85790407 El Regreso de Lord Keynes

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El regreso de Lord Keynes. De nuevo se escuchan voces que claman por las teorías del economista británico. Por Walter Russell Mead. Desde la época de Franklin D. Roosevelt hasta la década del setenta, la mayoría de los políticos estadounidenses de ambos partidos vivía y penaba por lo que generalmente llamamos economía keynesiana. La etiqueta es confusa, por cuanto en Estados Unidos, dicha economía tenía una limitada relación con las complicadas, sutiles y a veces contradictorias ideas de Lord Keynes. La piedra angular de esta economía keynesiana norteamericana era la creencia de que el gasto deficitario del gobierno podía estimular un verdadero crecimiento económico. La demanda de bienes y servicios creada por el gasto federal estimularía nuevos empleos y negocios de modo que el Producto Nacional Bruto crecería más rápidamente que la deuda nacional. El keynesianismo en Estados Unidos era la economía que favorecía los patronazgos políticos: el gobierno podía entregar nuevos programas populares sin elevar los impuestos para pagar por ellos. A los políticos les encantaba semejante idea. El mismo John Maynard Keynes había sugerido, durante la depresión, que sería bueno para la economía que el gobierno británico rellenara tarros con billetes de libras, los enterrara profundamente y entregara en arriendo el derecho a desenterrarlos a las compañias privadas. Esta política keynesiana llegó al apogeo de su prestigio en Estados Unidos durante la década de los sesenta, cuando gozó de amplio crédito en una generación de progreso económico. Los economistas, confiados en sus recursos, pensaban que habían conquistado la política cíclica, es decir, la alternancia entre períodos de crecimiento y contracción que marcan la historia de las economías de mercado. Economistas y muchos políticos creyeron que podrían “afinar” la economía; estimularla con el gasto fiscal o, cuando amenazaba con “sobrecalentarse”, en un período de inflación, enfriarla mediante una reducción del gasto o un aumento de los impuestos. Momento decisivo. Sólo veinte años atrás, muchos economistas presumidos sostenían que nuestros problemas económicos básicos estaban resueltos. Desechaban las críticas, tanto de izquierda como de derecha, tildándolas de chifladuras y atavismos. Nuestro panorama actual –déficit presupuestario y comercial muy elevado, deuda del Tercer Mundo y espectacular caída de la Bolsa de Valores, a nivel de 1929—habrían parecido algo imposible a los confiados tecnócratas de los años de Lyndon B. Johnson. El momento decisivo se produjo en la década del setenta, cuando una acelerada espiral inflacionaria comenzó a desestabilizar la economía mundial. Richard Nixon, el último Presidente que realmente creyó en el keynesianismo norteamericano tomó prestada una página del libro del archiliberal John Kenneth Galbraith para imponer controles de precios y salarios. Sin embargo, después de una pausa, la inflación continuó; las alzas de precios del petróleo desataron un fuego inflacionario que no fue posible extinguir y el consenso keynesiano se derritió. En retrospectiva, podemos ver cuáles fueron los errores de los keynesianos en los años setenta. Simplemente supusieron que la economía de Estados Unidos no podía verse afectada por las conmociones externas. Pensaban que el nivel de actividad económica dependía de la política fiscal, independiente de factores naturales, como la escasez de cosechas y factores humanos, como la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Lo cual fue bastante cierto entre la década del treinta y la del setenta; la depresión redujo la dependencia de Estados Unidos en el comercio internacional y la Segunda Guerra Mundial transformó a Estados Unidos en la mayor superpotencia de la historia. Pero en la década del setenta, la OPEP fraguó un alza en el precio de la principal materia prima del mundo y luego, los europeos

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El regreso de Lord Keynes.

De nuevo se escuchan voces que claman por las teorías del economista británico.

Por Walter Russell Mead.

