8 Centurion - Simon Scarrow

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Simon Scarrow (Libro VIII De Quinto Licinio Cato)CENTURION Traducción de Montse Batista edhasa ISBN: 978-84-350-6170-4 Impreso en Grup Balmes-AM06 De- pósito legal: B-42.984-2008 Impreso en España Este libro está dedicado a todos mis antiguos alumnos a quienes tuve el privilegio de enseñar. ¡Y gracias por todo lo que vosotros me enseñasteis a cambio! El ejército romano: breve nota sobre las legiones y las cohortes auxiliares. Los soldados del emperador Claudio servían en dos cuer- pos: las legiones y las unidades auxiliares, semejantes a la Décima legión y la Segunda cohorte iliria que aparecen en esta novela. Las legiones eran las unidades de élite del ejército romano, integradas por ciudadanos romanos, muy bien armadas y equipadas y sujetas a un régimen de entrenamiento brutal- mente duro. Además de constituir el brazo armado de la po- lítica militar romana, las legiones también realizaban grandes proyectos de ingeniería como la construcción de carreteras y puentes. Cada legión poseía un número nominal de efectivos de unos cinco mil quinientos hombres. Estos se dividían en nueve cohortes compuestas de seis centurias de ochenta soldados cada una (no de cien como podría suponer- se) y una más, la primera cohorte, constituida por el doble de soldados que las demás y cuya tarea era proteger el vul- nerable flanco derecho en la línea de batalla. A diferencia de las legiones, las cohortes auxiliares reclutaban sus soldados de las provincias y garantizaban la

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Simon Scarrow (Libro VIII De Quinto Licinio Cato)CENTURIONTraduccin de Montse Batista edhasa ISBN: 978-84-350-6170-4 Impreso en Grup Balmes-AM06 Depsito legal: B42.984-2008 Impreso en Espaa Este libro est dedicado a todos mis antiguos alumnos a quienes tuve el privilegio de ensear. Y gracias por todo lo que vosotros me enseasteis a cambio!

El ejrcito romano: breve nota sobre las legiones y las cohortes auxiliares. Los soldados del emperador Claudio servan en dos cuerpos: las legiones y las unidades auxiliares, semejantes a la Dcima legin y la Segunda cohorte iliria que aparecen en esta novela. Las legiones eran las unidades de lite del ejrcito romano, integradas por ciudadanos romanos, muy bien armadas y equipadas y sujetas a un rgimen de entrenamiento brutalmente duro. Adems de constituir el brazo armado de la poltica militar romana, las legiones tambin realizaban grandes proyectos de ingeniera como la construccin de carreteras y puentes. Cada legin posea un nmero nominal de efectivos de unos cinco mil quinientos hombres. Estos se dividan en nueve cohortes compuestas de seis centurias de ochenta soldados cada una (no de cien como podra suponerse) y una ms, la primera cohorte, constituida por el doble de soldados que las dems y cuya tarea era proteger el vulnerable flanco derecho en la lnea de batalla. A diferencia de las legiones, las cohortes auxiliares reclutaban sus soldados de las provincias y garantizaban la ciudadana romana a aquellos que sobrevivieran a veinte aos de servicio, tras los cuales reciban la licencia absoluta. Los romanos no podan alinear caballera ni tropas de largo alcance de buena calidad, pero como eran muy prcticos subcontrataron a muchos de estos especialistas para formar las cohortes auxiliares de no ciudadanos. Los auxiliares eran igualmente instruidos en la profesin, pero su equipo era ms ligero y su paga inferior. En tiempos de paz sus obligaciones se limitaban a las funciones de guarnicin y vigilancia y en campaa actuaban como exploradores y tropas ligeras, donde su papel principal consista en retener al enemigo mientras las legiones se acercaban para caer sobre l. Por regla general las cohortes auxiliares estaban formadas por seis centurias, aunque haba unas cuantas cohortes mayores, como la Segunda iliria, que tambin posea un componente de caballera aadido. Durante el servicio activo las cohortes auxiliares solan agruparse con las legiones. Por lo que respecta a los rangos, las centurias de legionarios y auxiliares estaban a las rdenes de un centurin con un optio como segundo al mando. Los centuriones superiores estaban al mando de las cohortes en las legiones, mando que, en el caso de una cohorte auxiliar, ejerca un prefecto que normalmente era un centurin con mucha experiencia ascendido de las legiones. Al mando de las legiones haba un legado con un esta-

do mayor formado por tribunos, jvenes oficiales aristcratas en su primera experiencia militar. Cuando se reuna un ejrcito, normalmente el comandante elegido por el emperador era un individuo de probada competencia militar. Esta persona con frecuencia ostentaba otros puestos, por ejemplo el gobierno de una regin, como le sucede al Casio Longino que aparece en esta novela.

CAPTULO I Anocheca en el campamento cuando el comandante de la cohorte mir hacia el ro desde lo alto del precipicio. El ufrates se hallaba cubierto de una tenue neblina que se extenda por la orilla a ambos lados y se alzaba por encima de los rboles que crecan en la ribera, por lo que el ro se asemejaba al vientre de una serpiente que se ondulara suavemente por el paisaje. Al centurin Cstor se le eriz el vello de la nuca al pensarlo. Se arrebuj con la capa, entrecerr los ojos y escudri el terreno que se extenda al otro lado del ufrates: el territorio parto. Haban pasado ms de cien aos desde que el podero de Roma entrara por primera vez en contacto con los partos y desde entonces ambos imperios haban estado practicando un mortfero juego por el control de Palmira, la zona situada al este de la provincia romana de Siria. Ahora que negociaba un tratado ms directo con Palmira, Roma haba extendido su influencia a las riberas del ufrates, en la mismsima frontera con su antigua enemiga. Entre Roma y Partia ya no haba ningn estado fronterizo y pocos dudaban de que la hirviente hostilidad no tardara en desatar un nuevo conflicto. Cuando el centurin y sus hombres cruzaron las puertas de Damasco e iniciaron su marcha, las legiones emplazadas en Siria ya se estaban preparando para una campaa. Al pensar en ello, el centurin Cstor se sinti molesto una vez ms por las rdenes que le haban llegado de Roma de conducir a una cohorte de tropas auxiliares por el desierto, ms all de Palmira incluso, para establecer all un fuerte, en los precipicios que dominaban el ufrates. Palmira se encontraba a ocho das de marcha en direccin oeste y los soldados romanos ms prximos tenan su base en Emesa, a seis das de distancia de Palmira. Cstor nunca se haba sentido ms aislado en su vida. Sus cuatrocientos hombres y l se hallaban en los confines del Imperio, apostados en aquel despeadero para vigilar cualquier indicio de ataque de los partos al otro lado del ufrates. Tras una marcha agotadora por el rido desierto rocoso acamparon cerca del precipicio y haban empezado a trabajar en el fuerte que guarneceran hasta que finalmente algn funcionario de Roma decidiera relavarlos. Durante el da la cohorte se haba cocido al sol y luego se acurrucaba bajo sus capas por la noche, cuando la temperatura descenda de sbito. Haban racionado el agua rigurosamente y, cuando al fin llegaron al gran ro que atravesaba el desierto y regaba la frtil media luna de la ribera, sus hombres se precipitaron al bajo para saciar su sed, llevndose el agua a los labios agrietados con tal desenfreno que los oficiales no pudieron contenerlos. Despus de haber servido tres aos en la guarnicin de la Dcima legin en Ciro, con sus magnficos y bien regados jardines y todos los placeres de la carne que un hombre pudiera desear, Cstor tena ahora terror a su destino temporal. La cohorte se enfrentaba a la perspectiva de pasarse meses, o tal vez aos, en aquel rincn remoto del mundo. Si antes no los mataba el aburrimiento, seguro que lo haran los partos. Por este motivo el centurin haba ordenado a sus hombres que construyeran el fuerte en el despeadero en

cuanto encontraron un emplazamiento desde el que se dominaba perfectamente el vado y las ondulantes llanuras de Partia. Cstor saba que la noticia de la presencia romana llegara a odos del rey parto en cuestin de das y era vital que la cohorte levantara rpidamente unas defensas fuertes antes de que los partos decidieran atacarlos. Los auxiliares haban trabajado duramente varios das para nivelar el terreno y preparar los cimientos para los muros y las torres del nuevo fuerte. Los mamposteros se apresuraron a labrar las losas que haban acarreado hasta all desde los afloramientos rocosos de los alrededores. Los muros de contencin ya llegaban a la altura de la cintura y el espacio entre ellos se haba llenado de escombros y cascotes, por lo que el centurin Cstor movi la cabeza con satisfaccin mientras contemplaba el emplazamiento bajo la luz mortecina. En cinco das ms las defensas tendran la altura suficiente para trasladar el campamento al interior de los muros del nuevo fuerte. Entonces podra permitirse el lujo de sentirse a salvo de los partos. Hasta entonces los hombres trabajaran todas las horas que les permitiera la luz del da. Haca un instante que se haba puesto el sol y en el horizonte slo brillaba una leve franja de luz rojiza. Cstor se volvi hacia su segundo al mando, el centurin Sptimo. - Ya es hora de terminar la jornada. Sptimo asinti, se llen de aire los pulmones e hizo bocina con la mano para dar la orden a voz en cuello y que se oyera por todo el emplazamiento en construccin. - Cohorte! Dejad las herramientas y regresad al campamento! Cstor vio las formas borrosas de los hombres que, por toda la obra, amontonaban cansados los picos, palas y canastas de mimbre, y cogan los escudos y las lanzas para dirigirse, arrastrando los pies, hacia las lneas que formaban frente al espacio donde se situara la puerta principal. Cuando el ltimo ocup su posicin empez a arreciar el viento del desierto y, al mirar hacia el oeste con los ojos entrecerrados, Cstor vio una masa densa que avanzaba a un ritmo constante hacia ellos. - La tormenta de arena viene hacia aqu -refunfu dirigindose a Sptimo-. Ser mejor que lleguemos al campamento antes de que nos alcance. Sptimo asinti con la cabeza. Haba servido en la frontera oriental la mayor parte de su carrera y saba que los hombres podan perder rpidamente el sentido de la orientacin si los envolva la asfixiante y abrasiva arena que levantaban los vientos que barran esas tierras. - Esos cabrones afortunados del campamento estn perfectamente a salvo. Cstor sonri brevemente. Haban dejado a media centuria vigilando el campamento mientras sus compaeros se alejaban y ascendan penosamente por el precipicio. Ya se los imaginaba ponindose a cubierto en las torres de guardia para resguardarse del viento y la arena cortantes. - Bueno, pues pongamos en marcha a los hombres. Dio la orden de avanzar y los soldados empezaron a caminar con dificultad por el camino que descenda serpenteando hasta el campamento, situado a poco ms de kilmetro y medio del emplazamiento del fuerte. El viento empez a soplar con ms fuerza, la oscuridad se intensific por todo el paisaje y las capas se agitaron y gualdrapearon en torno a los cuerpos de los soldados que descendan por la pedregosa ruta. - No lamentar marcharme de este lugar, seor -coment Sptimo con un gruido-. Tiene idea de cunto tiempo pasar antes de que nos reemplacen? A los muchachos y a m nos espera un clido alojamiento en Emesa. Cstor mene la cabeza. - No tengo ni idea. Yo estoy igual de ansioso que vosotros por salir de aqu. Todo depende de la situacin en Palmira y de lo que decidan hacer nuestros amigos partos.

