A la hora de la tarde y de los juegos

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Edgardo Rivera Martínez / Perú Estos cuentos transportarán al lector a un espacio de felicidad poblado de imágenes y personajes que cobran nuevamente vida. Muy pocas veces en las letras peruanas se ha evocado la infancia, la adolescencia y la juventud con el intenso lirismo con que aquí lo hace el autor. Temas transversales: Convivencia, paz y ciudadanía, Valores o formación ética. Valores: Identidad, respeto 136 páginas Plan Lector - Serie Roja

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Juan Chávez

Es un hombre cercano a los sesenta años, alto, cetrino y de barba rala y entrecana. Vive en

un pueblo de nuestro valle, en una casa de ado-bes y de tejado rojizo, con un patio y un corral. Una casa que comparte con su mujer, una de sus hijas ya casada y tres nietos. Tiene tres parcelas arboladas a la salida del villorrio, donde culti-va papas, maíz, trigo. Trabaja en ellas, y en las faenas comunales, y atiende a los animales que heredó su señora, junto con unos pastizales, en uno de los cerros que se alzan al este, ya en la puna. El hombre se llama Juan Chávez.

En el valle, su felicidad está no solo en la familia, y, en especial, en la risa diáfana de sus niños, sino también en muchas de las cosas que lo rodean. Siente tan suyos el color y la calidez de la tierra, el follaje de los eucaliptos, el verdor oscuro y casi metálico de los alisos, el violado de los campos de quinua. Y ¿cómo no sentir alegría ante los vivos colores de las mantas y polleras

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Juan Chávez

Es un hombre cercano a los sesenta años, alto, cetrino y de barba rala y entrecana. Vive en

un pueblo de nuestro valle, en una casa de ado-bes y de tejado rojizo, con un patio y un corral. Una casa que comparte con su mujer, una de sus hijas ya casada y tres nietos. Tiene tres parcelas arboladas a la salida del villorrio, donde culti-va papas, maíz, trigo. Trabaja en ellas, y en las faenas comunales, y atiende a los animales que heredó su señora, junto con unos pastizales, en uno de los cerros que se alzan al este, ya en la puna. El hombre se llama Juan Chávez.

En el valle, su felicidad está no solo en la familia, y, en especial, en la risa diáfana de sus niños, sino también en muchas de las cosas que lo rodean. Siente tan suyos el color y la calidez de la tierra, el follaje de los eucaliptos, el verdor oscuro y casi metálico de los alisos, el violado de los campos de quinua. Y ¿cómo no sentir alegría ante los vivos colores de las mantas y polleras

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de las mujeres de su aldea? ¿Cómo no ante el murmullo de la acequia que discurre por la calle donde vive?

A lo largo de la vida, sin duda, consagramos mucho más tiempo al trabajo que al amor, a los juegos, a la aventura. Y si tenemos la suerte de que nos toque una labor en que nos sentimos a gusto, bien podemos decir que somos afortuna-dos. Y Juan Chávez lo es, en más de un sentido, pues por encima de fatigas, inquietudes y frustra-ciones, le place muchísimo empuñar el arado en el barbecho, coger las mazorcas en la cosecha de maíz, guiar a los caballos en la trilla o aventar el trigo en las eras de julio. Y se siente dichoso tam-bién cuando se instala ante el viejo telar de su casa y se afana con los hilos y la lanzadera. Y es tan grato, después, charlar con los hombres de su edad, y comentar los sucesos de la temporada.

El pueblo, tan tranquilo, se anima de modo increíble en las fiestas de su santo patrono, cuando todo él se llena con la música del arpa y del violín o el tañido de la tinya, si no con las melodías de la quena. Danza entonces, Juan Chávez, en la cuadrillas de tunantes de su barrio, con máscara y antiguo atavío. Danza y brinda, y siente henchirse su alma de agradecimiento a la tierra, a la vida, a los apus.

En la puna la existencia no es fácil, qué va. El frío, los vientos, la lluvia y a veces la nieve,

y el alejamiento de la familia, no son fáciles de sobrellevar. Pero allá va, Juan Chávez, por dos o tres meses, a sustituir a un sobrino y a cuidar al rebaño de ovejas y llamas que cría en esos pas-tos de altura. Va y a menudo se siente también feliz, aunque de otra manera. Sí, porque puede contemplar el vasto panorama que desde allí se descubre: cimas azules, faldas de un violado muy cálido, cumbres nevadas. Y el valle de Jauja, con su infinita variedad de matices. Recuerda enton-ces que cuando niño, en la escuela, su profesor recitaba los versos de un poeta cuyo nombre no recuerda, en los que se decía que los cielos de puna son «torvos de imposible», palabras que se le grabaron, y que a veces repite. Cielos, en efecto, de nubes que a veces son de severa y casi terrible apariencia, pero también, por las mañanas, de un azul profundo, o de atardeceres de un dorado esplendor. Ama la vastedad bravía del ichu, y el silencio, ese silencio tan hondo, cuando no corre viento, que infunde una extra-ña serenidad en el ánimo —silencio cósmico, se diría, si Juan Chávez conociera esta palabra—. Y vela, extasiado, ante las noches en que fulgura la límpida luz de las estrellas.

Ya de vuelta a casa, están, finalmente, los trabajos con la comunidad, en campos de cultivo, en los rastrojos, en la limpieza de las acequias de riego, en la construcción de un aula para la

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de las mujeres de su aldea? ¿Cómo no ante el murmullo de la acequia que discurre por la calle donde vive?

