6. El periodo helenístico y romano: un ancho mundo por...

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Historia de la Filosofía 107 6. El periodo helenístico y romano: un ancho mundo por explorar y una vida feliz por conquistar. 6.1. La crisis del clasicismo. 6.1.1. Desarraigo sociopolítico. 6.1.2. Los ideales individualistas. 6.2. Las escuelas morales helenísticas. 6.2.1. Estoicismo. 6.2.2. Epicureísmo. 6.2.3. Escepticismo. 6.3. La ciencia alejandrina. 6.4. El neoplatonismo. 6.5. El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual. 6.1. La crisis del clasicismo. La época clásica de la civilización griega concluye en las postrimerías del siglo IV a.C.. Finaliza con ella una etapa de florecimiento de las artes y el pensamiento, con rasgos socio-políticos y culturales condicio- nados por las características y la evolución de la polis. Es un tópico pensar que el clasicismo representó una época de equilibrio y armonía en todas las manifestaciones culturales creadas por los griegos, mientras que la época helenística que le sigue se imagina como un periodo de decadencia, desequilibrio, excesos y disonancias artísticas e intelectuales. En realidad, ni la etapa clásica responde del todo fielmente al perfil de una edad dorada y serena – por el contrario, gran parte de los conflictos que estallan en la época helenística vinieron determinados por las profundas fisuras y fuertes contradicciones arrastradas durante siglos por la civilización helena, – ni la época helenística debe ser denigrada como fase de decadencia: en el periodo que ésta última abarcó (convencionalmente hasta el año 31 a.C., cuando, por la batalla de Accio, Octavio Augusto incorporó a Roma el reino helenístico de Egipto) se produjeron en el arte, el pensamiento, la ciencia y la política creaciones verdaderamente geniales que, siendo en gran medida deudoras del clasicismo, no carecen de características propias que en algunos aspectos son más interesantes para nuestra mirada que las creaciones clásicas y de rango al menos equiparable a éstas. Cuando Roma impuso su hegemonía en toda la cuenca del Mediterráneo, su civilización quedó impregnada de la influencia cultural griega, cuyas señas de identidad se mantuvieron así intactas hasta la decadencia y caída del Imperio de Occidente, en el siglo V d.C., y fueron la base sobre la que se asentó en Oriente el Imperio Bizantino. Veamos dos características importantes de la mentalidad helenística que tuvieron honda repercusión en la filosofía de este periodo. Página de una obra del matemático Euclides. Las matemáticas y las ciencias, como la filosofía, florecieron en la época helenística.

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Historia de la Filosofía 107

6. El periodo helenístico y romano: un ancho mundo por explorar y una vida feliz por conquistar.

6.1. La crisis del clasicismo. 6.1.1. Desarraigo sociopolítico. 6.1.2. Los ideales individualistas.

6.2. Las escuelas morales helenísticas. 6.2.1. Estoicismo. 6.2.2. Epicureísmo. 6.2.3. Escepticismo.

6.3. La ciencia alejandrina. 6.4. El neoplatonismo. 6.5. El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual.

6.1. La crisis del clasicismo. La época clásica de la civilización griega concluye en las postrimerías del siglo IV a.C.. Finaliza con ella una etapa de florecimiento de las artes y el pensamiento, con rasgos socio-políticos y culturales condicio-nados por las características y la evolución de la polis.

Es un tópico pensar que el clasicismo representó una época de equilibrio y armonía en todas las manifestaciones culturales creadas por los griegos, mientras que la época helenística que le sigue se imagina como un periodo de decadencia, desequilibrio, excesos y disonancias artísticas e intelectuales. En realidad, ni la etapa clásica responde del todo fielmente al perfil de una edad dorada y serena – por el contrario, gran parte de los conflictos que estallan en la época helenística vinieron determinados por las profundas fisuras y fuertes contradicciones arrastradas durante siglos por la civilización helena, – ni la época helenística debe ser denigrada como fase de decadencia: en el periodo que ésta última abarcó (convencionalmente hasta el año 31 a.C., cuando, por la batalla de Accio, Octavio Augusto incorporó a Roma el reino helenístico de Egipto) se produjeron en el arte, el pensamiento, la ciencia y la política creaciones verdaderamente geniales que, siendo en gran medida deudoras del clasicismo, no carecen de características propias que en algunos aspectos son más interesantes para nuestra mirada que las creaciones clásicas y de rango al menos equiparable a éstas. Cuando Roma impuso su hegemonía en toda la cuenca del Mediterráneo, su civilización quedó impregnada de la influencia cultural griega, cuyas señas de identidad se mantuvieron así intactas hasta la decadencia y caída del Imperio de Occidente, en el siglo V d.C., y fueron la base sobre la que se asentó en Oriente el Imperio Bizantino. Veamos dos características importantes de la mentalidad helenística que tuvieron honda repercusión en la filosofía de este periodo.

Página de una obra del matemático Euclides. Las matemáticas y las ciencias, como la filosofía, florecieron en la época helenística.

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6.1.1. Desarraigo sociopolítico. Al final del siglo IV se produjo la desaparición de las tradicionales polis griegas como células sociopolíticas fundamentales: absorbidas por el reino macedonio, no resurgieron tras la prematura muerte de Alejandro Magno en 323 a.C., con poco más de 30 años, sino que quedaron integradas en unidades políticas mucho mayores, desde el punto de vista demográfico y geográfico, así como político y administrativo: los reinos helenísticos resultantes de la partición del imperio entre los generales de Alejandro que le sucedieron al no dejar aquél descendencia legítima que heredase el trono.

Sin embargo, además de esta circunstancia, se pueden rastrear en la época clásica las razones ideológicas por las que las polis fueron impotentes al intentar recuperar su independencia perdida ante unos reinos no muy estables y en constantes enfrentamientos entre sí. Por un lado, desde que los sofistas, en la edad dorada de la polis democrática, proclamaron el relativismo de las normas y costumbres y, por tanto, la falta de fundamento para cualquier régimen político de arro-garse una posición de superioridad sobre los otros, y por otro, desde que algunos de tales sofistas vaciaron de fundamento el prejuicio heleno de sentirse superiores a los pueblos bárbaros y proclamaran la igualdad de todos los humanos, la marcha de la historia no había sino confirmado con hechos tales posiciones teóricas.

