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La raíz gallega de Fidel

Ángel

La raíz gallega de Fidel

Ángel

KATIUSKA BLANCO CASTIÑEIRA

Lilian Sabina RoqueErnesto Niebla ChalitaErnesto Niebla Chalita y Enrique D. MederoCambeiro

Alba Orta Pérez

Celia Rodríguez Luis y Juan Rodríguez Lahera(Dirección de Informática del Consejo de Estado)

Belén Sardiñas Álvarez

Fondo de la Oficina de Asuntos Históricos delConsejo de Estado, sitios web citados y fotos dela autora

Katiuska Blanco, 2008Sobre la presente edición:Casa Editora Abril, 2008

978-959-210-528-7

Casa Editora AbrilPrado 553 entre Dragones y Teniente Rey,La Habana Vieja, Ciudad de La Habana, Cubae-mail: [email protected]://www.editoraabril.cu

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A la raíz gallega en el alma de Cuba

A mi abuelo,

Manuel Castiñeira Fernández

Este volumen es heredero del trabajo de investigación, es-critura y edición realizado para el libro Todo el tiempode los cedros y, por esa razón, el esfuerzo de quienes en-tonces participaron del sueño, está presente también enestas páginas.

Abrazo a la Casa Editora Abril y a la Oficina de Asun-tos Históricos (OAH), al Equipo de Versiones Taquigráficas,la Dirección de Informática, el Grupo Creativo y la Secre-taría del Consejo de Estado, y a las imprentas AlejoCarpentier y Federico Engels, que hicieron posible palpareste ejemplar en rostro, cuerpo y estampas de papel.

A la misión diplomática cubana en Madrid, a quie-nes facilitaron las búsquedas y las entrevistas realiza-das durante la visita de la autora y de Asunción Pelletier–especialista de la OAH–, a España, realizada entre el28 de mayo y el 11 de junio del año 2007. En especial, enMadrid, al embajador Alberto Velazco San José, Maríadel Pilar Fernández y Rubén Abelenda; y en el Consula-do de Santiago de Compostela, al cónsul Alejandro Fuen-tes y a los fraternales Miriam Arestuche, Luis García,Coral Prieto y a María Sánchez (anterior cónsul en esaciudad).

Considero de gran valor las referencias ofrecidas porel investigador gallego Javier Cordero Aparicio, hasta quien

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Gratitudes

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nos llevó otro gallego amigo de Cuba, Antón Alonso; elmédico José Eladio Fernández Alfonso en Vigo; y el investi-gador Luis López Pombo, en Lugo.

Valoro afectuosa la hospitalidad de Carlos LópezSierra, concejal de Láncara, y de todos los que allí ofre-cieron su colaboración como Eladio Capón López, VictoriaLópez Castro y Manuela Argiz, entre otros.

Agradezco especialmente a Tania Fraga Castro, nie-ta de don Ángel, quien en mayo de 2007 entregó a la Ofici-na de Asuntos Históricos del Consejo de Estado una fotoco-pia del expediente del Cuerpo de Sanidad Militar,correspondiente a don Ángel Castro Argiz en el período enque cumplió el servicio militar como soldado en la isla deCuba, lo cual permitió confirmar la concordancia de suitinerario con el registrado en el Historial del RegimientoIsabel II No 32. Legajo 4.

Reconozco al Archivo del Servicio Histórico Militaren Madrid del Instituto de Historia y Cultura Militar delMinisterio de Defensa en España, y específicamente a Ma-ría de Jesús Franco Durán, técnica; y al funcionario LuisMateo González, por el rigor, la prontitud y delicadeza conque orientaron las indagaciones.

Agradezco la disposición de los archiveros del Archi-vo Diocesano del Obispado de Lugo y de la iglesia parro-quial de San Pedro de Láncara, y la de los especialistas delArchivo Histórico Provincial de Lugo.

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Como siempre, doy gracias a los seres queridos, a miesposo y mis hijos, quienes me alientan y apoyan en el estu-dio y cada cuartilla que escribo.

Finalmente, la autora corresponde con un abrazo fra-ternal al noble empeño de Alba Orta Pérez, quien calladay eficaz ayudó en las investigaciones, aportó sugerencias yrevisó todo el material para entregarlo a la mirada acu-ciosa de la editora Lilian Sabina, al dominio técnico deEnrique D. Medero y a la imaginación diseñadora de Er-nesto Niebla, quienes se entregaron al trabajo como ena-morados del libro.

La tierra olía a musgo, a lluvia de invierno. Sobre losbrezos enmarañados, las florcillas de jara y las hojasmuertas al pie de los robles, pinos y castaños, el niñorodó de nalgas hasta el río. En el declive del terrenosiempre era sombra. El bosque denso permanecía ensolitario al atardecer. Se incorporó y quitó la camisa,el pantalón de lana y los amplios calzones de lienzoblanco. Luego lanzó cerca las alpargatas de cintas yentró en las aguas. Con unas pocas brazadas alcanzóla otra ribera, pues el Neira se estrechaba en aquelrecodo al despeñarse por una hondonada repentina.Dejaba al silencio y al torrente caer sobre su cuerpo;aliviaban su cansancio. Perdía la noción del tiempomientras miraba a lo alto, entre las ramas de árbolpor donde la claridad se filtraba a hurtadillas y lasnubes se trenzaban unas con otras, pasaban, volaban,se desvanecían.

Anhelaba esa paz fresquecita, muda y serena. ¡Ah!Si su madre doña Antonia le viera en este momentopondría el grito en el cielo:

—¿Cómo te bañas en la corriente cuando apenasse despide el invierno?, ¿no te das cuenta, Angelito,que puedes pescar un resfriado o una tuberculosis,hijo mío? Loado sea Dios y líbrenos de ese infortunio

Frialdades� �

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–diría entre el enojo y la alarma, levantando los bra-zos, para rogar que no se cumpliera el vaticinio.

—No, ella aún no había notado su falta –se dijo.El sabía que si demoraba hasta el oscurecer se

inquietaría. Imaginó entonces a su madre junto al fue-go, abanicando la leña y preparando el cocido con quese calentaban en la cena, trabajando con el viejo husoy la rueca casi destartalada para hilar lana y lino,tejidos utilizados después para coser las colchas re-matadas con puntas bordadas. Otra faena la ocupabadurante horas: pasar las ropas por ceniza para blan-quearlas. Lo hacía siempre en el tronco de castañoahuecado. Las telas más apreciadas eran las de Pa-drón, y los encajes: los fabricados en las cercaníasde la Costa de la Muerte, por A Coruña. Los viajan-tes de comercio los traían por los caminos de Santiagoa los establecimientos improvisados en las aldeas, a lasventas, las romerías y las ferias en el mercado.

Antonia era fornida y buena, con una estampaimponente y una salud en apariencia a prueba de con-gojas, como la de verse obligada a ejercer como no-driza en Madrid tras el nacimiento de alguno de sushijos. Los tiempos eran muy difíciles y ella apenaspudo soportar el sacrificio de irse lejos, donde lasmuchachas robustas eran vistas como alguien idealpor «pacer las hierbas del oeste de la Península», ellosignificaba que amamantarían provechosamente a uncrío. La verdad: las trataban como bestias. Allí donde

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eran naturales y sensibles se les consideraba rústicaso indiferentes.

Ella, sin embargo, no corrió tan mala fortuna. Quie-nes la contrataron fueron siempre generosos y agrade-cidos. Aun así, vestida con las galas de quien trabaja parafamilia rica, en un daguerrotipo de estudio, su rostrotenía una expresión adusta y lánguida, como de quiensoporta a duras penas el sufrimiento de un oficio dolo-roso y además, mal visto. En la imagen apoyaba el ante-brazo en un sólido y repujado atril de madera sobre elcual se desbordaba de rosas un vaso decorado a su vezcon florestas, costumbre impuesta a los retratados porlos artistas perdidos tras el fuelle de la caja oscura y lahumareda de una súbita iluminación asustadiza.

Antonia vestía un traje de cuello alto, mangaslargas y oscuro, adornado por encajes, lazos y vue-los. En una mano un pañuelo y en la otra una som-brilla. El pelo recogido en un moño alto y los rizossobre la frente, denotaban cuidado en el arreglo, asícomo los pendientes largos aportaban un leve deta-lle de coquetería, pero con todo y esos primores y eldonaire de la estampa, a ella se le veía triste y seriaen el daguerrotipo.

Antonia sentía muy hondo y como propia la hu-millación vivida por las jóvenes reunidas en la Plazade Santa Cruz, en la capital, para vocear la abundan-cia lechera de sus pechos hasta conseguir un buenpostor. Las miradas de soslayo que las seguían apenas

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contenían el desprecio y la burla, sin comprender cuándesesperada habría sido su necesidad, al punto de lle-var a las aldeanas al centro del mercado más triste,lejos de sus hijos a poco de nacidos «¡angelitos deDios!», de los sencillos días provincianos y envueltasen la vorágine ruidosa e inclemente.

A Antonia la apenaban los dichos de las alelu-yas, aquellas hojas de papel donde aparecían viñetascuadradas y en ocho filas, con grabados y textos pararelatar historias cotidianas… Qué sofoco indignado elsuyo al saber que una pregonaba: «Por oro todo seharía/ la propia sangre se da/ dígalo un ama de cría».Alguien le mostró la hoja, pero ella no podría decirquién, porque en ese instante se le nubló la vista en-tre el llanto y el coraje mientras el mensajero leía sindespegar la vista de aquel papelucho endiablado.Únicamente, la consolaba la certeza de que existíanalmas caritativas que reconocían en ellas la honradez,la humildad y el temor de Dios. La aliviaba además lafrecuencia de esa condición en las familias gallegas.Después de esa experiencia, era natural que fuese muyamorosa con sus hijos, mucho más que quienes nun-ca habían vivido entre el desgarramiento y el menes-ter. Se desvivía por los niños de su corazón, en unafán desmesurado de acunarlos junto a sí. Los arro-paba, consentía, besaba y acariciaba con mucha ter-nura. Era severa consigo misma y lloraba y suspirabasin consuelo a veces hasta dormida.

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Tiempo después, cuando Antonia ya había pasa-do por el dolor de perder a su pequeña hija de dosaños y medio: María Antonia Dominga, alguien ase-veró que las penas le consumieron no solo el almasino también las fuerzas físicas. María Antonia, suprimera hijita, nació en el regocijo cálido y colori-do de la primavera, a las seis de la tarde del 18 mayode 1874, y se fue como una desoladora ventisca endiciembre de 1876. Fue la primera adversidad sufridapor la joven pareja desposada por el infrascrito donRamón López Neira, cura propio de la única iglesiaparroquial de San Pedro de Láncara, donde tuvo lu-gar la ceremonia de casamiento tras el debido exa-men y aprobación de la Doctrina Cristiana, según or-denamiento de la Santa Madre Iglesia en el SantoConcilio de Trento y, a su vez, el consentimiento yconsejo requeridos por la Ley vigente.

El matrimonio tuvo lugar en el verano de 1873, alos dieciséis días del mes de agosto; Manuel de Cas-tro Núñez contaba 24 años y la muchacha elegida, 18.Aquella mañana, la iglesia hacía resonar las campa-nas de sus torrecillas, rompiendo el silencio de la casarectoral contigua y la paz de los sepulcros cercanos.El cura, con los lentes rodándosele hasta la punta dela nariz y secándose con un pañuelo de seda el sudorde los calores en la sacristía, cumplió todos los sacra-mentos de rigor y dio su bendición, y por su interme-dio la de Dios, a la unión de Manuel y Antonia. Ella

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llevaba en el pelo una guirnalda de flores silvestresrecogidas a la orilla del Neira y su piel, rozagante ypálida, parecía la de una señorita crecida a la sombrade los recogimientos y de los altos y húmedos porta-lones: valladar a interiores de Santiago de Compostela,laberíntica y seductora ciudad donde proliferaban lasbeaterías desde tiempos inmemoriales, la pasión alApóstol, el musgo de las sombras frías y las discusio-nes políticas.

—Envejeció pronto –acreditaban las vecinas alcomentar de Antonia.

Angelito no percibía esa languidez de espíritu, ymenos su cansancio si pasaba las jornadas de un tra-jín a otro. Advertía su desvelo por ellos y el ansia deAntonia por buscar amparo entre los brazos de suesposo Manuel al sentir abatimiento. Sí, la había vis-to refugiarse en su papá; poner la cabeza en su pecholargo rato y en silencio, o conversar con él sobre losasuntos casi siempre azarosos de la agricultura: cues-tiones de temporadas, lunas, semillas y lluvias. Ange-lito no alcanzaba a entender sus diálogos. Sus padreshabían crecido entre gente de campo sabia en fecun-dar la tierra. En esa labor cifraban todas sus esperan-zas de prosperidad. Con las cosechas podrían llevarla casa, alimentar los hijos y pagar las rentas. Elladedicaba tiempo a los olivos, vides y manzanos. An-tes de disiparse las sombras de la noche ya estabapodándoles las desmesuras, y removiéndoles la raíz.

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Ponía los ojos en los sembrados de legumbres y pata-tas con el deseo de que fueran productivos como paradisfrutar de estos en las comidas. Era sin duda unaancestral costumbre familiar la de procurarse, con laspropias manos, algo de lo que se ponía a la mesa coti-dianamente. Lo más atendible sin rezongamientos departe de nadie era darle de comer a los animales, cual-quiera de sus hijos cumplía esa tarea con esmero, hastala más pequeñita de todos, a quien reconocían comobola de humo porque era escurridiza e incansable yse divertía rociándole granos de maíz a las gallinasy a las palomas.

Angelito no podía recordar la muerte de su her-mana María Antonia Dominga en 1876; él apenas con-taba un año de edad entonces. Había nacido en lanoche del 4 al 5 de diciembre de 1875, un día húmedoy frío. Sí evocaba la llegada de su hermano GonzaloPedro. Para esa fecha él estaba a punto de cumplirlos seis años. Aquel 21 de octubre de 1881, fue unajornada tremenda, vivida en sobresalto hasta las nue-ve de la noche, cuando se escuchó el llanto del niñoen la habitación contigua a la principal, donde juntoa la lareira, el padre apuró una copa de vino y diogracias al Señor porque todo hubiera concluido feliz-mente. Celebró en compañía del sacristán de la parro-quia, un político del pueblo y el padrino. Angelitopensaba en ello y sentía mucha alegría pero tambiénun salto en la boca del estómago.

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Recordó el golpeteo constante de los granizos enel techo de la casa esa misma madrugada. Al alba, eldía apenas se vislumbró en un cielo marchito, un velogris alejó la suerte de una mañanita con sol.

—¡Diablos! ¡Cómo demoran los otros! –maldijo.Rogaba porque los primos Ramón y Manuel

Argiz llegaran a tiempo para echar una competenciahasta el fondo fangoso del cauce, chapotear, zambu-llirse una y otra vez, comprobar quién podía resistirmás sin tomar aire en el aire, quién conseguía pescaruna trucha, cazar pájaros o atrapar animalejos entrela hojarasca del bosque, colgarse de las raíces y ra-mas de los frondosos nogales… y todo, antes del os-curecer, porque no olvidaban las advertencias de losmás viejos, pronunciadas en torno a las lareiras enlas frías noches: en la penumbra podían bajar a laaguada los lobos y atacar a sus víctimas, o al menosembrujarlas con sus ojos como brazas ardientes, du-rante unos ocho días, al cabo de los cuales volveríanen sí de un largo adormecimiento similar, según con-taban, al provocado por las serpientes en las selvasde la India.

Un vientecillo gris rizó las aguas, removió el fo-llaje, agitó los brezos y le recorrió todo el espinazo.

—Si se tardan demasiado tendré que irme–lamentó–. ¿Será posible? ¿Demorará tanto arrearlas vacas o segar el heno? ¡Maldita vida la de noso-tros! –rezongó.

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Los primos Argiz no vivían lejos de su casa. Parair a verlos, él atravesaba por el horro y el pequeñohuerto al fondo de la casa y enfilaba por la vereda alborde de la casona de los López, compadres de donManuel, su padre. A unos 800 metros de andar cuestaarriba, a la derecha, se levantaban las casas da Piqueyra,de recios muros y frontón con la inscripción del nom-bre Pedro Argiz, el abuelo, y una cruz, como de igle-sia, tallada en la piedra, bajo el alero de la entrada,perdido a veces tras una inmensa pila de leña acopiadaen previsión de los crudos días de frío. La casa de losabuelos maternos tenía porte señorial, aunque no al-canzaba a disponer de dos plantas como tantas otrasexistentes en el valle de Láncara. Su madre había na-cido allí, en el que ya parecía remoto año de 1855. EnLa Piqueyra vivían el tío Félix José y su señora JosefaHuerta, y los primos. Los tíos Manuel Antonio y An-tonio no permanecían o se habían marchado comolos abuelos Pedro Argiz y Dominga Fernández, al in-sondable territorio de la muerte. Cuando él nació losabuelos aún vivían, pero poco después desaparecie-ron y él no podía recordarlos. También murió en sucasa la abuela paterna, doña Juana Núñez, a quiencerraron los ojos un día de 1877. Su madre Antoniahabía en poco tiempo llorado muchos declives, oca-sos, acabamientos de vida y siguió vistiendo de negropor el luto, sin posibilidad de cambiar su atuendo porel color morado del alivio.

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Angelito sí reconocía enseguida y de cuerpo en-tero a su padrino Ángel Cabana Sierra y a su madrinaBenita Fernández, ambos visitaban la casa con fre-cuencia y brindaban ayuda en días de enfermedad ode júbilo, como cuando el coheterío estremecía la pe-queña plaza de la parroquia durante las fiestas delCarmen, en segundos domingos de septiembre. A lavirgencita del Carmen le rezaba su madre todas lasnoches en el dormitorio, y a San Roque, el santo pa-trón de las inmediaciones. Ella rogaba en voz baja yAngelito la escuchaba como un arrullo; cerraba losojos hasta dormirse con la tranquilidad de que la te-nía cerca, muy cerca, por muy cerrada o glacial quefuera la noche o enigmáticas resultaran las ausenciasrepentinas sufridas por su madre y su padre.

—Si oscurecía también podían aparecer los espí-ritus del bosque –pensó.

En la aldea creían en esos seres, algunos eranbuenos y protectores, alados y hermosos; y otros, pí-caros, falsos, malignos y repulsivos. Merodeaban lanoche con fulgores verdes, búhos de un solo ojo, lo-bos de dos cabezas, almas en pena aparecidas en lasaguas y los caminos.

Sebastián contaba siempre las mismas historias.Ya no tenía dientes y palidecía por momentos, soloel brillo intenso de sus ojos muy azules desmentíasu debilidad y senectud, sus desvaríos… Con una copade vino en la cabeza y una cola de zorra en el panta-

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lón insinuaba unos pasos de baile en las fiestas o setumbaba en un banco a repetir, en tono de confiden-cia, las murmuraciones de las comadres, las visio-nes en el cristal de las ventanas durante las tempes-tades o los resplandores frente a la iglesia dondereposaban todos los difuntos de las cercanías. Con-taba siempre cómo una vez logró escapar de los lo-bos por una llamita que consiguió encender y arro-jar a la mirada de las bestias, ya bien cerca. Todos,incluyéndolo a él, lo escuchaban ensimismados: laslavanderas en la fuente del pueblo, las viudas a laentrada de la iglesia, los hombres en el mercado, losviejos en los atardeceres, y los niños mientras la lum-bre calentaba el sueño arrebujados en la calidez ro-busta del escano de la sala, el banco largo y sólidodonde se juntaba la familia frente a los sahumeriosde la leña ardiente.

De súbito sintió como si los olmos, las hayas yavellanos se estremecieran. Un soplo húmedo agitó losfresnos. Por primera vez reparó en su soledad profun-da. Nunca se había sentido así, como desnudo.

—Los primos ya no vendrán. Tengo que volver acasa –se persuadió.

Recogió sus ropas y se vistió rápido. Comenzó allover y apuró el paso. Sintió dolor; era la misma pun-zada de siempre. Casi lo paralizaba.

—¡Ave María!, ahora sí se complicaron las cosas…–se alarmó.

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Antonia iba a reprenderlo por andar pescandofrialdades y lo demás era un verdadero fastidio: ten-dría que reposar, dejar a un lado las caminatas porunos días y, sobre todo, las tardes en el río, y estarsequieto durante horas con paños tibios alrededor dela pierna para la inflamación de los huesos. Todavíano podía ni imaginar cuánto le haría sufrir ese mal.

—Sí, algunos decían que los huesos se deshacíanen polvo y otros aseveraban que como estos tambiénterminaba por hincharse el mismísimo corazón, peroél no iba a hacer caso a esos pronósticos. Eran habla-durías, cosa de viejos demasiado temerosos a la muer-te. Él no podía comprenderlos, la muerte estaba tanlejos…, él no la conocía.

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Recorrió con la mirada la madera de los robles y cas-taños, la armadura del techo de la casa. Las vigas erancomo una calle ancha de Lugo donde desembocabanmodositas otras callejas deslizadas por tramos y ar-cos umbrosos al interior de las murallas romanas. Lasarañas se descolgaban en las esquinas, a salvo deldeshollinador que Antonia paseaba por los techosasiduamente. Los palos entretejidos en lo alto termi-naban en los maderos recios, estos sostenían el cielode su vida y las tejas de pizarra azul que protegían delas nevadas lluviosas o del implacable sol de mitaddel día en veranos ardorosos. Todavía la resinaescurría de los árboles acostados en días de humedady él sentía el agua en las piedras de la casa. Sentía sufrescor y fluir… El agua fluía y fluía como la del Neiray los días vividos hasta entonces, como la música le-jana y sombría de una gaita en invierno.

Los López y los Osorio, más viejos por los ladosde Láncara hablaban del manantial en lo hondo de laedificación, una de las más modestas de la aldea, comouna parte o dependencia de una propiedad mayor, ubi-cada en un ángulo esquinado del pueblito, en el linde-ro más allá del cual los terrenos se extendían lisos has-ta comenzar a empinarse tenues hacia las colinas.

Abrigo� �

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Rodeada por el fondo de una cerca de piedras, la pe-queña construcción se cuidaba de los inviernos y lasrachas de aire con gruesos muros y ventanas de cristalcomo postigos. Las aguas subterráneas brotaban a susplantas, y la familia bebía el líquido a la puerta o porun costado del hogar. Su madre, desde viejos tiempos,llenaba los baldes de barro allí mismo. Pero esas noeran las aguas que humedecían las piedras, las lajasreposadas unas sobre otras tanto tiempo. Para él, lasaguas del río Neira secreteaban su rumor dentro delas piedras de los muros o quizá dentro de sí. Sen-tía las aguas mientras estaba despierto o dormido,como si las piedras de la casa llovieran o como si lasgotas calaran sus huesos de una buena vez, sus huesosdesnudos; dolían todos y la pierna abrigada entrealcanfores y paños calientes, único remedio para ali-viarse. El malestar iba de la cadera al tobillo y a vecesse tornaba irresistible. Él pasaba horas bajo las man-tas con la esperanza de calentarse y mejorar, así quizápodría borrar la sensación de que una parte de su cuer-po pesaba y estaba prematuramente viejo, demasiadoviejo, como Sebastián, quien encorvado y exhausto va-gaba por los caminos de la aldea y ya casi no respon-día a los saludos de los compadres y las comadres,porque había perdido la memoria y el oído, y andabaenvuelto en un mundo que los otros no percibían y élmusitaba bajo e ininteligible como si respondiera aotras voces…

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Alguna lamparita de aceite permanecía encendi-da en la casa porque aún no clareaba. Angelito deci-dió arrebujarse en el banco, macizo y confortable,cerca de donde humeaban las cenizas del fuego pren-dido en la noche. Se incorporó del lecho, vadeó conéxito el arcón para la ropa, el pequeño aguamanil, unarmario y los veladores, sin enredarse con la cortinadivisoria de la estancia para aislar el lecho matrimo-nial del de los hijos. Su silueta se dibujó efímera en elespejo. Adelantó unos pasos a hurtadillas para nohacer ruido y despertar a sus padres y hermanos, ysobre todo a los animales: de estos sentía el resuellode su respiración bajo el entablado del piso del dor-mitorio, donde se les resguardaba, mientras las palo-mas y los murciélagos se refugiaban en lo alto, en lacornisa. A pesar de su sigiloso andar, Angelito oca-sionó un resoplido, un acomodo ruidoso del rebañode ovejas y vacas, un leve trote de caballo, un sordocacareo de aves. Fue un alboroto pasajero. Todo vol-vió rápido al plácido y callado reposo.

Sentado en el escano, creía que el tiempo notranscurría. Percibía y observaba minucioso a su al-rededor. El péndulo del reloj de pared continuabamoviéndose acompasadamente. Todos dormían y lacasa conservaba el silencio como una gruta olvidada.Entre el dolor y el insomnio, ya no soportaba quedar-se en cama mucho más, pero a su vez no se despabila-ba del todo en medio de la penumbra. Iba y venía su

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lucidez, como si soñara despierto o viera visiones…En la sala los hilillos de humo ascendían de vez envez a intervalos breves y espumosos. En ocasiones, élquería atraparlos. Le fascinaban y transportaban porvericuetos de lo escuchado una y mil veces a las vie-jas historias de guerreros celtas, suevos, romanos,musulmanes y caballeros cruzados, confundidas enel pasado reciente y remoto: esos espíritus habitabanla niebla espesa de las amanecidas por aquellos con-fines o la vida de los ilustres hidalgos de la comarca,herederos de esa condición por uno y muchos cami-nos, todos considerados de buena fortuna.

Una vez había oído a un notario enunciar cadauno de los laberintos del destino por los cuales po-dría considerarse a alguien como hidalgo de condi-ción. Él estaba sentado junto a su padre bajo la hi-guera cercana a la iglesia mientras algunos hombresdel pueblo reposaban de la caminata al regreso delmercado. Reunidos a la sombra escuchaban almenudillo escribano, un ser endeble, cuyo rostro,perfilado por unos anteojos sobre una nariz promi-nente, sabía bien de su ascendencia entre los presen-tes por la exuberancia de sus discernimientos y jui-cios, perspicacia y conocimiento al dedillo de lasdirectrices, capítulos, apartados y normativas de to-das las leyes escritas o por escribirse regidoras de losarbitrios y potestades en las inmediaciones, y porqueademás andaba de visita por esos lares donde el

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venido de afuera era atracción ceremoniosa y bienvisto como sabedor de todas las verdades letradas. Elchupatintas dejaba a los inexpertos y neófitos habi-tantes de la aldea con la boca abierta, mientrasdiscurría concienzuda y detalladamente sin que An-gelito, por su corta edad, pudiera seguirle el trazo olos significados a aquel tedioso discurso, pronuncia-do con entonación enfática y modulaciones de voz. Elescribano se arreglaba los lentes, alzaba la barbillaen pose de erudito y contaba:

«Existen los hidalgos de sangre por pertenecera una familia distinguida, de clase noble; los de bra-gueta –agregaba no sin desplegar una cierta sonrisamaliciosa–, por haber tenido siete hijos varones sininterrupción de hembra alguna; de cuatro costados,por los abuelos paternos y maternos; de devengarquinientos sueldos, quienes por los antiguos fuerosde Castilla tenían derecho a cobrar quinientos suel-dos en satisfacción de injurias; de ejecutoria, el quehubiere litigado su hidalguía y probado ser hidalgode sangre y por diferencia a quien la conseguía porprivilegio del rey; de gotera, alguien en algún pue-blo gozaba de los privilegios de hidalguía, pero demudarse a otra parte perdía tal merced; de privile-gio, por compra o merced real; de solar conocido,quien tenía solar o casa solariega o descendía dequienes hubieren poseído ese bien; por prestarservicio al rey, cualquiera al servicio del monarca

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con armas o con su propia persona, algo enunciadoen las leyes de Juan II: “que los caballeros ciudada-nos de todas las ciudades y villas y lugares de losreinos de S.M. gozaban de nobleza”; y por gradua-ción militar, los soldados que en los reales ejércitosllegaran a la graduación de coroneles, mariscales,sargentos mayores, maestres de campo y capitanesgenerales…» –concluyó casi sin respiro su melopeaexhaustiva, grandilocuente e innecesaria, pues detodo ello, poco pudieron discernir los reunidos a lasombra del árbol, a no ser, constatar lo enrevesadodel asunto de ilustres conveniencias y mucho respeto.

Los paisanos de la comarca y también él convi-vían desde la niñez con signos, huellas o detalles delpasado, algunos explícitos y comprensibles a simplevista; otros, indescifrables o enigmáticos, abundabanen los portones de los templos, los cimientos de lospuentes sobre los afluentes del Neira, en las paredesde las capillas, en frescos e imágenes borrosas peroapreciables aún en los escudos, los sellos militares,las ruinas de castillos y las llaves de hierro; las polvo-rientas veredas al camino real de Santiago, los baú-les, armarios y mosaicos; en el deshilado de las sába-nas, los bordados de los manteles y la suavidad deltejido empleado para las servilletas; en las ilumina-ciones, las inscripciones de los muros, las tumbas ylos libros parroquiales, las directrices de los petruciospara llevar indumentarias, los mecheros y candela-

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bros, y en las tradiciones del día a día, los hábitos detrabajo y hasta bajo la tierra, desde donde de impro-viso afloraban vestigios de unos antepasados que vi-vían en círculos, soñaban en círculos, amaban encírculos y hasta morían en círculos, siempre en círcu-los, como enunciando espirales o infinitos concén-tricos. Mágico, mágico mundo en las tierras por largotiempo la mano de Dios sobre el paisaje, en el sépti-mo día de la creación, con sus rías y sus lenguas detierra adentrándose en el mar y todo apreciado porlos habitantes como cosa natural y cotidiana sin cavi-lar mucho en sus significados o en las razones de suabundancia allí, como parte de sus vidas.

Angelito había visto muchas veces los círculosde piedra en algún promontorio del valle, donde seperdía junto a sus primos dando vueltas y vueltas perohacia adentro, con los brazos extendidos a ambos la-dos como aves en vuelo con destino a un punto.

¡Ah, el pasado! otros pormenores eran más pal-pables y deliciosos y olientes como el pan y el vino,las filloas y los cocidos, las avellanas y castañas, losjamones, el tocino, las morcillas y chorizos, y el aro-ma de la leña al fuego vivo invadiendo hasta el últimoresquicio de las moradas y el alma, o la certeza deque las piedras de las tapias habían sido colocadasallí cientos, quizá hasta miles de años atrás… Los sue-ños no, los sueños tenían en toda Galicia y en la aldeade Láncara el sonido del mar inmenso nunca visto por

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la mayoría de sus pobladores y la forma de un barcosurcando las aguas tormentosas del Norte, hacia don-de se ponía el sol en las tardes y desde donde se avis-taba a poco de navegar la Torre de Hércules, el Faroromano protector de los marinos, no más salir delpuerto en A Coruña… Los sueños viajaban lejos a lastierras nuevas de América. Al hablar, a los indianosse les subía a la cabeza y a los ojos la euforia de sucorazón. Musitaban o exclamaban febriles: ¡América!¡América!, para referirse a intensidades y abundan-cias, mujeres hermosas y riquezas sin límite: ¡Améri-ca!: un paraíso al alcance de unas pocas semanas pormar desde que la máquina de vapor irrumpiera en elitinerario de las navegaciones y las acortara en el tiem-po. Y en América: Cuba, a pesar de la guerra, pues laguerra se había acabado cuando él tenía tres años y laisla seguía siendo «la fidelísima» tierra de promisióncon olor a fruta fresca, a rocío mañanero, a sahumeriode tabaco envuelto en pencas de guano y el sabor amieles y alcoholes de los azúcares prodigiosos… Todoeran sueños, sueños, sueños interminables alcanza-dos por quienes se iban lejos del terruño, del hogar yno permanecían en el tedio y la decadencia, la ruinaabarcándolo todo: se morían los nobles hijos de losseñores feudales más encumbrados, la hiedra iba cu-briendo los muros de los castillos, se desplomaba elesplendor de las habitaciones y vidas, volvíanse pol-vo títulos y nombramientos, se perdían los pazos y

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hasta los empeños de progreso pues las nacientes in-dustrias eran superadas por las de otras provincias yreinos más capaces de sacudirse el pasado, la rudezay el pudor…

Pero Angelito no conjeturaba nada de esto, des-de su sitio, junto al hornuelo donde su madre cocía elpan todos los días, en la esquinita, solo vislumbrabala cruz para evitar que «trasgos y otros seres entrevillanos y pícaros» malograran la hornada en un ex-ceso fugaz. En ese instante, imaginó sobre la mesa lascrujientes y doradas rebanadas de pan caliente em-badurnadas de aceite de oliva o acompañadas de untrozo del tocino preparado por sus padres en días dematanza. Paladeó los olores de su imaginación y sin-tió hambre. Anheló el amanecer cuanto antes.

Con la clareada, Antonia se puso en pie y comen-zó a trajinar por la cocina. Petra María Juana invadiópoco después, como un torbellino, los espacios delaposento. Con sus cinco años, le haló el cabello aAngelito, se coló bajo la frazada que le cubría las pier-nas, saltó alegre en su regazo, señaló los pajarillos enel cristal de la ventana, entreabrió la puerta de la en-trada, parloteó sin descanso y asomó el rostro afueraa la frialdad para mirar si alguien pasaba por el sen-dero, porque pronto se vería a las beatas cubiertaspor sus mantillas y en corro andar camino de la igle-sia; los hombres llevarían sombrero de fieltro y ex-presión solemne, y los niños, muy compuestos, se

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preguntarían cómo brotaba una música tan bella delórgano, unos acordes que trasponían invariablemen-te el recinto de la casa de Dios y se esparcían por lacampiña como rocío de mañana. Petra rió bulliciosahasta que su madre le pidió un poco de moderación.

—Mira hijita, me hace falta sosiego –le dijo.Antonia contaba ocho meses de embarazo según

las lunas transcurridas y pronto alumbraría a otro ser,justo a la llegada de la primavera.

—Habla bajo niña, habla bajo. Respeta el descan-so de los otros. Aprende, aprende eso en tu vida –amo-nestó otra vez con dulce y paciente voz a Petra María.

Terminaba abril de 1884. El padre descansaba unpoco más porque era día domingo de irse a misa conel resonar de las campanadas de la iglesia, a unospocos pasos con sus contrafuertes medievales y elcamposanto en los flancos como cubriéndola o abra-zándola.

Con un chal por encima de los hombros y delrefajo de dormir, Antonia, le preguntó a Angelito porqué no había permanecido hasta la alborada en el dor-mitorio, donde había más calor y abrigo, pero él nodio razones, porque si confesaba el dolor entoncessería más tiempo el que habría de permanecer inmó-vil. La seguía con la mirada a todas partes sin perderun segundo.

Desde su atalaya, a un lado de la habitación, se-guía todos sus movimientos; ella se desplazaba con la

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fuerza de la costumbre. Cuando él estaba horas fuerade la casa la extrañaba y entonces corría para verla. Aél le gustaba acompañarla en las solitarias amaneci-das silenciosas.

De pronto, a su espalda, desde el pollero empo-trado en la pared del fondo de la estancia principal, lasgallinas armaron un revuelo de mil demonios cuandoAntonia recogió los huevos; batieron alas y picotearonlas manos de la mujer. A poco, su madre serviría hue-vos fritos, tocino, tostadas y chocolate caliente.

Sin dejar de seguirla con los ojos, Angelito apre-ciaba cómo ella iba de uno a otro quehacer propio deldespuntar el alba sin asomo de fatiga por el abultadovientre. Poco después, le ponía entre las manos un ta-zón humeante de chocolate. Lo sorbía observándola.Los ojos del niño repasaban todos los rincones de lacocina donde ella reinaba como en ningún otro sitiode la casa. La mesa donde se agolpaban los potes, ollasy baldes, el escurridor donde colocaban los platos yfuentes después de fregarlos en el vertedero, los estan-tes con vasos; los ganchos de hierro de los que pen-dían sartenes, potas y cazos; los armarios para guardarbotellas y copas, la alacena donde conservaban los gra-nos, y en una caja de madera, la sal; en un entrante enla pared, la leñera, y en otro espacio, la masera útilpara amasar el pan o picar las berzas o cortar las car-nes; y al fondo, como el gallero donde se resguardande los ratones, las viandas; las touciñeiras o claveiras,

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de donde pendían los ganchos de hierro en forma deáncora, con los tocinos, morcillas, chorizos, jamones ycachuchas… Pero lo más colorido de la cocina eran losracimos de mazorcas de maíz tierno colgados del te-cho, puestos a secar al aire fresco, refulgían con los des-tellos de la lumbre, sobre todo cada día al oscurecer.

Su madre se inclinó para lavar y cortar las pata-tas y los trozos de puerco y los puso con los garban-zos en una misma olla colocada al fuego. Así adelan-taría al menos lo más difícil. Hacer sopa o estofadode cabrito, o cualquier otra cosa llevaba mucho me-nos tiempo. Al momento, acomodó una mesita de cua-tro pies y un diminuto tallo redondo para que PetraMaría se sentara a desayunar. Luego puso agua a ca-lentar en un pote de hierro. Por donde en otro tiem-po iluminaban las antorchas, encima del fuego, laspiedras habían perdido su color de monte y estabanrenegridas, tiznadas.

Antonia llevaba todavía el pelo suelto y el ro-pón de dormir. Debía apresurarse si quería compo-nerse, asearse, cepillarse el cabello y recogerlo enun moño en la nuca y sobre todo, cambiarse el atuen-do que, a pesar de ser sobrio, recatado y holgadopara llevar con comodidad las prominencias del em-barazo, por el color oscuro afirmaba en ella la loza-nía y belleza de su juventud. Pero antes de dedicar-se un tiempo a sí misma, Antonia envolvió queso enun paño húmedo y envasó en pomos de cristal la

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confitura de higos que había dejado refrescar en lacazuela desde la noche anterior. Era temprano yaprovechó para adelantar algunas labores antes deirse en procesión dominguera al templo. Bajó la mesade alzar adosada a la pared y le pidió a Angelito querecogiera los pies; a un costado del banco estaba elcajón donde guardaba los manteles y las servilletas.Luego de extender el tejido sobre la mesa y dispo-nerlo todo con prontitud, Angelito vio cómo ella, trassecarse las manos en el mandilón, ascendía sin difi-cultad los peldaños al entablado del dormitorio paradespertar con un beso a su padre y a Gonzalo. Él yano sentía frío. Vio a su madre moverse displicente yde buen ánimo y eso lo contentó mucho. Decidió le-vantarse y probar suerte, a ver si la pierna no le dabaya más molestias.

