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Teorías del Universo 4.1.1. La biografía intelectual de Galileo El 15 de febrero de 1564 nacía en Pisa (ciudad perteneciente entonces a la república italiana de Florencia) el hijo primogénito del matrimonio forma do por Vicenzio Galilei y Giulia Ammannati di Pescia. Le pusieron por nom bre Galileo. Posteriormente vendrían al mundo otros seis hijos más. Su infan cia transcurre entre esta ciudad y Florencia. Cuando contaba diecisiete años inicia sus estudios universitarios en la facultad de artes de la Universidad de Pisa, con la intención (más atribuible al padre que al hijo) de convertirse en doctor en medicina. Sin embargo, nunca accederá a esta titulación dado su escaso interés por la materia. Su auténtica vocación eran las matemáticas, dis ciplina que cultivaba en privado y al principio sin conocimiento de su padre. Tras cuatro años de permanencia en la mencionada Universidad (1581- 1585), decide abandonarla y residir de nuevo en Florencia. Allí pasa otros cua tro años con su familia, dando clases particulares y adquiriendo una sólida for mación en mecánica, astronomía y, por supuesto, en matemáticas. El estudio de la obra de Arquímedes y de la aplicación que en ella se hace de la geome tría a la estática y la hidrostática ejercerá una profunda influencia sobre él. Como se sabe, la estática es la parte de la mecánica que estudia las leyes del equilibrio, es decir, el estado de los cuerpos cuando el conjunto de las fuerzas que se ejercen sobre ellos se compensan mutuamente de modo que se destru yen; por su parte la hidrostática atiende al equilibrio de los fluidos. El desa rrollo de la ley de la palanca o la formulación del llamado principio de Arqui- medes, entre otras cosas, hacen de este siciliano del siglo III a. C. un claro antecesor de Galileo y de cuantos, en el siglo XVII, defenderán la matematiza- ción de la física en contra de la tradición aristotélico-escolástica. La influencia de Arquímedes se pone de manifiesto en una obrita sobre la balanza hidrostática escrita en el año 1586 y que lleva por título La Bilancetta. En general no parece imprudente afirmar que, ya en tan temprana fecha, las enseñanzas acerca de la física aristotélica recibidas en la Universidad de Pisa (muy probablemente gracias a Francesco Bonamico) pesaban menos que la orientación hacia la matemática aplicada a cuestiones físicas y mecánicas pro veniente de Ostilio Rica, un profesor florentino discípulo de Nicoló Tartaglia. En el año 1589 la Universidad de Pisa ofrece a Galileo un contrato por tres años como profesor de matemáticas. Dada la estrecha relación siempre exis tente entre astronomía y geometría, ello implicaba la exigencia de introducir a los alumnos en el conocimiento cuantitativo de los fenómenos celestes, por supuesto dentro de una concepción ptolemaica del mundo. Galileo cumplió 22 6

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Teorías del Universo

4.1.1. La biografía intelectual de Galileo

El 15 de febrero de 1564 nacía en Pisa (ciudad perteneciente entonces a la república italiana de Florencia) el hijo primogénito del matrimonio forma�do por Vicenzio Galilei y Giulia Ammannati di Pescia. Le pusieron por nom�bre Galileo. Posteriormente vendrían al mundo otros seis hijos más. Su infan�cia transcurre entre esta ciudad y Florencia. Cuando contaba diecisiete años inicia sus estudios universitarios en la facultad de artes de la Universidad de Pisa, con la intención (más atribuible al padre que al hijo) de convertirse en doctor en medicina. Sin embargo, nunca accederá a esta titulación dado su escaso interés por la materia. Su auténtica vocación eran las matemáticas, dis�ciplina que cultivaba en privado y al principio sin conocimiento de su padre.

Tras cuatro años de permanencia en la mencionada Universidad (1581- 1585), decide abandonarla y residir de nuevo en Florencia. Allí pasa otros cua�tro años con su familia, dando clases particulares y adquiriendo una sólida for�mación en mecánica, astronomía y, por supuesto, en matemáticas. El estudio de la obra de Arquímedes y de la aplicación que en ella se hace de la geome�tría a la estática y la hidrostática ejercerá una profunda influencia sobre él. Como se sabe, la estática es la parte de la mecánica que estudia las leyes del equilibrio, es decir, el estado de los cuerpos cuando el conjunto de las fuerzas que se ejercen sobre ellos se compensan mutuamente de modo que se destru�yen; por su parte la hidrostática atiende al equilibrio de los fluidos. El desa�rrollo de la ley de la palanca o la formulación del llamado principio de Arqui- medes, entre otras cosas, hacen de este siciliano del siglo III a. C. un claro antecesor de Galileo y de cuantos, en el siglo XVII, defenderán la matematiza- ción de la física en contra de la tradición aristotélico-escolástica.

La influencia de Arquímedes se pone de manifiesto en una obrita sobre la balanza hidrostática escrita en el año 1586 y que lleva por título La Bilancetta. En general no parece imprudente afirmar que, ya en tan temprana fecha, las enseñanzas acerca de la física aristotélica recibidas en la Universidad de Pisa (muy probablemente gracias a Francesco Bonamico) pesaban menos que la orientación hacia la matemática aplicada a cuestiones físicas y mecánicas pro�veniente de Ostilio Rica, un profesor florentino discípulo de Nicoló Tartaglia.

En el año 1589 la Universidad de Pisa ofrece a Galileo un contrato por tres años como profesor de matemáticas. Dada la estrecha relación siempre exis�tente entre astronomía y geometría, ello implicaba la exigencia de introducir a los alumnos en el conocimiento cuantitativo de los fenómenos celestes, por supuesto dentro de una concepción ptolemaica del mundo. Galileo cumplió

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con esta obligación escribiendo incluso un comentario al Almagesto de Ptolo- meo, sin que sea fácil establecer cuál era su verdadera opinión sobre el coper- nicanismo en esta época.

A esos años de profesor en Pisa corresponde la redacción de una serie de escritos sobre temas relacionados con el movimiento que hoy conocemos como De M otu. Su inclinación al modo de proceder de Arquímedcs, más que al de Aristóteles, se pone de manifiesto en que el uso de la matemática forma par�te imprescindible de la resolución de los problemas que plantean los despla�zamientos de móviles diversos, bien en caída libre, bien a lo largo de planos con diferentes grados de inclinación. Aquí Galileo establece algo tan funda�mental (en contra de Aristóteles) como la igualdad de tiempos empleados por cuerpos de distinto peso al caer desde idénticas alturas en el mismo medio.

Una vez cumplido el contrato que tenía en Pisa, en el año 1592 se trasla�da a Padua en cuya universidad (dependiente de la República de Venecia) se le había ofrecido la cátedra de matemáticas durante seis años (si bien perma�neció dieciocho). Allí tendrá tres hijos con Marina Gamba, veneciana con la que no llegó a casarse y a la que abandonó cuando dejó Padua en el año 1610.

Aunque no puede afirmarse que durante esta etapa de Padua careciera de interés por cuestiones celestes, lo cierto es que todas sus investigaciones ver�saron sobre temas terrestres. Unas tiene que ver con el hallazgo de leyes cuan�titativas de los movimientos, tales como la del movimiento uniformemente acelerado de los graves en caída libre, el desplazamiento parabólico de los pro�yectiles o el isocronismo de las oscilaciones pendulares; otras con la invención de utensilios como el “compás geométrico y militar” (algo parecido a una máquina de cálculo). Fruto de todo ello es la publicación de su Operazioni del compasso geométrico e m ilitare y la redacción de Le meccaniche, no publicada, cuyo contenido en líneas generales fue recogido en su gran obra del año 1638, Discorsi e D im ostrazioni matematiche intom o a due nttove scienze. Asimismo se ocupó de fenómenos térmicos y magnéticos (puestos de moda por Gilbert) construyendo, además de ¡manes capaces de aumentar su fuerza atractiva, unprimer termoscopio o termómetro de aire que muestra el aumento de tempe�ratura de un cuerpo (aunque sin escala).

Pero sin duda lo más relevante desde el punto de vista astronómico fue su dedicación al perfeccionamiento de un nuevo artilugio, el anteojo o telesco�pio, cuya primera patente era del holandés Hans Lippershey. Según se ha men�cionado, resulta complicado fijar con claridad la posición galileana con res�pecto a los grandes sistemas del mundo, el ptoiemaico y el copernicano, con anterioridad al año 1610. Si bien es verdad que en mayo de 1597 escribió sen�

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das cartas dirigidas a Jacopo Mazzoni y a Kepler en las que se declaraba parti�dario de Copérnico, lo cierto es que sus manifestaciones públicas en la Uni�versidad de Padua eran favorables a Ptolomeo. Sea como sea, lo más intere�sante es dejar constancia del modo en que el telescopio iba a alterar el marco de discusión en astronomía y cosmología.

En Galileo personalmente tuvo el efecto de persuadirle por completo sobre la verdad del sistema copernicano, en la medida en que las nuevas observa�ciones sobre las estrellas de la Vía Láctea, la superficie de la Luna, los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las manchas del Sol o lo que posteriormente se han denominado los anillos de Saturno recibían una interpretación razonable y verosímil suponiendo una Tierra móvil desplazada del centro desde la cual se llevan a cabo dichas observaciones, y un Sol ocupando la posición central.

Llegamos así a 1610, año en el que suceden dos cosas importantes. La pri�mera tiene que ver con el cambio de residencia de Padua a Florencia. La segun�da se refiere a la publicación de la obra que da cuenta de los primeros resulta�dos en astronomía observacional con telescopio, Sidereus Nuncius. El contrato de tres años en la Universidad de Padua se había ido prorrogando hasta con�vertirse en una cátedra vitalicia. Sin embargo, Galileo opta por abandonar ese puesto y aceptar el de primer matemático y filósofo del gran duque de Tosca- na, Cosimo II de Medici (máxima autoridad política de la República de Flo�rencia). Ganaba el hecho de ser eximido de dar clase y una remuneración eco�nómica superior; perdía la mayor libertad de pensamiento y expresión de la que había disfrutado en la República de Venecia.