Alejandro impuso idéntico régimen y los mismos derechos para todos sus súbditos, fueran griegos, persas o egipcios, y había adoptado, en la organización de su vasto imperio, muchas de las fórmulas administrativas de los pueblos conquistados. El localismo griego, representado por los limitados intereses de las minúsculas polis clásicas, estaba condenado a desaparecer. Pero no olvidemos que ya en el siglo V, época dorada del clasicismo, dos estados rivales, Atenas y Esparta, se disputaron en largas y desangrantes guerras la hegemonía política sobre el resto de los pequeños estados que formaban el ámbito griego, una conflictividad intestina que prosiguió durante gran parte del siglo IV con nuevos protagonistas.

Al morir, Alejandro legó su vasto imperio al “más fuerte”; tras años de guerras entre sus generales-herederos (los “diádocos”), éstos acabaron repartiéndoselo. En estos nuevos reinos se disolvió al fin la independencia de las viejas polis griegas, que no su espíritu cul-tural, fecundado en la época helenística por el contacto y el mestizaje con tradiciones tan diversas como la egipcia, la persa o la india.

Naturalmente, la expansión del poder de Roma por gran parte del área cultural helenística no hizo sino afianzar esta desafección por los contextos socio-políticos y culturales de pequeña escala. De hecho, la mentalidad predominante durante este largo periodo histórico se alimentó de una amalgama de elementos heterogéneos, unos propiamente griegos, otros orientalizantes y, naturalmente, otros aportados por la diversidad de pueblos que quedaron bajo el poder romano a lo largo de los siglos. Cuando se piensa en la época helenística, la palabra eclecticismo resume mejor que ninguna otra el espíritu de los tiempos. La actitud, más bien negativa al principio, que la pérdida del marco social y político de la polis produjo en cada vez más personas fue no sentirse arraigado ni perteneciente a ningún país, sino más bien "ciudadano del

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mundo", kosmopolita. Tal fue la postura defendida por algunas escuelas filosóficas menores, como la de los cínicos – a la que tanto debieron los estoicos – si bien no con el significado positivo que hoy día tiene el término "cosmopolita" – multiculturalismo, tolerancia, encuentro y diálogo entre pueblos, etc. – sino como denuncia de la parcialidad y arbitrariedad, basadas tan sólo en los convencialismos sociales, del contexto cultural, moral y político de las tradicionales polis.

6.1.2. Los ideales individualistas. En este nuevo marco sociopolítico e ideológico, en el que los vínculos comunitarios se diluyeron en la vastedad de los grandes imperios, las personas, al perder su sentimiento de pertenencia a un lugar y a un pueblo, se sintieron desarraigadas. La exigencia clásica de fundamentar la acción y la vida humanas en el escenario colectivo de la vida política – algo no cuestionado por Sócrates, Platón ni Aristóteles, e incluso admitido por algunos de los sofistas mayores, como Protágoras y, probablemente, Gorgias – pierde toda su fuerza: el nuevo ideal moral, por el contrario, destaca la necesidad de un valimiento individual, puesto que no hay contexto social y político a través del cual la persona pueda adquirir y practicar la virtud.

La época helenística fue una etapa de afirmación individualista, lo cual, en lo filosófico, se plasmó en la autosuficiencia del sabio (sofós), persona que por méritos propios ha adquirido los conocimientos adecuados sobre la realidad y la vida como para saber atenerse en la suya propia a la consecución del fin bueno y verdadero de la existencia humana. Pero este individualismo no descartó del todo la necesidad de establecer vínculos humanos con los otros: se trataba más bien, eso sí, de favorecer aquellas formas de comunidad humana voluntariamente elegidas y cuyo fin era el progreso de la sabiduría individual de sus miembros, las escuelas filosóficas. En su seno, una vez repudiados los hábitos y valores mundanos, se impartía una formación que abarcaba el estudio de la naturaleza y el desarrollo del autodominio y la autosuficiencia propia del sabio helenístico. La Academia platónica y el Liceo aristotélico prosiguieron su actividad filosófica y científica a lo largo de todos estos siglos, aunque modificada por estos rasgos que acabamos de describir. La primera, en particular, evolucionó desde posturas platónicas dogmáticas y la especialización en los estudios matemáticos y astronómicos, hacia planteamientos escépticos y eclécticos típicos de la época helenística. La escuela peripatética, por su parte, tuvo desarrollos menores que abarcaron investigaciones científicas e históricas concretas, en la línea de su fundador. Pero a estas dos escuelas ya consagradas en el siglo IV se suman ahora otras con caracteres singularmente helenísticos: el estoicismo y el epicureismo.

Las características generales de la época helenística se trasladaron también a su arte y, como suele pa- sar en épocas de inseguridad y crisis de los marcos de referencia de la vida social y política, se impone el gusto por las formas “barrocas”. La armonía y proporción de le escultura clásica se rompe en la adop-ción de gestos cotidianos (la Venus agachada, a la izquierda), la angustia tensa del dolor y la muerte (el Laocoonte, en el centro) o la expresión sin tapujos de la lascivia más explícita (el Fauno Barberini, a la derecha). Formas chocantes que celebran las pasiones, frente al equilibrio racional y exquisito de la época precedente.

6.2. Las escuelas morales helenísticas. Puede, sin duda, llamarse "morales" a estas escuelas, pues su interés principal era justificar ciertos modelos de conducta y vida como ideales morales deseables para alcanzar el mayor bien. Este interés ético y moral, sin embargo, se apoya en la adquisición de una sabiduría básica sobre la constitución del universo físico, que los miembros de estas escuelas adoptaron, generalmente de forma poco crítica, a partir de las

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teorías de varios autores presocráticos – aunque con frecuencia se entremezclaban con ella otras doctrinas de elaboración propia que defendían, atribuyéndoselas a tales pensadores antiguos y prestigiosos, por cuya autoridad pretendían darles respaldo –.

Saber que el mundo está constituido de una forma o de otra y se rige por unos u otros principios sentaba las bases de una vida verdaderamente sabia y, por tanto, virtuosa, pues el más elevado saber es, para estos autores, el de saber vivir bien, conforme a la naturaleza así desentrañada. Curiosamente las diferencias entre las escuelas se diluyen en este aspecto y en los ideales éticos propuestos. Pese a las discrepancias en cuanto a la concepción del universo y las enseñanzas morales concretas que las distinguen, llama la atención la práctica coincidencia que se da entre todas estas escuelas en cuanto a los rasgos definitorios del sabio: apatía, ataraxía, autodominio, imperturbabilidad, falta de deseos y pasiones individuales, o control estricto sobre ellos.