La iglesia, era toda un cuchicheo ardoroso y sutil,rumoreo que ponía las manos sobre los labios demuchas de las comadres para que nadie adivinara eldecir, ocasionaba leves toques de codo en el de al lado;apenas una vista fija seguía los movimientos de otrapersona o se desplegaban presurosas y aromáticas lastablillas de sándalo de coloridos abanicos. El murmu-llo crecía si el párroco demoraba el inicio del oficio.

Manuel permanecía atento y en silencio. Dabala impresión de estar en los celajes, como decía elabuelo don Juan Pedro de Castro Méndez a quien loshijos de Antonia y Manuel visitaban con frecuenciaen San Pedro de Armea de Arriba, de donde habíallegado a Láncara el padre de familia.

La casa del abuelo disponía de dos plantas, am-plias habitaciones, largos corredores y varios coberti-zos en el patio, y aunque los niños revoloteaban portodas partes durante las visitas al abuelo, Ángel, PetraMaría y Gonzalo preferían asomarse a los balcones delsegundo piso desde donde alcanzaban con la vista lastierras del valle en hondonada a sus pies y lanzaban alaire hojas secas para ver cómo el viento, según soplarafuerte o no, cada día, las alzaba o precipitaba al suelo.

Domingo

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Apostaban por una u otra hoja de encina, y ganabaquien más veces acertara en adivinarle la suerte. El jue-go era más divertido en días de cuaresma. La casa ha-bía sido construida a comienzos del siglo con la bo-nanza del desarrollo industrial fruto de los efímerosesplendores de la agricultura, la industria del lino, lasteneras y las ferrerías en Galicia, bonanzas desvaneci-das apenas cincuenta años después con la irrupción delos tejidos catalanes o el algodón de Inglaterra, Fran-cia y Bélgica; el arribo de pieles desde las colonias o elcierre de hornos por la dependencia del mineral vascoy los insumos ingleses.

Con un lacónico «¿qué hay?», don Manuel salu-dó a sus compadres en el portalón de la entrada. AAngelito no le extrañó su parquedad, sino lo poco efu-sivo del cumplido. Manuel era serio y de mucho res-peto, pero también cordial y propenso a la charla,sobre todo si se trataban los vaivenes políticos de lalocalidad y las incidencias de estos en las economíasde la región y de la casa. ¿Algo estaría sucediendo?Angelito había escuchado hasta tarde la conversaciónde los mayores junto a la lareira.

Los augurios enunciados el día anterior por elpadrino no eran alentadores. Las nacientes industriasgallegas iban camino al naufragio total porque impe-raba bien arraigado en lo profundo lo artesanal adespecho de lo fabril. Quizá esa era la causa de la ex-presión preocupada de su padre. Manuel era de com-

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plexión vigorosa y ánimo taciturno. Tenía instrucciónelemental que le permitía leer, firmar y comprenderlos sucedidos a su alrededor con la luz natural de losinteligentes.

—¿En qué estás pensando papá? –preguntó el niño.—En mañana, Angelito, en mañana –reiteró Ma-

nuel sin pronunciar una palabra más.En los macizos y alineados bancos del templo se

agolpaban las gentes de Láncara, Os Baos, Veiga deOuteiro, Pedreira, Piqueyra y San Pedro; un domingode augurios primaverales a la espera de la misa delpárroco, don Ramón López Neira. Estaba dispuestoel altar pulcramente: engalanada de encajes la mesa,brillantes los candelabros y los vasos, como reciénpulido el púlpito, y reluciente el retablo de cien añosatrás. La mañana cálida lucía un cielo despejado y unabrisa suave.

El cura inició sus palabras en un tono gentil quefue volviéndose, poco a poco, admonitorio y grave,mientras su discurso se adentraba en asuntos áspe-ros: recriminó el sacrilegio de quienes se mostrabanincrédulos ante Dios o profanaban la sagrada tradi-ción poniendo en duda la autoridad de la Iglesia paraofrecerla en bandeja de plata a las asambleas políti-cas, fustigó el libertinaje que iba calando no solo losasuntos públicos sino también las buenas costumbreshogareñas, y por último, sermoneó a las mujeres, quie-nes se debían al marido y a los hijos, a los quehaceres

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domésticos y al temor de Dios y debían seguir siendocompasivas y obedientes, recatadas y devotas.

Al solecito frágil de la mañana lo desplazaronunos nubarrones que presagiaban vendaval y se po-saron antes de mediodía en lo alto como aves de malagüero. La iglesia, antes bañada de una claridad re-fulgente, se tornó umbrosa. Un viento fuerte cerró elportón y apagó las luces de candil. Prevaleció unafugaz oscuridad. El propio ventarrón abrió de nuevolas puertas de par en par. Olía a lluvia y a tierra moja-da, a goterones precipitándose del follaje a los char-cos del sendero, a maíz podrido, estiércol y floresmarchitas. ¿Serían las ya muertas al pie de los sepul-cros? ¿Serían las almas en reposo afuera, en el cam-posanto en los alrededores del templo y de la casarectoral contigua? Angelito se atemorizó.

Con la voz del párroco creció el cuchicheo entrelas comadres en el recinto. Se llevaban y traían chis-mes sobre algunas adolescentes de la comarca dema-siado desenvueltas y atrevidas para con los mozos asu edad, o empecinadas en tener luces en el pensa-miento y arbitrio en sus vidas, como una tal señoritade A Coruña, Emilia Pardo Bazán, ella escribía y eraya afamada en el mundo de los liceos, los diarios y lasimprentas por su Ensayo crítico sobre las obras del pa-dre Feijoo, con que alcanzó un premio, y por una co-lección de poemas, inspirados en el nacimiento en1876 de su hijo Jaime. Se hablaba en términos sor-

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prendentes de Emilia: cuando niña había desdeñadolas usuales clases de música y piano propias de lasseñoritas de bien, por pasarse horas entre libros de labiblioteca de su padre, y muy joven, instruida y capazde discernimientos, se introdujo con desenfado y na-turalidad –¡oh, irreverencia impía!– en el mundo lite-rario, reservado siempre a la inteligencia y sensibili-dad inobjetables de los hombres. Y es que no era lomismo ser de aldea o ciudad provinciana al interiordel territorio gallego, que pobladora asidua de unaciudad volcada a las travesías marítimas como A Co-ruña, perennemente comunicada con otros mundoscercanos y distantes. Pero en Láncara, en lo profundode la provincia, la vida era harina de otro costal paralas labriegas y jóvenes distinguidas, crecidas a la som-bra de añejas tradiciones nobiliarias.

—Hay quien se salió del tiesto –aseveró una an-ciana de expresión estricta, al persignarse y mirar fijoa una jovencita que, sentada a su lado, permanecíatemblorosa sin atreverse a levantar la vista, y solo ati-nó a resguardar entre sus manos el libro en el regazocon poemas de Emilia. ¡Ah, quién fuera ella!, suspira-ba la joven de uno de los pazos en declinación, des-cendiente de una familia hidalga a quien ya rodeabanlas verjas oxidadas, los jardines secos y el musgo enel espíritu. La muchacha pasaba horas absorta en lec-turas alentadoras de su afán de viajes y vida citadina,lejos del primitivo y rudo ambiente del paisaje en

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derredor. La Biblia, La Ilíada y Don Quijote abstraían ala muchacha de su entorno y la mantenían ensimis-mada de tal manera que llevaba los libros a la mesa ala hora de las comidas y entre uno y otro bocado, sinapartar los ojos de lo escrito, pasaba páginas y pági-nas de historias sin prestar atención a ninguna otracosa. La abuela se persignaba y pedía a Dios perdo-nar tales delirios y pasiones en una jovenzuela.

Pero los dime que te diré también incluían poraquellos días a los jóvenes varones liberales y ro-mánticos de los pazos, quienes paladeaban frasesgrandilocuentes e ideales como la igualdad, la frater-nidad y la libertad, aprendidas en los volúmenes dela revolución francesa, mientras los sirvientes y loslabriegos los escuchaban atónitos. Los libros llega-ban hasta esos confines donde se consideraban un ver-dadero ¡sacrilegio!¡Sacrilegio!: resonaba el escándaloentre las paredes de los oratorios, capillas y monaste-rios en la Galicia rural, remisa a los cambios y las re-voluciones…

Los revuelos y estremecimientos religiosos y po-líticos se habían desbocado desde 1868 cuando la Rei-na Isabel II de España se marchó al exilio en Franciatras el triunfo de la revolución La Gloriosa. En Parísabdicó a favor de su hijo Alfonso XII, el 25 de juniode 1870. Aunque su reinado trajo el tendido de mu-chas líneas de ferrocarril, la reapertura de las univer-sidades y la industrialización; y tuvo resultados bien

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vistos en política exterior con la anexión de territo-rios marroquíes en la guerra de África, el reconoci-miento de la posesión de Guinea Ecuatorial, la brevereadquisición de Santo Domingo y el mantenimientode Cuba, Puerto Rico y Filipinas como enclaves colo-niales; era llamada en el recuerdo como La reina delos tristes destinos, en lo cual tendría mucho que versu infortunado matrimonio con Francisco de Asís ysus amores prohibidos con el capitán de ingenierosEnrique Puig Moltó, a quien muchos concebían comopadre de un único hijo varón Alfonso XII, o con elgeneral Francisco Serrano Domínguez.

Luego, se sucedieron unas tras otras las convul-siones de las que llegaban vagas y confusas noticias aLáncara, al punto de avivar los corrillos y las disputasentre los más entendidos y lúcidos y quienes casipodían ser considerados ignorantes. Todo, todo eratorbellino y camino al desastre, al olvido. Pocos lopreveían o avizoraban. Y el puntillazo habían sidolos diez años de guerra en Cuba y los ánimos levan-tiscos. Según se sabía, perduraban las turbulenciasen el territorio indómito de «la fiel isla de Cuba»,una aseveración que iba siendo ensueño, ilusión,espejismo…

Allí, en Láncara, no llegaban tan a fondo los en-tendimientos y mucho menos los rompimientos, losdeslices en la moralidad. Allí seguían inalterables lascastizas costumbres, las palabras y la naturaleza, y

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eran casi enfundados los temores del párroco. Allíno se miraba al futuro sino al pasado, y el pasadoiba a su vez deshaciéndose sin que las almas reuni-das se percataran de su inocencia y desamparo. Na-die, ni el mismísimo párroco, adelantaba el desen-volvimiento triste de los días y los destinos… Unasola verdad parecía inmutable: en Galicia no habíaesperanza de progreso.

Angelito reparaba en su madre, ella musitabamuy bajo sus oraciones y pasaba una y otra cuentadel rosario con lentitud, mientras sus hermanos Petray Gonzalo ya jugaban afuera, pues la misa había con-cluido y aprovechaban la sombra bajo las campanasy el cabildo protector a la entrada. Su padre, con es-píritu renovado y ya cambiado el ánimo, en la con-versación con los paisanos, preludiaba lluvias inten-sas y bienhechoras para los cultivos en el entrantemayo de entonces. El debate estaba por iniciarse cuan-do alguien interrumpió la conversación para alcan-zar a los presentes una copita de jerez y unos dulces.Para muchos labradores la cuestión de la caída o node las aguas abundantes era no solo asunto de primerorden, sino también de adivinación constante y prue-ba de sus dotes como anunciadores infalibles del cli-ma: unos y otros hacían predicciones –fueran estashalagüeñas o no– y defendían su visión sobre quéhacer para salvar los cultivos de las granizadas o losfanguizales.

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Los apuros monetarios de Manuel menguaron unpoco a fines del año anterior, y el 28 de enero delcorriente 1884 adquirió –ante el notario de la villa deSarria, letrado del Colegio de A Coruña, don AntonioBuján y Rodríguez , por compra hecha a doña IsabelRiesco– dos fincas rústicas carentes por entonces degravamen y servidumbre; radicaban en el mismo tér-mino de San Pedro de Láncara. De esos terrenos es-peraba sacar provecho en corto tiempo, esto le val-dría de ayuda para sostener su casa, sobre todo porqueotro hijo venía en camino en el hogar y Antonia nopodría ayudarlo en las faenas del campo durante untiempo. Tampoco esta vez podría ejercer como amade cría porque antes habían contado con la ayuda dedoña Juana Núñez ya difunta. Por primera vez, de-bían enfrentar la llegada y crianza de una nueva cria-tura con sus propias y únicas fuerzas.

La niña se agitaba entre los pañales de hilo.—Su piel es muy tierna y le molesta la tela –dijo

Juana Vázquez, quien sostenía a la recién nacida en-tre sus brazos con bastante dominio, a pesar de quenunca había tenido hijos. Pedro, el hermano de donManuel, observaba a la pequeña con asombro, comosi se tratara de una aparición. Ellos, los tíos Pedro y

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Juana, se habían matrimoniado desde 1878, pero nohabían logrado concebir hijos, razón por la cual agra-decían el gesto de cariño y solemnidad con que Ma-nuel los congratulaba y les mostraba además su con-fianza.

Los ojos de la criatura eran muy azules, tenía elpelo oscuro y un rostro hermoso. Sus manecitasafloraban por entre el cobertor con los dedos rojizos ylas diminutas uñas blanquísimas y largas.

El cura don Ramón López Neira se acercó a lospresentes e inició la ceremonia, pero entonces la niñacomenzó a llorar y los asistentes se inquietaron. Ro-dearon a la pequeña, le hicieron mimos y ternezas yal fin consiguieron tranquilizarla. Juana la arrulló conel amor guardado dentro desde siempre, le palmeólas nalgas, le resopló una brisita en la cara con su alien-to y le cantó bajito. La niña se durmió profundamen-te. Entonces le rociaron el agua bendita, le pusieronla hostia en la frente y el Padre la bendijo. Don Ma-nuel se sentía agotado y feliz. Todo el santo día ante-rior había vivido en inquietud, pero en la madrugada,el alumbramiento natural disipó los temores de unacomplicación. Se encontraba allí para agradecer a Diostanta benevolencia y para que su hijita recibiera to-dos los buenos augurios de que podía proveerla laaugusta mano del religioso, en la iglesia parroquial.

Don Ramón López Neyra sintió un gran alivio alterminar el bautizo. Los prefería a la difícil y triste cir-

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cunstancia de los entierros, pero significaban para élde todas formas una tremenda tensión, obsesionadoporque todos acontecieran con el debido rigor, con-vencido de que de ello podía depender en buena medi-da la fortuna o la desgracia de los bendecidos. Sentíaun peso abrumador sobre sí cuando se ponía en susmanos el destino de los angelitos inquietos y vocingle-ros; por lo general, rompían con su llanto no solo elsilencio, sino también el tedio de la iglesia parroquial.

Al marcharse todos se sentó frente al volumino-so Libro VI de Bautismos y apuntó en el folio corres-pondiente:

En la Iglesia parroquial de San Pedro de Lancaraá tres días del mes de Mayo de mil ochocientosochenta y cuatro, yo el infrascrito Dn. RamonLopez Neyra cura propio de la unica iglesiaparroquial del dicho San Pedro de Lancara en elObispado y Provincia de Lugo, bauticé solemne-mente a una niña hija legitima de Manuel de Cas-tro natural de San Pedro de Armea, y de su mugerAntonia Argiz natural de La Piqueyra, y los dosvecinos del pueblo de Lancara de oficio labrado-res. Nació hoy día de la fecha a las cuatro de lamañana.

Se le pusieron los nombres de Maria, Juana Petra.Abuelos paternos Juan de Castro y Juana Nuñez

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difunta naturales de Santiago de Souto, y veci-nos del pueblo de Lancara. Maternos Pedro Argizy Dominga Fernández difuntos y vecinos quefueron de las casas da Piqueyra. Fueron sus pa-drinos Pedro de Castro, y su muger Maria JuanaVazquez Pardo vecinos del dicho Lancara y tiosde la bautizada a quienes adverti el parentesco ymas obligaciones que contrajeron. Y para que asiconste lo firmo como actual cura, dia, mes y añout supra. Ramon Lopez Neyra.

Terminada la escritura, el padre Ramón colocóla pluma de pavo en el tintero y se incorporó paraalmorzar algo y después irse a su habitación a dormirla siesta placentera y reparadora de cada mediodía,de la cual despertaba en las tardes como nuevo, parairse de visitas, emprender la restauración de algúnaltar o releer las sagradas escrituras hasta que la luzde la vela o la lamparita de aceite languideciera en laoscuridad. Apreciaba el descanso de esas horas por-que le disponía favorablemente el cuerpo a las ama-necidas tempraneras, cuando el firmamento no habíadisipado del todo las sombras, y la luz se filtraba en-tre las nubes para otorgar al cielo el púrpura maravi-lloso que contemplaba, agradecido de la bondad deDios, desde el portal de la iglesia; a esas horas lasveredas del pueblo permanecían vacías, solo de vezen vez, a la distancia, veía a los labriegos camino a los

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sembrados, ellos tiritaban de frío a pesar de estarabrigados con chaquetones de lana. Al andar se ca-lentaban las manos con su propia respiración.

El niño tenía los labios resecos y los ojos marchitosdespués de llorar inconsolable durante cincuenta ho-ras, pero ahora sentía el peso de su cuerpo y los pár-pados se le cerraban. No quería dormirse. Sintió olora hojas húmedas, a pétalos secos, a resina de los pi-nares. Ya no podía más. Todo sucedió de forma ines-perada, al menos para él. Recordaba los dos nacimien-tos anteriores como motivos de alegría y revuelo encasa: primero bautismo en la iglesia, luego visita defamiliares, entra y sale de vecinos, celebración de supadre con anicete compartido con el cura, los amigosy los parientes, y, él, Angelito, asomado a la cuna mi-rando al recién nacido como si hubiera caído del cie-lo y le tomara prestado su nombre. Sí, eso les contabael abuelo don Juan Pedro de Castro: a los niños lostraía una cigüeña y los dejaba entre los brazos de lamadre y a esas horas, el padre hasta ese instante an-sioso, daba a los cuatro vientos la buena noticia.

También los nacimientos de la iglesia eran algomuy bonito. A él siempre le llamaba la atención lacriaturita en su pesebre y la manera como el cura donRamón se las arreglaba para imitar la caverna dondeel niño Jesús había nacido en Belén. Para él nada enun nacimiento preludiaba infortunio; todo lo contrario,

Borrasca

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el tiempo de Navidad era maravilloso; daba paso adías de fiesta en la parroquia y en los hogares; abun-daban las luces coloridas y las golosinas con la llega-da del Año Nuevo, y con él, la visita de los ReyesMagos.

Pero este nacimiento de Leonor, como pusierona la niñita, el día 8 de noviembre de 1887, el mismo desu alumbramiento a las seis de la mañana, no fue así,todo aconteció triste y amargamente. Angelito sintiófrío. Primero fue la pequeñita: Ella abrió los ojos almundo y unas horas después los volvió a cerrar. Lue-go fue su mamá. No pudo recuperarse de las calentu-ras y delirios durante nueve días sin reposo; ella yano estaría nunca más en casa, no encendería el fuegoni les besaría al acostarse porque Dios se la llevó alas nubes, a las estrellas, a pesar de que ellos la extra-ñarían tanto y tendrían una soledad inacabable en sucorazón, en sus vidas. Su hermana Juana era muy pe-queña para comprender, jugaba distraída en mediodel llanto y el luto de los presentes. Permanecía quie-ta un rato como una mujercita, y luego se echaba acorrer o se escondía o iba al patio a perseguir mari-posas, buscar polluelos para acariciarlos o atraparcochinos que chillaban a voz en cuello mientras ellalos sostenía en el aire par soltarlos después, un pocosorprendida y asustada. Petra y Gonzalo, silenciosos,parecían ausentes, como él, a quien le daba vueltas elmundo y se le abría una grieta honda y oscura a los

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pies. Cuando la procesión salió sopló un verdaderoventarrón que hizo chirriar la carreta donde llevabanel cuerpo para darle sepultura eclesiástica en el cam-posanto, levantó las faldas a las comadres y se llevólos sombreros de quienes no alcanzaron a ponerselas manos a la cabeza. Algunas flores salieron volan-do y las mujeres se afianzaron con ambas manos lasmantillas. Alguna de ellas aseguró que Antonia sehabía gastado. La frase hizo pensar al niño en la lentaagonía de las mechas y también en los repentinosgolpes de viento. No imaginaba cómo podía una per-sona languidecer como las velas de cera o la luz delas lámparas de aceite. Alguien suspiró y dijo:

—Se aproxima una borrasca, por algo dicen que lasdesgracias llegan todas juntas. ¡Ave María purísima!...

Don Manuel de Castro hizo aplicar a su mujer,en sufragio de su alma, diecisiete misas durante elfuneral y el entierro, todo lo cual dejó registrado exac-tamente en el libro de defunciones de la parroquialde San Pedro de Láncara, el cura don Ramón LópezNeira, a quien abrumó la desgracia ocurrida en la ca-sita cercana. Pensó en los niños. ¿Qué sería de aque-llos infelices y del padre cuya presencia de hombreroble y curtido se había venido abajo y ahora parecíamás un ser débil y desamparado?; de él ¿qué sería?¿Cómo se las arreglaría para educar a cuatro niñospequeños? Don Ramón elevó entonces la mirada alcielo y rogó con las manos juntas a la altura de su

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pecho: «Jesucristo, hijo de Dios vivo, compadécete denosotros». Habría de existir una solución a tantospesares, al desafío de un hogar a la deriva como unbarco en medio de una tormenta y perdido el palomayor. Recordó la casa de San Pedro de Armea deArriba, de donde había llegado a Láncara don Manuel,y luego la mañana rebosante de alegría del matrimo-nio con Antonia, crecida en las cercanías de su igle-sia, en una familia asentada en La Piqueyra, cuyas raí-ces se hundían en el pasado de Santiago de Cobas ySantiago de Cedrón, lugares no muy distantes. Losjóvenes habían constituido una pareja por casi veinteaños. De los ardores y la calma de sus amores nacieronseis hijos: María Antonia, Ángel María, Petra MaríaJuana, Gonzalo Pedro, María Juana Petra y Leonor.

Recordando ese casamiento, pensó en Juana, lamadrina de una parte de los niños Castro Argiz. Trans-curridos diez años de su boda con el tío de los niños,don Pedro de Castro Núñez, no había tenido hijos pormás que los había anhelado en su vida. Sería una exce-lente madrecita, al menos para las niñas, las más peque-ñas, y a quienes sería más difícil crecer entre varones.

Con todos esos pensamientos en la cabeza, el curase fue a la cama. Se revolvió una y otra vez entre lassábanas de hilo, preocupado por el sufrimiento infi-nito de sus feligreses y la soledad repentina de Ma-nuel y sus hijos. Apagó la luz del candil en la veladora.En su imaginación veía los ojos enrojecidos de Ange-

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lito y repasaba su presencia como si le tuviera delan-te. El niño tenía la expresión más desolada vista ensu vida: la claridad de su mirada se había enturbiado,llevaba el pelo despeinado y la cara mugrienta de ha-berse enjugado las lágrimas una y otra vez con lasmanos sucias; la camisa blanca se desbordaba del cha-leco y del pantalón de bombachos hasta la rodilla ytenía las alpargatas de cintas llenas de tierra, tal vezde recorrer desesperado las casas de los parientes cer-canos y los vecinos en un frenesí agotador de llevar ytraer recados y mandados para ayudar en todo lo po-sible mientras su madre deliraba por las fiebres. Apesar de su devastación espiritual, el niño demostra-ba a su vez una entereza precoz, una fuerza de ánimopoco común a su edad, ello conmovía más a don Ra-món, a quien en medio del sueño se le desdibujaba laimagen de Angelito, esfumada en humaredas del pen-samiento hasta volver otra vez a la memoria delpárroco; lo vislumbraba ante la tumba de Antonia,donde el niño sollozaba en silencio. De súbito, el Pa-dre despertó sudoroso y sobresaltado. Se explicó laspesadillas porque le abrumaba la certeza de que An-gelito, con once años y siendo el mayor de los hijosCastro Argiz, era también quien se percataba de ladolorosa situación, y por eso sufría más angustiosa-mente que los otros niños. Pidió a todos los santosconsuelo para él y deseó de una buena vez dormirsepara acercarse al alba, al comienzo de un nuevo día.

Bajo el alero de la estación ferroviaria de A Poboa deSan Xiao, sentado en un banco de madera, el jovenÁngel percibió con ansiedad que faltaban algunashoras para tomar el tren en regreso por la vía del no-roeste Madrid-Coruña-Ferrol. La vista se le perdía enel tedio interminable del camino de hierro vacío sinasomo del pitazo de la locomotora en el horizonte.Desde el declive a ambos lados de la vía, la hierbaverde y húmeda de rocío casi invadía la línea de vigasunidas por tablones de roble. Frotó sus manos y lascalentó soplándoles su aliento. Del zurrón sacó unabota de vino que, junto a unas raciones de chorizo ypan, le había puesto su tía Juana en el equipaje.

—Cuídate niño. Madrid es grande y difícil y tepuedes perder de muchas formas –le dijo, sin dejarde pedirle diera muchos besos en su nombre a su cu-ñada Justina Ángela María.

Ángel tomó a sorbos el líquido y consiguió en-trar en calor en medio de tanta crudeza invernal sinperder la lucidez. Imaginó el ruidoso arribo de lamáquina de hierro y recordó que siendo pequeño encasa se habló con tanto fervor de la llegada del pri-mer tren por allá por 1879, como durante muchísimotiempo había sido costumbre hacerlo sobre los ya

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desusados e inmemoriales encuentros del correo enel puente de Carracedo. Cada jueves, en tiempos demás de cien años atrás, se había citado en el paso so-bre el río Neira el correo procedente de Sarria,Monforte y Orense con el del resto de Galicia para deallí ser enviado a la corte de Castilla. Los domingosen las noches se recogía el que venía de vuelta de di-cha corte y más partes de Castilla. Láncara era caminoimportante desde siempre, por el que la portentosaciudad de Lugo, llamada en días romanos como LucusAugusti, bosque sagrado de Augusto, se conectaba conlas tierras del sur.

Al sur se encaminaba porque a todos los foraste-ros recién llegados a Armea les escuchaba las noveda-des sobre Madrid; a sus ojos prometía prosperidad eindependencia para los muchachos de aldea. En elcorriente año de 1890 la ciudad presumía de su condi-ción de capital metropolitana. Todavía le quedaban alpaís territorios en ultramar, en las Indias Occidenta-les, el Pacífico y África. Aunque la decadencia era evi-dente, España sostenía sus ilusiones, se obstinaba ensu conservadurismo hacia las colonias y alentaba sinesperanzas el autonomismo en Cuba. Ensueños que, alfinal, terminaban por encender los ánimos de jóvenescomo Ángel. Él se las prometía felices en la aventura,lejos de Láncara y Armea. Evocó a la tía Juana y a sushermanas Petra María y María Juana aún pequeñas.Ellas parecían dos maripositas revoloteando a su alre-

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dedor cuando supieron de su viaje. Lo miraban ansio-sas, le pedían no las olvidara y les trajera de regresoalguna muñeca de porcelana, un corte de tela o unosalfileres de cabecita perlada. Al partir, las vio asoma-das al balcón de la primera planta de la casa del abueloen Armea, reclinadas a la baranda le decían «el Adiós»y a él, en la distancia, se le hizo un nudo en la garganta.

El día anterior había visitado a su padre y su her-mano Gonzalo que permanecían en Láncara, en la casade su niñez. Tuvo la impresión de que su padre habíaenvejecido con premura y misma estampa del abueloJuan Pedro, tal como todos los Castro de la familia.Las manos y los dedos de acentuada largura, se lenublaron de pequeños y numerosísimos lunares.Miraba profundo desde sus indagadores y acuciososojos, rodeados por grietas como de hombre de 50 ó 60años y Manuel apenas contaría unos 40. Su padre nohabía conseguido recuperarse tras la tragedia de suhogar deshecho. El dolor abatió su espíritu por másque se afanaba en sus esfuerzos para fabricar carre-tas, arados y otros instrumentos de labranza para sa-lir adelante, pero todavía así sentía un gran cansancioapreciable a simple vista en él.

Con la estancia breve, un mundo de recuerdos in-vadió al joven Ángel y una tristeza infinita que deseódisimular ante su padre Manuel. Fue algo inevitable.Por su mente pasaron las imágenes como torrente deagua, como crecida del río Neira, como inundación

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súbita donde se ahogaba: las aguas subían, subían: veíaa su madre Antonia temblorosa y delirante por las fie-bres, escuchaba el llanto de las plañideras, percibía elnegro, negro… oscureciendo sus vidas, vivía otra vez lapartida de las niñas con la tía Juana y la soledad enla casita sin la presencia de la madre, ni la de Petra yJuana que bullían alegres entre las paredes de piedra ala luz de la vieja lareira o saltando de la madera reciadel banco al suelo para pasar por encima de la lumbre,mientras Antonia les decía que eran pequeñas paraconseguirlo.

—Cuando las muchachas lo logran sin rozar lasllamas apenas en un año se casan… –afirmaba.

Ángel sentía el frescor del agua, el agua buena yno turbulenta, aquella que según la tradición, su ma-dre ponía plagada de hierbas aromáticas o pétalos a laintemperie en celebración de San Juan para lavar a sushijos a las doce en punto de la noche en las aguas san-tas o milagreras, esto los libraría del poder maléfico delas brujas y las cuitas. Esa noche el rocío no era el desiempre sino agua maravillosa de San Juan Bautistapara bendecir los campos. Otras veces, las aguas eranlas que un pájaro mágico traía en el pico y ponía enfuentes encantadas donde los vecinos se bañaban paraespantar hechizos.

El ánimo de repente cambió en Ángel. Esbozó unasonrisa y recordó coplas y cantares de los días de SanJuan, días de música de gaitas, cornetas y tamboriles

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de fiesta. Bailaban en su recuerdo las estrofas, mien-tras las repasaba y musitaba entre labios:

Día de San Xoán, alegre,Meniña, vaite lavar,pillarás auga do páxaroantes do que o sol raiar.Irás o abrente do díaa auga fresca catarda auga do paxariñoque saúde che ha de dar.Corre, meniña,vaite lavaralá na fontete has de lavar,e a fresca augadesta amañecidacor da cereixachen ten que dar.Se arraiar,Se arrairáTódalas meigas levará,Se arraióuXa arraióutódalas meigas levouPeladas eraPeladas serántódalas meigas

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que andan polo chanPeladas sonPeladas eranTódalas meigasQue andan pola terra.

—La pena se alivia, sí, pero nunca se olvida –pen-só. Entonces rememoró su partida con rumbo aArmea. Fue como si dejara atrás su infancia. Habíapasado casi un año de la muerte de su madre Antoniay para Manuel y sus dos hijos varones se hacía cadavez más necesaria la presencia cálida, hacendosa ydelicada de una mujer. Su padre volvió a matrimo-niarse en la iglesia de San Pedro de Láncara. Con elafán de rehacer su vida, de hallar un remanso para sudesconsuelo, lo hizo el 6 de octubre de 1888, con unavecina de la aldea, María Fernández López. Ella pa-decía el mismo mal de soledad porque nunca se ha-bía casado ni tenía hijos, y seguramente sintió, al tras-poner el umbral, que lo hacía por primera vez en unrefugio acogedor. La boda fue una ceremonia sencillaen la parroquia de Láncara. No hubo mucha celebra-ción por respeto a la memoria de Antonia, a quienManuel y sus hijos pusieron flores ese mismo día. Esasegunda unión bajo las torres del mismo santuariono habría de dar hijos. La única descendencia deManuel fue la que la difunta Antonia Argiz Fernán-dez trajo al mundo entre sudoraciones y buenos pre-

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sagios en un tiempo radiante. Después, esa época desu vida le parecería a Manuel lejana e irreal.

Para Angelito, a punto de cumplir los doce años,fue de todas maneras muy difícil aceptar que alguienajeno ocupara los espacios antes señorío de su mamá:junto al fuego en la cocina, en el lecho matrimonialdel dormitorio o en el escano durante las noches deinvierno, mientras Antonia hilaba y la familia escu-chaba historias.

Con el consentimiento de su padre Manuel, eladolescente ideó irse por un tiempo a casa del abuelodon Juan Pedro de Castro Méndez, para trabajar enla fábrica de chorizos de los tíos Pedro y José, y vivircon la tía Juana y sus hermanas. Tendría doce o treceaños cuando tomó la decisión, pero tampoco allí per-maneció largo tiempo antes de volver a su hogar deLáncara. Ahora lo recordaba porque, con quince cum-plidos, reparaba en que toda su vida la había pasadoentre Láncara y Armea. Por primera vez se iba lejosde los suyos y de Galicia para probar fortuna y tentara la buena suerte. Atrás quedaban su padre y su her-mano Gonzalo, y sus hermanas, junto al abuelo y lostíos. Hasta ese momento no tenía otros horizontes queno fueran los de permanecer bajo la estricta tutela delos tíos y trabajar la tierra para nada, sin esperanzasde mejoría, ni conocimiento de otros mundos. Ahorase disponía a rebasar barreras y explorar caminos.Todo habría de cambiar para él.

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Se incorporó para estirar las piernas. Recogió elpequeño bulto del equipaje y se encaminó al interiorde la estación con el propósito de aliviar su impacien-cia, su ansiedad. En un reloj de péndulo adosado a lapared comprobó que todavía faltaba para la llegadadel tren y decidió recorrer la calle principal del pue-blo. En el umbral de la puerta de la estación ferrovia-ria se sorprendió de tanto ir y venir de gentes y de lacarga y descarga pronta de sacos y cajas de mercan-cías. Claro, era de esperar, porque con la llegada ypartida de trenes, el lugar se había convertido en puntoobligado de paso y parada para quienes se proponíanadentrarse en los territorios de Láncara, y en sitio pordonde, sobre todo, llegaban al municipio las impor-taciones; descollaba la irrupción de las telas de per-cal, los estibadores llevaban sobre hombros los gigan-tescos rollos. Sintió una extraña sensación entre elgentío y un deseo de respirar en el espacio exterior.Apuró el paso. Afuera volvió al ritmo lento del andar.

En el trayecto no reconoció a nadie y observócómo prosperaban los comercios de tejidos –el per-cal, por cierto, era la última novedad y se agregaba alos terciopelos, merinos, paños de Béjar (sedán), deSegovia, de Tarazona o del Torrejoncillo, estos antesya se habían impuesto en el uso gallego junto a lostradicionales hilados de lana y lino: picote, candil,sanel, estameña, cúbica, nazcote, estopa, lenzo de casa,baeta y muchos otros–; pormenores ajenos al joven

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que recorría A Poboa y solo se percataba del sonidotitilante de las campanillas de las tiendas y el trasiegoen los estancos.

Proliferaban en la calle también los paradorespara viajeros y los almacenes de vino, granos y hari-nas. En un pequeño puesto de ventas, una robusta yrosada mujer voceaba semillas y frutos secos, turro-nes, churros, chocolate caliente y diarios viejos. Lootro eran abacerías, casas y una farmacia. A pesar deese movimiento y el progreso evidente de la locali-dad, la capital seguía siendo Carracedo, donde se en-contraba la Casa Consistorial. En Carracedo tambiénperduraba el puente sobre el río Neira, punto de en-cuentro de correo y construcción antigua levantada, asu vez, sobre las ruinas de la que allí mismo, sobre lasaguas, habían edificado los romanos.

Por el camino, Ángel topó con un grupo de niñosdanzarines que cantaban tomados del brazo y dandopalmadas. Un relámpago a la distancia le hizo pen-sar: bien haría en volver sus pasos hacia el paradero,un edificio de techo a dos aguas sobre paredes firmesy estilizadas. A la espera y sentado en el banco, evocólos decires en Láncara sobre las propiedades curati-vas de los trenes: afirmaban que el vapor de la má-quina locomotora en los andenes de la estación era elmejor remedio para los constipados. En medio de la frial-dad húmeda de Galicia, era como someter al enfermo auna vaporización general que descongestionaba las

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vías respiratorias y los poros de todo el cuerpo, locual aseveraban los proclamados entendidos.

Poco después se vio envuelto en una densa yvaporosa humareda, tal como aquella argüida por losviejos para sanar males. Sin dejar de pensar en la ca-sita de Láncara, territorio de la felicidad en su pasa-do, tomó el tren a Madrid.

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Hacia 1890, Madrid era verdaderamente atrayente.No tenía edad para el servicio militar cuando, conquince años, Ángel María decidió conquistar su pro-pio mundo y se fue a vivir con su tía Justina ÁngelaMaría, donde el bullicio de los edificios de inquili-nato, los bodegones, las vendutas y los cafés de laPuerta del Sol. En las amplias avenidas y las callesestrechas, la luz eléctrica ya no era una novedad ylos coches inflaban al pasar los toldos de balconesbajos y comercios. Las muchachas no vestían los tra-jes como en el viejo daguerrotipo donde su madreaparecía rodeada de vuelos y encajes. El cuerpo deltraje femenino era muy ajustado y sin adornos: es-cotado en el busto; las mangas amplias en los hom-bros y ceñidas en los brazos hasta las muñecas; lafalda estrecha en las caderas, amplia bajo las rodi-llas y recogida por detrás para estilizar la aparien-cia. El toque final lo daban los sombreritos y pamelascon ramilletes de flores y cintas de satín. Esas figu-ras delineadas llamaron su atención al llegar a laestación de trenes en la capital. Las consideró de-masiado voluptuosas y provocativas. Casi perdía lacabeza ante aquellos maniquíes vestidos con atrevi-miento inaudito. Sin embargo, él no existía para ellas,

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las jóvenes citadinas apuradas al andar en pos de nose sabe qué premuras. Las muchachas de su aldeaeran discretas y tímidas, llevaban sus días a un rit-mo más lento; no transgredían las normas petrucialesde vestir de acuerdo con su condición social y segúnla ocasión fuera de ir a trabajar, de fiesta o ir a ver aDios; usaban con mucho recato corpiños y enaguas,blusa y saya holgadas de colores más bien oscuros yun pañolón a la cabeza; pero eran ¡oh, maravilla di-vina! de sonrisa franca y modo natural en el trato, ynunca, nunca lo habían ignorado. Muchas vecesintercambió adioses con las labriegas, lo mismo enla huerta que en el mercado adonde concurrían paraacompañar a sus padres y ayudarles en la venta desus productos agrícolas, o durante las fiestas reli-giosas o las misas de domingo en la iglesia. Las veíacuchichear entre ellas, saludarle de lejos o acercárselepara comentar cualquier asunto de poca importancia,con el rostro ruborizado pero determinadas.

