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Cuentos del Hammam… 15 Mammah Ana Mª García Iglesias Dicen que la forma de llegar es lo que importa, como importa el color del pavimento de la ciudad que pisamos por primera vez, o la palabra inicial de un idioma extranjero al viajar. Dicen también que es importante la carga de sentimientos y recuerdos que llevamos a la espalda, el plano lleno de dobleces, los olores que nos reciben, o todo aquello que nos ayuda a mantenernos firmes. Todo es nuevo cuando llegamos a algún lugar, pero cuando Mammah llegó al sueño sólo había silencio. La menta se escondía en un rincón del baño público, caliente y azucarada. Los hombres se sumergían dentro del agua, con los ojos cerrados, dejando que sus brazos fluctuasen. Y la menta dulce buscaba los labios de Mammah. A los once años entrar por primera vez en un lugar así, aunque sólo sea en sueños, es como llegar al inicio del que todos salimos. Sentado sobre la piedra caliente, Mammah miraba la luz que se filtraba estrellada desde la bóveda, pero en ese lugar templado no consigue

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MammahAna Mª García Iglesias

Dicen que la forma de llegar es lo que importa, como importa el color del pavimento de la ciudad que pisamos por primera vez, o la palabra inicial de un idioma extranjero al viajar. Dicen también que es importante la carga de sentimientos y recuerdos que llevamos a la espalda, el plano lleno de dobleces, los olores que nos reciben, o todo aquello que nos ayuda a mantenernos firmes. Todo es nuevo cuando llegamos a algún lugar, pero cuando Mammah llegó al sueño sólo había silencio.

La menta se escondía en un rincón del baño público, caliente y azucarada. Los hombres se sumergían dentro del agua, con los ojos cerrados, dejando que sus brazos fluctuasen. Y la menta dulce buscaba los labios de Mammah. A los once años entrar por primera vez en un lugar así, aunque sólo sea en sueños, es como llegar al inicio del que todos salimos. Sentado sobre la piedra caliente, Mammah miraba la luz que se filtraba estrellada desde la bóveda, pero en ese lugar templado no consigue

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adivinar las horas, como su abuelo le enseñó. Su abuelo, el gigante de ojos azules, el que tenía en la mirada todos los relojes del mundo, el que por las tardes le preparaba menta caliente y azucarada y le enseñaba a contar planetas, estrellas y granos de arena.

Decía que los planetas eran más grandes que Dios, le hablaba de la gravedad, de las estrellas que huían y de los grandes dragones de fuego que atravesaban el cielo de cientos en cientos de años. Por la noche, se tumbaban ambos en el tejado a mirar el cielo y el abuelo le contaba historias de cuando era comerciante y atravesaba los montes para llegar a ciudades blancas en las que el agua corría en cada calle, en cada fuente, en cada patio. Mammah se imaginaba también en aquellas ciudades, bajo el sol del mediodía, recorriendo las callejuelas silenciosas, descubriendo rincones en los que sólo vivían los pájaros y las fuentes. Se imaginaba perdido, pero feliz. Y no entendía por qué después el abuelo venía a rescatarlo del sueño y, agarrándole de la mano, lo sacaba del laberinto en el que se encontraba perdido.

Una vez, cuando tenía cinco años, se perdió de verdad en el mercado. Las hileras de manzanas se sucedían iguales, y las cebollas, las ramas de azahar y el laurel secándose al contrario. El polvo del suelo ensuciando el borde de los vestidos de las mujeres y el ruido continuo de las cajas

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de madera apiladas. Desde la altura de Mammah no se vislumbraba el camino; el Norte no parecía el Norte, el sol se distraía en su recorrido por el Sur y los gritos de los vendedores llegaban desde todos los Orientes. A veces perderse es como tener las manos vacías. No es lo mismo que introducir lentamente una mano en el agua templada y moverla de un lado a otro, para después, con miedo, sentarse en la piedra con los pies en camino de ese otro suelo borroso que nos espera. Entrar en el agua como quien llega a la vida. Dicen que la forma de llegar es lo que importa, pero Mammah no encuentra palabras para el haber llegado. Dicen también que el agua adopta la forma del objeto o del cuerpo que la contiene, y, si eso es verdad, el agua del hammam ahora es toda Mammah.

El hombre que está a su lado se parece a su abuelo. Cuando mueve su enorme barriga, convierte el aljibe en un mar que choca contra las columnas, y Mammah se ríe, y justo después se avergüenza de su risa. ¿Qué tendrá este agua que abre así el corazón de los hombres? Quiere contarle a su compañero de baños que el abuelo ya no está y que le echa de menos y que ya no es lo mismo andar contando los planetas y el tiempo. Y su compañero lo mira y sonríe, como si pudiera comprenderlo. ¿Será que ahora, de repente, este lugar le hace hablar en voz alta? Fueron tantas las veces que el abuelo le habló de

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los baños públicos de su aldea, que Mammah nunca pensó que serían así, como en su sueño: un hammam lleno de arcos y silencios, donde el movimiento del agua conquista ecos entre las columnas. Lleno de puertas, algunas cerradas, otras abiertas, como la puerta que se divisa al fondo, que conduce a una sala más cálida, más pequeña y oscura.