6.2.1. Estoicismo. Fundada en Atenas hacia 300 a.C. por Zenón de Citio, el nombre de la escuela deriva del lugar donde sus miembros impartían sus enseñanzas – una stoa o pórtico, lugar típico de las tertulias en las antiguas ágoras o plazas de las polis. – Zenón recibió influencias del cinismo y de la escuela megárica, lo que explica el interés de esta escuela por el estudio de la lógica, uno de los ámbitos de estudio predilectos de los megáricos. Otros estoicos de esta época, seguidores directos de Zenón, fueron Aristón de Quíos, Cleantes y Crisipo. De ellos se conservan sólo los fragmentos citados por autores posteriores. Pero la influencia del estoicismo fue duradera y, a través del cristianismo, llegó a épocas muy posteriores su concepción ascética de la moral. En cuanto al sistema físico, los estoicos recuperaron, complementaron y sistematizaron las ideas de Heráclito, interpretando literalmente la famosa imagen del fuego cósmico: el cosmos está constituido por un fuego eterno que es, al mismo tiempo, la sustancia material de una especie de Razón Universal y de la ley con que gobierna toda la realidad, de la que los estoicos hablan como si se encontrara infiltrada en la natura-leza – Razón y ley son materiales: el estoicismo acepta así el monismo materialista de los viejos milesios, adaptado a su interpretación del pensamiento de Heráclito.

Se ha interpretado a menudo esta doctrina como panteísmo y, ciertamente, los estoicos hablan de la Razón Universal como de la divinidad.

Zenón de Citio (Citio, Chipre, 332 a.C.-Atenas, 261 a.C.), fundador del estoicismo, así llamado porque im-partía sus enseñanzas en el Pórtico Pintado (en griego “Stoa Poikilé”), en el lado noreste del Ágora ateniense. Tuvo por maestro al cínico Crates, lo que explica las influencias de esta escuela socrática – y del propio Sócrates – en sus doctrinas.

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La sustancia es la materia prima de todos los entes: toda ella es eterna, y no crece ni decre-ce. Pero sus partes no siempre permanecen iguales, sino que se dispersan y se concentran. Por medio de ella se difunde la Razón del Todo, a la que algunos llaman Destino, como la simiente en la procreación.

Zenón de Citio, citado por ESTOBEO, Églogas, 1, 11, 5ª.

Los estoicos opinan que Dios es, sin duda, lo que es la materia o también que Dios es una cualidad inseparable de la materia y que él mismo transita a través de la materia como el semen a través de los órganos genitales.

CALCIDIO, Comentario al “Timeo” de Platón, 294.

Es llamativa la comparación con el semen, que permite entender la sustancia de la Razón universal como un principio vivificador que anima la realidad, como si toda ella fuera, en efecto, un inmenso ser vivo. Desta-ca también la asimilación de Razón y Destino, de hondas repercusiones morales para los estoicos. También, a propósito de Dios, podemos mecionar a Cleantes como el primero en formular las líneas básicas del llamado “argumento ontológico” para demostrar su existencia, atribución que casi siempre recae en el teólogo cristiano Anselmo de Canterbury. Este argumento es de especial interés para nosotros, por la importancia que recobró en el pensamiento racionalista moderno, particularmente en Descartes – y no será ésta la única influencia que reciba el racionalismo de los estoicos – y Leibniz1. Así lo expresaba Sexto Empírico:

Cleantes argumenta: si existe una naturaleza mejor que otra, tiene que haber una naturaleza mejor que todas; si hay un alma mejor que otra, tiene que haber un alma mejor que todas, y si hay un animal mejor que otro, debe haber un animal mejor que todos. No es posible, en efecto, llevar tales cosas hasta el infinito (...). Y a todos los animales que hay sobre la tierra probable-mente los supera y domina el hombre por su índole no sólo corpórea sino también psíquica. Vendría a ser, por consiguiente, el más poderoso y mejor de los animales. Y, sin embargo, el hombre no puede ser en absoluto el más poderoso de los animales, (...) ya que transita por la maldad todo el tiempo o (...) la mayor parte de él (...). Es además perecedero, débil y necesita-do de innumerables auxilios (...). De modo que el hombre no es animal perfecto sino incompleto y muy alejado de la perfección. Pero el perfecto y óptimo debe ser no solamente mejor que el hombre sino también repleto de todas las virtudes y ajeno a todo mal. No se diferenciará de un dios. Es, en realidad, un dios.

SEXTO EMPÍRICO, Contra los matemáticos, IX, 88.

El transcurrir de los acontecimientos tiene para los estoicos una forma cíclica que hace que los acontecimientos se reproduzcan de manera idéntica a intervalos regulares (es la conocida “tesis del Eterno Retorno” , que será retomada en el siglo XIX por Nietzsche), concluyendo cada ciclo en una especie de incendio universal que lo destruye todo y reinicia nuevamente el proceso. Puesto que la razón gobierna el universo, la meta del sabio es vivir de acuerdo con esa racionalidad y con la naturaleza, aceptando resignadamente el destino que se le tenga reservado y elevándose por encima de los deseos y los afanes personales, propios del resto de los humanos, que ignoran lo vano de sus esfuerzos por oponerse a los designios de esa razón universal. Así, el tradicional fatalismo griego, que ya se encontraba en los mitos en la forma de Hado, halla aquí su forma filosófica más depurada.

El conocimiento y la aceptación por el sabio de su destino le lleva a la apatía, actitud de desapego de toda pasión y deseo, por el que se hace autosuficiente – ya que no quiere ni necesita nada que no dependa de sí mismo, no hay más necesidades que aquéllas que uno pueda satisfacer por sí, sin depender de nada ni de nadie – y libre, puesto que hace coincidir su propia voluntad con lo que de todas formas va a suceder. En resumidas cuentas, el saber lleva a la conciencia del orden necesario y racional de la realidad y se identifica con la virtud, en tanto vida conforme a la naturaleza y su orden necesario. De ese conocimiento y esa actitud de aceptación del destino le vendrá al sabio todo el bien posible en la vida, frente al ignorante que

1 Precisamente el argumento ontológico es un ejemplo evidente de un enfoque a priori del conocimiento humano propio de los planteamientos racionalistas: la supuesta prueba procede por análisis del concepto de Dios, sin tener en cuenta para nada la experiencia sensible. El racionalismo moderno se pudo ver influido por el estoicismo en la admisión de conocimientos innatos, que los miembros de esta escuela denominaban “razones seminales” – otra vez la imagen del semen asociada a la razón: en este caso, se trata de conceptos que actúan como una especie de semillas o embriones de los que nace el saber. Probablemente el concepto obedezca a su particular interpretación del pensamiento de Heráclito acerca de la Razón Universal que todo lo impregna, incluida el alma humana.