Los hombres de la ciudad se diferenciaban de losdel campo gallego por los tejidos de sus ropajes y lalínea de confección de sus indumentarias. Ángel solovestía con mayor galanura en la Nochebuena o la misadominguera: camisa de mangas largas, chaleco, saco,pantalón de franela y boina de fieltro, y un atuendomás sencillo y rústico si se trataba de ir a trabajar. Loque para él constituía festivo, lo era cotidiano, simpley demasiado ramplón para los capitalinos.

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Por las estrechas veredas adoquinadas escucha-ba al pasar el repiqueteo de los borceguíes de las se-ñoritas y los botines de los caballeros. Sus alpargatasde cintas solo susurraban su andar por la Calle de laSal mientras su mirada perpleja se perdía en los azu-lejos de las edificaciones de varios pisos.

Llegó ilusionado e ingenuo, con buenos sentimien-tos en el corazón, sin aviso de las asperezas, burlas y eldesdén con que eran vistos los jóvenes como él; veni-dos de las tierras del Norte, entendidas como lugaresinaccesibles, de gentes bárbaras, pobres, rudas y cerri-les, empleadas en labores donde lo esencial fuere lafuerza bruta: como mozos de esquina, de compras,aguadores, segadores, siempre encorvados por el pesode cajas, pacas, sacos, rollos de telas y baldes. A losgallegos se gastaban bromas pesadas, como una co-nocida desde mucho antes de su arribo a Madrid: seles aseveraba que los Reyes Magos pasarían por laPuerta del Sol y que, para mejor divisarlos, resultabaimprescindible llevar una escalera. A quien de un ladoa otro arrastraba en 6 de enero los peldaños de sucandidez, lo rodeaba y seguía a todas partes una nubede niños, entre risas y rechiflas, mientras una multi-tud cómplice observaba impasible.

En aquella época, Ángel no descansaba hasta eloscurecer, y siendo ya un joven, sus amores teníanque ser desahogos intensos y fugaces al filo de lamadrugada. Era un muchacho fuerte, de estatura

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más bien mediana. Había dejado atrás su timidez parahabituarse a la vida desenfadada de Madrid, sin aban-donar sus reparos por los excesos liberales y donde,por fortuna, también conoció muchachas como él,empleadas en duras labores que apenas daban respiroa sus vidas, pero a quienes alcanzaban los sentimien-tos para amar con pasión sin pedir nada a cambio.

Durante los más de tres años en la capital, des-pertaba mucho antes del amanecer para irse a unapanadería, a una carnicería o a cualquier otro comer-cio o almacén donde haría cualquier oficio que le ase-gurara dinero hasta su reclutamiento por el ejército.A pesar de sus desvelos por ahorrar no pudo hacerfortuna y, cuando lo reclutaron como quinto en 1894,regresó a Láncara sin fondos suficientes como parasostenerse por mucho tiempo. Apenas un año despuéssaldría con rumbo a la isla de Cuba.

El sorteo de quintos tuvo lugar bien tempranoen la mañana, en el portal de la Casa Consistorial enCarracedo, bajo la presidencia del alcalde y los con-cejales. Lo recordaría muy bien toda la vida porque,muchos años después, aún sentía el frío agrietándolelos labios, mientras se soplaba las manos y veía llegara los mozos acompañados de sus padres. A su lado seencontraban su padre Manuel y su hermano Gonzalo.La señora María les había preparado unos bocadillos yuna bota de vino por si la jornada se tornaba larga antesde regresar a casa. El alcalde declaró abierta la sesión

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al leer el Artículo Séptimo de la Ley de Quintos y lalista definitiva de los muchachos a sortear, confron-tada con las papeletas; luego los concejales estrujaronel papel en pequeños rollos y los echaron en un glo-bo de madera donde se leía «nombres». Igual proce-dimiento se realizó con los números del sorteo. Dosniños se acercaron a los globos y comenzó a dar vuel-tas el destino de todos, su ventura o desventura, sufortuna o su desgracia, su vida o su muerte. El azargiró y lo destacó como soldado en Galicia. Otrosfueron movilizados a Ultramar: a Las Antillas, las po-sesiones en África o a Las Filipinas. Las noticias deCuba eran alarmantes, se decía que allende el Atlánti-co se respiraba un ambiente levantisco, como a puntode estallar la guerra por tercera vez.

Angelito, en medio del beneplácito familiar, seaprestó con disposición a cumplir el servicio militaren las guarniciones del territorio gallego, pues el ferro-carril, a tramos zancudos, había ido conectando unoscon otros los municipios y siempre estaría relativa-mente cerca de los suyos, una ventaja no siempre alalcance de los reclutados, sobre todo en los comien-zos de una vida más estricta y difícil. No podía imagi-nar los sufrimientos y vicisitudes que habría de depa-rarle el destino. Por entonces, su espíritu andaba envilo gozoso. Cerraba los ojos y la veía a ella; se dispo-nía al final del día a dormir y durante un buen rato nolo conseguía pensando en ella, siempre en ella. Era

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delgaducha y de pelo largo, pero con ojos muy ne-gros, silenciosa y de rostro hermoso. Vestía según latradición y bajaba ruborizada la mirada si alguien lemiraba fijo. Sin embargo, a él le sostuvo el reflejo desus pupilas azules. Intercambiaron la primera vezunas pocas palabras en una de las fiestas de la comar-ca dedicada a San Roque, patrono de todas las pobla-ciones, iglesias y monasterios de la localidad. Le sor-prendió su hablar, denotaba delicadeza a pesar de laruda vida del campo. Después volvió a verla tambiénen los pendellos del Campo de la Feria de A Poboa yde Láncara. Cada mes, Ángel esperaba con ansiedadlos días 2 y 17 en A Poboa, y los 24 en Láncara, enton-ces los viejos cobertizos o puestos de ventas en loscentenarios campos feriales se abarrotaban de lien-zos, quesos, paños y quincallas y del vocerío de quie-nes ofrecían su ganado como el mejor del país. Rezabapara que la vida militar no le llevara muy lejos y por-que le fuera concedido el permiso de descanso en al-guna de esas fechas.

Él la vería llegar junto al padre y permaneceratenta, como aturdida entre tanto bullicio y ajetreo.Luego –siempre que le fue posible– comenzó a fre-cuentarla en el pueblito de su vecindad, el antiguoSan Juan de Muro. Acudió en reiteradas ocasiones ala misa de domingo en la iglesia. La esperaba a lasombra de la puerta principal abocinada, de mediopunto y gran belleza. Era un mareo universal de los

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sentidos: se le apuraba el corazón en el pecho, lesudaban las manos, percibía un cosquilleo en la pielal verla. Allí sentía la humedad de las piedras, queinvadía además la nave y ábside rectangulares. Res-piraba un olor a pasado y a musgo al trasponer elumbral. No lo consideraba un buen presagio, peropersistía en su delirio amoroso por aquella jovencrecida en una villa entre aguas del Neira y el ríoSarria. Cuando pensaba en su futuro, el mundo se levenía abajo, pues no contaba con recursos suficien-tes para ofrecer matrimonio. Esa idea se convirtióen pesadumbre hasta que, en febrero del año siguien-te, un pensamiento comenzó a rondarle la cabeza.

En Cuba, la guerra se había iniciado y allí enGalicia ofrecían lo que él consideraba una verdade-ra fortuna a los soldados sustitutos. Con esos fon-dos y los pagos del servicio podría abrirse caminoen la vida, casarse y fundar su propio hogar. Admi-tió con resignación la posibilidad de la lejanía y losriesgos, solo ese sacrificio le posibilitaría la felici-dad. Resolvió así convertirse en un recluta sustituto,uno de los tantos mozos que propiciaban la reden-ción militar a los hijos de quienes poseían dinerossuficientes para no embarcarse en los vapores de laCompañía Trasatlántica, con rumbo a la campañamilitar en las tierras ásperas y desconocidas del tró-pico. Dos mil pesetas era el precio por librarse delservicio militar en Cuba. También se podía eludir la

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guerra con una cantidad entre quinientas y mil dos-cientas pesetas si se aportaba un soldado sustituto,alguien que no hubiera salido en el sorteo de la quin-ta parte de los seleccionados cada año para el ejérci-to, o uno de aquellos designados a las guarnicionesde la península.

Manuel le dejó ir con la triste conformidad delos convencidos: por aquellos lares era vana la ilu-sión de progreso. No existía otra oportunidad que lade marcharse lejos, incluso al mismísimo tronar delos disparos en medio de una contienda; al menos esocreían firmemente la mayoría de los pobladores de laGalicia olvidada. Su hermano Gonzalo contaba concatorce años de edad, podía ayudar a su padre Ma-nuel y a la señora María, lo cual aliviaba su preocu-pación por ellos al marcharse. Su hermana PetraMaría rondaba los diecisiete años y era puntal de apo-yo en Armea para cuidar a la más pequeña de los Cas-tro Argiz, su hermana María Juana, y también al abue-lo y a los tíos ya ancianos.

Reticente, su novia le pidió no alargar su ausen-cia y prometió esperarlo.

Él asintió. Dio su palabra para retenerla en eltiempo; pero de veras no sabía cuánto podría durarsu viaje. Tal vez no tendría retorno. No podía dar fede su destino. Nadie podría hacerlo tampoco, si laguerra era hermética e insondable en la sucesión deimprevistos y albures ¿Cómo saber cuándo podría

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terminar o si alguna vez se encontraría de vuelta convida? ¿Cómo anticipar contingencias, fortunas o des-venturas? ¿Cómo predecir el mañana? Al partir con-fiaba en su resolución y buena estrella.

El joven Ángel había permanecido en silencio mien-tras el vapor Santiago avanzaba vapuleado por el marcon una cadencia de vals propicia a las meditaciones.Reclinado en las bordas de la cubierta su vista se per-día en las profundas aguas. Las aguas, siempre lasaguas en su camino por la vida. Esta vez tenían la den-sidad de las sales y un color oscuro salpicado de espu-ma. Mil historias se contaban de lo hondo, desde épo-cas inmemoriales y todos los que por primera vez seenrolaban en una travesía permanecían como abstraí-dos observando sin ver, sin descubrir, sin hacer nin-gún hallazgo en aquel que todos creían camposantoextenso e inescrutable, donde reposaban los restos delos marinos ahogados en los incesantes naufragios. Lasolas se alzaban espumosas en súbitas espirales. Luegose deshacían al romper en los arrecifes y salpicabanlas proximidades, definían un rastro de sal y hume-dad, como cartografías trazadas con pulso frágil.

Por estos lados, que se creyeron durante siglos elfin del mundo, horizonte enigmático por donde al solse lo tragaba el océano, las corrientes bajaban sin fre-no del polo norte, tal vez por eso, las tempestades sú-bitas asolaban con frecuencia aquellos parajes. Las cam-panas de las iglesias de los pueblitos como vacíos,

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taciturnos y tranquilos resonaban de pronto para es-pantar los vendavales y los rayos. Ángel sintió extra-ñeza: con la frialdad húmeda no le dolían los huesos,más le dolía el alma esa tarde. Habrían de navegar nomuy lejos del paisaje hasta Vigo, la capital de Ponte-vedra; a partir de levar anclas de esa última ciudad, laruta se adentraría en el Atlántico y en lo desconocido.Los marinos hablaban del bojeo que emprendían porla costa norte –desde A Coruña hasta Vigo– como deuno de los tramos más riesgosos de toda la navegaciónde los mares del mundo pues habrían de mantenersecontra viento y marea a prudente distancia de los ris-cos y peñascos de la orilla. En numerosas ocasioneslas ráfagas, la furia de las olas o la niebla habían empu-jado hasta allí a infinidad de embarcaciones que lue-go del naufragio y por mucho tiempo aparecían a lavista de todos como buques fantasmas en un confínmaldito. Serpenteando acantilados, las aguas saladasse adentraban en las rías, brazos de mar, tierra aden-tro, en esa zona de España, colmada de creencias y le-yendas que los marinos del Santiago contaban con na-turalidad en medio de la excitación aprensiva dequienes subían a bordo por primera vez; los tripulan-tes lo hacían además en una jerga ininteligible, ello pro-vocaba aún mayor desconcierto y temor entre quienesescuchaban con los ojos muy abiertos.

—¡Qué regocijo extraño ese de despertar alarmaen los otros! –pensó Ángel, mientras observaba con

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mayor detenimiento a los parlanchines. Bajo la impe-cable y fría prestancia de sus trajes, tenían la piel ás-pera y oscura de tanto salitre y sol; para él aquellalocuacidad era inusitada, los había imaginado parcos,ajenos y hasta implacables; pero quizás así era la ofi-cialidad de las navieras británicas y no estos hombres,algunos de los cuales pasarían mucho tiempo reclui-dos en lo oscuro y trepidante del barco: el cuarto demáquinas. Los marinos hablaban de algunos vecinosde la Costa: ataban un farol a los cuernos de una respara guiar durante la noche la lucecita por los peñas-cos más afilados, y luego, desde un promontorio, dis-tinguir cómo los malhadados navegantes perdían elrumbo y se estrellaban contra los rompientes. Losbandidos se acercaban después a los bajíos para sa-quear las naves y robar a las víctimas.

Algunos de los soldados del Batallón de Isabel II,habitantes de esos lares, sonrieron y desmintieron lashistorias.

—Son meras fábulas –dijeron; pero la mayor par-te de la tropa persistió en el miedo. Hubo quien men-cionó algunos de los buques malogrados como pruebairrebatible de la fiereza con que batía el oleaje en lazona o de que algo cierto había en los malos presagios,habladurías y murmuraciones contados como secre-to de familia en aquellos lugares de aparienciainhóspita y poblados de pescadores y mujeres enluta-das. Al interior de las chozas humildes, los candeleros

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parpadeantes testimoniaban susurros sí, pero las his-torias, tejidas como una vasta red, contaban las aven-turas y desventuras de los pescadores. A veces, los hom-bres confundían en la desmesura maravillosa de suspalabras la exuberancia vegetal del monte con el mar ola adoración de las serpientes con el ronco batir de lasaguas en los peñascos.

De todas formas, en la charla prevaleció la creen-cia marinera, avalada por la lista numerosa de losdesastres acontecidos en la misma región por dondeEuropa se acababa. Se recordaban con nitidez los ca-sos más recientes del Insurgente Roncalesa, del GreatLiverpool y el Captain.

El Santiago zarpó desde el puerto de A Coruña el24 de agosto de ese año de 1895 y en lontananza, pocoa poco, fue desapareciendo la Torre de Hércules, elemblema que había visto pasar casi dos mil años y bar-cos por miles bajo su faro. La luz fue diluyéndose has-ta no divisarse más, tal como los reflejos de la puestade sol en los cristales de las galerías de los edificios dela Avenida de la Marina, cuyos fulgores se divisabandesde los navíos al zarpar en atardeceres. Ángel recor-dó su tránsito por las callejuelas viejas de A Coruña yespecialmente por la Calle Real, la más viva arteriacomercial de la ciudad, donde confluían bares, bode-gones, boticas, lonjas, bazares, cafés, restaurantes yquioscos de mil colores con las mil y una ofertas. Tuvola impresión de que era una ciudad volcada al mar,

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porque a una hora, todos iban a su encuentro, al paseojunto al litoral, quizás para respirar la brisa marinerao apreciar la hidalguía del bosque de mástiles en losmuelles del puerto. Pudo verlo al salir rumbo al atra-cadero y sintió no permanecer, no quedarse. Mientrassubía la escala de embarque comparó el navío con unafábrica: tenía en medio de su largura, una alta chime-nea coronada por una espiral de humo persistente,densa y negra. Ángel reparó en otros comentarios delos tripulantes. Aseguraban que el buque había salidode los astilleros apenas cinco años atrás, pertenecía ala British India Associated Steamers, y había sido fle-tado solo por unos meses por la Compañía Trasatlánti-ca Española para la transportación de tropas con moti-vo de la guerra de Las Antillas. Por eso había cubiertosus navegaciones con varios nombres: unas veces sur-có los mares como el León XIII y otras como el Jelunga,hasta denominarle Santiago, por el Apóstol de quien seguardaban los restos en una cripta húmeda y oscurade la catedral de la Ciudad de Santiago de Compostela,levantada en el lugar del sepulcro, y sitio de peregrina-ciones perennes desde todos los rincones de Europahasta Galicia por el camino Francés o camino de San-tiago. A la distancia se veían los montes y prados galle-gos. Ángel recordó algunas estrofas de los Cantares Ga-llegos de Rosalía que los niños entonaban por lossenderos y se habían hecho tan populares, revelabansus sentimientos: «Adiós, ríos; adiós, fontes;/ adiós,

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regatos pequenos;/ adiós, vista dos meus ollos:/ nonsei cando nos veremos…». Bajó la cabeza para que loshombres de su Batallón no se percataran. Con el puñode la camisa se limpió el rostro. A bordo del buquesentía la contradicción de la nostalgia y el entusiasmo.Al caer la noche ocupó callado un sitio mínimo e incó-modo.

Desde 1764, el correo marítimo establecido en-tre España y las Indias Occidentales había facilitadola emigración gallega a las tierras americanas, peropor fortuna ya no eran los veleros de transporte depasajeros los que cubrían la ruta entre España y Cuba,cuya travesía demoraba entre ochenta y cien días,durante los cuales la modorra y la sal invadían elmaderamen del barco y el ánimo de los viajeros conuna obstinación aburrida y poco menos que pecami-nosa. Ahora eran buques de otro calado y velocidadlos que atravesaban el océano, mientras dejaban unanube de hollín entre las olas y el viento.

Con el transcurrir de los días, y a pesar de todoslos designios y previsiones el mar se mantuvo en calma.Sin embargo, esa circunstancia no consiguió borrar enÁngel la inquietante sensación que lo embargaba. Aldejar atrás la ciudad de Vigo, el presentimiento amar-go se acrecentó. No resistía la pestilencia que despe-dían los cuerpos amontonados durante días, comoblasfemias insultantes con un desenfado aterrador.No fueron pocos los reclutas enfermos. Entre cielo y

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mar, las náuseas y los vómitos parecían no tener fin.Tres días estuvieron como moribundos, sin apenasprobar bocado ni agua, sin la ilusión de que aquelvaivén infernal tuviera término de una buena vez, yolvidados de todos.

Fue en medio de aquella atmósfera densa queÁngel escuchó hablar por primera vez de la trocha deJúcaro a Morón, una barrera con puestos de observa-ción, alambradas y pequeñas fortalezas militares eri-gidas por tramos al borde del oriente del país, paraevitar el paso de los cubanos en armas hacia el occi-dente. Alguien aseveró que los destacarían allí, enpleno vórtice del huracán, y mencionó la primera car-ga al machete dirigida por Máximo Gómez, cuandoaún no era el General en Jefe de las tropas cubanas yapenas concluía un mes de iniciada la primera guerra.La historia era contada como una leyenda espectralen las noches de los fortines rodeados por la mani-gua con toda su espesura de enredaderas, susurrosde grillos, pájaros o avisos del enemigo.

Mientras Ángel escuchaba, el hombre porme-norizaba los detalles de aquel pasaje de la Guerra del 68,en esa ocasión los españoles constataron la definitivaresolución de los mambises por alcanzar la indepen-dencia. Los cubanos ponían la piel a las balas delmáuser y terminaban venciendo por la pujante deci-sión con que embestían, inspirados en la pasiónlibertaria y el desprecio a la opresión.

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Quien evocaba, lo hacía casi en un murmullo,recreando cada detalle, gesticulando despacio. Sabién-dose conocedor de una realidad desconocida por losotros, provocaba de una manera sutil no solo la ex-pectación, sino también el miedo en los demás. Depronto hizo un alto, respiró profundo y se adentró enla memoria más estremecedora. Ángel seguía con in-terés cada palabra:

«Cuando hallaron al joven soldado español teníalos ojos desorbitados y el uniforme hecho jirones deandar desenfrenado por la manigua sin fijarse si de ve-ras alguien lo seguía. Con la mirada perdida, balbucea-ba unas pocas palabras, el recuerdo anclado en el díaque avanzaba por el camino polvoriento y sombreado,como infante de la columna del coronel Quirós, integra-da por setecientos hombres y dos piezas de artillería.Hablaba entrecortado y apenas si se le entendía algo.No se sabía a ciencia cierta si aquel divagar de la mentetenía algo que ver con las calenturas que la isla encendíaen los hombres acostumbrados a otro clima, o si eranlos temblores del miedo. Se refería a los cubanos comouna aparición fantasmal y arrolladora. Estabansemidesnudos cuando se cruzaron en el camino paracercenar vientres, cabezas y brazos, con una rapidez devendaval, en medio de la confusión y la sorpresa.

»Maldecía a “esta tierra de mil demonios adon-de no debía haber llegado jamás” mientras se le des-pertaban los temores y se le desfiguraba el rostro

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ante las imágenes que sólo él veía. Regresaba de lainconciencia, aclaraba algunas dudas y luego caía denuevo en una especie de sopor, rodeado de alucina-ciones.

»Era noviembre de 1868 y no se hablaba de otracosa en las cercanías de Baire, en Oriente. Se mencio-naba a Gómez, un dominicano de treinta y tantos años,con experiencia militar al servicio de España en laguerra contra los franceses, en la frontera con Haití,poco antes ascendido a sargento del Ejército Liberta-dor cubano por un poeta mambí.

»El coronel Quirós pasó la Venta de Casanova yocupó Baire; allí las fuerzas insurrectas lo hostigaronhasta propinarle un golpe demoledor con la carga almachete, en la Tienda del Pino, el 4 de noviembre.Cerca de cuarenta hombres lo atacaron sin darle tiem-po más que a dejar el sendero poblado de cadáveres.

»“¡Parece cosa del diablo!” –blasfemaba Quirós.»Apenas lo podía creer, porque los cubanos no

poseían armas de fuego suficientes como para enfren-tarlos sino de aquella manera suicida; presentía quelos efectos de esa acción harían más daño al ejércitopeninsular que los disparos ensordecedores de unadescarga de fusilería a quemarropa. No se olvidaba,no podía olvidar, la increíble acometida a golpes se-cos, silenciosos, de tajazos profundos.

»Nadie pudo regresar al soldado de aquella con-fusión de gritos y convulsiones que padecía mientras

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dormía, agotado de batallar contra los recuerdos. Pa-saba horas entre lamentos y sudoraciones, en perdura-ble letargo e infinita soledad, lejos de su pasado.Maldecía el servicio militar una y otra vez, en deste-llos fugaces e intermitentes de lucidez, sin importarleya nada».

Todo ese espanto permanecía casi treinta años des-pués de las aprensiones del coronel Quirós. La posi-bilidad de que las tropas cayeran en emboscadas demachetazos se temía en todas partes: en los despa-chos de la Capitanía General, en los aposentos de lasesposas de los altos oficiales, en las oficinas de telé-grafos, cuarteles, convoyes y acampadas, en los forti-nes de las tropas peninsulares, e incluso, en las bode-gas, la cubierta, los camarotes de la tripulación y hastaen la brisa de salitre que respiraban los hombres enviaje hacia la isla para cumplir el servicio militar. Elprimer batallón de la fuerza de la que formaba parteÁngel se había organizado al pie de guerra por RealOrden del 27 de julio de 1895 y orden del día 29, des-tinado al ejército de operaciones en Cuba y nombra-do Batallón Expedicionario de Isabel II No. 32, conPuesto de Mando y seis compañías, con treinta y nue-ve oficiales y mil tres de tropa. Se constituyó en

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Valladolid, con su propia fuerza y la del Segundo Re-gimiento, más quinientos setenta reservistas proce-dentes de los regimientos de Monforte, de los deHuesca, y Ontoria, Madrid, el Bruch y Ávila, Teruel,Astorga, Filipinas, Salamanca, Castrejana, y A Coru-ña. Embarcaron ese 24 de agosto con cinco jefes, cua-tro oficiales y novecientos cincuenta y cinco de tropay la aureola de un nombre resonante pero aciago, dereina desterrada a Francia y no regente desde queabdicara en 1870 a favor de su hijo Alfonso XII.

El viaje por el Atlántico fue calmado. Por el con-trario, al aproximarse el Santiago a las Islas Bermudasy al Arco de las Antillas Mayores, el cambio fue súbito;se encresparon las aguas y el cielo se mantuvo nubla-do y ventoso hasta dejar atrás la Punta de Maisí, en elextremo oriente de Cuba, y retomar el rumbo oeste porel sur. Quienes se atrevieron a permanecer en cubiertanotaron el azul intenso de las profundidades y la sere-nidad del mar. El esplendor de las altas montañas dela Sierra Maestra delineaba el cielo. El barco continuópor toda la costa sur, pasó el golfo de Guacanayabo, enManzanillo, donde se reabasteció de agua y alimentos,y luego continuó su derrotero hacia Cienfuegos. En esaúltima parte del recorrido, la transparencia del mar ysu escasa profundidad permitían casi tocar fondo conla vista. La bonanza del tiempo era total y el panora-ma paradisíaco entre cayos e islotes en verdor resta-llante, lo cual confortó a los pasajeros, les alivió tras

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una travesía convulsa y dio oportunidad a los marine-ros de contar historias nuevas y viejas de sus muchasnavegaciones por el mundo.

El Primer Batallón Expedicionario de Isabel IINo. 32 desembarcó el 8 de septiembre de 1895 en elpuerto de Cienfuegos, al centro de la isla de Cuba. Laamplia bahía resguardaba navíos, pequeñas embar-caciones y goletas que llevaban y traían mercancíasdesde y hacia Centroamérica y hacia otros embarca-deros de la Mayor de Las Antillas. No más llegar losinfantes, conocieron su puesto: sería en la provincia deLas Villas, territorio al oeste de la temida Trochade Júcaro a Morón. Apenas sin hacer un alto, empren-dieron viaje por tren y el propio día 15 de ese mes dehuracanes y calores insoportables salieron a operardesde San Juan de los Remedios, una ciudad de ve-tustos aires señoriales cuya prosperidad económica yel título de urbe concedido por su fidelidad a la coro-na convirtieron, durante los diez años de la guerrapasada, en una importante plaza militar del EjércitoEspañol. Su ubicación en aquel sitio –antes tuvo asien-to en un lugar más próximo a la costa y muy vulnera-ble a los ataques de corsarios y piratas– ocurrió tierraadentro de la isla, un 24 de junio, día de San Juan, y sele tituló de los Remedios para conjurar los demoniosque se presumía cercaban la localidad.

En el corriente año de 1895, aunque la ciudadconservaba con prestancia la Plaza de Isabel II, la casa

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del Alférez Real y la de Las Arcadas, ya no era la mis-ma de antes, había venido a menos a causa de la apa-rición de cinco municipalidades en el período de lasobresaltada paz después del Pacto del Zanjón, lo cualrestó allí fuerzas al integrismo. Al llegar, las tropasespañolas no recibieron de la población la efusivaacogida que quizás esperaban o probablementehubiere acontecido apenas unos años atrás. Al cono-cer el estallido del 24 de febrero, las autoridades es-pañolas de la jurisdicción detuvieron, en previsión deun levantamiento, al revolucionario cubano Francis-co Carrillo y Morales, quien había liderado el iniciode la Guerra Chiquita, con el levantamiento en Reme-dios del 9 de noviembre de 1879. A pesar del cautiveriodel Brigadier Carrillo, el 5 de junio se alzó en armasel teniente coronel Pedro Díaz, reconocido como Jefede la Brigada de Remedios como parte de la PrimeraDivisión del Cuarto Cuerpo del Ejército Libertador.Sus fuerzas operaron con resonancia en el territoriohasta la invasión del general Máximo Gómez y Anto-nio Maceo, a la que con una pequeña partida de caba-llería se incorporaron en su marcha al occidente. Enlas acechanzas perennes a los destacamentos de Isa-bel II, brilló el Brigadier José González Planas, se-cundado por hombres de la valía de Enrique Malaret.

Con todo, los soldados monárquicos no eran re-chazados porque la población de la isla disponía deuna sensibilidad natural que le confería suficiente

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clarividencia como para ver en ellos a unos pobresinfelices arrastrados por la vorágine de los aconteci-mientos al centro de una contienda que les deparabadesgracias e infelicidad, mientras otros se llenabanlos bolsillos o escalaban un lugar más prominente enla jerarquía de los mandos y hasta conseguían títuloshonoríficos para pavonearse a su regreso a la penín-sula. En definitiva, los mambises, los pobladores delos campos y los poblados –fueran cubanos o españo-les–, y los quintos serían diezmados de igual manera,primero por la cruel política de Valeriano Weyler, yluego también por la obstinación de España en nodesprenderse de su posesión y alentar un autonomis-mo que jamás aceptarían los revolucionarios cubanosy extendería las calamidades de la guerra.

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Ángel era infante de la 6ta. Compañía del Bon. de Infan-tería Isabel II No. 32. Esa fuerza organizó en Remediosla guerrilla montada, y por orden del Capitán Generaldel 27 de febrero de 1896 y circular de la Subinspecciónde Cuba, del 9 de marzo, se reorganizó en abril en cuatrocompañías ordinarias, una montada –la quinta o guerri-lla–, y la sexta, formada por los enfermos, convalecien-tes y menos aptos para operaciones y para cubrir desta-camentos. Así, las comunicaciones entre los mandosponían al tanto de los desplazamientos, relevos y misio-nes. El 9 de septiembre de 1895 un mensaje participabaal Comandante de Armas de Caibarién:

autorizado para decir á Teniente Yaguajay vaya aésa á recoger haberes… Disponga relevo de desta-camentos de Borbón por Isabel 2da. Enviando 25soldados á Dolores en… de 20. Déme cuenta ha-berse verificado expresando qué fuerza queda ahíde la Compañía de Isabel 2da. á cubrir los desta-camentos. Reconcentrado ahí Borbón espere ins-trucciones mías para embarcarlo…

El día 10 se remitía acuse de recibo al GeneralGobernador e informaba:

Guerra� �

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Recibido telegrama V. E. Ordeno á 1er JefeBurgos esté Camajuaní llegada primer tren San-ta Clara para reunirme con 1er Jefe Isabel 2da. áoficial Estado Mayor y Ayudante V.E.

Una orden al Comandante de la Guardia Civil, donManuel Ferreira, del 12 de septiembre de 1895, es de-cir, apenas cuatro días después del arribo del batallónpor Cienfuegos, mandaba, por órdenes superiores alPrimer Jefe de Isabel II, que dos compañías de dichobatallón marcharan al día siguiente, 13 de septiembre:

a Vueltas á formar la columna que teniendo porcentro de operaciones a este punto ha de ser man-dada por V. habiendo dispuesto también que dedichas compañías se establezcan los destacamen-tos siguientes: Vueltas: 25 hombres al mando deun oficial; Vega Alta: 25 hombres con otro oficialy que se refiere al puesto de la Guardia Civil deVega de Palma con 15 hombres mandados porun sargento…

Los escribientes de las diversas fuerzas, en lasoficinas de los batallones, anotaron pormenorizada-mente los movimientos de tropas, despliegues y pla-zas cubiertos por Borbón y los que de estos habíansido relevados por Isabel II en Taguayabón, Caibarién,Buenavista y Zulueta (los designados a estos dos últi-

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mos lugares por interrupción de la vía férrea quedaronmomentáneamente en Caibarién), Vega de Palma,Dolores y Jinaguayabo. Además registraron que «Isa-bel 2da tiene establecido un puesto de un sargentocon 20 hombres en el puente Reforma por disposi-ción del Excelentísimo Sr. General en Jefe». Para en-tonces quedaban por relevar por los soldados del ba-tallón recién llegado, los destacamentos en Vueltas,Guadalupe, Vega Alta y Camajuaní.

Al final de las partidas de barajas o dominó en el cuar-tel, sin otra cosa que hacer, ni conversar y envueltoen la penumbra demasiado densa para la frágil luz delos candiles, Ángel se entristecía mientras recordabaa su novia. Se inquietaba porque el perfil del rostrode la muchacha se le iba borrando de la mente, des-haciéndose, difuminándose como la neblina espesade las frescas amanecidas al rayar el día; deseaba re-tenerlo. La pérdida le provocaba un gran desasosie-go. Sentía nostalgia por su pueblo y los suyos.

No lograba conciliar el sueño. Lejos de la aldeaañoraba sus valles, planicies, tenues montañas, el fríointenso y la visión del cristal nublado en las ventanasde la casa, donde las aguas corrían por el subsuelo, elinterior de las piedras y de su corazón.

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Rememoraba como una fiesta la matanza de loscerdos para preparar tocinos, jamones y chorizos; lacostumbre de reunirse todos en torno al cocido degarbanzos, oveja y patatas para entrar en calor du-rante la temporada de invierno. Una temperatura a laque estaba acostumbrado, y no esta, plomiza y sofo-cante de Las Antillas que asediaba a sus huesos. Nose movía una hoja. El tiempo cargado de nubes, apunto de romper el diluvio. Ángel María miraba a sualrededor. Había poco lugar allí para tantos solda-dos. Todos dormían plácida e inexplicablemente. Lohacían apurados, la mayoría descansaba sin desves-tirse del todo, con la incomodidad del uniforme, elcinturón, las botas puestas, los temores y el deseo demujer bajo el sombrero de almohada. Llevaban algúntiempo destacados en aquella zona de fortines y ra-males de ferrocarril que la industria azucarera habíatejido apretadamente de una localidad a otra y conrumbo a la costa. Las marchas y contramarchas, losllevaban de uno a otro monte, a potreros perdidos,lomas que fueron hospitales de sangre de las fuerzasmambisas, a ciénagas infernales en días lluviosos ode seca, donde los mosquitos y los matorrales los cer-caban. Padecían el maltrato de la oficialidad casi siem-pre indiferentes a sus desfallecimientos por cansan-cio, hambre, sed o enfermedad o porque los nerviosya no soportaban más el constante acoso de la muti-lación o la muerte en los combates.

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Durante la primera quincena de diciembre de 1895,después que el general cubano Antonio Maceo cruzóla Trocha de Júcaro a Morón el 30 de octubre, y de sureunión con las tropas del viejo general MáximoGómez, lo que les vino encima fue un verdadero ven-daval. Los insurrectos batallaron fieramente en Iguaráy en toda la línea Zulueta, Placetas, Camajuaní, Re-medios, Caibarién, Sagua la Chica y Sagua la Grande,Santo Domingo, Cienfuegos. Estremecía el resplan-dor de los cañaverales incendiados. El viento arras-traba las cenizas y opacaba los días hasta que se hizoverdad, con todas sus palabras y significados, el MalTiempo. La columna del coronel Salvador Arizón ha-bía perdido allí casi la mitad de sus hombres.

Los primeros meses tras el desembarco enCienfuegos fueron de un sobresalto en otro. No te-nían instrucción militar y no pocas veces pagaron carasu novatada. Los oficiales, por lo general, les mante-nían ajenos a las noticias más importantes; les llega-ban al dirimirse aconteceres en esferas más altas ocuando tenían sobre sí un infierno. Casi siempre sinexplicación alguna de estrategias o tácticas, les lleva-ban y traían en los vagones de tren o a jornadas de apie extenuantes.

Gómez se había ido más al occidente, pero laspartidas de mambises batían en la región, reforzadasde nuevo en marzo de 1896, al regresar a Las Villas, elviejo Generalísimo mambí. El día 23 de ese mes

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llegaron noticias del destacamento de Isabel II des-plegado en Vega Alta. En la vía férrea conectada conCalabazar, las fuerzas de Gómez habían destruido unpuente. Al día siguiente, los cubanos insurrectos casiconsiguieron ocupar Santa Clara. El embate era cadavez más fuerte: se sucedían ataques a los trenes, a lasguerrillas y a los poblados, la destrucción de puentes,paraderos y alcantarillados. Los militares españoles,a veces no lograban explicarse los ímpetus de los cu-banos, tras un golpe demoledor al inicio de la peleacomo la caída en combate de José Martí, el principalorganizador de la guerra. Apreciaban esa circunstan-cia con asombro y hasta admiración.

Los días 10, 11 y 12 de mayo, Gómez no dio tre-gua a las columnas españolas en las inmediacionesde Manajanabo, en las proximidades de Placetas. ElJefe del Ejército Libertador escribió en su diario:

Los españoles, han acumulado fuerzas sobre mí,para impedir el cruce de nuestras fuerzas a Occi-dente. Sin embargo, al mismo tiempo de estasoperaciones activas, he logrado organizar unacolumna de más de 500 hombres bien armados ypertrechados que al mando del Brigadier Zayasmarcha el 13 a reforzar al General AntonioMaceo.

Al día siguiente recuenta fugaz:

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El 14, sostenido combate en el cual no se pudoempeñar decisivo por el mal terreno para ma-niobrar la caballería, única arma de que he podi-do disponer. Terminada aquí mi marcha y fin,contramarcho con el propósito de continuar lamarcha hasta el Camagüey, en donde se me avi-sa que se hace necesaria mi presencia por el malestado de organización en que se encuentraaquella comarca.

Desde su arribo a la isla, los avatares y severidadesde la guerra comenzaron a hacerse sentir en el cuer-po y el espíritu de Ángel, y poco más de ocho mesesdespués de salir por primera vez de operaciones, fuehospitalizado en el Hospital de Remedios, en la clíni-ca de Placetas. Fue el 8 de junio de 1896, apenas po-día sostenerse en pie por la fiebre tifoidea, esa enfer-medad lo mantuvo en cama por ocho días, en mediode temblores y delirios. Sentía todos los temporales dela isla en los huesos, era como si lloviera dentro de sí.La segunda recaída de ese año fue por el intenso reu-matismo muscular. Once días permaneció hospitali-zado hasta el alta, anotada en la Hoja Clínica del Cuer-po de Sanidad Militar, en fecha 2 de diciembre de esepropio 1896. Mientras sufría la inflamación en lascoyunturas de todo el cuerpo recordaba su niñez ylos cuidados de su madre Antonia. La extrañaba másque nunca. Ella le ponía paños tibios en la pierna

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adolorida y le rogaba no hacer largas caminatas, nibañarse en el río y mantenerse al calor de la lareirasin exponerse al frío fuera de la casita de Láncara. Asu pensamiento regresó la imagen del viejo Sebastián.Cuando niño temía volverse tan encorvado como él,pero no sabía que el final del camino era la muerte.Ahora la muerte lo rodeaba, no solo por el efecto delas balas enemigas, sino sobre todo por aquellos ma-les del Trópico a los cuales no estaban acostumbra-dos los peninsulares.