- Malditos partos! -espet Sptimo-. Esos cabrones siempre estn revolviendo las cosas. Eran ellos los que estaban detrs de ese asunto de Judea el ao pasado, no es cierto? Cstor asinti con la cabeza al recordar el levantamiento que haba estallado al este del ro Jordn. Los partos suministraron armas a los rebeldes, as como una pequea fuerza de arqueros a caballo. Si se haba evitado que los rebeldes y sus aliados partos incitaran a toda Judea a alzarse contra Roma fue gracias a los valientes esfuerzos de la guarnicin del fuerte Bushir. Ahora los partos haban concentrado su atencin en la ciudad oasis de Palmira, un enlace vital en las rutas comerciales con Oriente y una barrera entre el Imperio romano y Partia. Palmira gozaba de una independencia considerable y era ms un protectorado que un estado sbdito. Sin embargo, el rey de Palmira se haca viejo y los miembros rivales de su casa pugnaban para convertirse en su sucesor. Uno de los ms poderosos prncipes de Palmira no haba ocultado su deseo de unirse a Partia si se converta en el nuevo gobernante. Cstor carraspe. - Depende del gobernador de Siria convencer a los partos para que se mantengan alejados de Palmira. El centurin Sptimo arque una ceja. - De Casio Longino? Cree que est a la altura? Cstor guard silencio unos instantes mientras consideraba su respuesta. - Longino puede manejar la situacin. No es un lacayo imperial; se ha ganado sus ascensos. En caso de no poder ganar la batalla diplomtica estoy seguro de que los har pedazos en combate. Si es necesario. - Ojal compartiera su seguridad, seor -repuso Sptimo meneando la cabeza-. Por lo que he odo, la ltima vez que Longino tuvo problemas enseguida puso pies en polvorosa. - Quin te ha dicho eso? -le pregunt Cstor con brusquedad. - Se lo o decir a un oficial de la guarnicin de Bushir, seor. Parece ser que Longino estaba en el fuerte cuando aparecieron los rebeldes. El gobernador mont en la silla y sali de all en menos de lo que tarda una puta de la Suburra en registrarte el monedero. Cstor se encogi de hombros. - Estoy seguro de que tena sus motivos. - Seguro que s. Cstor se volvi hacia su subordinado con el ceo fruncido. - Mira, no nos corresponde a nosotros debatir las excelencias del gobernador. Y mucho menos cuando los hombres pueden ornos. De modo que no le digas nada a nadie, entendido? El centurin Sptimo apret los labios un momento y a continuacin asinti con la cabeza. - Como quiera, seor. La columna sigui bajando por la pendiente y, en tanto que el viento arreciaba, el primer remolino de polvo barri el sendero. En cuestin de segundos se haba desvanecido todo indicio del paisaje circundante y Cstor afloj el paso para asegurarse de que segua a la cabeza de sus hombres por el camino del campamento. Los soldados avanzaron poco a poco, hundiendo los hombros mientras hacan lo imposible para protegerse de las rfagas de arena detrs de sus escudos. El sendero se nivel por fin cuando llegaron al pie de la cuesta. Aunque el fuerte se hallaba delante a una corta distancia, la arena y la creciente oscuridad lo ocultaban a la vista. - Ya no est lejos -murmur Cstor para s. Sptimo lo oy.

- Bien. Lo primero que har al llegar a mi tienda es aclararme la garganta con un traguito de vino. - Buena idea. Te importa si me uno a ti? Sptimo apret los dientes ante la inesperada peticin y se resign malhumoradamente a compartir la ltima vasija de vino que haba llevado por el desierto desde Palmira. Carraspe y asinti: - Ser un placer, seor. Cstor se ri y le dio una palmada en el hombro. - As me gusta! Cuando regresemos a Palmira la primera copa corre de mi cuenta. - S, seor. Gracias. -Sptimo se irgui de repente y mir fijamente el sendero que tenan por delante. Entonces alz la mano para indicar a la columna que se detuviera. - Qu ocurre? -pregunt Cstor en voz baja al tiempo que se acercaba a su subordinado-. Qu pasa? Sptimo seal hacia el fuerte con un movimiento de la cabeza. - He visto algo justo enfrente de nosotros Un jinete. Ambos oficiales clavaron la mirada en la arena que se arremolinaba frente a ellos, forzando la vista y aguzando el odo, pero no haba rastro de nadie, ni a caballo ni a pie. Slo las manchas borrosas de los arbustos raquticos que crecan a ambos lados del camino. Cstor trag saliva y se oblig a relajar sus tensos msculos. - Qu es lo que viste exactamente? Sptimo lo mir con expresin enojada, intuyendo las dudas de su superior. - Un jinete, ya se lo he dicho. A unos cincuenta pasos por delante. Por un momento la arena se despej y lo vi, slo un instante. Cstor movi la cabeza en seal de asentimiento. - Seguro que no fue un engao de la luz? Podra haber sido uno de esos arbustos movindose. - Se lo estoy diciendo, seor. Era un caballo. Lo vi con toda claridad. Lo juro por todos los dioses. All, delante de nosotros. Cstor estaba a punto de responder cuando ambos oyeron un dbil ruido metlico por encima del gemido del viento. Era un sonido inconfundible para cualquier soldado: el choque de dos espadas. Un instante despus se oy un grito amortiguado y luego slo el viento. Cstor sinti que la sangre se le helaba en las venas; se volvi hacia Sptimo y le habl en voz baja: - Comunica a los dems oficiales que hagan formar a los soldados en orden cerrado de un lado a otro del camino. Hazlo sin hacer ruido. - S, seor. -El centurin Sptimo salud y se qued atrs para transmitir la orden por la lnea. En tanto que los soldados se desplegaban en abanico a ambos lados del sendero, Cstor se acerc unos cuantos pasos ms al campamento. Un inusitado cambio del viento le permiti distinguir dbilmente la torre de entrada y un cuerpo desplomado contra el marco de madera en el que haba varias flechas clavadas. Un velo de polvo volvi a ocultar el campamento. Cstor regres con sus hombres. Los auxiliares formaban una lnea de cuatro en fondo de un lado a otro del sendero, con los escudos en alto y las lanzas inclinadas hacia delante al tiempo que miraban con preocupacin en direccin al campamento. Sptimo esperaba a su comandante a la cabeza de la centuria del flanco derecho. Junto a ellos, la pendiente ascenda en una maraa de rocas y maleza. - Vio algo, seor? Cstor asinti con la cabeza y aguard hasta situarse al lado del otro oficial antes de hablar en voz baja: - Han atacado el campamento. - Atacado? -Sptimo enarc las cejas-. Quin? Los partos? Quin si no?

Sptimo asinti y desliz la mano para asir la empuadura de su espada. - Cules son sus rdenes, seor? - Todava estn cerca. Con esta tormenta de arena podran estar en cualquier parte. Tenemos que intentar regresar al campamento, sacarlos de all y cerrar la puerta. Es nuestra mejor oportunidad. - Querr decir nuestra nica oportunidad, seor -repuso Sptimo con una sonrisa forzada. Cstor no respondi, se ech los pliegues de la capa encima de los hombros y desenvain la espada. La levant en el aire y mir a lo largo de la lnea para cerciorarse de que los dems oficiales lo imitaban y transmitan la seal. Cstor no tena ni idea de a cuntos enemigos se enfrentaban. Si stos eran tan audaces para tomar el campamento por asalto, deban de haber atacado con bastantes efectivos. La niebla sobre el ro y la tormenta de arena que arreciaba deban de haber ocultado su aproximacin. El hecho de que esa misma tormenta proporcionara ahora cierta proteccin al resto de la cohorte mientras sta se acercaba al fuerte no le result de mucho consuelo a Cstor. Con un poco de suerte podra suceder que, a su vez, los auxiliares sorprendieran al enemigo. Lentamente baj el brazo con el que sostena la espada, cuya punta descendi describiendo un arco hacia el fuerte. La seal se repiti a lo largo de la lnea para los soldados que se hallaban a la izquierda del centurin, ocultos en medio de la polvareda y la penumbra. Cstor se acerc nuevamente la espada hasta que la cara de la hoja descans contra el borde de su escudo y entonces avanz. La lnea lo sigui con un movimiento ondulante en tanto los auxiliares caminaban con paso seguro por el terreno accidentado hacia el campamento. Los oficiales mantuvieron un ritmo lo bastante lento para mantener la formacin a medida que la lnea avanzaba. A la derecha, la pendiente daba paso a un terreno abierto y la centuria del flanco se alej del precipicio. Cstor mir al frente con los ojos entrecerrados, buscando cualquier seal del enemigo o de las fortificaciones del campamento. Entonces vio surgir la mole de la puerta principal por entre el remolino de polvo y arena. El contorno de la empalizada que haban levantado a cada lado se fue definiendo con nitidez a medida que los auxiliares se aproximaban al campamento. Aparte del cuerpo apoyado contra el poste de la puerta no haba rastro de nadie ms, ni vivo ni muerto. El sonido de unos cascos retumb a la derecha de Cstor, que se volvi a mirar al tiempo que uno de sus soldados del extremo de la lnea soltaba un grito y agarraba el asta de la flecha que le haba atravesado el pecho. Unas formas borrosas irrumpieron en el velo de la tormenta de arena cuando varios arqueros partos se acercaron a los auxiliares al galope y soltaron sus flechas contra el costado derecho de los soldados romanos, que stos llevaban descubierto. Fueron alcanzados otros cuatro hombres, que cayeron al suelo mientras otro se doblaba en dos pero intent mantenerse en pie sujetando la flecha que le atravesaba el muslo y se lo haba inmovilizado contra la otra pierna. Los partos hicieron virar sus monturas, retrocedieron rpidamente y se perdieron de vista, dejando a los auxiliares mirndolos con sorpresa y terror. Casi de inmediato se oy un grito a la izquierda cuando el enemigo emprendi otro ataque. - Seguid adelante! -exclam Cstor con desesperacin cuando oy pasar ms caballos por detrs de la cohorte-. Corred, muchachos! Las ordenadas lneas de la cohorte se disgregaron en una concentracin de soldados que corran hacia la puerta principal, entre los que se contaba Cstor, quien vio que las puertas se cerraban y que de inmediato aparecan multitud de rostros por encima de la empalizada. Los arcos volvieron a alzarse, el silbido de las flechas hendi el aire de nuevo y las saetas alcanzaron a ms auxiliares que, impotentes, se detuvieron frente al

