya el Gobierno como el pueblo americanos, enojados por el brusco rechazo del tratado
Herrán-Hay, se preparaban para adoptar la vía de Nicaragua, puesto que el Gobierno y
habitantes de esa república sí les brindaban toda clase de facilidades y se afanaban
por atraerlos, un puñado de esos panameños: Amador Guerrero, José Agustín
Arango, Ricardo y Tomás Arias, Manuel Espinosa B., C. C. Arosemena, Nicanor A. de Obarrio y yo, resolvimos arriesgarlo todo: vidas, familia, fortuna y posición social en
bien de nuestros conciudadanos y nos lanzamos a la dificilísima obra de separar a
Panamá de Colombia, si el Tratado Herrán-Hay era finalmente rechazado por el
Congreso de Bogotá”.
Seguidamente Boyd detalla cómo se llevó a cabo el plan separatista, pero en
ninguna parte de su exposición menciona la participación de los funcionarios estadounidenses de la Compañía del Ferrocarril de Panamá ni a William Nelson
Cromwell. Al referirse a la misión de Amador Guerrero en EEUU, a su fracaso inicial y
a su entrevista con Philippe Bunau Varilla, se limita a decir que: “Este señor simpatizó
en el acto con nuestra justa causa y se brindó a ayudar allí en la ardua tarea, reanimó
al doctor Amador Guerrero y ofreció trabajar por medio de un alto personaje en Washington hasta obtener las simpatías que buscábamos”.
Según Boyd, los panameños por sí mismos “con mucho sigilo y secreto”, llevaron a
cabo la separación el 3 de noviembre de 1903, que tenían previsto efectuar el día 4,
pero tuvieron que adelantar ante “la llegada a Colón de un cuerpo militar de 400
hombres que venía a reemplazar el que estaba a la plaza”. En sus palabras: “Pocas
horas antes de que estallara el movimiento y que redujéramos a prisión a los jefes de las tropas recién llegadas, jefes colombianos que se habían adelantado a venir de
Colón, corrió como por electricidad la noticia por toda la población y todos los
habitantes sin distinción de partidos ni de razas y prescindiendo de anteriores
divisiones políticas, todos como un solo hombre, con una sola voluntad y dominados
por un solo sentimiento, acudieron a los cuarteles a prestar sus servicios a tan santa y noble causa. Hasta los extranjeros residentes en la ciudad todos, todos nos
brindaron su ayuda y simpatía”.
Asevera que tan pronto como se organizó el gobierno de facto, se dirigieron notas oficiales al
Superintendente de la Compañía de Ferrocarril de Panamá “participándole el movimiento que
acababa de tener lugar y comunicándole que desde en momento asumíamos las obligaciones y
derechos contenidos en el contrato celebrado entre Colombia y la Compañía y que estábamos
dispuestos a darle las garantías y protección que en virtud de ese contrato requirieran para el libre
tránsito”.
En su opinión, la presencia de naves estadounidenses en Colón, el mismo día que
ocurrió el movimiento secesionista, era para darle “estricto cumplimiento al tratado celebrado con Colombia en 1846”, es decir, para proteger el tránsito por el Istmo e
impedir que, en los puertos terminales y en la vía intermarina, se efectuaran combates
sangrientos que paralizaran dicho tránsito. Esa misión no era nueva pues había sido
desempeñada repetidas veces por buques estadounidenses durante el período de
unión a Colombia. Por eso: “No era pues, nada extraño ni nuevo que el Gobierno americano cumpliera en esa fecha igual misión advirtiéndoselo así a los presuntos
combatientes”.
En otra parte de su escrito, Boyd indica en mayúsculas cerradas que la
independencia la llevaron a cabo los panameños: “UNICAMENTE CON SUS PROPIOS
RECURSOS, CON SUS PROPIOS ELEMENTOS, SIN AYUDA MATERIAL DE
EXTRAÑOS, YA FUESE PECUNIARIA O DE OTRA CLASE, IDEADA Y PREPARADA EXCLUSIVAMENTE POR SUS HIJOS CON TRES O CUATRO MESES DE
ANTICIPACIÓN, CON ADMIRABLE RESERVA, PRECISIÓN Y CORDURA”.
Después de ocuparse de lo relacionado con el reconocimiento de la nueva
República por parte de EEUU y otras naciones del continente americano y de Europa,
Boyd alude a la reacción en Bogotá con motivo del movimiento secesionista. También explica “el derecho muy legítimo y las poderosísimas razones que tuvieron los
istmeños para -aunque con pena- separarse de la sociedad de los otros departamentos
que componen la República de Colombia”. En este sentido, recuerda la independencia
de Panamá de España en 1821, los movimientos separatistas de 1830 y 1840, los
efectos negativos de las guerras civiles, la poca representación política del Istmo en el
Congreso, los limitados recursos que quedaban de las rentas para beneficiar a Panamá, donde con los fondos nacionales no se construyó ninguna obra material im-
portante. Es más, las cuantiosas sumas que pagaban la compañía del Ferrocarril y
del Canal francés por sus privilegios pasaban directamente a las arcas nacionales “y
sólo las migajas del festín se dedicaban a los panameños o su territorio”.
Por ello pude decir que: “Al efectuarse la separación en 1903”, 82 años después, todo estaba lo mismo que en tiempo del coloniaje...”. También compara los evidentes
progresos logrados en los ocho años de vida republicana con el atraso que imperaba
durante el período de la unión a Colombia.
Concluye su “Exposición” afirmando que no se debía achacar a extraños o culpar a
EEUU o a Theodore Roosevelt de lo ocurrido en Panamá, porque la principal
responsable de la secesión era únicamente Colombia, pues en vez de atender “las legítimas aspiraciones que humilde y constantemente manifestaban los panameños,
los trataba como a miserables colonos del siglo XVIII”.
Con el título de “Documentos históricos. Memorias sobre la emancipación de
Panamá”, Manuel Amador Guerrero escribió su versión inconclusa, poco años después
del movimiento separatista en 1903. Nació en Turbaco el 30 de junio de 1833 y falleció en la ciudad de Panamá en 1909. Estudió medicina en la Universidad de Cartagena y
emigró al Istmo en 1855, poco después de obtener su título. En Panamá se casó con
María de la Ossa y de esta manera se vinculó con el patriciado local. Trabajó para la
Compañía del Ferrocarril y ocupó diversos cargos públicos, entre éstos representante
de la provincia de Veraguas ante el Congreso colombiano, primer designado y
presidente del Estado Soberano de Panamá. En 1903 formó parte de la junta revolucionaria y viajó a EEUU en agosto para ultimar detalles sobre la secesión con
William Nelson Cromwell. En diciembre de ese año, fue elegido representante a la
Asamblea Nacional Constituyente y el 20 de febrero del año siguiente fue nombrado
primer Presidente de la República, cargo que desempeñó hasta octubre de 1908.
En la primera parte de sus memorias, Amador Guerrero relata como José Agustín Arango lo puso en conocimiento del complot secesionista y que el capitán J. R. Beers
iba a partir hacia EEUU con licencia con el encargo de hablar sobre el movimiento
separatista que se tramaba con los “amigos de Nueva York”, cuya misión duraría sólo
unas pocas semanas. Describe su viaje a EEUU a finales de agosto de 1903, provisto
de claves para comunicarse con los otros conspiradores en Panamá, su primera
entrevista con William Nelson Cromwell a quien le entregó una carta de Arango.
Señala que el abogado neoyorquino ofreció ayudar cuando el Tratado Herrán-Hay
fuese “absolutamente negado”, pese a que él (Amador Guerrero) intentó vanamente
convencerlo de que no abrigara esperanza alguna en este sentido.
Después de las dos primeras entrevistas satisfactorias con Cromwell, notó que “se excusaba de tratar el asunto” y sólo por insistencia suya lo recibió. Según Amador: “le
manifesté que veía con pena que él había cambiado de rumbo y que por consiguiente
yo haría igual cosa. Me despedí de él y no tuve noticias suyas sino algunas semanas
después del 3 de noviembre en Nueva York”. Afirma que atemorizado por las amenazas del
ministro de Colombia Tomás Herrán, Cromwell tomó rumbo a Europa. Mientras esperaba los resultados de una carta que escribió al secretario de Estado
John Hay, por intermedio del banquero judío Joshua J. Lindo, Amador se puso en
comunicación con Philippe Bunau Varilla a quien encontró en su primera conferencia
“tan animado” que le dio un memorándum de lo que en Panamá se necesitaba para
proclamar y sostener la independencia. Dos días después en otra entrevista, el
ingeniero francés le hizo saber a Amador que no había conseguido “los recursos pecuniarios” solicitados por éste, pero que “sí tenía recursos ofrecidos que aseguraban
el éxito del asunto una vez que hubiésemos dado el golpe en Colón y Panamá”.
Sostiene que se opuso enérgicamente a que el movimiento separatista se limitara a la
zona de tránsito y que después “de otros tres días de conferencia todo quedó arreglado
a mi satisfacción y yo avisé a mis más amigos anunciándoles mi próximo viaje y dándoles las seguridades completas del triunfo de nuestro proyecto”.
Amador no entra en detalles sobre la cantidad de dinero que le pidió a Bunau
Varilla, pero sabemos que fueron 6 millones de dólares que al francés le pareció una
suma exorbitante y le ofreció en cambio 100,000 dólares para los gastos que
ocasionara el movimiento independentista, así como obtener el respaldo del gobierno
estadounidense. Tampoco menciona las condiciones exigidas por Bunau Varilla para apoyar la conspiración, esto es que se le nombrara enviado extraordinario y ministro
plenipotenciario de la nueva República con facultad para negociar y firmar el Tratado
del Canal con el gobierno de EEUU. Pasa por alto, asimismo, que el ingeniero francés
redactó una proclama de independencia, confeccionó una bandera para la joven
República y propuso que el movimiento secesionista tendría que llevarse a efecto a más tardar el 3 de noviembre de 1903.
En cambio, Amador Guerrero se limita a decir: “Listo todo para mi partida para
Panamá el 20 de octubre tuve una larga discusión con B. V. sobre cierta condición que
él quería exigirme y concluyó con que no tocáramos el punto sino más tarde”. Es
decir, el nombramiento como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario. Y
añade: “llegué a Colón y a Panamá el 27 de octubre y mis amigos muy satisfechos me dieron cita para explicarles el plan. Verificada la cita cundió la desconfianza entre
ellos, con raras excepciones, pues creían que yo les mostraría algún tratado secreto
con un soberano y que nada nos quedaba que hacer sino fundar nuestra república”.
No dice que a los otros conspiradores no les gustó en absoluto la idea de Bunau
Varilla de independizar inicialmente a las ciudades de Panamá y Colón con la zona de tránsito, y que rechazaron, asimismo, la proclama de independencia y la bandera
hechas por el ingeniero francés. Dudaron, también, de las promesas de éste de lograr
el apoyo del gobierno estadounidense.
Por su parte, Tomás Arias, otro de los integrantes del patriciado que participó en la
secesión de Panamá de Colombia, dio su versión años después del suceso en: “Motivos
que determinaron mi intervención en el movimiento separatista de 1903”. Nació el 29 de diciembre de 1856 y murió en 1932. Hombre de sólida fortuna y de profundas
convicciones conservadoras, durante el período colombiano ocupó diferentes cargos en
el gobierno. Fue diputado a la Asamblea de Panamá, recaudador fiscal, administrador
de Hacienda y secretario de Gobierno del Departamento, en varias ocasiones se
desempeñó como senador por Panamá ante el Congreso colombiano. Fue uno de los integrantes de la Junta Revolucionaria y miembro de la Junta Provisional de Gobierno
del 4 de noviembre de 1903 al 23 de febrero del año siguiente. Ejerció diversos cargos
públicos durante las tres primeras décadas de la República.
En su escrito, Arias menciona los puestos prominentes que ocupó en las
postrimerías de la unión a Colombia, al punto que él mismo indica que “era yo quizás
el panameño más y mejor relacionado en toda la República”. Advierte que, quizás por
eso, los conjurados, que eran todos amigos suyos, ninguno lo puso al tanto de la
conspiración pues pensaron que no los apoyaría. No obstante, Manuel Amador
Guerrero si le habló del plan separatista con el que no estuvo de acuerdo al principio porque pensó que los enemigos políticos, es decir los liberales, resultarían
beneficiados.
Al decir de Arias: “Mucho pensé el asunto por las graves consecuencias que traería
consigo al llevarse a efecto, pero considerando yo que el movimiento tenía el apoyo de
todos mis amigos personales, que él contaba con el consentimiento casi unánime del pueblo panameño; que el elemento extranjero radicado aquí simpatizaba con él; la
mala voluntad contra el Gobierno surgía por todas partes, extremada con el rechazo
por parte de Colombia del Tratado Herrán-Hay; que era muy probable un movimiento
armado encabezado por los enemigos del Gobierno quizás con el apoyo de un elemento
extraño, y por estas razones era preferible que los conservadores tomáramos la
iniciativa para evitar que lo hicieran nuestros enemigos políticos; y por último, que si el movimiento fracasaba yo sufriría tanto como ellos sin haber tomado parte en él,
como si hubiera sido uno de los conjurados, decidí aceptar la invitación que me hizo el
doctor Amador y tomé parte activa en todo lo relacionado con su desarrollo y desde
ese día asumí toda la responsabilidad que el delicado asunto requería, asistiendo a
todas las reuniones que celebraban y prestando todo el contingente de mi entusiasmo muy decidido para conseguir el éxito”.
Sin entrar en pormenores sobre la conspiración ni el papel desempeñado en el mo-
vimiento separatista por Philippe Bunau Varilla y el gobierno de EEUU, Arias expresa:
“muchos fueron los días que pasamos los conjurados en conferencias y confidencias,
dedicados exclusivamente a desarrollar el plan que nos habíamos propuesto, y
meditando las consecuencias que podía traer consigo el fracaso para todos los que estábamos comprometidos. Por fin, el movimiento separatista se llevó a efecto,
mediante los esfuerzos de todos los que en él intervinieron, Panamá entró en el rol de
las naciones autónomas”.
Detalles que se circunscriben a lo ocurrido el día de la secesión, brindan a
mediados de la tercera década del siglo XX, el liberal Carlos Constantino Arosemena (1869-1946) y el conservador Nicanor Arturo de Obarrio (1873-1941) en el escrito
titulado: “Datos históricos acerca de algunos de los movimientos iniciales de la
independencia, relatados por los próceres Carlos Constantino Arosemena y Nicanor
Arturo de Obarrio”, presentado por Octavio Méndez Pereira.
En 1921 se conoció públicamente la versión del general Esteban Huertas sobre lo
acontecido el 3 de noviembre de 1903 y los días inmediatamente posteriores hasta la desintegración del ejército al año siguiente. En efecto, en aquella fecha, su hijo Esteban Huertas Ponce, publicó: Recuerdos históricos del general Esteban Huertas,
obra que no tuvo gran divulgación pues, al parecer al gobierno de Panamá la mandó
recoger, según afirma el historiador colombiano Eduardo Lemaitre. Posteriormente, en 1959, salió a la luz otra edición con el título: Memorias y bosquejo biográfico del general Esteban Huertas. Prócer de la gesta del 3 de noviembre de 1903.
Cabe recordar que Esteban Huertas nació en Umbita, Departamento de Boyacá, en 1876 y falleció en Panamá en 1945. A finales de 1902, fue nombrado comandante del
batallón Colombia de guarnición en Panamá. El 3 de noviembre, Huertas cumplió un
papel destacado al tomar prisioneros a los generales Juan B. Tovar y Ramón Amaya,
que vinieron de Colombia a sustituirlo en el mando, lo cual, sin duda, fue la acción
decisiva para el triunfo del movimiento separatista. Hasta finales de 1904, cuando fue eliminado el ejército de la República de Panamá, el general Huertas fue su
comandante. Recibió reconocimientos y generosas compensaciones por parte del
gobierno presidido por Manuel Amador Guerrero por su apoyo a la secesión. En
noviembre de 1904, se trasladó a su finca en “Quebrada Caballero” cerca de
Aguadulce y Pocrí, y se alejó de las actividades políticas, después de su fallido intento
de golpe de Estado contra Amador Guerrero, en connivencia con algunos liberales. Los puntos de vista de Esteban Huertas difieren en algunos aspectos con la
versión dada por los otros protagonistas de la secesión de Panamá en 1903, en
particular de Manuel Amador Guerrero, si bien todos callan lo referente a los sobornos
que recibió el propio general y otros oficiales colombianos para darle su respaldo a los
conspiradores. No está de más señalar que, en Colombia, a Huertas se le considera
como un “traidor”. En los Recuerdos históricos, se relatan algunos antecedentes de la secesión en los
que participó Huertas y su papel decisivo en el movimiento separatista e intercala los diálogos que sostuvo con Manuel Amador Guerrero cuando en los momentos críticos
éste fue a pedirle su apoyo al complot, por segunda vez, el 2 de noviembre: “No
vacile, General en ayudarnos”, dice que le suplicó Amador Guerrero y como el militar
le contestó que lo dejase pensar, aquél le agregó: “Si nos acompaña, el movimiento
tendrá lugar el 28 de noviembre. Habrá disfraces y (…) muchas diversiones, y
podremos llevar a efecto nuestros deseos. Siempre contamos con usted”. En la segunda edición, el hijo del general pone en boca de éste las siguientes palabras: “Yo
presentía que tarde a temprano el Istmo de Panamá tenía que buscar su
independencia de Colombia. Habían sucedido hechos de tanta trascendencia que
mantenían sumamente descontentos y heridos a los panameños (...). Además, el
Gobierno Central, que quedaba muy distante, no se preocupaba ni por la salud de los panameños ni por el progreso material y cultural del Istmo de Panamá, que
continuamente sufría los estragos, la destrucción y la muerte que les causaban tanto
las epidemias como las guerras civiles”.