Una tarde de aquellas, en que permanecía reclui-do, escuchó a uno de los doctores movilizados porEspaña, ante la emergencia epidémica de sus tropasen Cuba, afirmar que en el hospital de Remedios, in-cluyendo la enfermería o clínica de Placetas donde seencontraba, eran internados unos mil soldados enfer-mos cada mes. El reumatismo muscular agudo lo tum-baría en reiteradas ocasiones en una cama de aquellugar, donde también fue ingresado por padecer pa-ludismo, ulceraciones y fiebre tifoidea a lo largo de losaños 1897 y 1898, e incluso los primeros días de enerodel 1899.

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Realizada la invasión, la contienda abarcaba toda laisla. Las fábricas de azúcares y los campos de cañahabían sido arrasados por la tea incendiaria de losmambises con el propósito de destruir el sostén eco-nómico de la metrópoli en Cuba, mientras las tropasmonárquicas hacían arder las poblaciones y caseríosde quienes se refugiaban en la manigua.

Los más entendidos ubicaban a los españoles ala ofensiva desde Pinar del Río hasta Las Villas, y a ladefensiva en Camagüey y Oriente.

El Capitán General Valeriano Weyler lanzó, sin re-sultados, más de cincuenta mil hombres contra elGeneralísimo mambí Máximo Gómez. El viejo dominica-no cumplió con éxito la Campaña de la Reforma, allí don-de mismo tenía destacamentos desplazados el Batallónde Infantería Isabel II. Gómez batió y desconcertó a lastropas peninsulares en una zona de apenas diez leguascuadradas, hacia el oeste de la trocha. Allí consiguió quesus fuerzas tirotearan durante la noche los campamentosenemigos, se hicieran perseguir en angustiosas marchasy contramarchas, y luego establecieran emboscadas temi-bles como aquella del 4 de noviembre de 1868.

Los soldados españoles enfermaban de las fie-bres, el desconcierto, el miedo, y los disparos, como

Armisticio� �

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una maldición irremisible. Padecían disentería, pa-ludismo, erupciones en la piel, fiebre tifoidea, tu-berculosis pulmonar, males para los que no teníandefensas. Sufrían también espasmos reiterados, in-somnio o adormecimientos agotadores; fatiga del cuer-po y el alma.

Aquellas dolencias insólitas, los tiraban durantedías en los improvisados camastros de los hospitalesde campaña y muchos no sobrevivían a la frialdad delos amaneceres, las calenturas del cuerpo en díasreverberantes y al desahucio anticipado. Otros nosoportaban la impúdica indolencia y los maltratos desus superiores. Los soldados de espíritu noble nopodían explicarse lo que sucedía, no podían justificara España por el hambre de tantos infelices pobladores,ni la destrucción del país, ni los incendios de los mon-tes, ni el olor a cadáver que se respiraba en los terri-torios de la isla. ¿Qué hacían allí? ¿Qué sentido teníasu martirio y el de los cubanos?

Los más audaces se encaraban a los mandos y seresistían a la fría crueldad a la que los obligaba lapolítica española en Cuba, otros desistían: no avan-zaban un paso más en el camino o aprovechaban lanoche para desertar y perderse de aquel manicomio.Un numeroso grupo engrosaba, una y otra vez, lacuantiosa lista de los enfermos, de los moribundos.

Los diarios de la península recordaban la trage-dia algún tiempo después:

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(…) se habían enviado 200 000 soldados; luegotriunfaríamos. ¡Y no eran 200 000, ni eran solda-dos! Eran un rebaño de muchachos anémicos sininstrucción. Y así, en la tragedia de la guerra,ocurrían escenas como la de la Acción de MalTiempo, en que varias compañías fueron mache-teadas por no saber cargar los Máuser.

Los quintos murmuraban y las terribles histo-rias diezmaban la moral. Se decía que aquellos po-bres muchachos solo habían atinado a arrodillarse yrezar mientras recibían impávidos el torbellino deabanicazos mortales. Aún no conocían que dentrode los cubanos, muchos no tenían armas y el sonidoque los acompañaba al avanzar era el del roce de lacuchara y la vasija, atados a la cintura.

Una disposición de la superioridad militar espa-ñola concentró todas las fuerzas de Camagüey en laspoblaciones de Puerto Príncipe, Nuevitas, Santa Cruzdel Sur y en la línea de la trocha, reconstruida paraobstaculizar el paso desde Camagüey a Las Villas y vi-ceversa. El resto de la provincia y Oriente estaban enpoder de los mambises, quienes podían moverse conlibertad y vivir allí en sus prefecturas en el monte. Lospartes militares no lo reconocían, pero lo comentabanlos quintos en voz baja, después de adivinar el pesi-mismo en el rostro de los jefes reunidos para exami-nar los mapas y los acontecimientos. A comienzos

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de 1897, a los fuertes españoles en la provincia de LasVillas, llegó el informe de que Gómez volvía a operaren la zona. El 7 de marzo, los exploradores cubanossostuvieron un corto encuentro con una columna es-pañola, y los días 8 y 9, otra fuerza española de las tresarmas en composición de 3 000 hombres atacaban alos patriotas cubanos quienes tras dos días de resis-tencia, se retiraron con varios heridos.

En enero el reumatismo muscular agudo no dabapaz a Ángel, a quien volvieron a hospitalizar el 8 deenero de ese año. Regresó a la clínica en otras seisocasiones. De nuevo por fatiga muscular en febrero,por paludismo en abril; a fines de ese mismo mes cayóen cama por fatiga muscular, en junio la fiebre lo de-bilitó; en noviembre y diciembre lo internaron porenfermedad de la piel. Le dieron de alta en 29 de di-ciembre de 1897.

Terminaba un año convulso y cambiante paraEspaña: el presidente del Consejo de Ministros, elconservador Antonio Cánovas del Castillo, fue asesi-nado en agosto por un anarquista. En su lugar, el jefedel Partido Liberal, Práxedes Mateo Sagasta, comoensayo de una solución del daño irreparable y paraevitar pretextos que pudieran ser utilizados por losEstados Unidos con el propósito de intervenir en laguerra, dispuso el relevo de Weyler por el generalRamón Blanco y presentó un decreto para el estable-cimiento de un régimen autonómico estrenado en

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enero de 1898 con el rechazo manifiesto de los cuba-nos en armas.

En la primera semana del nuevo año, Ángel nopudo asistir a la revista militar ni a la misa de cam-paña, el mismo 4 de enero fue recluido en el hospi-tal por paludismo y diarrea. Permaneció todo un mesen la clínica de Placetas, de donde salió el 5 de fe-brero. A la vuelta a su compañía supo que el generalBlanco había sacado tropas hacia Cienfuegos paraembarcarlas a Oriente, donde reforzaría la campañamilitar.

Sin comprender bien lo que ocurría a su alrede-dor, ni estar al tanto de los intereses que se movíanen aquella contienda de mil demonios, Ángel Maríaintuía el final.

«Esto se acaba» –decía para sí, sin atreverse acompartir sus meditaciones. Lo percibía con muchaclaridad mientras buscaba entre sus cosas la últimacarta de la península, llegada en uno de los vaporesde la Compañía Trasatlántica Española, una empresanaviera que inició sus operaciones en 1881. Don An-tonio López y López y don Manuel Calvo y Aguirre seunieron para fundarla.

La Compañía tenía el transporte de la correspon-dencia entre España y las islas de Cuba, Puerto Rico ySanto Domingo, adquirido en subasta pública en el añode 1861. Su crédito y fama eran tan envidiables comolas de su buque insignia, el correo Alfonso XII.

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Ángel María releía la carta, manoseada tantas ve-ces, con la sensación de siempre. Pensaba que las al-deas de Armea de Arriba y la cercana Láncara se mori-rían sin remedio e iban a terminar por quedarse vacías.Las noticias llegadas desde lejos eran aciagas; siempre,al recibir un sobre, le daba un vuelco el corazón. Laprimera que lo abrumó fue la del fallecimiento de suhermana Petra María, sepultada el 4 de noviembre de1896. Ella habría cumplido, precisamente el día 21 deese mes de 1896, los 18 años. También en noviembre,pero de 1897, murió el abuelo don Juan Pedro de Cas-tro Méndez, otra pérdida que Ángel sufrió en la dis-tancia, cuando se encontraba hospitalizado. De SanPedro de Armea de Arriba eran los acaecimientos tris-tes, y aunque en Láncara, por lo pronto todo iba bien,él intuía que en Galicia, al final, solo permanecería suhermana María Juana, con sus hábitos, su fuerza y subondad. Ángel María no lograba sustraerse de la reali-dad: lejanía y progreso eran sinónimos. La certeza lodesconcertaba tanto como el final de una guerra y larepatriación forzosa de civiles y militares, la mayoríacampesinos olvidados de Dios. El regreso era el moti-vo real de sus insomnios a principios de 1898, y no elcalor sofocante al que sin percatarse se había habitua-do. Era una sensación contradictoria, por un lado, laposibilidad de la paz le salvaba la vida y significaba elpronto reencuentro con su novia, con su familia; perotambién la vuelta a la nada.

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Descubrió la verdadera razón de su sinsaborcuando alguien hizo a un lado su fusil, se despojó delcinturón con el parque, y le dijo sin inmutarse.

—Estamos solos. No hay nada que hacer. Espa-ña acaba de firmar la suspensión unilateral de las hos-tilidades.

El 16 de febrero de 1898, la noticia de la voladu-ra el día anterior del acorazado norteamericano Maine,fondeado durante tres semanas en la Bahía de La Ha-bana, ocupó los titulares de primera plana en losdiarios de Nueva York, Madrid y la capital insular, ydesató, de una vez, los desafueros de los Estados Uni-dos, apenas contenidos hasta ese momento, en sus am-biciones por Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

La noticia elevó al millón de ejemplares las tira-das de las ediciones de la mañana y la noche del Worldde Pulitzer, y del Journal de Hearst, que exigían elinicio de las beligerancias militares. En Madrid, losvendedores de El País, El Imparcial y el ABC, voceabaninconscientes y con cierto aire fanfarrón, en elmismísimo espíritu de las crónicas y artículos, laguerra de España con los Estados Unidos por todaslas calles y ante todos los portones de la capital. Ladesavenencia no era nueva. Norteamérica venía pre-sionando desde hacía mucho tiempo para apropiarsede esas colonias.

España se precipitó a conjurar la catástrofe, dispu-so el cese tardío de la reconcentración y las acciones

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militares en Cuba, pero ya el presidente norteamerica-no William MacKinley solicitaba al Congreso autoriza-ción para intervenir en el conflicto.

La Armada Naval de Estados Unidos bloqueó losprincipales puertos de la costa norte y la bahía deCienfuegos, que don Ángel conocía muy bien porquefue por allí por donde desembarcó su batallón pocomás de tres años atrás, en septiembre de 1895. Así, latragedia del hambre y escasez de suministros que du-rante toda la guerra asoló a los insurrectos cubanosse hizo extensiva a las tropas monárquicas.

El paisaje a la entrada del puerto sobrecogía y lasnaves parecían cementerios. Cuba se conmocionó conlo ocurrido a las unidades de la escuadra españoladel almirante Pascual Cervera, arrasada por la artille-ría de la poderosa escuadra norteamericana del almi-rante Sampson, a la salida de la Bahía de Santiago, el3 de julio de 1898. Todos los marineros del Vizcayamurieron en aquella batalla.

Nadie podía imaginar entonces que, al mismo tiem-po, más de mil cien cadáveres de personas y animalespermanecieran abandonados en casas, fondas, almace-nes y solares de una ciudad condenada a los airesmalolientes del olvido y la ausencia de sarcófagos.

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Las pérdidas españolas sumaban trescientos cin-cuenta muertos, ciento sesenta heridos y mil seiscien-tos sesenta prisioneros. La capital provincial de Orien-te resistió el sitio durante varias semanas pero al finaldepuso las armas. Los destacamentos cubanoscortaron los abastecimientos por el oeste y apoyaronel desembarco estadounidense por el este. Los mis-mos cubanos a quienes luego las fuerzas norteameri-canas impidieron la entrada a la ciudad de Santiagode Cuba en el momento de la victoria, lo que fue unafrustración y una injusticia histórica.

Las derrotas navales en el Pacífico y el Caribeforzaron a España a capitular. En agosto de 1898 sehizo público el protocolo preliminar para la suspen-sión definitiva de las hostilidades y comenzó a trami-tarse la evacuación de sus tropas en Cuba, como con-dición ineludible para los tratados de paz que habríande firmarse sin la merecida presencia de los cubanos,ese diciembre en París.

Los médicos yanquis solicitaban con empeñocurar a los heridos españoles para anotar sus ob-servaciones sobre los efectos de los proyectiles nor-teamericanos, en informes dedicados a conocer yestudiar las ventajas del armamento Winchester.Para los soldados españoles no había algo mejorque el Máuser. Doscientos fusiles Máuser se entre-garon en la capitulación de Santiago y todos fueronenviados a Nueva York para su análisis. Cada aciaga

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incidencia la conocían a pie juntillas los desventu-rados militares peninsulares a quienes los rumoresde tanta humillación apesadumbraban aún más enla derrota.

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El dolor persistía. El invierno húmedo de la isla se lemetía en los huesos y los inflamaba hasta no soportar-lo. El 9 de enero volvió a la clínica de Placetas, en me-dio del revuelo que ese mismo día causó entre los veci-nos y las tropas españolas e insurreccionales cubanas,la noticia de la presencia del General Gómez en el po-blado. Iba con rumbo a La Habana y venía procedentede las ciudades de Remedios y Caibarién, adonde ha-bía llegado tras la travesía «con mar gruesa» en unvaporcito por la costa norte. Arribó por el derruido ycrepitante muelle de Jinaguayabo, ingenio entonces enruinas, y donde en 1895 habían sido destacados algu-nos de los infantes del Batallón de Isabel II. Allí, enJinaguayabo recibió al viejo combatiente el GeneralFrancisco Carrillo. En ambas ciudades, tanto los ad-versarios de antes como los compañeros de armas desiempre, le tributaron los merecidos honores con jú-bilo, respeto y una cerrada ovación.

Ángel comprendía la fraternidad demostrada traslos acuerdos de paz entre los soldados que hasta muypoco tiempo atrás habían sido contendientes: no exis-tía en Cuba el odio a lo español, sino a la política es-pañola. Quienes desconocieran la estirpe y el noble

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carácter de ambos pueblos podrían considerar la rea-lidad de los hechos como algo insólito e inexplicable.En todas las localidades adonde les había llevado elmovimiento de tropas, los quintos españoles habíanestablecido amistad con familias cubanas y peninsu-lares que, de alguna manera, les observaban comoseres dignos de compasión, puros desdichados a quie-nes la necesidad arrastraba al desastre, víctimas deun poder superior y ajeno a sus vidas.

Mientras muchos festejaban, él preludiaba díasdifíciles: lo sería sin duda el repliegue, la ocupaciónpor fuerzas extranjeras del territorio evacuado, lapartida; luego, la travesía por el Atlántico y la llegadaa una España en ruinas. Al ser dado de alta y reincor-porarse a su destacamento, apreció el incesante aje-treo en que estaban inmersos, «tenía lugar en todaspartes –le dijeron–: en las oficinas de los batallones yen los puestos de los destacamentos desplegados portoda la geografía cubana». En previsión del probablemovimiento de tropas se ponían en orden todos losasuntos.

Desde los meses de octubre y noviembre del añoanterior, la Capitanía General cursó instrucciones parala evacuación del ejército, lo cual incluía a las fami-lias de los oficiales y a los soldados enfermos. Esaoperación debía comenzar por Pinar del Río y exten-derse paulatinamente hacia Oriente. Quedarían asídisueltos todos los cuerpos y unidades de voluntarios,

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con la consiguiente entrega de armas y municionesen los parques y plazas de las poblaciones y en lasfincas rurales. El material de guerra que no pudieratransportarse con destino a España habría de ser en-tregado, junto a propiedades inmuebles, bajo acta alas autoridades civiles. Se delineó el cuadro de em-barques en los vapores de la Trasatlántica y previó elorden a tener en cuenta en la distribución de las lite-ras. Tendrían preferencia: el jefe de cada expedición,las señoras y niños, después los jefes y, en último lu-gar, los oficiales por categorías y los hombres de me-nor graduación, a quienes de no ser suficientes lasliteras, se les facilitarían colchonetas para dormir o,en caso extremo, se les permitiría hacerlo en divanesy sofás de los comedores y cámaras, con lo cual se lesproporcionarían los medios para su aseo en la mejorforma posible. En las semanas finales, se abonaronpagas y mensualidades atrasadas, entregaron pasapor-tes y licenciamientos, y prepararon los bultos con ar-mamentos y municiones, correajes, y papelerías dearchivo, todo lo cual habría de trasladarse sin falta ala península. A última hora se llevarían a bordo lostrajes de abrigo y mantas que les correspondiesen alas fuerzas embarcadas de las existencias proceden-tes de la península para distribuirlas a los cuerpos,unidades o fracciones de unos y otros…

El vapor correo trasatlántico Ciudad de Cádiz se bam-boleaba con levedad en las aguas del puerto deCienfuegos, poco antes de iniciar su travesía con des-tino a A Coruña y Santander. Este barco impresio-naba mucho más que el Santiago, por su altura espi-gada en la proa y la popa amplia y como bonachona.Había sido construido en Escocia en 1878 porLobnitz, Coulborn and Co. en Renfrew y alcanzabacon su única hélice movida por una máquina de va-por de triple expansión, los 13 nudos de velocidad,datos desconocidos para quienes emprendían viajea España. Quizás los 163 pasajeros de los camarotesde primera clase o los 54 que iban en segunda logra-ron conocerlos en charlas durante la ruta marítimacon los oficiales, algo impensado para los que, alsubir la escalerilla, de inmediato eran confinados alárea próxima a las bodegas.

Ángel era uno de los doscientos pasajeros queviajaban en tercera clase. Pensó en la ventisca fría deese 26 de enero de 1899 como preludio del inviernode su tierra. Viajaron sin los vaivenes del mar turbu-lento, en medio de una serenidad de olas y cielo aratos exasperantes, en una travesía larga y lenta. Lamayoría de los pasajeros iban heridos, enfermos y

Regreso

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abatidos. No sabían adónde los llevaría la providenciaesta vez. Una dolorosa peregrinación de barcos llegóa A Coruña y Vigo, y allí depositó los despojos de laguerra, el orgullo maltrecho de España y toda la amar-gura posible de la derrota. Eran más de veintiochomil, entre civiles y militares, los desembarcados enlos puertos al norte del país.

El periódico El Mundo publicó una crónica de lallegada de los barcos Isla de Luzón y Monserrat, el día28 de agosto de 1898:

A las 7 de la mañana de hoy es avistado en Vigoel vapor Isla de Luzón, que conduce el segundogran contingente de repatriados de Cuba. A las8:30 horas gana su costado la falúa de sanidad,con los gobernadores civil y militar, el coman-dante de marina, el alcalde y el director de sani-dad. A las 10 el barco fondea en Punta San Adrián,en la orilla derecha de la ría, donde está prepara-do el lazareto de San Simón. Un inmenso y si-lencioso gentío observa sus maniobras.

Los médicos informan que el estado del pasajees «regular» y seleccionan a los repatriados quepueden desembarcar tras la preceptiva cuaren-tena y los que han de permanecer en el lazareto,que ha sido dotado para albergar a 1.100 indivi-duos. Durante la travesía han fallecido 32 hom-

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bres, y otros dos al entrar el barco en el puerto.Trae un centenar de enfermos graves.

En el Isla de Luzón llegan los generales Escario yRubín, 153 jefes y oficiales, y 2.057 individuos detropa (…) Hoy también fondea en A Coruña, pro-cedente de Matanzas el vapor Monserrat, con va-rios centenares de militares repatriados. Inme-diatamente es admitido a libre plática, pues lasalud a bordo es buena. Al Monserrat se le impo-ne la cuarentena reglamentaria de siete días parael desembarco del pasaje y de la corresponden-cia. Los periódicos recuerdan la gesta de su capi-tán, Manuel Deschamps, que rompió el bloqueoyanqui hace cuatro meses y desembarcó enCienfuegos con más de 500 soldados y abundan-tes víveres.

El pasado 16 de julio salió de nuevo de Cádiz, vol-vió a eludir el bombardeo enemigo y recaló enMatanzas, donde hacía días que no se veía el pan,con 8.000 raciones, 1.399 cajas de tocino, 805 sacosde habichuelas, 602 de garbanzo, 500 de harina, 213fardos de bacalao y 25 cajas y barricas con medica-mentos. La población como hoy en A Coruña, leshizo un recibimiento incomparable. El presidentenorteamericano MacKinley llegó a ofrecer una re-compensa con 80.000 duros, más el importe de la

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venta del barco, a quien lograra apresar alMonserrat.

Manuel Deschamps, condecorado ya por la reinacon la Cruz del Mérito Naval pensionada, es el hé-roe de la ciudad gallega. En los próximos días lle-garán a la Península el Isla de Panay, el Covadonga yotros barcos, con lo que el número de repatriadosrondará los 10.000 hombres. Son el contingenteprincipal de nuestro ejército en Cuba, y en brevevagarán por los caminos de España, dejando suestela de remordimiento y dolor.

Para albergar al ejército de repatriados se handispuesto los lazaretos de Pedrosa, en Santander;de San Simón, en Vigo, y de Oza, en A Coruña.Cuando atraca un barco, tanto el pasaje como sucarga es desembarcado en el llamado lazaretosucio, donde se desinfectan y queman las ropasque pudieran traer gérmenes perniciosos. Seimpone una cuarentena, más o menos larga, se-gún los casos de enfermedades y fallecimientosque se hayan registrado durante la travesía (…).

Ángel María Bautista Castro Argiz se encomendóa Dios al desembarcar el 9 de febrero de 1899, en ACoruña. Estaba a salvo como un milagro del destino.Lo vieron llegar por el camino polvoriento de la aldea

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de Láncara, ostensiblemente cambiado en corto tiem-po. Los paisanos lo esperaban como un indiano de éxi-to, vestido de guayabera de hilo, sombrero de pajilla ycon un brillante en el anillo. El hombre que tenían de-lante tenía una apariencia lamentable a pesar de su ju-ventud, pues contaba con solo veintitrés años de edad.Se le notaba el ánimo contrariado y la salud endebleaunque hiciera un gran esfuerzo por disimular. A to-das las desgracias se sumó su decepción por el olvidode la novia del pueblito de San Juan de Muro. Llegó dela guerra con la esperanza de reencontrarla y casarse,pero todo se derrumbó de un portazo. En una nochede suerte le ganó todas las partidas de naipes a donOsorio, su vecino de Láncara, dueño de un comercio yuna cantina, quien había empeñado en el juego hastasu propia casa. A la mañana siguiente, el deudor le ra-tificó su palabra a Ángel, pero este, con una palmadaen el hombro, le aseguró que no le debía nada, única-mente le pediría en pago dos trajes para su novia. Des-pués supo ya no tenía sentido, ella no lo esperaba. Conlos pocos ahorros disponibles decidió reponer fuerzas,alejarse e intentar fortuna por segunda vez, más alládel mar.

Durante los primeros días se dormía delante delas visitas que le disculpaban el agotamiento repenti-no provocado por el alivio de las tensiones. Fueron arecibirlo sus familiares, los amigos de la infancia, losvecinos y muy especialmente los primos Argiz con

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quienes se bañaba en el río Neira o corría por losmontes en mil aventuras.

En sus cavilaciones se consideraba un hombre afor-tunado, aunque recordaba a los difuntos de la travesíacomo recurrentes sábanas pálidas que la memoria izabaentre el viento y la penumbra del océano, aún tenía lacabeza sobre los hombros y no desvariaba. Las crónicasdel diario El Mundo publicaban las tristes historias delos repatriados –él, como tantos otros, lo había sido por-que no tenía familiares en la isla que lo acogieran–; his-torias que le confirmaban su ventura y la fatalidad delos otros. Antonio García, de Huelva, sufría accesos delocura y al menor descuido de sus familiares se echaba ala calle dando espantosos gritos. El sargento de Inge-nieros, Adrián Samaniego, procedente de un desembar-co en Barcelona, llegó en tren a Torredembarra, y en laestación misma, murió de la emoción al abrazar a supadre.

De tiempo en tiempo, Ángel María callaba. Pen-sativo, trataba de explicarse por qué habían llegadohasta ese punto irreconciliable las relaciones entreCuba y su patria.

En la isla, la guerra había costado más de dos-cientas mil almas, los faros no funcionaban, los cami-nos resultaban intransitables, la economía se encon-traba devastada, existía una terrible ausencia de niñosy mujeres embarazadas y una nostalgia enfermiza depueblos prósperos.

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En la península ya casi nada tenía sentido, a pe-sar de que alguien como el viejo liberal Sagasta, pre-sidente del gobierno, repitiera hasta el cansancio, conla esperanza de atenuar las decepciones, la célebrefrase del monarca francés Francisco I: «Todo se haperdido menos el honor». Los generales derrotados,arrastraban su fracaso en silencio y los soldados re-patriados cargaban su miseria por todas las calles ylos caminos de España. Lo decían los diarios: «¡Quésoldado el nuestro de Cuba…! Desarmado, triste, consu juventud herida de muerte por cruel enfermedad ypor el desengaño del vencimiento (…) ¿qué es lo quequeda aquí para rehacernos como nación?».

Esos malos pensamientos, la vejez de los tíos enArmea y la tristeza conforme de su padre Manuelensombrecían a veces su determinación de volver,pero no lo hacían desistir, sobre todo porque Cuba, apesar de la ruina por la guerra, seguía siendo un paísnuevo con muchas posibilidades, que la fatiga y elescepticismo tremendos de España no podían ofre-cerle, después que desapareciera, con los últimos cienaños, la presunción del imperio. Por aquellos días sedespidió de su casa en Láncara, de su padre, de doñaMaría y de su hermano Gonzalo, a quien había en-contrado hecho todo un hombre a los 17 años. Antesde la partida definitiva visitó en varias oportunida-des San Pedro de Armea de Arriba para ver a su her-mana María Juana y los tíos Juana y José, quienes

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como viejos horcones, sostenían la casa del abuelo.La muchacha, a punto de cumplir los quince años,quería irse con él; se le colgó al cuello repitiéndole:«Llévame, llévame». Primero sintió grandes deseos deque su hermana lo acompañara en su segundo viaje aCuba –vivir en la misma casa sería como habitar elhogar de la niñez perdida; no faltaría en la distancia,la charla sobre los viejos tiempos, la mano femeninaen las cosas y el cariño familiar cerca de sí–; pero elllanto y la desolación de los tíos Juana y José ya viejiñosy sus súplicas para que la niña de sus ojos no los de-jara atrás, le hicieron recapacitar y convencerla: debíaquedarse allí. Aceptó separarse de su hermana. Leprometió no olvidarla nunca, ayudarla por muy lejosque estuviera y escribirle, escribirle sin falta todos lospormenores de su vida para permanecer en la cerca-nía de la confianza y el afecto.

A Cuba, en sus conversaciones íntimas la llama-ba «la isla de los asombros», y quienes no conocíanbien al joven no suponían desvaríos y encontrabanfundamento a sus sueños.

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Las olas rompían primero en la llanura de los arreci-fes y luego alcanzaban el abrupto promontorio y lasparedes altas del Morro, iluminado a ratos por losespejos del faro de la bahía. El vapor Mavane de laCompañía Francesa de Navegación bordeó el litoralal oscurecer y echó el ancla en el puerto, bien entradala noche.

Los pasajeros habrían de esperar al día siguientepara realizar los trámites de inmigración y el controlsanitario establecidos por las autoridades norteameri-canas, que asumieron la gobernación de la isla a lasdoce horas del primer día del año de gracia de 1899,cuando cesó en Cuba el señorío de España y comenzóel de los Estados Unidos.

La mayor parte del tiempo, el barco hizo la rutacon la mar en calma y el cielo despejado, solo al dejaratrás las Bahamas se sintió la proximidad de un frentefrío del norte; hizo descender la temperatura, encres-parse las aguas, lloviznar y opacarse el cielo. Abajo, enel fondo, la corriente del Golfo de México, halaba comoun imán hacia rumbos inciertos. La gente de a bordopretendía alejar un naufragio con plegarias. Casi to-dos eran gallegos como él, de pantalones gastados, sa-cos raídos, alpargatas y boinas negras que soñaban con

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espantar la pobreza de sus bolsillos. Durante la trave-sía había conseguido reunir algún dinero mientras ga-naba uno tras otro los juegos de naipes en las nochesde insomnio y luna clara.

Si los rezos no consiguieron despejar del todolas brumas de tormenta invernal, al menos acercarona los viajeros con palabras y sonrisas cordiales. Al lle-gar, todos sentían un poco el despedirse.

Desde la cubierta de proa, Ángel María observa-ba las luces del alumbrado de la ciudad en una ma-drugada lluviosa y fría.

«Señal de buena suerte» –se dijo mientras reco-gía sus pocas pertenencias y reparaba en su cumplea-ños veinticuatro, justo al día de bajar a tierra. Las for-malidades de aduana se cumplieron con prontitud ypocas horas después figuraba como pasajero sin fa-milia en la lista de inmigrantes que arribaron al puer-to de La Habana, el 4 de diciembre de 1899.

Por los muelles pululaban a esa hora los vende-dores de pescado, las mujeres trasnochadas y losmarines borrachos, con su uniforme azul intenso ylas insignias blancas: U.S. Navy. Sin prisa y con equi-paje ligero, recorrió despacio la parte antigua de laciudad hasta llegar a un hotel pequeño y acogedor,cerca de la estación ferroviaria de Villanueva, dondeprobó por primera vez el café Caracolillo.

Ni árboles copudos ni canto de pájaros en lascalles apretadas de balcones pequeños y adoquines

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gastados. La calle Empedrado había dejado atrás lahumedad del barro y las maldiciones del vecindariopor el fanguizal sin chinas pelonas; en la calle de losOficios nadie anunciaba servicios de escribanía decartas o documentos oficiales, y en la calle Baratillose vendía con premura lo imprescindible, mientrasperdían espacio las fantasías.

Durante años y años, la capital acumuló discretasus transiciones hasta presentarse un día diferente,como una ciudad moderna que ya conocía el cinema-tógrafo de los hermanos Lumière y había visto rodarel primer automóvil, un ejemplar de la fábrica france-sa Le Parisiense.

Él no lo notaba, era uno entre tantos forasteros:agentes comerciales, promotores, inversionistas einmigrantes pobres, a quienes se reconocía pronto porsu ignorancia ante la frustración del ideal indepen-dentista que pesaba en el ambiente cargado de malospresagios.

En la calle Baratillo, una mujer le preguntó:—¿Gallego?—¿Cómo lo sabe?—Es fácil, todos buscan algo, se les ve en la mira-

da –dijo, y añadió sus lamentaciones.Sentada a la puerta de un oscuro local, ofrecía a

sus clientes, entre promesas y buenos deseos, todotipo de abalorios falsos. Hundía el cuerpo en el fon-do de un sillón de mimbre agujereado, las manos le

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sudaban copiosamente y estrujaban un pañuelo mien-tras miraba con envidia la proliferación de comerciosespaciosos y modernos a un lado y otro de su oscuri-dad. Cada día la gente se interesaba menos en sus cris-tales de colores, amuletos de piedra, collares de se-millas y espejos. Tampoco seducía la visión delpasado; en realidad importaba el futuro. Un hombrejoven abrió muy cerca, y con rotundo éxito, una tien-da donde vendían faroles, candiles, velas de cera ylámparas, transparencias bordadas y vitrales que con-vertían en arco iris los fulgores del sol y los repartíana las habitaciones interiores por el suelo, las paredesy las columnas. Otro comerciante estableció una tien-da con telas rudas y delicadas, propias para alforjas yrefajos, según la necesidad. Prosperaban: una quin-calla surtida de tijeras, dedales y agujas de coser detodos los tamaños; una venduta de infusiones impor-tadas y yerbas para las calenturas; un comercio deauténticas reliquias árabes. Un local exhibía fustas,monturas y espuelas de plata y otros materiales deoficina. Los establecimientos conferían al lugar unaapariencia abigarrada y festiva.

La mujer miraba a su alrededor con tristeza ycansancio. El tiempo de vender ilusiones pasaba. Eldesconsuelo hacía más frágil y tenue su silueta lamañana en que Ángel María se detuvo ante el bazar.

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En su segundo viaje pensó establecerse en Camajuaní,un pueblo pintoresco de Las Villas, que debía su exis-tencia al tendido de la línea ferroviaria para conectarlas zonas azucareras con los puertos de la costa nor-te, una región conocida y recorrida durante los díasdifíciles de la guerra. Además, allí mismo un parientesuyo poseía una finca. En realidad estuvo poco tiem-po en ese lugar; se trasladó primero a Cayo Romanoy luego mucho más lejos, a las minas de hierro y man-ganeso de Daiquirí y Ponupo, en Oriente, bajo la ju-risdicción de Santiago de Cuba como capital provincial,donde prometían empleo y pagaban en moneda nor-teamericana, un verdadero privilegio en medio de lasituación económica del país.

El calor era insoportable en la apartada zona. Loshombres contratados, solos, como ermitaños, se co-municaban con el mundo por los motores de línea quetransportaban el mineral hasta Daiquirí para embar-carlo hacia los Estados Unidos.

Ángel María compartía con los otros trabajadoresla barraca pestilente y las partidas de cartas o dominó,sentados sobre cajones de bacalao importado de No-ruega, en una mesa forrada de viejos ejemplares delDiario de la Marina manchados de grasa. Aquellas re-uniones cordiales duraban hasta tarde y en el ruedo dela conversación caían todos los temas imaginables:los bandoleros, el desprendimiento de rocas en uno de lostúneles, la llegada de un vagón de muchachas como

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sombras trashumantes y marchitas, o del único capa-taz cubano de por todos los contornos quien al escu-charlos hablar de holganza y futuro, repetía a manerade epitafio unas palabras del coronel mambí ManuelSanguily: «Parece que Cuba puede ser un paraíso paratodos menos para los cubanos».

Por último, hablaban del casorio del hijo menorde una familia de inmigrantes ingleses establecidospor más de cuarenta años en la región, después queel padre llegó como empleado de La Consolidada, unade las primeras empresas dedicada a la extracción delmineral en Oriente, cuando Cuba era la principalabastecedora de cobre de la industria británica y losbarcos iniciaban la ruta regular de la mayor de LasAntillas a Liverpool.

A finales del siglo XIX, a Londres se le iban los ojosy las apetencias tras el oro del África Austral, y los nor-teamericanos aprovechaban los espacios vacíos.

La Spanish-American Iron Corporation operabaen Daiquirí desde 1892. Durante los tres años de guerra,su neutralidad le permitió continuar los trabajos.

La Ponupo Manganeso Corporation, activa des-de 1894, interrumpió sus exportaciones en el trans-curso de la contienda y las reanudó en 1898. Entre1902 y 1903, la empresa consiguió exportar grandescantidades de mineral, sin preocuparse en lo absolu-to por la seguridad de los obreros ni por la enferme-dad de sus pulmones saturados de humedad.

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Si Ángel hubiese decidido escribir entonces acasa, la carta hubiera dicho: Estoy bien, a Dios gra-cias, hago ahorros y paso el tiempo leyendo en perió-dicos viejos sobre historia y geografía. No me acos-tumbro al calor y a esta vida sin hogar.

Se decía que el clima era más fresco en las tierrasde la Nipe Bay Company, y todo marchaba «viento enpopa y a toda vela» con las inversiones de la UnitedFruit Company.

Era una historia larga la que había llevado al pro-pietario de esa compañía a establecerse primero enBanes y después tierra adentro.

Hipólito Dumois, joven cubano descendiente deuna familia francesa de Nueva Orleans, emigrada aSantiago de Cuba cuando la Louissiana pasó a serterritorio estadounidense, desarrolló plantaciones de«guineo» (plátano) en la costa norte oriental y fundóen 1885 el pueblo de Banes. En goletas suecas y norue-gas sacaba por ese punto de la Bahía de Nipe los em-barques de la fruta hacia Nueva York, donde abastecíacerca de un cuarenta por ciento del mercado. Alcanza-ba tal volumen su negocio que el gobierno de Suecia-Noruega decidió bautizar una flotilla de sus buques conel nombre de Hipólito y sus hermanos, y así existían elbarco Hipólito, el Ernesto y otros tantos hasta dondealcanzaron las naves y los nombres de la familia.

Con la tea incendiaria de los mambises quedaronarrasadas las plantaciones en 1895. Además, la gente

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hablaba de una maldición que perduraría por más decien años y no permitiría nunca la prosperidad delplátano en la zona.

Dumois marchó a Manhattan y conoció allá almagnate de la Boston Fruit Company, AndrewsPreston. Este controlaba el mercado del banano en elnordeste de los Estados Unidos y traía cargamentosdesde Centroamérica y Jamaica para abastecerlo sininterrupciones. Preston le compró tierras a HipólitoDumois para abrirse camino en la producción de azú-car y sustituyó la antigua compañía por la United FruitCompany.

En 1900 fundó el Central Boston y en 1907, elPreston, no muy lejos de Guaro, donde el 28 de no-viembre de 1906, don Ángel Castro Argiz abrió laspuertas del comercio El Progreso, que giraba con uncapital de doscientos pesos y contaba por adelantadocon la presumible buena fortuna que un nombre comoese podía conferir a un sueño, el mismo de la ya muyafamada publicación periódica gallega.