La mencionada obra, Sidereus Nuncius, suscitó inmediata y ardorosa polé�mica dentro y fuera de Italia. El problema era doble; por una parte resultaba necesario ponerse de acuerdo sobre qué se veia (cosa no fácil con los rudi�mentarios telescopios de que se disponía); por otra había que decidir hasta qué punto las nuevas observaciones constituían una prueba en favor del sistema copernicano.

En la primavera del año 1611 decide emprender un viaje a Roma a fin de tratar de ganarse el apoyo del poderoso e influyente Collegio Romano (el más importante centro de enseñanza de los jesuítas). En el mundo católico intere�saba especialmente la posición que adoptara esa institución por su ascendien�te dentro del ámbito de las altas esferas eclesiásticas y también por el alto pres�tigio que había llegado a tener como centro de estudios astronómicos, gracias a la labor desarrollada por el padre Clavius (1538-1612), un convencido rea�lista geocéntrico que enseñaba en dicho Collegio Romano desde el año 1565 y que había sido miembro de la comisión que estableció la reforma gregoriana

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del calendario. Al principio este jesuita rechazó que con la interposición de unas lentes entre el ojo del observador y el objeto celeste observado se viera lo que Galileo decía que se veía, considerando más bien que se trataba de una ilusión óptica producida por la mediación de aparatos. Pero cuando dispuso de un telescopio propio y pudo llevar a cabo observaciones sistemáticas reconoció con honestidad que Galileo tenía razón en cuanto a la existencia de satélites de Júpi�ter y demás fenómenos contemplados por vez primera. Lo que no admitió es que constituyeran testimonios favorables al copernicanismo, estando como esta�ba convencido de la falsedad de esta doctrina (el hecho es que, según el propio Galileo reconoce, nada de ello constituía pruebas propiamente dichas que per�mitieran zanjar la polémica entre ptolemaicos y copernicanos).

Este viaje a Roma del año 1611 resultó para Galileo muy alentador ya que fue bien recibido, no sólo por los jesuítas del Collegio Romano (el padre Cla- vius y el cardenal Bellarmino, entre otros), sino también por cardenales e inclu�so por el papa Pablo V. Si nos atenemos a las expectativas creadas en esta oca�sión, todo parecería presagiar un desenlace mucho más favorable del que tuvo lugar años después.

Tras su regreso a Florencia dos cuestiones acapararon su atención. En pri�mer lugar fue invitado a participar en un debate informal sobre la causa de la flotación de los cuerpos, en el que adoptó una posición arquimedeana en con�tra del aristotélico y anticopernicano Lodovico delle Colombe. Como colofón de dicho debate escribió una obra sobre hidrostática, Discorso intom o aUe cose che stanno in su l ’acqua, publicada en Florencia en el año 1612, que tuvo el efecto de crearle un buen número de enemigos partidarios del mencionado filósofo. En nada, desde luego, contribuyó a calmar los ánimos otra disputa mantenida esta vez con el jesuita alemán Christoph Scheiner a propósito de las manchas solares. La aparición en Roma, en el año 1613, de la obra Istoria e dim ostrazioni intorno alie macchie solari no hizo sino aumentar la aversión y el odio de quienes, no siempre sin razón, se sentían burlados y ridiculizados por un sarcástico e implacable Galileo.

Además de estos temas (pese a todo de carácter técnico), Galileo se aden�tró por caminos mucho más peligrosos que invadían el campo de los teólogos y que hadan referencia a la necesaria independencia entre ciencia y religión. Pretendía mostrar que las Sagradas Escrituras y las tesis copernicanas podían interpretarse de modo que fueran compatibles. La ocasión para abordar tan espinoso asunto se la brindó, sin proponérselo, un discípulo suyo y profesor de matemáticas en la Universidad de Pisa, Benedetto Castelli. Éste se vio envuel�to en una discusión propiciada por la gran duquesa Cristina de Lorena, madre

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de Cosimo de Medid, quien gustaba de reunir en su residencia a personali�dades capaces de disputar sobre temas diversos. En una de esas ocasiones fue invitado Castelli, a quien se incitó a que se pronunciara sobre la posibilidad de defender el movimiento de la Tierra sin contradecir lo que se afirma en cier�tos pasajes de la Biblia.

La defensa del movimiento terrestre por parte de Castelli se basó en la liber�tad de los estudiosos de la Naturaleza para decidir cuestiones que en el men�cionado Libro Sagrado se abordan de modo metafórico y no literal. Huelga decir que en los tiempos contrarreformistas que corrían, no habría de faltar quien encontrara sospechoso semejante punto de vista. Puesto al corriente Galileo por su propio discípulo de lo ocurrido, escribió lo que se conoce como Carta a Castelli (21 de diciembre de 1613), en la que insistía en el carácter metafórico de lo narrado en la Biblia. Dos años más tarde, ampliaba estas con�sideraciones sobre las relaciones entre ciencia y religión en la famosa Carta a Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana (la dos cartas se hallan conteni�das en, Galileo: 1987). Ambas ofrecen interesantes reflexiones sobre un tema que aún hoy no ha perdido vigencia.

Castelli había mostrado la carta de Galileo a un dominico, Nicoló Lorini, quien la copió y en el año 1615 la remitió al Tribunal romano de la Inquisi�ción para que fuera investigada por si contenía afirmaciones incompatibles con lo defendido por la Iglesia católica. Pese a que otro dominico enemigo de Gali�leo, Tommaso Caccini, declaró en su contra, en esta ocasión ninguna condena se produjo ni contra Copémico ni contra el propio Galileo. Pero la suerte no dura siempre.

En todo caso lo sucedido le impulsó a visitar de nuevo Roma, en el año 1615, con la intención de disipar todas las dudas acerca de su posición teórica. Desde luego resultó imprudente insistir en su tesis acerca de la independencia de científicos y teólogos en un momento en que la jerarquía católica endurecía sus posiciones ante la presión de los protestantes, por un lado, y de los más celo�sos contrarreformistas, por otro (entre los que se encontraban los representan�tes en Roma de la poderosa corona española). La opinión expresada por el influ�yente cardenal Bellarmino a propósito de una consulta hecha por un carmelita, el padre Paolo Antonio Foscarini, fue clara y tajante: conviene que Galileo se limite a hablar ex suppositione, es decir, suponiendo que el movimiento de la Tierra y la posición central del Sol permiten salvar mejor las apariencias, pero sin que ello implique que en realidad, cosmológicamente hablando, las cosas son así. Los diversos pasajes de la Biblia en los que se afirma que el Sol gira en torno a la Tierra han de interpretarse literalmente, a no ser que de modo explí�

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cito pudiera demostrarse lo contrario, en cuyo caso más bien debiera decirse que no lo entendemos.

Éste es el punto de vista que se va imponiendo en el mundo católico. Ade�más del carácter meramente instrumental del heliocentrismo que la Iglesia siem�pre había defendido, se establece ahora con la mayor intransigencia algp que toda�v ía en las últimas décadas del siglo XVI no era motivo de conflicto, a saber, la interpretación literal y no metafórica de las Sagradas Escrituras, lnstrumentalismo copernicano y literalidad bíblica resumen la posición oficial católica hasta finales del siglo XIX. Pero parece como si Galileo se resistiera a aceptar lo inevitable. Prue�b a de ello es su Discorso delflttsso e refltisso d e lm a re (l6 l 6), dirigido al cardenal Alessandro Orsini, en el que se propone probar la verdad del sistema copernica- no mediante una teoría de las mareas (falsa, por otro lado, ya que este fenómeno no se explica por el movimiento de la Tierra sino por la influencia de la Luna). En todo caso el escrito da cuenta de su posición copernicana realista.

Si su ingenua pretensión era acallar las voces anticopernicanas con argu�mentos y razonamientos, el resultado conseguido fue exactamente el contra�rio. Ante el cariz que estaban tomando las cosas, el cardenal Bellarmino acon�sejó al papa Pablo V que los teólogos del Santo Oficio examinaran las dos proposiciones referidas a la posición central y al reposo del Sol, por un lado, y al movimiento de una Tierra que ya no ocupa el centro del mundo, por otro. El resultado del mencionado examen resultó catastrófico para Galileo, pese a que ¿1 mismo no fue condenado y ni tan siquiera aludido. En efecto, el 24 de febrero de 1616 la comisión de teólogos dictaminó lo siguiente:

1. La proposición según la cual el Sol está situado en el centro del mun�do y carece de movimiento “es necia y absurda desde el punto de vista filosófico, y además formalmente herética ya que contradice expresa�mente muchas de las afirmaciones de las Sagradas Escrituras, tanto en su significado literal como en el significado que les atribuyen los San�tos Padres y los doctores en teología”.

2. La proposición según la cual la Tierra no está situada en el centro del mundo ni es inmóvil, sino que se mueve incluso con el movimiento diurno “merece idéntica censura que la anterior desde el punto de vis�ta filosófico, mientras que desde el punto de vista teológico es errónea en lo que se refiere a la fe”.

No faltó quien buscara la condena explícita de Galileo, pero de momen�to el tema se cerró con una amonestación verbal y privada para que no defen�

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diese ni enseñase de ningún modo, ni oralmente ni por escrito, las dos pro �posiciones anteriores bajo la amenaza de males mayores en caso de desobe�diencia. El Papa encomendó la tarea al cardenal Bellarmino, de manera que la mencionada amonestación a Galileo tuvo lugar el 26 de febrero de 1616 en la residencia de dicho cardenal, en Roma, con la asistencia no prevista del padre Comisario General de la Inquisición. El edicto que contenía la sentencia del Santo Oficio se promulgó el 5 de marzo de ese año, siendo ésta la primera vez en que era condenado el heliocentrismo por parte de la Iglesia católica cuan�do habían transcurrido más de setenta años desde la muerte de Copérnico.