campamento. La lluvia de flechas caa sin interrupcin, repiqueteando en los escudos o atravesando la carne con un ruido sordo y hmedo. Los gritos se alzaron por todas partes y, con una sensacin de nusea en la boca del estmago, Cstor se dio cuenta de que, si no haca algo, sus hombres estaban prcticamente muertos. - Conmigo! -rugi Cstor-. Acercaos a m! Unos cuantos soldados acataron su orden y alzaron sus escudos en torno a Cstor y el estandarte de la cohorte. A ellos se sumaron ms hombres a los que Sptimo fue empujando bruscamente para que se situaran en posicin mientras se acercaba a su comandante. Cuando hubo unos cincuenta soldados formados en un crculo compacto con los escudos alzados, Cstor grit la orden de retirarse por el sendero hacia el despeadero. Retrocedieron lentamente en la penumbra, dejando a sus compaeros heridos rogndoles desesperadamente que no los abandonaran a los partos. Cstor se hizo fuerte. No poda hacer nada por los heridos. El nico refugio que les quedaba a los supervivientes de la cohorte era el fuerte parcialmente construido del precipicio. Si podan llegar hasta all tendran ms posibilidades de librar una ltima batalla. La cohorte estaba condenada, pero tambin ellos se llevaran a cuantos partos pudieran. El pequeo grupo de auxiliares lleg al pie del despeadero antes de que el enemigo se percatara de sus intenciones y los persiguiera. Los jinetes salieron de la oscuridad para disparar sus flechas y, cuando se dieron cuenta de que no haba necesidad de seguir con una tctica relmpago, frenaron sus monturas y empezaron a encajar y apuntar ms saetas a un ritmo constante. En su ascensin por el sendero la cohorte presentaba un blanco limitado al enemigo y una slida pared de escudos protega la retaguardia del pequeo grupo de supervivientes que se diriga al emplazamiento de la obra. Los partos los seguan tan de cerca como les permita su osada y los asaeteaban en cuanto vean un hueco entre los escudos. Cuando advirtieron que era intil disparar entre los escudos empezaron a tirar a las piernas descubiertas de su presa, lo que los obligaba a agacharse y a aminorar el paso mientras suban penosamente por el camino. Aun as, otros cinco soldados resultaron heridos antes de que el sendero se nivelara y la pequea columna de auxiliares llegara al permetro de la obra. En lo alto del despeadero el viento segua siendo cortante, pero al menos all estaban libres de la polvareda y dominaban las nubes de arena que tapaban el paisaje circundante. Cstor dej a Sptimo al mando de la retaguardia y condujo al resto por entre los cimientos de la puerta principal. Los muros eran demasiado bajos para impedir que los partos entraran en el fuerte y el nico lugar donde los auxiliares podan ofrecer resistencia era la torre de vigilancia, ya casi terminada, situada en el otro extremo del fuerte, en una esquina al borde mismo del precipicio. - Por aqu! -bram Cstor-. Seguidme! Se apresuraron por el laberinto de rocas colocadas en lnea que sealaban la ubicacin de los edificios y vas planeados para el fuerte. Ms adelante la mole de la torre de vigilancia se alzaba imponente contra el cielo nocturno salpicado de estrellas. En cuanto llegaron a la estructura de madera, Cstor se qued en la entrada haciendo seas a sus hombres para que pasaran. Slo tena con l a poco ms de veinte soldados y saba que tendran suerte si sobrevivan para ver el prximo amanecer. Cstor se escondi rpidamente en el interior y dio rdenes para que los soldados cubrieran la plataforma en lo alto de la torre y las aspilleras del piso situado encima de la entrada. Dej consigo a cuatro soldados para defender la entrada mientras esperaban a que Sptimo y la retaguardia los alcanzaran. Tras una breve demora varias figuras borrosas irrumpieron por la inacabada torre de entrada y corrieron a la atalaya. Momentos despus apareci una oleada de guerreros enemigos que los perseguan con gritos de triunfo. Cstor hizo bocina con las manos y grit:

- Los tenis encima! Corred! Los soldados de la retaguardia, cargados con la armadura, cruzaron el emplazamiento a trompicones, exhaustos tras el da de trabajo. Uno de ellos tropez con una piedra y cay al suelo con un grito agudo, pero ninguno de sus compaeros se detuvo ni volvi la mirada y en unos momentos qued envuelto por la oleada de partos que se abalanzaban hacia la torre de vigilancia. Se aglomeraron en torno al auxiliar cado, arremetiendo contra l con sus hojas curvas. Su muerte proporcion a sus compaeros el tiempo suficiente para llegar a la torre de vigilancia en cuyo interior se apiaron, jadeantes, y bajaron los escudos. Sptimo se pas la lengua por los labios mientras se obligaba a erguirse y rendir su informe con la respiracin agitada. - Perdimos a dos hombres, seor. Uno atrs en el sendero y el otro justo despus. - Ya lo vi. - Y ahora qu hacemos? -Resistiremos cuanto podamos. -Y luego? Cstor se ri. - Luego moriremos. Pero no sin cargarnos antes al menos a cuarenta de ellos, para que nos flanqueen el camino al Hades. Sptimo forz una amplia sonrisa por el bien de los soldados que los observaban. A continuacin mir por encima del hombro de Cstor y su expresin se endureci. - Aqu vienen, seor. Cstor se dio la vuelta y levant el escudo. - Tenemos que contenerlos aqu! Formad! Sptimo permaneci a su lado y los cuatro soldados levantaron las lanzas y se dispusieron a arrojarlas por encima de las cabezas de los dos oficiales. Al otro lado de la entrada la oscura concentracin de partos se abalanz por el suelo lleno de escombros contra los escudos que bloqueaban la puerta. Cstor se afirm y en un instante el escudo recibi un impacto y se le vino encima con una sacudida. Hundi los clavos de hierro de sus botas en el suelo y empuj el escudo, arrojndose con todas sus fuerzas tras el tachn. Se oy un explosivo grito cuando el golpe alcanz el objetivo. Uno de los auxiliares arremeti con su arma, cuya punta afilada pas por encima del hombro de Cstor y se oy un grito de dolor en el exterior de la torre de vigilancia. Cuando el soldado recuper la lanza, unas gotitas clidas le salpicaron los ojos a Cstor, que parpade para evitarlas al tiempo que una espada golpeaba el exterior de su escudo. A su lado, el centurin Sptimo empuj su escudo contra la concentracin de enemigos que se aglomeraban en la entrada y arremeti con su espada contra la carne que vea entre el brocal y el marco de la puerta. Mientras los dos oficiales se mantuvieran firmes con el apoyo de los soldados detrs, listos para acometer con sus lanzas, el enemigo no podra entrar. Cstor se anim un momento cuando el combate pareca serlas favorable. Not, demasiado tarde, un leve movimiento cerca del suelo cuando un parto se agach y atac con su espada por debajo del escudo de Cstor. El filo de la hoja penetr en su tobillo cortando cuero, carne y msculo antes de dar en el hueso. El dolor fue instantneo, como si le hubieran metido una barra de hierro candente en la articulacin. Cstor retrocedi tambalendose y solt un fuerte resoplido de dolor y furia. Sptimo volvi la vista atrs rpidamente y vio que su comandante se desplomaba a un lado de la entrada. - El siguiente! Entra en la lnea! El auxiliar ms prximo se agach para protegerse las piernas y avanz para situarse junto a Sptimo en tanto que sus compaeros embestan al enemigo con un aluvin de puntas de lanza. Entonces surgi de la oscuridad un repentino grito de alarma y desde la torre de vigilancia les lleg un estrpito de pesada mampostera. Cstor se asom por el marco y vio que un pedazo de piedra labrada caa contra los partos y abata a uno, aplas-

tndole la cabeza. Cayeron ms piedras y rocas sobre los atacantes, matando y lisiando a varios de ellos antes de que pudieran retroceder a toda prisa por el emplazamiento para situarse a una distancia prudencial. - Estupendo -Sptimo profiri un gruido de placer- A ver qu les parece que les ataquen sin tener la oportunidad de defenderse! Cabrones! Cuando el enemigo se situ fuera del alcance ces el bombardeo de piedras y los sonidos del combate dieron paso a los abucheos y silbidos de los auxiliares de la torre de vigilancia y a los gemidos y gritos de los heridos frente a la entrada. Sptimo ech un ltimo vistazo fuera antes de indicarle a uno de los soldados que ocupara su lugar. Dej el escudo apoyado contra la pared y se arrodill para examinar la herida de Cstor, forzando la vista para distinguirla bajo el tenue resplandor del cielo estrellado que penetraba por la entrada. Palp la herida con delicadeza y not las esquirlas de hueso entre la carne destrozada. Cstor inspir hondo y apret los dientes para evitar gritar de dolor. Sptimo lo mir. - Lamento decirle que sus das de soldado han terminado. - Dime alguna cosa que no sepa -repuso Cstor entre dientes. Sptimo sonri brevemente. - Tengo que detener la hemorragia. Deme el fular, seor. Cstor se afloj el pauelo, se lo desenroll del cuello y se lo dio. Sptimo sujet un extremo detrs de la pantorrilla de Cstor y levant la mirada. - Esto le va a doler. Preparado? - Empieza de una vez. Sptimo rode la pierna con la tela, la pas por encima de la herida, vend firmemente el tobillo y la at. Cstor nunca haba soportado un dolor tan agudo y cuando Sptimo termin de atar el nudo y se puso de pie l sudaba copiosamente a pesar del fro de la noche. - Cuando llegue la hora de presentar nuestra ltima batalla tendrs que dejarme apoyado en las escaleras. Sptimo asinti con la cabeza. - Me encargar de ello, seor. Los oficiales se miraron mutuamente durante un momento mientras consideraban el verdadero alcance de su ltima conversacin. Ahora que haban aceptado lo inevitable, Cstor senta que la carga de la preocupacin por la suerte de los hombres que tena bajo su mando haba desaparecido. A pesar del tormento de su herida, en su interior reinaba una calmada sensacin de resignacin y la determinacin de caer luchando. Sptimo desvi la vista, mir a travs de la puerta y vio que el enemigo permaneca en el emplazamiento, dividido en varios grupos, fuera del alcance de las rocas y piedras que los auxiliares les haban arrojado desde la torre de vigilancia. - Me pregunto qu harn ahora -cavil-. Matarnos de hambre? Cstor mene la cabeza en seal de negacin. Haba servido en aquella regin oriental el tiempo suficiente para conocer bien al antiguo enemigo de Roma. - No esperarn a que eso ocurra. No es honorable. - Y entonces qu? Cstor se encogi de hombros. - Muy pronto lo sabremos. Hubo un momento de silencio y despus Sptimo se alej de la entrada. - Y esto qu es? Una incursin? El inicio de una nueva campaa contra Roma? - Acaso importa? - Quiero saber la razn de mi muerte. Cstor frunci los labios y consider la situacin.

- Podra ser una incursin. Quiz se tomaron la construccin del fuerte como un acto de provocacin. Pero es igualmente posible que quieran abrir un camino hasta el otro lado del ufrates para que su ejrcito lo cruce. Podra ser el primer movimiento hacia el dominio de Palmira. Los pensamientos de Cstor quedaron interrumpidos por un grito proveniente del exterior. - Romanos! Odme! -exclam una voz en griego-. Partia os insta a que depongis las armas y os rindis! - Y qu ms! -gru Sptimo. El hombre que se mantena en la oscuridad no respondi a la provocacin y sigui hablando en tono ecunime. - Mi comandante os invita a rendiros. Si deponis las armas se os perdonar la vida. Os da su palabra. - Perdonarnos la vida? -repiti Cstor en voz baja antes de gritar su respuesta-: Nos perdonaris la vida y nos permitiris regresar a Palmira? Tras una breve pausa, la voz prosigui: - Se os perdonar la vida, pero os haremos prisioneros. - Esclavos es lo que seremos -gru Sptimo, y escupi en el suelo-. No voy a morir siendo un maldito esclavo -se volvi hacia Cstor-. Seor? Qu vamos a hacer? - Dile que se vaya al Hades. Sptimo sonri framente mostrando unos dientes luminosos bajo la luz de la luna. Se volvi nuevamente hacia la entrada y respondi a voz en cuello: - Si queris nuestras armas venid a cogerlas! Cstor se ri. - No ha sido precisamente original, pero ha estado bien. Los oficiales intercambiaron una risita y los dems soldados sonrieron con nerviosismo hasta que la voz les habl por ltima vez. - As se har. Este lugar ser entonces vuestra tumba. O mejor dicho, vuestra pira. Un dbil resplandor haba aparecido en el extremo ms alejado de la obra y, mientras Sptimo observaba, surgi una pequea llama que perfil al guerrero agachado sobre su yesquero. La llama fue alimentada con eficiencia y no tard en prender una pequea fogata a la que se congregaron aquellos hombres para encender las antorchas que haban preparado apresuradamente utilizando los matorrales de los alrededores. Luego se acercaron a la torre de vigilancia y, en tanto Sptimo segua mirando, la primera flecha incendiaria se acerc a una antorcha y los trapos engrasados se encendieron. El arquero tens su arco de inmediato y dispar contra la atalaya. La flecha cruz la oscuridad y se clav en el andamiaje con un ruido sordo, desperdigando una pequea lluvia de chispas. Inmediatamente volaron hacia la estructura ms flechas llameantes que se incrustaban en la madera con un chasquido y quedaban ardiendo. - Mierda! -Sptimo apret el puo en la empuadura de su espada-. Quieren prender fuego para obligarnos a salir. Cstor saba que en la torre no haba agua y mene la cabeza. - No podemos hacer nada. Haz bajar a los hombres de la torre de vigilancia. -S, seor. Poco despus, con los ltimos supervivientes apiados en el pequeo cuarto de guardia al pie de la torre, Cstor se levant y se apoy contra la pared para dirigirse a ellos. - Para nosotros todo ha terminado, muchachos. O nos quedamos aqu y morimos abrasados o salimos ah afuera y nos llevamos con nosotros a unos cuantos de esos hijos de puta. Eso es todo. As pues, cuando d la orden, seguiris al centurin Sptimo fuera