Añade que: “Estaba seguro de que el pueblo panameño pelearía por su
independencia y que yo tendría que intervenir y ser actor en esos hechos, ya que mis
relaciones sociales en Panamá adonde había llegado muy joven, donde había formado mi hogar y donde tenía un hijo, me colocaban en una situación delicada que habría de
resolver con valor y decisión al lado de quienes tenían la razón, el derecho y la
justicia”.
Aunque no se lo decía a nadie, pensaba que no debían los panameños “buscar
para su independencia el apoyo de otra nación ni de otro pueblo. Y lo pensaba así, porque tenía la seguridad de que después de realizada, los auxiliares o cobradores le
cobrarían intereses muy altos a la nueva República que tendría que pagar a través de
muchísimas generaciones”.
Pese a que la “leyenda blanca” o “dorada”, de exaltación a los principales
protagonistas de la secesión de noviembre de 1903, recibió por varias décadas el
respaldo incondicional de la historiografía nacional y enfrentó a los detractores del movimiento separatista, esta situación empezó a cambiar en los años treinta. A la
sazón, intelectuales de la clase media que militan en partidos de izquierda como
Diógenes de la Rosa, cuestionaron los planteamientos esgrimidos tanto por los
defensores de la denominada “leyenda blanca” como por los detractores del
movimiento separatista. Esta actitud se incrementó especialmente a raíz de los trágicos sucesos del 9, 10 y 11 de enero de 1964, cuando el ejército estadounidense
reprimió a estudiantes y otros sectores del pueblo panameño que pretendían enarbolar
la enseña patria en la entonces denominada Zona del Canal con el resultado de 21
muertos y más de cuatrocientos heridos, motivo por el cual Panamá rompió relaciones
diplomáticas con EEUU el 9 de enero que solo se reanudaron el 3 de abril. Se culpó
no sólo a Philippe Bunau-Varilla, sino también a los próceres por el nefasto Tratado del Canal del 18 de noviembre de 1903.
En marzo de 1969, enfurecidos manifestantes derribaron los bustos de José
Agustín Arango y Tomás Arias, y pintaron de rojo otras esculturas erigidas en honor a
los próceres de 1903 en la Plaza de la Independencia. A mediados de agosto del
mismo año, la Academia Panameña de la Historia emitió una resolución de desagravio a éstos reprobando “por innoble el hecho bochornoso” y exaltando “por patriota y
digna de reconocimiento nacional la actuación de los fundadores de la República”.
La “leyenda negra” o las críticas adversas
al surgimiento de la República de Panamá
Esta corriente de opinión sostiene que el movimiento separatista de Panamá del 3 de noviembre de 1903 y el surgimiento de la nueva República, se deben
primordialmente a la intervención directa de EEUU a fin de celebrar un nuevo tratado
del canal para construir, controlar y defender la ruta interoceánica en forma exclusiva.
Asimismo, exalta las actividades solapadas de William Nelson Cromwell y Philippe
Bunau Varilla en el complot que culminaría en la secesión definitiva. En resumen,
para esta posición, la República de Panamá es una creación del imperialismo yanqui,
máxime cuando en el artículo I del Tratado Hay-Bunau Varilla del 18 de noviembre de
ese mismo año, EEUU asumió el compromiso de garantizar y mantener la
independencia de la República de Panamá, y en el VII se le facultó para intervenir en las ciudades de Panamá y Colón y sus áreas adyacentes a fin de mantener el orden
público.
Sustentaron estos puntos de vista, inicialmente algunos panameños que no
estaban de acuerdo con la secesión como Belisario Porras, Juan Bautista Pérez y Soto,
y Oscar Terán. También coadyuvaron a la difusión de la denominada “Leyenda Negra” sobre la secesión de Panamá en 1903, los discursos, cartas y otros escritos de Philippe
Bunau Varilla, los cuales exaltan su participación en los hechos que llevaron al surgimiento de la nueva República, sobre todo en su obra: Panamá. La creación - La
destrucción - La resurrección, publicada originalmente en francés en 1913 y al año
siguiente traducida al inglés.
Belisario Porras no sólo se opuso al Tratado Herrán-Hay, al que consideró como
una “venta del Istmo”, sino también a la secesión de Panamá del 3 de noviembre de 1903. Nació en Los Santos en 1856 y murió el 28 de agosto de 1942 en la ciudad de
Panamá. En 1881 obtuvo el título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas en
Colombia. De regreso a Panamá trabajó como abogado de la Compañía Universal del
Canal Interoceánico, ocupó varios cargos judiciales durante la vigencia del Estado
soberano y desde muy joven se vinculó al Partido Liberal. También practicó el periodismo y entre 1899 y 1902 participó activamente en la guerra de los Mil Días.
Tras incorporarse a la vida pública en Panamá a raíz de la secesión que no aceptó en
un principio, desempeñó varios cargos en el municipio y como Ministro en
Washington, hasta ocupar la Presidencia de la República en tres ocasiones (1912-
1916; 1918-1920; 1920-1924).
En una carta sin destinatario, fechada en San Salvador, en abril de 1904, Porras explica las razones que lo llevaron a no aceptar el movimiento separatista. Indica que
no había sido nunca partidario “de las Repúblicas pequeñas” y que el movimiento de
secesión de Panamá para formar una República independiente de la de Colombia, era
en su opinión “un hecho artificial contrario a los principios que garantizarían la
estabilidad del nuevo Estado”. También señala su temor de que el partido conservador respaldado por EEUU intentara perpetuarse en el poder y las dificultades de la
convivencia entre los latinos y los sajones, al tiempo que rechaza los métodos
utilizados para lograr la separación. Tampoco se muestra de acuerdo con la cesión de
la soberanía nacional sobre una franja de territorio y, además, no cree que la
construcción del canal constituya la panacea para todos los problemas económicos del
Istmo. Finaliza dejando constancia de “mi inconformidad y mi reprobación en cuanto a la secesión y en cuanto al protectorado americano”.
Sin duda, uno de los más furibundos críticos de la secesión de Panamá el 3 de
noviembre de 1903, es Juan Bautista Pérez y Soto que nació en Panamá el 29 de junio
de 1855 y falleció en Roma el 30 de agosto de 1926, cuando era el representante
diplomático de Colombia. Abogado de profesión, fue secretario de la legación de Colombia en Ecuador y representante al Congreso por Colón en 1888 y 1892, como
senador por Panamá se opuso vehementemente a la ratificación del Tratado Herrán-
Hay y nunca aceptó la separación de 1903 y renegó de su tierra natal.
Más aun, fue quien impulsó y encabezó la sociedad denominada: “La integridad
colombiana”, cuyo propósito fue reconquistar por la vía militar el territorio
desmembrado, y denunciar como se urdió la trama separatista y la actitud posterior de algunos gobernantes de Colombia ante EEUU por la pérdida de Panamá. Escribió varias obras sobre este tema, a saber: INRI ¡Desgraciada Colombia el día en que cayera en manos de Reyes!, La Habana (1905); Panamá derrotero. Trabajo oficioso que como particular hizo el ex-presidente de la Comisión Investigadora, para presentarlo a los honorables representantes elegidos por la Cámara para el estudio de este proceso.
Bogotá, (1912); Panamá lo que se iba quedando en el tintero. Connivencias I, II y III.
Bogotá, (1912).
En INRI, Pérez y Soto transcribe una carta que le dirigió al presidente de Colombia
José Manuel Marroquín, el 2 de septiembre de 1903, en la que se oponía al
nombramiento de José Domingo de Obaldía como gobernador del departamento de
Panamá, porque consideraba que era un paso peligroso, pues con tal medida “está
perdido el Istmo para Colombia”.
El polémico libro de Pérez y Soto, no sólo ataca a los gestores del movimiento separatista de Panamá, sino al general Rafael Reyes que según él, ni durante los
debates sobre el Tratado Herran-Hay, “ni en la sacudida que experimentó Colombia
con el golpe de Panamá, ni en sus gestiones en Washington como jefe de esta misión,
se ha preocupado por la integridad del territorio, por los asuntos de jurisdicción y
garantías de nuestra independencia, ni por los fueros de soberanía; ni, en fin, por nada de
eso que se ha dado en llamar decoro y honor nacional, mientras que toda su conducta ha sido pedir y más pedir dinero, mendigar en últimas cualquier cosa de indemnización para darnos por
satisfechos de la afrenta irrogada...”. Y en otra parte afirma: “Dígalo la disipación tenebrosa de
Panamá, búsquese al verdadero agente de la civilización novísima, y adoren al dios que obra el
milagro, el dólar”. En Panamá lo que se iba quedando en el tintero. III Connivencias, asevera, “la
falsedad mortal para nosotros era el hacer el reclamo, tan neciamente hecho, por las estipulaciones del Tratado de 1846, en la contingencia de que el Gobierno colombiano fuera enteramente incapaz de reprimir el movimiento de secesión allí. No tiene nombre
semejante dislate. En el Istmo no había propiamente enemigos con quienes combatir,
ni aún después del 3 de noviembre; quitárase la fuerza armada extraña y el respeto al
Gobierno americano, y ya se vería ese Gobierno independiente desaparecer como el
humo, por reacción de los mismos o de la mayor parte de los que se habían prestado a la comedia del separatismo. No se explica como funcionario alguno colombiano ha
podido aceptar esa contingencia de nuestra incapacidad para someter a los
sublevados del Istmo con nuestros exclusivos recursos”.
Tan virulenta como la prosa de Pérez y Soto, es la de Oscar Terán, que nació en
Panamá el 22 de julio de 1860 y murió en 1936. Abogado, escritor e historiador, fue uno de los fundadores del “Ateneo de Panamá” en 1906. Fue miembro de la Cámara
de representante de Colombia. Criticó duramente el Tratado Herrán-Hay y se opuso al
movimiento separatista. Nunca renunció a la ciudadanía colombiana y de regreso a
Panamá no aceptó ningún cargo en el gobierno y se dedicó al ejercicio de la abogacía y al periodismo. Publicó en Panamá, en su propia imprenta la revista Motivos Colombianos. Entre sus obras se destacan Escritos y discursos y su polémico libro:
Del Tratado Herrán-Hay al Tratado Hay-Bunau Varilla. Panamá. Historia crítica del atraco yanqui mal llamado en Colombia la pérdida de Panamá y en Panamá nuestra independencia de Colombia, que inicialmente apareció en dos tomos en 1935 y 1936.
Cuatro décadas después, en 1976, lo publicó Carlos Valencia Editores.
En el prefacio de este libro, indica: “Historiase aquí, en efecto, un caso de
expansión geográfica y política de los Estados Unidos anglosajones llevada a cabo
dentro del patrimonio territorial de una nación hispano-americana comparativamente inerme y sin otra fuerza ni defensa que los del derecho; y ello por los medios más
ilícitos, inmorales y reprobados que puedan imaginarse. El cohecho, el engaño, la
perfidia, la fe púnica, la instigación al prevaricato, a la traición, en una palabra, todas
las formas posibles del maquiavelismo clásico quedaron allí ejemplarizadas y como
patentadas bajo el rótulo de Yanquilandia…”. Por ende, Terán, mediante una vasta documentación que maneja muy hábilmente
pero de manera parcializada, le resta importancia a los movimientos separatistas de
Panamá en el siglo XIX a los que califica como simples “pronunciamientos” y
desconoce la existencia del Estado Federal de Panamá (1855-1885). Exalta, en
cambio, la intervención estadounidense en el Istmo durante la guerra de los Mil Días
(1899-1902), aunque advierte que el Tratado Mallarino-Bidlack de 1846 no le facultaba para ello. Resalta, asimismo, el significado del Tratado del Wisconsin “que
puso fin a la contienda en Panamá con el objetivo de allanar el camino a Estados
Unidos para la construcción de un canal interoceánico”.
Destaca la “extorsión y trata” de la Compañía del Ferrocarril que vendió sus
acciones a la Compañía Universal del Canal de Panamá por el triple del valor original y
explica como, al liquidarse esta última, la nueva compañía francesa del canal obtuvo prórrogas del
gobierno colombiano de manera irregular.
Terán critica el proceso de negociaciones y el contenido del Tratado Herrán-Hay,
particularmente por las maniobras de la Nueva Compañía del Canal y su abogado
William Nelson Cromwell al que considera como una ficha del imperialismo
norteamericano y que de alguna manera movió los hilos para la designaciones de José Domingo de Obaldía como gobernador del Istmo y el general Esteban Huertas como
comandante del batallón Colombia en este departamento. Señala que el rechazo del
mencionado Tratado fue la causa fundamental del movimiento separatista de Panamá
para concertar con EEUU otro documento similar, como lo fue la Convención del
Canal Istmico o Tratado Hay-Bunau Varilla del 18 de noviembre de 1903. Según Terán, el verdadero artífice de la sucesión de Panamá fue William Nelson
Cromwell, pues Philippe Bunau Varilla era un simple “mandadero” de aquél.
Denuncia que a los conspiradores panameños, a los que llama “reptiles”, sólo los
movió el interés personal, que corrió mucho dinero en sobornos y que particularmente
Amador Guerrero se convirtió en un hombre rico. En definitiva, lo que ocurrió el 3 de
noviembre de 1903 fue que Colombia se convirtió en víctima de un despojo o atraco por parte de EEUU que apoyó a la nueva República en lo que él califica como un acto
de guerra.
Abonan la leyenda negra, los escritos de Philippe Bunau Varilla y las declaraciones
de Theodore Roosevelt. El primero, en un discurso que pronunció, como ministro
plenipotenciario de la República de Panamá en el Club Quill de Nueva York, el 15 de noviembre de 1903, afirmó: “…. Puedo atestiguar mejor que nadie que los Estados
Unidos no han fomentado la revolución en el Istmo de Panamá, pero cuando la
revolución que todo el mundo preveía estalló, su línea de conducta ya estaba trazada.
La República consistía al principio propiamente hablando del territorio que se extiende
desde Panamá hasta Colón siguiendo las líneas del ferrocarril y del Canal (…). Tan
pronto como la República obtuvo el control de toda la línea tenía derecho a la protección de los Estados Unidos”. De lo contrario, el tratado de 1846 había sido por primera vez desatendido voluntaria y engañosamente”. Incluso en su obra: Panamá. La creación – La destrucción – La resurrección, (1913) el ingeniero francés asevera que
él fue el artífice principal de la nueva República de Panamá y de la elaboración del
Tratado del 18 de noviembre de 1903. “Adaptado de tal modo a las exigencias
americanas que no pudiera ser objeto de la menor crítica de parte del senado”. Por su parte, Roosevelt en el conocido discurso que pronunció el 23 de marzo de 1911 en
la Universidad de Berkeley, en California, dijo entre otras cosas: “Afortunadamente, la
crisis vino en un momento en que yo podía actuar sin impedimento. Por lo tanto, me
tomé el Istmo, comencé el Canal y luego no dejé que el Congreso discutiera sobre él, si
no sobre mi”
Estas jactanciosas declaraciones de Roosevelt impulsaron a la Cámara de Representantes, a instancias del diputado Henry T. Rayne, a designar una comisión
para que investigara los hechos acaecidos el 3 de noviembre de 1903. Pero como bien
observa Eduardo Lemaitre, esta investigación tenía un claro carácter político, dirigida
contra la candidatura presidencial de Roosevelt. De allí que la voluminosa obra resaltante titulada Story of Panamá, “hay que manejarla con sumo cuidado y no dar
por cierto cuanto allí afirma”, en tanto que el historiador estadounidense Gerstle Mack en su bien documentada obra: La tierra dividida, sostiene que dicho informe “añadió
muy poco valor a lo que era del conocimiento publico”. No obstante, cabe recordar que muchos de los documentos de Story of Panamá fueron utilizados como testimonios
fehacientes por Oscar Terán y hoy día se siguen esgrimiendo. Lo mismo ocurre con el libro de Earl Harding: The Untold Story of Panamá (1959)
un periodista del diario The World de Nueva York que, por instrucciones de Joseph
Pulitzer, viajó a Washington, Panamá, Bogotá y París junto con Henry Hall para re-coger testimonios que demostraran la participación de Theodore Roosevelt en el
movimiento separatista en contubernio con un grupo de financistas de Nueva York
encabezados por William Nelson Cromwell e integrado, además, por John P. Morgan,
Charles P. Taft, hermano del exsecretario de Guerra William H. Taft, Douglas
Robinson, cuñado de Roosevelt e incluso Philippe Bunau-Varilla, los cuales
especularon con las acciones de la Nueva Compañía del Canal francés vendiéndolas al
gobierno de EEUU por 40 millones de dólares. Esta es la tesis central del reciente libro de Ovidio Díaz Espino: El país creado por
Wall Street. La Historia no contada de Panamá que incurre en muchos errores y
omisiones históricas como son, entre otros, el afirmar que el Tratado Mallarino-
Bidlack de 1846 se hizo para construir el ferrocarril en Panamá y desconocer el papel desempeñado por Carlos Martínez Silva en las negociaciones para el Tratado del Canal entre Colombia y EEUU en 1901, y particularmente su conocido: Memorándum sobre la cuestión del canal Istmico, del 25 de junio de ese año, en el que predijo que si este
pacto contractual no prosperaba, Panamá, donde siempre existía un germen de des-
contento, se iba a separar de Colombia con el apoyo de la Nación del Norte.
Ciertamente es muy nutrida la bibliografía que atribuye al gobierno de Theodore
Roosevelt la “creación” de la República de Panamá y cuestiona la actuación de los cabecillas del movimiento secesionista del 3 de noviembre de 1903 y la rápida
aprobación que le dieron al Tratado Hay-Bunau Varilla. Basta mencionar al libro de Ernesto Castillero Pimentel: Panamá y los Estados Unidos, cuya primera edición es de
1953. Critica a los que denomina “panegiristas del 3 de noviembre y de sus actores”.
Indica que, “como consecuencia de lo anterior, o sea, de la creación y aceptación
irresponsable de una situación lamentable y desventajosa, la República de Panamá, así fundada, iba a ser objeto, como lo ha sido en efecto, de las más duras críticas y del
escarnio internacional y su pueblo, el más incomprendido de América, iba a ser
mediatizado, humillado y explotado, inocente víctima propiciatoria del bochornoso
maridaje efectuado ese día entre nuestra torpe e ignorantona oligarquía citadina y los
intereses imperialistas de París y Washington”. De allí que no duda en afirmar que la verdadera fecha de la independencia de Panamá es el 28 de noviembre de 1821.