El 4 de junio de 1616 Galileo regresa a Florencia. No se había visto obli�gado a abjurar de sus teorías ni se le había impuesto penitencia alguna, pero se encontraba en una incómoda situación con respecto a la posibilidad de con�tinuar su labor en favor del copernicanismo. Resultaba poco claro si se le había prohibido absolutamente referirse a este asunto o si podía hacerlo ex supposi- tione, es decir, en tanto que hipótesis meramente instrumental. De hecho esta cuestión será motivo de desacuerdo en el proceso que se siga contra él dieci�siete años más tarde. Durante un tiempo optó por guardar silencio, ocupán�dose de precisar algunas de las observaciones astronómicas realizadas con ante�rioridad. En especial los satélites de Júpiter (cuyos eclipses permitían arbitrar un método para la medición de longitudes) acapararon su atención hasta que en noviembre del año 1618 se divisaron en el Cielo tres cometas. Ello daría pie a una nueva polémica, que en nada había de beneficiar a Galileo.

La aparición de ese triple fenómeno hizo que muchos se ocuparan de la cuestión. Desde luego el Collegio Romano no iba a ser la excepción, de modo que uno de los jesuítas que entendían sobre el tema, el matemático Orazio Grassi, escribió un libro sobre los cometas en el que adoptaba el punto de vis�ta de Tycho Brahe. Por su parte un discípulo de Galileo, Mario Guiducci, se pronunció públicamente en contra de los jesuitas con palabras sugeridas por su maestro. La réplica de Grassi, dirigida directamente contra Galileo, no se hizo esperar, si bien esta vez se ocultó bajo el seudónimo de Lotario Sarsi. A su vez, el propio Galileo respondió con una obra escrita en italiano y publica�da en el año 1623, II Saggiatoreo El Ensayador, cuyo estilo sarcástico tuvo la virtud de atraer sobre sí las iras de todo el Collegio Romano.

II Saggiatore es una obra equivocada en lo que a la naturaleza de los come�tas se refiere (más próxima a Aristóteles que a Brahe). Pero en ella se contie�nen interesantes reflexiones sobre el carácter matemático de los fenómenos naturales o sobre la hipótesis atomista, lo que la convierte en uno de los escri�tos galileanos de obligada lectura. Es verdad que no incluye la menor referen�

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cia al copernicanismo, pero también es cierto que se pronuncia a favor del otro gran tema tabú para la Iglesia católica, a saber, la concepción atomista de la materia frente a la concepción hilemórfica (materia y forma) de Aristóteles en la que los teólogps habían fundamentado su explicación de la Eucaristía. Gali- leo parece pues mostrar un cierto gusto por los temas que rozaban el peligro. (En un apasionante libro aparecido en Tormo en 1983, el italiano Pietro Redon- di sostiene que el factor desencadenante de la condena de Galileo no fue la defensa del heliocentrismo sino justamente su teoría atomista de la materia; P. Redondi, 1990).

Lo que definitivamente le situó en una posición delicada fiie un hecho que, en apariencia, hubiera debido serle favorable. Se trata de la elección como papa de un amigo suyo, el cardenal Maffeo Barberini, con el nombre de Urbano VIII. Esto ocurría en el mismo año en que se publicó II Saggiatore, 1623- El nuevo papa no se avino a anular el edicto de condena del año 1616, tal como Galileo le pidió, pero sí permitió a éste que se refiera a su teoría de las mareas a condi�ción de que el movimiento de la Tierra fuera considerado de modo puramen�te hipotético. Arriesgada concesión dada la personalidad tanto de quien la hacía (el nuevo papa demostró ser persona de carácter poco firme, muy vulnerable a las críticas y comentarios chismosos) como de quien la recibía (Galileo por su parte hizo gala de un temperamento temerario y polémico que no necesitaba de grandes estímulos para acometer imprudentes empresas).

Así, entre los años 1624 y 1630 (con algunos períodos de interrupción) Gali- leo se decidió a trabajar en su libro más importante en cuanto a la defensa del copernicanismo se refiere. Su título es Dialogo sopra i due massimi sistemi del mon�do, ptolemaico e copernicano (Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolem aicoy copernicano). Está dividido en cuatro partes o “jornadas”, siendo la cuarta la que dedica al tema de las mareas (en el epígrafe 4.1.5 será comentada la estructura y el contenido de la obra). El Dialogo se publicó en Florencia en marzo del año 1632, tras obtener con dificultad la correspondiente licencia ecle�siástica y civil de esa ciudad. Cinco meses después el libro fue retirado de las librerías por orden de la Inquisición romana y Galileo recibió una citación para comparecer ante ella. A causa de una enfermedad, dicha comparencia se dilató hasta febrero del año 1633. Dos meses después, concretamente el 12 de abril de ese año, se iniciaba uno de los procesos más famosos de la Historia que finali�zaría el 22 de junio con la abjuración y la reclusión perpetua de Galileo.

¿Qué había sucedido para que la obra fuera prohibida por la Inquisición? La verdad es que el número de enemigos acumulados por el ilustre y polémi�co italiano a lo largo de toda su vida fue muy elevado. Y de modo especial los

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hallamos en las filas de los jesuitas y de los dominicos. Suelen aducirse dos tipos de hechos que influyeron sobre el Papa, disponiendo su ánimo en con�tra de su antiguo amigo. Unos le susurraron al oído insistentemente que Gali- leo se había burlado de él al poner en boca del personaje más simple e igno�rante de la obra (que tiene forma de diálogo entre tres interlocutores) palabras pronunciadas por él mismo. Otros le mostraron un acta sin firmas que supues�tamente daba cuenta de la amonestación recibida por Galileo del cardenal Bellarmino (ya fallecido) para no defender ni enseñar de ningún modo (es decir, ni siquiera a modo de hipótesis instrumental) la doctrina de Copérnico. En la medida en que el papa ignoraba este episodio de la vida de Galileo (que éste, por otra parte, le había ocultado), se sintió burlado y engañado, lo que desper�tó en él una profunda cólera. Si a ello unimos las presiones de sectores políticos fanáticamente contrarreformistas, como es el caso del embajador del rey de Espa�ña (cardenal Borgia), para que se tomaran medidas contra todo tipo de desvia- cionismos, tendremos un cuadro siquiera superficial de la explosiva situación que en el año 1633 degeneró en la apertura del proceso contra el sabio de Pisa.

Se ha discutido mucho sobre la validez de un acta sin firmas como la pre�sentada al Papa. La cuestión que en el fondo se discutía es si el cardenal Beílar- mino prohibió absolutamente a Galileo defender el copernicanismo, tal como constaba en la mencionada acta (en cuyo caso éste habría desobedecido la amo�nestación del año 1616), o si le había sido permitido referirse a ella exsuppo- sitíone, tal como Galileo sostenía que había sucedido. Si esto último era lo cier�to, entonces se había respetado la prohibición puesto que explícitamente se afirma al principio de la obra haber tomado “en la argumentación el partido de la teoría copernicana, considerándola como pura hipótesis matemática” (Galileo, 1994: 5). Ésta es al menos la línea de autodefensa que adoptó Gali�leo: sin embargo, pese a esas palabras que se vio obligado por los censores a incluir, ninguno de sus lectores podía ignorar que se hallaba ante un conven�cido realista copernicano. Es por ello que la redacción y publicación de un libro en favor del copernicanismo, por mucha cautela instrumentalista que se adoptara, era de por sí un riesgo que Galileo asumió al estar persuadido de contar con el favor papal. Dominicos y jesuitas, sin embargo, se encargarían de trocar amor en odio, cosa no difícil en un hombre tan orgulloso, impulsi�vo e inseguro como el papa Urbano VIII.

Extraño proceso el que se desarrolla entre abril y junio del año 1633, pues�to que se dispone de un acta escrita sin valor legal frente a la sola palabra del acusado, y poco más. En privado se le recomienda que renuncie a su defensa y admita una cierta culpabilidad no imputable a la mala fe sino a la vanidad,

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a cambio de un benévolo trato que excluiría el uso de la tortura y una sen�tencia no en exceso desfavorable. En efecto, no fue torturado pero sí conde�nado a reclusión perpetua, tras abjurar públicamente de rodillas. Con casi setenta años se veía obligado a “abjurar, maldecir y aborrecer” la doctrina refe�rente al movimiento de la Tierra, ante el temor (que algunos le han reprocha�do) de terminar sus días de modo tan dramático como Giordano Bruno.

Sin duda Galileo no esperaba una resolución de los inquisidores tan dura: prisión de por vida y prohibición total de difundir el Dialogo sopra... Se le per�mitió, sin embargo, cumplir la pena primero en la residencia del arzobispo de Siena y después en su propio domicilio (en la villa de Arcetri, en Florencia), el cual no pudo abandonar nunca, ni siquiera para visitar al médico (perdió la vista en 1637). Tras una etapa de mayor condescendencia inicial, tampoco se le autorizó a recibir visitas, por lo que permaneció prácticamente solo duran�te nueve años con alguna excepción como la de Vicenzio Viviani, un discípu�lo que pudo acompañarle y escribir lo que Galileo dictaba una vez que éste quedó ciego.

Durante estos últimos años escribió su otra gran obra, junto al Dialogo. Se trata de los Discorsi e D im ostrazioni matematiche intorno a due nuove scienze, que vieron la luz en Leyden (Holanda) en 1638. En esta ocasión la lección había sido bien aprendida, de modo que no volverá a ocuparse nunca más del coper- nicanismo. Por el contrario, retoma asuntos menos conflictivos como son el de la resistencia de los materiales a la ruptura en máquinas de tamaños diversos o el del movimiento local, los cuales había analizado en su etapa de profesor en Padua y sobre los que había escrito en su obra de juventud no publicada Le mec- caniche. Es pues en los Discorsi donde hallamos remas que le han hecho famo�so tales como la correcta ley de caída de los graves, la ley del isocronismo de las oscilaciones pendulares o el estudio de la trayectoria parabólica de los proyec�tiles (lo que exige componer dos movimientos independientes, uno horizontal uniforme y otro vertical uniformemente acelerado).