de la torre. No os separis unos de otros y cargad contra ellos con todas vuestras fuerzas. Entendido? Unos cuantos soldados asintieron con la cabeza y otros lograron pronunciar unas pocas palabras a modo de respuesta. Sptimo se aclar la garganta. - Y qu va a hacer usted, seor? No puede venir con nosotros. - Lo s. Me quedar aqu y me ocupar del estandarte. No podemos permitir que se lo queden -Cstor tendi la mano al abanderado-. Vamos, dmelo. El portaestandarte vacil un momento, tras el cual dio un paso al frente y entreg el asta a su comandante. - Cudelo, seor. Cstor asinti con la cabeza, agarr el estandarte con firmeza y lo utiliz para apoyar el peso de su pierna herida. Los chasquidos y el suave rugido de las llamas llenaban la clida atmsfera que los rodeaba y un refulgente brillo anaranjado iluminaba el suelo en torno a la torre de vigilancia. Cstor se acerc con paso vacilante a la estrecha escalera de madera situada en una esquina. - Cuando llegue al tejado dar la orden de atacar. Procurad que cada una de vuestras lanzadas y estocadas cuenten, muchachos. - Lo haremos, seor -repuso Sptimo en voz baja. Cstor asinti y le estrech el brazo al centurin brevemente, y, con los dientes apretados, se dirigi al ltimo piso subiendo dolorosamente por los escalones de madera en tanto que el aire se haca cada vez ms caliente y las volutas de humo se ondulaban en la luz anaranjada que penetraba por las ventanas y aspilleras. Cuando lleg arriba, el flanco de la torre ms prximo al enemigo estaba en llamas. Cstor vio a una gran cantidad de partos esperando bajo el brillante resplandor de las llamas y respir hondo. - Centurin Sptimo! Ahora! A la carga! Un dbil coro de gritos de guerra surgi de la base de la torre y Cstor vio que los partos alzaban sus arcos, concentraban la puntera y el aire se llen con el revoloteo de las oscuras astas de sus flechas. Por encima del parapeto vio que el organismo pequeo y compacto que formaban sus hombres se abalanzaba por el emplazamiento. Con los hombros encorvados detrs de sus escudos, corran directos hacia el enemigo, siguiendo a Sptimo que insultaba a los partos a voz en cuello. Los arqueros no cedieron terreno y disparaban sus flechas contra su blanco mvil con toda la rapidez de la que eran capaces. Los que an tenan flechas incendiarias las lanzaron y unos brillantes senderos luminosos hendieron el aire hacia los auxiliares. Varios de esos proyectiles se alojaron en los escudos y ardan mientras sus portadores seguan corriendo. Entonces Cstor vio que Sptimo se detena y se quedaba inmvil, soltaba la espada y su mano intentaba agarrar la punta de una flecha que le haba atravesado el cuello mientras el ltimo de sus gritos an resonaba por el emplazamiento. A continuacin se desplom de rodillas y cay de bruces al suelo, retorcindose dbilmente mientras mora desangrado. Los auxiliares cerraron filas en torno a su cuerpo y alzaron los escudos. Cstor los observ con amarga frustracin. El mpetu de la carga haba muerto con Sptimo y ahora los soldados estaban siendo eliminados por las flechas partas que se abran camino entre los escudos y penetraban en la carne de los hombres. Cstor no esper para ver el final. Apoyndose pesadamente en el estandarte cruz al otro extremo de la plataforma y dirigi la mirada precipicio abajo, hacia el ro. A lo lejos, la niebla se haba disipado y la luz de la luna cabrilleaba en la arremolinada corriente que flua por encima de unas rocas. Cstor inclin la cabeza hacia atrs, mir a las serenas profundidades de los cielos e hinch sus pulmones con el aire nocturno. Un sbito chasquido de la madera en el lado ms alejado de la torre le hizo volver la mirada y supo que, si quera asegurarse de que el estandarte no cayera en manos enemi-

gas, no le quedaba tiempo. A travs de la temblorosa cortina de humo y llamas distingui las brillantes filas de los partos y comprendi que aquello no era ms que el principio. No tardara en derramarse por el desierto una marea de fuego y destruccin que amenazara las provincias orientales del Imperio romano. Cstor agarr firmemente el estandarte con ambas manos y se acerc cojeando al borde de la plataforma. Respir hondo una ltima vez, apret los dientes y se arroj al vaco.

CAPTULO II - Esto s que es vida! -manifest Macro con una sonrisa al tiempo que se echaba hacia atrs y se apoyaba en la pared de El nfora Munificente, el antro en el que sola beber, y estir las piernas delante de l-. Por fin consegu que me destinaran a Siria. Sabes una cosa, Cato? - Qu? -Su compaero se espabil y abri los ojos con un parpadeo. - Este lugar no me ha decepcionado lo ms mnimo -Macro cerr los ojos y disfrut del calor del sol en su tez curtida-. Incluso hay una buena biblioteca. - Nunca hubiera imaginado que te interesaran los libros -repuso Cato. En los ltimos meses Macro casi haba saciado sus deseos epicreos y le haba dado por leer. Haba que admitir que prefera las comedias subidas de tono y la literatura ertica, pero Cato pensaba que as al menos lea algo y caba la posibilidad de que eso pudiera llevarlo a un material ms desafiante. Macro sonri. - De momento aqu se est bastante bien. El clima es clido y las mujeres tambin. Te aseguro que despus de esa campaa en Britania no quiero ver a otro celta mientras viva. - Y que lo digas! -murmur el centurin Cato con sentimiento mientras recordaba el fro, la humedad y los pantanos neblinosos en los que Macro y l, con los soldados de la Segunda legin, haban luchado abrindose camino a la fuerza por la ms reciente adquisicin del emperador-. De todos modos en verano no era tan malo. - Verano? -Macro frunci el ceo-. Ah! Debes de referirte a ese manojo de das que tuvimos entre el invierno y el otoo. - Espera y vers. Cuando lleves unos cuantos meses de campaa por el desierto rememorars la poca de Britania como si se tratara del Elseo. - Podra ser -cavil Macro mientras recordaba su destino anterior en la frontera con Judea, en medio de un pramo. Sacudi la cabeza para desprenderse del recuerdo-. Pero de momento estoy al mando de una cohorte, tengo una paga de prefecto y la perspectiva de un buen descanso antes de que tengamos que jugarnos la vida y el fsico por el emperador, el Senado y el pueblo de Roma -enton la consigna oficial con irona-, con lo cual me refiero a ese cabrn taimado y maquinador de Narciso. - Narciso. -Al repetir el nombre del secretario privado del emperador Claudio, Cato se irgui en su asiento y mir a su amigo. Baj la voz-. Todava no hemos recibido su respuesta. A estas alturas ya debe de haber ledo nuestro informe. - S -Macro se encogi de hombros-. Y qu? - Qu crees que har respecto al gobernador? - Casio Longino? Bah!, no le pasar nada. Longino ha borrado muy bien su rastro. No hay pruebas slidas que lo vinculen a ninguna traicin y puedes estar seguro de que

ahora que sabe que lo vigilan har lo que est en sus manos para ser el ms leal servidor del emperador. Cato se volvi a mirar a los clientes que haba en la mesa ms prxima y se inclin para acercarse a Macro. - Puesto que nosotros somos los hombres a los que Narciso envi para vigilar a Longino, dudo que el gobernador derramara una sola lgrima por nuestras muertes. Debemos tener cuidado. - No puede hacer que nos maten -replic Macro con desdn-. Sera demasiado sospechoso. Reljate, Cato, lo estamos haciendo bien -estir los brazos, hizo crujir el hombro y luego se puso las manos en la nuca con un bostezo satisfecho. Cato se lo qued mirando un momento, deseando que Macro no descartara con tanta facilidad el peligro que representaba Casio Longino. Meses atrs el gobernador de Siria haba solicitado que se transfirieran otras tres legiones a sus rdenes para contrarrestar la creciente amenaza de una revuelta en Judea. Cato tena la conviccin de que Longino se haba estado preparando para hacerse con el trono imperial. Gracias a Macro y a Cato la revuelta se sofoc antes de que se extendiera por la provincia y Longino se vio privado de la necesidad de sus legiones adicionales. Nadie tan poderoso como Longino perdonara fcilmente a los que haban frustrado sus ambiciones y Cato haba pasado varios meses previendo con recelo la venganza. Pero ahora el gobernador afrontaba el peligro real que supona la creciente amenaza por parte de Partia con tan solo las legiones Tercera, Sexta y Dcima, con sus cohortes auxiliares adscritas, para hacer frente al enemigo. Si la guerra llegaba a las provincias orientales seran necesarios todos los soldados disponibles para enfrentarse al enemigo. Cato suspir. Resultaba irnico que la amenaza parta viniera en buen momento. Esta evitara que el gobernador pensara en la venganza, al menos durante un tiempo. Cato apur su copa y volvi a reclinarse contra la pared mirando la ciudad. El sol se aproximaba al horizonte y las tejas y cpulas de los tejados de Antioqua relucan bajo la luz del crepsculo. El centro de la ciudad, igual que en la mayora bajo dominio romano y, con anterioridad, en manos de los herederos griegos de las conquistas de Alejandro Magno, rebosaba de esos edificios pblicos que podan encontrarse por todo el Imperio. Ms all de las majestuosas columnas de los templos y prticos, la ciudad ofreca un revoltijo de magnficas viviendas urbanas y barrios de crecimiento descontrolado con edificaciones mugrientas de tejado plano. En esas calles la atmsfera heda a humanidad apiada. All pasaba el tiempo la mayora de soldados fuera de servicio. Sin embargo, Cato y Macro preferan la relativa comodidad de El nfora Munificente, cuya situacin ligeramente elevada permita aprovechar cualquier brisa que soplara por la ciudad. Llevaban bebiendo casi toda la tarde y Cato empezaba a quedarse dormido en el clido abrazo de la cansada satisfaccin. Durante el ltimo mes haban estado entrenando sin descanso a su cohorte auxiliar, la Segunda iliria, en el enorme campamento extramuros de Antioqua. El mando de dicha cohorte era el primero que Macro ejerca como prefecto y estaba decidido a hacer que sus hombres entraran en accin con ms rapidez, marcharan ms deprisa y lucharan con ms dureza que los de cualquier otra cohorte del ejrcito en el Imperio oriental. La tarea de Macro haba resultado ms difcil por el hecho de que casi un tercio de los hombres eran reclutas novatos, reemplazos de los que cayeron en combate en el fuerte Bushir. Dado que el ejrcito se haba puesto en pie de guerra, todos los comandantes de cohorte haban recorrido la regin en busca de hombres que incorporar a sus unidades hasta que stas contaran nuevamente con todos sus efectivos.