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la desperdiciará luchando inútilmente por afanarse en lograr sus metas individuales y descarriadas.

Parécele, en efecto, a Zenón y a los filósofos estoicos que le siguen que hay dos clases de hombres, la de los sabios y la de los ignorantes; que es propio de los sabios practicar las virtu-des durante toda la vida, y de los ignorantes practicar los vicios. Por eso, a los unos les corres-ponde acertar siempre en todas las cosas que emprenden, y a los otros, equivocarse. Y el hom-bre sabio, aprovechando las experiencias de la vida en las cosas que realiza, todo lo hace bien, con sabiduría y templanza y conforme a las demás virtudes; el ignorante, por el contrario, [to-do lo hace mal]. Y el sabio (...) ni es obligado por nadie ni a nadie obliga; no es impedido ni impide; no sufre violencia de nadie ni a nadie hace violencia; no domina ni es dominado; no perjudica a nadie ni él mismo es pejudicado (...). Es, en gran manera, feliz, afortunado, dicho-so, rico, piadoso, amigo de los dioses, venerable, regio, apto para el mando militar, sociable, buen administrador de la casa y del dinero.

ESTOBEO, Églogas, II, 7, 11 g.

Séneca (Córdoba, 4d.C.-Roma, 65 d.C.) y Marco Aurelio (121-180 d.C.), dos insignes estoicos romanos. El primero sirvió en la corte de los emperadores Claudio, Calígula y Nerón. Por cierto, su muerte se pone como ejemplo de aceptación estoica de la inevitabilidad del destino: se suicidó desangrándose cuando cayó en desgracia a los ojos del emperador. El segundo, él mismo emperador, destacó en las campañas militares contra los bárbaros en Oriente Medio y el Danubio al mando de las legiones romanas. Pero también, y sobre todo, descolló por su cultura y sensibilidad intelectual, muy presentes en sus Meditaciones. En ellas destaca muy a menudo la insignificancia de los problemas humanos – incluso los de todo un emperador como él – en comparación con la inmensidad del universo.

Esta doctrina se entendió en siglos posteriores, en lo que se refiere a la conducta moral concreta, como exaltación del cumplimiento del deber, lo que hizo del estoicismo una escuela bien vista en los círculos burocráticos y políticos del poder romano, al incentivar la obediencia y la sumisión. Precisamente dos de los más destacados seguidores del estoicismo fueron el cordobés, consejero de Nerón (y víctima suya), Lucio Anneo Séneca (siglo I d.C.) y el emperador Marco Aurelio (siglo II d.C.).

6.2.2. Epicureismo. Epicuro de Samos (n. 342/1; m. 271/0 a.C.) fundó en Atenas, hacia 306, una escuela filosófica y moral que adquirió celebridad por localizarse en un jardín y enseñar el hedonismo moral. Este hedonismo, sin embargo, fue muy matizado, como luego veremos. La obra escrita de Epicuro fue, al parecer, extensa, pero por desgracia sólo nos han quedado algunos fragmentos, si bien muy significativos, como las Cartas a Herodoto y a Meneceo, que contienen sendas síntesis de las doctrinas físicas y éticas de la escuela. La fuente de estudio más extensa y detallada del epicureismo es el poema De Rerum Natura, del romano Lucrecio (siglo I a.C.).

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Epicuro de Samos era hijo de padre y madre atenien-ses, lo que le daba derecho a esa ciudadanía. Durante su juventud, asistió al golpe definitivo contra la demo-cracia ateniense cuando, tras morir Alejandro Magno, la revuelta para restaurarla fue sofocada por Antípatro, administrador del imperio macedonio en la zona.

También el epicureismo, como hizo el estoicismo con Heráclito, adoptó un sistema físico presocrático: el del atomista Demócrito, que los miembros de la escuela, empezando por el propio Epicuro, desarrollaron y adaptaron a sus propias necesidades. Éstas comprendían varios objetivos prácticos que, en lo moral, consistían en la refutación de los tres temores fundamentales que angustian al alma humana: • el destino, que no existe, pues todo es resultado del azar de los movimientos y choques de los átomos, • la muerte, que es el fin absoluto del ser humano, de modo que no hay que temer castigos ni penas en una inexistente vida de ultratumba, • y los dioses, que son seres materiales, aunque perfectísimos, por lo que viven desentendidos de las vicisitudes humanas. En antagonismo, tal vez deliberado, con la filosofía de Platón, la filosofía de Epicuro es el puro reverso de aquélla: la negación de la inmortalidad del alma humana y la adopción de un sistema metafísico materialista le llevan a tomar, como fin moral último y máximo bien al que la persona puede aspirar, la búsqueda del placer – una doctrina que Epicuro pudo haber tomado prestada de la escuela cirenaica, conocida por su hedonismo sin tapujos. Ahora bien, la verdadera sabiduría consiste en conocer la naturaleza del auténtico placer, aquél que no tiene consecuencias indeseables que hagan de su disfrute una antesala al dolor.

En primer lugar, se deben buscar los placeres duraderos, no los efímeros: el sabio es el que sabe elegir el placer como un estado perdurable, sin sobresaltos ni temores a su pérdida.

Dicha búsqueda debe basarse principalmente en la evitación del dolor. El sabio tiene la habilidad de calcular los efectos de sus acciones y prever las consecuencias dolorosas de una mala elección antes de tomarla.

Así pues, el ideal moral, la verdadera sabiduría epicúrea, consiste en la ataraxía – la serenidad del alma – y la salud del cuerpo. Pero aun frente a las adversidades que no puedan ser evitadas, cuando sobrevengan la enfermedad y la vejez, los sufrimientos corporales inevitables pueden verse compensados por los placeres intelectuales del alma, como los que causa el mismo saber o los que acompañan a la amistad. El sabio epicúreo, por tanto, se caracteriza por la autosuficiencia y el autocontrol, sabe en cada momento calcular los placeres adecuados que se pueden seguir de su conducta y, además, es capaz de reducir al

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máximo sus necesidades para eliminar cualquier atisbo de dolor y sufrimiento. No nos resistimos a reproducir algunos fragmentos de la Carta a Meneceo, en la que se resumen de manera clara y concisa las principales enseñanzas de Epicuro en cuanto a la actitud del sabio:

Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue. Pues nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que aún no le llegó la hora de filosofar o que ya le ha pasado es como quien dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la felicidad.(...) Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y mal reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto el recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de inmortalidad.(...) El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no vivir. Porque no le abruma el vivir ni considera que sea algún mal el no vivir. Y así como en su alimento no elige en absoluto lo más cuantioso sino lo más agradable, así también del tiempo saca fruto no al más largo sino al más placentero.(...) Un conocimiento firme de [los] deseos sabe (...) referir cualquier elección o rechazo a la salud del cuerpo y la serenidad del alma, porque eso es la conclusión del vivir feliz. Con ese objetivo, pues, actuamos en todo, para no sufrir dolor ni pesar.(...) Desde luego todo placer (...) es un bien, aunque no sea aceptable cualquiera. De igual modo cualquier dolor es un mal, pero no todo dolor ha de ser evitado siempre. Conviene, por tanto, mediante el cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes juzgar todas estas cosas, porque en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal y, al contrario, de algo malo como un bien. Así que la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que en cualquier ocasión nos sirvamos de poco, sino para que, siempre que no tenemos mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener.