La fonda estaba en el portal, unas pocas mesascon manteles de cuadros y taburetes de cuero basta-ban para que fuera un espacio acogedor, abierto a labrisa de los árboles, bajo la sombra del techo de tejasy con el atractivo del ir y venir de la gente y las noti-cias al alcance de la mano; al fondo, la bodega ofrecíaun variado surtido, con la estantería repleta de im-portaciones de España: quesos, aceitunas, avellanas,

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turrones, chorizos, harinas de trigo, castañas, aceitede oliva y vinos en portentosas botellas y porrones.

Después del almuerzo, todo el pueblo se detenía yse refugiaba al amparo de los patios y las estancias inte-riores. Los mediodías, insufribles por el calor, con la luzvertical y el polvo fastidioso, penetraban por los resqui-cios de las persianas francesas. Entonces, Ángel Maríaaprovechaba para revisar los diarios de la capital.

Fue en una revista El Eco de Galicia de La Habana,donde leyó por primera vez la letra del himno de sutierra. La publicación tenía fecha de 1905, le causóuna gran impresión, pues los versos eran como unacabalgata de sus sentimientos, un recuento de ideasmemoriosas donde se mecían los rumorosos pinos,refulgían los campos, emergían de las malezas loscastros y se encrespaban los mares en una costa bra-vía. Casi dos años después de publicado el texto, el 20de diciembre de 1907, las dos primeras partes del poe-ma «Os Pinos» de Eduardo Pondal, con la partiturade Pascual Veiga, fue interpretado por primera vezen el Teatro Tacón de La Habana, fruto de las añoran-zas de la emigración gallega, de la nostalgia de hom-bres como Ángel que muy lejos mantenían vivas lastradiciones y la comunicación por carta con su familia.

Con el inicio del siglo tuvo razones para sentirseabatido y triste. La correspondencia le trajo primerola mala noticia de que su padre, don Manuel de CastroNúñez, había fallecido de muerte natural, a las siete

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de la mañana del día 12 de junio de 1903. Un nuevocura, don Juan Francisco Vázquez González, le diosepultura eclesiástica en el viejo cementerio en derre-dor de la iglesia de San Pedro de Láncara, allí dondetambién estaban enterradas Antonia y las dos niñasde los Castro Argiz que no habían sobrevivido al tiem-po. Solo Petra permanecía bajo una losa distante, enel camposanto de la iglesia de Piedra de Saá, próximaa las parroquias de San Pedro de Armea de Arriba yde Santiago de Souto.

Como si no bastara ese pesar, apenas tres añosdespués, murió doña María Fernández López, viudade don Manuel. Don Ángel sabía que ella le habíahecho compañía amorosa y delicada a su padre cuan-do más lo necesitaba y por eso él le agradecía en si-lencio. Doña María murió el 28 de abril de 1906 y nodejó hijos, solo Gonzalo Castro Argiz estaba allí,donde quedó en soledad. Todos serían ausenciaperenne de la casa de Láncara.

Por aquella época, Ángel escribía a sus hermanoscon la esperanza de que nunca se deshicieran los lazosde unidad. Su congoja y desconsuelo se disiparon solomucho después, en 1908, al conocer del matrimonio deMaría Juana. Ella eligió el sagrado templo de su aldeade nacimiento para casarse con Antonio López Vázquez,también hijo de aquella parroquia. El cura don Fran-cisco Vázquez González bendijo la unión con el autorizodel vicario de San Pedro de Armea, de donde Juana era

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feligresa. Fueron testigos de la boda Gonzalo CastroArgiz, que entonces ya estaba casado, y Manuel LópezVázquez, hermano de Antonio.

Sólo él, don Ángel, seguía en solitario su vida. Loshostales al borde del camino, propiciaban la afluenciaa su comercio, siempre a disposición de los clientes.

A la tediosa y casi inoportuna hora del mediodíaconoció a María Luisa Argota. Leía los periódicos yse enteraba de la subasta pública de la administra-ción local de aduana, que no podía almacenar tantosbultos: dos cajas rotuladas con comestibles y ropausada, otras dos de vino de Jerez, quince barriles dealquitrán… una lista interminable. Lo más interesantede las noticias era lo relativo a la jornada de ochohoras establecida para los mecánicos, operarios y jor-naleros. La disposición exceptuaba a los maquinistas,fogoneros, marineros, vigilantes, mensajeros y carre-teros, cuyos servicios se consideraban necesarios atoda hora. El olvido de los empleados no públicosencendía la polémica con mil y una sugerencias desolución y alguien proponía cerrar todas las instala-ciones a una misma hora.

—¿A quién se le ocurre que los restaurantes, loscafés, las droguerías, las boticas y los hoteles cierrena las seis? –censuraba contrariado el novato comer-ciante, disgustado por la falta de visión e insensatezde las opiniones, y pensaba–. Hay que hacer algunasexcepciones.

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Meditaba cuando sonó la campanilla del portón.María Luisa dio las buenas tardes y solicitó una cajade bombones.

—Es para un regalo –dijo.Él envolvió el estuche y la siguió con la vista

hasta la calle. A un lado y al otro se alzaban las cons-trucciones de estilo francés balloon frame, que losnorteamericanos introdujeron en Banes, Antilla,Preston, Cueto y Guaro: casas tipo chalet con techoa cuatro aguas, portal a la avenida y corredores alre-dedor, paredes de madera machihembrada, el pisoentablado de pinotea y una profusión de puertas yventanas.

La silueta de la joven se recortaba en el paisajecon la nitidez reverberante de la claridad del mediodíay armonizaba con la apariencia altanera de la avenida.

Mientras más se alejaba, mayor atención poníaél en conocerle el rumbo. No necesitó saber dóndevivía porque sus visitas se hicieron frecuentes y, alencontrarse, no era el único con aquella sensacióndesconcertante.

Ella era de Fray Benito, en Gibara. Su familia sehabía instalado en Guaro tiempo atrás. Marcos Argota,el padre, trabajaba como funcionario de la UnitedFruit Company, y Carolina Reyes, la madre, hacía losquehaceres de la casa como era la tradición.

Don Ángel tenía treinta y cinco años y pensó queMaría Luisa sería su amor definitivo; pero no fue así.

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Muchas personas del pueblo le auguraron pocotiempo a la unión y algunos adjudicaban después sufinal al maleficio de la casa adquirida por don Ángelen Mayarí. Edificada sobre recios pilotes por el doc-tor en farmacia Evaristo del Campo, quien vivía alu-cinado con su futuro matrimonio, nunca pudo serhabitada por él, porque murió casi a las puertas de sucasamiento. Los familiares, consternados, vendieronel inmueble sobre el que recayó una nube de presa-gios, conjeturas, profecías, presentimientos.

Don Ángel era un hombre dispuesto a los esfuer-zos y renuncias, a la sencillez. María Luisa, sin em-bargo, tenía ambiciones y vocación por la vida de ciu-dad. Muy a pesar de que don Ángel también cobijó suamor en aquella amplia casa de maderas machihem-bradas y pisos de mosaicos como tableros de ajedrez;al trasponerla daba por el fondo a las riberas del ríoMayarí en la ciudad de ese mismo nombre, no fuefeliz el matrimonio, celebrado a las siete de la nochedel 25 de marzo de 1911, entre el señor Ángel CastroArgiz y la señorita María Luisa Argota Reyes. Fuerontestigos de aquella unión efímera Pedro Gómez y JoséÁlvarez, quienes ya se contaban entre los amigos cer-canos de Castro.

Manuel, el primer fruto de esos amores, nacióen Guaro unos diez meses después de la boda y se fuecon la misma prisa con que había llegado, apenas unaño después de su nacimiento. En mayo de 1913, ya

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María Luisa estaba embarazada otra vez y a punto denacer María Lidia. Le siguieron Pedro Emilio en 1914,Antonia María Dolores en 1915 y Georgina de la Cari-dad en 1918. Las niñas más pequeñas pasaron por lavida como una bendición huidiza. Ninguna de las dosse quedó por mucho tiempo, a pesar de las cataplas-mas y las precauciones con encierros a cal y canto.

Era una época de fiebres, convulsiones y flujosincontrolables, a los doctores de la jefatura local desanidad no les quedaba otra alternativa que sentarsea esperar en los vestíbulos el desenlace fatal o el mi-lagro de Dios, como si fueran sacerdotes ordenadosen una parroquia mucho tiempo abandonada y encuaresma.

Las niñas murieron en la casa de la calle LeyteVidal en Mayarí, donde vivía el matrimonio CastroArgota. Dejaron una impresión de flores secas en lapareja, una sensación de sudores estériles y amoresirremediablemente en fuga. Con ellas se marchó deuna vez toda esperanza de cercanía entre aquellos dosseres distantes. Ángel pasaba largas temporadas enel barrio de Birán, donde explotaba unos terrenoscerca de los pinares. Siempre insistió en llevar a Ma-ría Luisa con él, pero nunca pudo convencerla, enton-ces se olvidó de su ilusión y desistió para siempre.

Durante ese tiempo de ausencias frecuentes vi-vía de manera itinerante, como contratista de la UnitedFruit Company. Llegó a tener unos 300 hombres bajo

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su mando. Con los ahorros de El Progreso empleó aun grupo de hombres y se hizo de una cuadrilla debueyes para transportar caña y leña hacia los centra-les azucareros de la zona, en una época amarga, cuan-do las maderas recias y preciosas fueron a parar a lascalderas de vapor de los ingenios. Tumbaba montesque la compañía convertía enseguida en plantacionesde caña. Llenaba hasta setenta carros de dos mil cua-trocientas arrobas cada uno. Aceptaba contratas enterraplenes de línea y fomentaba las colonias de cañay la ganadería en la finca Manacas, donde inició laconstrucción de una casa para establecerse.

El paisaje le recordaba a Láncara, ese era el sig-no de que podría vivir una vida nueva. Su capital seincrementó con las zafras de la Primera Guerra Mun-dial, cuando los azúcares cubanos aseguraron las ven-tas a los aliados. Logró salir airoso de los enfrenta-mientos entre liberales y conservadores durante LaChambelona, la protesta armada contra «el cambia-zo» en las urnas y la reelección del presidente con-servador, Mario García Menocal.

De un lado, los alzados con las ropas deshechas,hambrientos y descalzos recorrían los campos comouna epidemia; del otro, el ejército sin paga, seguía elrastro y amenazaba a los pobladores. Las partidas deuno y otro bando incendiaban propiedades, se batíana tiro limpio, sin importarles si en la trifulca matabana un infeliz ajeno a la pugna por el poder. Todo terminó

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con el despliegue del ejército y el desembarco demarines yanquis por los puertos de la isla.

Don Ángel tendría que resistir los embates de lacrisis de los años 1920 y 1921. Entonces, el precio delazúcar descendió en picada y se arruinaron hacenda-dos y colonos, propuso un convenio para la suspen-sión del pago a sus acreedores por tres años y, la mo-ratoria le fue concedida sin dilaciones, respiró profundocuando los abogados le entregaron los papeles; peroaún así, en los años subsiguientes debió desplegar todasu astucia y habilidad para conservar su patrimonio.Una y otra vez, en un período de fugacidad abrupta,don Ángel hipotecó sus propiedades, las vendió, lasadquirió de nuevo, se reconoció deudor y pagó com-promisos pendientes. En 1922, vendió sus fincas a donJosé Reyes y Hernández, quien las refundió en una solatitulada Manacas. En 1923, don Ángel las recuperó yluego, contando con ellas, en 1924, firmó con la WarnerSugar Corporation un convenio o contrato de servidum-bre de paso, molienda de caña, refacción agrícola yotros actos y, además, contrajo una deuda con don FidelPino Santos y volvió a constituir una hipoteca sobre suposesión más preciada.

Con todo ello logró sobreponerse a las dificultadesy las preocupaciones, pero los sobresaltos habían fatiga-do su espíritu y nunca conciliaba el sueño en la casa va-cía, únicamente habitada por su imagen en los espejos.

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Ella olía a cedro como la madera de los armarios, losbaúles y las cajas de tabaco, con el aroma discreto delas intimidades que, en su tibia y sobria soledad, re-cuerda los troncos con las raíces en la tierra y las ra-mas desplegadas al aire. Su olor perturbó los sentidosde don Ángel. No supo si era el pelo de la muchacharecién lavado con agua de lluvia y cortado en crecien-te de luna para los buenos augurios, o tal vez su pielde una lozanía pálida y exaltada. Quizás era él. Ima-ginaba cosas, las inventaba o las sentía sin buscarsepretextos o razones válidas.

Clareaba cuando la vio como era en ese tiempo:una joven crecida, de esbeltez de cedro, ojos negros yenergía como la de ninguna otra campesina de portodo aquello. La observó de lejos con el cuidado deno espantarla con su apariencia hosca, sus cejas ce-ñudas y su porte de roble. Tenía la fusta entre lasmanos para aliviar su impaciencia, dándole impercep-tibles avisos a la cabalgadura, mientras ella pasabade largo, en silencio.

Era la época de los temporales y las sombrasdel monte rezumaban humedades y rumor de alas.Lina tendría entonces unos diecinueve años y él re-basaba los cuarenta y cinco. Por un instante, solo

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por un instante, pensó que estaba viejo y pesabandemasiado el compromiso de antes, las tristezas delalma y las marcas del cuerpo.

Con el paso de los días creció su pasión por ella,el ansia de hallar en su regazo un recóndito espaciopara la ternura, para despojarse de toda su aparentereciedumbre. Anhelaba el cariño y los cuidados de unamujer como compañía siempre, hogar para su vida deya largos itinerarios, tanto como el extendido caminoparalelo de las líneas del ferrocarril, donde se perdíasu vista mientras pensaba, sentado en el banco demadera, bajo el alero de la estación de trenes del po-blado de A Poboa, y recordó lo afirmado por los vie-jos en su casa: que los trenes también tenían poderescurativos porque era bueno para los constipadosinhalar los vapores de su máquina locomotora, quedisipaban la frialdad de Galicia.

La lluvia de la madrugada permanecía en el frescordel campo y el rocío incesante de las hojas al rozarlas.Todo era un murmullo de alas mojadas y libélulas in-discretas, la mañana cuando don Ángel vio a Lina yquedó fascinado ante la magia de aquella aparición.Lo hizo evocar todo su tiempo largo y triste. Hasta esedía no la había visto pasar, pero a partir de entonces,cómo mantenerse impasible ante su presencia, si loprimero que había sentido era su olor a cedro.

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El destino, las eventualidades, llevaron a la familia deLina de un extremo de la isla al otro. El hogar se ha-bía fundado en Las Catalinas, un poblado ubicado enuna de las márgenes del río Cuyaguateje, a pocas le-guas del Camino de Paso Real de Guane, en Pinar delRío. El ciclón de 1910 arruinó a los cosecheros de ta-baco y caña de azúcar, a los carreteros, leñadores ycolonos; a quienes quedó como única puerta de sali-da a su grave situación económica, aceptar las pro-puestas de contratistas e irse al Camagüey a las zafrasazucareras. Pasaron varios años y las penurias de lafamilia no tenían fin. Entonces, don Francisco RuzVázquez y doña Dominga del Rosario González Ra-mos volvieron a emprender viaje con el anhelo demejorar su futuro, esa vez con rumbo al norte deOriente, para trabajar con don Ángel Castro Argiz, elgallego de quien hablaba con entusiasmo PerfectoRuz, el hermano de don Pancho.

Por las conversaciones de los mayores de la casa,Lina admiraba a don Ángel. Lo respetaba con unadevoción casi religiosa. Cuando lo contemplaba delejos sentía una sensación extraña, inquietante y ale-gre a la vez. Ella era una joven de diecinueve años yél era un hombre maduro con ímpetus juveniles, aquien los paisanos ponderaban por su rectitud deeucalipto y su callada bondad.

Las jóvenes del lugar lo reconocían atractivo consu estampa imponente, montado en el caballo, vestido

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de traje de dril blanco y calado el sombrero de fieltro.La aureola de hacendado generoso propiciaba las cer-canías. Todos iban a verlo porque escuchaba siemprey no era difícil hablarle donde fuera, a mitad del cami-no, en la oficina o en el portal de la casa. La espesurade las cejas negras ungían de fuerza la mirada clara.Ellas murmuraban sobre su soledad y le sonreían alsaludar. Lina no. No podía explicarlo. Era un senti-miento nuevo, la aturdía sin saber qué hacer en su pre-sencia. Verlo le dejaba un alborozo galopante en elpecho; se le salía por los poros y le costaba disimular.A ratos hacía entregas en la casona pero siempre in-tentaba no dejarse ver desde las habitaciones y los co-rredores para no encontrarse con él.

Don Ángel Castro Argiz no había reparado enella. La conocía ¿cómo no?, desde que era casi unaniña, pero no había percibido el cambio hasta el ama-necer aquel, cuando aspiró de cerca su aroma a ma-dera y reparó en la turgencia leve de los senos y en elcontorno delicado de las caderas ocultos bajo la blu-sa y la falda amplias.

Si don Ángel representaba la autoridad severa yla humanidad personificadas, Lina era el vendaval, elgenio y la energía.

En silencio, Ángel escuchaba al padre de la mu-chacha referirse a ella con orgullo. Don Pancho lamencionaba como ejemplo evidente de una estirpeancestral. La joven montaba con destreza, dominaba

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los caballos de mejores condiciones. La gente la bus-caba para curarse las heridas o los malestares y ellasiempre ayudaba dispuesta sin que le temblaran lasmanos. Era muy decidida y sólo conocía la timidez yla zozobra en asuntos de amor.

Lina le hizo recordar el amor adolescente y admira-do, incapaz de musitar palabra, tributado en un tiem-po a las señoritas de Madrid, tan elegantes, tan due-ñas de sí. Habría de acopiar serenidad y dejar a unlado la timidez para enamorarla. Para llevársela des-plegó todas sus ternuras, insistió sin desesperar, re-currió a los misterios de la fascinación, ideó sorpre-sas, enfrentó los prejuicios y rumores, demostró sufilantropía, la acarició con una suavidad inimagina-ble en aquellas manos ásperas y la condujo por entreel gorjeo susurrante de los tomeguines y los zorzalesque tejían el nido en los vericuetos y entrepaños de laescalera hacia el altillo, donde se amaron por prime-ra vez, una noche de luna creciente, en el silencio dela casa de madera de pino.

Durante mucho tiempo don Ángel se dedicó, como con-tratista de la United Fruit Company, a sacar de las mon-tañas todos los colmenares con abejas de España en ca-jas de palos huecos a como diera lugar; pero desde quelas fincas, Manacas, La Española, María, Las Palmas yRizo le pertenecían, tenía el firme propósito de fomen-tarlos en su propiedad, porque siempre harían falta enaquel sitio aislado del mundo, la cera para las velas y lamiel para endulzar el café o mezclar con el ron o el aguar-diente, un preparado de los cubanos veteranos de laguerra de independencia, vecinos de por allí, quienes loreconocían como el mejor remedio para los constipadosy las fiebres, en temporada de lluvias.

Manacas era su posesión más antigua. La adquiriópor refundición de dos lotes de terreno, que «los hubopor compra hecha a Don Alfredo García Cedeño», se-gún escritura otorgada ante el notario de Holguín doc-tor Pedro Talavera Céspedes, el 22 de noviembre de 1915.Allí levantó su ilusión y las edificaciones con el mismoestilo balloon frame de los poblados cercanos: el alma-cén de víveres y ropas, la fonda para los trabajadores, elbarracón para los cortadores de caña y la casa principal,justo al borde del Camino Real a Cuba, poco tiempo atrás,la única vía de comunicación hacia el sur.

Birán

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Las carretas cubrían el viaje por etapas, desdeMayarí, con una parada para hacer noche en el barriode Birán, pasando por Palmarito y San Luis hasta lle-gar a Santiago, la escarpada ciudad, fundada por elconquistador Diego Velázquez en 1515, junto a ladesembocadura del río Parada, en una bahía de bol-sa, en la costa sur del país.

Don Ángel Castro compró las dos caballerías deLa Española a don Genaro Gómez y Vilar en 1917 y,en octubre de 1918, la finca María, con otras treintacaballerías de tierra, a don Aurelio Hevia Alcalde y aDemetrio Castillo Duany, veteranos de la guerra in-dependentista, quienes vivían en espaciosasmansiones del Vedado en La Habana, lejos de todoslos terrenos conseguidos a muy bajo precio durantela ocupación militar de la isla, a comienzos del siglo XX,desde sus convenientes y ponderables posiciones enla sección de Estado y en el gobierno civil de la pro-vincia de Oriente en Santiago de Cuba.

En noviembre de 1918 adquirió la finca Las Palmas,del señor Herbert W. Thonson y, por último, a media-dos de 1919, poco más de una caballería a Sixto RizoNora. Fue don José Reyes Hernández –por muy brevetiempo dueño de la propiedad–, quien oficializó la re-fundición de las fincas en una sola, bajo el título de lapropiedad más antigua y preciada: Manacas; por Escri-tura No. 46, firmada ante el Notario de Mayarí doctorMariano Dou Pullés, el 1 de julio de 1922. La descrip-

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ción de la propiedad perfilaba la finca en los siguientestérminos:

«Finca Rústica Manacas», en el Barrio de Birán.Capacidad: –65 caballerías de tierra y 664 milési-mas de otra. Lindero: –Norte: Finca «Sojo» de laque está separada por una faja de 5 varas de an-cho; Sur: Finca «Sabanilla» de los Señores AurelioHevia y Demetrio Castillo Duany y con el SeñorEmiliano Dumois, de la que está separada por elCallejón Dumois, denominado antes Alto Cedro;Este: con resto de la Finca «Sabanilla», y Oeste:Finca «Hato del Medio», de la que está separadapor una faja de 5 varas de ancho por 22 metros80 centímetros de largo, pertenecientes a los Se-ñores Hevia y Castillo Duany.

Thonson y don Ángel habían decidido hacersehacendados a la vez. El norteamericano pronto desis-tió de sus afanes y se marchó lejos sin que nuncallegara a conocerse nada más sobre su paradero. Lagente afirmaba que habían aparecido en su memorialos fantasmas familiares, llamándolo una y otra vezal regreso de los parajes del trópico, la manigua, losazares y las desventuras alucinantes, a las nevadas yconsistentes propiedades de sus antepasados; peroesas afirmaciones no pasaban de ser pura imagina-ción, fábulas de noches largas y cuentos de camino.

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Cuando la claridad era opalina, los hombres deBirán aseguraban que por Las Palmas el día parecíanoche por los tupidos palmares. Don Ángel Castrolos protegía con la misma devoción con que plantabacedrales, o madrugaba para repartir el desayuno a lospeones al pie del trabajo, en los potreros, los corraleso las colonias de caña. Le apasionaban los cedros, dis-frutaba su altura y las sombras bajo su copa redon-deada y densa. La corteza le recordaba las láminasfinas de madera con las que se alfombraban de fra-gancia las cajas de puros habanos, y los preparadosmedicinales con trocitos de árbol y hojas maceradas.A don Ángel le gustaba montar caballos buenos, ad-quirir los mejores gallos jerezanos importados a laisla por el puerto de Santiago de Cuba, y mantenerlimpios, los campos de caña bajo su jurisdicción. Susaficiones no eran desmedidas, jugaba a las cartas cuan-do era joven, pero después hizo un juramento sabeDios por qué razones y las abandonó definitivamen-te. También leía mucho y en los oscureceres en Biránsiempre jugaba partidas de dominó con sus paisanos.

Algunos inmigrantes españoles, llegados de lapenínsula con la eterna ansiedad de los buscadoresde fortuna, fundaron allí una cofradía para los recuer-dos, las discusiones, y la compañía durante los insom-nios, más largos en las noches despejadas. Entre ellosse encontraban sus primos Manuel y Ramón Argiz, aquienes había acogido con gusto en Cuba, y los ami-

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gos César Álvarez, Antonio García, Nono Cid, PedroLago Vázquez y José Soto Vilariño.

En Láncara, a Manuel Argiz fue a despedirlo, alborde del camino cuando se iba para Cuba, una desus hijas: Manuela Argiz. Ella no quería que se mar-chara, pero todos insistían en ese único camino paraayudar a los suyos. Desde pequeña lo acompañaba almercado adonde llevaban los productos de la huerta,transportados en unas alforjas sobre una acémila dó-cil que podía por instinto recorrer sola el sendero.Manuela nunca olvidaría la partida de su padre, fuemucho más lejos que el resto de la familia para decir-le adiós mientras su figura iba volviéndose diminutapor la distancia. Por eso sintió un gran júbilo cuandolo vio llegar de regreso muchos años después, vestidoa la usanza de los países soleados donde no resulta-ban imprescindibles las mantas espesas, los chaque-tones de lana ni las bufandas. Manuel Argiz sentíafrío, mucho frío en Láncara y echaba de menos la ca-lidez de la isla.

Después también trabajó por largo tiempo allí,para ayudar a los suyos, su cuñado don Antonio LópezVázquez, quien con mayor frecuencia lo mantenía muyal tanto de las incidencias en las lejanas aldeas deLáncara y Armea, adonde regresó a pedido de Juana.

Los Rodríguez, García, Gómez, Silveira, Gallo,Guevara, Rizo, López y Martínez, se contaban entresus empleados, casi todos ellos pertenecían a familias

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cubanas insurrectas, empobrecidas después de tresaños de guerra contra el despotismo español, a quie-nes no les quedó para legar a sus hijos más que lahidalguía de la honradez, la limpieza de sus ropas yla cobija de guano de sus bohíos, abiertos de par enpar a la indulgencia y la hospitalidad por muy mo-destas que fueran sus condiciones. La gente del paíssufría muchas calamidades, sin felicidad y sin fortuna.

A los haitianos y jamaicanos los traía a Cuba laNipe Bay Company, y ellos se escapaban de allí paraasentarse donde don Ángel. Entre la memoria y el ol-vido, pronunciaban las palabras de su pasado, lejanocomo una goleta que los llevaba de regreso a los orí-genes, mientras cargaban agua en cántaros y encen-dían mecheros de pálidos y temblorosos destellos,cuya humareda espantaba los malos espíritus, el fríoo la inobjetable soledad del desamparo.

Por ese camino de penurias llegaron al Birán dedon Ángel Castro: Vicente Poll, Comparal, LuisMartínez, Pablo, José María, Mulo, Serrucho,Luis Cilón, Pití, Castillo, Eduardo Benjamín y tantosotros. Como en cualquier parte, trabajaban sin des-canso y vivían sin familia, muchos compartían unamisma mujer de dientes carcomidos, piel mustia y fie-reza en la mirada, mientras deshacían u olvidaban elamor en chozas con piso de tierra y paredes de guanode palma, renegridas por el tizne de las farolas de ke-rosene, que se encendían durante la penumbra de los

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zarzales y las nubes. Su vida era igualmente dura enBirán, sufrida y abnegada, pero también diferente. Elpropietario les ofrecía su consideración respetuosa yse compadecía de ellos. Podían verlo y hablarle sintemores, sin que importara el sudor de la camisa gas-tada o el fango en las alpargatas. Siempre tenía laborpara ellos, accedía a sus peticiones y los amparaba delos excesos violentos de la guardia rural o los vaive-nes del tiempo de hacer o no los azúcares en las fá-bricas de la United Fruit Company, el emporio norte-americano dominante en las inmediaciones de la Bahíade Nipe, con ciento treinta mil hectáreas de tierradedicadas a plantaciones cañeras, algunas arrendadas,que limitaban las tierras del activo inmigrante espa-ñol, de indudables dotes organizativas y suficientecarácter como para asumir la dirección de una em-presa y hacerla prosperar con éxito.

Se decía que don Ángel había logrado refrenarel forcejeo impúdico de la empresa norteamericana.La United Fruit Company acostumbraba no solo a ladespiadada explotación de los braceros, sino tam-bién a las expropiaciones forzosas de campesinos,al usufructo de tierras ajenas y a los desplazamien-tos subrepticios de linderos; todo lo cual le valiósiempre una execrable reputación entre los trabaja-dores y sindicatos, y otra, de incontestables poderíoe influencia entre hacendados, leguleyos, políticos ymilitares.

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El batey había ido poblándose y apenas quedabael recuerdo del rancho desolado de la familia Astorga,vecina de allí, en época anterior al asentamiento de donÁngel, cuando en las veinte caballerías de Manacas, solovivían cuarenta y cinco personas en casas de guano muydistantes. Según la memoria de doña Giralda y JuanMartínez, vecinos del lugar desde finales del siglo XIX,don Ángel, después de comprarlas a los dueños, tuvoque pagar otra vez las tierras a los campesinos asenta-dos en aquellos lugares perdidos de Dios: Genaro,Monterroso, Astorga, Quintana, López, Gallo, y otros,cuyos apellidos dieron nombre a muchos potreros dela finca.

La finca se encontraba situada en Birán, un barrioperteneciente al término municipal de Mayarí, cuyoslímites habían sido fijados el 14 de septiembre de 1912,según lo dispuesto por el Ayuntamiento en 1908. De-bía su nombre a un vocablo de origen aruaco; tal comoBaní, Barajagua y Bitirí, entre otros, en la misma re-gión. Contaba con los caseríos de Birán, Manacas,Colorado, Sabanilla y Sao Corona. Tenía colegio elec-toral en la Escuela Pública Mixta No. 15, una estacióntelegráfica sin servicio de correo, tres colmenares concuatrocientas y tantas colmenas de abejas de Españaen cajas de palos huecos, minas sin explotar en LaJuliana, Cedro, Guaro y Nipe –concesiones de laSpanish American Iron Co.–, montes vírgenes y unaspocas caballerías de tierra cultivada.

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El ferrocarril particular de la Nipe Bay Companyrecorría cuatro kilómetros dentro del barrio, el pues-to de la guardia rural estaba en Guaro, distante a unosveinte kilómetros, y un poco más cercano, a doce ki-lómetros, el paradero de la Cuban Rail Road Com-pany, en Alto Cedro.

El 19 de febrero de 1913, poco antes de que donÁngel decidiera comprar terrenos en el paisaje cerca-no a los pinares, el alcalde era Eulogio Vega y el su-plente, Amado Mendoza.

Asentada sobre horcones de caguairán, algunos másaltos que un hombre, la casa principal parecía un ro-ble; daba sombra y vida a todo cuanto la rodeaba: elalmacén de víveres y ropas, la valla de gallos, la fon-da, la escuela pública y los barracones de los cortadoresde caña.

La finca prosperaba gracias a la dedicación dedon Ángel y a su buena estrella, cuando se decidió acomprar los billetes con los que, en dos oportunida-des, ganó el premio gordo de la lotería. El pasto delos potreros cubría cuarenta caballerías de tierra y lascolonias de caña en producción, catorce. El ganadose reproducía bien y mejoraba la raza. Su rebaño te-nía ochenta bueyes de trabajo, veintidós toros y

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noventa y cuatro novillos, noventa y ocho vacas,cuarenta y cuatro crías y cuarenta y siete novillas, sietecaballos, cinco yeguas y dos mulos de monta. Ade-más, crecían en los corrales ciento cuarenta cerdos yquince carneros. Los guineos, las gallinas y los patosabundaban desperdigados por los matorrales.

—Con la crisis de los años veinte –explicaba donÁngel a sus visitas– solicité una moratoria para el pagoa los acreedores.

Atrás habían quedado los días de bonanza quesobrevinieron para la venta del azúcar tras el final dela Primera Guerra Mundial, conocidos por los diarios,los comerciantes, y hasta los pobres con los bolsillosvacíos, como «La Danza de los Millones».

No tuvo paz hasta solucionar los problemas, conlo cual evitó perderlo todo de una vez, como en unode esos naufragios repentinos cuando un vaportransoceánico tropieza, en medio de una mañanasoleada y serena, con un arrecife inesperado, y se vaa pique sin importar para nada la calma o la bellezaaparentes del día.

—A Dios gracias, el peligro mayor fue conjurado–exclamaba don Ángel con alivio y sin poder preve-nir los infortunios o depresiones con una ingenuidadalentada por sus deseos.

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La familia crecía y con ella la casa. Primero llegó almundo Ángela María, el día 2 de abril de 1923, la pri-mera hija de la segunda unión de Ángel. Nació en-vuelta en los vapores del agua hirviente de las palan-ganas y la suavidad pulcra de las toallas blanquísimas,el olor a alcanfor, los temblores de Lina, los paseosapurados de la mujer que hacía la limpieza, la pre-sencia circunspecta del médico y el revuelo del padrepleno de alegrías, tras las inquietudes y la agitaciónde su espíritu. Diecinueve meses después fue el naci-miento de Ramón Eusebio, a la hora en punto de lassiete de la mañana del día 14 de octubre de 1924.

La añoranza de don Ángel por las viviendas deGalicia lo llevaron a plantar una higuera cercana y aabrir espacios bajo el entablado del primer piso comorefugio insólito para el ganado y las aves de corral, porel instinto de guardarlos de los soplos invernales de lapenínsula. Muchas veces repetía a quienes le pregun-taban extrañados: «aquí también hay que abrigarlospero de los huracanes, los tornados, y las crecidas».

En esa época, la vivienda con una planta princi-pal y el mirador en la segunda, un poco más pequeñoque el resto de la casa, comenzó a extenderse por unode sus lados. Se construyeron: la botica, el baño, la

Hijos� �

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alacena, un comedor más espacioso y la cocina. Porel otro lado también se alargó: levantaron el local dela oficina donde el asturiano César Álvarez llevabacon meticulosidad las cuentas de la propiedad. La casaganó en amplitud y comodidad, y por el este, miraba alas montañas de los pinares. Todos esos cambios indi-caban los aires de prosperidad que soplaban en Birán.

Ese mismo año de 1924, don Ángel había viajadopresuroso a la ciudad de Santiago de Cuba para fir-mar el día 26 de abril, en compañía de su amigo donFidel Pino Santos, en el bufete del doctor ErnestoGavinet Horruitiner, un contrato ventajoso de servi-dumbre de paso, molienda de caña y refacción agrí-cola, recogido en la Escritura No. 382, y establecidocon el señor Rogelio de Armas y Herrera, apoderadosustituto de la Warner Sugar Corporation, una socie-dad anónima constituida y domiciliada en Nueva Jer-sey, Estados Unidos, según constaba en la escriturade sustitución de poder otorgada por el señor ArthurL. D. Warner que le transmitía facultades bastantespara el otorgamiento.

La Warner Sugar Corporation era propietaria dela finca central Miranda, a unos veintisiete kilóme-tros de Birán.

De acuerdo con los convenios, don Ángel consti-tuía sobre su propiedad, y por un período de veinteaños, una servidumbre de paso a favor de la compa-ñía norteamericana, para que cruzara la línea del tren

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entre sus colonias e instalara dos puntos de pesaje ochuchos, con las romanas y grúas indispensables paraesa labor.

El ferrocarril, con una doble vía ancha y la ex-tensión adecuada para el tiro de la caña del señorCastro, estaría disponible para la zafra de 1924-1925.El hacendado podría emplearlo también para la trans-portación de mercancías y frutos hasta el ferrocarrilpúblico o desde este.

El contrato de molienda establecía su obligaciónde entregar a la Warner Sugar Corporation, por vein-te años, todas las cañas sembradas y por sembrar enterrenos destinados para ese cultivo en su finca.

Don Ángel contraía la obligación también de ini-ciar el corte y tiro, el día fijado por el administradordel central Miranda, el cual se lo comunicaría conquince días de anticipación, al comienzo de la mo-lienda industrial.

En virtud del convenio, el colono declaró que laWarner Sugar Corporation le había entregado, conanterioridad al otorgamiento de la escritura, la canti-dad de veinte mil pesos en moneda de los EstadosUnidos de Norteamérica, unos dos mil pesos por cadauna de las diez de treinta caballerías que hiciese sem-brar y cuya siembra se comprometía y obligaba a rea-lizar dentro del plazo de cuatro años, desde esa fe-cha, hasta el 1 de julio de 1927, cuando debía concluirel pago de la deuda.

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Don Ángel pensaba, mientras el abogado y nota-rio leía toda aquella papelería, que los tiempos másduros habían pasado porque el contrato constituía decualquier modo una garantía, aunque se encontraraobligado a hacer la entrega de sus pagos de la deudaal señor Fidel Pino Santos, en la oficina del centralMiranda.

Había quedado cancelada una hipoteca a favorde don Fidel Pino Santos. Confiaba en que no habríaproblemas, don Fidel Pino Santos era su viejo amigo,juntos trabajaron para la United Fruit Company, unocomo contratista y el otro como comerciante. Hombrebajito, regordete, de ojos saltones, muy expresivos ygran astucia para los negocios, iba en ascenso comola espuma, lo cual resultaba visible en la cérea pulcri-tud del traje almidonado y la leontina de oro relu-ciente. Su padre, Miguel Pino, atraído por el comerciocreciente de los Dumois, se avecindó por el año 1887,en Banes, un poblado fundado con la prosperidad delas plantaciones de guineo, y convertido a principiosde siglo en el primer enclave en Cuba de la UnitedFruit. Allí, en un lugar tan distante de las capitalesdel país y la provincia, se hablaba inglés en cualquieresquina, llegaban las publicaciones más recientes detodo el mundo, se despachaban envíos hacia NuevaYork, y se organizaban los sindicatos obreros con unafuerza inusitada debido a los atropellos y los desma-nes de la compañía norteamericana.

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Miguel Pino, de origen canario, triunfó en Banescomo comerciante. Puso sus ojos en Caridad Santos,quien lo sobrevivió muchos años ataviada por dentroy por fuera con los rigores tristes del luto y la bendi-ción para sus nietos entre labios.

De ese matrimonio nacieron diez hijos. Don FidelPino Santos, ocupaba el lugar del cabeza de familia yaprobaba o no los pasos en la vida de quienes lo ro-deaban con una autoridad aceptada e incontestable.

Se decía que don Ángel Castro lo salvó una vezde la ruina total y el suicidio, durante la crisis de labanca en el año 1921, al prestarle cincuenta mil pe-sos, cincuenta vacas y un toro padre. A pesar de losrumores reiterados, don Ángel nunca lo confirmó, talvez porque valoraba el silencio como un gesto impres-cindible con el cual completaba su altruismo y demos-traba amistad.