En tanto que Cato se haca cargo de la instruccin de la cohorte y acometa la tarea de solicitar el equipo y los suministros necesarios, Macro haba recorrido toda la costa, desde Pieria a Cesrea, en busca de reclutas. Llev consigo a diez de los soldados ms fuertes y el estandarte de la cohorte. Macro mont un puesto en el foro de todas las ciudades y puertos y ofreci su discursito a una audiencia de esos hombres holgazanes e inquietos que se encuentran en todas las plazas de todas las ciudades del Imperio. Con una voz retumbante propia de una plaza de armas les prometa una recompensa por alistarse, una buena paga, comidas regulares, una vida de aventuras y, si vivan para verlo, la concesin de la ciudadana romana cuando quedaran desmovilizados tras la insignificante formalidad de veinticinco aos de servicio. Con un poco de entrenamiento, su aspecto sera tan impresionante y varonil como el de los soldados situados detrs de Macro. Cuando terminaba, una variopinta multitud de candidatos se acercaban al puesto y Macro aceptaba a los especmenes ms sanos y rechazaba a todos los que no estaban en condiciones o eran demasiado tontos o viejos. En las primeras ciudades pudo permitirse el lujo de ser exigente, pero en el transcurso de la gira de reclutamiento se encontr con que otros oficiales haban estado all antes que l y ya se haban llevado a los mejores. Aun as, cuando regres a la cohorte contaba con hombres suficientes para que sta recuperara todos sus efectivos y con tiempo suficiente para adiestrarlos antes de que empezara cualquier campaa. Macro pas los largos meses de invierno instruyendo a los nuevos reclutas mientras que Cato someta al resto a extenuantes marchas de entrenamiento y prcticas con las armas. Mientras la Segunda iliria se entrenaba, continuamente iban afluyendo a Antioqua otras unidades que se unan al campamento, cada vez mayor, situado en las afueras de la plaza fuerte de la Dcima legin. Con ellos llegaron multitud de seguidores del campamento y en las avenidas y mercados de Antioqua resonaban los gritos de los vendedores callejeros. Todas las posadas estaban llenas de soldados y los hombres hacan cola esperando a las puertas de los burdeles pintados con colores vivos que apestaban a incienso barato y sudor. Mientras el sol se pona en la ciudad, Cato la observ sin ningn enjuiciamiento. Aunque tena poco ms de veinte aos, ya llevaba cuatro y medio sirviendo en el ejrcito y se haba adaptado a las costumbres de los soldados y a las consecuencias del paso de stos por las ciudades. A pesar de unos inicios poco prometedores, Cato haba resultado ser un buen soldado, e incluso l estaba dispuesto a admitirlo. La agudeza y el coraje haban contribuido a transformarlo, de un producto mimado de la casa imperial, en un comandante de soldados. La suerte tambin haba jugado a su favor. Cuando se incorpor a la Segunda legin, reflexion, tuvo la fortuna de que lo destinaran a la centuria de Macro. Si el centurin Macro no hubiera visto que aquel recluta delgado y de aspecto nervioso, proveniente de Roma, tena cierto potencial, y no lo hubiera acogido bajo su tutela, Cato estaba seguro de que no habra sobrevivido mucho tiempo en la frontera con Germania y en la posterior campaa en Britania. Desde entonces ambos haban dejado la Segunda legin y servido durante un breve tiempo en la marina antes de que los mandaran al este a incorporarse al actual puesto de mando de Macro. En la campaa que se preparaba volveran a combatir formando parte de un ejrcito y Cato sinti cierto alivio de verse aligerado de las cargas de un mando independiente: un alivio empaado por las preocupaciones instintivas de entrar en una nueva campaa. Soldados mucho mejores que Cato haban sido abatidos por una flecha, un proyectil de honda o una estocada que no haban visto venir. De momento, l se haba salvado, y esperaba que su buena suerte continuara si estallaba la guerra contra Parta. El ao anterior haba combatido brevemente contra los partos y conoca perfectamente su precisin con el arco y la velocidad con la que organizaban un ataque repentino para desaparecer

acto seguido, antes de que los romanos pudieran reaccionar. Era un estilo de combate que pondra muy a prueba a los soldados de las legiones, por no hablar de los de la Segunda cohorte iliria. Cato reflexion y pens que quizs eso no fuera justo. En realidad, los soldados de su cohorte tenan ms posibilidades contra los partos que los legionarios. Llevaban una armadura ms ligera y una cuarta parte iba a caballo, por lo que los partos tendran que ser ms cautelosos a la hora de atacar a la cohorte que en el asalto contra la pesada infantera de las legiones, que marchaba lentamente. Casio Longino debera actuar con cautela contra los partos si quera evitar correr la misma suerte que Marco Craso y sus seis legiones haca casi cien aos. Craso se haba adentrado en el desierto como un loco y, tras varios das de ataques hostigadores bajo el implacable resplandor del sol, su ejrcito y el general haban acabado hechos pedazos. Cuando finalmente el sol se hundi detrs del horizonte se oy un distante estruendo de bocinas proveniente del campamento del ejrcito que anunciaba la primera guardia de la noche. Macro se movi y se separ del tosco enlucido de la pared. - Ser mejor que volvamos al campamento. Maana voy a llevarme a los chicos nuevos al desierto. Su primera vez. Ser interesante ver cmo se las arreglan. - Ms vale que no seas muy exigente con ellos -sugiri Cato-. No podemos permitirnos el lujo de perder a ninguno antes del inicio de la campaa. - Que no sea exigente? -Macro frunci el ceo-. Y una mierda! Si no pueden aguantarlo ahora nunca lo harn cuando empiece la lucha de verdad. Cato se encogi de hombros. - Crea que nos hacan falta todos los hombres. - Todos, s. Pero ninguno que slo vaya de bulto. Cato guard silencio unos instantes. - Esto no es la Segunda legin, Macro. No podemos esperar demasiado de los soldados de una cohorte auxiliar. - En serio? -la expresin de Macro se endureci-. La Segunda iliria no es una cohorte cualquiera. Es mi cohorte. Y si yo quiero que los hombres marchen, luchen y mueran con la misma dureza que los soldados de las legiones, lo harn. Entendido? Cato asinti con la cabeza. - Y t contribuirs a hacer que eso ocurra. Cato irgui la espalda. - Por supuesto que lo har, seor. Te he fallado alguna vez? Se miraron mutuamente un momento y de pronto Macro se ech a rer y le dio una palmada en el hombro a su amigo. - Todava no! T tienes unas pelotas de hierro macizo, muchacho. Slo espero que el resto de los hombres est a tu altura. - Yo tambin -repuso Cato con ecuanimidad. Macro se puso de pie y se frot las nalgas, que haban perdido sensibilidad tras pasar varias horas en el duro banco de madera de la posada. Cogi su vara de vid de centurin. - Vamos. Empezaron a andar por el foro que ya se estaba llenando de buscadores de clientes para los burdeles, de vendedores de baratijas y de los primeros soldados fuera de servicio del campamento. Los reclutas sin experiencia permanecan juntos en escandalosas manadas mientras se dirigan a las tabernas ms cercanas, donde seran desplumados por timadores y estafadores expertos que enseguida los reconocan y se saban toda clase de aagazas. Cato sinti una punzada de lstima por los reclutas pero saba que slo la experiencia les enseara lo que necesitaban saber. Unas cuantas cabezas doloridas y

la prdida de sus monederos garantizaran que anduvieran con ojo en el futuro, si es que vivan lo suficiente. Como siempre, haba una estricta divisin entre los soldados de las legiones y los de las cohortes auxiliares. Los legionarios cobraban mucho ms y tenan tendencia a considerar a los soldados que no eran ciudadanos del Imperio con cierto desprecio profesional, un sentimiento que Cato poda comprender y que Macro comparta absolutamente. Dicho sentimiento se haca extensivo fuera del campamento y en las calles de Antioqua, donde por regla general los hombres de las cohortes mantenan una respetuosa distancia con los legionarios. Pero no todos, al parecer. Cuando Cato y Macro doblaron una de las calles que sala del foro oyeron un intercambio de gritos enojados a corta distancia. Bajo el resplandor de una gran lmpara de cobre que colgaba sobre la entrada de una taberna, una multitud se haba congregado en torno a dos hombres que haban salido a la calle a trompicones y que en aquellos momentos rodaban por el sumidero en medio de un frentico aluvin de golpes. - Hay problemas -coment Macro con un gruido. - Quieres que pasemos de largo? Macro observ la pelea un momento mientras se aproximaban y se encogi de hombros. - No veo por qu deberamos involucrarnos. Dejemos que lo arreglen entre ellos. En aquel preciso momento algo destell brevemente en la mano de uno de los contendientes y alguien grit: - Tiene un cuchillo! - Mierda! -gru Macro-. Ahora s que estamos involucrados. Vamos! Aceler el paso y apart bruscamente a algunos de los hombres que haban salido de la taberna para observar el alboroto. - Eh! -un hombre fornido vestido con una tnica roja se volvi hacia Macro-. Mira por dnde vas! - Cierra el pico! -Macro alz su vara de vid para que aquel hombre, y todos los dems, pudieran verla y se abri paso a empujones hacia los que se peleaban en la alcantarilla-. Vosotros, dejadlo ya! Es una orden. Hubo un ltimo forcejeo, un profundo gruido explosivo y a continuacin los dos hombres rodaron por el suelo y se separaron. Uno de ellos, un hombre enjuto y nervudo que llevaba una tnica de legionario, se puso de pie y se agazap con unos movimientos felinos, listo para continuar con la pelea en un instante. Macro se volvi hacia l blandiendo su vara de vid. - He dicho que se acab. Entonces Cato vio la pequea hoja en la mano de aquel hombre. Ya no brillaba, sino que estaba oscurecida por una capa oscura que goteaba de la punta. El segundo hombre permaneca en el suelo, apoyado en un codo y agarrndose el costado con la otra mano. Su respiracin era entrecortada e hizo una mueca de dolor. - Joder! Oh, mierda, cmo duele! El cabrn me ha pinchado. Por un momento dirigi una mirada fulminante al legionario, luego solt un quejido de dolor y se dej caer otra vez en el suelo bajo el tenue resplandor de la lmpara que colgaba en lo alto. - Lo conozco -dijo Cato en voz baja-. Es uno de los nuestros. Es Cayo Menato, de uno de los escuadrones de caballera -se arrodill junto al hombre y busc a tientas la herida. La tnica del auxiliar estaba empapada de la sangre clida que haba empezado a manar a borbotones al retirar el cuchillo y Cato levant la mirada hacia los hombres apiados.