Lo mismo que el Dialogo, los Discorsi tienen estructura de diálogo entre los mismos tres personajes que discuten y comentan problemas de estática y de dinámica a lo largo de cuatro jornadas. En ella se abandonan las cuestiones cosmológicas para considerar problemas únicamente mecánicos. Arquímedes ocupa el lugar de Copérnico en cuanto autor que inspira un modo de proce�der en el que se combinan matemáticas y experimentación. Pese a la prohibi�ción expresa de la Inquisición, en el año 1633 y en 1641 se publicaron en Estrasburbo dos ediciones latinas del Dialogo. En noviembre de ese año enfer�mó gravemente y murió en enero del año 1642, once meses antes de que nacie�

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ra Isaac Newton en la distante Inglaterra. La mencionada obra permaneció en el índice de Libros Prohibidos hasta 1835. (Sobre la biografía de Galileo pue�den consultarse: Beltrán, 1983; Drake, 1983 y Geymonat, 1986).

4 .1.2. N uevas observaciones celestes m ediante telescopio

Según se desprende de lo dicho hasta aquí, en el conjunto de la obra de Galileo destacan dos tipos de investigaciones que admiten una consideración independiente y que pueden resumirse haciendo uso de los dos nombres pro�pios ya citados: Arquímedes y Copémico. En efecto, en un caso se atiende a temas relativos a las leyes del equilibrio, leyes del péndulo, fenómenos magné�ticos y térmicos, movimiento de los cuerpos por planos de diferente inclina�ción, ley de caída de los graves, etc., de todo lo cual se ocupa preferentemente antes del año 1610 y después de 1633. Constituyen trabajos que Geymonat califica de “matemática aplicada” y que muestran la simpatía intelectual de Gali�leo hacia el modo de hacer física de Arquímedes frente al de Aristóteles. El otro caso tiene que ver con la cruzada llevada a cabo en favor del sistema coperni- cano del mundo en el período comprendido entre las dos fechas anteriores.

El año 1633 marca el fin de la campaña de Galileo en pro del copemicanis- mo debido a que es entonces cuando tiene lugar la condena por parte de la Inqui�sición. Mayor explicación precisa el hecho de que tal empresa comience hacia el año 1610, momento en que se publica el Sidereus Ntmcius {La Gaceta sideral En: Galileo-Kepler, 1984: 28-90). En primer lugar se plantea el problema de cuán�do y por qué Galileo, que había sido educado en la doctrina ptolemaica, habría sustituido dicha doctrina por la de Copérnico. No es fácil responder a esta cues�tión, ya que durante sus años de profesor en Pisa y Padua (esto es, entre 1589 y 1610) públicamente aparece como un despreocupado ptolemaico, si bien en pri�vado hace algunas manifestaciones en favor de Copérnico. En concreto, según se ha mencionado páginas atrás, en mayo y agosto respectivamente del año 1597 escribe sendas cartas al filósofo Jacopo Mazzoni y a Johannes Kepler en las que se confiesa copernicano. Especial interés tiene la remitida a Kepler, la cual es res�puesta al envío de éste de su obra M ysterium Cosmographicum. En dicha carta incluso manifiesta disponer de pruebas que ponen de manifiesto la verdad del sis�tema copernicano. Ignoramos en qué podrían consistir éstas (si es que en efecto disponía de alguna), pero lo que sí parece es que dichas pruebas no serían de carác�ter estrictamente astronómico. Tal vez se basaran en consideraciones físicas antia�ristotélicas que hacían menos verosímil un mundo geocéntrico.

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El 9 de octubre de 1604 tuvo lugar un fenómeno que apartó su atención durante un tiempo de los estudios de mecánica. Se trata de la aparición de una nova stella en la constelación de Ofiuco. Lo mismo que hiciera Tycho Brahe en el año 1572 con ocasión de la observación de otra nova (epígrafe 3.2.2), Gali- leo supuso que si este nuevo cuerpo celeste, hasta entonces no observado, esta�ba situado en la región sublunar como pretendían los aristotélicos, entonces debería producirse paralaje (variación en la posición aparente de la estrella). Al no constatarse tal cosa, la conclusión era que se hallaba tan alejado como para ser considerado una verdadera estrella, y no un simple fenómeno atmosférico. Ahora bien, ello ponía en entredicho la inmutabilidad de los cielos defendida por Aristóteles, así como la fundamental división del mundo geocéntrico en dos zonas, una por encima y otra por debajo de la Luna. La nova del año 1604 no constituía una prueba del sistema copernicano, pero debilitaba el aristoté- lico-ptolemaico. A los pocos meses desapareció de la vista y Galileo volvió a sus quehaceres arquimedeanos alejados de la astronomía.

Lo que realmente cambiaría este estado de cosas es algo importantísimo que no sucedió en el Cielo teniendo a los astros por protagonistas, sino en la Tierra como consecuencia de la intervención de los humanos. Nos referimos a la inven�ción del telescopio y su utilización para fines astronómicos. La construcción de este peculiar artilugio tiene una larga historia tras de sí relacionada con la óptica geo�métrica o estudio del comportamiento de la luz. Dichos estudios (y muy espe�cialmente los de Euclides) habían permitido conocer su propagación en línea rec�ta, además de los fenómenos de reflexión y refracción. La reflexión se produce de modo ejemplar en los espejos, mientras que la refracción es especialmente mani�fiesta cuando se ven los objetos a través de cuerpos transparentes. La consecuen�cia en cualquier caso es una distorsión de las imágenes transmitidas que había que tratar de corregir. El tema resultó ser más sencillo cuando se trataba de pulir espe�jos (inicialmente de plata), siendo la forma geométrica un factor decisivo de la mayor fidelidad de aquéllas. En cambio, los vidrios representaban el asunto más complicado debido a la especial dificultad de fabricarlos sin imperfecciones.

Interesaba, sin embargo, construir vidrios capaces de lograr la ampliación de las imágenes. En la Edad Media se utilizaron para aumentar el tamaño de las letras al ponerlos en contacto con el pergamino o papel y poder corregir de este modo algunos problemas de visión como la presbicia. Tampoco los rena�centistas fueron ajenos al interés por el estudio de las lentes y la obtención de imágenes por medio de ellas. Así, se conocieron las propiedades de las lentes cóncavas y convexas, pero siempre con el obstáculo de no poder conseguir un pulido regular y unos vidrios de razonable calidad.

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Es en este contexto donde hay que situar, en las últimas décadas del siglo XVI, la aparición del primer anteojo (denominado por el filólogo Demisiani telescopio a principios del siglo XVII), probablemente montado por diferentes personas dispersas por la geografía europea y usado sobre todo para escrutar los mares (advirtiendo de la llegada de barcos enemigos) y las tierras llanas. No es de extrañar, por tanto, que el primer telescopio que en el año 1608 fuera patentado correspondiera a un oriundo de los Países Bajos, el holandés Hans Lippershey (ca. 1570-1619), cuya principal contribución consistió en inser�tar dos lentes en un tubo de metal a fin de proporcionar una mayor comodi�dad a la visión.

A principios del año 1609, Galileo tuvo conocimiento de este invento capaz de ampliar el tamaño de objetos lejanos. Desde el punto de vista prác�tico, de inmediato advirtió su utilidad en una república de marinos como era la Serenísima de Venecia (lo que le proporcionó ventajas económicas); desde el punto de vista teórico aportó fundamentales resultados a la astronomía de observación que modificarían para siempre el status del sistema copernicano. Se puso pues manos a la obra y en poco tiempo consiguió perfeccionar el ante�ojo hasta alcanzar veinte aumentos, mientras que sus contemporáneos no logra�ban pasar de tres o cuatro.

En esencia constaba de una lente cóncava más próxima al ojo (ocular) y otra convexa más cercana al objeto (objetivo), ambas embutidas en un tubo de metal (a tales telescopios de ocular cóncavo se les llamó telescopios galilea- nos para distinguirlos de aquellos otros de ocular convexo denominados teles�copios keplerianos). Además incorporó un diafragma o apertura oval en el obje�tivo a fin de regular la cantidad de luz que dejaba pasar, lo que permite suponer que descubrió pronto las aberraciones cromáticas o defecto del instrumento óptico que presentan los objetos contorneados con los colores del arco iris. Si a lo anterior unimos una mejor calidad de las lentes que él mismo pulía, en conjunto puede decirse que Galileo obtuvo el máximo rendimiento posible del anteojo de la época. Y ello por puro procedimiento de ensayo y error ya que, a diferencia de Kepler, no era en modo alguno un teórico de la óptica.

Pero lo más relevante quizá no sea tanto el perfeccionamiento mismo del instrumento óptico patentado por Lippershey, pese a ser muy importante, como el uso que Galileo le dio más allá de la observación de objetos terrestres en el horizonte con fines comerciales y, sobre todo, militares. Aunque es cier�to que no fue el primero que orientó el telescopio a la bóveda celeste (Tho- mas Harriot, en concreto, había estudiado la superficie de la Luna de este modo en el año 1609), sin embargo no puede negársele el mérito de haber sido el

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que comprendió antes que nadie la importancia de observar los cuerpos celes�tes interponiendo entre ellos y el órgano de la visión un aparato que acortara las distancias que los separan. Y también fue el que se anticipó a publicar los resultados obtenidos en una obra que causó un gran impacto en la época, Side- reus Nuncius, la cual dibujaba un nuevo panorama celeste totalmente impre�visible tras muchos siglos en los que siempre se había percibido lo mismo.

Llegados a este punto, procede preguntarse qué vio Galileo con su flamante telescopio dirigido sistemáticamente a todos los tipos de seres celestes conocidos desde la Antigüedad: estrellas, planetas, Sol y Luna. Dando cuenta de sus observa�ciones en el orden cronológico en que fueron establecidas (al menos tal y como aparecen relatadas en la mencionada obra), hay que comenzar hablando de la Luna.