Ejemplos sobresalientes de la interpretación negativa sobre el movimiento
separatista de 1903 en la bibliografía extranjera son, entre muchas otras, las obras de Pierre Chaunu: Historia de la América Latina (1964), quien sostiene que: “la
protección del canal sirvió como pretexto de intervención. La pequeña República fue
creada en 1903 por las necesidades de tal causa, luego de una revuelta contra Colombia, hábilmente maquinada”. Similares puntos de vista expone Jacques Lambert en su: América Latina. Estructuras sociales e instituciones políticas (1964). En su
opinión, Panamá “es un Estado artificial creado en 1903 a expensas de Colombia, con
el único objeto de facilitar a los Estados Unidos la concesión del Canal que el Senado
colombiano le había negado…”. Por su parte, el historiador estadounidense Hubert Herring, en su conocida obra: Evolución histórica de América Latina desde los comienzos hasta la actualidad, (1972), afirma: “La República de Panamá es una
anomalía entre las naciones. Independiente y soberana con la plena panoplia de un
gobierno libre, Panamá esta dominada política y económicamente por el Canal bajo el
control americano. Por más sinceramente que los Estados Unidos puedan garantizar
sus dignidades y privilegios a este diminuto Estado, subsiste el hecho de que Panamá
sólo existe por el Canal. El resultado es un Estado indefinido, distinto de cualquier
otro del mundo”. Silvia Nuñez García y Guillermo Zermeño Padilla, compiladores de la obra en diez
volúmenes titulada: EUA. Documentos de su historia política, en el tomo III (Instituto
Mora, México, D.F. (1988), se refieren a la “Invención de Panamá y la construcción del
Canal” e indican: “los Estados Unidos explotaron (…) el sentimiento separatista de
parte de la población del Istmo e inventaron la insurrección panameña apoyando su
proceso de independencia (3 de noviembre de 1903). Apresuradamente, los norteamericanos impusieron al nuevo gobierno de Panamá un tratado que concedía „a
perpetuidad‟ una faja del territorio panameño a los Estados Unidos (18 de noviembre
de 1903) por el cual la soberanía del nuevo país quedó permanentemente en
entredicho. Curiosamente, sin explicación aparente, los Estados Unidos dieron un
pago a Colombia, en 1921, de 25 millones de dólares”. (En realidad fue para que Colombia reconociera a la República Panamá en virtud del Tratado Urrutia-Thompson
de 1914).
Por estas mismas fechas, es decir en 1964, el escritor argentino Gregorio Selser, publicó su libro: El rapto de Panamá. De cómo los Estados Unidos se apropiaron del Canal y pocos años después, en 1971, él periodista e historiador colombiano Eduardo
Lemaitre en su polémica obra: Panamá y su separación de Colombia, si bien vierte
duras críticas contra los cabecillas de ésta y “la actitud rampante” del gobierno de
EEUU, advierte al mismo tiempo, “pero la verdad histórica es que ni aquellos ni éste se
habían atrevido a ponerse en movimiento si la ferocidad de las luchas políticas no
hubiesen enceguecido a los colombianos de todos los partidos, hasta el punto de
ofrecerles en bandeja de plata lo que ellos apenas consideraban como remota posibilidad”.
La posición ecléctica o el equilibrio
entre las interpretaciones extremas
A cien años del movimiento separatista del 3 de noviembre de 1903, sería iluso
negar u olvidar el papel decisivo que el intervencionismo de EEUU desempeñó en el surgimiento de la República de Panamá, así como también desconocer el cabildeo tras
bastidores de William Nelson Cromwell y Philippe Bunau Varilla. No obstante,
tampoco se debe olvidar otros factores que coadyuvaron significativamente a la
secesión y que suelen pasarse por alto, sobre todo por los detractores del suceso
novembrino. En otras palabras, es preciso tomar en cuenta no sólo los elementos coyunturales: el centralismo colombiano, los intereses de la Nueva Compañía del
Canal francés y los objetivos del imperialismo estadounidense, sino también causas
estructurales, por ejemplo, las diferencias históricas y geográficas entre Panamá y
Colombia, al igual que el permanente anhelo autonomista y separatista de un grupo
de notables panameños desde inicios del siglo XIX para sacarle provecho a la
privilegiada posición geográfica del Istmo con la construcción de una ruta interoceánica.
Sin duda, Pablo Arosemena fue el primero que expuso esta posición en su escrito: La secesión de Panamá y sus causas (1915). Nació en Panamá el 24 de septiembre de
1836 y falleció el 19 de agosto de 1920. Estudió en Bogotá donde recibió el título de
doctor en derecho. Desempeñó varios cargos públicos: representante a la Asamblea
Legislativa entre 1858 y 1885; senador de la República; secretario de Hacienda y Tesoro, del Interior y de Relaciones Exteriores, ministro en Ecuador, Bolivia, Perú y
Chile. En 1880 fue elegido tercer designado del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos
de Colombia. También fue presidente del Estado soberano de Panamá. A raíz del
movimiento separatista del 3 de noviembre de 1903 fue elegido Presidente de la
Convención Nacional Constituyente. Igualmente ocupó cargos diplomáticos en la nueva república y primer designado encargado del Poder Ejecutivo de 1910 a 1912.
Cuatro causas resalta Arosemena en su escrito sobre la secesión, a saber: 1) La
geografía, que vincula estrictamente con el afán autonomista y separatista de los
istmeños, resaltando las figuras de Tomás Herrera y Justo Arosemena; 2) La
Regeneración de Rafael Núñez que suprimió el Estado Federal, 3) La conducta militar
de los jefes militares de ambos partidos, con respecto al elemento istmeño en la guerra de los Mil Días” (1899-1902) y 4) El rechazo del Tratado-Herrán-Hay por parte del
Gobierno colombiano.
Diógenes de la Rosa que nació en Panamá en 1904 y murió en esta misma ciudad
en 1998, fue un combativo político militante del partido socialista y reputado
ensayista que se desempeñó como diputado en la Asamblea Nacional, asesor presidencial, diplomático y negociador de tratados con EEUU. En el discurso titulado
“El 3 de noviembre de 1903”, que pronuncia el 3 de noviembre de 1930, sostiene: “Dos
afirmaciones prejuzgan el concepto y la interpretación del movimiento de 1903. La
una, que denominaríamos colombiana, describe la secesión de Panamá como obra
exclusiva del oro saxoamericano (sic) que compró a todos los istmeños a la manera de un enorme lote de esclavos. Es la idea que domina y dirige el libro La feria del crimen
de Alexander S. Bacon. La otra, que diríamos panameña o patriótica, es la que
presenta ese hecho como resultado también exclusivo del sentimiento nacionalista del
pueblo panameño que en un instante de indignación se alzó, con raro unanimismo,
para forjar una corporeidad política propia y autónoma. Este es el concepto que
motiva los relatos y escritos que todos los años, en esta ocasión, leemos en numerosas
publicaciones. Es necesario decir que ambos criterios están descalificados por unilaterales y exagerados. La verdad histórica dice otra cosa”.
De la Rosa cita las causas enunciadas por Pablo Arosemena y añade otra que,
según él, era la que alejaban “con temor y vergüenza insistentes todos los que escriben
sobre este tema”. En definitiva, señala que tres factores convergieron a producir la
secesión de Panamá: Uno, la geografía, otro, “los males, las dificultades, los tropiezos
que constituyeron la historia del Istmo durante sus adhesivas política a Colombia. El
último, la expansión del poder de los Estados Unidos hacia el sur y hacia el Pacífico”. Carlos Manuel Gasteazoro (1923-1989) destacado historiador panameño que tras
obtener el doctorado en la prestigiosa Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en
Lima, introdujo los modernos métodos de investigación histórica en nuestro país a
mediados del siglo pasado y publicó un plural número de artículos y libros, en su
ensayo: “El 3 de noviembre de 1903 y nosotros” (1952), después de examinar los diferentes puntos de vista sobre este suceso, expresa “:..podemos ver que en el
nacimiento de la República intervinieron dos grandes causas, unas que podríamos calificar como permanentes, y que son los fenómenos geográficos y los históricos, y
otras como causas inmediatas que son los hechos políticos, económicos, internaciona-
les y personales (...) unidos todos estos aspectos, valorándoles y dándoles actualidad,
es como mejor podemos comprender el hondo significado del 3 de noviembre de 1903”.
Y añade: “Teniendo esta amplia visión de todo el devenir panameño, veremos que en este momento (...) no es posible contemplarlo como el triunfo de unos cuantos
aventureros audaces. Es indudable que en nuestra separación algunos próceres
cometieron sus pecados, y pusieron de manifiesto sus vicios y defectos ¿Quién ha de
dudar que el Canal corrompió a mucha gente en Panamá y que el dólar tomó desde
1903 un sitio reverente en nuestra sociedad? Pero esto no es todo. Por debajo de todas estas manifestaciones reales hay algo más profundo, más hondo que el mismo
concepto del Estado y el provecho personal. Está la idea de la nacionalidad
panameña”.
Discípulos de Gasteazoro como Ricaurte Soler en “La independencia de Panamá de Colombia.
Sobre el problema nacional hispanoamericano” (1979); María Josefa de Meléndez: “La separación de
Panamá de Colombia” (1975); Armando Muñoz Pinzón: “Grandeza y desventura del 3 de noviembre de 1903” (1975); Rolando Hernández: 1903 en la historiografía de la República (Estudios, tendencias y valoración), (1977) y quien les habla, al igual que otros historiadores e intelectuales estudiosos del
pasado como Patricia Pizzurno, Alberto Osorio, Carlos A. Mendoza y Humberto Ricord han abordado
el tema desde distintos ángulos, mediante la posición ecléctica, tomando en consideración la historia
panameña del siglo XIX.
Por último, mención especial merece la historiografía estadounidense en torno al canal interoceánico, incluyendo por supuesto el apoyo del gobierno de Theodore
Roosevelt al movimiento separatista del 3 de noviembre de 1903 y el controversial
Tratado Hay-Bunau Varilla. Algunos historiadores como William D. McCain son
irónicos al valorar la secesión en estos términos: “En la noche del 3 de noviembre, el cañonero colombiano Bogotá hizo varios disparos sobre la ciudad de Panamá. Un
pacífico y cándido chino, Wong Kon Yee, nativo de Hong Sang, China, fue la única víctima de la guerra de independencia de Panamá. La explosión de una granada
extinguió su vida mientras cenaba tranquilamente en su casa, convirtiéndolo en el
único mártir de la libertad de los panameños. Los otros participantes del memorable
suceso tienen sus monumentos y sus panegíricos, pero Wong Kong Yee retorna al
polvo sin lamentaciones, en una tumba anónima, olvidado en los anales de los héroes de Panamá”. Por su parte, David McCullough, parafraseando al senador Shelby
McCullon, se refiere a “una revolución extraordinaria” en Panamá y asevera que la
nueva República surgió como un acto de precipitud del imperialismo norteamericano
encarnado en Theodore Roosevelt.
Más conciliadoras y objetivas resultan las obras de Gerstle Mack, Miles P. Duval
Jr., Michael Conniff y del historiador británico John Major, pues muestran los distintos intereses que convergieron en la secesión del 3 de noviembre, así como
también las causas permanentes o estructurales y las inmediatas o coyunturales
presentes en este acontecimiento que es como debemos analizarlo.
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AMBIENTE HISTORIAS DE LA JUNGLA
Representaciones norteamericanas
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Stephen Frenkel**
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*Artículo aparecido en The Geographical Review, vol 86, num. 3,
julio de 1996. Traducción de Guillermo Castro H.
**Profesor de geografía en la Universidad de Washington, Seattle, Washington.
Presentación al lector de habla hispana
Guillermo Castro H.
El artículo “Historias de la jungla. Representaciones norteamericanas del Panamá tropical” aborda una dimensión poco explorada de la historia de las relaciones entre Panamá y EEUU: la del papel desempeñado por la experiencia norteamericana en Panamá –particularmente entre 1850 y 1950– en la formación de lo tropical como categoría de sentido común y de política en la cultura dominante en aquel país. Esa experiencia, además, puede ser remitida a la incorporación de esa visión de lo tropical a la cultura de la naturaleza de los sectores oligárquicos más estrechamente asociados a la presencia colonial norteamericana en Panamá, y a las formas de representación del país y sus habitantes correspondientes a sus intereses de dominación social y control político.
En un sentido más amplio, el artículo aporta valiosos elementos de referencia para el proceso, más amplio, de la construcción de la tropicalidad como categoría de conocimiento y análisis en la cultura Noratlántica -en cuanto “describir es dar orden al caos” y “el conocimiento sería, por lo tanto, la interpretación y, por ende, la apropiación del otro”*- y su incorporación a la cultura de la naturaleza a la sociedades latinoamericanas. Se trata de un tema que ya ha venido siendo abordado en la historia ambiental de la región, por autores como los colombianos Germán Palacio y Mauricio Nieto Olarte y que, sin duda, constituye ya uno de los campos más fecundos para el desarrollo futuro de esta disciplina en nuestra región.
Entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, en la medida en que la América Central tropical
quedaba bajo una creciente influencia de EEUU, estadistas, empresarios, misioneros y burócratas
norteamericanos empezaron a transformar la región para lograr sus propios fines.1 Construyeron
ferrocarriles, condujeron invasiones militares, establecieron plantaciones de bananos y de café, y
eventualmente cavaron un canal a través de Panamá. Sus relatos publicados y sus representaciones
artísticas de América Central se apoyaron en otras ideas más generalizadas, arquetípicas, presentes en el
arte, la historia, la literatura y la fotografía de los trópicos alrededor del mundo, para formar un discurso
específico sobre los trópicos centroamericanos.2 Dos narrativas opuestas entre sí constituyeron este
discurso: unas positivas, acerca de paraísos edénicos, suelo fértil y belleza exótica; y otras negativas,
acerca de la laxitud moral, paisajes peligrosos, enfermedad, y la abundancia amenazadora de la jungla.
Estas diversas formas de ver a América Central se hicieron evidentes más allá de las meras
representaciones semánticas: ellas influyeron en las acciones y políticas de EEUU en los trópicos. Estas
narrativas contradictorias fueron utilizadas para legitimar la intervención y las acciones imperialistas en la
Zona del Canal de Panamá a principios del siglo XX.
El discurso sobre los trópicos
Las líneas de latitud han sido utilizadas durante largo tiempo para demarcar las regiones tropicales.
Aristóteles, por ejemplo, separó el mundo horizontalmente en zonas: frígida, templada y tórrida (tropical).
Hoy, los trópicos son representados como la región que se encuentra entre los 23 grados 30 minutos de
latitud Norte, y los 23 grados 30 minutos de latitud Sur – los trópicos de Cáncer y de Capricornio. En
forma alternativa, los trópicos han sido definidos utilizando isolíneas de temperatura y de precipitación.
Estas han variado de algún modo, desde la inclusión por Ellen Semple (1911) de áreas dentro de las
isoterma anual de 20 grados en promedio, hasta Isaiah Bowman (1937, 381), que utilizó una isoterma
promedio anual de 25 grados. Un libro de texto de geografía contemporáneo los ubica como las áreas
dentro de una isoterma media anual de 18 grados (Strahler y Starhler, 1996, 165).
El acuerdo sobre el carácter climático de la región –el calor y la humedad asociados con las
tierras bajas tropicales– es más general. De hecho, áreas de tierras altas como la meseta Central de Costa
Rica fueron excluidas del discurso tropical debido a que, como afirmó un viajero, son tan “frescas y
saludables como las llanuras costeras son de calientes e infestadas por la fiebre” (Putnam 1913, 10). Aun
así, la interpretación del calor y la humedad tropicales ha cambiado a lo largo de los últimos dos siglos.
En diversos momentos, los norteamericanos han imaginado las tierras bajas tropicales de América Central
como paraísos distantes o como costas de la fiebre (en el siglo XIX), como repúblicas bananeras (entre
principios y mediados del siglo XX), como sitios para revoluciones (en las décadas de 1970 y 1980), y
como lugares para eco excursiones románticas (en la década de 1990). En este artículo, utilizo la palabra
trópicos para referirme a las tierras bajas tropicales, y me ocupo exclusivamente de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX.
En este contexto histórico y geográfico, el carácter de los climas tropicales fue expresado
frecuentemente en términos subjetivos, incluso cuando era planteado en un llamado marco de referencia
científico. Los libros de ciencia norteamericanos de comienzos de siglo incluían de manera típica una
clasificación de la flora, la fauna, las temperaturas y las enfermedades tropicales en América Central.
Tales descripciones, sin embargo, estaban mezcladas a menudo con opiniones del autor respecto al calor,
la enfermedad, la gente de piel oscura, las comidas calientes o muy condimentadas, frutas exóticas,
vegetación fecunda, y subdesarrollo económico. Por ejemplo, en su Manual de geografía comercial, de
1918, el geógrafo G. Chisholm describe las cantidades específicas de lluvia, la humedad y la temperatura
características de los trópicos, mientras se refiere al calor “excesivo” y a la humedad “irritante”. El
discurso “científico” sobre los trópicos estaba repleto de descripciones valorativas de este tipo.