EPICURO, “Carta a Meneceo” en Carlos GARCÍA GUAL, Epicuro. Alianza Editorial, págs. 135-137.

6.2.3. Escepticismo. El término “escepticismo” deriva del verbo griego “skopéo”, que significa “observar, mirar”. La probable razón de esta etimología es que el escéptico se limita a observar, a mirar la realidad, sin sacar conclusiones precipitadas sobre ella, sin defender dogmas injustificados acerca de su naturaleza, de su esencia última. Por contra a las anteriores, el escepticismo no constituye una escuela con una trayectoria institucional históricamente continuada, sino una corriente de pensamiento que gana adeptos sin formar un grupo académicamente organizado. Sólo en el siglo II d.C. tomó un cierto carácter escolar, de la mano de uno de sus principales representantes, Sexto Empírico.

Por otro lado, este planteamiento filosófico hunde sus raíces en el relativismo sofista, ya más o menos abocado a conclusiones escépticas. Pirrón de Elis (n.360; m.270 a.C.) fue el iniciador de esta doctrina (conocida por eso también como pirronismo ) que, basándose en la distinción hecha por los atomistas entre cualidades sensibles – subjetivas y engañosas – y cualidades de los átomos – cuantitativas, objetivas, pero imperceptibles por los sentidos porque se refieren a las unidades últimas e invisibles de la materia, – llega a la conclusión de que nunca es posible adquirir un conocimiento cierto acerca de nada.

La actitud más sabia es, por tanto, abstenerse de hacer afirmaciones acerca de la realidad y practicar la permanente suspensión del juicio – epojé. – También el juicio moral es suspendido: nada podemos saber sobre el bien y el mal, puesto que nuestras capacidades de discernimiento moral, como las del conocimiento físico, son engañosas. Al abstenerse de tales juicios y de las preocupaciones que entrañan, el ser humano adquiere serenidad o ataraxía, máximo exponente, como en los epicúreos, de la sabiduría. Puede que, en todo caso, con espíritu más bien pragmático y para evitar complicaciones que amenacen esa serenidad, el sabio opte por atenerse a las opiniones más probables, a la costumbre y a las leyes que circunstancialmente gobiernan en el entorno social. Así fue también como Descartes, en el siglo XVII, influido por el escepticismo antiguo, entenderá que debe compensarse la falta de fundamento cierto para la moral – al menos hasta que la razón llegue a alguna conclusión al respecto.

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Pirrón de Elis participó en la campaña de Ale-jandro Magno hacia Oriente. Puede que la expe-riencia de la guerra marcara su pensamiento, en la convicción de que nada real permenece y del nulo valor de las cosas. En el transcurso de este viaje, parece que trabó contacto con algunos gimnoso-fistas hindúes, algo así como faquires que lleva-ban una vida extremadamente austera, basada en el desprecio y el control de todo lo sensorial.

El escepticismo tuvo gran éxito entre los miembros de la Academia platónica a partir del siglo III a.C., pues constituyó una buena herramienta dialéctica contra los planteamientos estoicos, a los que se oponían y que tachaban de dogmáticos e irracionales – principalmente los referidos a la Razón universal y la pretendida conformidad del sabio estoico a la naturaleza. Igualmente es de destacar la figura de Sexto Empírico (nacido probablemente en Apolonia, en la región Norafricana de la Cirenaica, durante la segunda mitad del siglo I d.C. y muerto en Alejandría, entre los años 130 y 140), heredero de la filosofía pirrónica. Este autor recopiló, sistematizó y expuso en sus Esbozos Pirrónicos el pensamiento escéptico de una manera que se consideró canónica y tuvo una enorme influencia en el Renacimiento, particularmente en el pensamiento de Michel de Montaigne y, a través de éste, en Descartes y toda la filosofía moderna. La obra de Sexto está dedicada a la crítica sistemática de las posturas filosóficas de las otras escuelas, que son consideradas dogmáticas, y a las que opone la actitud escéptica de no dar la aprobación a ninguna afirmación sobre la realidad más allá de la mera evidencia de los fenómenos inmediatos. De él son estas palabras que sintetizan a la perfección los planteamientos del escepticismo.

Con razón decimos que el fundamento del escepticismo es la esperanza de conservar la serenidad de espíritu. En efecto, los hombres mejor nacidos, angustiados por la confusión existente en las cosas y dudando de con cuál hay que estar más de acuerdo, dieron en investigar qué es la Verdad en las cosas y qué la Falsedad; ¡como si por la solución de esas cuestiones se mantuviera la serenidad de espíritu! Por el contrario el fundamento de la construcción escéptica es ante todo que a cada proposición se le opone otra proposición de igual valor. A partir de eso, (...) esperamos llegar a no dogmatizar. (...) el escético no dogmatiza (...), el escéptico asiente a las sensaciones que se imponen a su imaginación (...). En efecto, el que dogmatiza establece como real el asunto sobre el que se dice que dogmatiza, mientras que el escéptico no establece sus expresiones como si fueran totalmente reales; pues supone que del mismo modo que la expresión “todo es falso” dice que, junto con las otras cosas, también ella es falsa e igualmente la expresión “nada es verdad”; así también la expresión “ninguna cosa es más” dice que, junto con las otras cosas, tampoco ella es más y

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por eso se autolimita a sí misma junto con las demás cosas. (...). (...) el escéptico presenta sus expresiones de forma que implícitamente se autolimitan (...). Y lo más importante: en la exposición de esas expresiones dice lo que a él le resulta evidente y expone sin dogmatismos su sentir, sin asegurar nada sobre la realidad exterior.

SEXTO EMPÍRICO, Esbozos Pirrónicos. Libro I, cap. VI, VII.