En verano del año 1609 decide mirar este cuerpo con el nuevo instru �mento. El asombro fue grande al reparar en que, pese a haber sido concebido por los griegos como perfectamente esférico, inmutable, etéreo, homogéneo y, en definitiva, por completo distinto a la Tierra, presentaba un aspecto dema�siado parecido a ésta. Un extraño conjunto de luces y sombras, desigualmen�te repartidas, fue interpretados por el perspicaz Galileo como consecuencia de una orografía lunar formada por valles y montañas. Así, supuso (“suponer” no es "ver”) que las manchas eran valles y los puntos luminosos montañas que emergían de la superficie hasta alcanzar cierta altura (máximo de seis mil metros, según calculó), debido a lo cual presentaban mayor luminosidad. Al contem�plar los cambios que se producían en función de la iluminación recibida por el Sol en momentos distintos, intuyó que se trataba de una situación similar a la que se produce en la Tierra al amanecer. En efecto, cuando aún no ha lle�gado la luz a los valles terrestres, sólo los montes que los circundan por la par�te opuesta al Sol aparecen resplandecientes. Por su parte, en la Luna se divisa�ban zonas oscuras en el lugar en el que se halla el Sol con contornos muy luminosos en la parte opuesta que, según esta analogía, corresponderían a los picos de hipotéticas montañas lunares. A medida que la luz diurna aumenta en la Tierra, las sombras de sus valles disminuyen; del mismo modo se obser�vaba que las manchas lunares iban perdiendo su oscuridad, lo que querría decir que la luz del Sol había comenzado a invadir sus valles.

La superficie de la Luna y de los demás cuerpos celestes, concluye Gali�leo, no es de hecho lisa, un iform e y de esfericidad exactísim a, tal com o ha enseñado de ésta y de otros cuerpos celestes una num erosa cohorte de filó �sofos, sino que, por el contrario , es desigual, escabrosa y llena de cavidades y prom inencias, no de o tro m odo que la propia faz de la T ierra, que pre �

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senta aquí y allá las crestas de las montañas y los abismos de los valles (La gaceta sideral. En: Galileo-Kepler, 1984: 41-42).

A continuación enfocó su anteojo hacia las estrellas. Lo que de entrada resultaba relevante es la diferente apariencia de planetas y estrellas. Los pri�meros aumentaban su tamaño hasta parecer discos redondos, mientras que las segundas apenas cambiaban la forma que tienen a simple vista, lo que fue inter�pretado por Galileo como una consecuencia de su enorme lejanía. Además aparecieron nuevas estrellas que eran invisibles sin telescopio, cosa que avala�ba la anterior interpretación: no se observan a ojo desnudo, no porque fueran muy pequeñas, sino porque estaban a fantásticas distancias de la Tierra.

En tercer lugar contempló la naturaleza de la Vía Láctea o Galaxia. La tesis aristotélica la convertía en un fenómeno meteorológico similar al de los come�tas. Sin embargo, Galileo puso de manifiesto que “no es otra cosa que un con�glomerado de innumerables estrellas reunidas en montón. [...] Además las estrellas que hasta estos días han denominado todos los astrónomos Nebulo�sas son cúmulos de estrellitas admirablemente esparcidas” (Galileo-Kepler, 1984: 65-66). El universo estelar se despliega ante el primitivo telescopio, de modo que mirar la bóveda celeste supondrá en el futuro adentrarse en un mun�do de luz que parecerá multiplicarse incesantemente.

Pasemos a continuación a los planetas, siendo Júpiter el primero de ellos que cae bajo su atenta mirada telescópica el 7 de enero de 1610. Aquí le aguar�daba una gran sorpresa.

Mas lo que supera con mucho todo lo imaginable y que principalmente nos ha movido a llamar a la vez la atención de astrónomos y filósofos, es precisamente haber descubierto cuatro estrellas errantes que nadie antes que nosotros ha conocido ni observado, las cuales, a semejanza de Venus y Mercurio en torno al Sol, presentan sus propios períodos en torno a una estrella insigne, que se cuenta entre las conocidas, ora precediéndola, ora siguiéndola, no alejándose jamás de ella fuera de ciertos límites (Galileo- Kepler, 1984: 37).

Esas “cuatro estrellas errantes” nunca vistas antes son lo que Kepler deno�minó satélites de Júpiter, mientras que Galileo los bautizó con el nombre de “planetas medíceos” en honor del duque de Medid. Se trata de ío, Europa, Ganimedo y Calisto. Puesto que los nuevos astros contemplados aparente�mente seguían siempre a dicho planeta en sus desplazamientos, lo mismo que

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hace la Luna con la Tierra, no resultaba absurdo concluir que “realizan sus revoluciones en torno a él, al tiempo que todos a una cumplen sus revolucio�nes en torno al centro del mundo” (Galileo-Kepler, 1984: 88).

Meses después, esto es, en la primavera del año 1610, Galileo publicó todos estos descubrimientos en la citada obra Sidereus Nuncius (La gaceta sideral). Posteriormente vendrían nuevas observaciones referidas también a planetas, en concreto a Saturno y Venus por este orden. En efecto, en julio de ese año advirtió, admirado, que Saturno presentaba una extraña forma cuando se le contemplaba con el anteojo, pues no parecía ser un solo cuerpo sino tres jun�tos que se tocan, uno grande en el centro y dos pequeños en los lados. En cam�bio, si el anteojo era de menor aumento, no se percibían tres cuerpos sino uno solo en forma de aceituna (oblongo en el ecuador). Se trata de lo que él cali�fica como “extravagancia de Saturno”, que no supo explicar.

Pero lo que definitivamente le desconcertó fue lo siguiente. Tras observar�lo durante unos meses sin advertir el menor cambio en su aspecto “tricorpó- reo” y dejar de prestarle atención durante otros dos meses más, cuando volvió a él lo encontró solitario, sin los dos cuerpos laterales y, por tanto, con una for�ma tan redonda como la de Júpiter. ¿A qué se debía tan extraña mutación? Las limitaciones del telescopio de Galileo no le permitieron llegar a saber que lo que había descubierto es lo que conocemos como los anillos de Saturno (con�junto de partículas de finísimo polvo, que se distribuyen uniformemente en sis�temas de “anillos” que circundan este planeta; no se trata pues de ningún nue�vo cuerpo celeste). Dependiendo de la posición relativa de Saturno, la Tierra y el Sol, el observador terrestre puede contemplar su brillo o no. Es pues com�prensible la turbación de Galileo que sucesivamente veía y no veía algp con su instrumento óptico (será Huygens quien establezca la verdadera naturaleza de este fenómeno a mediados del siglo XVII gracias a la utilización de un telesco�pio más potente).

En octubre del año 1610 pasó a ocuparse de otro planeta, Venus. Duran�te muchos días su figura es perfectamente redonda, pero gradualmente comien�za a alterar su forma y tamaño atravesando por las mismas variaciones que se dejan ver en la Luna. Se trataba de las fases de Venus, que constituyeron uno de sus mejores argumentos en favor del sistema copernicano. En efecto, la teo�ría de Copérnico predecía tales fases, pero puesto que no se detectaban a sim�ple vista (Venus está demasiado lejos para distinguir de él algo más que un punto luminoso), ello constituía un serio obstáculo para este astrónomo. Al contemplarlas con telescopio, Galileo logró corroborar su existencia propor�cionando así un arma importante a los defensores de la nueva astronomía.

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Además estableció que lo mismo había de ocurrir con el otro planeta situado entre la Tierra y el Sol, Mercurio. Su excesiva proximidad al Sol impide una adecuada observación, pese a lo cual Galileo estaba seguro de que le era apli�cable idéntico planteamiento.

Lo anterior tenía una consecuencia inmediata. La Luna tiene fases porque, al carecer de luz propia, refleja la del Sol. Por la misma razón, Venus (y, por extensión, el resto de los planetas) ha de ser un cuerpo opaco iluminado por la luz de aquél. En la época aún no se disponía de una solución definitiva al problema de si los planetas se asemejan a la Luna (cuerpos opacos) o a las estre�llas (cuerpos luminosos). Ahora la respuesta no dejaba lugar a dudas: todos los planetas reciben la luz del Sol, siendo oscuros por naturaleza; en cambio las estrellas brillan por sí mismas.

Por último, Galileo hizo otra gran aportación a la astronomía, esta vez a pro�pósito del Sol. A principios del año 1611 un astrónomo de Witrenberg, Johann Fabricius, había publicado una obra en la que se describían las llamadas man�chas solares (parte central oscura rodeada de una aureola más clara), que presen�taban un aspecto cambiante. Puesto que ello ponía en cuestión la inmutabili�dad de ese astro, en ambientes escolásticos se apresuraron a dar una explicación acorde con la física aristotélica. En concreto, el jesuita y profesor de la Univer�sidad de Ingolstadt, Christoph Scheiner, supuso que o bien eran consecuencia de la interposición de multitud de pequeñísimos cuerpos celestes que giran alre�dedor del Sol (por debajo de Mercurio), o bien eran fenómenos atmosféricos (tales como nubes muy altas) que obstaculizarían la visión desde la Tierra. En todo caso se trataba de garantizar que ninguna variación pudiera atribuirse al propio Sol. Galileo discutió el planteamiento de este autor en una obra publi�cada en Roma en el año 1613, Istoria e dimostrazioni intomo alie macchie solari.

Ello dio pie a una agria polémica referida tanto a la prioridad del descu�brimiento (pese a que ni uno ni otro contemplaron el fenómeno por vez pri�mera), como a su interpretación. Esta última cuestión era del mayor interés. Aun cuando no estuviera clara su naturaleza física, consideraciones varias lle�varon a Galileo a concluir que las manchas solares están en la superficie del Sol, y no en alguna región entre él y la Tierra. Además, debido a que periódi�camente se ven y se dejan de ver, conjeturó con todo acierto que ello era efec�to de la rotación de este astro. Ahora tendríamos, en consecuencia, un Sol cen�tral con movimiento giratorio, que no respondería al esquema de perfección e inmutabilidad que se le había aplicado durante tantos siglos.

En resumen, entre los años 1609 y 1613 Galileo acumuló una serie de fun�damentales observaciones telescópicas referidas a la Luna, las estrellas, los pla�

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netas y el Sol. Sin embargo, aquí se suscita una dificultad radical que no se le planteó al gran astrónomo Tycho Brahe. No es lo mismo observar a ojo desnu�do que por medio de un anteojo. En este segundo caso es preciso servirse de un dibujo si se quiere contar a otros lo que se ha visto (al menos hasta la introduc�ción de la fotografía astronómica). Pero dicho dibujo ha de reproducir lo que efectivamente se ve más lo que se interpreta (el caso de la orografía de la Luna es bien ilustrativo). Y la mencionada interpretación tiene dos tipos de soportes.