Sin duda, la etiqueta de tropical ha sido utilizada para estereotipar y homogeneizar una amplia gama
de lugares, desde Singapur a Sierra Leona. Aun así, el discurso está muy influenciado por un conjunto
distintivo de identidades regionales. En el discurso occidental, pueden ser identificadas representaciones
tropicales arquetípicas para América Central, Africa Occidental y el Pacífico Sur. De todas ellas, quizás la
más conocida es la abrumadoramente positiva representación eurocéntrica del Pacífico Sur. Una imagen
reconocible fue construida hacia principios del siglo XX a partir de las edénicas visiones de género del
capitán James Cook, Louis – Antoine de Bougainville y Paul Gauguin. De hecho, estaba tan bien fijada
que cuando Alec Waugh llegó a Tahití en 1930, comentó con hastío: “[L]os Mares del Sur son
terriblemente vieuxjeu. Se ha escrito tanto de ellos, y se los ha pintado tanto. Mucho antes de llegar a
ellos, se sabe con precisión lo que se encontrará” (Waugh 1930, 20).
Por contraste, a partir de una bien ganada reputación de tener tasas de mortalidad extremadamente
altas, las representaciones de los trópicos del Africa Occidental invocaban temores de muerte y
enfermedad. “El lugar más mortífero de la Tierra”, era la forma en que los médicos británicos describían
la región a Mary Kingsley antes de su viaje de 1893 (Kingsley 1987, 12). En la medida en que el riesgo
epidemiológico se combinaba con el prejuicio racial, se advertía a quienes se dirigían al Africa Occidental
que se prepararan para “largas esperas solitarias, un calor enfermante, multitudes rebosantes de negros”
(Davis 1907, 8). Este discurso, por supuesto, alcanzó su cenit con El corazón de la oscuridad, de Joseph
Conrad (1910). Tales visiones aún son reproducidas en fuentes tan variadas como las narraciones
periodísticas “de introducción general” a los horrores de la política en Africa Occidental y antologías de
ficción literaria sobre la “selva húmeda”, como Tales from the Jungle: A Rainforest Reader (Katz and
Chapin, 1995), que siguen incluyendo selecciones de rigor de Conrad y Kingsley.
Las representaciones de los trópicos americanos también desarrollaron un carácter reconocible.
Las ideas sobre los trópicos americanos eran más ambivalentes que las descripciones del Pacífico Sur o
de Africa Occidental. Como lo dice la geógrafa Susan Whites,
Desde sus primeros encuentros con América Latina, los europeos han expresado sentimientos ambiguos
respecto a la selva húmeda tropical. El señuelo de la riqueza fabulosa y la esperanza de encontrar El Dorado
han luchado con el espanto de seres míticos y enfermedades horribles en el infierno verde. Los relatos sobre
la selva tropical húmeda, fueran novelas, diarios de viaje o informes científicos, revelan al menos tanto
sobre sus autores como acerca de la selva. Cada escritor y escritora representa en cierta medida la visión del
mundo prevaleciente en su tiempo y su cultura, pero las percepciones de la selva húmeda también son filtradas mediante los
lentes de significado creados por las experiencias y creencias del individuo. (Place 1993, (1))
Buena parte de la percepción fuertemente positiva sobre los trópicos americanos ya estaba creada a
principios del siglo XIX. Una cantidad de comentaristas, incluyendo a Kathryn Manthorne (1989) y
Frederick B. Pike (1992) han sugerido que los norteamericanos interpolaron el carácter de la región a
partir de unas pocas fuentes, que incluían artículos de periódicos, reproducciones de artistas, y relatos de
viajeros ricamente ilustrados, como los Incidentes de viaje en América Central, Chiapas y Yucatán, de
John Lloyd Stephens (1841). Dado que la gente común y corriente de EEUU conocía poco de la región,
las visiones de América del Sur y América Central eran fácilmente mezcladas unas con otras. Fue de esta
manera como, con relativamente poca especificidad geográfica, “emergió en EEUU” una “conciencia
pictórica unificada de América Latina... en directa respuesta a una laguna de conocimiento. Su imagen
como una tierra de maravillas científicas, riquezas doradas e inocencia edénica podría ser preservada
únicamente en la medida en que la información adecuada y la experiencia directa permanecieran en un
mínimo” (Manthorne 1989, 60 – 61).
Para mediados del siglo XIX estaba disponible un conocimiento más detallado. América Central
empezó a adquirir un sentido más complejo (y geográficamente específico) para el público
norteamericano una vez que descripciones más cultivadas de viajeros se convirtieran en un lugar común
en periódicos populares (Millar 1989, 118). La serialización de trabajos de Stephens y de Alexander von
Humboldt, los relatos de exploradores más tardíos que buscaban las ruinas mayas, y las memorias
posteriores a 1849 de viajeros con rumbo a California que atravesaron el istmo de Panamá incrementaron
la información disponible acerca de la región. Artistas (y más tarde fotógrafos ambulantes) pintaron y
fotografiaron escenas en América Central. Estas imágenes visuales fueron reproducidas después y
mostradas al público general a través de EEUU. Fueran los grabados de pirámides cercanas a Mérida
hechos por Frederick Catherwood, o las pinturas de colibríes de Martin Jonson Heade. Estos trabajos
influyeron en la imagen visual de los trópicos.
Los escritores también mostraron un aspecto más realista de los viajes, haciendo asociaciones entre
América Central y enfermedades tropicales, especialmente la malaria y la fiebre amarilla. Panamá fue
vista como especialmente mortífera (y en realidad lo era), con tasas de mortalidad del orden de 60 por
1,000 durante la década de 1880 (Harrison 1978, 163). Si bien las enfermedades endémicas era un
problema significativo para los viajeros y para los residentes por igual, la sobre generalización regional mostró a todos los
lugares como peligrosos en virtud de su localización en América Central.
Algunas de estas imágenes fueron cuestionadas por libros acerca de empresas agrícolas escritos a
principios del siglo XX, especialmente aquellos que describían plantaciones de banano. Para ofrecer
apenas un ejemplo, en 1929 un escritor de orientación empresarial, si bien reconocía los aspectos
negativos de las plantaciones en los trópicos, hacía énfasis en la capacidad de los norteamericanos para
dominar y domar a la naturaleza: “Durante cuatro siglos y medio el hombre blanco ha luchado contra la
naturaleza y contra sus semejantes en la región ubicada entre Cáncer y Capricornio que forma los trópicos
americanos. Y hasta hace poco la naturaleza había vencido siempre. Apenas ahora es que el hombre está
ganando dominio en alguna medida” (Crowther 1929, v). De igual modo, el éxito de EEUU en la
excavación del Canal de Panamá demostró que, si los norteamericanos aplicaban “los principios de la
ciencia moderna en su vida económica y social” (Price 1935, 2), los peligros de los trópicos podrían ser
reducidos. El tema del “dominio del hombre sobre la naturaleza” influiría las visiones norteamericanas de
la región hasta bien entrado el siglo XX, a través de imágenes de las actividades de la United Fruit
Company o del Cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos en América Central.
A fines del siglo XIX y principios del XX, Panamá dio a la región otro significado, específicamente
hegemónico y, por un tiempo, ejemplificó los trópicos centroamericanos para el público norteamericano.
Cuatro factores contribuyeron a esto: primero, en virtud de su ubicación – 9 [grados] de latitud Norte -,
Panamá era por definición la quintaesencia de lo tropical. Por tanto, era un modelo adecuado para la
apariencia que debería tener un lugar tropical. Segundo, Panamá (y en menor medida Nicaragua)
intersectó continuamente con el desarrollo de EEUU, que intervino militarmente, firmaron tratados,
construyeron ferrocarriles y cavaron el canal. Además, inversionistas privados norteamericanos se
involucraron en esquemas que iban desde ferrocarriles hasta plantaciones. Estos episodios históricos
comunes significaron la mención regular del Istmo en los periódicos norteamericanos. En tercer lugar,
Panamá (y de nuevo, en menor medida, Nicaragua) fue la ruta para los viajeros norteamericanos en su
viaje hacia California, el Pacífico Noroeste e incluso América del Sur. Dado que estos pasajeros
frecuentemente relataban sus experiencias, el cuerpo de la literatura sobre Panamá creció.3 El
conocimiento regional aumentó tanto que una mujer inglesa que viajó por mar a Chile en 1853 pudo
escribir que “describir Panamá a los lectores norteamericanos sería como describir Nueva York o Boston,
o cualquier otra ciudad con la que estemos familiarizados” (Merwin 1966, 16). En cuarto lugar, los países
vecinos, especialmente los situados hacia el Norte, se vieron comparativamente opacados – la fuerte
imagen de Panamá los venció. La importancia de Panamá tras la construcción del canal es puesta en
evidencia en la memoria de un viajero de 1913:
Panamá es la llave de América Central... no sólo en un sentido geográfico; la construcción del Canal de Panamá está haciendo más de lo que ha sido hecho en cuatro siglos para despertar aquel territorio adormecido, y desatar sus ataduras políticas y económicas. En lo que concierne a los Estados Unidos, el Canal significa prácticamente el redescubrimiento de América Central; ha fijado la atención nacional hacia el sur”.(Putnam 1913, 1)
Imágenes norteamericanas de Panamá
Las vistas positivas de Panamá se relacionan por lo general con el viajar hacia los trópicos, mientras
las negativas suelen asociarse a la residencia en ellos. Hasta el advenimiento del transporte aéreo a larga
distancia hacia mediados del siglo XX, el viaje desde EEUU a Panamá se hacía casi siempre por buque,
proporcionando de esta manera una pausa geográfica y temporal entre las regiones templadas y las
tropicales. De hecho, este interludio era muy recomendado: “Los trópicos deben ser visitados por vía
marítima. Usted ingresa a ellos de manera gentil, casi imperceptible. Se ve más impresionado por la
creciente intensidad del azul del agua y el cielo, que por el creciente calor” (Bullard 1914, 1). Tales viajes
oceánicos estilizados constituían una forma de excitación: “Oh sí, siempre hay una emoción en eso – en
ese navegar hacia los países cálidos... [Lo] esclaviza a uno como una droga de la que uno desaprueba”
(Flandrau 1908, 10). Desde los puentes de un buque a vapor, la respuesta era abrumadoramente positiva:
Las ropas de lana y los cuellos duros han desaparecido, reemplazadas por vestimentas ligeras; pequeños
“affaires de coeur”, tentativos e indecisos hasta ahora, adoptan un cariz más serio. Al caer la tarde, los
cómodos rincones más ventajosos del puente del barco dan testimonio del rápido crecimiento del joven (o viejo)
sueño de amor; bajo las miradas de la luna encornada en cuarto creciente, el romance teje su mágica red, en esperanzadora anticipación
de siete días dedicados a comer lotos, siente noches tropicales que transcurrirán antes de que el encanto se vea roto por el contacto con el mundo de dolorosas realidades. (Bland 1920, 30)
En los primeros días de su llegada a Panamá, los escritores se admiraban de lo evidentemente
distinta y exótica naturaleza del lugar – un clima y un paisaje muy diferentes a los de la vida cotidiana en
lugares templados como Nueva York, Chicago o San Francisco. Un recién llegado comentaba: “Incluso a
esta hora temprana una suavidad adormecedora permea el aire – una quietud que puede ser sentida. ¿Era
posible que apenas estuviéramos a cuatro días de la nieve y la lluvia helada, las calles cubiertas de hielo y
los feroces vientos de Nueva York?” (Peixotto 1913, 6). El estado de asombro seguía presente cuando los
del Norte expresaban con placer: “bajo el sol del Sur... todo relumbra con una fiebre tropical” (Tomes
1855, 14). Los escritores se concentraban en lo que percibían como diferente y exótico – la vegetación
lujuriante, los brillantes colores tropicales, insectos y animales inusuales, y sonidos y aromas poco
familiares. Arthur Bullard, por ejemplo, describía “la nueva escala de valore de color que demanda el sol
de los trópicos” y la “intensa fragancia de la tierra del Sur” (1914, 2-3). Los norteamericanos también
asumían una fecundidad de la región, ilustrada en este verso:
De los rincones ocultos de la jungla llegan hermosas orquídeas cosechadas en la mañana; Y antes de que caiga el sol, adornan los portales de la Zona. (Core y McKeown 1939)
Los visitantes se maravillaban con la rapidez con que crecían las plantas, creando una verdadera
“inundación de vegetación tropical” (Tomes 1855, 78). Incluso un siglo más tarde, un autor observaba
que “el primo tropical del árbol que crece en Brooklyn probablemente se desarrollará entre dos y nueves
veces más rápido en Panamá o en Honduras” (Wilson 1951, 5). Dadas estas premisas, la conclusión usual
era que la vida en el trópico era tan fácil como llegar hasta el árbol más cercano para buscar
alimento. Ellsworth Huntington expresaba este pensamiento cuando de manera algo
irónica opinaba que, en las regiones tropicales, “el nativo no tiene nada que hacer,
salvo echarse bajo los árboles y esperar que la fruta le caiga en la boca” (Huntington
1929, 281). Esto contrastaba con la percepción de una vida dura de invierno y trabajo en la zona templada.
Tales descripciones positivas fueron utilizadas a menudo para promover empresas
agrícolas. Dado que la tierra tropical estaba disponible para ser tomada por los
imperialistas de EEUU con un mínimo esfuerzo, éstos se presentaron con una
variedad de esquemas para promover plantaciones de caucho, café y banano. Apoyándose con fuerza en la idea de la fertilidad tropical, estos esquemas sugerían
que la decisión acerca de qué sembrar era tan sencilla como decidir cuál cultivo
alcanzaría el precio más alto en el mercado mundial (un planteamiento que sigue
haciéndose hoy [Slater 1995, 115]). Todo lo que un inversionista necesitaba era el
aporte de trabajo y tecnología. En dichas representaciones estaba implícito que la
población indígena había sido incapaz de proveer trabajo y tecnología adecuados, lo que a su vez explicaba la disponibilidad de la tierra (Adams 1914, 203).
Los inversionistas veían en el paisaje natural “inexplorado” el equivalente de la ganancia. Se podían hacer referencias a „la
asombrosa riqueza de los bosques del istmo‟ (Otis 1867, 90) o a la fertilidad del suelo. „Claven un paraguas en el suelo al caer la noche‟,
decía un comentarista, „y tendrán un árbol de paraguas en la mañana‟ (Putnam 1913, 89). Aun después de que se desarrollara una
clara conciencia de las limitaciones del suelo, la tierra seguía siendo mostrada como un recurso extraordinario, si bien temporal. Las ganancias de las plantaciones „justificarían ampliamente el agotamiento de la tierra‟ (Crowther 1929, 245).
Durante buena parte del siglo XIX, los trópicos americanos fueron representados
como un Jardín del Edén largamente perdido, con referencias a Arcadia, al paraíso, a
la Atlántida y al Elíseo que salpicaban el panorama literario (Manthorne 1989, 11). Si
bien la literatura norteamericana sobre Panamá carecía de tales narrativas edénicas,
enfatizaba la idea de “viaje al tiempo pasado” (McGrane 1989, 104). El viaje exótico típico a través del tiempo consistía en una incursión a la “jungla” y un encuentro
estilizado con los “nativos”. Adentrarse en la jungla, alejándose tácitamente de la
civilización, se lograba con frecuencia utilizando los medios más primitivos, lo que intensificaba el carácter exótico de la región. Los lectores de la National Geographic Magazine en 1922, por ejemplo, aprendieron que “sentarse en un verdadero cayuco,
fabricado de un árbol gigantesco de la selva tropical, con la forma bellamente desarrollada de un indígena enfrente de usted... es una experiencia única en la vida”
(Fairchild 1922, 141). En sus encuentros, los exploradores solían presentar a la gente
no blanca como los remanentes exóticos de otros, “intocados por el mundo exterior
como lo estaban sus ancestros cuando Balboa pasó por allí” (Halliburton 1929, 137).
A lo largo de la ruta, el viajero podría encontrarse con “una lánguida joven nativa
meciéndose en la hamaca” (Tomes 1855, 173), rodeada por una abundancia de “plátanos, bananos, mangos, melones, mameyes, piñas y naranjas amarillas,
fragantes con sus suaves olores, de desbordante madurez” (Tomes 1855, 174). Estas
narrativas condujeron a representaciones positivas, que se convirtieron en parte del
discurso público acerca del Panamá tropical.
Aun así, a pesar de estas expresiones positivas, a medida que los viajeros exploraban y trabajaban más a fondo en la región se fue haciendo cada vez más
común una narrativa negativa acerca de los trópicos de Panamá. Los trópicos de
Panamá fueron presentados a menudo como una región de peligro e incomodidad, de
serpientes, mosquitos maláricos y vegetación húmeda y lujuriante. Un poeta menor
que residió en Panamá durante veinte años advertía:
Más allá del río Chagres hay senderos que conducen a la muerte ¡A las brisas mortales de la fiebre, al aliento venenoso de la malaria! Más allá del follaje tropical, donde aguarda el cocodrilo, están las mansiones del diablo ¡Sus dominios originales! (Gilbert 1908, 14)
Un reciente tratado académico explica la coexistencia de narrativas positivas y
negativas acerca de los trópicos centroamericanos sugiriendo que “bajo la apariencia
de la belleza sensual y exótica se oculta la amenaza de destrucción súbita y horrenda.
Las más detestables y terribles criaturas se agazapan en la hermosa vegetación,
enredadas en los arabescos de las lianas, o estaban disfrazadas en las flores” (Millar
1989, 120). Dado que muchos visitantes norteamericanos del siglo XIX llegaron a
Panamá con el propósito de atravesar rápidamente el país, pero se vieron demorados
por diversos obstáculos, no es de sorprender que la prosa púrpura de las escenas
románticas de la llegada fueran rápidamente suplantadas por reflexiones más
pesimistas acerca de las condiciones locales. Una descripción más oscura de Panamá se evidencia: “Selvas tan inextricablemente entretejidas de espesa vegetación que eran
impenetrables a la luz, que habían oscurecido el país en una noche perpetua durante
épocas completas, debían ser taladas. Murallas de jungla debían ser derribadas, y
pantanos traicioneros, en los que el hombre nunca antes se había aventurado, debían
ser transformados en superficies firmes como la roca” (Tomes 1855, 114). En general, mientras más largo era el contacto con Panamá, más negativa era la
impresión. Como lo señalara un viajero perceptivo, “Nuestra concepción poética del
lugar, excitada por una vista distante horas atrás, ahora empieza a desaparecer para
siempre con rapidez” (Scruggs 1910, 2). El calor, antes una agradable distracción
respecto al invierno, se tornaba opresivo.