A lo largo de la vida, sin duda, consagramos mucho más tiempo al trabajo que al amor, a los juegos, a la aventura. Y si tenemos la suerte de que nos toque una labor en que nos sentimos a gusto, bien podemos decir que somos afortuna-dos. Y Juan Chávez lo es, en más de un sentido, pues por encima de fatigas, inquietudes y frustra-ciones, le place muchísimo empuñar el arado en el barbecho, coger las mazorcas en la cosecha de maíz, guiar a los caballos en la trilla o aventar el trigo en las eras de julio. Y se siente dichoso tam-bién cuando se instala ante el viejo telar de su casa y se afana con los hilos y la lanzadera. Y es tan grato, después, charlar con los hombres de su edad, y comentar los sucesos de la temporada.

El pueblo, tan tranquilo, se anima de modo increíble en las fiestas de su santo patrono, cuando todo él se llena con la música del arpa y del violín o el tañido de la tinya, si no con las melodías de la quena. Danza entonces, Juan Chávez, en la cuadrillas de tunantes de su barrio, con máscara y antiguo atavío. Danza y brinda, y siente henchirse su alma de agradecimiento a la tierra, a la vida, a los apus.

En la puna la existencia no es fácil, qué va. El frío, los vientos, la lluvia y a veces la nieve,

y el alejamiento de la familia, no son fáciles de sobrellevar. Pero allá va, Juan Chávez, por dos o tres meses, a sustituir a un sobrino y a cuidar al rebaño de ovejas y llamas que cría en esos pas-tos de altura. Va y a menudo se siente también feliz, aunque de otra manera. Sí, porque puede contemplar el vasto panorama que desde allí se descubre: cimas azules, faldas de un violado muy cálido, cumbres nevadas. Y el valle de Jauja, con su infinita variedad de matices. Recuerda enton-ces que cuando niño, en la escuela, su profesor recitaba los versos de un poeta cuyo nombre no recuerda, en los que se decía que los cielos de puna son «torvos de imposible», palabras que se le grabaron, y que a veces repite. Cielos, en efecto, de nubes que a veces son de severa y casi terrible apariencia, pero también, por las mañanas, de un azul profundo, o de atardeceres de un dorado esplendor. Ama la vastedad bravía del ichu, y el silencio, ese silencio tan hondo, cuando no corre viento, que infunde una extra-ña serenidad en el ánimo —silencio cósmico, se diría, si Juan Chávez conociera esta palabra—. Y vela, extasiado, ante las noches en que fulgura la límpida luz de las estrellas.

Ya de vuelta a casa, están, finalmente, los trabajos con la comunidad, en campos de cultivo, en los rastrojos, en la limpieza de las acequias de riego, en la construcción de un aula para la

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escuela del pueblo. Tareas todas que implican avances y mejoras, y que a menudo se reali-zan con acompañamiento de música. Jornadas memorables, de trabajo compartido, en solidari-dad, en variable alegría.

Claro que hay cosas que le hacen sufrir. Su relativa pobreza, las enfermedades, las frustra-ciones, la muerte de los seres queridos. Y cosas también que lo indignan, como la desigualdad, la exclusión, las injusticias. Mas trata de sobre-llevarlas, y de que la indignación o la pena no lo abrumen y de que en su ánimo prevalezcan la alegría de la naturaleza y de la vida. Después de todo, ¿no es esta una sola?

Amor de infancia

Cuando llegó la edad de ponerme a estudiar, mi madre optó por matricularme en la escue-

la mixta que, como parte de su colegio de niñas y jovencitas, tenían las monjas del Carmen en Jauja. Mixta pero solo desde el Kindergarten —así se llamaba, con germánico nombre, el jardín de la infancia— hasta el segundo año, después del cual los varones teníamos que migrar a un plan-tel para hombres. Ingresé, pues, a ese colegio monjil, con no poco recelo, pues había oído decir que las madres eran muy severas. Me ayudó, por suerte, el hecho de que ya había aprendido a leer en casa, y que era de un temperamento tranquilo. Me turbó sí un poco la proximidad de las niñas, pues yo no tenía ninguna hermana, y veía muy poco a mis primas.

Ya en el primer año quiso la suerte que me sentaran al lado de una chiquilla que se llamaba Hilda Blas, no muy comunicativa pero sí gentil en eso de prestarme un lápiz, un borrador, una

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escuela del pueblo. Tareas todas que implican avances y mejoras, y que a menudo se reali-zan con acompañamiento de música. Jornadas memorables, de trabajo compartido, en solidari-dad, en variable alegría.

Claro que hay cosas que le hacen sufrir. Su relativa pobreza, las enfermedades, las frustra-ciones, la muerte de los seres queridos. Y cosas también que lo indignan, como la desigualdad, la exclusión, las injusticias. Mas trata de sobre-llevarlas, y de que la indignación o la pena no lo abrumen y de que en su ánimo prevalezcan la alegría de la naturaleza y de la vida. Después de todo, ¿no es esta una sola?

Amor de infancia

Cuando llegó la edad de ponerme a estudiar, mi madre optó por matricularme en la escue-

la mixta que, como parte de su colegio de niñas y jovencitas, tenían las monjas del Carmen en Jauja. Mixta pero solo desde el Kindergarten —así se llamaba, con germánico nombre, el jardín de la infancia— hasta el segundo año, después del cual los varones teníamos que migrar a un plan-tel para hombres. Ingresé, pues, a ese colegio monjil, con no poco recelo, pues había oído decir que las madres eran muy severas. Me ayudó, por suerte, el hecho de que ya había aprendido a leer en casa, y que era de un temperamento tranquilo. Me turbó sí un poco la proximidad de las niñas, pues yo no tenía ninguna hermana, y veía muy poco a mis primas.

Ya en el primer año quiso la suerte que me sentaran al lado de una chiquilla que se llamaba Hilda Blas, no muy comunicativa pero sí gentil en eso de prestarme un lápiz, un borrador, una