Desde la época de Franklin D. Roosevelt hasta la década del setenta, la mayoría de los políticos estadounidenses de ambos partidos vivía y penaba por lo que generalmente llamamos economía keynesiana. La etiqueta es confusa, por cuanto en Estados Unidos, dicha economía tenía una limitada relación con las complicadas, sutiles y a veces contradictorias ideas de Lord Keynes.La piedra angular de esta economía keynesiana norteamericana era la creencia de que el gasto deficitario del gobierno podía estimular un verdadero crecimiento económico. La demanda de bienes y servicios creada por el gasto federal estimularía nuevos empleos y negocios de modo que el Producto Nacional Bruto crecería más rápidamente que la deuda nacional.El keynesianismo en Estados Unidos era la economía que favorecía los patronazgos políticos: el gobierno podía entregar nuevos programas populares sin elevar los impuestos para pagar por ellos. A los políticos les encantaba semejante idea. El mismo John Maynard Keynes había sugerido, durante la depresión, que sería bueno para la economía que el gobierno británico rellenara tarros con billetes de libras, los enterrara profundamente y entregara en arriendo el derecho a desenterrarlos a las compañias privadas.Esta política keynesiana llegó al apogeo de su prestigio en Estados Unidos durante la década de los sesenta, cuando gozó de amplio crédito en una generación de progreso económico. Los economistas, confiados en sus recursos, pensaban que habían conquistado la política cíclica, es decir, la alternancia entre períodos de crecimiento y contracción que marcan la historia de las economías de mercado. Economistas y muchos políticos creyeron que podrían “afinar” la economía; estimularla con el gasto fiscal o, cuando amenazaba con “sobrecalentarse”, en un período de inflación, enfriarla mediante una reducción del gasto o un aumento de los impuestos.

Momento decisivo.

Sólo veinte años atrás, muchos economistas presumidos sostenían que nuestros problemas económicos básicos estaban resueltos. Desechaban las críticas, tanto de izquierda como de derecha, tildándolas de chifladuras y atavismos. Nuestro panorama actual –déficit presupuestario y comercial muy elevado, deuda del Tercer Mundo y espectacular caída de la Bolsa de Valores, a nivel de 1929—habrían parecido algo imposible a los confiados tecnócratas de los años de Lyndon B. Johnson.El momento decisivo se produjo en la década del setenta, cuando una acelerada espiral inflacionaria comenzó a desestabilizar la economía mundial. Richard Nixon, el último Presidente que realmente creyó en el keynesianismo norteamericano tomó prestada una página del libro del archiliberal John Kenneth Galbraith para imponer controles de precios y salarios. Sin embargo, después de una pausa, la inflación continuó; las alzas de precios del petróleo desataron un fuego inflacionario que no fue posible extinguir y el consenso keynesiano se derritió.En retrospectiva, podemos ver cuáles fueron los errores de los keynesianos en los años setenta. Simplemente supusieron que la economía de Estados Unidos no podía verse afectada por las conmociones externas. Pensaban que el nivel de actividad económica dependía de la política fiscal, independiente de factores naturales, como la escasez de cosechas y factores humanos, como la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Lo cual fue bastante cierto entre la década del treinta y la del setenta; la depresión redujo la dependencia de Estados Unidos en el comercio internacional y la Segunda Guerra Mundial transformó a Estados Unidos en la mayor superpotencia de la historia. Pero en la década del setenta, la OPEP fraguó un alza en el precio de la principal materia prima del mundo y luego, los europeos