El contacto prolongado con los trópicos podía terminar por afectar de manera negativa a todos, de una u otra forma. El determinismo ambiental, especialmente en
las obras populares de los geógrafos, reforzaba esta preocupación. Semple, por
ejemplo, alegaba que los trópicos inducían a la indolencia y a la auto complacencia al
relajar “la fibra mental y moral” (1911, 626). Otros, incluyendo a Huntington (1924) y
a Grenfel Price (1939) fortalecieron estos sentimientos con visitas a Panamá. Los panameños y norteamericanos que vivían en los trópicos era descritos como “personas
adustas, esqueletos vestidos de blanco y con las cabezas cubiertas por sombreros
Panamá, [que] nos contemplaban con asombro fantasmal a nosotros, seres animados,
frescos y gordos, provenientes de la tierra de los vivos”. (Tomes 1855, 43)
Es necesario, sin embargo, enfatizar la importancia de la relación entre las
representaciones de los trópicos y la idea científica social del determinismo ambiental. Las ideas norteamericanas acerca de América Central recibieron, sin duda, una fuerte
influencia de antiguas creencias sobre el determinismo ambiental (Frenkel 1992) y de
una cepa especialmente virulenta de determinismo que emergió a fines del siglo XIX
(Livingstone 1991). Los trópicos fueron considerados como un ambiente „que inhib[ía]e
la marcha hacia delante de la civilización‟ (Balut 1993, 69). Pero estos elementos de determinismo eran parte de un discurso más amplio sobre el fenómeno de la
tropicalidad, compuesto en gran medida de reacciones impresionistas al ambiente
natural – el suelo, la jungla, la luz, y el calor.
La mención de los trópicos también invocaba nociones de enfermedad. A partir de
las teorías miasmáticas de la enfermedad, se pensaba que el clima cálido y húmedo
era un terreno fértil para la enfermedad. “La acción alterna del sol y la lluvia sobre la espesa vegetación, saturada de humedad y de vaho en un constante calor de verano,
mantenía por necesidad un proceso perpetuo de descomposición y fermentación, que
engendra fiebres intermitentes, biliosas, congestivas y amarillas, y otros resultados
malignos de la exhalación miasmática impura” (Tomes 1855, 51). Dado que la fiebre
amarilla estaba asociada históricamente con Centro América, algunos llegaron a hablar de “la enfermiza neblina amarilla de Panamá” (Davis 1896, 197).
La enfermedad era, en efecto, un gran problema en el siglo XIX, pero hacia
principios del siglo XX el descubrimiento y comprensión del vector mosquito había
transformado la capacidad de los norteamericanos para controlar enfermedades
transmitidas por mosquitos. Esto dio lugar a un dramático descenso en la tasa de
mortalidad asociada a la enfermedad en la Zona del Canal, desde cerca del 40 por mil en 1906, al 8 por mil en 1909 (PCC 37 E 25 / 1916).4 En el curso de unos pocos años
fue posible visitar los trópicos y experimentar la “emoción del placer de estar cerca de
este lugar y sentirse seguro, a salvo del enemigo microscópico” (Fairchild 1922, 140).
En otras palabras, era posible vivir con seguridad en el Panamá antes letal. Sin
embargo, aun a pesar de que los informes médicos probaban que las tasas de enfermedad esta ban descendiendo en Panamá, no todos aceptaron la imagen de salud. Para algunos,
la simple idea de vivir en la proximidad de Panamá o de los panameños seguía siendo inaceptable. Sus
temores eran inculcados por una tasa algo más alta de enfermedad fuera de la Zona del Canal, lo que
significaba que el ambiente panameño podía seguir siendo visto como peligroso. En 1935, por ejemplo,
entre las advertencias que proporcionaban los médicos se incluían la de que “los empleados de la Zona
del Canal deben necesariamente limitar sus actividades recreativas a la Zona del Canal debido al peligro
de malaria, disentería, etc.” (PCC 95 A 1/35).
La narrativa tropical negativa invocó igualmente la noción de jungla, una palabra
bien explorada en una cantidad de artículos deconstructivos recientes. Candace Slater
sintetiza bien sus matices: “La] jungla es un espacio enfáticamente no paradisíaco. Un laberinto a la vez figurativo y literal (de leyes de vivienda, por ejemplo), es también un
lugar de lucha sin cuartel por la vida („Hombre, hay una verdadera jungla allá afuera‟,
puede uno decir con gesto). Un lugar de enfermedades endémicas („fiebre de la jungla‟)
y de decadencia („podredumbre de la jungla‟), es el hogar de bestias y de personajes
desagradables como los vagabundos” (Slater 1995, 118). La jungla puede tener un significado botánico preciso, pero también, como lo muestra el recuente
anterior, abarca mucho de lo que era mítico o negativo acerca de los trópicos. La semántica de muchos
testimonios destilaba ideas negativas de la jungla a partir de la categoría más ambigua de trópicos. Si los
norteamericanos imperiales se sentían competentes para enfrentar al trópico, consideraban que la jungla
estaba fuera de control. Rara vez vivían en la jungla. En cambio, se deleitaban en los peligros de sus
breves incursiones a la jungla “primitiva” y escribían tétricos relatos sobre los mismos.
Se consideraba a la jungla como un hecho intemporal, „de antigüedad centenaria‟, que arrojaba una
„sombra perpetua‟ sobre la tierra hasta que „la civilización dispersaba la oscura nube de vegetación
impenetrable para el sol‟ (Tomes 1855, 50)5. Desde el punto de vista norteamericano, la jungla era la
antítesis de la evidente civilización de los limpios y prefabricados paisajes suburbanos de la Zona del
Canal. La jungla era algo que los residentes norteamericanos debían temer y evitar. Un sentimiento como
éste aun era evidente cuando, a pesar del paso de los años, un escritor al servicio de la National
Geographic Magazine describía su visita a la jungla de Panamá como “algo amedrentador, al encontrar de
súbito no viviendas y postes de luz y el ruido de la gente que habían formado el ambiente acostumbrado y
que uno podía entender, sino en toda dirección y todo lugar extraños, silentes troncos de árboles, todos
distintos entre sí” (Fairchild 1922, 131).
Respuestas al Canal de Panamá
Estas narrativas positivas y negativas del discurso tropical dieron lugar a variadas respuestas que,
como James S. Duncan (1993) ha planteado en términos más generales, sirvieron para reforzar acciones e
ideologías dominantes. Sin duda, las representaciones resultantes se acomodaron a los intereses de EEUU en
Panamá. En ningún otro lugar era esto tan evidente como en la Zona del Canal de Panamá.
Las narrativas positivas fueron utilizadas para alegar que la vida era buena en la región. Para 1912,
por ejemplo, las selvas estaban siendo reemplazadas por una cantidad de pequeños poblados. Estos
poblados –al menos aquellos en que vivían norteamericanos blancos –les recordaban a los visitantes los
nuevos desarrollos suburbanos en EEUU. Casas de revestimiento crema y gris, bordeadas por aceras
arboladas, estaban rodeadas de prados lujosamente manicurados. Descripciones de llegada en tono rosado
fueron utilizadas para atraer aún más residentes.
Si bien las narrativas positivas resultaron útiles para la empresa económica y reflejaron un modo de
vida para los norteamericanos en Panamá, nunca llegaron a dominar las impresiones de los trópicos
panameños de comienzos del siglo XX, por una cantidad de razones. Primero, a pesar de nociones
paradisíacas, los norteamericanos encontraron que estas imágenes no encajaban con las realidades de
vivir en el calor y la humedad. Segundo, las dificultades de la existencia tropical resultaron útiles para
justificar los altos salarios y los alojamientos lujosos en los asentamientos dirigidos por norteamericanos.
En la Zona del Canal, por ejemplo, los funcionarios norteamericanos legitimaron una asignación
sustancial para vivienda y un sobresueldo de 25 por ciento sobre la base de la “dificultad” aparente de la
vida en los trópicos para los “blancos”. Como resultado, fueron frecuentes los intentos de funcionarios del
Canal para menoscabar los aspectos positivos de Panamá. En 1921, en una carta a un integrante de un
Comité del Congreso, el secretario ejecutivo de la Panama Canal Company debió justificar vacaciones
ampliadas para los empleados. Intentó convencer al Congreso de que, a pesar de las deslumbrantes
descripciones de los turistas y de la observación de que la Zona había sido transformada de agujero
infecto en paraíso, vivir en Panamá era realmente difícil: “No se puede negar clima de calor y humedad
constante como el que tenemos aquí –nueve grados al norte del ecuador– es enervante, y en el curso de
los meses debilita la vitalidad de la gente de clima templado, y parece razonable que una vacación más
prolongada debe concederse a empleados que trabajan bajo tales circunstancias” (PCC 28 B 5/1921). Si
bien los burócratas norteamericanos admitían que Panamá podía ser agradable, enfatizaban que para
aquellos que realmente estaban bien informados, esto era un “encanto debido a la distancia” (PCC 33 A
11/1925) y que el placer disminuía con el tiempo.
Los administradores del Canal utilizaron diversas narrativas tropicales negativas para justificar sus
políticas. Enfatizaron mucho lo relacionado con la laxitud mental y moral de la vida en los trópicos sobre
la cual tradicionalmente advirtieron los deterministas ambientales, y prepararon a los visitantes para una
serie de peligros climáticos (Livingstone 1991) Era necesario, por ejemplo, lidiar con el sol tropical. Las
Guías de Viaje advertían a los viajeros “tener a manos anteojos con lentes de color café o azul para
suavizar el resplandor a mitad del día, utilizar un sombrero de ala ancha, y llevar consigo un paraguas”
(Barrett 1913, 21). Las residencias oficiales de la Zona eran pintadas únicamente con determinados
colores – típicamente, verde, gris o blanco institucional – debido “al hecho bien establecido de que ciertos
colores adecuados a ciertas personas [esto es, a los norteamericanos] resultan absolutamente necesarios en
los hogares en los trópicos” (PCC 23 N 3/1930).
Uno de los usos más directos de las narrativas negativas – incluyendo nociones de determinismo
ambiental puede ser vinculado a la formación de la propia Zona del Canal. Cuando los norteamericanos
empezaron a concebir por primera vez el canal, mucho de lo que se convertiría en la Zona del Canal era
rural. Algunos individuos cultivaban la tierra, pero a los ojos de los norteamericanos las áreas
subdesarrolladas eran todas una sola gran jungla. Hacia la década de 1930, respondieron de tres maneras
al paisaje tropical: demarcaron lo que llamaron una zona saneada; mantuvieron esa zona saneada, y domesticaron (léase
domaron) el paisaje de la Zona del Canal.
La demarcación de una zona saneada implicó despoblar porciones de la Zona del
Canal. Invocando preocupaciones por la salud y por el control de los trabajadores,
funcionarios de sanidad expulsaron a todos los habitantes no oficiales y rurales de la
Zona. Salvo por unos 3,000 acres reservados como zona saneada, considerados
oficialmente como seguros para vivir, los funcionarios despoblaron la totalidad de las 450 millas cuadradas de la Zona del Canal. (Geographical Review 1918, 160). Dentro
de la aparente seguridad de la zona saneada, los planificadores sugirieron crear
pequeños poblados. Si bien la expresión zona saneada se sostenía en consideraciones
de salud, la etiqueta permaneció mucho tiempo después de que los esfuerzos de
saneamiento redujeran la incidencia de malaria y otras enfermedades.
Ostensiblemente, la expulsión forzosa de inmigrantes de las Indias Occidentales
(contratados como obreros para el Canal por los norteamericanos) y de panameños hizo descender las tasas de malaria. Como lo dijo un funcionario de sanidad en 1912,
la despoblación „removió de nuestro medio un enorme número de focos de infecciones
–malaria, parásitos intestinales y otras enfermedades– haciendo el problema del
saneamiento relativamente sencillo al focalizarlo en, y en torno a, los asentamientos
en los que la población vive y trabaja‟ (PCC 28 B 5/1912). Esta justificación médica pseudo científica tenía sobre todo un significado social, puesto que la
mayor parte de los peligros probados había desaparecido para el momento en que estas palabras fueron
escritas. Las condiciones de salud de la Zona del Canal eran prácticamente las mismas que las de EEUU
(PCC 37 E 25 / 1916). Aun así, las representaciones de paisajes tropicales inseguros y plagados de
enfermedades persistieron. Los zonians – norteamericanos de larga residencia en la Zona del Canal –
vivían mentalmente en una zona militar y culturalmente saneada.
Los memorandos del Canal de Panamá eran tajantes en lo relativo a separar la Zona del bosque
circundante, y la tierra clareada era preferida al bosque. En un típico memorando del Departamento de
Sanidad acerca de la malaria, se advertía a los trabajadores blancos “no salir de la Zona en los
atardeceres, no ir a nadar o a cabalgar fuera de las áreas restringidas después de oscurecer” (PCC 2 D
9/1920). Para los residentes, la vida en la Zona era “como un hombre en una fortaleza rodeada de
enemigos”. Estaba “bastante seguro [si permanecía] dentro de las murallas” (PCC 2 D 9/ 1920). El
imaginario de una fortaleza bajo asedio invocaba un sentimiento de peligro e incertidumbre que perduró
por generaciones. Las acciones y la labor de construcción de los norteamericanos en la Zona reforzaron
estos temores, ya se tratara de hospitales tecnológicamente superiores, la prohibición de nuevas viviendas
fuera de la zona saneada, o incluso el fin de los campamentos de Boy Scouts. Todavía en 1960, un
gobernador norteamericano de la Zona del Canal la describía como “rodeada aún por una de las regiones
más insalubres del mundo. [Sus] residentes deben estar continuamente en guardia contra la enfermedad
del exterior” (PCC 28 116/1960). La segregación respecto a un paisaje extraño de jungla implicaba
seguridad y significaba bastante más que estar a salvo de la enfermedad. Quería decir, además, estar a
salvo de culturas desconocidas, del clima y del acoso de los bosques amenazadores.
Una respuesta final a la representación de Panamá como una jungla fuera de control fue la
domesticación de las áreas saneadas, que condujo a un paisaje suburbanizado, familiar, en la Zona del
Canal. En la medida en que los norteamericanos eliminaban la jungla de las cercanías de sus casas,
impusieron un control ingenieril al mismo paisaje que retóricamente temían. Jardines formales, que
incluían muchas plantas nativas de la jungla circundante, permitieron a los norteamericanos crear un
paisaje seguro y manicurado. La jungla se hizo “civilizada” dentro de la Zona del Canal: “Se ha buscado
un efecto de parque, con paisajes abiertos, para evitar la cercana confusión de la jungla a la que regresa la
vegetación nativa cuando se la deja librada a sí misma o es cultivada de manera indiscriminada” (PCC 28
3/1921). De este modo, los mismos elementos que epitomizaban la jungla fueron efectivamente
domesticados. Una vez ordenadas y arregladas de una manera controlada, las plantas de la jungla eran
redefinidas como seguras. Muchas casas “se convirtieron en verdaderos jardines de belleza –
representaciones en miniatura de la jungla... a través del celo y el gusto de sus amas”. (Bishop 1913, 311).
La jungla panameña y los trópicos imperiales
Las representaciones producidas por el discurso tropical sobre América Central definieron el
desarrollo y el paisaje de la Zona del Canal de Panamá. Estas imágenes de los trópicos como paraíso y
como paisaje peligroso a un mismo tiempo se convirtieron en la imagen de Panamá en el exterior. La
Zona del Canal fue, especialmente para quienes vivían allí, un lugar distante, antitético de muchas
maneras a la vida en EEUU. Cada aspecto cultural fue modificado por la palabra tropical, incluyendo
arquitectura, raza, alimentación, vestuario, color y, por supuesto, enfermedad. Si bien muy arraigadas en
experiencias concretas, las ideas relativas al ordenamiento de Panamá, con su peculiar combinación de
narrativas positivas y negativas, formó la base para una comprensión norteamericano del lugar, y justificó
el imperialismo de EEUU.
Al propio tiempo, es importante entender que concentrarse en las representaciones de los
norteamericanos en Panamá tiene sus limitaciones. Eso, por ejemplo, no proporciona evidencia de otras
voces. No muestra el paisaje tropical como fue experimentado por quienes no eran norteamericanos o,
incluso, por todos los norteamericanos de principios del siglo XX. Los panameños tienen una serie de
experiencias totalmente diferentes, que en su mayor parte no han sido narradas. Para todo intento y
propósito, las voces alternativas de Panamá y los panameños han sido silenciadas a través de todas estas
narrativas. Aun así, tales imágenes dieron forma al paisaje físico de la Zona del Canal.
Si bien he escrito acerca del pasado – hace ya más de un siglo – las imágenes de los trópicos no son
menos poderosas hoy en día. Su forma, sin embargo, es muy diferente. Resulta irónico, en verdad, que los
mismos lugares que los norteamericanos de principios de siglo vieron con tal ambivalencia sean con-
siderados hoy destinos ecoturísticos de primera – y que el atractivo de estos lugares sea la misma
tropicalidad que resultó negativa en el pasado. Tal como lo dice la primera pantalla del portal de Internet del Instituto
Panameño de Turismo,
Queridos amigos:
Panamá ofrece muchos atractivos que esperan para ser descubiertos: selvas tropicales vírgenes rebosantes
de animales exóticos y habitadas por tribus precolombinas; un millar de islas tropicales en dos océanos;
cientos de playas de arena blanca. (IPAT 1966)
Notas 1. A veces el término América Central incluye a Panamá, y a veces no. Aquí me refiero a Panamá como parte de América Central
porque su paisaje y su historia reciente encajan en el discurso centroamericano.