Lina aguardaba ansiosa a la entrada de la casa.Él llegó agotado del viaje, conforme y feliz con lo acor-dado. Conversaron hasta bien entrada la noche y seretiraron a dormir con la certeza de que podrían so-brellevar los temporales si se mantenían juntos.

Don Ángel no imaginaba entonces que las difi-cultades severas estaban por llegar. Nadie podía con-cebir la política oficial de restricción azucarera quesobrevendría como una maldición y, mucho menos,adelantar los acontecimientos desencadenados des-pués por la dictadura machadista en todas partes.

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Aunque aquel día de los convenios compartió laalegría anticipada de don Ángel, Lina no pudo sustraer-se al sentimiento que refrenaba su euforia, o al menos leponía bridas al entusiasmo de su esposo al celebrar losnegocios con don Fidel Pino Santos. En realidad, ellamisma no se explicaba sus razones para tanto sigilo, paratanta suspicacia, sentía algo así como una corazonada,como llamaban los viejos a los avisos del alma. Antes deapagar la luz en la habitación, rezó algunas oraciones yluego, con cierto escepticismo, musitó para sí: «Ojalá todosalga bien, ojalá no se olviden estos compromisos queno se firman en la casa de Dios».

Permanecían en vela los rumoreos de la manigua yestaba por agotarse la luz de los candiles cuando a lasdos en punto de la madrugada del 13 de agosto de1926, nació Fidel Alejandro Castro Ruz, un niño vigo-roso de doce libras de peso, que ensanchó sus pulmo-nes a la primera bocanada del aire de los pinares y sedispuso a sus días con la misma vehemencia de vida,pasión de hacer, y exuberancia natural que lo rodea-ron. Los haitianitos del batey se apresuraron en lamaleza por hojas de yagruma y verbena con que en-juagarlo a esas horas, para la tersura de la piel y losbuenos augurios.

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Don Ángel demostraba su ternura sin palabras. Algosignificativo en él, siempre abrumado de trabajo ypreocupaciones. No regañaba ni discutía con frecuen-cia. Su mal genio y prestancia de hombre de carácterinspiraban respeto. Sin embargo, alisaba el pelo a losniños con una delicadeza fina y acariciante de flor, ysi ellos sentían la necesidad de ampararse de algúnregaño, no dudaban en refugiarse tras él, en quienreconocían una protección segura.

La madre regañaba, peleaba o castigaba. Los ni-ños la sentían más cercana. Al viejo lo envolvía unaaureola de autoridad, aunque no impusiera la disci-plina ni las prohibiciones.

A ella, los hijos la trataban con mayor naturalidady confianza. Establecía el orden y los horarios, los arro-paba bajo la frazada a la hora de dormir, los bañaba yvestía, adivinaba sus ánimos, y hasta corría tras ellos odaba unas palmadas cuando se habían excedido en susdiabluras, pero esto ocurría si lograba darles alcance,si lograba capturarlos, porque los muchachos, sobretodo Ramón y Fidel, ya la conocían y escapaban a lamás mínima evidencia o amenaza de castigo.

Toda su bondad, Lina la volcaba en cuidados amo-rosos y desvelos, sin olvidar sus obligaciones al frentede la casa. Además, sabía curar malestares y padeci-

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mientos. Lo mismo indicaba un purgante de agua decarabaña, que unas cucharadas de aceite de ricino, tanespeso y desagradable, que era preciso mezclarlo conmalta de cebada y taparse la nariz para poder tomar-lo sin chistar. Cada día les suministraba vitaminas, yde forma esporádica emulsión de Scott, un medica-mento de marca norteamericana, blanco y denso,elaborado con aceite de hígado de bacalao y azúcar, com-prado en la farmacia de Castellanos, en Marcané, siem-pre al tanto de la última novedad y fiel a la tradición delas mejores y más distinguidas droguerías del país.

Lina atendía con esmero a don Ángel y le indica-ba el guisaso de Baracoa, una pequeña planta muybuena para los riñones, tanto como el agua de coco,según aconsejaban los campesinos, acostumbradospor la ausencia de los médicos a curarse con los pa-los, los frutos y las raíces del monte.

Segura de sí, activa y de mucho carácter, a vecesse inquietaba porque no siempre dependía de ella elrestablecimiento de los hijos y el esposo, entoncesapelaba al Señor y le rezaba oraciones desesperadas,sin renunciar a los curativos, las abluciones, los coci-mientos, o los masajes que alguna campesina, diestraen esos menesteres, aplicaba concienzuda en los vien-tres aventados y en las inflamaciones tras las rodillas.

A los niños, aún pequeños, los vacunaron contrala viruela. A Fidel la úlcera se le puso tan purulenta quela marca le quedó para toda la vida en el pie derecho.

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Las desgracias solían llegar con las epidemias.Para el sarampión tomaban un jarabe de pelusa demaíz. La varicela requería un tratamiento intermina-ble de lavativos. El paludismo se sudaba al sol. Lasheridas se curaban con miel y emplastos improvisa-dos, pero muchas veces esos remedios no lograbanconjurar el tétanos.

Lo mismo ocurría con las parturientas. De nadasirvió implorar a las vírgenes, a los apóstoles y a losmártires, para salvar a la hermana de Lina: Antonia,casada con José Soto Vilariño, un español de Vallado-lid, mayoral principal de don Ángel en la finca.Antonia –la madre de Luis, Ana Rosa y Clara–, murióestremecida por las fiebres puerperales poco despuésde dar a luz una niña nombrada María Antonia, cir-cunstancia que a don Ángel le recordó en lo más ínti-mo su infancia.

Para el hacendado resultaba imposible negarse a unasolicitud apremiante, siempre se compadecía y dabaalguna orden para la tienda o proporcionaba trabajodonde no existía, porque los pedidos en las zafras de1926 a 1927, de 1927 a 1928, y de 1928 a 1929, se redu-jeron drásticamente. Aunque por lo regular lo hacíaen las tierras arrendadas a Carlos Hevia, casi como

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una previsión ante futuros reclamos; siempre ofrecíasu consentimiento para que los campesinos seestablecieran allí y laboraran en una pequeña parcelade tierra para el autoabastecimiento de sus familias.En Manacas, que era su propiedad, vivía sólo MarceloLópez, compadre de mucha confianza de don Ángel.Marcelo llegó a ser alcalde de barrio y a inscribir aun numeroso grupo de guajiritos de por todo aquello.

El hacendado no se olvidaba de su origen cam-pesino y era un hombre espléndido a pesar de su de-licada situación económica. Entre los peones, los va-queros y los agricultores, lo reconocían como un«dueño sentimental». Su mujer percibía los peligrosy actuaba con mayor rigor, quizás con el instinto ma-ternal de preservar la holgura para sus hijos. Linadefendía la estricta administración del dinero, aun-que también ella terminaba corriendo con los enfer-mos, asumiendo los gastos de los infelices y ahijandoa los niños de la localidad.

Don Ángel viajó a Santiago de Cuba en noviem-bre de 1928 para reconocerse ante el abogado y nota-rio público de esa ciudad, doctor Eduardo Vinent yJuliá, como deudor del señor don Fidel Pino Santospor la cantidad de ciento veinte mil pesos oro, mone-da acuñada de los Estados Unidos de Norteamérica,cuya suma se comprometía a devolver al vencimientodel término de cinco años –a contar desde aquella fe-cha y prorrogable a cinco años más– y a contribuirle,

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mientras no efectuara su devolución, con el interésconvenido del ocho por ciento anual, pagadero pormensualidades vencidas en el domicilio del acreedordonde se pactó el cumplimiento del contrato.

Hipotecaba por segunda vez su finca, en garan-tía de pago del principal de sus intereses y de cuatromil pesos más consignados para gastos y costos encaso de litigio.

Ambos, don Ángel y don Fidel Pino Santos, eranreconocidos como amigos íntimos y conversaban sinque otros participaran de sus planes o acuerdos. Na-die sabría con rigor qué vínculos los unían ni cuáleseran sus propósitos. Se visitaban y su trato era cor-dial y familiar. Don Fidel Pino Santos siempre fue bienrecibido en Birán, e incluso, el tercer hijo de don Án-gel y Lina, se llamaba como el señor apoderado por-que alguna vez se pensó que este sería su padrino debautismo. En realidad lo fue de Raúl, el más pequeñode los varones Castro Ruz. Don Ángel visitaba confrecuencia al matrimonio de don Fidel Pino Santos yExuperancia Martínez Gandol, en su casa de la calleCorona No. 32, en Santiago de Cuba. Una década des-pués, cuando don Fidel Pino Santos enviudó, Lina Ruzasistió al velorio con Angelita.

A pesar de las excelentes relaciones entre donÁngel y don Fidel Pino Santos, la situación manteníatenso al deudor y sólo se le notaba expresivo alrecorrer la finca o salir de viaje para ventilar negocios

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con sus proveedores de mercancías, los propietariosde grandes almacenes en La Habana Vieja.

En la capital, de una sola vez, resolvía varios asun-tos: verse con el médico el problema de la vesícula ypagar sus contribuciones al Centro Gallego de LaHabana, al que pertenecía desde 1909, cuando conta-ba treinta y tres años de edad y aún no se había casa-do por primera vez. En la fotografía del carnet, suexpresión adusta revelaba la soledad de un hombresin hogar, llevaba rapada la cabeza, un saco a cua-dros y una camisa abotonada hasta el cuello.

Las disposiciones reglamentarias del centro cons-tituían un extenso pergamino. Para ejercitar los dere-chos sociales, incluso los sanitarios, era requisito in-dispensable presentar el recibo. Los asociados queingresaban con más de cincuenta años, no tenían de-recho a la asistencia sanitaria.

El recibo incluía al dorso una guía con las direc-ciones del Palacio Social, la Casa de Salud La Benéfi-ca, el plantel Concepción Arenal, las consultas de losmédicos y especialistas, los laboratorios clínicos y losabogados.

De España, las últimas nuevas eran la extensiónalcanzada por el sindicato encuadrado en la Federa-ción Católica Agraria en toda la región de Lugo y laaparición de Solidaridad Gallega, un movimientoagrarista desarrollado especialmente en A Coruña yotros lugares aislados de Galicia, uno de los últimos:

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Láncara. Ángel veía con escepticismo esos movimien-tos, pero los consideraba de esperar porque allí eramuy dura la vida de los labriegos y era presumibleque alguna vez se movilizaran en pos de mejorías.

La Nochebuena de ese año de 1929, don Ángel dispusola entrega de alimentos para todos los campesinos depor allí. De no ser así, la mayoría no tendría nada es-pecial para la ocasión, solo un plato de harina de maízy unas viandas, porque con la caída brusca del preciode los azúcares, se encarecieron las mercancías, sobretodo el jabón, los aceites, la carne y las harinas, acapa-radas y revendidas por los especuladores a precios in-accesibles.

Había quien no deseaba endeudarse y otros nose atrevían a llegar hasta el portal de la casa para so-licitar a don Ángel Castro otro anticipo. Él solía aco-modarse en su sillón de palma y pajilla de mimbre,en el corredor del frente de la casa, donde acostum-braba prodigar su generosidad.

Recién pelado y afeitado por Lina en el sillón debarbería en la habitación contigua a su dormitorio,allí, en la oficina, Ángel ventilaba asuntos electoralesy de impuestos con todas aquellas autoridades recién lle-gadas de la municipalidad o la provincia. Allí también

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almorzaba, comía y disputaba las partidas de dominópor las noches. En Navidad, se le veía el rostro com-placido, aunque aquella vez no se escucharan las cas-tañuelas y los taconeos de las españolerías, ni la vozpotente del tenor italiano Enrico Caruso, en los dis-cos del fonógrafo RCA Víctor, que sobre la repisa delcomedor de las visitas era una verdadera atracción apesar de la cuerda imprescindible al final de cadamelodía.

Don Ángel aquietaba su alarma dándole vueltas entrelas manos al sombrero. Ya había aclarado y Lina nohabía dado a luz. Con la misma lentitud del goteo derocío, el alumbramiento demoraba. Despertaban losruidos cotidianos del batey. Isidra Tamayo pasaba aratos con las sábanas empapadas de sudor, envueltaen el olor de los alcoholes y las lociones desinfectan-tes, y con una expresión de desconcierto en el rostro.A la una en punto de la tarde escucharon el llanto delrecién nacido. Isidra dio la buena noticia con unasonrisa amplia. Al nacimiento de Raúl Modesto, el 3de junio de 1931, sobrevendrían los de Juanita el 6 demayo de 1933; Enma, el 2 de enero de 1935, y elde Agustinita el 28 de agosto de 1938. Cada alumbra-miento feliz era una experiencia extraordinaria y al

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mismo tiempo un alivio muy grande cuando ambos,la madre y la criatura, salían airosos de esa difícil prue-ba de la naturaleza. El arribo de cada uno de sus vás-tagos, su presencia saludable y alegre constituía paradon Ángel una compensación a las penas y vicisitu-des de antaño, bien valía haber pasado por todo si suruta de viaje conducía a otros seres entrañables.

Con la vista fija en las metáforas que las nubes dehumo creaban en el aire, don Ángel tomó el tren en elparadero de Alto Cedro para viajar a Santiago. Per-maneció en silencio mientras desfilaban ante su vistalos campos de caña, las chimeneas de los centralesazucareros, los bohíos campesinos, las guajiras exten-diendo al sol la ropa recién lavada sobre las piedrasde los arroyos, los hombres a caballo y los farolesapagados en plena luz del día, mientras se balancea-ban colgados de la lentitud de las carretas. Abstraídoen sus preocupaciones lo sorprendió la llegada a laciudad. Apenas podía creer que había pasado el tiem-po y el viaje había concluido. Se sacudió la modorra yel desánimo, y encaminó sus pasos hacia el pequeñohotel de sus estancias habituales tras meditar y con-cebir las posibles salidas a su situación. Esa mismatarde visitaría la casa de don Fidel Pino Santos parallegar a acuerdos preliminares. Debían presentarseal otro día en el bufete del abogado y notario público,doctor Eduardo Vinent y Juliá. El plazo de la deudavencía y habrían de adoptar una determinación. Lafamilia Pino Santos vivía en una residencia de colum-nas espigadas y vitrales floridos. El viajero llegó alfinal del mediodía, cuando comenzaban a atenuarse

Santiago

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los calores intensos y soplaba la brisa frágil de lascuatro de la tarde. Sin que nadie los importunara,conversaron en la sala, con el propósito de hallar lamejor solución para los dos.

—Este es uno de los mejores vinos de España –ase-guró don Fidel Pino Santos mientras tomaban algunascopas de Tres Ríos y el visitante sentía en las sienes y lanuca todo el peso de la incertidumbre que solo el pagodefinitivo de la deuda podría evitar.

Don Ángel conservaba arrendadas un número con-siderable de tierras en los Pinares de Mayarí y encaminósus mayores esfuerzos a la extracción de la madera, loaconsejable en períodos de crisis como los corrientes: elprecio de los azúcares andaba por el suelo en el merca-do mundial y la industria se encontraba deprimida, enmedio de la debacle política y las represiones sangrien-tas que estremecían al país. Don Ángel presintió elestallido, lo intuyó con nitidez, tal como una vez adelan-tó el fracaso de la guerra de España en Cuba.

A pesar de su perseverancia, de las diligentesiniciativas productivas y los empeños por salvar sumás preciada posesión, no tendría otro remedio queponer la finca resultante de la refundición de las cin-co tituladas Manacas, Las Palmas, María, Española yRizo, a nombre del acreedor, hasta encontrarse encondiciones de satisfacer los intereses de su adeudo.

Oscurecía cuando se despidieron con el compro-miso de verse a la mañana siguiente en el bufete del

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abogado. Esa noche percibió condensada toda la so-ledad del día en la habitación del hotel, en los escapa-rates sombríos, las gavetas vacías, la oscuridad de lasparedes y la desolación de la luna del espejo, dondese reflejaba la inquietud de su espíritu, a pesar de lasgarantías ofrecidas de que todo continuaría igual paradar tiempo al tiempo.

Sobre el escritorio de caoba se amontonaban los expe-dientes y la papelería, el timbre para detener las discu-siones, las carpetas de piel, el tintero. El notario, recli-nado hacia delante, leía en voz alta la escritura de cesiónen pago. Transcurría el 20 de julio de 1933.

La finca hipotecada abarcaba sesenta y cinco ca-ballerías y seiscientas sesenta y cuatro milésimas deotra, según plano levantado por el agrimensor FelipeXiqués, y estaba sujeta en su totalidad a un contratode molienda de cañas celebrado entre la SociedadAnónima Warner Sugar Corporation y el deudor, asícomo a una servidumbre de paso para el uso de unalínea de ferrocarril.

Al no satisfacer don Ángel los intereses de suadeudo, el acreedor acudió a las autoridades judicia-les y estableció el procedimiento sumario hipoteca-rio. El juicio se encontraba en el trámite de segunda

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subasta y para el acto se había señalado el día 31 dejulio del corriente. Tendría lugar a las nueve de lamañana, en la Sala de la Audiencia del Juzgado dePrimera Instancia de Mayarí, el poblado al norte dela provincia, resurgido una y otra vez de las inunda-ciones, donde radicaba la cabecera municipal a la quese adscribía el batey de Birán, hacia donde mirabansus pobladores si era necesario hacer efectivas lasdisposiciones oficiales o acudir a la iglesia. El deudorcedía en pago la finca al no poder satisfacer a donFidel Pino Santos el importe de su acreencia. Al finaldel documento firmaban ambos y el notario daba fedel convenio.

A pesar de la escritura, al menos en apariencias,nada cambió en el batey ni en la finca, y acaso, el tiem-po para recuperar la propiedad formaba parte delpacto silencioso entre caballeros, sellado por la anti-gua amistad entre don Ángel y don Fidel Pino Santos.La adversidad no dejaba de inquietar, mortificar y alar-mar al hombre batallador que desde su llegada a Cubasoñaba con la estabilidad de su economía y un futuropromisorio para los suyos.

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La casa se ponía en pie antes del alba. El cocineroGarcía venía por el camino, alumbrándose con un fa-rolito a las cinco de la mañana. Ramón y Fidel veíanla luz desde la ventana de su habitación. García cola-ba el café del desayuno y comenzaba los trajines deldía siempre cantando: «Mal rayo parta a mal rayo quemi caballo mató, si no fuera por mal rayo, caballo tu-viera yo».

Del automóvil de cranque manejado por Lina enlos años veinte, ya no quedaba ni el recuerdo, y en lafinca toda la transportación era a caballo, por los ca-minos polvorientos convertidos en lodazales, debidoa las lluvias del norte o el sur, o por entre bosquestupidos o naranjales.

Las mercancías se trasladaban en carretas debueyes, desde Birán, conducidas de ida y vuelta a laestación del ferrocarril a cuatro kilómetros, o alferrocarril cañero del central Miranda, a un kilóme-tro de la casa, por donde se movía un vagoncito tra-queteante que utilizaba la familia para salir de viaje ovolver de la ciudad, entre plantaciones de caña y unreverberante azul de cielo.

En la casona del batey no era como en Santiago,donde las luces eléctricas alumbraban el oscurecer de

Revelaciones� �

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las calles y las viviendas desde 1907. En Birán persis-tían los faroles, las lámparas de aceite, las velas decera y los mechones de Luz Brillante. Resultaba me-jor mirarse a la luna de los espejos bien temprano enla mañana, disipadas las sombras, los cristales reful-gían con la claridad del día.

En una de esas observaciones, Lina se descubriócon un vestido de talle a la cintura y falda larga, zapatosde tacón alto y punta estrecha, medias blancas y som-brero de ala breve. Todo el conjunto acentuaba la mis-ma delgadez de sus años juveniles, pero ya tenía algu-nas líneas en la comisura de los labios y al final de lamirada de sus achinados ojos vivos. Don Ángel cono-cía los cambios del vientre y los pechos de su mujercuando venían los hijos, pero en ese tiempo su figuraestilizada era casi la misma que al enamorarse. Él se leacercó por detrás y quedaron mirándose.

Lina detalló a su esposo en el vidrio azogado. DonÁngel Castro llevaba un saco de casimir abotonado alfrente, pantalón claro y botas altas de montar. Cum-plidos los sesenta años, todavía era un hombre vigo-roso, de apasionamientos y sentimientos frágiles.

Ella a veces perdía los estribos, maldecía su es-tampa de gallo fino y sus ambivalencias. Molesta, lereprochaba sus tardanzas y preparaba venganzas pue-riles cuando él regresaba tarde de andarse por ahí,con amoríos pasajeros. Sin embargo, don Ángel siem-pre volvía a la suavidad de su regazo y a la firmeza de

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su carácter, lo que le resultaba imprescindible paravivir la vida, enamorado hasta el final.

Don Ángel se marchaba esa tarde a los aserríosde los Pinares de Mayarí, para supervisar el corte dela madera con los menguantes de luna, la formade evitar, más tarde, la invasión de comejenes en loshorcones y las tablas. Aunque no abandonaba suscolonias de caña para no incumplir los compromisoscon el central Miranda, la extracción de madera lereportaba entonces hasta trescientos pesos diarios, unimportante ingreso para su economía de inversionesy adeudos. Diecisiete camiones descendían cotidia-namente desde la sierra de los pinares con su precio-sa y fragante carga de maderos de pino.

Iban juntos don Ángel y su hijo Fidel, quien de-mostraba vocación de explorador durante las vaca-ciones en casa. A la luz de las fogatas en el campa-mento de los trabajadores forestales, don Ángelnarraba, siempre en español, las historias de la guerra,de sus viajes por el Atlántico, de las minas y de susaños como contratista en la United Fruit Company.No se percataba, pero en aquellos recorridos de lar-gas distancias, lejos de la casa, se mostraba muchomás conversador y expresivo. Fidel notaba el cambiode carácter y lo atribuía a la nostalgia, porque el viejoera de contar poco, y reservarse el pasado con el mis-mo recogimiento de un ermitaño. También creía queel viejo no hablaba la lengua de sus antepasados,

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acostumbrado al castellano de las gentes de la isla, ala compañía cubana en todos los momentos, inclusoen los de amor, y así, en lo íntimo, pronunciaba sololas palabras que su mujer podía entender; pero viva,en lo hondo, estaba en su alma la música de las pala-bras gallegas, las palabras que relumbraban cálidasdurante las noches de invierno, en las paredes de pie-dra. La floresta restallante de los bosques de copalesde resina perfumada, caobas, júcaros, carolinas, ce-dros, cuabas y marañones, daban sombra durante elrecorrido por las perdidas veredas del monte. Su in-flujo y el del sosiego, el mutismo y la paz del camino,le transformaban al hacendado el ánimo severo en unacatarata de confesiones y anécdotas, mientras su hijodisfrutaba escuchándolo y viéndolo contento. Habíafrío, y al hablar, el aliento era en la oscuridad unabocanada de brisa pálida.

En el campo se guardaba un recogimiento rígido ytriste ante la certeza de que Dios se moría el Vier-nes Santo, por eso era imposible e inapropiado ale-grarse, bromear, hablar en voz alta o reírse. Aque-llos eran días de unción sagrada y la abuela doñaDominga y Lina rezaban con fervor ante los alta-res. Don Ángel también lo hacía, pero más callada

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y recogidamente, al levantarse y al acostarse. Él eradevoto de Santa Bárbara.

Los diarios recibidos en Birán eran todos de centro yderecha. El Diario de la Marina, militante furibundo dela reacción y el franquismo, informaría de adversida-des y derrotas en el campo republicano y el lector queera Fidel consolaría a García, para convencerlo deque los combates no iban tan mal. Los periódicos ElMundo, Información y El País, llegaban desde La Haba-na, y por fortuna, sus noticias resultaban más objeti-vas. De Santiago se recibía el Diario de Cuba.

García era analfabeto, pero intuía certero, comoquien ha vivido y sufrido mucho. Era un antimilitaristaconvencido. No quería oír hablar de un cura, por esaconjunción del clero y los terratenientes de España vi-vida largo tiempo. Blasfemaba contra Dios y todos lossantos del cielo, pero lo hacía en voz bien baja paraque Lina no escuchara sus maldiciones anticlericales.

Don Ángel calificaba a García de comunista. Se-gún él, todos los partidarios de la República eran co-munistas. La República había impulsado la reformaagraria, y ello era un indicio radical para que donÁngel estableciera su posición de antemano. El ha-cendado era uno en su bondad, en su espíritu

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generoso, y otro en sus ideas políticas conservado-ras. No le gustaban los sindicatos, según su opinión,creaban caos, desorden.

Según las cándidas definiciones de don Ángel,en el grupo figuraban el telegrafista Valero, Nono Cid,César Álvarez y García. Don Ángel los tenía por co-munistas aunque no lo fueran y sin que ellos mismostuvieran idea de lo que significaba serlo. A pesar desu origen campesino humilde, defendía las posicio-nes e intereses de los propietarios de tierras, aunqueejercía su autoridad de forma patriarcal, venerable ybienhechora.

Los españoles del batey se dividían en partidariosde Franco y afiliados a la República, pero era un anta-gonismo amistoso por el aprecio familiar entre ellos.Durante las partidas de dominó discutían y los ánimosse exaltaban, sin embargo, pasado un rato, habíadesaparecido cualquier vestigio de desavenencias.

Por las cartas recibidas de San Pedro de Armea,escritas por su hermana María Juana, la novedad delos años veinte en el valle de Láncara había sido la cons-trucción del aeródromo de A Cha de Santa Marta, to-davía en funcionamiento en medio de la guerra civil.Juana contaba sobre el aterrizaje y despegue de todotipo de aeroplanos, algo ya rutinario para los vecinosde la localidad. En los días y las noches escuchaban elronronear de los motores en el aire y luego, como si latierra temblara cuando se deslizaban por la pista.

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—Un aviador terminó siendo muy desafortuna-do –aseguraba. Era novio de una joven de Láncara ydeseó regalarle una reverencia con piruetas que ter-minaron por estrellar su nave en el campo. Estelita yVictoria, las sobrinas de Ángel nunca olvidarían aquelepisodio triste y romántico. Juana concluía su misivaponiéndolo al tanto de la guerra, durante la cual, loslabriegos dejaron de ver los aviones como papalotescoloridos e inofensivos, pues al mirar a lo alto nuncase sabía si eran los temibles bombarderos alemanes oitalianos.

Don Ángel conocía la gravedad de la situaciónespañola y también temía por los suyos. Rogaba a Diostodas las noches para que su familia no saliera heridade la contienda. Si alguien podía saber lo terrible dela guerra, era él; la había sufrido durante tres años.

Cuando todo terminó, supo que los brezos y eltojo invadieron poco a poco el aeródromo. El áreafue convertida otra vez en tierra de labor. Del aero-puerto solo quedaron en pie, como mudos testigos,algunos restos de construcciones en la zona próximaal viejo camino hacia Armea de Arriba.

El revuelo en la casa no tenía que ver con el llanto deAgustina, muy pequeña, ni con el mariposeo de Enma apocos días de cumplir los tres años. Tampoco eran loshijos más grandes, pues permanecían en Santiago; losvarones en el Colegio Dolores y Angelita en el instituto.Ellos arribarían para las vacaciones navideñas en solounas semanas. Aquella irrupción bulliciosa y trémula aun tiempo, era de don Ángel. Traspuso el umbral, dejóel sombrero y el bastón en la sala y se adentró llamán-dola con premura:

—Lina, Lina, mira qué campanada de fiesta, de misade domingo. Mira Lina qué sorpresa tan maravillosa.

Mientras la llamaba, don Ángel agitaba unos pa-peles en el aire hasta colocarlos sobre la mesa delcomedor espacioso y comenzó a leer la carta. Le ha-bía escrito su hermano Gonzalo, establecido en Bue-nos Aires, y la felicidad le bullía en el alma, hastadesbordársele por los ojos y el tono de la voz. Lue-go, dijo:

—En cuanto tenga una oportunidad, le respon-do, pero bueno: mejor será hacerlo con calma y noahora mismo pues no atinaré a hilvanar ideas. To-dos los recuerdos, Lina, me vienen ahora a la cabe-za. ¡Qué alegría!

Cartas

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El 5 de diciembre de 1939, al mediodía, don Án-gel aprovechó el reposo callado de esas horas, paraescribir a Gonzalo:

Muy querido hermano:Recibimos oportunamente vuestra atenta de 18de octubre ppdo. la que ha sido para todosen esta casa motivo de muy grata sorpresay deseándoles que al recibo de ésta disfrutentodos Uds. de una perfecta salud. Por acá todosbien; a Dios gracias. Me dices en la tuya que yahas cumplido 59 años y ayer precisamente hecumplido yo los 64 y que Dios nos permitaa todos el cumplir algunos más hasta ver criadosa todos nuestros hijos. Me preguntas quecuántos tengo y te diré que son nueve. Cuatroson varones y cinco son hembras. Y tú ¿cuantostienes? De España recibimos carta hace pocoy también las contestamos, congratulándonosde que hayan salido con bien de la guerra.Esperamos que ahora que sabemos unosde los otros no habrán de demorarse sus cartasy que nos dejarán conocer a menudo cómoandan ustedes por esa República hermana.

Saludos muy afectuosos de todoslos de esta casa para Uds. y recibe tú el más atentosaludo de tu hermano.

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Con su letra desparramada y vacilante, don Án-gel estampó su firma y con ella el deseo de que algu-na vez fuera posible el reencuentro con su hermano.

El hacendado consideraba a Roosevelt como un granestadista, criticaba sus «excesos liberales», pero no leparecía mal su política anticrisis. Roosevelt había pro-piciado la recuperación económica de los Estados Uni-dos al adoptar como política económica oficial elkeynesianismo, y con ello también la de los países lati-noamericanos, especialmente la de Cuba, dependienteno solo del precio de los azúcares en el mercado mun-dial, sino además del acordado con Norteamérica.

Las presiones económicas no apuraban a don Án-gel como antes. Aunque no había recuperado la propie-dad de su finca continuaba explotándola de conjuntocon unas diez mil hectáreas arrendadas a los veteranosde la Guerra de Independencia. Por ello, el viejo presu-mía cercano el momento de reordenar sus asuntos, y deque Manacas volviera al patrimonio familiar.

Las colonias de caña extendían su verdor hastalas laderas de los pinares. Don Ángel mantenía elempleo a sus obreros, aunque para ello acarrearanagua desde el río en temporada de sequía. Loshombres de don Ángel trabajaban por el doble del

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salario pagado en otros lugares. Estaban organizadosen cuadrillas, con un capataz al frente.

Sin restricción azucarera, permanecían altas lascuotas para cada uno de los cultivadores. Las produc-ciones de don Ángel Castro ascendían a unos cuatromillones de arrobas de caña.

Con el aumento de precio por la guerra en Europay las zafras grandes, el hacendado recibió unas dos milsetecientas toneladas de azúcar, que a unos tres centa-vos, significaban unos ochenta mil pesos. Debía descon-tar los gastos de corte, transporte y cultivo, pero inclusoasí, los ingresos no eran bajos. También obtenía recur-sos del ganado, los comercios y la madera. Con seguri-dad, la cifra total rebasaba los cien mil pesos. Ese dine-ro se quedaba allí, se repartía en el batey, porque ni él niLina sabían decir que no y resolvían los apuros, no solode las familias de por allí, sino también de los brace-ros de la United Fruit Company o de la gente que atra-vesaba por Sao Corona en tiempo muerto, para irse abuscar trabajo en los cafetales de Mayarí Arriba.

La mesa del comedor de la casona grande deBirán se extendía casi hasta la cocina. ManuelaDupont, una haitiana «aperfilada», de mediana esta-tura, educación discreta y respetuosa, se encargabade la limpieza de la casa, mientras su madre, Alicia,trabajaba como lavandera.

Manolita Dupont ayudaba ese día a Lina y al co-cinero a poner el mantel, las fuentes, los cubiertos y

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los platos y a descorchar las botellas de vino. Comotodos los años en las grandes ocasiones, la familia sereunía a la hora del almuerzo con la misma disciplinay sobriedad, en torno al cocido de garbanzos con ove-ja. A un extremo de la mesa, el padre, al otro, Fidel,por los lados: Lina: Ramón, Raúl, las niñas de la casa,la prima Clara y la tía María Julia Ruz.

El viejo interrumpió un instante la conversacióny parándose de la mesa encaminó sus pasos a la ofici-na-comedor, registró en su papelería y regresó con lacopia de una solicitud de ciudadanía cubana firmadael 2 de enero de 1941, y con el documento expedidopor el Ministerio de Estado el 19 de septiembre delpropio año.

—Ya ven. Ahora soy ciudadano cubano.La solicitud de ciudadanía era el recuento de los

viajes y las estancias de don Ángel desde que salierapor segunda vez con rumbo a Cuba. Leerlo era comoescuchar la voz del viejo narrando su propia historia.Decía:

el doctor amador ramírez sigas, juez municipal y

encargado del registro civil de cueto, oriente,

cuba.——————

Certifico: —Que al folio número 558, 559, 560 y561, del Tomo número Uno de la Sección deCiudadanías de este Registro Civil a mi cargo,

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aparece el acta número 65 correspondiente a ÁN-GEL CASTRO ARGIZ, V.B., cuyo tenor literal diceasí: «En Cueto, Oriente, siendo las diez de lamañana del día dos de Enero de mil novecientoscuarenta y uno, ante el Doctor Amador RamírezSigas, Juez Municipal, Encargado del RegistroCivil, y de Alberico Gómez de la Torre, Secretario,comparece el señor Ángel Castro Argiz, naturalde Láncara, Lugo, España, mayor de edad, pro-pietario, casado y vecino de Birán, con el objetode realizar ante este Registro Civil su renunciade la ciudadanía española que actualmente po-see y optar por la cubana que es la de su legítimaesposa; y a ese efecto el señor Juez le hizo saberlas penas con que se castiga el delito de perjurioen causa criminal y penalidades en que incurre ydespués de prestar el juramento de Ley, dijo:«Que nació en el pueblo de su procedencia el día4 de Diciembre de mil ochocientos setenta y cin-co; encontrándose inscripto su nacimiento en elpueblo de su procedencia, no presentando la cer-tificación por no serle posible en este acto; quees hijo de Manuel y Antonia, naturales de Espa-ña, blancos, labrador y su casa, ya difuntos; quellegó a este país desembarcando por el puertode La Habana como pasajero sin familia del va-por «Mavane» de la Compañía Francesa, el díatres al cuatro de diciembre de mil ochocientos

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noventa y nueve, donde fijó su residencia enCamajuaní, Cayo Romano, Ponupo, en Guaro,Central Preston, y luego en Birán de este Térmi-no, desde mil novecientos diez, donde ha vividosin interrupción alguna. —Que contrajo matrimo-nio civil en este país el día veinte y siete de mar-zo de mil novecientos once con María LuisaArgota Reyes, natural de Fray Benito, blanca, desu casa, y vecina de Santiago de Cuba, en el Juz-gado Municipal de Mayarí, acta que consta alfolio ciento noventa y cinco del libro siete; conla que tiene cinco hijos nombrados Pedro, MaríaLilia, Antonia María Dolores, Georgina de laCaridad y Manuel, inscriptos en el Registro Civilde Mayarí, los dos primeros mayores de edad, ylos últimos todos difuntos, encontrándose estosinscriptos en el Registro Civil de Mayarí, siendoMaría Lilia casada, no presentando la certificación,por no serle posible en este acto; que el nacimien-to de su esposa se encuentra en el Registro Civildel Juzgado Municipal de Fray Benito y que sunombre completo es María Luisa, hija de Marcosy Carolina, naturales de Cuba, el primero difuntoy ella de esta vecindad. —Que se encuentra com-prendido en el caso b) del artículo 13 de la Cons-titución, y caso b) del artículo veinte y nueve deldecreto sobre Migración y Ciudadanía y asimis-mo de acuerdo con lo que determina el Decreto

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número ochocientos cincuenta y nueve de milnovecientos ocho; que estos datos son exactos ypositivo que renuncia de una manera irrevoca-ble su actual nacionalidad española y jura su de-claración de optar a la cubana, que es la de sulegítima esposa, siendo su deseo libre y espontá-neo que jura cumplir bien y fielmente la Consti-tución y leyes que rigen y las que en lo sucesivorigieren, así Dios lo ayude. Que estos dichos lojustifican los testigos señores Laureano Martínezy Agapito Martínez, naturales de España, mayo-res de edad, casados, comerciantes y vecinos deCueto, los que juran ser cierto y constarles lascircunstancias consignadas por el comparecien-te señor Ángel Castro Argiz. Fueron testigos pre-senciales los señores Antonio Casaus Sánchez yVicente Rodríguez Machado, mayores de edad,empleado, casado y Mandatario Judicial el pri-mero y el segundo soltero, empleado y vecinosde este poblado. Exhiben los comparecientes suscarnet de extranjeros. El señor Juez tuvo por he-cha la renuncia de la ciudadanía española y poroptada la cubana que es la de la legítima esposadel señor Ángel Castro Argiz. Leída y hallada con-forme, se estampó en ella el sello del Juzgado yla firman todos con el señor Juez. Certifico.—Hay un sello del Juzgado. Firmado: Dr. A.Ramírez Sigas. —A. Castro. —Laureano Martínez.

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—Agapito Martínez. —A. Casaus. V. Rodríguez.—A. Gómez de la T.

Es copia fiel de su original y para entregar al se-ñor Ángel Castro Argiz, expido la presente certi-ficación en Cueto, Oriente, Cuba, a los seis díasdel mes de Agosto de mil novecientos cuarenta yuno. (...)

La respuesta tenía el sello del Ministerio de Es-tado de la República de Cuba:

19991/41La Habana, 19 de Sep de 1941

Vista la instancia presentada por ÁngelCastro Argiz solicitando se le expida Cartade Ciudadanía cubana, y los documentosque con ella acompaña; considerandoque el interesado ha acreditado hallarsecomprendido en el inciso B del Artículo 13de la Constitución y haber efectuadola correspondiente inscripción en el Registrodel estado civil y, considerando que su peticiónse ajusta a lo prescripto en los decretospresidenciales números 183 de 15 de diciembrede 1902, y 3022 de 15 de octubre de 1940,extiéndase a su favor la Carta de Ciudadanía

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que solicita y prepárese para la firma del señorMinistro de Estado.