Por una parte, requiere una teoría de la visión como la que posee Kepler pero no Galileo. O en su defecto, un conocimiento de la técnica de la perspectiva, como el desarrollado por la pintura italiana del Renacimiento, que permite represen�tar en un plano una figura de tres dimensiones (quizá lo obra más característica al respecto sea Della pictura, escrita en la época de Copérnico por León Battista Alberti). Se sabe que Galileo leyó dos libros sobre la técnica del claroscuro, La practica della prospettiva de Daniel Bárbaro y La practica d i prospectiva de Loren�zo Sirigatti, lo que pone de manifiesto su interés por el tema de la distribución de la luz y de las sombras en la delincación de un objeto. Hay con todo un ine�ludible factor de subjetividad, puesto que a la imagen observada sólo tiene acce�so quien se pone ante el telescopio; en cambio, la imagen dibujada puede ser contemplada por todos, pero no hay que olvidar que esta última expresa lo que interpreta quien mira (no hay sino que comparar los diferentes dibujos de Harriot y de Galileo sobre un mismo cuerpo, la Luna, para hacerse cargo de esta cues�tión). Luego el primer problema consiste en fijar el tipo de objeto que se tiene ante la vista auxiliada por un anteojo (siguiendo con el ejemplo de la Urna, ver luces y sombras no es ver montañas y valles).

Junto al arte de representar en una superficie los cuerpos celestes tal y como aparecen a la mirada telescópica, se plantea la necesidad de contar con una teo�ría astronómica que permita explicar esos nuevos objetos contemplados en los cielos y pintados en un papel (habrá así que justificar teóricamente el hecho de que la Luna tenga valles y montañas, lo cual por cierto se opone a la doctrina física imperante). Es precisamente esa teoría (ya sea ptolemaica, tychónica o copernicana) el pilar más fundamental en el que se apoya la interpretación de los datos obtenidos. En el caso de Galileo, hay que decir que el copernicanis- mo fue el gran sistema del mundo que dio sentido a sus descubrimientos en astronomía observacional. A su vez, dichos descubrimientos reforzaron su con�vicción de que se hallaba ante la doctrina verdadem, de modo que las de Pto- lomeo y Brahe sólo podían ser falsas. De ahí que entre los años 1613 y 1616 (año del decreto condenatorio del heliocentrismo y de la amonestación de Bellar- mino) dedicara todos sus esfuerzos a difundir esta buena nueva.

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4.1.3. Las cosas celestes antes nunca vistas y el sistema copernicano

Según se dijo anteriormente, se desconoce ia fecha exacta y el motivo por el que Galileo abandonó las enseñanzas ptolemaicas recibidas. En el año 1609, sin embargo, debía ya ser un copernicano puesto que desde sus primeras obser�vaciones hizo intervenir la posición central del Sol y el carácter planetario de la Tierra para dar razón de ellas.

La descripción aristotélico-ptolemaica del mundo incluía como caracte�rística fundamental la división de éste en dos regiones delimitadas por la esfe�ra de la Luna. Por encima de ella, se situaban los seres celestes, etéreos, impon�derables, esféricos, incapaces de sufrir la menor variación y envueltos en su conjunto por la última esfera. Por debajo, en el centro, residía la oscura, pesa�da e inmóvil Tierra, escenario de todo tipo de cambios. Luego ningún tipo de similitud podía haber entre ésta y la Luna o los planetas. Se trataba de cuer�pos distintos con propiedades bien diferenciadas.

Galileo, sin embargo, entiende que lo que observa con su telescopio de hasta treinta aumentos pone en cuestión este esquema no discutido durante siglos. En primer lugar, la orografía lunar (con pronunciados entrantes y salien�tes) arroja una duda razonable sobre su figura perfectamente esférica, hacien�do más bien pensar en algo muy semejante a la propia Tierra. Su similitud se pone también de manifiesto en otra cuestión: ambas se hallan desprovistas de iluminación solar. El examen de la luz de esta última le lleva a tomar partido contra quienes defienden que brilla por sí misma de modo propio y natural. La Luna es un cuerpo opaco, áspero y rugoso, de figura desigual, que no invi�ta a ser considerado como la puerta de entrada a un mundo excelso y celestial, opuesto al que habitamos.

Pero tampoco uno de los más importantes residentes de ese maravilloso Cielo, el Sol, parece cumplir con la exigencia de perfección e inmutabilidad que tradicionalmente se le había atribuido. Razones de peso conducen a Gali�leo a negar que las manchas que en él se aprecian puedan en realidad corres�ponder a fenómenos atmosféricos producidos en la región sublunar o a eclip�ses parciales debidos a la interposición, bien de Mercurio o Venus, bien de minúsculos planetas desconocidos. Pese a los problemas teóricos que ello sus�cita, concluye que hay que situarlas en la superficie misma del Sol y afrontar el hecho de que también este astro muestre una característica hasta ahora exclu�siva de la Tierra, la mutabilidad.

Además atribuye la periodicidad con que se observan las manchas a un hipotético movimiento de rotación del Sol. Lo cual conviene a un tipo de hipó�

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tesis dinámica que Galileo comparte con Kepler y que se refiere a la conve�niencia de sustituir el primer motor aristotélico por este cuerpo como causa motriz de los movimientos planetarios. Habría así algún tipo de correlación entre la rotación solar y los desplazamientos de los planetas, lo cual implica que éstos giran alrededor suyo.

Con respecto a la cuestión de la posición central del Sol, Galileo cree dis�poner de una prueba irrefutable: las fases de Venus. Las diferencias de ilumi�nación y de tamaño que se observan sólo son posibles si este cuerpo celeste brilla con luz reflejada y si se mueve en torno al Sol (de quien recibe dicha luz). En efecto, cuando Venus se halla en su posición más alejada de la Tierra, se muestra redondo y pequeño; en cambio, cuando la distancia se acorta, crece de tamaño y su figura se asemeja a la de una hoz. Si la órbita de este planeta estuviera contenida dentro de la del Sol, como creía Ptolomeo, entonces Venus se mostraría siempre menor de medio círculo. Pero de hecho sucede exacta�mente lo que predice la teoría copernicana (adviértase, sin embargo, que este fenómeno también sería compatible con el sistema de Tycho Brahe).

Los satélites de Júpiter, por su parte, hacen más verosímil la posibilidad de que la Luna sea un satélite de la Tierra en vez de la esfera que separa ésta de Mercurio. La observación pone de manifiesto que no se mueven alrededor del centro del mundo, de lo que deriva que no hay un único centro de rotación (coincidiendo así con lo que Copérnico había establecido). En definitiva, pien�sa Galileo, ello contribuye a aceptar sin escrúpulo que unos cuerpos (satélites) giren en torno a otros (planetas), y todos ellos alrededor del Sol.

Finalmente, la contemplación de un elevado número de estrellas nunca vistas con anterioridad proporciona cierto fundamento a las ensoñaciones de Giordano Bruno, el cual imaginó un mundo sin límites. Sin que Galileo lle�gue a afirmar la infinitud del universo, resulta difícil seguir defendiendo la esfera estelar y, consiguientemente, la forma esférica del mundo con su centro de gravedad situado en su punto medio, tal y como mantiene la concepción tradicional.

Se ha hecho notar por numerosos autores que la totalidad de los datos obtenidos gracias al uso sistemático del telescopio constituye indicios favora�bles al sistema copemicano, pero no pruébasen sentido estricto. Incluso el argumento más poderoso de todos, el de la incompatibilidad de las fases de Venus con el sistema ptolemaico, no permite decidir entre Copérnico y Tycho Brahe. Por eso, los contemporáneos de Galileo que eran partidarios de la con�cepción geocéntrica del mundo se escindieron entre aquellos que no supieron o no quisieron ver a través de los anteojos (no llegando a identificar las zonas

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oscuras de la Luna como valles o los puntos luminosos que acompañan a Júpi�ter como satélites) y aquellos otros que, viendo lo mismo, no aceptaron su interpretación dentro de un marco copernicano. Ejemplo claro de esto último es el de los matemáticos y astrónomos pertenecientes a la orden de los jesuí�tas, quienes, tras la irrupción del telescopio para usos astronómicos, optaron en general por el sistema tychónico debido a su capacidad de conjugar el movi�miento de los planetas alrededor del Sol con el reposo de la Tierra.

A pesar de todo, no cabe duda de que se había producido un cambio funda�mental. Difícilmente podía seguir admitiéndose, sin amplia polémica, que la teoría heliocéntrica tenía un mero carácter instrumental desprovisto de implicaciones físi�cas y cosmológicas. La caja de los truenos había sido destapada. Roma tratará de zanjar la discusión poniendo límites a la difusión de una doctrina que en esa época se había convertido en un franco peligro para las posiciones aristotélicas amalga�madas con el dogma católico. De ahí la condena del copernicanismo del año 1616.

Durante los tres años transcurridos entre la publicación de su obra sobre las manchas solares y la prohibición de continuar manifestando sus opiniones (esto es, del año 1613 a 1616) la actitud de Galileo puede ser calificada como “apos�tólica”, en el sentido de tratar de propagar las tesis heliocéntricas. Y ello lo hizo de una manera particularmente peligrosa, por cuanto osó adentrarse en el veda�do camino de la argumentación teológica en un intento de mostrar la posibili�dad de conciliar ciencia y religión. En concreto, éste es el contenido de la Car�ta a Castelli del 21 de diciembre de 1613 y de la Carta a Cristina de Lorenade mediados de 1613 (Galileo, 1987), a las que se aludirá en el epígrafe siguiente.