2. Los discursos pueden ser vistos selectivamente como conjuntos de preconceptos, prejuicios, mentalidades e ideas que ejercen fuerte influencia, estimulan y restringen la práctica social. De esta manera, los trópicos constituyen un discurso del paisaje, - un
estado mental vinculante, común a los integrantes de la sociedad dominante – que mental y geográficamente determina los
significados asignados a un conjunto de hechos y percepciones relativos al lugar. Al dar forma a los modos de representación de EEUU en Panamá, proporcionan a un tiempo racionalidad y validación para las acciones.
3.De hecho, durante este período la mayor parte de los libros de viaje sobre América del Sur, y muchos de los primeros relatos de la
llegada a Oregón y California, comenzaban con un capítulo sobre el Istmo, simplemente porque se encontraba en el camino hacia muchos destinos.
4.Documentos de la PCC [Panama Canal Company]. Las notaciones utilizadas aquí reflejan el sistema de archivo en uso desde los
inicios de la construcción hasta 1960. La fecha al final de cada una de estas referencias no solía formar parte del código oficial, pero se agrega aquí para comodidad del lector.
5.Irónicamente, la jungla de la parte central de Panamá estaba lejos de ser la entidad monolítica sugerida por la narrativa. De la
manera característica en muchos observadores de los llamados paisajes tradicionales, los visitantes asumían que, puesto que el Canal estaba rodeado por la jungla en 1900, siempre había existido jungla. Sin embargo, según Carl Sauer en The Early Spanish
Main, al ocurrir el primer contacto de los españoles con Panamá, la tierra estaba en su mayor parte cubierta de sabanas con
crecimientos de arbustos secundarios como resultado del uso intensivo del suelo por los indígenas (1966, 244).
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Notas *Navarro-Swain, Tania, 2000: “Las representaciones mentales del descubrimiento de Brasil”, en Pease, Franklin y Moya P.,
Frank, director y co director: Historia general de América Latina, vol. II: El primer contacto y la formación de nuevas sociedades. Ediciones UNESCO / Editorial Trotta, Madrid, p. 191.
Worster, Donald. Por qué necesitamos de la historia ambiental?. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 119-131. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/worster.rtf
www.clacso.org
RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO
http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]
¿POR QUÉ NECESITAMOS DE
LA HISTORIA AMBIENTAL?
Donald Worster*
*Profesor en la Universidad de Kansas. Su obra más conocida, Nature’s Economy. A history of ecological ideas (1988), ha
sido traducida a todos los idiomas cultos de la Tierra – salvo el español -, y es considerada un libro clásico en el proceso de
formación de la historia ambiental como disciplina. Traducción de Guillermo Castro H.
Nunca prestes mucha atención a lo que está establecido como un dogma en el mundo académico. Esta es una lección que aprendía hace mucho tiempo durante mis
estudios de licenciatura, y que he tratado de recordar desde entonces. Piensa por ti
mismo. Préstale atención al mundo más allá de la universidad. Pregunta primero por
lo que está yendo mal en el mundo y necesita arreglo, antes que por lo que está de
moda en la academia. A menudo no son la misma cosa. Durante el último medio siglo ha sido evidente lo que peor va en el mundo de hoy:
no se trata del mero ciclo milenario de guerras y conflictos, construcción de imperios e
injusticia social, sino de la relación vital entre los humanos y el mundo natural. De
manera súbita e inesperada, nos encontramos en una ruta de colisión con los
sistemas vitales de los que depende nuestra existencia. Estamos destruyendo la
naturaleza a un ritmo feroz. Lo más serio del problema consiste en el inminente exterminio de quizás la mitad de las especies vegetales y animales, la mayor catástrofe
ecológica ocurrida en los últimos 60 millones de años. En las universidades, son pocas
las personas que prestan alguna atención a esta tormenta que se aproxima, y
prácticamente todos nuestros políticos, sean de izquierda o de derecha, permanecen
en la ignorancia o en la indiferencia. Sin duda alguna, los profesores no son los principales responsables de la
destrucción de la naturaleza. Sin embargo, al ignorar el mundo natural cuando
estudian el pasado, los historiadores estimulan a otros a ignorar el mundo natural en
el presente y en el futuro. Así, ofrecen poca ayuda para cualquiera que intente entender por qué ha estado ocurriendo esta destrucción, o por qué se ha acelerado con
el paso del tiempo. La idea de historia es un invento reciente en Occidente. Fue apenas en el siglo
XIX que el conocimiento del pasado se convirtió en parte necesaria del equipamiento
de una persona cultivada. Estar realmente educado vino a implicar tener un sentido
de la historia. Ese sentido histórico, por supuesto, estaba atado en sus comienzos a la
creencia en el progreso – progreso para los varones blancos europeos o
norteamericanos. Como en una historia de mendigo que se convierte en millonario, se aseguraba a esos varones que se encontraban en la senda correcta hacia el mañana,
que habían llegado muy lejos en virtud de su propia virtud y de su inteligencia.
El siglo XX ha sido muy duro con esa justificación del estudio de la historia. A
partir de la primera guerra mundial, la gente comenzó a poner en duda la idea de
progreso universal, y los historiadores empezaron a buscar alguna idea más atractiva para sustituirla. A lo largo del siglo pasado, la historia cambió su propósito moral, y
empezó a narrar el relato de los pueblos que alguna vez habían sido excluidos. Las
mujeres, las minorías étnicas, las sociedades que no eran occidentales empezaron
todas a reclamar una historia que les hablara sobre sí mismas. Cuando comparamos
lo que alguna vez fue llamado historia en el siglo XIX con lo que la historia es hoy en
día, la diferencia es sorprendente. Sin embargo, ese cambio está prácticamente
culminado: la lucha de cada pueblo por escribir su propia historia e insertar su
pasado en las narrativas globales ya ha triunfado, si no en cada esquina al menos en
la corriente principal de la redacción de la historia. ¿Qué sigue ahora? La historia debe
reinventarse continuamente a sí misma si aspira a seguir siendo relevante. La crisis del ambiente será el problema más relevante del mundo a lo largo del
siglo XXI. A menos que los historiadores empiecen a prestarle más atención, pueden
tornarse irrelevantes, produciendo y leyéndose unos a otros ensayos y libros eruditos,
mientras el ciudadano común y los responsables de formular políticas se alejan en
otra dirección. Sin duda, los historiadores tienen otras responsabilidades distintas a la de correr detrás de cada problema que les llegue a la cabeza. Debe mantener en todo
momento la objetividad y ejercer el pensamiento crítico. Sin embargo, en algún lugar
de sus empeños, deben empezar a encarar la crisis ambiental y, en el proceso,
repensar de manera fundamental lo que entienden por historia.
Hay una pesada, densa tradición instalada en el camino. Los historiadores
nunca han creído que su labor incluía tomar en cuenta a la naturaleza, ni al lugar de la humanidad en la naturaleza. Aun historiadores de los oprimidos han tendido a
concentrarse exclusivamente en la especie humana, haciendo del “ser humano” una
ideología de exclusión y superioridad. Por tanto, ha sido necesario salirse de la
disciplina y escuchar lo que han venido diciendo los que no son historiadores, muchos
de ellos científicos de la naturaleza que pueden abrir nuestros ojos al hecho inescapable de la interdependencia entre lo humano y lo natural. De gran importancia
es el trabajo de Charles Darwin, quien demostró de manera concluyente hace casi un
siglo y medio atrás que toda la Tierra tiene una sola historia integrada. Una vez que
uno ha entendido realmente a Darwin, es imposible segregar los hechos humanos de
los hechos de los bosques, los insectos, los nematodos del suelo y las bacterias.
Otra voz liberadora es la del forestal norteamericano, biólogo de la vida silvestre y conservacionista Aldo Leopold, que murió en 1947, pero que ya había atisbado el
creciente desafío ambiental. Al examinar el estado de la Tierra, Leopold pensó como
un historiador, preguntando qué había existido antes y por qué y cuando había
cambiado. Dado que los cambios ambientales que observó eran sobre todo los que
habían sido ocasionados por los humanos, se convirtió en un proto – historiador ambiental. Sin embargo, su sentido del tiempo, enriquecido como estaba por la
biología evolucionaria, fue más profundo y más amplio de lo que incluso los
historiadores más ambientales han querido adoptar.
En 1935, Leopold viajó a Alemania a estudiar gestión forestal, en una jornada que le mostró más
del lado oscuro de la violencia humana de lo que había previsto. Una noche, en un cuarto de hotel en
Berlín, mientras las tropas de asalto nazis desfilaban por las calles, escribió una nota para sí mismo que me ha ayudado a redefinir lo que quiero decir por “asuntos humanos”.
Los dos grandes avances culturales del siglo pasado fueron la teoría darwiniana y el
desarrollo de la geología. Comparado con tales ideas, toda la gama de la invención química y mecánica palidece en un mero asunto de modos y maneras corrientes. Tan importante como el origen de las plantas, los animales y el suelo es el problema de cómo operan como una comunidad. Darwin careció del tiempo para descubrir algo más que los comienzos de una respuesta. Esa tarea ha recaído sobre la ciencia de la ecología, que está develando a diario una red de interdependencias tan intrincada como para asombrar al propio Darwin, si estuviera con nosotros. Una de las anomalías de la ecología moderna consiste en que es la creación de dos grupos, cada uno de los cuales parece estar apenas consciente de la existencia del otro. Uno estudia la comunidad humana casi como si fuera una entidad separada, y llama a sus descubrimientos sociología, economía e historia. El otro estudia la comunidad de las plantas y animales, [y] cómodamente relega los enredos de la política a las “artes liberales”. La inevitable fusión de estas dos líneas de pensamiento constituirá, quizás, el gran avance del presente siglo.1
Estas líneas, escritas hace más de sesenta años, pueden haber sido demasiado
optimistas en cuanto a la fusión venidera de la historia y la ecología – una fusión que
aún no ha ocurrido en una amplia escala. Aun así, las palabras de Leopold resultaron
proféticas. Bajo el impulso de la crisis global, unos pocos historiadores empiezan
finalmente a acercarse a la ecología y otras ciencias naturales y a redefinir de manera
radical lo que entienden por asuntos humanos. Se asume toda la gama de
interacciones humanas, tanto intelectuales como materiales, con el mundo natural a
lo largo del tiempo. Este concepto se pregunta cómo las fuerzas naturales o
antropogénicas han cambiado el paisaje y cómo han afectado estos cambios a la vida humana. Se concentra en el poderío tecnológico que los humanos han acumulado y se
pregunta cómo ha afectado ese poder al mundo natural. La nueva historia ambiental
se ocupa también de cómo han percibido los humanos el mundo natural y cómo han
reflexionado acerca de su relación con ese mundo más que humano.
Esta nueva historia puede ser útil de múltiples maneras a los científicos de la naturaleza y a quienes formulan políticas. En primer lugar, necesitamos una
comprensión más plena del ascenso de la conservación y del ambientalismo en todo el
mundo. Los humanos han venido pensando acerca de su papel en la naturaleza por
decenas de miles de años y cada sociedad, pasada o contemporánea, tiene una rica
tradición de lo que podríamos llamar pensamiento conservacionista. La religión ha
venido coloreando o influyendo esa tradición desde hace mucho: tanto el islam, como el budismo y el protestantismo, por ejemplo, han dado forma a maneras en que las
personas se comportan con respecto al mundo natural. Como se lo han enseñado la
dura experiencia a todo aquel que ha intentado negociar un acuerdo internacional
sobre especies en peligro o sobre los bienes comunes de los océanos, la gente se aferra
a ideas conflictivas cuyas raíces se remontan a los orígenes mismos del complejo conjunto de religiones y visiones del mundo creadas por la especie humana.
La historia de los norteamericanos es más corta que la de muchos, pues se
remonta apenas a algo así como dos siglos. Sin embargo, han escrito también una
compleja tradición de pensamiento conservacionista, plena de reverencia, deleite,
conocimiento práctico y pasión moral. Esa tradición, además de los escritos de Aldo
Leopold, incluye los de Rachel Carson, George Perkins Marx, John Muir, Gifford Pinchot, Alice Hamilton y Henry David Thoreau. En su conjunto, estos escritores han
dado al mundo un importante cuerpo de ideas acerca del mundo natural, ideas que
ahora son objeto de estudio en lugares tan distantes como China, Africa, Rusia y
América Latina.
Al igual que cualquier otro grupo de pensadores, el de los conservacionistas requiere escrutinio crítico y análisis riguroso. Cuando la gran mayoría de los
norteamericanos le dicen a los encuestadores – como ocurre en otros países – que son
“ambientalistas”, ¿qué quiere decir eso? ¿Entienden de dónde proviene el
ambientalismo, o cuáles son las complejidades y contradicciones que incluye? ¿Están
al tanto de la maraña de significados de expresiones como “naturaleza” y “zonas
silvestres”? ¿Entienden por qué fueron creados nuestros parques nacionales a partir de 1872? ¿Están concientes de la forma en que anteriores generaciones pensaron
acerca de los suelos, los ríos o la vida silvestre? ¿Algunos de nosotros entiende acaso a
cabalidad cómo se vincularon en nuestro pensamiento la salud de los humanos y la
salud de la tierra, y cuándo ocurrió eso? ¿Entendemos de qué manera influyen
nuestras relaciones con el ambiente la raza, el género o las clases sociales? Si las personas estuvieran mejor informadas sobre la historia del ambientalismo, podrían
pensar y actuar a partir de una comprensión más fuerte y sutil, y mejor razonada.
El ambientalismo es demasiado importante como para dejárselo a las calles y a los
carteles de anuncios. Necesita ser sometido a la prueba del análisis en aulas de clase,
periódicos y libros. Necesita una historia y necesita historiadores. Mi más reciente
contribución personal a este proyecto fue una biografía del explorador y científico norteamericano del siglo XIX John Wesley Powell, llevada a cabo para entender su
papel en el ascenso de movimiento conservacionista en EEUU. Fue posteriormente, sin
embargo, que llegué a saber en realidad sobre las miles de organizaciones locales que
han venido tratando de crear una nueva conciencia de cuencas hidrológicas en todo el
mundo – exactamente aquello por lo que clamaba Powell hace más de cien años. Aquellos que buscan estimular esa nueva conciencia se beneficiarían mucho de la
lectura de los escritos de Powell y de la revisión cuidadosa de su concepto de
democracia de cuencas. Para ellos, podría resultar instructivo aprender por qué los
norteamericanos de aquellos días rechazaron su pensamiento, y cómo han cambiado
desde entonces tanto las sociedades como las cuencas hidrológicas.
El rescate de esa tradición es, precisamente, lo que intenta hacer una parte de la
historia ambiental. Intenta entender a alguien como Rachel Carson en el contexto de
su tiempo, que va desde la Gran Depresión hasta la era de la bomba atómica. Los
historiadores han trazado sus conexiones con el feminismo de posguerra, la guerra fría y el consumo de masas. La lectura de su libro Silent Spring sigue siendo gra-
tificante, pero saber cómo llegó a ser escrito y bajo qué circunstancias y cómo reflejó
grandes debates que discurrían en el entorno de la autora le otorga a esa lectura una
riqueza mucho mayor. Podemos ver reflejada en su obra toda una cultura en proceso
de cambio, enfrentada a ideas de riesgo y beneficio, preguntándose qué es la vida y
por qué otras formas de vida podrían ser importantes para la sobrevivencia humana. Quizás tal escrutinio haga que algunos héroes del pasado luzcan un poco menos
heroicos, pero a fin de cuentas el hecho de situar sus vidas y sus ideas dentro de la
historia nos proporciona una perspectiva mucho mejor sobre los problemas de hoy.
Después de todo, las principales preocupaciones de Carson con respecto a la
presencia de pesticidas y disruptores endocrinos en el ambiente, se han tornado más urgentes que nunca.
Para dar forma a mejores ideas y políticas sobre el ambiente necesitamos tanto
pensadores como activistas. Necesitamos ideas, palabras e imágenes que sean ricas,
atrayentes, y estén probadas por el tiempo y por el razonamiento. No basta con las
consignas y la pasión. No basta con la capacidad técnica. Necesitamos pensar de
manera profunda sobre nuestro lugar en la naturaleza, y necesitamos llevar a cabo ese pensar con la ayuda de la historia y de las humanidades.
En segundo lugar, la historia ambiental puede contribuir al desarrollo de la
conciencia de sí en la ecología y en otras ciencias ambientales. Mi primer esfuerzo por escribir historia ambiental fue un libro titulado Nature’s Economy: A History of Ecological Ideas, publicado por primera vez en 1988 y ampliado en una nueva edición
en 1996. Nadie, en el momento de la primera edición, había escrito una historia general de la ciencia de la ecología. Desde entonces, algunos científicos se han
ocupado de esta tarea, aunque no suelen situar a su ciencia en el contexto de la
historia cultural e intelectual, como los historiadores ambientales piensan que han
intentado hacerlo. Sin embargo, una ciencia sin un sentido de la historia es una
ciencia sin conciencia de sus limitaciones.
En la reunión de 2003 de la Sociedad Norteamericana de Historiadores Ambientales, la contribución de la obra de William Cronon Changes in the Land: Indian, Colonists and the Ecology of New England, publicada en 1983, fue evaluada en
un encuentro interdisciplinario. Uno de los participantes, el ecólogo David Foster,
director de la Harvard Forest en Massachussets, ofreció un impactante ejemplo de la
necesidad de la historia ambiental por parte de los científicos. Debido en parte a la
lectura del libro de Cronon, señaló que los científicos han cambiado su manera de pensar acerca de la ecología forestal. Ahora están mucho más dispuestos que hace
veinte años a ver el papel de la mano de los humanos en la formación de los procesos
forestales a partir de la Era Glacial, a ver el bosque como un proceso histórico y aun
como un artefacto histórico. Los historiadores, en otras palabras, les han ayudado a
reconceptualizar su objeto de estudio, a concentrar su investigación, e incluso a orientar sus esfuerzos de restauración y conservación de los bosques.