- Atrs! -orden-. Dejad un poco de espacio! Cato haba dejado su vara de vid en el campamento y su juventud hizo que algunos de los veteranos dudaran si obedecer la orden. Pero los soldados de la Segunda iliria, los compaeros de Menato, reconocieron a su oficial y retrocedieron enseguida. Tras un breve momento los dems hicieron lo mismo y Cato se volvi nuevamente hacia el herido. La tela tena un pequeo desgarrn pero la sangre sala profusamente, por lo que Cato levant rpidamente la tnica y dej al descubierto la carne manchada de rojo del torso de aquel hombre. Una herida levemente arrugada, como una boca pequea, brillaba con el resplandor de la lmpara y de ella manaba un continuo flujo de sangre. Cato tap la herida con la mano, apret con fuerza y levant la mirada para dirigirse al hombre ms cercano. - Traed una tabla de madera, algo para poder llevarlo, rpido! Y t, vuelve corriendo al campamento, busca a un cirujano y mndalo al hospital. Tiene que estar preparado para recibirnos en cuanto lleguemos con este hombre. Dile que han apualado a Menato. - S, seor! -el auxiliar salud, dio media vuelta y ech a correr calle abajo hacia las puertas de la ciudad. Mientras Cato volva a centrar su atencin en Menato, Macro empez a andar con cautela hacia el legionario que sostena el cuchillo. El hombre haba ido retrocediendo, apartndose de la multitud hacia el otro lado de la calle y, cuando Macro se acerc, segua agazapado y con los ojos desorbitados. Macro sonri y le tendi la mano. - Por esta noche ya es suficiente, hijo. Dame el cuchillo antes de que hagas ms dao. El legionario le dijo que no con la cabeza. - Ese cabrn se lo ha buscado. - Estoy seguro de que s. Despus lo aclararemos todo. Ahora dame el cuchillo. - No. Har que me arresten -el hombre arrastraba las palabras a causa de la bebida. - Arrestarte? -Marco solt un resoplido-. Ese es el menor de tus problemas. Suelta el cuchillo antes de que empeores las cosas. - No lo entiende -el legionario seal al hombre del suelo agitando el cuchillo-. Me hizo trampas. En una partida de dados. - Tonteras! -grit una voz-. Gan en buena ley. Surgi un coro de enojado asentimiento que al cabo de unos instantes fue respondido por furiosas negaciones. - Silencio! -bram Macro. Los hombres se callaron de inmediato. Macro los fulmin con la mirada y volvi de nuevo su atencin al que llevaba el cuchillo. - Cmo te llamas y cul es tu rango y unidad, legionario? - Marco Mtelo Crispo, optio, cuarta centuria, segunda cohorte, Dcima legin, seor! -respondi rpida y automticamente. Incluso intent cuadrarse mientras lo deca, pero se tambale hacia un lado al cabo de un momento. - Dame el cuchillo, optio. Es una orden. Crispo mene la cabeza en seal de negacin. - No voy a ir al calabozo por culpa de ese cabrn tramposo. Macro frunci la boca con aire pensativo y a continuacin asinti. - Est bien, pero maana a primera hora tendremos que ocuparnos de este asunto. Tendr que hablar con tu centurin. Macro empez a darse la vuelta, por lo que Crispo se relaj un momento y, por primera vez, baj la guardia. Lo que ocurri a continuacin fue un poco confuso. La vara de Macro se alz hacia el exterior y describi un feroz arco en el aire en tanto que l se

daba la vuelta rpidamente hacia Crispo. Se oy un fuerte chasquido cuando golpe la cabeza de Crispo, que se desplom. Su cuchillo cay en la calle a una corta distancia con un traqueteo. Macro permaneci de pie sobre l con el brazo en alto pero no hubo ningn movimiento: el hombre estaba fuera de combate. Macro asinti con satisfaccin y baj la vara. - Vosotros cuatro -seal a unos cuantos soldados de la Segunda iliria-. Agarrad a este pedazo de mierda y llevoslo a nuestra crcel militar. Puede quedarse all sufriendo mientras yo soluciono esto con su comandante. - Esperad -un hombre sali de entre la multitud y su figura imponente se situ junto a Macro. Le sacaba una cabeza a Macro, la anchura de sus hombros se corresponda con su estatura y bajo la luz anaranjada de la lmpara su rostro pareca duro y curtido-. Me llevar a este hombre a la Dcima. Nosotros nos ocuparemos de esto. Macro se mantuvo firme y mir a aquel hombre con recelo. - He dado mis rdenes. Voy a poner a este soldado bajo arresto. - No, va a venir conmigo. Macro esboz una sonrisa. -Y quin eres t? - El centurin de la Dcima legin que te est diciendo lo que va a pasar -respondi el hombre tambin sonriendo-. No un centurin meapilas de una cohorte auxiliar. Y ahora, si a tus muchachos auxiliares no les importa marcharse - Qu pequeo es el mundo! -repuso Macro-. Yo tampoco soy centurin de una cohorte auxiliar. Resulta que soy el prefecto de la Segunda iliria. Llevo mi vara de vid en honor a los viejos tiempos. De mi poca como centurin de la Segunda legin. El otro oficial se qued mirando a Macro un momento, tras lo cual se irgui y salud. - As est mejor -Macro asinti con la cabeza-. Y quin carajo eres t? - Centurin Porcio Cimber, seor. Segunda centuria, tercera cohorte. - Pues bien, Cimber. Este hombre se halla bajo mi custodia. Busca a tu legado y explcale la situacin. Su soldado ser castigado por atacar con un cuchillo a uno de los mos. Macro fue interrumpido por un profundo quejido que se alz del suelo cuando Menato se retorci de repente, zafndose de la presin de Cato. La sangre borbote enseguida. - Dnde demonios est esa tabla para llevarlo? -chill Cato, que volvi a apretar las manos contra la herida y se inclin sobre Menato-. No te muevas! - Mierda, tengo fro -murmur Menato, que parpadeaba mientras sus ojos se movan sin objetivo-. Oh, mierda, mierda, me duele. - Aguanta, Menato -le dijo Cato en tono firme-. Haremos que te vean esta herida. Te pondrs bien. La multitud de soldados y el puado de habitantes de la ciudad que se haban reunido se quedaron contemplando la escena en silencio mientras Menato se quejaba y respiraba con irregulares y bruscos resoplidos. Entonces empez a temblar intensamente y su cuerpo se contrajo de manera espasmdica, tensando como una piedra cada una de sus fibras por un instante, tras lo cual se desplom nuevamente en calle y el aliento escap por sus labios en un largo ltimo suspiro. Cato puso la oreja en el pecho ensangrentado del hombre y al cabo la apart, retirando tambin la mano de la herida de cuchillo. - Ha muerto. La multitud permaneci inmvil unos instantes. Entonces uno de los auxiliares gru: - Ese cabrn lo ha asesinado. Va a morir. Se alz un enojado coro de asentimiento, el gento se separ de inmediato en dos grupos y auxiliares y legionarios se enfrentaron unos a otros. Cato vio que las manos se volvan puos y que los hombres se agachaban levemente para afirmar las piernas, dispuestos a arremeter; Macro se interpuso entre ellos y levant los brazos.

- Basta ya! Es suficiente! Mantened las distancias! -tena una expresin furiosa e iba pasando la mirada de un lado a otro, desafiando a los soldados a que lo desobedecieran. Hizo una seal con la cabeza al centurin Cimber-. Llvate a tus hombres de vuelta al campamento. Ahora mismo. - S, seor! -Cimber salud y empuj a los enojados legionarios lejos de la taberna y del cuerpo que yaca en la calle. Uno de los auxiliares les grit mientras se marchaban: - Esto no va a quedar as! Hay que arreglar cuentas por lo de Menato! - Silencio! -exclam Macro a voz en cuello-. Cerrad la boca! Centurin Cato? - S, seor? -Cato se levant y se limpi las manos ensangrentadas en los flancos de su tnica. - Dale ventaja a Cimber y luego lleva a tus hombres de vuelta al campamento. Asegrate de que al prisionero no le ocurra nada. - Y qu hacemos con Menato? - Llvatelo tambin. Que los sanitarios preparen el cadver para un funeral. Mientras aguardaban a que los legionarios se hallaran a una distancia prudencial, Cato se acerc poco a poco a su comandante y le habl en voz baja: - No es una buena situacin. Lo ltimo que necesitamos es que los hombres entren en campaa con mala sangre entre ellos y los muchachos de la Dcima. - Tienes razn -rezong Macro-. Y ahora que nuestro soldado est muerto, tampoco hay futuro para Crispo. - Qu le ocurrir? - Por matar a un compaero soldado? -Macro mene la cabeza con aire cansino-. No cabe duda. Ser condenado a muerte. Y no creo que la ejecucin de Crispo zanje el tema. - Ah no? - Ya sabes cmo son los soldados con las rencillas. Ya es bastante malo cuando pertenecen a la misma unidad, pero esto llevar a una contienda entre la Segunda iliria y la Dcima, puedes estar seguro -Macro dio un profundo suspiro-. Y ahora tendr que redactar un dichoso informe para el gobernador e ir a verlo a primera hora de la maana. Ser mejor que me marche. Dame un momento y luego ponte en marcha con tus muchachos. - S, seor. - Te ver ms tarde, Cato. Mientras Macro recorra la calle a grandes zancadas, Cato se qued mirando el cuerpo que tena a sus pies. La campaa ni siquiera haba empezado y ya haban perdido dos hombres. Peor an, si Macro estaba en lo cierto, el dao provocado por una simple pelea de borrachos se enconara en el corazn de aquellos hombres. Justo cuando necesitaban de toda su atencin si queran derrotar a los partos.

CAPTULO III El cadver del auxiliar se haba dispuesto en unas andas y poco antes del alba, sus compaeros lo llevaron hasta la pira construida a corta distancia de las puertas el campamento. La centuria del soldado muerto haba montado la guardia de honor, pero casi todos los soldados de la cohorte haban hecho acto presencial. Macro haba notado su humor hosco y vengativo mientras pronunciaba una breve oracin por Menato y despu-

s encenda la pira. Los soldados miraron cmo las llamas prendan en la madera empapada de aceite y cobraban vida con un chisporroteo, mandando un arremolinado vrtice de humo y chispas hacia el cielo despejado. Cuando la pira empez a derrumbarse, Macro le hizo una seal con la cabeza a Cato para que diera la orden de regresar al campamento y los soldados dieron la vuelta en silencio y se marcharon. - Creo que no estn de muy buen humor -dijo Cato entre dientes. - No. Ser mejor que les busques algo que hacer. Mantenlos ocupados mientras busco a Longino. - Cmo? - No lo s -repuso Macro lacnicamente-. El listo eres t. T decides. Cato mir con sorpresa a su compaero, pero mantuvo la boca cerrada. Saba que Macro haba estado toda la noche ocupado con los informes y los preparativos para el funeral despus de haberse pasado el da anterior bebiendo y su malhumor era inevitable. De modo que Cato se limit a asentir con la cabeza. - Instruccin con armas. Con armas de entrenamiento. Eso los agotar. Unas cuantas horas con las espadas doblemente pesadas y los escudos de mimbre agotaran al ms fuerte de los hombres. Macro esboz una leve sonrisa. - Encrgate de ello. Cato salud y se dio la vuelta para seguir a los soldados que se dirigan al interior por la puerta principal. Macro se lo qued mirando un momento, preguntndose si Cato llegara a dominar del todo la tcnica de instruccin a la que Macro haba tardado muchos aos en acostumbrarse. En tanto que Macro poda gritar las rdenes, y no pocos insultos, con voz lo bastante alta para hacerse or por toda la plaza de armas durante horas seguidas, Cato todava no haba desarrollado sus pulmones en la misma medida y sola dar la impresin de ser ms un maestro de escuela que el centurin de primera lnea que haba demostrado ser. Con unos cuantos aos ms a sus espaldas, reflexion Macro, el joven lo hara con la misma naturalidad que cualquier otro oficial. Y hasta entonces? Macro suspir. Hasta entonces, Cato tendra que seguir demostrando que era digno del rango al que tan pocos soldados de su edad haban ascendido. Macro se volvi hacia las puertas de Antioqua. El gobernador haba requisado una de las mejores casas de la ciudad para su cuartel general. As pues, para Casio Longino no haba un pretorio de construccin rudimentaria. Ni la relativa incomodidad de un conjunto de tiendas de marcha bien equipadas. Macro sonri forzadamente. Si haba algo seguro respecto a la inminente campaa era que el general del ejrcito viajara con toda clase de lujos que el resto de sus hombres slo podan soar mientras marchaban pesadamente con la armadura completa bajo el peso de las cargadas horcas que sostenan el equipo. - Me encantan los hombres que predican con el ejemplo -se dijo en voz baja, y empez a andar para acudir a su cita con Longino. *** El gobernador de Siria levant la vista del informe y se reclin en la silla. Al otro lado de la mesa estaban sentados Macro y el legado Amacio, comandante de la Dcima legin. Longino los observ en silencio un momento y enarc las cejas. - No puedo decir que est muy contento con la situacin, caballeros. Hay un hombre muerto y otro que se enfrenta a un castigo. Me imagino que esto provocar mucho resentimiento entre vuestras respectivas tropas. Como si preparar al ejrcito para la guerra no fuera ya bastante difcil, ahora tengo que ocuparme de esto.