4.1.4. La Biblia, la ciencia y el movimiento de la Tierra

El problema de fondo que enfrentó a Galileo con la Iglesia es el siguien�te. Puesto que en la Biblia hay pasajes en los que explícitamente se habla del movimiento del Sol alrededor de la Tierra, hay que elegir una de estas dos alter�nativas. O bien el movimiento de la Tierra es meramente hipotético de modo que se postula con la sola pretensión de sacar de ello consecuencias de valor práctico, o bien se sostiene que es real, es decir, que el mundo en verdad «así. Pero entonces se plantea la espinosa cuestión de la interpretación de la Biblia. Si la astronomía dice la verdad, y la Biblia literalm ente dice lo contrario sin dejar por ello de decir también la verdad, habrá entonces que buscar el modo de interpretar metafóricamente esos pasajes a fin de garantizar la compatibili�dad entre uno y otro tipo de afirmaciones.

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Dicha compatibilización presenta a su vez dos dificultades no desprecia�bles. En primer lugar, supone que son las aserciones bíblicas las que han de acomodarse a las astronómicas, lo cual implica la prioridad de los conoci�mientos humanos de origen natural sobre los revelados. No es necesario subra�yar que este planteamiento no podía ser del agrado de los teólogos. En segun�do lugar, si se admite explícitamente la interpretación metafórica de la Biblia, no cabe duda de que se profundizan las diferencias con los protestantes que�dando expuestos los católicos a duras críticas. La prudencia vaticana desacon�sejaba tal cosa. Luego lo más “razonable” es concluir que las proposiciones científicas que defiendan algo distinto a lo escrito en la Biblia son hipotéticas (ex suppositione), no describiendo la realidad de las cosas naturales creadas por Dios. Ello tiene la doble ventaja de subordinar la ciencia a la religión y de evi�tar un mayor conflicto con los díscolos protestantes.

Galileo, sin embargo, no sigue este camino. Muy al contrario, se mani�fiesta favorable a una consideración realista del sistema copernicano, critican�do de modo expreso la posición instrumentalista defendida paradigmática�mente por Osiander en su famoso prólogo. En consecuencia, defiende también la interpretación metafórica de las Sagradas Escrituras y la independencia entre científicos y teólogos. Pero, tal como se acaba de indicar, si los teólogos han de buscar el sentido de los textos sagrados a partir de los hallazgos de los estu�diosos de la Naturaleza, aunque no se pretenda, ello de hecho supone la supe�ditación de los primeros a los segundos.

Probablemente donde mejor se pone de manifiesto la concepción realista galileana de la astronomía sea en unas páginas redactadas durante al viaje a Roma del año 1615 (viaje que justamente emprendió desde Florencia con la intención de convencer a sirios y troyanos sobre las bondades de la nueva doctrina). Fren�te al consejo del cardenal Bellarmino para que se limite a hablar ex suppositione (consejo contenido en una carta al padre Foscarini), Galileo se propone refutar por escrito lo que considera dos errores: uno, dar por cierto el reposo de la Tie�rra y el movimiento del Sol; otro, difundir la idea de que Copémico y otros astró�nomos han establecido lo contrario únicamente para acomodarse mejor a las observaciones y cálculos astronómicos, a pesar de que tenían tal cosa por falsa.

Hay que reparar en el hecho, afirma Galileo, de que cuando tratamos del movimiento o de la inmovilidad de la Tierra o del Sol, nos hallamos frente a un dilema de proposiciones contradictorias, una de las cuales ha de ser necesariamente verdadera, de manera que no cabe en modo alguno decir que acaso no sea de una forma ni de la otra. Ahora bien, si la inmo�

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vilidad de la Tierra y el movimiento del Sol se dan realmente en la natura�leza, resultando absurda la posición contraria, ¿cómo podrá sostenerse razo�nablemente que la hipótesis falsa se adecúa mejor que la verdadera a las apariencias observadas en los movimientos y las posiciones de los astros? [...] Dado que una de ellas ha de ser necesariamente falsa y la otra verda�dera, mantener que sea la falsa la que mejor se adecúa a los efectos de la natu�raleza es algo que realmente desborda mi imaginación (Consideraciones sobre la opinión copemicana. En: Copcrnico, Digges, Galilei, 1983:79-80).

En el mundo que habitamos y contemplamos, o la Tierra está en reposo y es el Sol el que gira, o lo contrario. Por tanto, las proposiciones que descri�ben estos hechos, o son verdaderas (si dan cuenta de lo que realmente es), o son falsas. Se trata de una posición inequívocamente realista según la cual la ciencia es el conjunto de conocimientos verdaderos sobre los objetos de los que se ocupa. Ahora bien, ello de inmediato suscita el problema de conciliar la verdad científica con la verdad religiosa. Galileo trata de resolverlo de un modo que no puede gustar a los teólogos, esto es, desde su mutua indepen�dencia.

La autonomía y libertad de la investigación científica es el tema de la car�ta redactada el mismo año del opúsculo anteriormente mencionado y dirigi�da a la gran duquesa de Toscana, la señora Cristina de Lorena, carta que a su vez es ampliación de la remitida dos años antes a su discípulo y profesor de la Universidad de Pisa, Benedetto Castelli.

“Dos verdades no pueden contradecirse” afirma Galileo. En las cuestio�nes referidas a la fe, las Sagradas Escrituras tienen la última palabra. Donde se suscita el problema es en relación con el conocimiento de la Naturaleza obtenido por medio de la experiencia y de la razón, en el caso de que sus con�clusiones no coincidan con la literalidad de lo allí escrito. Lejos de admitir la doctrina de la doble verdad de Averroes (según la cual, lo que es verdadero en teología puede no serlo en filosofía o al revés), Galileo defiende la existencia de una sola verdad. Y la pregunta que surge es: ¿La de los científicos o la de los teólogos?

Nuestro autor recurre a la existencia de dos niveles de lenguaje en la Biblia. Uno es el del pueblo llano, comprensible por todo el mundo y adecuado a las creencias populares que nos habla de la Tierra, del agua, del Sol o de otra cria�tura; éste exige ser interpretado por los expertos. El otro es el que se ocupa de los asuntos propiamente religiosos y éticos cuyo fin es conducir a los hombre a su eterna salvación; aquí las palabras deben ser tomadas en su significado literal

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pues han sido reveladas por el Espíritu de Dios. Y es que “la intención del Espí�ritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, no como va el cielo” (Galileo, 1987: 73). Ahora bien, esos “expertos”, capaces de desentrañar el sentido de las afirmaciones sobre las cosas de la Naturaleza, habrán de hacerlo de modo que sea compatible con los resultados de la ciencia.

Es función de los sabios intérpretes el esforzarse por encontrar los ver�daderos sentidos de los pasajes sagrados, que indudablemente concordarán con aquellas conclusiones naturales de las que tuviésemos de antemano cer�teza y seguridad por la evidencia de los sentidos o por las demostraciones necesarias. [...] Creo que se obraría muy prudentemente si no se permitie�se a ninguno comprometer los textos de la Escritura y, en cierto modo obli�garles a tener que sostener como verdaderas estas o aquellas conclusiones naturales, de las que algunas vez los sentidos y las razones demostrativas y necesarias nos pudiesen demostrar lo contrario (Galileo, 1987: 73-74).

Puesto que no es posible hacer que las cosas del mundo natural no sucedan como suceden, Galileo recomienda extrema cautela para no exponer la Biblia al riesgo innecesario de errar si afirma que es lo que no es. No está en manos de los estudiosos de la Naturaleza modificar el curso de ésta para acomodarlo a las exi�gencias de los teólogos, con lo cual no debería olvidarse la diferencia existente entre dar órdenes a un matemático o a un filósofo (que no pueden cambiar sus resultados) y hacerlo a un mercader o a un jurista (que sí pueden comerciar o legislar de otra manera). Así, las proposiciones que son estrictamente naturales y no defide, y que además han sido “realmente demostradas, no deben subor�dinarse a pasajes de la Escritura, pero sí se debe aclarar con exactitud cómo tales pasajes no se oponen a estas conclusiones” (Galileo, 1987: 80).

Sin embargo, no todas las proposiciones naturales se demuestran de modo tal que sobre ellas tengamos conocimiento seguro y probado; en algunos casos sólo cabe obtener opinión probable y conjetura verosímil Pues bien, únicamente las pri�meras no se supeditan a la Biblia y sirven de guía para interpretar ésta; las segun�das, en cambio, conviene que se atengan al sentido literal del Libro Sagrado. Resulta pues que no es legítimo esgrimir la Biblia como argumento de autoridad con respecto a aquellas cuestiones que cumplan las dos condiciones siguientes: no ser de fide, por un lado, y haber sido incuestionablemente demostradas o cono�cidas mediante experiencias sensibles, por otro. De hecho, esas proposiciones sobre las que exista certeza son precisamente las que han de servir como guía para una mejor comprensión del lenguaje adaptado al vulgo que la Biblia emplea para referirse a asuntos profanos.

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Puestas así las cosas, la pregunta que a continuación surge es si la afirma�ción referida al movimiento o reposo de la Tierra y del Sol cumple los dos requisitos mencionados, en cuyo caso debiera quedar a salvo de cualquier con�dena. Desde luego Galileo no cree que sea defide, a lo cual hay poco que obje�tar. Pero además entiende que de ella “se tiene, o se puede creer firmemente que pueda tenerse, con experiencias, con prolijas observaciones y con necesa�rias demostraciones, indudable certeza” (Galileo, 1987: 82).

Hay que reconocer que Galileo ha puesto las cosas muy difíciles a los defen�sores del movimiento de la Tierra, en su celo por reconocer hasta el límite posi�ble la autoridad de las Sagradas Escrituras. Sin duda reivindica la libertad de investigación en cuestiones naturales, pero sólo concede autonomía a aquellos resultados que sea posible considerar estrictamente probados, bien por demos�traciones necesarias, bien por la evidencia de los sentidos. Resulta así que úni�camente en el caso de proposiciones absolutamente seguras y ciertas no cabe esgrimir incompatibilidad con la religión. Dicho brevemente, las proposicio�nes científicas que valen por derecho propio, con independencia de cualquier otro discurso ajeno a ellas mismas, son las que podemos calificar de proposi�ciones verdaderas en su sentido más fuerte y radical.