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y los países de la costa del Pacífico, encabezados por Japón, iniciaron exitosas invasiones al mercado norteamericano.Keynes, al igual que Adam Smith, era un economista político; veía la economía como parte de un todo más amplio, que da forma y a su vez es formada por la interacción de los procesos históricos. Al simplificar las doctrinas de Keynes para beneficio de los organismos gestores de la política estadounidense, el economista perdió su visión más amplia y transformó una visión del mundo en una técnica. Esto le dio al keynesianismo norteamericano un poder irresistible mientras la técnica funcionó, pero lo dejó indefenso cuando una situación cambiante coartó sus herramientas políticas. Los keynesianos, otrora dominantes, cayeron en desgracia, y fueron reemplazados por una mezcla de monetaristas, teóricos de expectativas racionales, partidarios de incentivar la oferta, neomarxistas y otra fauna exótica.Lo anterior significó malas noticias para los políticos. Los keynesianos norteamericanos aseveraban que la clave para el crecimiento económico era la demanda, especialmente de los consumidores. Mientras más dinero circulara por las manos del consumidor promedio, mejor era para la economía global. Excepto para los partidarios de incentivar, las nuevas escuelas de economistas tendía a ser más pesimistas. Los nuevos realistas decían sombríamente que la inflación, la falta de competitividad internacional, el déficit comercial y federal, todos eran causados por los mismos problemas: los norteamericanos ganaban demasiado dinero, gastaban demasiado y obtenían demasiado del gobierno. Por cierto, esta no es una plataforma de lucha muy saludable para los políticos y ambos partidos están tratando de encontrar alternativas a las políticas de austeridad.Luego de una década de silencio, se dejan oír nuevamente algunas voces que siguen a Lord Keynes, si bien el mensaje es algo distinto. Los “nuevos keynesianos” se preocupan más de los aspectos internacionales y son menos dogmáticos que sus predecesores. Al igual que los de la vieja escuela, los teóricos de hoy estiman que la demanda determina el nivel de actividad económica, pero piensan que la clave es la demanda global y no la demanda interna. No creen que la economía de los Estados Unidos pueda ser considerada como algo aparte de las economías extranjeras ni tampoco que el gasto deficitario gubernamental sea la única herramienta de política importante.En particular, los nuevos keynesianos ponen mayor énfasis en el comercio internacional. En la década del sesenta, los enormes déficit presupuestarios de Estados Unidos de los últimos ocho años habrían producido una inflación catastrófica. Este fue siempre el temor de los críticos conservadores de estas políticas keynesianas. No obstante, en la década de los ochenta, la tasa de inflación descendió en forma espectacular, pese a que las impresoras gubernamentales trabajaron como nunca lo habían hecho antes. Los nuevos keynesianos estiman que si bien los déficit presupuestarios excesivos creaban inflación interna, ahora crean problemas de balanza comercial. Debido a que las fábricas norteamericanas no son competitivas en muchas industrias, los déficit presupuestarios ya no estimulan el crecimiento económico en E.E.U.U. en forma eficiente: en cambio, estimulan el crecimiento en Japón, Europa y el Tercer Mundo.

Dos desafíos.

Los keynesianos globales creen que Estados Unidos tiene dos desafíos básicos. Primero, cooperar con otros países para aumentar la demanda global. Se debe aumentar el poder de compra de los países del Tercer Mundo, restringido ahora por la carga de la deuda y los deprimidos niveles de vida, de modo que estos países puedan absorber más exportaciones de los países desarrollados. Al mismo tiempo, Estados Unidos debe competir con otros países para producir mercaderías en forma más eficiente, de modo que pueda abrirse nuevos mercados.A los keynesianos de la antigua escuela se los acusó a veces de ser tolerantes con el despilfarro en el gasto fiscal. Si bien no apoyaban el despilfarro premeditado, tendían a preocuparse mayormente del nivel del gasto federal que del rendimiento de programas específicos. Los años de su dominio estuvieron marcados por el crecimiento de improductivos programas de subsidios agrícolas, gigantescos programas de asistencia

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social que fracasaron en devolver a los beneficiarios a la fuerza laboral y una corriente interminable de proyectos que fomentaban el patronazgo político, tanto civiles como militares.Los nuevos economistas keynesianos se preocupan mucho más acerca de cómo el gobierno gasta el dinero. Se interesan en el papel que desempeña el gobierno en el Pacífico, que aumenta rápidamente su crecimiento, y sostienen que Estados Unidos debe utilizar su gasto federal para aumentar la competitividad. Los nuevos teóricos no adoptan la política de austeridad; afirman que no es posible morirse de hambre en prosperidad y piden un cambio en el consumo hacia patrones de mayor productividad. No debemos consumir menos, dicen los keynesianos, sino en forma más inteligente. Más escuelas y menos champaña; más proyectos nuevos de investigación y desarrollo, menos proyectos de caminos innecesarios.A medida que crece el debate acerca de política económica nacional, escucharemos a estos nuevos teóricos en ambos partidos; como voces que se oponen a las políticas de austeridad y ahorro, piensan desempeñar un papel influyente después de la era Reagan.

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