Un estilo muy común de pensamiento filosófico durante la época helenística fue el eclecticismo, caracterizado por adop-tar posturas mixtas, mezclas de tesis y doctrinas de unas es-cuelas y de otras. Un ejemplo conocido y muy representativo de este talante ecléctico fue el romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) cuyas simpatías hacia el estoicismo no le impe-dían valorar muchos de los planteamientos epicúreos y escép-ticos. Cicerón tuvo una intensa vida política durante la última etapa de la República Romana, a cuya defensa se entregó en cuerpo y alma frente a las ambiciones de quienes llevaron fi-nalmente a Roma por el camino del Imperio. Hombre de vas- ta cultura filosófica, dedicó los últimos años de su vida a es- cribir una magna obra que pusiera a sus conciudadanos y pú- blico latino en general en conocimiento de la filosofía griega.

6.3. La ciencia alejandrina. Pese a que Atenas siguió siendo sede de las principales escuelas filosóficas durante el periodo helenístico, en esta época surgieron o crecieron otros focos que le disputaron el protagonismo científico y cultural, como Pérgamo o Éfesos.

La corte del reino de Egipto, gobernado tras la muerte de Alejandro por la dinastía de los Ptolomeos, consiguió atraer hacia su capital, Alejandría, a lo mejor de la intelectualidad y el arte de la época, apropiándose así del prestigio de ser la nueva capital cultural del mundo griego. La deliberada política de mecenazgo de los primeros Ptolomeos llevó a esta ciudad a los mayores científicos, pensadores y artistas, logrando así que superase en vitalidad y esplendor a cualquiera de las otras antiguas ciudades griegas, incluyendo la propia Atenas.

Por su Biblioteca y Museo (que hay que imaginar como muy parecidos a un actual campus universitario) pasaron la mayor parte de los grandes científicos y artistas de la época helenística, y bajo el poder de Roma no cesaron ni su fama ni su alto nivel de fecundidad intelectual. De hecho, la hegemonía de Alejandría como el mayor centro de actividad intelectual se prolongó hasta el final de la Antigüedad.

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Reconstrucción hipotética de la Biblioteca de Alejandría: entre sus muros reposaron, a disposición de filósofos, hombres de ciencia y artistas, todas las obras del conocimiento antiguo. En una época en que no había imprenta ni ninguna otra forma de reproducción en masa del saber escrito, esta biblioteca podía considerarse un verdadero tesoro de la Humanidad.

En matemáticas destacaron especialmente Euclides, Arquímedes y Apolonio (siglos IV al II a.C.), cuyas investigaciones para reducir a principios racionales las propiedades de distintas curvas y superficies – lo que se conoce como el problema de la cuadratura – los colocaron en el umbral del descubrimiento del análisis matemático, no desarrollado hasta mucho después, a partir del siglo XVIII, por Newton y Leibniz. Diofanto (entre los siglos II a.C. y IV d.C., se desconoce con exactitud la época en que vivió) desarrolló el álgebra y los métodos de resolución de ecuaciones, un ámbito de investigación que tampoco encontró continuación en Europa hasta la época moderna, gracias a la mediación de los matemáticos árabes.

A la izquierda, papiro con el enunciado de una de las proposiciones algebraicas de los Elementos de Euclides. Arquímedes, a la derecha, es humorísticamente recordado en la imagen del centro por la anécdota en la que se le describe tan entusiasmado por el descubrimiento de su famoso Principio, que saltó desnudo del barreño en el que se bañaba y salió corriendo por las calles de Siracusa, gritando como un loco “¡Eureka!¡Eureka!” (“¡Lo encontré!¡Lo encontré!”).

En astronomía destacaron: Aristarco (siglo III a.C.), especialmente relevante para nosotros porque, contra la mentalidad y las opiniones científicas predominantes en su época, fue el primero en crear y sostener un sistema heliocéntrico, similar al de Copérnico, como teoría explicativa de los movimientos de los astros; Eratóstenes (siglos III-II a.C.), que, sirviéndose de un ingenioso método, hizo una estimación muy aproximada del diámetro terrestre; Hiparco (siglo II a.C.), el creador de los principales conceptos en los que se basó el sistema geocéntrico que dominó en la astronomía hasta el siglo XVII; y Claudio Ptolomeo (siglo II d.C.), que llevó la teoría de Hiparco a su máxima perfección alcanzada en la Antigüedad. En ciencias naturales, además de los descubrimientos de Arquímedes en estática e hidrostática, destaca

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especialmente el desarrollo de la medicina, ya consagrada como ciencia por Hipócrates (siglos V-IV a.C.), en la que resalta, entre otros, el aristotélico Galeno (siglo II d.C.).

6.4. El neoplatonismo. Inspirada por la tradición platónica, en el siglo III d.C. surge esta nueva doctrina filosófica – aunque con marcados rasgos religiosos – y en torno a ella una escuela de pensadores cuya importancia reside en ser, a través de Agustín de Hipona – San Agustín – una de las principales fuentes de la sistematización doctrinal del cristianismo, iniciada ya por San Pablo en el siglo I d.C..

Su creador, Plotino, puede considerarse el último gran filósofo griego de la Antigüedad. No obstante, sus conceptos y especulaciones fueron adoptados en gran parte de la obra del judío platónico, Filón de Alejandría (siglos I a.C.-I d.C.). Partiendo de la teoría de las ideas de Platón y, sobre todo, de su doctrina de la idea de Bien y el lugar preeminente que ocupaba en el mundo inteligible, así como del papel desempeñado por el Demiurgo en la cosmología del Timeo, Plotino crea un sistema en el que el concepto primordial es una entidad divina, absolutamente trascendente, el Uno, del que a través de un proceso al mismo tiempo espontáneo y necesario, va emanando una jerarquía de entidades con grados de perfección decrecientes: así, el primer producto de esa emanación es el Logos, del que a su vez surge el Alma universal, una entidad ya presente en el Timeo.

Sucesivamente nacen seres que forman una especie de escala graduada por la que queda salvado el abismo entre la imperfección de la materia, el último producto de la emanación divina, y los seres naturales, por un lado, y el Uno, por otro. A pesar del énfasis dado a la trascendencia divina del Uno, la filosofía neoplatónica ha sido interpretada a menudo como una especie de panteísmo, dada la estrecha y natural unión de aquél con la totalidad de lo real por medio de la emanación que lo produce – y que hace pensar que esa totalidad es de la misma sustancia que la divinidad de la que nace. Lo que sí está fuera de toda duda es que esta doctrina, así como las propias prácticas y experiencias místicas de los neoplatónicos, tuvieron luego una destacada influencia sobre una parte de la filosofía y teología cristianas, así como las judías y musulmanas.