Macro not que se enfureca ante el tono acusador de su superior. No era culpa suya que Menato estuviera muerto, ni mucho menos. Si Cato y l no hubieran intervenido para evitar que la situacin se descontrolase, esta maana habra ms piras arrojando sus columnas de humo al cielo en el exterior del campamento. Lo menos probable era que Crispo fuera el nico legionario armado con un cuchillo entre la multitud de la taberna la noche anterior. O que ninguno de los soldados de Macro fuera igualmente armado. En un ambiente de ebrias discrepancias, la pelea podra haberse generalizado fcilmente y las cosas se hubieran puesto mucho ms feas. Macro contuvo su irritacin al contestar: - Es un incidente desafortunado, seor, pero podra haber sido peor. Tenemos que asegurarnos de que los muchachos se tranquilizan y se olvidan del asunto lo antes posible. Mis hombres y los de la Dcima, seor. - Tiene razn -asinti el legado Amado- Hay que resolver rpidamente esta cuestin, seor. Mi soldado debe ser juzgado y castigado. - Castigado. -Longino se acarici el mentn-. Y qu castigo sera adecuado para este tal Crispo, me pregunto yo? Est claro que si queremos evitar ms incidentes como el de anoche hay que dar ejemplo. Amacio asinti. - Por supuesto, seor. Tiene que ser una paliza como mnimo. Eso y degradarlo. Mis hombres no van a olvidarlo fcilmente. - No -Macro mene la cabeza con firmeza-. Eso no servir. Un soldado ha muerto innecesariamente porque Crispo sac un cuchillo. Poda haber peleado limpio y no lo hizo. Ahora debe afrontar todas las consecuencias de sus acciones. Las normas son muy claras. Constaba en sus rdenes vigentes, seor. Todo soldado fuera de servicio que se encuentre dentro de los muros de la ciudad tiene prohibido llevar armas, supongo que pensando precisamente en un incidente semejante al que ocurri anoche. No es as, seor? - S, supongo que s -Longino tendi la mano abierta hacia Macro-. Y cmo crees que tendra que ser castigado? Macro se hizo fuerte. La idea de mandar a Crispo a la muerte no le proporcionaba ninguna satisfaccin, pero saba que las consecuencias de no hacerlo daaran gravemente la disciplina del ejrcito. Mir al gobernador directamente a los ojos. - Una ejecucin, que llevarn a cabo los soldados de su propia centuria delante de los dems miembros de su cohorte. - Y por cierto, puede decirme quin es el comandante de la cohorte? - Resulta que es el centurin Cstor -respondi Amacio con acritud. Mir al gobernador-. En su ausencia, puedo decirle que los soldados no tolerarn el castigo que sugiere el prefecto Macro. Y por qu deberan hacerlo? Al fin y al cabo el hombre al que mat era un maldito auxiliar. Lamento esta muerte tanto como el prefecto Macro, pero la prdida de la vida de ese hombre no se puede comparar a la prdida de un legionario y ciudadano romano. Sobre todo cuando simplemente fue el resultado de una pelea callejera de borrachos -se volvi a mirar a Macro-. S lo que ocurri, Macro. He realizado mis propias indagaciones. Por lo visto tu soldado le hizo trampas al legionario en una Partida de dados. - No es lo que dicen mis hombres, seor. - Bueno, esto era de esperar, no? Ellos quieren arrancarle la piel a mi hombre. Diran cualquier cosa para conseguirlo. - Al igual que sus soldados diran cualquier cosa para salvarle la piel -replic Macro en tono glido-. Creo que tenemos que aceptar que las versiones de los soldados sern tendenciosas. Pero yo estaba all. Vi lo ocurrido. Con todo respeto, seor, usted no estaba. Crispo es culpable. Hay que castigarlo segn la ley militar.

Amacio frunci el ceo unos instantes y contest con forzada cordialidad: - Mira, prefecto, comprendo tus sentimientos sobre este asunto. Es natural que compartas con tus hombres el deseo de venganza. - No se trata de venganza, seor. Es justicia. - Llmalo como quieras. Pero escchame. Si el que hubiera sacado el cuchillo fuera tu hombre querras salvarle la vida, no es cierto? - Lo que yo quiera es irrelevante, seor -repuso Macro con firmeza-. El castigo para semejante delito est muy claro. - Mira -insisti Amacio-, t antes eras legionario, no es as? - S, seor. Y? - Pues que debes tener cierta lealtad hacia tus compaeros de la legin. No querrs que ejecuten a un compaero por la muerte de un recluta provinciano, no? Al or que describa a sus hombres como reclutas provincianos, Macro sinti que su incrementada furia le haca palpitar la sangre en las venas. Se trataba de la Segunda iliria. Los soldados que haban rechazado a un ejrcito rebelde, apoyado por Partia, y que el ao anterior haban sofocado el levantamiento en Judea. Los soldados eran fuertes y tenan agallas, y haban demostrado su vala cuando de verdad importaba, en batalla. Macro estaba orgulloso de ellos. Lo bastante orgulloso para situar su lealtad hacia ellos por encima de cualquier cosa que le debiera a la hermandad de las legiones. Esta idea le sobrevino de repente y lo cogi por sorpresa. Entonces se dio cuenta de que era cierto. Se haba entregado a su nuevo mando ms de lo que haba credo. Macro senta hacia sus soldados un fuerte sentido de la responsabilidad y del deber y de ninguna manera iba a dejar que un aristcrata consentido como Amacio intentara abrir una brecha entre l y los hombres de la Segunda iliria. Macro respir hondo para calmarse antes de responder: - Ningn legionario de los que conozco se rebajara tanto como para hacer semejante peticin, seor. Amacio tom aire rpidamente, se sent muy erguido y dirigi una mirada fulminante a Macro. - Esto es una grave insubordinacin, prefecto. Si estuvieras en mi legin te degradara por esto. Longino carraspe. - Pero no est en tu legin, Galo Amacio, de modo que no se encuentra bajo tu jurisdiccin. Sin embargo -Longino sonri-, est a mis rdenes, y no tolerar semejante desacuerdo entre mis oficiales. As pues, prefecto, te pedir que retires el ltimo comentario y que te disculpes. Macro dijo que no con la cabeza. - Vyase al infierno, seor. - Estoy seguro de que lo har, pero no porque t lo digas. Y ahora vas a disculparte o tendr que buscar a otra persona para ponerla al mando de la Segunda iliria. - Estoy seguro de que a alguno de mis oficiales le encantara tener la oportunidad de poner a punto a golpes a esos auxiliares -aadi Amacio con deleite-. Uno de mis tribunos, quiz. Macro apret los dientes. Aquello era intolerable. Los dos aristcratas lo estaban utilizando para divertirse, pero por mucho que l quisiera revelar abiertamente su desprecio por ellos y por todos los de su calaa -polticos que jugaban a ser soldados-, no se atrevi a dejar que su orgullo se antepusiera a los intereses de sus hombres. Un tribuno sabelotodo de la Dcima legin con debilidad por la gloria era lo ltimo que necesitaba la cohorte cuando tuvieran que enfrentarse a los partos. Macro trag saliva con fuerza y se volvi a mirar a Amacio con expresin fra.

- Le pido disculpas, seor. Amacio sonri. - Eso est mejor. Uno tiene que saber cul es su lugar. - En efecto -aadi Longino-. Pero bueno, ya est solucionado. An tenemos que decidir qu hacer con este legionario tuyo. - S, seor -Amacio seren sus facciones-. Un castigo en la lnea del que he sugerido es suficiente, dadas las circunstancias. Aun cuando entiendo cmo se siente el prefecto sobre el asunto, al fin y al cabo estamos hablando de la vida de un ciudadano romano. Macro decidi realizar un ltimo intento de razonar con el gobernador y se inclin hacia l mientras hablaba: - Seor, no puede permitir que este hombre eluda el castigo que se merece. Tiene que pensar en cmo lo ver el ejrcito entero. A menos que deje claro a los soldados las consecuencias si transgreden las normas y llevan cuchillos fuera de servicio, entonces continuarn hacindolo y, tal como estn las cosas, sta no ser la ltima muerte en las calles de Antioqua. Crame, seor, no me complace pedir la muerte de ese hombre, pero debe considerar cunto dao se har perdonndole la vida. Longino frunci el ceo y a continuacin se puso de pie de repente y cruz la habitacin a grandes zancadas hasta el balcn que daba al jardn de la casa. Mir ms all de las dependencias de los esclavos cuya parte trasera limitaba con el jardn, por encima de la ciudad y de las murallas hacia la larga empalizada que, a una corta distancia, encerraba el campamento del ejrcito en un terreno elevado. Una tenue nube de polvo indicaba cierta actividad a un lado del campamento: una patrulla, o una de las unidades entrenndose en la extensin de terreno despejado y allanado para la instruccin y los desfiles espordicos. Se qued mirando un momento ms y al cabo se dio la vuelta nuevamente hacia los dos oficiales que seguan sentados frente a su mesa. - Muy bien, he tomado una decisin. *** Cato recorri lentamente la lnea de postes situada en uno de los lados del enorme campo de ejercicios. El contingente de infantera de la Segunda iliria formaba filas delante de cada uno de los postes y todos los soldados iban armados con una espada de madera de entrenamiento con un pesado lastre de plomo en el pomo y otro delante del ancho borde de la guarnicin. Con la mano izquierda asan los escudos de madera, diseados para que fueran ms pesados que sus equivalentes del campo de batalla. Si un soldado aprenda a empuar un equipo as con facilidad mientras realizaba la instruccin, luchara con ms fuerza y seguridad contra un enemigo real. Pero, de momento, los auxiliares slo se abalanzaban contra los postes de prctica con un rugido y les propinaban una violenta serie de golpes hasta que Cato haca sonar su silbato; entonces cada uno de los soldados recuperaba la posicin y se retiraba al final de la fila y el soldado siguiente atacaba el poste. Cato advirti que arremetan con ganas, y se imagin que cada uno de ellos haba colocado mentalmente a Crispo en cada uno de los postes. Sea como fuere, llevaban entrenndose sin quejarse gran parte de la maana bajo un sol ardiente. Cato decidi que siguieran hasta medioda y luego los mandara a las tiendas a descansar. La tarde la pasara con el contingente montado, practicando ataques contra los mismos postes, acercndose a ellos a galope tendido y rodendolos, una propuesta mucho ms delicada para los jinetes. Gracias al entrenamiento incesante, Cato confiaba en que la Segunda iliria dara