Firmado por el Subsecretario y más adelanteseñala:

La Habana, 19 de Sept de 1941

Con esta fecha y en virtud del decretoque antecede, extiéndase Carta de Ciudadaníaa favor de Ángel Castro y Argiz naturalde Láncara-Lugo-España de 66 años de edad,de estado casado e hijo de Manuel y de Antonia,por hallarse comprendido en el inciso Bdel Art. 13 de la Constitución.

REGISTRADA al número 4164 folio 473del Libro 19

Y firma el Jefe del Negociado (...)

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A la sombra de la casa, don Ángel Castro revisaba losdiarios. El sillón se mecía al ritmo lento y acompasa-do de sus piernas. Sostenía entre sus dedos un tabacoaún sin encender; le daba vueltas, lo amasaba, lo olía,lo distanciaba para observarlo, hasta que lo prendía,sin apartar la vista de los titulares y las fotografíasimpresas en el papel de los diarios. Desde principiosde marzo, el periódico Información comentaba los de-bates sobre la propuesta de Juan Marinello –presi-dente del Partido Socialista Popular, senador de la Re-pública, profesor y miembro del Consejo Nacional deEducación y Cultura–, a favor de eliminar la enseñanzaprivada. Respaldaban esa idea, intelectuales progre-sistas, maestros rurales, artistas y obreros ilustrados,entre otros sectores. Se escandalizaban el clero y laderecha, y don Ángel lo consideraba un verdaderosacrilegio.

El viejo permanecía pensativo aquella tarde. Su hijoFidel casi terminaba el bachillerato en Belén yoficializaba sus estudios en el Instituto de Segunda En-señanza No. 2 de La Habana. Habían transcurrido tresaños desde que partiera por el camino fangoso de AltoCedro, y desde entonces, el alumno de Belén había visi-tado la casa sólo durante los meses de vacaciones.

Tiempos� �

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Durante todo ese largo tiempo, Birán y don Án-gel habían vivido de un modo abrupto la tormenta yla calma. Primero fueron las desavenencias con Pe-dro Emilio, el hijo varón de su primer matrimonio,quien apurado en dineros, no obró bien con los decasa; luego, el proceso demorado del divorcio de donÁngel con su primera esposa María Luisa Argota, undesenlace irrevocable y contundente, facilitado porla Ley de Divorcio Vincular de 1918, que la constitu-yente de 1940 asumía para brindar esa posibilidad alos ciudadanos cubanos, quizás la razón esencial porla que don Ángel, tantos años después de establecidoen la isla, decidió asumir la ciudadanía antillana yhacer dejación de la española. Apenas un año después,la felicidad nunca soñada a los sesenta y siete años:en la mañana del 26 de abril de 1943, Lina y él se pre-sentaron ante el doctor Amador Ramírez Sigas, juezmunicipal y encargado del Registro Civil en Cueto,para formalizar su unión de tantos años en una cere-monia discreta y sencilla. Ella permaneció serena. Él,mientras la miraba en silencio, recordaba la primeravez que la había sentido cerca, con aquel olor a cedrode las mamparas, los armarios, los baúles y la delica-deza de las cajas de estampas floridas para guardarpañuelos de seda. Después, habían llegado los hijosde ese, su segundo matrimonio, quienes al paso delos años crecían como cedros, con la firmeza y la ter-nura de los troncos de árbol. Los hijos fueron

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inscriptos ante notario de manera oficial por donÁngel en los finales de aquel propio año de 1943.

Ya se habían matrimoniado Ramón y Aurora dela Fe Castillo, a quien todos llamaban Zuly; y Angelitay Mario Fraga, militar de carrera. La casa iba poblán-dose de la alegría de los nietos. Primero fueron lasniñas: Dulce María, de Ramón; y Mirtza, de Angelita.

Ramón, junto a Zuly, una joven con la estampade una adolescente, vivía entonces en El Perico, y talcomo lo había dispuesto don Ángel, Ramón atendíalas colonias de Hevia y Panuncia. Raúl y Juanita tra-bajaban en la oficina de la propiedad; Enma y Agusti-na estudiaban. Fidel había llegado lejos, donde nun-ca su padre soñó y era, a todas luces y confesiones, elorgullo de la familia.

El Diario de la Marina publicaba en la página nue-ve un comentario sobre el Debate Científico-Pedagó-gico «realizado en Belén, el sábado 22 de la semanapasada, en relación con los problemas de la enseñan-za». Don Ángel recibió una grata sorpresa, el perio-dista mencionaba a su hijo, decía que disertó –desdelas conservadoras posiciones del colegio, porsupuesto–, sobre las relaciones entre la enseñanzaoficial y la privada en los Estados Unidos, Francia,Inglaterra, España, Holanda, Turquía, Alemania, Ru-sia y Cuba.

El viejo Ángel se incorporó, apuró sus pasos alalmacén con el periódico en alto y llamó a su mujer

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con gran revuelo. Por la noche lo comentó con susamigos de las partidas de dominó. Sentía satisfaccióny una alegría interior que le chispeaba en los ojos cla-ros. La tertulia olvidó ese día abordar otros temascandentes: Cuba saldría bien de la guerra; otros no loconsideraban así y mencionaban el hundimiento, en1942, de los vapores cubanos Santiago de Cuba y Man-zanillo, lo cual fue posible por las acciones de espio-naje del alemán Heinz August Lunin, fusilado el 16 denoviembre de 1942, en el castillo habanero del Príncipe.

En las conversaciones recientes, los contertuliosrecordaban el desastre de los años veinte, después dela Danza de los Millones, y algunos preveían, con lapaz en Europa, una caída en picada de los precios delazúcar.

Las promesas de los auténticos se habían esfu-mado en unos meses de gobierno, ¿quién podía con-fiar si se habían olvidado ya de la diversificación dela economía y de la industrialización del país? El Par-tido Comunista tenía células en Preston, Cueto yMarcané, y cada vez se inflamaban más los ánimos amedida que se aproximaba el tiempo muerto o lascompañías norteamericanas intentaban desalojar a loscampesinos. En Birán vivían algunos comunistas.Paco, el dependiente del almacén y casi todos sus her-manos eran miembros del Partido. Alguien había traí-do a colación las semanas turbulentas, cuando la com-pañía Altagracia trató de expulsar a los campesinos

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de los cuartones de Orozco y Pontezuelo. «Fue por1923 ó 1925 y no lo consiguieron» –especificó otro.Mientras los pronósticos colectivos estudiaban las pro-bables reacciones de la población, algunos se mostra-ban optimistas y otros se adherían al vaticinio termi-nante de quien con frase lapidaria, dramática y auguralaseveró: «Si las cosas siguen así, la gente va a luchar».

El tenedor de libros César Álvarez continuaba su tra-bajo en la misma oficina. El viejo Ángel repartía, pro-digaba con una desmesura que luego no encontrabacontrapartida en los ingresos. La gente llegaba de lasplantaciones de la United Fruit, donde los adminis-tradores norteamericanos no contaban con potestadespara adelantar fondos, todo allí era en efectivo, nohabía crédito posible, y mucho menos prestar ayudaa los trabajadores en tiempos desolados de silenciosfabriles. Tampoco les interesaban las penurias, y eldesamparo de la multitud no era su problema.

Sin embargo, en Birán estaba el hacendado ga-llego al frente de numerosas hectáreas, o arrendata-rio de todos los terrenos de las inmediaciones –se-rían en total unas 11 000 hectáreas bajo su mando–,con la posibilidad cierta de adoptar decisiones y dis-poner de medios y dinero para socorrer a los infelices

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en situación desesperada, por lo que la gente acudíaa él, lo mismo para buscar empleo temporal, o un valecon que llegarse a la tienda o a la farmacia de Caste-llanos en Marcané.

Era un hombre accesible, a quien se respetabamucho. Salía a cabalgar y la gente lo abordaba en elcamino, iban a verlo a su oficina o al corredor querodeaba la casa, donde tomaba el fresco en las calu-rosas tardes de verano.

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La humedad de la brisa anunció temporal para la tar-de. Don Ángel dispuso que se aseguraran los porto-nes y las ventanas, se acopiaran leña y agua suficien-tes para varios días, se recogieran los animales y setrasladaran los niños para la casa asentada sobre latierra, donde habría menor peligro. Todavía era unhombre fuerte, montaba a caballo y recorría la fincade uno a otro extremo sin importarle para nada sussetenta y dos años.

Esa mañana se veía cansado, con el rostro frun-cido, como si intuyera peligros. Todavía no le habíacomentado a Lina las noticias de los diarios sobreFidel. Prefería no hacerlo por ahora. Ella andaba muyocupada, disponiendo en el almacén para que no fue-ran a mojarse las mercancías y asegurando las venta-nas y portones de la casona.

Información, Prensa Libre y el Diario de la Marinapublicaron algunas semanas antes la detención de suhijo, su conducción al Servicio de InvestigacionesExtraordinarias Especiales de la Policía, así como laposterior liberación. Entonces Fidel estudiaba en laUniversidad de La Habana. Se afirmaba que UniónInsurreccional Revolucionaria, dirigida y orientadapor Emilio Tró, apoyaba al grupo de Humberto Ruiz

Desvelos� �

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Leiro en sus luchas por la decencia universitaria y losderechos estudiantiles.

La propuesta de solicitar esa ayuda había sidoiniciativa de su hijo, como una manera de enfrentarlos atropellos y bravuconadas intimidatorias de losgrupos de pistoleros del policía Mario Salabarría, quequerían hacer su voluntad en la universidad y repri-mían las manifestaciones de los movimientos revolu-cionarios estudiantiles. Fidel consideraba enfrentarlossin caer en la tentación de pedir protección aGenovevo Pérez Dámera, jefe del ejército, comprome-tido con el gobierno de Grau. Todo eso asegurabanlos diarios.

Don Ángel sabía que su hijo portaba un arma ypor ello sentía un desasosiego inevitable. Conocía queel teniente Quesada, de la policía universitaria y cóm-plice de aquellos grupos, había intentado desarmar aFidel y solo consiguió una respuesta desafiante y se-rena: «No, esta pistola no te la entrego y si la quierescoger, la agarras por el cañón».

El viejo desconfiaba de la calma. La detenciónrepentina, en la esquina de Mazón y San José, confir-maba sus aprensiones. En las declaraciones a la pren-sa, su hijo refería los hechos: «Fueron encañonados ala una de la tarde, por ametralladoras y pistolas queapuntaban desde tres autos».

Fidel andaba en problemas, iba al frente en lasmanifestaciones estudiantiles, se solidarizaba con las

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demandas agrarias de la Federación Campesina deCuba, luchaba contra la permanencia de Grau en elpoder, contra la dictadura de Trujillo en Dominicanay por la independencia de Puerto Rico.

El hacendado percibía el verdadero temporal. Noera el que descendía de los pinares. Temía y desespe-raba en silencio. Era una sensación ambivalente, por-que ese hijo suyo era un hombre de respeto, alguienpara admirar. Incluso así deseaba apartarlo de los ries-gos. Quizás un viaje al exterior cambiaría el rumbo asus pasos.

Ese mismo día, mientras diluviaba, la pareja con-versó sentada en los sillones de mimbre, forzada aldescanso a esas horas tempranas por la ventolera delsur. Ella se inquietó, pero no exteriorizó su angustia.Para disimular su nerviosismo apuró el café.

Aunque don Ángel seguía siendo un hombre ro-busto, ya no era el mismo. Su corpulencia se acentua-ba en algunas libras, y los párpados caían agotadossobre sus ojos, sin los destellos de antes ni siquierapara las vehemencias del amor. Llevaba la cabezarapada como en su juventud, una camiseta abotonadaen el cuello y unos pantalones muy anchos, con tiran-tes. Ella no deseaba verlo apesadumbrado. Lo con-sentía en sus caprichos y callaba los temores, hacién-dole creer que ignoraba las noticias. Sin confiar en eléxito de aquella diligencia, lo alentó en la idea de es-cribir al Ministerio de Estado.

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El 4 de julio, don Ángel solicitó el pasaporte, y el7 de ese mismo mes de 1947, firmó la autorización deviaje.

Que viene a autorizar expresa y especialmente asu hijo Fidel Alejandro Castro Ruz, natural deCueto, provincia de Oriente, de 20 años de edad,estudiante y vecino de la calle 21 No. 104 Veda-do, La Habana, para que pueda trasladarse a losEstados Unidos de Norteamérica, o cualesquie-ra otro país que estime conveniente.

Don Ángel intentó proteger a su hijo, pero noconsiguió apartarlo de la idea de luchar contra la dic-tadura de Trujillo. Fidel no había participado en laorganización del movimiento, pero sintió que su de-ber era enrolarse como soldado. Conocía a un grupode emigrados dominicanos, entre ellos al escritor yluchador Juan Emilio Bosh Gaviño, a quien apreciabapor su valía intelectual, y sólo podía expresar su soli-daridad de esa manera. Hasta el sitio de previa con-centración de los contingentes, llegó Lina para per-suadir a su hijo de enrolarse en aquella aventura, perosu visita no valió de nada porque él había empeñado supalabra y consideraba como un deber insoslayable per-manecer allí, a pesar de que en el aire se presagiaba elnaufragio. Cuando la expedición de Cayo Confites–como se denominó a aquel esfuerzo libertario– se

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malogró, el refugio de Fidel fue la casa de Birán, adon-de llegó tras lanzarse a las aguas de la Bahía de Nipey seguir un trayecto accidentado y oculto. Lina, al ver-lo, se llevó las manos al pecho. El padre, después delabrazo, reiteró su temor y el deseo de verlo terminarlos estudios.

Iba a volver a la Universidad. Fidel matricularía porla libre para aprobar las asignaturas pendientes desegundo año y parte de las de tercero, aunque eso sig-nificara no tener derechos políticos en momentos enlos que contaba con una gran ascendencia entre losestudiantes, lo prefería a repetir el año y perder eltiempo. Su presencia en La Colina, causó gran sor-presa, era como un resucitado, todos lo creíandesaparecido en las profundas aguas de la Bahía deNipe y devorado por los tiburones.

Don Ángel se sintió satisfecho. En lo más íntimoaspiraba a que su hijo no se involucrara más en mani-festaciones y movimientos políticos. Sin embargo,Fidel seguiría el combate en las calles de La Habanacon la vehemencia de siempre. Fidel condenaría elasesinato del joven Carlos Martínez Junco, el ultrajea la campana de La Demajagua, la corrupción del mi-nistro de educación José Manuel Alemán y sus

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cómplices: Mario Salabarría, Manolo Castro yRolando Masferrer. En carta abierta de los dirigentesde la FEU a la opinión pública, reclamarían la desti-tución del presidente Ramón Grau San Martín.

Raúl ya era un joven de dieciséis años, y a Ra-món le iba bien en sus colonias de Hevia y Panuncia;además, vivía más cerca de la casa porque por ElPerico asolaba el bandido Baguá, y cualquier cosa po-día ocurrir con ese demonio de bandolero. Angelitahabía concluido sus estudios de mecanografía, taqui-grafía y contabilidad y tenía dos niñas: Mirtza y Tania.Pronto daría a luz al tercer hijo. Su vida transcurríade uno a otro sitio, pero siempre regresaba de vueltaa Birán en largas temporadas, como si el batey fuerael mástil de un barco. Juanita deseaba quedarse allí ytrabajaba en la oficina con César Álvarez, el tenedorde libros. Enma y Agustina estudiaban.

Los asuntos económicos de la finca marchabanbien, sin los aires de holgura exagerada conferida porotros. Don Ángel invertía sus dineros en todo. Nopodía decirse que poseyera grandes sumas deposita-das en los bancos, porque los ingresos y egresos seequilibraban con la asistencia a los campesinos y alos trabajadores del batey, en una balanza cada vezmás frágil. Las ganancias de las plantaciones se que-daban allí mismo, en el Birán de Castro.

El viejo se mostraba entonces optimista en rela-ción con la próxima zafra: «Será una de las grandes»

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–afirmaba. La expansión de la industria no tenía tan-to que ver con el establecimiento de nuevas fábricascomo con el empleo de equipos de un alto rendimien-to, y por otro lado, esta vez, los precios no sufriríanlas oscilaciones desproporcionadas y repentinas delos años veinte, según sus favorables predicciones.

En la casona, los hábitos se mantenían inaltera-bles. Lina y don Ángel continuaban profesándose elmismo amor sublime de siempre. Se cumplían loshorarios de los almuerzos y las comidas. Las partidasde dominó animaban la conversación por las noches;entonces la ausencia de García, el cocinero, se hacíamás notable, porque ya se encontraba muy enfermo.

Don Ángel descansaba en el corredor de la casa. Sen-tado en el sillón de mimbre, balanceaba los pies mien-tras leía en la revista Bohemia las narraciones insóli-tas de las primeras páginas. Siempre tenía la duda:¿serían apuntes de la realidad o fantasías? La publi-cación no decía una palabra al respecto, como paradejar espacio a la deducción propia, a la idea de cadalector, con lo cual añadía a su vez, una pizca de miste-rio a lo narrado.

Lina puso la carta sobre las piernas de su esposoy le susurró al oído: «Viejo, carta de Bogotá». Él incli-nó el cuerpo hacia adelante, olvidado de la pereza delmediodía. La alegría le tembló en las manos, mientrasrasgaba el sobre y desdoblaba las cuartillas. Observóla letra del hijo y adivinó el cuidado al escribir paraque se entendieran bien los recuerdos y experienciasdel viaje. En la firma de su hijo Fidel, el viejo gallegodescubrió su propia manera de enlazar la O con la til-de de la T en el apellido y le resultó imposible disimu-lar su orgullo.

Cedros

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Bogotá, 3 de abril de 1948

Querido Papá:Ya en Bogotá donde pienso permaneceralgunos días, puedo sentarme tranquilamentea escribirles. En Caracas nos pasamos cuatrodías. La ciudad está unos cuarenta kilómetrosdel aeropuerto, la carretera que conducedel aeropuerto a Caracas es verdaderamentefabulosa pues tiene que atravesar unacordillera de montañas de más de mil metrosde altura. Venezuela es un país muy rico,gracias principalmente a su gran producciónde petróleo. Allí se hacen grandes negocios perola vida es bastante cara. En cuanto a lo políticoactualmente el país marcha admirablementebien. Rómulo Betancourt dejó la Presidenciacon deudas personales y la administraciónPública es muy honrada. El pueblo está muysatisfecho de su actual gobierno que estárealizando una serie de medidas que tiendena beneficiar el país.

De Venezuela nos trasladamos a Panamá.El aeropuerto está en la zona del canal, el cualpudimos apreciar desde el avión a poca altura.La ciudad de Panamá está bastante cercadel canal y permiten visitarlo lo que no pudehacer debido a nuestra breve estancia en ese

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país, pues teníamos necesidad de estaren Bogotá el día 31 del pasado. Ese díatemprano salimos de Panamá y volando sobrela costa del Pacífico nos dirigimos a Colombia.Hicimos escala en la ciudad de Medellín que esuna de las más ricas e industriales de Colombiaque está en el Departamento de Antioquia(aquí en vez de Provincias hay Departamentos).Después continuamos el viaje hacia Colombiao mejor dicho hacia la Capital. Para llegara Bogotá el clípper de cuatro motoresen que viajamos se remonta a una enormealtura. Los ríos como el Magdalena y el Cauca,muy caudalosos, lucen como rayas blancasen la superficie de la tierra. La ciudad de Bogotáestá a 2 500 metros sobre la superficie del marque a esa altura semeja un Valle rodeadode pequeñas colinas.El panorama de la naturaleza muy hermosoy la vegetación completamente distintaa la de Cuba. A pesar de estar tan cercaa la línea del Ecuador debido a su alturala temperatura es muy fría, apenas sube 15grados y frecuentemente baja de 10,por lo que hay que estar constantementeabrigado.La ciudad de Bogotá es muy modernay casi tan grande como La Habana. Hay mucha

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actividad y constantemente hay un enjambrede personas en la calle como nunca he vistoen ningún lado. Una ciudad muy culta y civilizada.Un gran porcentaje de los colombianos tienesangre india y se caracterizan por la calma.

La riqueza principal de Colombia esel café, pero no sucede como en Cuba cuyaúnica riqueza importante es el azúcar, haciendodepender el bienestar del país en un productoexpuesto a desastrosas bajas en el mercadomundial, sino que también tienen una granriqueza en las minas de plata y también oro.Las esmeraldas se producen en grandescantidades y son las mejores del mundo.También tienen mucho ganado y producenademás, en cuanto a alimentos, todolo que consumen. La vida es barata.El compañero mío y yo vivimos en el HotelClaridge que es bastante bueno, cobran $9.50diario por cada uno (pesos colombianos,en dólares, equivalentes a $4.00 aproximadamente)y la comida es magnífica.

Bueno papá, no te voy a seguir contando sino nada tendré que decirte en otras cartas.En Bogotá no sé seguro que tiempo habréde estar. En este viaje que realizo estoyorganizando un Congreso Latinoamericanode Estudiantes que deberá celebrarse aquí

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en Bogotá, contamos con la adhesión de casitodos los estudiantes de América. Tuve éxitocompleto entre los estudiantes de Venezuelay Panamá, la prensa nos está respaldandoy en Panamá hablé durante media hora en unade las estaciones más oídas del país. En Bogotállevo ya casi tres días, pero apenas he desplegadoactividad alguna pues me estoy orientando.

La ciudad está llena de banderaspor la Conferencia. Cuando estemos reunidoslos representantes de todas las Universidadespensamos tener entrevistas con los principalesrepresentantes de cada nación.

Yo llevaba cartas para varios altosfuncionarios venezolanos, los que no pude verporque era semana santa y para esa fecha hayuna inactividad absoluta en estos paísesy estaban todos por el interior. A RómuloBetancourt que también tenía yo una cartapara él, de un buen amigo suyo, lo pienso veracá en Bogotá. Estuvimos en la casadel Presidente actual de Venezuela y la familianos trató muy amablemente. La hermanadel presidente se comunicó con él que estabade veraneo en el interior para comunicarlenuestro interés en verlo y le contestóque el lunes estaría de regreso a Caracas y nospodría recibir, pero era viernes y nosotros

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teníamos que salir al día siguiente paraPanamá. ¡Qué distinta democracia a la cubana,donde las puertas de las casas de los gobernantesestán vedadas al ciudadano!

Desde luego que estas gestiones yolas hago como dirigente estudiantil cubanoy al objeto de obtener respaldo y ayudaa nuestro movimiento. Los argentinos han dadoel mayor aporte hasta ahora pero piensoque también el gobierno colombiano nosayude. De Bogotá no sé qué marcha seguiré.Hoy llega a Bogotá procedente de la Habana,a reunirse con nosotros, uno de los argentinosque más está cooperando.

Puede ser que siga con él hasta la Argentinay me pase allá tres meses becado, por el Gobiernoo regrese a Cuba. Si continúo para la Argentinarealizaré en el mes de Septiembre misexámenes en la Universidad de la Habanapara entrar en cuarto año de Derecho, pues tengomucho interés en terminar mi carrera. Estosviajes le aportan a uno un gran númerode conocimientos y experiencias al mismo tiempoque le abren grandes horizontes y perspectivas.

Te envío con la carta una fotografíadel compañero mío y yo aquí en Bogotá, al ladode la estatua del General Santander lo que nose distingue.

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Por separado te envío unas vistasde la famosa Cartagena de Indias, hoyuna de las principales ciudades de Colombia.

Mi dirección está arriba a la izquierda.Espero recibir noticias de ustedes pronto.A la carta deben ponerle sello aéreo.

Besos para todos y tú recibe un fuerteabrazo de tu hijo que te quiere, Fidel.

Don Ángel anhelaba que su hijo Fidel se apartara delos asuntos políticos, las protestas callejeras, los mí-tines, y consiguiera librarse de las amenazas de aten-tado de los grupos gangsteriles como el de Masferrer.

Depositó su esperanza en el próximo matrimonioy en el intenso plan de estudios para concluir trescarreras, optar por la beca Bustamante, que daba laoportunidad del financiamiento y, de ese modo, cursarEconomía Política en los Estados Unidos o Francia.

El 24 de mayo de 1948, poco antes de las eleccio-nes de junio en las que triunfó el anticomunista CarlosPrío Socarrás, cuyo gobierno fue más del nocivo y fa-laz «autenticismo», don Ángel lo escuchó por una emi-sora radial. Fidel discursó en un mitin ortodoxo enSantiago de Cuba, donde casi emplazó al mismísimoEddy Chibás para que fuera leal al pueblo si resultaba

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vencedor. Aseguró que si trataban de arrebatar la vic-toria al pueblo, las fuerzas revolucionarias tomaríanlos fusiles para conquistar el poder. El padre consideróincendiarias sus palabras, pero también reconoció lavalentía del muchacho.

Aún así lo prefería apartado de los desórdenes.Mientras estudiara, él estaba dispuesto a ayudarlo ensus gastos, a agilizar gestiones o interceder en algúnasunto.

—Ojalá pase este vendaval –comentó a Lina, lamañana de los preparativos de su viaje. En ese ins-tante se componía con toda delicadeza. Él no podríaasistir a la ceremonia, sus malestares y el trabajo dela finca no se lo permitían. Debía conformarse conimaginar a su hijo en el altar de la iglesia de NuestraSeñora de la Caridad, en Banes, el pueblo de su ami-go don Fidel Pino Santos.

Observó a Lina con detenimiento. La reconocíacomo una mujer hermosa. Su figura, más robusta, nohabía perdido del todo la cimbreante esbeltez de sujuventud y mucho menos la fuerza del carácter ale-gre, dispuesto y enérgico.

La elegante compostura destacaba los aires debelleza natural. Llevaba el pelo ondulado y por entrelos rizos asomaban unos pendientes pequeños.

Estaba de moda acentuar el tono de las cejas y loslabios y sombrear el rostro con discreción. Lina no acos-tumbraba a arreglarse sino en contadas ocasiones.

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Cuando lo hacía, la apariencia lozana de sus cuarentay cinco años asomaba a su rostro, y solo la rudeza desus manos delataba el largo tiempo de vida tesoneraen la finca de Birán. No había otra mujer más dispues-ta por aquellos contornos.

Si era necesario se iba a Marcané a descargar lasmercancías y a contabilizar las entregas para el alma-cén al pie del ferrocarril. Bajo la lluvia, no la amila-naban ni el relampaguear en los cielos, ni los ríos cre-cidos, ni las ventoleras.

—¡Válgame Dios que estás junto a mí! –dijo donÁngel al despedirla. Sintió la soledad, acompañadapor la vejez de los espejos que una vez le desveló elalma, en la casa entrañable, de armarios, camas y baú-les descomunales con el olor a cedro suscitándole re-cuerdos.

Plantaba cedros con la discreta e íntima ansie-dad de convertir en perdurables las cortezas finas ylos aromas benditos para el amor, y para que una es-tirpe noble y digna creciera en casa.

En la habitación del hotel en la ciudad, el viejo revisólos diarios matutinos con la avidez habitual y, casi alas ocho y media de la mañana, salió junto a Lina rum-bo a la cita en el bufete del abogado y notario públi-co, colegiado y con residencia en Santiago de Cuba,doctor Mario Norma Hechavarría. Había llegado elmomento de recuperar y poner a su nombre la pro-piedad de la finca, cuyo valor superaba el de la deudacon don Fidel Pino Santos.

El potentado y viejo amigo de don Ángel andabamal de salud. Sus malestares tenían que ver con elhígado o el páncreas. Sus recaídas eran cada vez másfrecuentes.

Ya no eran posibles aquellas visitas prolongadasa Birán, cuando don Fidel Pino Santos pasaba horassentado en la mecedora del corredor, conversando conla doctora Ana Rosa Sánchez, a quien amó con locuraen aquellos años de viudez.

Don Ángel conocía el riesgo y la situación eradelicada. Si aquel hombre –ingresado en el hospital–moría de repente, estaba perdido. La finca se encon-traba a su nombre sin ninguna otra garantía. No erauna hipoteca, todo aquel negocio se basaba en unarelación de amistad de muchos años.

Manacas

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Don Ángel llamó a su hijo, ya graduado en launiversidad, y le encargó la solución del problema.Fidel tenía autoridad y prestigio como abogado pararepresentar los intereses del padre, pero en realidadse trataba de hilar fino, con suma delicadeza, parapersuadir al potentado de la necesidad de traspasarla finca, otra vez, a nombre de su legítimo dueño.

Fidel visitó al enfermo en el hospital y la docto-ra Ana Rosa le permitió pasar sin dilación. El abo-gado se preocupó por las dolencias del amigo de lafamilia, conversó con él un buen rato, y luego le plan-teó el encargo de don Ángel Castro Argiz, la necesi-dad de resolver aquella situación, un asunto demo-rado por casi veinte años, desde la mañana de juliode 1933, en que su padre acudió al despacho del abo-gado y notario público doctor Vinent y Juliá para fir-mar la escritura de «cesión en pago» de la finca afavor de su acreedor. No resultó difícil convencerlo.Don Fidel Pino Santos comprendió sus razones y deinmediato impartió instrucciones para solucionar elproblema.

Los esposos Castro Ruz se presentaron en el bu-fete, con el nerviosismo contenido de las grandes oca-siones, el 20 de julio de 1951. Para entonces, los abo-gados y las escrituras habían recorrido un prolongado,fatigoso y complicado camino hasta ese punto de lanegociación, en que el apoderado Raúl Pino, les ven-día la propiedad de la finca Manacas.

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Una mezcla de euforia y calma coincidían en elánimo agitado de don Ángel. Sus temores se disipa-ban de una vez. Volteaba el sombrero entre las ma-nos o se aferraba al brazo de su esposa, mientras elnotario leía la extensa papelería del convenio quedespués firmó aquella calurosa mañana.

En ese tiempo Angelita contaba veintiocho años y vi-vía por temporadas en la casa grande de Birán. Era lahermana mayor y no resulta difícil notarlo a primeravista porque era muy alta, casi como sus hermanosRamón y Fidel. Se parecía a don Ángel en lo despren-dida y generosa, los haitianos la llamaban Chicha, conmucho cariño y la reconocían como un ángel de laguarda.

Enma y Agustinita aún estudiaban. Se parecíanen su fina delicadeza, aunque a veces discutían sobrelas enseñanzas de Cristo, de acuerdo con la visióncatólica de una y la protestante de la otra.

Los dieciséis años de Enma anunciaban en ellala misma esbelta delgadez de su mamá. Era desen-vuelta y audaz. Agustinita no, tímida, todavía conser-vaba la silueta adolescente de sus trece años. DonÁngel la distinguía por ser la menor, la veía menuda,frágil, con vocación para el sufrimiento silencioso.

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La personalidad de Juanita, en cambio, suponíaun carácter fuerte y un espíritu emprendedor. Habíaheredado de sus padres la disposición para los nego-cios. Pasaba todo el tiempo ideando las maneras deconseguir por sí misma la prosperidad ansiada, pen-diente de las economías y el trabajo.

Ramón vivía en Marcané, atendía con esmero lascolonias de caña de la finca y se proponía fundar otrosnegocios, pero sobre todo, tenía sus aspiracionesfilantrópicas como aquella de construir una iglesia enel pueblo, para lo cual contaba con la buena voluntady la fervorosa devoción de la esposa del farmacéuti-co, de Lina y de algunas otras señoras del pueblo.

Raúl vivía en La Habana con Fidel. Ambos visi-taban con frecuencia a Lidia, la hermana mayor delprimer matrimonio de su padre. Recién graduadoFidel de bachillerato, enviudó Lidia. Al esposo le ha-bían diagnosticado el mal de Hopkins, y ella se man-tuvo a su lado todo el amargo tiempo de la enferme-dad. Cuando él murió, ella heredó una pequeñapensión y alguna propiedad familiar en Santiago deCuba. Entonces decidió mudarse para la capital. Al-quiló una casa para que su hermano «habanero» vi-viera con ella. No sólo él, también Raúl, Enma yAgustinita lo hicieron por temporadas.

Lina no se acostumbraba a la ausencia de Raúl,sentía nostalgia de su familiaridad, de su apego cari-ñoso y sus constantes travesuras.

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Don Ángel hablaba con frecuencia de Fidel y deRaúl, y a Lina le daba la impresión de que lo hacíapara sentirlos más próximos. Al mismo tiempo seobstinaba y de ninguna manera accedía a que Angelitase pudiera llevar de Birán a sus hijos varones.

—Líbreme Dios de permitirlo. Tony y Mayito sequedan –profería contumaz.

Angelita viajaba mucho y con ella, casi siempre,las niñas: Mirtza, Tania e Ileana, que era la más pe-queña. En la tozudez de su padre descubría la ternu-ra y la nostalgia. Deseaba la cercanía de los nietosquizá para compensar las distancias que una vez losepararon de sus hijos.

En los últimos tiempos, Lina percibía en su es-poso una disimulada inquietud. Sin confesárselo, lacompartía también. Los noticieros de radio y televi-sión hablaban de los artículos de Fidel que Alerta ha-bía publicado sobre las fincas de Prío, los negociososcuros del gobierno y las cantidades de dinero en-tregadas a los pandilleros en el mismísimo PalacioPresidencial.

Nadie sabía cómo iba a terminar todo. Don Án-gel y Lina se preocupaban por sus hijos, sobre todo,por el que andaba metido en mil problemas, llevabacomo abogado el caso del asesinato del joven CarlosRodríguez y había logrado que el juez dispusiera elencarcelamiento del comandante Rafael Casals y delteniente Rafael Salas Cañizares.

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Las pruebas contra Carlos Prío las había consegui-do Fidel gracias a la colaboración de varios amigos, vie-jos y nuevos compañeros de combate como Gildo Fleitas,José Luis Tassende, Pedro Trigo, René Rodríguez... So-brevolaba las tres fincas del presidente Prío en una avio-neta pequeñísima, cuyo piloto la alquilaba a cinco pesosla vuelta. Con una cámara fotográfica y una de cine cap-taba las imágenes comprometedoras.

Don Ángel no perdía una sola de las alocucionesde su hijo en la radio. Sabía que retaba a mucha genteinfluyente, a Batista sobre todo, a quien nadie másosaba denunciar en público.

Al atardecer, don Ángel acercaba la mirada a lapantalla del televisor marca Crosley, fabricado enCincinatti, Ohio, Estados Unidos, en 1940, para cono-cer el rumbo de los acontecimientos por los noticie-ros. Recordaba a su hijo Fidel discutidor, por momen-tos hasta impertinente, durante las visitas de don FidelPino Santos a la casa. Ellos conversaban y Fidel, con-tenida su irritación, hacía preguntas desde un puntode vista muy diferente. El viejo se percataba de que eljoven no se proponía discutir con ellos, tenía sentidocomún y respetaba. Por eso, luego de la fugaz interro-gante, permanecía en silencio.

Don Ángel lo conocía como a la palma de su mano,por eso descubría en Fidel su contrariedad cuando de-bía callar lo que pensaba. Su hijo, demostraba respetocon una delicadeza irreprochable como de polvo de alas.

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Los romerilllos amarillos y blancos iluminaban el pai-saje del batey y la anacahuita anchurosa extendía cadavez más su sombra, al borde del Camino Real a Cuba,entre el almacén de víveres, donde Lina despachaba yadministraba diligente, y el correo-telégrafo, que donÁngel logró establecer allí porque en otro tiempo soloexistía un banco de pruebas. En Birán, al principio,solo don Ángel recibía y enviaba telegramas.

Si se rompía la línea telegráfica de Mayarí a San-tiago de Cuba era muy difícil localizar la avería. Biránse encontraba justo en el centro norte de la regiónoriental y fue allí, en La Sabanilla, donde se estable-ció la estación para operar los interruptores. Si latransmisión llegaba al municipio o a la capital de pro-vincia, se sabía en qué tramo buscar las roturas.

Las gestiones de don Ángel, en 1925, permitieronque la oficina abriera sus puertas y el telegrafistaValero iniciara su trabajo de clasificación de corres-pondencia, envío y recibo de mensajes.

Con el contrato de molienda de cañas entre Cas-tro y la Compañía Warner Sugar Corporation en 1924,se instaló también un teléfono de magneto para lacomunicación con el central Miranda y su adminis-trador. Los niños de la casa miraban deslumbrados,

Despedida� �

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como magia verdadera, aquel aparato mediante el cualse hablaba a la distancia después de dar vueltas a unamanigueta.

Desde entonces la anacahuita había esparcidocon profusión sus ramas por el aire y algunas niñasse divertían danzando flores de Carolina como baila-rinas, sobre la piel ruda de los taburetes, y otras, en-sartaban maravillas para hacerse coronas de prince-sa o collares de hawayanas.

Transcurría el mes de abril del año 1953. Fidelobservaba con atención el espacio entrañable de suinfancia. Desconocía si alguna vez volvería. Aquellaera una despedida íntima, callada.

Todo lo que Fidel definía como urgencias econó-micas del país lo había aprendido en sus largas con-versaciones con los trabajadores del batey y con donÁngel, con quien intercambiaba opiniones sobre losasuntos económicos de la finca y de Cuba. Sus vehe-mencias justicieras tenían raíz en lo vivido.

El viejo poseía propiedades, inversiones, ingre-sos importantes todos los años, pero no tenía acumu-ladas grandes cantidades de dinero.

Fidel sabía que allí se protegía a la masa crecien-te de trabajadores. Tanto su padre como su madretenían sentido de la propiedad, pero al mismo tiem-po ejercían con humanismo la administración gene-ral y la del comercio. Quizás al principio la riquezacreció, pero llegó el momento en que la situación so-

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cial equilibró los ingresos y los gastos, incluso enmedio de la relativa bonanza.

Se detuvo por primera vez a detallar el paso deltiempo en el rostro y la mirada, en la estampa de suspadres. Ahora, sin que ellos lo percibieran, él los mi-raba con otros ojos. Lina ya no era una muchacha es-belta, tenía unas libras de más y necesitaba espejuelos.Don Ángel conservaba el aspecto venerable de lospatriarcas. Tania, una de las nietas, cumplía estricta yrigurosa las indicaciones del doctor y le daba las me-dicinas a su hora con una puntualidad de sol queamanecía.

Ángel Castro conservaba agilidad y fuerzas comopara recorrer la finca a caballo y dirigir con la mismalucidez de su juventud, pero cada vez apoyaba más suanatomía en un bastón. Continuaba rapándose la ca-beza como en sus años mozos, vestía pantalón contirantes, y durante los mediodías se refrescaba en losportales con una penca de junquillos o guano comoabanico. Perpetuaba su costumbre de los desveloshasta la madrugada para levantarse antes de la cla-reada y bajar a la cocina, donde el jamaicano Simónle servía el desayuno.