El emperador Teodosio decidió que a su muerte el imperio quedara dividido y cada parte bajo el poder de uno de sus dos hijos, uno en Roma y otro en Constantinopla. El Imperio de Occidente no tardó en caer por el empuje de los bárbaros. El imperio de Oriente, Bizancio, mantendrá la herencia del mundo antiguo durante largos siglos, hasta la conquista de Constantinopla por el Imperio Turco en 1453.

6.5. El fin de la Antigüedad y la decadencia intelectual. Desde el siglo II d.C., el mundo grecorromano empezó a desmoronarse como consecuencia del declive de Roma ante la creciente amenaza de los llamados pueblos bárbaros. Política y económicamente el impe-

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rio decayó en medio de frecuentes conflictos en los que se entrecruzaban las intrigas palaciegas, las conspi-raciones militares y los intereses encontrados de los detentadores del poder. Tampoco hay que descartar que las diferencias culturales entre el este, de rancia tradición griega, y el oeste, más romanizado, abriera fi-suras que se hicieron efectivas políticamente con la partición en dos de los dominios del imperio a la muerte del emperador Teodosio (395). Lo relativamente sorprendente es que la agonía se prolongara durante tanto tiempo. Por otra parte, la decadencia política y económica se vio acompañada de importantes cambios ideológi-cos y espirituales. Desde el principio de la época helenística, tal vez por el contacto con los pueblos orien-tales, pero también por el hondo desarraigo y el extremo individualismo de los tiempos que corrían, habían avanzado considerablemente las creencias místicas y esotéricas, se prodigaban los cultos exóticos y las ciencias ocultas ganaban adeptos por doquier. La propia cultura romana era muy aficionada a las prácticas de augurios y vaticinios en las que un respetado cuerpo de funcionarios especializados atendía las deman-das de gobernantes y particulares.

En este caldo de cultivo, la expansión del cristianismo no hizo sino alimentar la tendencia a la fe en lo ultramundano y el desprecio, por vanos, de los intereses de la vida terrena, incluyendo la ciencia y la filosofía – por no hablar de las bellas artes. Pese al sincero interés por la filosofía griega que, contra la hostilidad de los primeros apologetas cristianos, comenzaron a tener algunos doctrinarios de esta religión a partir del siglo III, el talante general de su mentalidad estaba inclinado al desdén con respecto a los asuntos mundanos y a centrarse en clarificar, precisar y hacer exégesis del mensaje sagrado de las Escrituras.

En el siguiente tema nos aproximaremos a las no siempre fáciles relaciones entre filosofía y cristianismo desde la edad Antigua hasta el final de la Edad Media. Hacia el año 400 un motín de la población cristiana provocó el incendio de la Biblioteca de Alejandría y la persecución de cuantos se dedicaban en ella a la investigación. Tristemente célebre es la lapidación de la filósofa neoplatónica Hipatia. Además de las muertes, que se llevaron consigo el ingenio y la creatividad de tantos, es incalculable la pérdida que este acontecimiento supuso en obras escritas antiguas de todos los géneros (filosofía, ciencia, literatura, artes, arquitectura e ingeniería...) e inimaginable el derrotero que la historia hubiera tomado de no haberse producido tan lamentable episodio. Un hecho así tiene la suficiente magnitud y significado como para señalar el final de una época de la historia de la filosofía: la edad Antigua.

Supuesto retrato de Hipatia (Alejandría, 370-415 a.C), personaje de excepción en su época y hoy todo un símbolo de libertad intelectual: pese a las dificultades de la época para que una mujer adquiriera estudios y lograra descollar en la carrera académica, ella fue maestra admirada en Alejandría – y no sólo de filosofía neoplatónica, sino también de matemá-ticas y ciencias naturales – y frente al fanatismo religioso, que le privó brutalmente de la vida, su nombre sigue resonando como ejemplo de integri-dad y amor a la sabiduría.

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ECOS DEL PASADO Entre el periodo estudiado en este tema y nuestra época existen diversas concomitancias que resaltan la actualidad de algunas de las características de la mentalidad y la filosofía de entonces. Destacamos sumariamente algunas de ellas:

• El cosmopolitismo, como actitud y como ideal, que poco a poco fue derruyendo las fronteras políticas, sociales, económicas y culturales de las pequeñas polis, guarda algún parentesco con las formas de vida y de entender el mundo que van parejas al proceso contemporáneo de la globalización. También las fronteras, en nuestro mundo, se van diluyendo en realidades que, por un lado, uniforman, hacen cada vez más parecidos a los pueblos y los individuos; pero, por otro, dan vía libre al intercambio, al enriquecimiento que supone toda mezcla de tradiciones y creencias, al mestizaje. Algo no muy diferente sucedió desde las conquistas de Alejandro de vastas regiones de Asia, que unieron pueblos e imperios y crearon las condiciones propicias al encuentro entre Oriente y Occidente, un hecho único en la historia, con la salvedad tal vez de la expansión musulmana durante la Edad Media por parte de Europa (y sobre todo en la Península Ibérica). Las vidas de griegos, persas, egipcios, y tantos otros, se hicieron más parecidas entre sí, al tiempo que se mezclaban y se hacían más variopintas. Es en épocas como éstas en las que despiertan y se alimentan los ideales de una Humanidad Universal – que ya encontramos en algunos sofistas de la Atenas clásica – tal y como sucede también en nuestros días. El cosmopolitismo helenístico, así como el ecumenismo romano posterior2, son precedentes destacados de las reflexiones filosóficas, éticas, políticas, jurídicas y antropológicas que desde la Edad Moderna hasta nuestros días buscan una comprensión unitaria de lo humano y persiguen el objetivo de un mundo unido, solidario y en paz, bajo la guía del valor de la dignidad humana.