lo mejor de s cuando marcharan a la guerra contra Parta. Sonri. Ya daba por sentado que habra una guerra. Nunca dejaba de pensar en la prxima campaa y, a pesar de la confianza que tena en sus soldados, Cato estaba ansioso por combatir a los partos. Se daba perfecta cuenta de las dificultades en las que se vean los soldados romanos al enfrentarse a las tcticas partas. El enemigo haba desarrollado sus habilidades en la guerra montada a lo largo de cientos de aos y contaba con uno de los ejrcitos ms formidables del mundo conocido. Su mtodo era sencillo e invariable. El primer ataque se realizaba con arqueros a caballo que acribillaban a sus contendientes con flechas, intentando desbaratar su formacin, y despus el pequeo cuerpo de catafractos con armadura pesada cargaba con sus lanzas y haca pedazos a su oponente. Dicha tctica les haba funcionado bien contra la mayora de sus enemigos y fue la causa de la destruccin del ejrcito de Craso haca varias dcadas. Ahora un nuevo ejrcito romano se estaba preparando para enfrentarse al podero de los partos, no sin cierto temor. - Seor! -uno de los optios que ayudaban a Cato con el entrenamiento lo llam y seal con su bastn las colinas del este. Cato se volvi para mirar y ote el horizonte de cuestas rocosas salpicadas con macizos de cedros. Entonces vio un resplandor en un barranco poco profundo que descenda hacia Antioqua. Entrecerr los ojos y alz la mano para protegerse de la luz mientras intentaba distinguir ms detalles. Una columna de diminutas figuras a caballo surga de la boca del barranco- El optio se acerc a Cato a grandes zancadas y ambos airaron a la lejana mientras los incesantes golpes sordos del entrenamiento continuaban detrs de ellos. - Quin diablos son? -mascull el optio. Cato mene la cabeza. - Es imposible decirlo todava. Podra tratarse de una caravana proveniente de Calcis, de Beroea o incluso de Palmira. - Una caravana? No lo creo, seor. No veo ningn camello. - Es cierto -Cato se qued mirando al lejano grupo de jinetes que seguan saliendo del barranco hasta que aparecieron al menos un centenar. Cuando la luz del sol se reflej en las armas y las armaduras, Cato sinti el indicio de un miedo glido que le recorri la nuca. Baj la mano y dio rdenes al optio con calma-. Lleva a los hombres de vuelta al campamento y llama a nuestra caballera. Los quiero aqu, listos para entrar en accin. Manda recado al general de que hemos avistado al este una columna de jinetes. - Quin le digo que son? Cato se encogi de hombros. - De momento es imposible estar seguros. Pero no tiene sentido correr ningn riesgo. Ahora ve. El optio salud y se alej, ordenando a los auxiliares a voz en cuello que abandonaran la instruccin y formaran. Los soldados ocuparon su posicin con paso cansino y, cuando todos estuvieron listos, la pequea columna cruz la plaza de armas hacia la puerta del campamento dejando all a Cato, que segua atento a los distantes jinetes. Cuando el ltimo sali del barranco, Cato calcul que deban de ser al menos doscientos. Y al frente del grupo, la tira roja y dorada de una bandera ondeaba perezosamente en la brillantez de la atmsfera. Los jinetes continuaron su acompasada aproximacin a Antioqua y al campamento del ejrcito que se extenda por el paisaje frente a los muros de la ciudad. No se trataba de un intento de sorprender a alguna patrulla romana desprevenida, razon Cato. Los jinetes tenan toda la intencin de ser vistos. Del interior del campamento surgieron las estridentes notas de una bocina y al instante los primeros miembros de los escuadrones montados de la Segunda iliria salieron por la puerta al trote y formaron dos lneas en un extremo de la plaza de armas, esperando a que los soldados de los otros tres escuadrones ocuparan su posicin a la derecha. Cuan-

do el ltimo de los soldados de caballera aline su caballo y el contingente montado de la cohorte agarraba con ms fuerza sus lanzas escrudiando a los jinetes en la distancia, un pequeo grupo de oficiales de estado mayor sali por las puertas de la ciudad y galop por el sendero hacia Cato y sus hombres. Cato identific de inmediato el vistoso penacho rojo de la figura que iba en cabeza y sinti un leve consuelo por que el gobernador de Siria se hiciera cargo de la situacin. El grupo de oficiales se detuvo levantando un remolino de polvo y guijarros y Cato vio que Macro y el legado de la Dcima cabalgaban con el gobernador y los miembros de su estado mayor. Longino extendi el brazo hacia Cato. - Centurin! Rinde informe. - Es lo que puede ver, seor -Cato hizo un gesto con la cabeza hacia la columna que se acercaba-. Van armados pero todava no han hecho ningn movimiento hostil. Longino mir fijamente a los jinetes. La distante columna se haba detenido, haba formado una lnea transversal al sendero que llevaba al barranco y un pequeo grupo de jinetes, rodeando el estandarte que Cato haba visto antes, se separaba del cuerpo principal y galopaban cruzando la extensin de terreno entre las colinas y el campamento. Cuando estuvieron ms cerca, lleg a odos de los romanos el montono toque de un cuerno. Longino se volvi a mirar al legado Amacio que iba montado a su lado. - Por lo visto alguien desea una tregua. - Una tregua? -Amacio mene la cabeza con asombro-. Pero quin diablos son? Cato mir a los jinetes que se acercaban y que ya estaban a menos de una milla de distancia. El polvo que levantaban sus monturas formaba un teln de fondo que haca ms fcil distinguir los detalles de sus cascos cnicos, sus tnicas sueltas y las fundas de los arcos que colgaban de las sillas de montar. Cato baj la mano y se dio la vuelta para dirigirse a su comandante. - Son partos, seor. - Partos? -Longino desliz la mano a la empuadura de su espada-. Partos. Qu demonios estn haciendo aqu? Delante de nuestras narices Los jinetes frenaron sus monturas a no ms de cien pasos de distancia de Cato y los dems oficiales y, tras un momento de pausa, uno de ellos hizo avanzar poco a poco a su caballo y se acerc a los romanos con cautela. - Ordeno a nuestros hombres que avancen, seor? -pregunt Macro sealando el escuadrn de la Segunda Hia. - No. Todava no -contest Longino con calma y con la mirada fija en el jinete que se aproximaba. - Partos -Amacio se rasc el mentn con nerviosismo-. Qu querrn? Longino apret la mano en la empuadura de su espada y respondi entre dientes: - No tardaremos en saberlo.

CAPTULO IV El parto se detuvo a corta distancia de los oficiales romanos y les hizo una reverencia. Retir el pauelo de seda que le cubra el rostro, dejando al descubierto unos rasgos morenos. Cato vio que el hombre llevaba unas manchas de kohl en torno a los ojos y tena

un bigote y una barba muy bien cuidados. Sonri ligeramente antes de hablar en un latn con leve acento. - Mi amo, el prncipe Metaxas, os manda saludos y querra hablar con el gobernador de la provincia de Siria -recorri con la mirada a los oficiales romanos-. Supongo que uno de vosotros, los oficiales bien vestidos, puede avisar al hombre que busco. Longino hinch el pecho, irritado. - Soy Casio Longino, gobernador de Siria y comandante del ejrcito del Imperio oriental. Qu quiere tu amo? - El prncipe Metaxas ha sido enviado por nuestro rey para discutir ciertas disputas entre Parta y Roma con la esperanza de que las dos potencias puedan resolver dichas disputas sin recurrir a la fuerza. Nuestro rey no desea causar ninguna baja innecesaria en las filas de vuestras magnficas legiones. - No me digas! -terci el legado Amacio con irritacin-. Bueno, pues veamos lo bien que lo hacen los figurines de sus jinetes cuando se enfrenten a la Dcima. - Silencio! -espet Longino a su subordinado. Dirigi una mirada fulminante a Amacio y se volvi a dirigir de nuevo al emisario parto-. Hablar con tu amo. Trelo aqu. El parto le sonri. - Lamentablemente mi amo ha odo que algunos romanos no siempre han respetado las tradiciones de la tregua. La expresin de Longino se ensombreci y repuso con frialdad: - Te atreves a acusarme de semejante infamia? - Por supuesto que no, mi seor. No personalmente. - Pues trae aqu a tu amo para que hable conmigo. Si es que tiene agallas. - Agallas? -el parto estaba desconcertado-. Perdneme, mi seor, no estoy seguro del significado de este modismo. - Dile a tu amo que no hablar con su esclavo. Dile que hablar con l aqu y ahora, si es que tiene el valor de atreverse a salir de detrs de su escolta. - Se lo dira con mucho gusto, pero preveo que responder a su oferta del mismo modo -el parto seal a los dems oficiales y a la caballera de la cohorte de Macro-. Estoy seguro de que un gran general como mi seor ser lo bastante valiente para aventurarse ms all de la proteccin de unos guardaespaldas de aspecto tan formidable como stos. Pero, en deferencia a sus comprensibles preocupaciones, mi amo me ha permitido sugerir que os encontris los dos entre nuestras respectivas fuerzas. Longino dirigi una breve mirada al terreno abierto entre el campamento y los jinetes de lujosa tnica. -Solos, quieres decir? -S, mi seor. - No lo haga, seor -le dijo Amacio entre dientes-. Tiene que ser alguna clase de trampa brbara. No tiene ni idea de lo traidores que pueden llegar a ser los de su calaa. Macro carraspe. - No lo s. Dudo que este tal prncipe Metaxas pueda hacer mucho dao estando solo. Amacio se volvi bruscamente hacia Macro. - Y t qu demonios sabes, prefecto? Los partos podran abatir al gobernador con sus disparos mucho antes de que llegara al sitio. Macro se encogi de hombros. - Es posible, seor. Pero se arriesgaran a darle tambin a su propio hombre. Adems, est la cuestin del desprestigio. Si el gobernador se echara para atrs. Bueno, estoy seguro de que al menos la gente de Roma lo entendera. - Seores! -el parto alz la mano-. Os ruego me perdonis por intervenir en vuestra disputa, pero si consideris que un encuentro as supone demasiado peligro podra sugerir que ambas fuerzas de apoyo retrocedan hasta quedar fuera del alcance de los arcos, y

que mi prncipe y el gobernador se renan con, digamos, tres acompaantes cada uno? No se disiparan as vuestros recelos y temores? - Temores? -dijo Longino, irritado-. Yo no tengo miedo, parto. Roma no le tiene miedo a nadie, y menos aun a los brbaros del este. - Me alegra orlo, mi seor. En cuyo caso, puedo informar a mi amo de que usted y sus compaeros se reunirn con l? Cato intent disimular la gracia que le hizo la facilidad con la que el gobernador haba sido manejado para que accediera a la oferta del parto. Sin embargo, Longino estaba furioso y tard un poco en recuperar el control de s mismo. Al darse la vuelta con cara de pocos amigos vio la expresin de Cato y lo seal con el dedo. - Centurin Cato, puesto que pareces estar de tan buen humor, me acompaars. T, tu amigo Macro y el legado Amacio. El resto de vosotros reunos con los soldados montados. Os quedaris aqu. Si doy la seal vendris en nuestra ayuda lo ms rpidamente posible. Vamos! Se volvi nuevamente hacia el parto y le dijo con un gruido: - Dile a tu amo que nos reuniremos en cuanto el resto de sus hombres se haya retirado a una distancia prudencial. - Muy bien, mi seor -el parto inclin la cabeza, hizo dar la vuelta a su montura de inmediato y galop de nuevo hacia sus compaeros antes de que el gobernador tuviera oportunidad de cambiar las condiciones del encuentro. Mientras miraban cmo se alejaba, Macro se dirigi a Cato y le dijo en voz baja. - Muchas gracias por involucrarme. - Lo siento, seor -Cato seal al escuadrn montado-. Bueno, ser mejor que me busque un caballo. - Estupendo. Hazlo. Antes de que causes ms problemas. Mientras Cato sala al trote detrs de los dems oficiales, Amacio, Macro y el gobernador vieron que los partos daban la vuelta a sus monturas y se alejaban dejando atrs al emisario, al portaestandarte y a otros dos. Macro hinch las mejillas. - Tiene alguna idea de lo que quieren, seor? - No. Ni la ms mnima -Longino guard silencio un momento antes de continuar-: No entiendo cmo se acercaron tanto al ejrcito sin que los v