De manera similar, los historiadores ambientales podrían ayudar a los científicos a
ver que sus modelos de la naturaleza –incluso sus modelos científicos de mayor
complejidad-, son de algún modo productos de la cultura en la que se desarrollan. Los
modelos científicos de la naturaleza tienen una historia que está indisolublemente
ligada a la historia de la sociedad humana. No podemos separar fácilmente nuestras ideas sobre la naturaleza en una división llamada ciencia y otra llamada literatura,
artes, religión o filosofía, porque ambas flotan juntas en un mismo flujo de ideas y
percepciones.
Mi tercer argumento consiste en que la historia ambiental puede ofrecernos un
conocimiento más profundo de nuestra cultura y nuestras instituciones económicas y
de las consecuencias de la mismas para la Tierra. Una de las ideas más difíciles de aprehender es la de que los problemas ambientales podrían tener causas económicas
tan profundas como complicadas. Demasiadas personas, aun en la academia – incluso
economistas – no desean realmente hablar acerca de causas raigales, o entrar en una
discusión crítica de valores e instituciones económicas. No desean hablar acerca del
origen de los sistemas económicos, de los valores que alojan o que expresan, o de
cómo estos sistemas han cambiado las actitudes y los comportamientos. Se resisten a
asumir a la economía como parte de la cultura, del mismo modo que los ecólogos se resisten a hacerlo con respecto a la ecología. Se tiende a asumir con frecuencia que la
economía se ubica por completo más allá de la cultura, como una ciencia universal del
comportamiento humano que ejemplifica en todas partes los mismos motivos y
resultados, los mismos comportamientos, la misma lógica. Si tal cosa fuera cierta, si
la economía fuera tan natural y ordenada de antemano, no habría nada que enfrentar críticamente. Pero cuando naturalizamos a la economía de esta manera,
obscurecemos el hecho de que las economías humanas crecen a partir de períodos
distantes, y reflejan al propio tiempo condiciones ecológicas desaparecidas hace largo
tiempo.
De igual modo, cuando explicamos el cambio ambiental como si se debiera
simplemente a patrones demográficos, el crecimiento y dispersión de la población, el análisis de políticas pierde complejidad. Los historiadores coinciden en que la
fecundidad humana siempre ha tenido importancia. El problema está en saber cómo
ha alcanzado sus niveles modernos. La actual población del mundo, ¿puede ser una
consecuencia de la riqueza que los humanos han extraído de la naturaleza, o una
consecuencia de formas de pensar acerca de la naturaleza, o una consecuencia de formas de pensar acerca de los propósitos de la vida humana?
Durante el último siglo, la población humana creció por un factor de cuatro. La
economía mundial, sin embargo, creció por un factor de 14, el uso de energía por un
factor de 16, la producción industrial por un factor de 40.2 Cada una de estas tasas de
crecimiento fue significativa. Sin embargo, resulta en extremo difícil determinar con
precisión cuál de ellas es responsable por cuál cambio ambiental. ¿Cuál es, exactamente, la manera en que estas tasas de crecimiento se traducen en la pérdida
de biodiversidad, de agua pura, o de espacios abiertos? Aún no lo sabemos. Y, sin
embargo, no cabe duda de que cualquier conjunto de políticas ambientales debería
sustentarse en la búsqueda cuidadosa de respuestas para tales preguntas, respuestas
qué únicamente pueden ser encontradas mediante el seguimiento de patrones de cambio a lo largo del tiempo.
Necesitamos también que los historiadores nos digan de dónde proviene el
moderno imperativo del crecimiento económico. El crecimiento económico no
constituía una fuerza impulsora importante hace algunos centenares de años, cuando
no había profesionales o técnicos formados para hacer que el crecimiento ocurriera, ni
políticos que hicieran del crecimiento su plataforma. ¿Por qué lo hacemos hoy, a pesar de las consecuencias ambientales negativas que el crecimiento usualmente acarrea?
La idea de un crecimiento económico incesante fue un invento moderno, parte de la
revolución capitalista de los siglos XVIII y XIX, una revolución que culminó en el libro famoso de Adam Smith, La riqueza de las naciones, publicado en 1776.
Posteriormente, el crecimiento fue traspasado al principal adversario del capitalismo,
el comunismo, y de esta manera el crecimiento se convirtió en un valor dominante en todo el planeta. Entender esta historia de invención y difusión es necesario para
encarar el crecimiento y sus consecuencias contemporáneas.
Sobre todo, necesitamos revelar la historia ambiental del capitalismo, la cultura
económica más poderosa y exitosa de los tiempos modernos. Necesitamos saber más
acerca de lo que desplazó, de cómo cambió las actitudes de la gente respecto a la naturaleza, y cómo esto afectó a los recursos naturales, las comunidades biológicas, el
aire mismo que respiramos. Todos sabemos que el capitalismo ha intentado promover el interés personal como el ethos rector de la sociedad moderna. Le ha enseñado a las
personas a creer en la virtud de lo que Alan Greenspan, el jefe de la Reserva Federal
de Estados Unidos, ha llamado la “codicia racional”. Una tal transformación de
creencias requiere nada menos que una revolución moral. Apenas hemos empezado a descubrir que esa revolución moral asociada al capitalismo transformó la faz de la
Tierra. Cuando la historia ambiental del capitalismo, el comunismo y de otros
sistemas económicos sea mejor entendida, cuando estas historias hayan sido
finalmente comparadas de manera justa y completa, tendremos fundamentos para la
labor de quienes formulan políticas mucho mejores que los que tenemos hoy.
Por último, la historia ambiental puede ofrecernos un conocimiento más profundo
de los lugares donde vivimos –que son los lugares en los que debemos encontrar
mejores maneras de vivir. A pesar del hecho de que hemos creado una economía
global con problemas ambientales globales, seguimos construyendo nuestras casas y nuestros asentamientos en sitios muy particulares. La molécula promedio de alimento
en Estados Unidos viaja actualmente más de mil millas desde el lugar en que es
producida hasta el lugar en que es consumida. A pesar de este cambio en la escala de
la producción y la distribución, aún necesitamos saber acerca del carácter distintivo
de los lugares. Toda esta charla actual sobre la globalización ¿no nos está llevando a una ignorancia mayor que nunca antes acerca de los lugares en que nos levantamos
en la mañana y nos acostamos en la noche?
Los historiadores han escrito muchas biografías de personajes famosos, pero
muchas menos biografías de lugares. Cualquier lugar incluye a la gente, pero es
mucho más que la gente que ha vivido allí: es un compuesto de la gente y ese otro
mundo, más que humano. Una breve lista de historias recientes de lugares norteamericanos podría incluir la de Whidby Island, Washington y el río Columbia, de
Richard White; la de la costa de California, de Arthur McEvoy; la de Concord,
Massachussets, de Brian Donahue; la de las Montañas Azules de Oregón, de Nancy
Langston; la de Gary, Indiana, de Andrew Hurley, y la de la región de Dismal Swamp,
Virginia, de Jack Kirby. Otras historias semejantes de lugar están apareciendo en Italia, Suecia y Africa. Todos estos historiadores están al tanto de que ningún lugar en
la historia moderna ha estado completamente aislado de fuerzas nacionales e
internacionales. Sin embargo, insisten en que cada lugar tiene una historia única que contar, en términos tanto ecológicos como humanos. Los lugares pueden resistir a las
fuerzas externas, y aun cuando sucumben no son nuca absorbidos por completo en alguna abstracción
global indiferenciada.
Empecé con algunas palabras acerca de por qué el estudio de la historia debe moverse con los
tiempos y establecer conexiones entre su investigación y la crisis global del ambiente. Cuando la historia
haya sido finalmente redefinida – no marginalmente o en sus bordes, como ocurre ahora, sino
fundamentalmente redefinida como el relato de las personas en interacción con el mundo natural –
habremos triunfado en la tarea de hacer a la historia profundamente relevante para el siglo XXI. Estamos
muy lejos de ese punto. Sin embargo, como lo he señalado, esa nueva historia está emergiendo y está
empezando a redefinir la disciplina.
El presidente norteamericano Harry Truman dijo una vez: “La mayor parte de los problemas que
debe enfrentar un Presidente tienen sus raíces en el pasado”. Truman, en feliz contraste con algunos de
sus sucesores, leyó mucha historia para prepararse para su trabajo. Sin embargo, no leyó, ni podía haber
leído en su tiempo, ninguna historia ambiental. El campo no existía entonces. Pero si estuviera en el cargo
hoy, podríamos darle una impresionante bibliografía, y decirle: señor Presidente, el destino de la
naturaleza, como el destino de las naciones y de la humanidad está en sus manos. Lea esta nueva historia,
empápese en sus perspectivas, y actúe entonces con sabiduría y compasión.
Notas
1. Citado en Meine, Curt: Aldo Leopold: His Life and Work (Madison: University of Wisconsin Press, 1988), 359 – 60.
2. McNeill, John: Something New Under the Sun: an Environmental History of the Twentieth – Century World (New York: W.W.
Norton, 2000), 360.
Medrano, Justo. La capa de ozono, los daños a la salud y medidas de protección. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 131-138. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/medrano.rtf
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LA CAPA DE OZONO,
LOS DAÑOS A LA SALUD
Y MEDIDAS DE PROTECCIÓN
Justo Medrano*
*Vice-rector académico de la Universidad de Panamá.
Hace aproximadamente unos mil millones de años, la atmósfera de nuestro
planeta inició un proceso de cambio en la concentración de sus componentes, en gran
medida debido a la presencia de vida sobre su superficie. Esta vida, que todavía
podríamos llamar “primitiva”, fue liberando poco a poco y como producto del proceso
metabólico, el gas oxígeno que representa un factor vital para el desarrollo de los seres vivos más evolucionados.
Estas transformaciones en la atmósfera significaron un cambio radical, de una atmósfera
reductora (sin oxígeno) a una atmósfera oxidante (rica en oxígeno) que permitió lo que se ha
denominado “una explosión evolutiva” por la diversidad de especies que pudieron desarrollarse en
este nuevo ambiente atmosférico a partir sobre todo, de la era primaria o paleozoica.
Al elevarse la concentración de oxígeno, se cree que más o menos al uno por ciento de la concentración actual, se desarrollaron también nuevos procesos químicos en la
atmósfera. Uno de estos procesos, de gran significado para la vida, fue que el
oxígeno, presente en las capas más altas de la atmósfera, al absorber la radiación
ultravioleta de más alta frecuencia, produjera otro gas, el ozono.
El ozono se forma en la atmósfera terrestre cuando el oxígeno absorbe algunas
frecuencias de la radiación ultravioleta comprendidas entre los 200 y 280 nanómetros (10-9 m). Una vez absorbidas estas frecuencias, la molécula de oxígeno, constituida
por dos átomos de este elemento, se divide en dos átomos independientes de oxígeno
que se separan y reaccionan con otras moléculas de oxígeno presentes en el aire,
conduciendo a la formación del ozono. Este gas ozono, de color azul, se diferencia del
oxígeno porque sus moléculas están formadas por tres átomos del elemento oxígeno en vez de dos, como es el caso del oxígeno que respiramos (oxígeno = 0
2; ozono = 0
3).
Estas reacciones químicas, en donde se produce el ozono, se realizan en la
estratosfera entre los 25 y 30 km de altura, especialmente. Por esta razón, a este ozono se le conoce como ozono estratosférico y cerca del 70-80 por ciento del mismo se
concentra en la zona entre los 25-30 km de altura formando una capa de gas
denominada “capa de ozono”.
La capa de ozono cumple dos funciones conocidas hasta ahora. En primer lugar,
este gas también absorbe radiación ultravioleta, especialmente las frecuencias entre 280 y 315 nanómetros. Esta absorción de radiación ultravioleta, por parte del ozono,
conduce a su destrucción, generando un átomo de oxígeno libre y una molécula de
oxígeno. Esta reacción es el proceso inverso a su formación, de tal manera que la
concentración de ozono en la estratosfera depende de dos procesos: el que conduce a
su formación y el que conduce a su destrucción. Hasta la década de 1950 de este
siglo, existía una concentración de ozono alcanzada como producto del equilibrio entre el proceso de su formación y el de su destrucción. Estamos hablando de
concentraciones de ozono del orden de las 10 ppmv (ppmv = partes por millón en
volumen). Las concentraciones actuales, tanto de oxígeno como de ozono, en la
atmósfera, se alcanzaron hace unos 500 millones de años.
La energía que el ozono adquiere, al absorber radiación ultravioleta, la pierde en
choques posteriores con moléculas o átomos de otros gases presentes en la
estratosfera, liberándola en forma de calor. Por esta razón, la temperatura de nuestra atmósfera que, en la capa más baja, la troposfera (donde habitamos), disminuye con la
altura, en niveles cercanos a la capa de ozono, en ella y un poco por encima de la
misma, aumenta rápidamente produciendo lo que se conoce como “inversión de
temperatura”, que se observa al pasar de la troposfera a la estratosfera.
La segunda función importante conocida para la capa de ozono, y de importancia vital para los seres vivos, es que este gas, como ya se ha dicho, absorbe la radiación
ultravioleta comprendida entre los 280-315 nanómetros, conocida como ultravioleta –
B o simplemente UV-B. Al ser absorbidas, estas frecuencias de la radiación ultravioleta no
llegan hasta la superficie de la tierra o llegan en proporciones muy bajas, es decir, el ozono actúa
como un filtro que impide el paso de dicha radiación. Si la radiación UV-B alcanzara la superficie de
la tierra y más concretamente, la biosfera, es decir, el lugar donde se desarrolla la vida en el planeta, la energía que poseen estas frecuencias del ultravioleta destruirían o alterarían las moléculas más im-
portantes que constituyen los seres vivos.
Las alteraciones podrían significar, por ejemplo, mutaciones en el código genético
del ácido desoxiribonucléico (ADN), que implicarían cambios dañinos en la
información genética (la mayoría de las mutaciones, estadísticamente, son dañinas) con las secuelas que ello produce en los seres vivos. En el caso de los seres humanos
los efectos más notorios serían: aumento en el índice de cáncer de la piel, aumento de
cataratas en los ojos y el debilitamiento del sistema inmunológico que nos protege
contra el ataque de diversas enfermedades infecciosas. Los animales y las plantas
también sufrirían alteraciones diversas e incluso, la posibilidad de desaparición del
Fitoplancton, altamente sensible a la radiación ultravioleta–B, con la consecuente desaparición de un importante eslabón de la cadena alimenticia de los mares, lo cual pondría en
peligro gran parte de la vida marina que representa casi el 20 por ciento de la fuente alimenticia de los
seres humanos.
A partir de la década de 1950 se observó, por parte de investigadores ingleses, una
disminución sustancial y sostenida a través de los años, de la concentración de ozono en la atmósfera del polo sur. Esta disminución alcanzó cerca del 50 por ciento hacia
inicios de la década de 1970, lo que condujo a investigaciones para determinar las
causas de la misma.
Al parecer, hasta este momento, se conocen tres factores que producen efectos
definidos y adversos sobre la capa de ozono. Ellos son: 1) los gases de escape de los
aviones a reacción, en la estratosfera; 2) las emisiones de los clorofluorocarburos (CFC) y otros halocarburos (compuestos de carbono con bromo por ejemplo); 3) el uso
de fertilizantes nitrogenados que al descomponerse producen óxidos de nitrógenos
gaseosos que asciende en la atmósfera y a nivel de la estratosfera se pueden convertir
en depósitos de cloro que luego destruye el ozono al ser liberado.
En 1974, Rowland y Molina informaron que los clorofluorocarburos se estaban acumulando en grandes cantidades en la atmósfera terrestre. Las investigaciones de
estos dos científicos pusieron en evidencia que el factor que mayor daño produce a la
capa de ozono, es la liberación en la atmósfera de los CFC.
Estas sustancias, los CFC, son compuestos artificiales, producto de las actividades
humanas y comenzaron a utilizarse después de su descubrimiento, a comienzos de la
década de 1930, por ser sustancias inertes que podían usarse como disolventes, como propelentes para aerosoles, como gases en refrigeración y en la fabricación de
plásticos de hule espuma entre otros usos.
Las investigaciones realizadas por los investigadores, ya señalados, por otros
grupos de investigadores e incluso por la NASA, han demostrado que cuando estas
sustancias, especialmente las que son gases, son liberadas en la atmósfera, ascienden hasta la estratosfera y al sobrepasar la capa de ozono, la radiación ultravioleta
proveniente del sol, fragmenta sus moléculas liberando átomos de cloro (radicales
libres cloro) los cuales reaccionan con el ozono, destruyéndolo. Se ha establecido que
los clorofluorocarburos pueden permanecer en la atmósfera entre 50 y 500 años,
dependiendo de cuál de ellos se trate. Esto significa que una sustancia de éstas,
liberada en la atmósfera hoy, puede producir efectos en la capa de ozono durante los
próximos 100 años, al menos. Considérese que para fines de la década de 1980 se
emitía hacia la atmósfera casi un millón de toneladas de CFC.
El deterioro de la capa de ozono, por las consecuencias que puede tener sobre la
vida en el planeta a corto y mediano plazo, ha sido el problema ambiental que ha logrado reunir a gobiernos, científicos y a la comunidad internacional con mayor
rapidez para enfrentar su posible solución. Se han realizado reuniones internacionales
con el propósito de proteger la capa de ozono; entre ellas tenemos la Convención de
Viena, en 1985; el Protocolo de Montreal, en 1987, cuya pretensión era congelar la
producción de clorofluorocarburos y disminuir su producción durante la década de 1990, con intención de sustituir su uso por el de otras sustancias que no destruyeran
el ozono. Se han realizado reuniones posteriores a la de Montreal, en Londres y Tokio,
con el fin de reforzar los acuerdos iniciales puesto que, a pesar de las medidas ya
tomadas, ha continuado la destrucción de la capa de ozono.