Apenas unas velas en el suelo iluminan la sala caliente. Mammah avanza despacio, resbalando sobre el suelo de mármol, con las manos en la pared, húmeda.

Su cuerpo va perdiendo consistencia y peso, como si sus células fuesen, poco a poco, cerrando los ojos. Un pie. El agua. La quietud. El olor a naranja de las velas. Los pasos. El eco. El eco del agua. El eco del agua cayendo en la oscuridad. Su abuelo no le contó la historia completa, porque estos baños limpian mucho más que la piel. Van limpiando las malas palabras que decimos sin querer, limpian los momentos y expulsan el sentimiento de no saber crecer. Pero, ¿cómo se puede crecer sin madre?

La madre de Mammah cantaba por las mañanas mientras extendía la ropa en el patio trasero de la casa. Desde niño, él se sentaba en el tejado, escondido, mientras el sol se iba filtrando entre las sábanas y el perro del vecino le ladraba a las ovejas que corrían hacia el monte. Mammah se apoyaba en la cornisa del tejado

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y tarareaba las canciones de su madre, mirándola estirar los brazos y girar sobre sí misma, como si bailara con la mañana. Después corría escaleras abajo y, conteniendo el aliento, se escondía en la cama, haciéndose el dormido, para que su madre lo llamara, como cada día, holgazán y perezoso. Él la besaba en la mejilla y después corría a lavarse. Con sus manos en forma de cuenco se lleva el agua caliente a la cara. Su compañero de baños también está en esta sala caliente, le ofrece una toalla y un vaso de té. Mammah bebe a pequeños sorbitos, como cuando se demoraba para ver el ir y venir de su madre en la cocina. Después le envolvía el pan en un paño y lo expulsaba a la escuela.

Él iba a disgusto, a pesar de saber que después del tercer olivo siempre estaba esperándolo su amigo el de los cascabeles. Decían en la aldea que fue un niño que no quiso nacer y que no respiro bien el primer aire del mundo, por eso se le nublaba la mente y a veces se perdía durante días en el monte. Cada vecino decidió atarle un cascabel para así poder encontrarlo. A Mammah no le importaba eso del primer aire del mundo, al final todos los aires son iguales, pensaba él. Los que no son iguales son los amigos. Hay algunos que van pasando, como el agua que sale a chorros de la pared y le masajea la espalda. Otros se van quedando, como el agua que lo envuelve y

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le duerme la piel y le hace cosquillas en la punta de los dedos. Esos amigos son como granos de arena negros entre el dorado de todos los otros granos.

Su nuevo amigo del hammam le guía hasta la próxima sala. Caminan despacio, porque el cuerpo no responde, por un pasillo de columnas y arcos. Van hablando de las cosas comunes, susurrando apenas, porque aquí todo sigue siendo silencio. Pero Mammah se siente lejano. El frío de la sala le hace recordar que está en un sueño, que nada de esto es real, que su cuerpo, el verdadero, está dormido en un rincón de la calle. El toque frío del agua como el frío de la piedra en la noche. Y Mammah sabe que ha de volver a ese lugar. “Aún no”, piensa, “aún no...”. Pero la cara del hombre que se parece a su abuelo pierde los trazos, se va difuminando, como si se diluyera en el agua. Bajo sus pies, el mármol se va transformando en arena. Mammah volverá a las calles, a su edad adulta, a la ausencia de su abuelo, de su madre y del niño de los cascabeles. Volverá a los días de trabajo en el mercado, a los sacos grandes, a los pies cansados, al pan duro de las mañanas y volverá, sobre todo, a la ausencia de las canciones. Volverá, aunque no quiera volver. ¡Cómo le gustaría quedarse aquí perdido, en este útero de agua!, ¡cómo le gustaría seguir siendo niño y tener todos los sueños por delante! Pero la niebla se apropia del hammam

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y las columnas se disuelven. Los rostros de los hombres se detienen en sus últimos gestos y el agua apenas es un eco. Sobre el suelo de mármol los pies de Mammah recorren las salas, aquí, allá, fría, caliente, templada, en busca de un único lugar definido en el que esconderse. Pero el azul de los azulejos se convierte en niebla, el aroma de la menta se convierte en niebla, la luz que atraviesa la bóveda se convierte en niebla, y la niebla se convierte en niebla aún más profunda. Mammah se detiene al borde del aljibe, tratando de recuperar los sonidos. De pronto, siente una mano que lo busca: la mano rugosa de su abuelo, intentando sacarlo del laberinto en el que se ha perdido; otra, más allá, la de su madre, atrayéndolo hacia el despertar; otra, y otra, y otra, y otra. Manos como bosques detrás de cada columna. Y Mammah corre, huye de todas las manos buscando apenas la mano del agua. Se arrodilla junto a los chorros que salen de la pared y abre la boca porque así, piensa él, quizá se convierta en la vasija que contenga todo su sueño. Y la mano del agua le envuelve el cuerpo y los ojos cerrados, transportándolo en brazos hasta el mundo de detrás de la niebla. Cuando Mammah abre los ojos la piedra de la calle aún continua fría y tiene la boca llena de arena. El último resto de líquido que le queda es el de una pequeña lágrima que comienza a bajar por su mejilla.

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