No cabe duda, también, que los peligros y los atentados a esa dignidad siguen acechando en estos periodos y son, si cabe, más temibles, pues la misma supresión de fronteras que los caracteriza amplifica sus efectos destructivos. Igual que la política, la economía y la cultura, las guerras también se mundializan, así como las crisis económicas, demográficas, sanitarias, medioambientales, etc. • De manera un tanto paradójica, el rasgo anterior va siempre acompañado de una tendencia que se le opone – como para darle la razón al viejo y pesimista Heráclito: la desaparición o el debilitamiento de fronteras entre los pueblos borra también los marcos de referencia concretos, inmediatos, vitales, sin los cuales las personas se sienten desorientadas, desarraigadas, privadas de criterios determinados para guiar sus vidas y de horizontes hacia los que dirigirse. La sensación de pérdida, de extravío, que debieron sentir los griegos a comienzos de la época helenística, cuando se desmoronó la polis, el espacio inmediato y concreto en el que hasta entonces se habían desenvuelto sus existencias, puede compararse con la sensación de pérdida de valores, de tradiciones, de sentido, que experimentan muchas personas de hoy en sus vidas. Éstas se hacen más impersonales, más “mecánicas”, más frías, cuando desaparecen el sentido de pertenencia comunitaria y los rasgos de identidad que nos unen a la familia, al vecino, al compatriota. Esos sentimientos desencadenan fuerzas centrípetas de reacción a las fuerzas expansivas, centrífugas, de la globalización. Son sentimientos intensos, a veces violentos y otras muchas engañosos y alienantes, de una identidad agraviada que ha de ser defendida con la propia sangre, si hace falta. Los nacionalismos, los fundamentalismos religiosos, las ideologías reaccionarias que maldicen sin apelación el progreso científico y tecnológico, el racismo y la xenofobia, el miedo y el odio al otro, al que no es, ni habla, ni se viste, ni come igual que nosotros, todo esto también forma parte del actual mundo globalizado. Lo mismo que la aparición de nuevas ideologías y confesiones religiosas, la difusión del esoterismo y la superstición, de movimientos fanáticos que actúan como paliativos o sucedáneos de las viajas señas de identidad perdidas. Situaciones parecidas se dieron durante los siglos estudiados en este tema y de ellas podemos aprender alguna lección.

Quizás, la principal, el efecto benéfíco que el uso de la razón tiene como vacuna contra la intolerancia y los miedos irracionales que hoy – otra paradoja – las modernas tecnologías de la comunicación ayudan a difundir masivamente. Las escuelas filosóficas helenísticas nos ofrecen, más con su actitud y enfoque general que con sus doctrinas concretas, alguna oportunidad de aprender a encontrar la felicidad, encontrándonos antes a nosotros mismos y recapacitando sobre el verdadero valor de las cosas. • A propósito de esta ayuda que la filosofía de la época nos puede aportar, hay una curiosa manifestación de la actual cultura de masas que guarda algún parecido, más superficial que real, con los

2 Concepto que trataremos en el siguiente tema.

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programas y actividades desarrollados por los estoicos, los epicúreos, los escépticos, los neoplatónicos. Con gran éxito de ventas y de difusión mediática, proliferan hoy día los llamados “manuales de auto-ayuda”, que nos enseñan a combatir el estrés, la ansiedad, a tener éxito en nuestros trabajos o en nuestras relaciones de pareja, a triunfar socialmente, a dejar de fumar, a mejorar nuestra salud... Libritos, consultorios, programas de televisión, que nos prometen el oro y el moro y que se muestran interesadísimos por la felicidad de la gente – además de por nuestro dinero. A veces ese interés se traslada a los planes de los gobiernos, encontrándonos con que el Ministerio de Salud se preocupa muchísimo de que no contraigamos un cáncer de pulmón por fumar – aunque parecen preocuparle menos los escapes de los coches y las emisiones tóxicas de las industrias –, o que adquiramos una buena formación, para así tener un buen trabajo que nos realice como personas – si bien las últimas reformas laborales han ido en la dirección de hacer cada vez más precario el empleo y no se duda en financiar las crisis y la ruina de los bancos, en lugar de una mejor educación pública – etc. Otras veces los nuevos gurús y curas de nuestra felicidad se apoyan en los viejos maestros, y así se editan obras de Marco Aurelio o de Epicuro, o tratados sobre exóticas religiones y sabidurías orientales e indígenas, ofreciéndonos la “receta infalible de la felicidad”, la maravillosa solución a todos nuestros problemas. También en la época helenística proliferaron los charlatanes y curanderos, los profetas de una nueva era en la que los dolores y las desgracias se disiparían milagrosamente para siempre. Pero ¿fueron nuestros filósofos de este tiempo algo que se les parezca? Sin duda, en todas las doctrinas que hemos estudiado hay una clara orientación hacia la búsqueda de la felicidad y, hasta cierto punto, se podría entender que su “negocio” es el de recetar terapias filosóficas contra la desdicha y el dolor. ¿Hay algún parecido con el negocio de los recetarios del éxito que vemos en el presente? Mi opinión personal es que no. Para empezar, no había entre los motivos de estas escuelas el menor atisbo de afán de lucro. En segundo lugar, de las propuestras de todas ellas se puede deducir el mismo consejo que la sabiduría popular ha plasmado en el dicho: “no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita”. Los ideales de la apatía y la ataraxía no son más que eso: el reconocimiento, razonable, de que necesitamos poco para vivir, que la mayoría de nuestras “necesidades” son superfluas, que tener mucho de lo que deseamos tener no añade nada a nuestra felicidad posible, sino que acaso la aleja, por cuanto exige de nosotros un esfuerzo y un desasosiego que contribuye a nuestra fatiga y a la frustración cuando no logramos nuestros objetivos y que, cuando los logramos, el mismo éxito alcanzado alimenta en nuestra vida la preocupación por no perderlo. Las fórmulas de la felicidad con que hoy nos bombardean no desentonan demasiado del consumismo debocado que caracteriza nuestros estilos modernos de vida, esa espiral inacabable que nunca llega a satisfacernos, pues continuamente alienta nuestra insatisfacción. Pero también hoy se puede vivir de otras maneras – aunque comunmente se desprecien como anti-económicas, como primitivismos ingenuos. Sobre todo, podemos basar nuestra vida en gozarla sin adornos artificiales, compartirla con los que nos rodean, trabajar por vaciarla de dolor y sentir el pulso de la alegría que, si reparamos bien, no para de recorrerla a cada instante. Tal vez esa lección pueda ayudarnos a evitar el desapego, que también era parte de las enseñanzas de estas escuelas, con respecto al mundo circundante y sus inacabables problemas, con respecto a los sufrimientos de los demás, que no nos deben afectar en nada, igual que no nos deben afectar los sufrimientos propios. Ser fuertes ante la adversidad, como pretendía serlo el sabio helenístico, parece consistir hoy, no en crear a nuestro alrededor una coraza de indiferencia y fingida seguridad, sino en ser capaz de lanzarnos, como el joven Alejandro, como los científicos de Alejandría, como los geógrafos e historiadores grecorromanos, a la arriesgada aventura de explorar el mundo y comprender a los otros, más allá de nuestros propios límites.