Es importante señalar que si bien las investigaciones más importantes sobre la
destrucción del ozono se han realizado en el polo sur, los efectos de la disminución en la concentración de este gas son globales, al igual que las consecuencias que se
producen. En tal sentido, todo el planeta, incluidos nosotros, estamos expuestos a un
aumento en la intensidad de la radiación ultravioleta. Téngase en cuenta que por
cada 1 por ciento en la disminución del ozono, la intensidad de la radiación
ultravioleta aumenta en un 2 por ciento de acuerdo con las investigaciones realizadas. De acuerdo con mediciones realizadas a nivel mundial y en nuestro país, sobre la
intensidad de la radiación solar diaria y en especial sobre la radiación ultravioleta, se
ha determinado que el período del día comprendido entre las 10:00 am y las 3:00 pm
es el de mayor intensidad tanto de radiación solar total como de radiación ultravioleta.
De los efectos que la radiación ultravioleta produce sobre los seres humanos, quizá
el más importante sea el de cáncer de piel. Algunos tipos de cáncer de piel se han relacionado con la radiación solar por el hecho, entre otros, de que aparecen
especialmente en las partes del cuerpo que normalmente tenemos descubiertas (cara,
cuello, antebrazos y piernas).
Los tipos de cáncer más estrechamente relacionados con la radiación solar son: 1)
el carcinoma de células basales; este tipo de cáncer es frecuente en la cara y se caracteriza por ser invasivo y erosionar los tejidos adyacentes, aunque pocas veces
envía metástasis. Es necesaria la atención médica porque desatenderlo puede originar
pérdida de nariz, oreja o labio, si son los puntos donde se genera; 2) el carcinoma de
células escamosas; se trata de una proliferación maligna de la epidermis y es usual
que aparezca en la piel lesionada por el sol, aunque puede aparecer en otras zonas.
Tiene el aspecto de un tumor escamoso, engrosado y rugoso que puede ser asintomático o causar hemorragia. Estas lesiones pueden producir metástasis que
pueden ser fatales. 3) El tercer tipo de cáncer de piel relacionado con la radiación solar
es el melanoma maligno. Este tipo de cáncer puede aparecer en distintas zonas de la
piel; sin embargo, su relación con la radiación solar se ha establecido en razón de que
es más raro que aparezca en regiones de la piel menos expuestas al sol. Este cáncer también envía metástasis y se caracteriza porque aparece como manchas oscuras de
la piel, que pueden parecer lunares, que luego evolucionan. De los tres tipos de cáncer
mencionados, este es el que tiene la tasa más alta de mortalidad.
Es importante tomar en consideración que los efectos de la radiación ultravioleta
son acumulativos de tal forma que, en la medida que acumulemos horas de incidencia
de radiación solar sobre nuestra piel, aumentamos la probabilidad de que, además de las quemaduras que se pueden producir, se pueda generar alguno de los tipos de
cáncer señalados. Por otro lado, debe tenerse presente que los efectos de la radiación
solar sobre la piel, varían según el tipo de piel; las personas más blancas son más
propensas a sufrir los efectos señalados, aunque las personas de piel más oscuras no
están exentos de sufrir los efectos de la radiación ultravioleta, si bien están más protegidos por la mayor cantidad del pigmento melanina que poseen en su piel y que
es capaz de absorber la radiación ultravioleta y mitigar sus efectos, aunque no los
pueda eliminar totalmente.
Hoy día, por el deterioro producido en la capa de ozono, todos los seres vivos, en
nuestro planeta, están expuestos a una mayor intensidad de la radiación solar y en
especial de la radiación ultravioleta proveniente del sol. Por ello es importante que
cada ciudadano, consciente de este serio problema para su propia salud, contribuya,
por un lado, a evitar que continúen los daños a la capa de ozono y por otro, a
protegerse a sí mismo, a sus familiares y a la comunidad entera. ¿Cómo contribuir a evitar los daños a la capa de ozono? En primer lugar, siendo nuestro país
signatario del Protocolo de Montreal, exigiendo a nuestros gobernantes acatar los acuerdos de este
protocolo con el fin de minimizar, en lo que a Panamá compete, las emisiones de clorofluorocarburos
que afecten la capa de ozono. En segundo lugar, solicitando que se retiren del mercado todos los
aerosoles que todavía utilizan clorofluorocarburos como propelente; es importante para ello que los fabricantes de estos productos declaren, en las etiquetas de los mismos, cuál es el gas que utilizan
como propelente. En todo caso, si existen productos en forma de aerosoles que usan CFC, no
comprarlos como forma de contribuir a la protección de la capa de ozono. En tercer lugar y mientras
no sea sustituido el gas que utilizan (hasta ahora un clorofluorocarburo), minimizando el uso de aires
acondicionados para evitar su rápido deterioro y la pérdida del gas refrigerante. Asimismo, dar el
adecuado mantenimiento a las neveras, refrigeradores, aires acondicionados de casa, de vehículo y de oficina.
Estas medidas minimizarían las emisiones de gases que afectan la capa de ozono;
sin embargo, frente al hecho concreto y real del deterioro que ya se ha causado y de
que estamos recibiendo una mayor intensidad de radiación ultravioleta, es importante
tomar algunas medidas individuales y colectivas para proteger nuestra salud:
1. Evitar exposiciones, al sol, mayores de 15-20 minutos al día; 2. Utilizar protectores solares (con indicación médica) para tomar los baños de sol. Es raro que
un protector solar proteja por más de dos horas y debe ser untado en la sombra.
3. Evitar que los niños, especialmente, cuando visitamos las playas, tomen baños de sol pro-
longados, aunque ello signifique tenerlos “tranquilos” pues debemos recordar que los efectos de la radiación ultravioleta son acumulativos y los niños y ancianos son, en general, más sensibles. Es importante indicar que la arena de la playa, como la nieve en los países fríos, refleja radiación solar incluida la radiación ultravioleta y aún estando en la sombra, el reflejo puede afectarnos.
4. Es importante evitar ejercicios prolongados bajo el sol directo, especialmente en el período entre las 10:00 am y las 3:00 pm del día; esto es válido para las visitas a las playas y bal-nearios.
5. Deben tomarse medidas de protección para todas las personas que tengan que trabajar ex-
puestas directamente al sol (trabajadores de la construcción y del campo, especialmente). 6. Se hace necesario el uso de ropa que cubra una mayor parte del cuerpo, especialmente,
cuello, brazos y piernas. 7. Es necesario, durante los días soleados, que las personas más expuestas al sol, utilicen el
paraguas como sombrilla para protegerse de la radiación ultravioleta. 8. Evitar el uso de lentes o anteojos oscuros que no garantizan la filtración de la radiación ul-
travioleta. Los lentes oscuros inducen la dilatación de la pupila del ojo y con ello penetra una mayor cantidad de radiación incluyendo la ultravioleta que afecta la retina y puede causar,
con el tiempo, la pérdida de la visión. La mayoría de los lentes oscuros sólo disminuyen el paso de la luz visible, no así el de la radiación ultravioleta que requiere de materiales especiales.
9. Se requiere un programa de educación permanente y de información a la comunidad sobre el estado de la capa de ozono y la intensidad de la radiación ultravioleta.
10. Es importante que las autoridades de salud, con la participación de las instituciones competentes, establezcan un sistema de monitoreo y control sobre las condiciones de la capa de ozono y la intensidad de la radiación ultravioleta.
Bibliografía
- Acosta, Martín, “Radiación ultravioleta (UV) en la piel”, Congreso Internacional Panamá en la Prevención del Cáncer, Hotel Continental, Panamá, marzo de 1994.
- Díaz Lezcano, Dorys Argelia, “Estudio bibliográfico sobre el ozono y los factores que afectan su concentración en la atmósfera, así como los daños producidos por su disminución en la estratosfera”.
Universidad de Panamá. Trabajo de Graduación, 1992. - Cellone, Mario C.F., Qué es la evolución biológica. Buenos Aires, 1967.
- Medrano, Justo, “Los daños a la capa de ozono”, Congreso Internacional Panamá en la Prevención del Cáncer, Hotel Continental, Panamá, marzo de 1994.
- Medrano, Justo, “La capa de ozono”, La Prensa, 27 de enero de 1992.
- Pino, Alfonso, “Modelo empírico para estimar el nivel de la columna de ozono estratosférico a partir de
parámetros atmosféricos”, IV Reunión Técnica de la Comisión de Geofísica del IPGH (Tucumán, Argentina, septiembre de 1999).
- Pino, Alfonso, “Resultados preliminares del monitoreo de la radiación UVB y del ozono estratosférico en Panamá”, Tecnociencias, vol. 2, Panamá, julio de 1999.
Castro H., Guillermo. Investigación, posgrado, y gestión del conocimiento. Algunos problemas y desafíos en el caso de Panamá. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 139-143. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/castro.rtf
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TAREAS SOBRE
LA MARCHA
INVESTIGACION, POSGRADO, Y GESTION DEL
CONOCIMIENTO
Algunos problemas y desafíos
en el caso de Panamá*
Guillermo Castro H.**
*Versión a posteriori de presentación hecha el 4 de marzo de 2004 en la I Conferencia de Investigación y
Posgrado, organizada por la Universidad de Panamá. **Sociólogo, miembro del comité directivo del CELA y del comité editorial de la revista Tareas.
A primera vista, el vínculo entre investigación y posgrado en la vida universitaria no puede
ser más evidente: ninguno de los dos puede existir sin el otro, ni puede la universidad existir sin ambos. Está en la esencia misma de la institución universitaria, en efecto, ser un centro de producción y difusión del conocimiento, y esa esencia la distingue de aquellas otras entidades que se dedican en lo fundamental a una u otra de esas actividades. Esto, sin embargo, no es
más una verdad abstracta, que sólo puede ser útil en la medida en que sea referida a procesos y circunstancias concretos. Para hacer esto, conviene empezar por recordar que el conocimiento es un producto del trabajo humano. Por lo mismo, y para el caso que nos interesa, cabe afirmar que la calidad de ese producto está íntimamente ligada a la de la organización y dirección de los procesos conducción de los procesos de trabajo que son necesarios para la producción, la difusión y la aplicación del conocimiento.
En las universidades, el núcleo fundamental de ese proceso de gestión se ubica por necesidad al nivel de los centros de investigación sobre los que recae la responsabilidad fundamental por la producción del conocimiento que la universidad difunde a través de sus
actividades de formación. En ese sentido, también, y en lo que a formación de posgrado se
refiere, debería ser evidente que ésta debe ser ofrecida desde los centros de investigación, y no desde las estructuras de formación diseñadas para la oferta de
pregrado.
Aquí cabe establecer, además, una diferencia al interior de la formación de
posgrado. Conviene distinguir, en efecto, la oferta encaminada a formar productores
de conocimiento, de aquella destinada a la actualización de los conocimientos de
quienes organizan otros procesos de producción – sea de bienes, sea de servicios – dentro y fuera de la universidad. La primera corresponde a lo que aquí se suele llamar
posgrados de investigación, y la segunda a los de profesionalización. Ambos son
imprescindibles, sin duda, pero sin duda también la salud del sistema universitario en
su conjunto depende fundamentalmente del primero.
En ambos casos, por otra parte, la solución curricular óptima será siempre aquella que haga de la investigación la experiencia fundamental de aprendizaje, construyendo
el programa de formación a partir de un proyecto de investigación presentado por el
estudiante. En el nivel óptimo, ese proyecto debe ser el medio a través del cual el
estudiante se inserte en la actividad de investigación que ya estén realizando aquellos
a quienes acude en busca de ayuda para su propia formación. Y en lo mínimo, para el
caso de los posgrados de actualización, ese proyecto debe estar referido a permitirle al
estudiante una reflexión ordenada sobre su propia experiencia profesional. La importancia de esta reflexión, por otra parte, no puede ser subestimada. A fin de
cuentas – y sobre todo en el nivel de pregrado -, la universidad nos da las reglas
necesarias para identificar a tiempo, y mejor, las excepciones a esas reglas que la vida
impone sin cesar. En este sentido, el posgrado de actualización constituye un factor de
permanente estímulo a la actividad de investigación, y un medio de indudable valor para mantener y fortalecer las relaciones entre los centros de investigación y el
entorno local y global en el que operan.
Vistas así las cosas, no cabe duda de que la debilidad en la actividad de
investigación constituye la causa más importante de la debilidad en las actividades de
formación que ofrecen nuestras universidades. Por lo mismo, tendría que decirse, con
toda claridad, que el problema mayor que enfrenta el sistema universitario panameño radica en la necesidad de fortalecer su subsistema de producción de conocimiento. Y
este no es, por otra parte, ni un problema administrativo – aunque sin duda incluye
un importante componente de administración -, ni uno meramente financiero, aunque
sin duda también su solución requerirá de la asignación inteligente de los recursos
imprescindibles para hacer del subsistema de investigación y posgrado el motor principal de la transformación universitaria que nuestro país requiere.
El objetivo mayor que está planteado aquí, en efecto, es hacer de la investigación la
norma básica de la actividad académica en todas sus formas y en todos sus niveles.
Esto, a su vez, significa que ha llegado la hora de encarar la necesidad de trascender,
en el subsistema de investigación y posgrado, las fronteras disciplinarias que son
indispensables para organizar la actividad del subsistema de formación de pregrado. A eso se refiere, justamente, la idea de que el núcleo fundamental de la actividad de
posgrado sean los centros de investigación creados por las facultades, antes que los
departamentos que tienen a su cargo la organización de las l icenciaturas.
La producción de conocimiento, en efecto, es por necesidad interdisciplinaria al
punto en que tiende constantemente, además, a se incluso transdisciplinaria. Véase si no al pastor anglicano Charles Darwin, convertido en naturalista al impulso de una
vocación indomable, encontrando en la lectura del demógrafo – y también pastor -
Thomas Malthus la clave que necesitaba para avanzar hacia la explicación del origen
de las especies a través de la selección natural. O véase hoy al historiador Donald
Worster y al biólogo Edward Wilson buscando cada uno en el campo del otro las
herramientas indispensables para garantizar la pertinencia de sus respectivas disciplinas en el mundo contemporáneo. Y al mismo tiempo, la formación de pregrado
es por necesidad disciplinaria, al punto de que un Darwin redivivo carecería de las
características indispensables para dictar clases en una licenciatura por las mismas
razones por las que podría ser un distinguido integrante de un colectivo de
investigación y formación de posgrado. A lo anterior hay que agregar, por otra parte, la necesidad de encarar otro
problema, de orden técnico y cultural. Hacer de la investigación y el posgrado
herramientas para la renovación que requiere la universidad, exige aprender a
trabajar en red. En primer lugar, por supuesto, en redes intra e inter universitarias y
en un país con el enorme potencial de conectividad como Panamá, a punto de concluir
el primer quinquenio del siglo XXI, seguimos careciendo incluso de una red que vincule entre sí a nuestras principales universidades y centros de investigación
científica.
En segundo lugar, es necesario aprender a trabajar en red con el entorno de la
universidad. Esto significa, en lo más general, vincular entre sí el sistema de gestión
del conocimiento con el de gestión de la economía realmente existentes, en el mercado local como en el global. Pero en nuestro caso significa, además, vincular a la red
universitaria con las principales instituciones de investigación científica presentes en
el país, desde el Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales hasta el Instituto
de Investigaciones Científicas Avanzadas y Servicios de Alta Tecnología, cuyo
desarrollo ha transcurrido en gran medida al margen del sistema nacional de
educación superior.
Por último, esto implica hacer de cada universidad un nodo local de acceso a la red
global de producción y difusión del conocimiento y la innovación, entendiendo ese
acceso en dos vías, abriendo a otros – y para nosotros – las posibilidades inéditas que
ofrece a las actividades de investigación y posgrado una red de comunidades académicas que opera las 24 horas del día, siete días a la semana, en todas las
regiones del planeta. En esta tarea, el sistema universitario panameño cuenta con el
apoyo de nuevas organizaciones de gestión de la cultura y el conocimiento creadas por
nuestra sociedad civil, como la Fundación Ciudad del Saber, cuya función principal
consiste precisamente en ampliar las posibilidades de acceso a esa red global, y de interacción innovadora con el sector privado, tal como lo viene haciendo precisamente
en conjunto con la Vicerrectoría de Investigación y Posgrado de la Universidad de
Panamá.
No quisiera concluir esta reflexión, en todo caso, sin una referencia al lugar de mi
propio campo en este proceso de transformación. Ese lugar no puede ser más
importante, pues únicamente las humanidades pueden ofrecer una verdadera perspectiva histórica, y un auténtico sentido de propósito, a la tarea que nos espera.
En efecto, preservar el vínculo de una sociedad con su lengua y con su pasado
equivale a proteger las relaciones de un ejército que avanza con la retaguardia de la
que depende para mantenerse en movimiento en una dirección bien definida.
El conocimiento, a fin de cuentas, no es tan valioso en sí mismo como en su capacidad para contribuir a la solución de los problemas que va encontrando – y aun
creando – nuestra especie en su desarrollo. Recordar eso, y hacer recordar además
que ese desarrollo solo es realmente humano cuando estimula el despliegue de las
cualidades que mejor nos distinguen como especie – la inteligencia, el lenguaje, la
capacidad de cooperación, la solidaridad -, y somete a control las características que
compartimos con otras especies – el miedo, la agresividad, el empeño en la supervivencia individual en medio del caos de la lucha por la vida – son tareas que
sólo las humanidades pueden cumplir. Ese es el lugar que nos corresponde, ésa la
tarea que sólo podremos llevar a cabo en diálogo con nuestros colegas de las ciencias
naturales, al servicio de la gestión del conocimiento que sólo la institución
universitaria puede llegar a ofrecer a su sociedad.