Nada conmovía las costumbres: las partidas dedominó por las noches, el retumbar de los tamboreshaitianos a lo lejos, las fiestas de marimbas y guitarras,los bautizos numerosos para aprovechar la presen-cia, de Pascuas a San Juan, de un cura errante, y el

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hábito de comprar a los billeteros una franja de pa-pel para invocar la suerte, que en otro tiempo le pro-digara dos veces el premio gordo.

Los Sábados de Gloria los haitianos andaban loscaminos vestidos de diablos con cascabeles. Los hijosde Angelita los veían pasar a la distancia, entre losalgarrobos y las mariposas, como colores contrastan-tes en el fondo azul o verde del paisaje.

Mientras meditaba, Fidel sonreía al recordar lastravesuras de la infancia. Lina les corría detrás y él,con su civismo, se detenía en seco para salvarse de latunda que la madre siempre prometía y casi nuncapropinaba. Otras veces, ellos se encargaban de des-aparecer los cintos y las fustas de su lugar en elcorredor de la casa, o simplemente se refugiaban de-trás del sillón donde don Ángel descansaba. Allí, a lasombra del viejo, nadie se atrevía, nadie insinuaba pe-garles.

Fidel presentía en su padre una intuición, perodon Ángel no le dijo nada, como quien valora inesti-mable y vital el silencio. Fidel nunca intentó conven-cer a sus padres de sus ideas políticas, su lucha les cau-saría grandes sufrimientos, pero confiaba en lasensibilidad fuerte de Lina y en la capacidad de donÁngel para apreciar los hechos políticos, los aconteci-mientos históricos en la vida de un país. Con esa con-vicción se despidió de ellos sin mirar atrás y sin saberque aquel sería su último encuentro con el viejo.

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Don Ángel preludiaba un estremecimiento. Lavisita de Fidel a la finca en ese momento, le predispu-so. Algo estaba sucediendo y él no podía evitarlo. Noarticuló palabra, no se dio por aludido, pero agrade-ció el gesto del hijo de ir a verlos.

Los rumores frondosos de la manigua durante la no-che habían cedido al silencio del rocío, la mañana del26 de julio de 1953, que nadie presagiaba tormentosa,cuando uno de los soldados de la Guardia Ruralirrumpió en la casona de Birán diciendo que debíapresentarse en la Jefatura Superior en Marcané, por-que en Santiago de Cuba había problemas. Con vozalterada y en un recuento de frases inconexas aseve-ró que el Cuartel Moncada había sido atacado. El sol-dado se marchó con prontitud, pero tras él quedó flo-tando en los espacios de la casa una sensación deinquietud, desazón y sobresalto.

La certeza de que Fidel y Raúl estaban involu-crados pesaba como una nube densa entre el techoalto de la casa y los hombros de la familia.

El viejo lloraba con desolación frente a la imagendel Sagrado Corazón, imploraba una y otra vez por lasalvación de sus hijos. Lina soportaba el dolor sin de-jarse arrastrar. Debía mantenerse lo más serena posi-ble porque su esposo ya era un anciano y no podíanser dos las piedras que rodaran hacia el profundo abis-mo de la desesperación. Ella contenía sus lágrimas y loconsolaba: sus hijos saldrían con vida. Mientras, en suinterior, se conmovía y vibraba exaltada por la duda.

Mariposa

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Lina, para calmar a don Ángel, le repetía una y otravez: «Son hombres, viejo, son hombres».

En aquella afirmación ponía toda su certeza deque los tiempos que evocaba eran una ineludible au-sencia. Los hijos acunados con amor en su regazohabían crecido. No olvidaba las experiencias vividascuando Ramón era pequeño. Si la brisa traía olor ahierba mojada y humedad de sombra, el niño se aho-gaba, cambiaba de color y respiraba entrecortadamen-te, con unos silbidos roncos solamente apagados des-pués de las inhalaciones de mentol y el aceite tibio debacalao con el que ella le frotaba el pecho en las no-ches despabiladas de presentimientos angustiosos.Desde entonces, Lina no había vuelto a experimentarun desasosiego tal. Ahora sentía otra vez la aflicciónquemante de un presagio de su alma. No sabía expli-car aquella ansiedad encabritada y la rara mezcla en-tre el orgullo más alto y el dolor perenne.

Los hijos habían crecido y comenzaban a andarsu propia vida, sin que ella pudiera hacer otra cosa:debía apoyarlos en sus determinaciones como lo ha-bía hecho desde siempre, con una afirmada resigna-ción o quizás mejor, con una resuelta aceptación desu valentía y sus riesgos. Para convencer al esposoapelaba a los recuerdos, mencionaba la expedición aCayo Confites, el viaje a Bogotá, y los innumerablespeligros que Fidel logró vencer durante todos sus añosuniversitarios.

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Don Ángel daba pena. Su natural distinción yprestancia disminuían con tal recogimiento, parecíamucho más viejo y a sus ojos se encontraba desvali-do. Desmadejado, permanecía en el sillón sin mover-se, mientras sollozaba con unos quebrantos llenos detristeza. Atento a las noticias, no se separaba de laradio. Fumaba con fruición el tabaco al que daba vuel-tas y apretaba entre los dedos. Levantaba los ojos conla mirada, la imaginación y las preocupaciones comoperdidas en las volutas de humo desvanecidas en el aire.

Al mediodía, todos se miraban sin que nadie seatreviera a confesar sus temores ni mencionar pala-bra. Las alas de una mariposa levitaban a contraluzen un parpadeo tenue, efímero, luego descendían paravolver a alzarse en un susurrante revoloteo de silen-cios y luminosidades coloridas por todo el corredor dela casa grande. Lina seguía con la mirada el fulgorde la mariposa: más cerca, más lejos, lánguido, verti-ginoso; inmóvil unos instantes; fotografiado en plenomediodía de polvaredas y reverberaciones. Por ins-tantes permanecía absorta en las idas y venidas delinsecto. La mariposa se adentraba por el portóndel frente y se posaba sobre las flores de papel en elbúcaro de porcelana, sobre la pequeña mesita de lasala. Lina no conseguía tranquilizarse y andaba de unlugar a otro con un aire abstraído, mientras rezabacon fervor sus oraciones y hacía que todos los niñosde la casa y sus hijas, Angelita y Juanita, se hincaran

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de rodillas frente a la imagen de la Virgen Milagrosa.También doña Dominga rezaba.

De siempre, los hijos de don Ángel lo habían vistoleer con avidez los periódicos llegados de La Habana yprestar atención a los asuntos políticos y a los aconte-cimientos relevantes del mundo. Pero el viejo no ima-ginó nunca que la historia iba a crecer en su propiohogar, en el mismo Birán, y que sus muchachos seríanprotagonistas de un tiempo, de una Revolución.

«Mariposita de primavera/alma sublime queerrante vas/ por los jardines de mis quimeras (...)», elaparato de radio junto al fonógrafo RCA Víctor habíaarrebujado en el viento la melodía que Lina recorda-ba con el vuelo incesante de aquella mariposa, cuyoaletear fue quizás lo único que atenuó un poco susnervios hasta el momento feliz, cuando terminó lazozobra de más de cuarenta y ocho horas.

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El incendio comenzó por el altillo. Don Ángel olvidóuno de sus tabacos en la mesita de noche, junto a lalámpara. El tapete bajo la campana de cristal fue loprimero en incendiarse con unas llamaradas intensas,extendidas en un segundo al entablado del piso y lasparedes de la casa de pino. Pocos muebles pudieronsalvarse de las llamas. Ardieron las cartas y las foto-grafías de la familia, las estampas religiosas de Lina, lacolección de estuches de tabaco de cedro guardada pordon Ángel, los horcones de caguairán, los tablones dela escalera del mirador, donde anidaban los pájaros.El fuego, que se reflejaba en colores vivos, quebró laluna de los espejos.

Era el 4 de septiembre de 1954. Una de las la-vanderas de la zona, presa de sus miedos y aprensio-nes, se persignó:

—¡Ave María, si un espejo roto son siete años demala suerte!

El presagio comenzó a susurrarse como la pól-vora por todo el batey. Ramón se encontraba en elmonte cargando madera. Cuando descendió del ca-mión atiborrado de postes para cercas, ya todo ardía.

Los hombres no sabían qué hacer, corrían de unlugar a otro impotentes. La gente se reunió alrededor

Fuego� �

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del incendio, pero no había remedio, no existía ma-nera de poderlo apagar para evitar el desastre total.

«Siempre se puede volver a empezar» –pensóLina en su desconcierto.

Don Ángel recorría con la mirada las ruinashumeantes y sin confesarlo a nadie dijo para sí: «Esel principio del fin, todo acabó», y no sabía cómoni por qué pero todo aquello le recordaba los tiem-pos de la guerra, durante su primera estancia enCuba.

Con la ausencia de la casa grande, Birán entróen otro tiempo. Quizás se trataba de todo lo contrario,quizás él era quien marcaba el inicio de la decadenciay los agotamientos. No deseaba pensar, pero conti-nuaba meditabundo, mientras anhelaba que no se leagotaran las fuerzas.

Cuando se incendió la casa, don Ángel y Linavieron derrumbarse los pilotes y desaparecer las ha-bitaciones de tantos recuerdos, pero la vida los habíacolocado en circunstancias mucho más dolorosas yasumieron la desgracia con resignación. Las represa-lias que por el ataque al Moncada podrían sufrir sushijos los inquietaban perennemente. Lo único queimportaba para ellos era que Fidel y Raúl salieran ile-sos de la venganza y el odio.

Por fortuna, para entonces Angelita vivía en elhotelito del batey y allí conservó, con su ancestral des-velo por las pequeñas cosas, las estampas fotografiadas

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por los artistas ambulantes en los años 1920 y 1930, lasmemorias más antiguas de la casa y la familia.

Cándido Martínez demoró tres días haciendodivisiones en la casa de los altos del bar La Paloma.Acondicionó las habitaciones provisionales, y luegohizo grandes armarios y cómodas para guardar la len-cería que habrían de adquirir los dueños de la casatras el desastre. También confeccionó amplias camasde caoba, mesas de noche y portarretratos, sillas ybalances.

Ramón dirigió la remodelación de La Paloma. Lostrabajadores construyeron una meseta de azulejos enla cocina; sobre el piso de ocuje y júcaro colocaronmosaicos, y abrieron algunas ventanas. Juan Socarráslo pintó todo de azul.

Tras los sucesos del Moncada, la prisión en Oriente yen la Isla de Pinos, y la amnistía; primero Raúl y lue-go Fidel marcharon a México, a mediados de 1955.

Cuando liberaron a sus hijos, a la alegría inmensade don Ángel de tener al menor de los varones en lacasa, le siguió la certeza de que su vida corría peligro.

En presidio, Raúl había encontrado alivio en es-cribir a casa, y al conocer que como por obra de ma-gia, su padre se había recuperado con la noticia de la

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amnistía, anotó su deseo: «Ojalá podamos llegar atiempo». Para Raúl ver otra vez a su padre significa-ba mucho. Durante la visita a Birán conversó largorato con él; no lograba convencerlo; el viejo no que-ría que sus hijos se fueran tan lejos y solo cambió deopinión esa misma tarde al escuchar el noticiero,donde informaban sobre una denuncia contra su hijomenor por poner una bomba en el cine Tosca, en laVíbora, un lugar desconocido para Raúl. Aquel en-cuentro fue la despedida definitiva, aunque ningunode los dos tenía esa certeza, probablemente el viejolo vislumbraba. En la pequeña habitación, utilizadapor don Ángel como oficina-comedor y salita priva-da, Raúl se dirigió al viejo y le dijo:

—Ya ve papá, no nos queda otro camino –y elviejo asintió, resignado y triste, seguro de lo inevita-ble de aquel sacrificio. Después, Raúl se asiló en laembajada de México y partió hacia el país azteca.

Don Ángel los apoyaba. Estaba preocupado, intran-quilo, pensando que las dificultades para sus hijoseran muy grandes y que tal vez morirían, pero aúnasí estaba de acuerdo con su lucha.

Lina y don Ángel leyeron las declaraciones deFidel a la prensa:

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Ya estoy haciendo la maleta para marcharme deCuba, aunque hasta el dinero del pasaporte hetenido que pedirlo prestado, porque no se va nin-gún millonario, sino un cubano que todo lo hadado y lo dará por Cuba. Las puertas adecuadasa la lucha civil me las han cerrado todas. Comomartiano, pienso que ha llegado la hora de to-mar los derechos y no pedirlos, de arrancarlosen vez de mendigarlos. La paciencia cubana tienelímites.

Envuelto en la vorágine casi ininteligible de las con-tadurías, el bastón apoyado en la silla de trabajo, conel sombrero sobre la mesa y el tabaco entre los la-bios, don Ángel atendía las informaciones del noti-ciario cuando de pronto escuchó que Fidel se encon-traba enfermo, muy delicado de salud. Una punzadaleve le hincó el pecho, se impresionó y comenzó apasear la habitación con demora. Una aflicción detémpano en pleno deshielo se reflejaba en su rostro,sudaba mucho y miraba a su esposa buscando refu-gio. Sobre los hombros de Lina pesaba la preocupa-ción por todos.

El padre llamó a Lidia a La Habana, consternadoy ansioso por recibir noticias de su hijo. Ella acababa

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de comunicarse con Raúl y logró tranquilizarlo. «Nohabía motivos para tanto desvelo» –le dijo–. Fidel serestablecería pronto, su enfermedad era todo el in-vierno que no le cabía en el cuerpo, la secuela de lavida solitaria y húmeda de la prisión, los insomnios,la excesiva actividad y el arduo trabajo.

En la distancia, a Fidel le daba pena con los vie-jos, aunque no estaban solos, porque allá, en la proxi-midad del batey y la familia, permanecían Ramón ysu familia en Marcané; Angelita, los niños y Juanita.

Fidel sabía que sus padres se inquietaban porellos. La preocupación les nublaba la tranquilidad yles quitaba el sueño. Los viejos tenían la niebla delmar en el pensamiento y su ánimo solo cambiaría conel regreso de los hijos. Por eso, Fidel valoraba aúnmás el apoyo de sus padres, su cariño incondicional,su entereza y respeto.

Lina enfrentaba sus dolencias y las de su esposo conhidalguía. Se sometía a un nuevo tratamiento con in-yecciones que la mejoraba, pero don Ángel no logra-ba recuperarse del todo: primero fueron las fiebres ylos delirios presagiosos de un constipado, luego lahidropesía. Lina quería llevarlo a la Colonia Españo-la en Santiago o a La Habana, pero él sólo estaba de

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acuerdo con ver al cardiólogo Suárez Pupo, deHolguín. El día del viaje, los sorprendió un temporalen el camino a Birán, con sus destellos fugaces ypremonitorios de ríos crecidos, gente volada y pal-mas decapitadas. Debieron pasar la noche relampa-gueante en casa de Ramón, en Marcané.

Durante la sobremesa, don Ángel hablaba de losmuchachos. Estaba preocupado porque no sabía si leshabía llegado el giro de cien pesos que les había en-viado. Al escucharlo, Lina se preguntaba si el frío se-ría tan fuerte en México como lo era en La Mensura,la meseta de los pinares, donde el rocío quemaba aldesprenderse del follaje.

Enma y Agustinita vivían con Lidia en La Habana.Enma concluía el tercer año de Pedagogía y finaliza-ba sus estudios de piano. Agustinita, cursaba el Se-cretariado en inglés y español.

—¡Cualquier día ese animal te da un susto, ya noestás para esos largos recorridos por la finca! –pro-testaba Lina ante el empecinamiento de don Ángel ensu rutina. De modo habitual, él llenaba las alforjas detabaco y se iba en el caballo blanco a repartir provi-siones entre los trabajadores, sin hacer caso de losreparos de su esposa.

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Según su opinión, la bestia era mansa y la mon-tura negra, de primera, con la pieza superior repuja-da, con decoraciones florales como una copia del pai-saje montuoso de Birán.

Otras veces, don Ángel andaba cuadrilla por cua-drilla, para distribuirle desayuno a la gente, con ladelicadeza de solicitar el consentimiento del capatazcomo condición primera e ineludible. Hacía elrecorrido en uno de aquellos vehículos de dos dife-renciales, similares a un camión ligero, muy utiliza-dos en el campo y que Lina manejaba con destreza.Era una mujer «de armas tomar».

En esa obstinación temeraria, Fidel se le pare-cía. Cuando alguien titubeaba, él intentaba demostrarlo contrario, y muchas veces arriesgaba la vida, sobretodo, al no dar paso los bravos afluentes del Nipe.

Esa tarde don Ángel regresó temprano de sushabituales rondas y dictó una carta para Raúl, firma-da de su puño y letra:

Birán 3 de..............Sr. Raúl Castro

Estimado Hijo:He recibido tu carta por la cual veo que estásbien de salud, y Fidel sabía por la radioque estaba en New York. Yo de mis malesme encuentro un poco mejor, Lina estuvo

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en la Colonia en Santiago unos cuantos díasporque se le infectó una inyección, ya estáaquí, y se encuentra mejor.Supongo que en estos días te habrán giradoalgo de la Habana, y anteriormente lo habránrecibido también, todo se hace como se pueda,ya que la situación mía no es muy ventajosa.Por lo demás todos estamos bien.Ruego a Dios por la salud y tranquilidadde Uds., y reciban la bendición de sus padresque siempre les recuerdan con todo el afectoy cariño.

A. Castro

D. Reciban saludos míos, escribiréAlfonso

En el cuarto de La Paloma se mantuvo la misma dis-posición de las camas que en la casa grande, quizáspara sentir la habitación con la misma familiaridadcálida del mirador, donde don Ángel y Lina iniciaronsus amores y criaron durante muchos años a los hijos.Allí, en el lugar más íntimo de Birán, el viejo guardabala foto de Fidel que Lidia le envió desde La Habana.

El 31 de diciembre de 1955, las dolencias de donÁngel empeoraron y fue necesario llamar al médicocon urgencia. Se sobrepuso a la crisis porque, a pesarde sus ochenta años, continuaba siendo un hombrefuerte, a quien el corazón fallaba solo en intermi-tencias fugaces.

Ramón y Juanita trabajaban juntos en la admi-nistración de la finca, aunque don Ángel era la máxi-ma autoridad y decidía en los asuntos esenciales. Enrealidad, hacía falta empeñarse duro para volver asacar a flote aquella tierra, como si la decadencia deldueño condicionara con ella la suerte de la finca. Sololos cedros conservaban su esplendor imperturbable.

A los intensos trabajos de la zafra, sobrevino untiempo de inercia. El viejo apenas velaba por sus co-lonias de caña, cifraba sus esperanzas en la vega y lossembrados de maíz, y algunos lo consideraban un

Esperanza

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esfuerzo inútil, algo así como la última prueba de susánimos emprendedores. Juanita mostraba expectati-vas discretas en relación con los ingresos. Según ella,los capataces no laboraban ni exigían lo suficiente yel trabajo con los subcolonos resultaba engorroso.

Ramón se ocupaba de los sembradíos. Vivía pen-diente del clima, los métodos de cultivo, la limpia delos campos, y la reparación y mantenimiento de losequipos. Supervisaba y emprendía, con la mismadisposición con que Lina administraba el comerciodonde vendían bisuterías, ropas, víveres, bebidas yartículos de ferretería. También mantenía la contabi-lidad rigurosa de los suministros disponibles en el de-pósito, detrás de la tienda. Allí había laborado pormuchos años Antonio Castro.

Lina regresó de la capital con su esposo, des-pués de haber sido atendida por el doctor Milanés,director de una clínica en Boyeros. El médico la in-gresó para curarle la úlcera en la pierna, don Ángelno quiso marcharse y se quedaron juntos durantelos tres meses del tratamiento. Ella empeoró, y loque al principio era una pequeña llaga se convirtióen un verdadero cráter. Don Ángel sufría con el do-lor de su mujer. Deseaba operarse una hernia, perodespués de los análisis clínicos los especialistas noaconsejaron la intervención, debido a los cansanciosdel corazón que el viejo sufría sin dolor. Los espo-sos Castro determinaron volver. La larga permanen-

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cia en la clínica había sido un verdadero derrochede tiempo y dinero.

Con sarcasmo unas veces y escepticismo otras, losdiarios y publicaciones de la capital mostraban incre-dulidad en relación con las palabras de Fidel Castro:«Puedo informarles con toda responsabilidad que enel año 1956 seremos libres o seremos mártires».

—Confío en esa premonición –respondía donÁngel cuando le preguntaban.

En la casa no existía duda de que Fidel regresaría aCuba ese año. Lo conocían demasiado bien. El viejo pa-saba el tiempo pendiente de la noticia, del regreso, comoen la historia de la Biblia, en que el padre iba todas lastardes a un alto y aguardaba ansioso el retorno del hijopródigo, aquella parábola poética del Antiguo Testamen-to, que tanto había impresionado a Fidel de niño.

Jubiloso y expectante, ese era el estado de espí-ritu del viejo Ángel, apegado a la raíz de sus orígenes.Había recibido con alborozo y satisfacción el hechocierto y conmovedor de que los gallegos del lado deacá del Atlántico, simpatizaban con sus hijos. Lo ha-cían con pequeños y grandes gestos; los paisanos deMéxico, Buenos Aires, Montevideo y Caracas. Eracomo una espiral de pertenencia a la Galicia profunda.Sus compatriotas, a su vez, estaban muy orgullososde que fueran hijos de un gallego quienes le abrierancamino a la historia de Cuba, tan soñada siempre, tanpróxima al destino de todos.

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Don Ángel sacó de una cajita de madera los pa-peles conservados como reliquia en el velador, juntoa la cama. Releyó las cartas de sus hijos, escritas mien-tras esperaban el juicio o después, cuando ya estabanrecluidos en el Presidio Modelo, en la Isla de Pinos.Fue repasándolas con la vista y con las manos, unapor una, en un gesto de cariño:

Prisión de OrienteSeptiembre 23 de 1953

Sr. Ángel Castroy Sra. Lina Ruz.Birán

Mis queridos padres:Espero me perdonen la tardanza en escribirles,no piensen que es por olvido o falta de cariño;he pensado mucho en ustedes y sólo mepreocupa que estén bien y que no sufran sinrazón por nosotros.

El juicio comenzó hace dos días; va muybien y estoy satisfecho de su desarrollo. Desdeluego es inevitable que nos sancionen, pero yodebo ser cívico y sacar libre a todaslas personas inocentes; en definitiva no son

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los jueces los que juzgan a los hombres, sinola Historia y el fallo de ésta será sin dudafavorable a nosotros.

He asumido como abogado mi propiadefensa y pienso desenvolverla con todadignidad.

Quiero por encima de todo que no se haganla idea de que la prisión es un lugar feo paranosotros, no lo es nunca cuando se está en ellapor defender una causa justa e interpretarel legítimo sentimiento de la nación. Todoslos grandes cubanos han padecido lo mismoque estamos padeciendo nosotros ahora.

Quien sufre por ella y cumple con su deber,encuentra siempre en el espíritu fuerza sobradapara contemplar con serenidad y calmalas batidas adversas del destino; éste no seexpresa en un sólo día y cuando nos traeen el presente horas de amargura, es porquenos reserva para el futuro sus mejores dones.

Tengo la más completa seguridadde que sabrán comprenderme y tendránpresente siempre que en la tranquilidady conformidad de ustedes está siempretambién nuestro mejor consuelo.

No se molesten por nosotros, no hagangastos ni derrochen energías. Se nos trata bien,no necesitamos nada...

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En lo adelante les escribiré con frecuenciapara que sepan de nosotros y no sufran.

Los quiere y les recuerda mucho:su hijoFidel.

Dos telegramas decían:

Salgo hoy Isla de Pinos. Estoy bien

cariños. Fidel

Nueva Gerona

Octubre 18 1953 las 9, a.m.

Lina Ruz. Birán.

Estamos bien.

Fidel y Raúl.

Eran palabras fugaces, escritas en la premura dedar aliento y para confortarlos. El viejo Ángel conocíabien ese deseo de atenuar la preocupación y los mie-dos en los seres queridos, ¿cuántas veces calló sus vi-cisitudes en la guerra del 95 para que su padre, el vie-jo Manuel, en Láncara, no sufriera por él? No loengañaban, aun cuando pareciera que lo conseguían,los dejaba creerlo y agradecía el ansia de sus hijospor calmarlos a él y a Lina.

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Queridos padres:Recientemente recibimos carta de esa. TantoRaúl como yo estamos perfectamente biende salud y deseamos que no se preocupenpor nosotros. El pasado día 23, Myrta, Enmitay Lidia estuvieron en ésta a vernos, tambiéntrajeron a Fidelito que está crecido y fuerte. Seha señalado el tercer viernes de cada mes comodía de visita para nosotros desde las 12 m.hasta las 3 p.m. El próximo caerá por lo tantoel 20 de noviembre.

En esta prisión prácticamente no necesitamosdinero pues no se gasta absolutamente nada, estáun poquito mejor organizada que la de Boniato.En cuanto a cuestiones de ropa Myrta se haencargado de enviarnos lo necesario. Invertimosnuestro tiempo en estudiar y enseñar alos demás. Todo el mundo nos envía librosy estamos organizando una Academia. Segúnnoticias es unánime el criterio en la callede que nuestra prisión será breve.

Esperando tengan mucha conformidad, sedespide de ustedes con besos y abrazos su hijo

Fidel.

Don Ángel tuvo que desdoblar la carta para vercon claridad la letra redondeada y pequeña de Raúl.

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El menor de los varones había escrito a nombre de suhermano Fidel y en el suyo propio, el día en que elviejo cumplía setenta y ocho años. Don Ángel recor-daba muy bien aquel detalle de apego afectuoso. Fuecomo si le dijeran al oído: «Eh, viejo, no nos olvida-mos de esta fecha y nos alegramos por ti»:

Querido papá:Espero que al recibo de esta te encuentres bienen unión de todos, nosotros bien.

Hoy día 4, lo primero que hacemosal levantarnos, son estas líneas para que veasque te recordamos con todo el cariño que temereces, ganado como buen padre que siemprehas sido. Este mes como caso especial, nos hancedido dos días de visita que serán el domingo13 y el viernes 25 y según Mongo nos dijo,Mami piensa venir a vernos este mes, aunquenosotros tenemos muchos deseos de verla,creemos que es mejor que no venga hastael próximo mes de Enero, pues en primerlugar: si ella viene a vernos ahora, Ud.y las muchachitas se quedarán solos en estosdías de Pascuas, que tanta falta hacenlas madres en los hogares. Así estos díaspasándolas Uds., unidos estaremos mejornosotros. En segundo lugar: hace solo unosdías, el 20 del pasado mes, recibimos

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una amplia visita y además seguramenteque Myrta y Enma o Lidia nos vendrán a veren esta oportunidad.

Si es posible nos hacen algunas letras parasaber de ustedes, ya que son pocas las noticiasque recibimos de esa. Díganos sobre todoel estado de su salud, puesto que últimamenteha estado enfermo.

Bueno, padre, sin más por el momento;déle muchos cariños a todos, un fuerte abrazoa Alfonso de nuestra parte y usted reciba todoel cariño y felicitaciones de sus hijosque le piden la bendición:

Raúl y Fidel

Desde el Moncada, don Ángel vivía orgulloso de losmuchachos y seguía sus pasos, atento a los detalles, lassutilezas o las noticias. Lina experimentaba una sensa-ción distinta, ella era la madre, y como tal, rezaba fer-vorosa por la vida de sus hijos, deseando con toda elalma verlos de vuelta en la casa sanos y salvos.

Los perros aullaban afuera y la brisa húmeda delos pinares empapaba las hojas de tabaco y los mo-saicos del piso. Don Ángel resbaló a la una de la ma-drugada. Faltaban horas para las primeras luces.Angelita se encontraba en La Habana y Ramón enMarcané. Enma, Lidia y Agustina, permanecían exi-liadas en México. Juanita vivía en la casa. Nadie pre-sintió la urgencia. Al mediodía llegó Ramón. Trasla-daron al enfermo al hospital en el poblado deMarcané, donde trabajaba el doctor Jaime de la Guar-dia Silva. Enviaron un aviso al doctor Fajardo, deMayarí, y esperaron por el cardiólogo Suárez Pupoque, como debía viajar desde Mayarí, no pudo aten-der a don Ángel hasta el atardecer.

Según los especialistas, se trataba de una herniaestrangulada. A las cinco de la tarde lo trasladaron alquirófano. Un momento antes, el cura entró en lahabitación y don Ángel se confesó y comulgó.

Aguas

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Ramón pasó la noche a su lado, escuchando susdisposiciones para cuando se marchara definitivamen-te. Hablaba de Fidel y Raúl, y no olvidó mencionar elanillo del brillante que debía heredar Fidel, porquelo había prometido al primer bachiller de la familia.Ramón eludía la conversación. No quería que el viejopensara en el final, no podía ser que se acabara sutiempo antes del regreso de «sus muchachos», pero alanciano se le apagaron las fuerzas, el 21 de octubrede 1956. Restaban solo cuarenta y dos días para eldesembarco de la expedición revolucionaria.

Ramón no sabía cómo avisar a Fidel. Llamó a laCMQ y la emisora radial transmitió la noticia. A Fidelle avisaron sus hermanas; ellas presenciaron su con-moción callada.

Fidel recordaba lo que su padre, anciano y en-fermo, decía con frecuencia: que iba a morir sin verde nuevo a sus hijos. Meditaba cuánto había quedadopor preguntar al viejo, por saber de su vida. Habríasido maravilloso conversar con él sobre esas mínimascosas que, sólo cuando alguien no está, se definencomo una nebulosa densa e impenetrable.

Fidel debía crecerse ante la amargura de la pérdi-da, razonaba y resistía, pero ninguna de esas actitudesmitigaba su pena. Supo la noticia al observar el rostrocallado de sus hermanas Lidia, Enma y Agustina, «quetenían algo muy grave que confiarle», reunidas en si-lencio en la sala de la casa de Orquidea Pino y Alfonso

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Gutiérrez, en el Pedregal, aquella casa-cuartel generalque, a pesar de la discreción, de alguna manera erasiempre ámbito de bullicio, reuniones, encuentros.

Fidel percibía vacía la casa esa vez, como un bar-co fantasma varado en medio del vendaval. Para él lafortaleza no consistía en la insensibilidad. Necesita-ba ser fuerte y lo sería. Solo quien fuera capaz de sersensible, debía sobreponerse, aunque nunca consi-guiera olvidar. Permanecía en silencio y abstraído,perdido en los recuerdos. Colocó los tabacos al ladodel agua. Tenía quince años cuando el viejo le brindópor primera vez habanos y vino, como una forma dedistinguirlo sin palabras ni elogios, porque respeta-ba su presencia y autoridad con una discreta admira-ción inconfesada.

Con el clima seco de México la capa suave de lostabacos se debilitaba y se partía. Tomó uno y comen-zó a absorber el humo con la misma fruición con quesu padre lo hacía el día que ellos asaltaron el CuartelMoncada. Años después, en los días difíciles de laSierra, se acostumbraría a reservar uno en la mochi-la, para los momentos más reconfortantes y para losmás difíciles. Así conseguía soportar la escasez, hastaque llegaban buenas o malas noticias. Si se trataba deun acontecimiento feliz, lo disfrutaba sentado en unhorcón caído. Si llegaba una noticia dolorosa, sobreun compañero muerto o un problema grave, entoncesse apartaba y fumaba pensativo su tabaco.

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Raúl, impresionado y triste, escribió entonces asu hermana Juanita:

Con la muerte de nuestro padre, sé lossufrimientos que estás pasando. El tiempo y elánimo no me permitieron hacerte unas líneas.A última hora es ya imposible, pero te envíoesta foto y con ella todo el cariño que por ti hesentido, reiterándotelo una vez más. Llénate defortaleza y valor ya que los tiempos que seavecinan así lo requieren. ¡Ojalá los pueda verpronto a todos!

Fidel telefoneó desde México. El ejército rodeóla casa de Ramón en Marcané. Alguna gente, atemo-rizada, no asistió al velorio. Dos compañeros delMovimiento 26 de Julio llevaron unas azucenas blan-cas y entregaron a la familia una nota breve: «Mu-chos no vienen porque tienen miedo».

Para el entierro, como una larga y lenta ola, lle-garon los trabajadores del batey. Conmovía sobretodo, ver a los haitianos más ancianos hacer elrecorrido a pie, apoyados en sus bastoncillos de gua-yabo, a lo largo de los ocho kilómetros hasta el ce-menterio desolado, demasiado distante de los cedralesy alejado del canto de los mayitos en las copas de losjúcaros en el Birán de Ángel Castro, que tanto separecía por su verdor y el constante fluir de las aguas

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a la lejana tierra de Láncara. Don Ángel decía: «EnBirán nunca hay seca, siempre llueve» y ponía el oídopara escuchar cómo rodaba el agua por las acequias,cómo goteaba del techo, cómo corría por el río cerca-no, cómo caía abundante de los cielos… y, al final, erael mismo susurro de siempre, el del agua en las pie-dras de la casa, las aguas del Neira en su memoria yen su corazón.

Hasta las piedras cumplen

Espíritu del agua sube lento a la atmósfera,se condensa y es nube llevada por el viento.Truena, relampaguea, llueve,y el agua vuelve al agua, no como el polvo al polvo,sino como regreso vital a los arroyos,los ríos, las lagunas y las presas.Hace reír la yerba, sonreír al árbol,aviva las germinaciones,penetra en las entrañas de la tierray pasa por el filtro de las rocasque la conservan fresca y pura,respondiendo al llamado de la sed,porque las piedras cumplen el mandamiento bíblicode dar agua al sediento.Agua para los secos labios,amor para las almas secas.

Jesús Orta Ruíz

(Indio Naborí)

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Para escribir esta historia de vida, la autora consultónumerosos libros, papelerías y sitios en Internet, quele permitieron familiarizarse con las costumbres ytradiciones gallegas, el contexto histórico en el quese desarrollaron las diferentes etapas de la vida dedon Ángel, y las características del paisaje natural yurbanístico de Galicia y específicamente del munici-pio de Láncara, en España.

También se hizo indispensable un acercamientoal puerto de Cienfuegos por donde don Ángel desem-barcó en 1895; a la región de la entonces provincia deLas Villas y los acontecimientos de la guerra que allítuvieron lugar, pues él era quinto del Batallón de Isa-bel II que se encontraba destacado militarmente enesa zona; a la Habana de la época en que don Ángelregresó como inmigrante, y a las localidades pordonde pasó hasta que se estableció en Birán, en elOriente de nuestro país.

Los libros consultados fueron Los pazos de Ulloade Emilia Pardo Bazán, 1986; Hidalgos y Casas Seño-riales de la Provincia de Lugo, Ayuntamientos de As Nogais,Pedralito y do Cabreiro y Triascastela y Genealogía deFidel Castro Ruz, Apellidos Castro y Argiz, del investiga-dor lucense Luis López Pombo; Galicia selecta, 2007.

Expediciones y hallazgos

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Anuario Turístico; la novela Gallego de Miguel Barnet;la guía turística publicada por la Editorial Everest,1991, Láncara, para vivir, de Julio Giz Ramil; el volu-men publicado por Ediciones Boloña, Publicacionesde la Oficina del Historiador, 2001, 1102 días en el Ejér-cito Español, Recuerdos de un soldado en la guerra de Cuba,José Moure Saco, una compilación y prólogo de RamónDacal Moure, y el Diario de Campaña del GeneralísimoMáximo Gómez. Además, la autora siguió el curso deHistoria de España que dictó, en Universidad paratodos del Canal Educativo, la Doctora Aurea MatildeFernández y como invitados, los doctores LeonorAmaro y Reynaldo Sánchez.

En Internet, consultó un gran número de artículossobre diferentes aspectos de la cultura gallega comolos mitos y leyendas, los trajes, las fiestas tradiciona-les, las construcciones, los utensilios y costumbresdomésticas, el mobiliario de las viviendas, y los que-haceres habituales con que a lo largo de la historia sehan labrado un camino en la vida los pobladores deGalicia.

Los orígenes, la historia y los sueños del pueblogallego también fueron motivos de exploración. Laemigración como ruta, las navegaciones por la Costade la Muerte en los vapores de la Compañía Trasatlán-tica Española, los reclutamientos para las guerras yel establecimiento en paisajes distantes, más allá delOcéano Atlántico, constituyeron puntos de un iti-

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nerario que también recorrió las riberas del Neira ylos montes de Láncara.

Las búsquedas incluyeron además sitios sobre lasflorestas, la fauna, el relieve y el clima del municipiode Láncara y de toda Galicia.

De especial interés resultó el artículo Las gentesdel norte de España vistas por los madrileños (siglos XVIII yXIX), publicado por la Enciclopedia Virtual Miguel deCervantes, así como la cronología de Máximo Gómezdurante la guerra del 95 y otros trabajos que ofreceninformación histórica y mapas de los pueblos dePlacetas, Caibarién, Camajuaní, Manajanabo, Vueltasy Remedios, en la zona central de la Isla, donde ope-raba el Batallón de Isabel II, al cual pertenecía donÁngel.

Estas consultas complementan las vivencias ytestimonios a que dio lugar la visita realizada a Espa-ña en junio de 2007. El recorrido incluyó la ciudadcapital de España, Madrid, y las ciudades de Galicia:Santiago de Compostela, Lugo y Vigo, y los pobladosdel municipio de Láncara: San Pedro de Láncara, SanPedro de Armea de Arriba y A Poboa de San Xiáo.

Fue muy revelador acceder a los documentos queguardan los archivos Diocesano del Obispado de Lugoe Histórico Provincial de Lugo, de la parroquial deSan Pedro de Láncara, y del Servicio Histórico Mili-tar en Madrid. Unos perfilaron las raíces genealógicasy los sucesos felices y tristes de una familia, otros

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definieron fechas y travesías marítimas, avatares en laguerra, regresos y partidas definitivas de la península.

Estas travesías tuvieron punto para zarpar entodo lo investigado y escrito para el libro Todo el tiem-po de los cedros, de la Casa Editora Abril, 2003.