Cualquier conocedor de la filosofía de la ciencia del siglo XX sabe de las enormes dificultades que plantea el concepto de verdad en el contexto de las ciencias naturales. Cómo y cuándo puede admitirse que una afirmación sobre el mundo está estrictamente probada y por tanto es verdadera, constituye una espinosa cuestión sobre la que no es momento de entrar. Baste con plantear�la exclusivamente a propósito del tema que nos ocupa, esto es, el movimien�to o reposo de la Tierra. Galileo ha afirmado de modo explícito que sobre ella es posible alcanzar “indudable certeza”. Pertenece, por tanto al ámbito de las proposiciones acerca de las cuales hay conocimiento seguro, y no mera opi�nión probable.

Ahora bien, éste es justamente el problema. ¿Es demostrable el movimiento de la Tierra? Lo que está en juego es la posibilidad de afirmar su verdad o fal�sedad con independencia de todo discurso religioso, hasta el punto de que sean los propios pasajes bíblicos los que hayan de ser interpretados a partir de aquí. Ahora bien, si resultara que no cabe aducir pruebas concluyentes en su favor, entonces el compromiso contraído por Galileo es el de aceptar la prioridad de la religión sobre la ciencia. En ese caso habrá de plegarse a la literalidad de los textos bíblicos y aceptar que la Tierra no se mueve. Desde nuestra perspecti�va actual, con premisas tan exigentes, es más que dudoso que se encuentre pro�posición alguna de cuya verdad definitiva podamos estar absolutamente ciertos.

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Lo cual no invalida la exigencia de autonomía y libertad en la investigación. Pero, desde la posición galileana, es imprescindible poder probar el movimiento de la Tierra. De lo contrario, la debilidad frente a sus adversarios es manifiesta.

Los nuevos datos astronómicos obtenidos por Galileo con su telescopio no proporcionan la clase de prueba que él necesita. Según se ha visto, consti�tuyen más bien indicios que refuerzan la verosimilitud del sistema copernica- no. Pero ni siquiera la constatación empírica de las fases de Venus permite con�siderar demostrada la movilidad terrestre en la medida en que, si bien dichas fases no concuerdan con las predicciones del sistema ptolemaico, también es cierto que no permiten decidir entre el de Copérnico o el de Tycho Brahe.

Galileo no ignora esto; de ahí que busque los elementos probatorios que pre�cisa en la finca. En concreto, elige la teoría de las marcas como el mejor argumento en favor del movimiento terrestre. Así, en enero del año 1616 escribe su Discor�so delflusso e reflusso del marea, pedido del cardenal Alessandro Orsini. No publi�ca este discurso sino que incorpora un versión revisada a la “Cuarta Jornada” del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. El problema es que aquello que Galileo considera su arma más importante es en realidad el punto más vulnera�ble, pues en efecto se equivoca por completo al creer que hay relación alguna entre el fenómeno de movimiento periódico de ascenso y descenso de las aguas del mar y el movimiento de la Tierra. Si así friera, habría identificado un hecho percepti�ble que no se produciría si ésta estuviera inmóvil, es decir, habría logrado estable�cer mediante experiencias sensibles y razonamiento la movilidad de nuestro planeta.

Pero éste no es el caso. Las mareas no proporcionan en modo alguno la prueba física que busca. Ahora bien, se da la paradoja de que la gran contri�bución de Galileo consiste precisamente en haber puesto de manifiesto que ningún tipo de experiencia o experimento sobre la superficie terrestre perm ite deci�d ir a sus habitantes sobre su estado de m ovim iento y de reposo. Expresado esto con palabras modernas, podemos decir que las fundamentales nociones de m ovim iento inercial, sistema inercialy principio mecánico de relatividad van a excluir por principio la posibilidad de demostrar o refutar el movimiento de la Tierra en los términos en los que se venía pretendiendo desde la Antigüe�dad. De esto se ocupará en la “Segunda Jornada” del Diálogo.

4 .S .5 . El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo

En el año 1615 Galileo había redactado el opúsculo que conocemos como Con�sideraciones sobre la opinión copemicana (en: Copérnico, Digges, Galileo, 1983: 71-

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87) y la Carta a Cristina de Lorena (en: Galileo, 1987: 63-99). Según se ha visto, en el primero se presentaba sin tapujos como un convencido realista copernicano; en la segunda reivindicaba el derecho a pronunciarse sobre esta cuestión. Todavía en los primeros días del año 1616 escribe el discurso sobre las mareas que supuestamente condene el argumento decisivo en el que se pone de manifiesto la imposibilidad del reposo terrestre. Faltan sólo algunas semanas para que el Santo Oficio dicte su famo�so decreto del 24 de febrero de 1616 condenando las dos tesis que constituyen el eje del copernicanismo, a saber, la posición central del Sol y el movimiento de la Tie�rra, y también para que Galileo sea amonestado oficialmente por el cardenal Bellar- mino a fin de que se abstenga de defender o enseñar las mencionadas tesis. La adver�tencia es lo suficientemente seria como para no osar desobedecerla.

El ilustre italiano interrumpe así su campaña pública en favor del sistema copernicano. Pero esta interrupción no es para siempre. Será necesario aguar�dar a que circunstancias más favorables permitan volver a referirse al tema. Sie�te años después se produce la llegada de un nuevo papa, Urbano VIH, como ya se ha dicho amigo y hasta entonces simpatizante de las ideas de Galileo. Ello hace concebir a éste último la esperanza de una nueva época en la que poco o nada haya de temer de Roma (craso error). Se decide así a iniciar una obra lar�go tiempo proyectada, en cuya redacción invertirá seis años, esto es, de 1624 a 1630 (con períodos de pausa). En el año 1632 se publica en Florencia, desa�tando las iras de más de uno de sus muchos enemigos. El final de la historia es bien conocido y ya se ha comentado el proceso y la condena de Galileo del año 1633, que tanto y cuánto han dado que hablar.

La obra en cuestión es su famoso Dialogo sopra i due massimi sistem i del mondo, ptolemaico e copernicano (Diálogo sobre los dos máximos sistemas del m un �do, ptolemaico y copernicano). Tal y como reza su título, nos ofrece en efecto un diálogo entre tres personajes, quienes a lo largo de cuatro días o jornadas se proponen conversar sobre las dos grandes concepciones del mundo (como se ve, no toma en consideración el sistema mixto de Tycho Brahe). A cada uno de ellos corresponderá defender una opinión distinta. Así, Galileo elige como exponente de ¡a suya propia a Salviati, que es el nombre de un florentino ami�go suyo ya fallecido, Filippo Salviati (1583-1614). Como representante de los defensores del geocentrismo escoge a un aristotélico denominado Simplicio (en este caso no alude a ningún contemporáneo suyo, pero sí tal vez al filósofo neo- platónico y comentarista de Aristóteles del siglo VI d. C.). Por último, introdu�ce un tercer interlocutor, culto e imparcial, cuya misión es dejarse convencer por los mejores argumentos de los dos anteriores (no hace falta decir que será Sal�viati quien lleve la “voz cantante”). Se trata de Sagredo, que de nuevo en este

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caso debe su nombre a un antiguo amigo de Galileo, el patricio veneciano Gio- vanfrancesco Sagredo (1571-1620). En vida de éste no era infrecuente que se celebraran reuniones en su palacio de Venecia, en las cuales se discutían temas de la actualidad científica y filosófica. De ahí que el autor de la teatral obra sobre los grandes sistemas del mundo recree una situación imaginaria, tomando este palacio como lugar de encuentro entre sus tres protagonistas a lo largo de cua�tro jornadas (que marcarán las cuatro partes en que se divide).

Situemos pues la acción en el mencionado palacio de Sagredo en Vene�cia. La Primera Jornada se abre con unas palabras de Salviati en las que recuer�da a sus contertulios el compromiso contraído el día anterior en el sentido de reflexionar, tan clara y concretamente como sean capaces, “respecto a las razo�nes naturales y su validez que, de una y otra parte, han formulado tanto los partidarios de la posición aristotélica y ptolemaica como los seguidores del sistema copemicano” (Galileo, 1994: 9).

El objetivo expreso es pues someter a examen, desde la sola razón natural y dejando aparte consideraciones teológicas, la validez de las demostraciones y prue�bas que puedan aportar aristotélico-ptolemaicos y copernicanos en defensa de sus respectivos sistemas del mundo. Bajo esta aparente neutralidad se halla, por supuesto, la intención de persuadir, convencer y ganar el mayor número posible de lectores para la causa copernicana (en ese sentido es relevante que renuncie al latín en beneficio del italiano, que es comprendido por capas más amplias de población). No estamos, por tanto, ante una obra académica dirigida a eruditos. Pero ello no hace disminuir en nada su interés hasta el punto de ser considera�da, con todo derecho, la otra gran obra de Galileo junto con los DiscorsL

En cada una de las cuatro jornadas se aborda un tema específico. Las tres primeras tratan de eliminar obstáculos que se oponen a la aceptación del movi�miento de la Tierra y de la posición central del Sol. Estrictamente hablando no demuestran nada, pero dejan el camino libre a la posibilidad de ambas tesis. Es en la cuarta donde se acomete la famosa y desgraciada prueba de las mareas con la que pretendía establecer su realidad Hasta tal punto le concede importan�cia Galileo, que su primera intención fue denominar al conjunto de la obra Diabgo sttlle maree. Sin embargo, en el momento de su publicación los censo�res le exigieron que lo modificara, permitiéndole en cambio aquel otro con el que es conocida (por cierto, haciéndole con ello un favor sin pretenderlo).

El asunto del cambio de nombre pone de manifiesto la batalla ideológica que se libraba entre la Iglesia y los copernicanos en esta primera mitad del siglo XVII. En el mejor de ios casos ésta aceptaba que se hablara de la cuestión astro�nómica s¡ se hacía ex suppositione, o sea, de modo hipotético e instrumental. De

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ahí que para conceder la licencia de publicación planteara como condición nece�saria la inclusión de un prólogo en el que explícitamente se dejara claro este pun�to. En consecuencia, Galileo se vea obligado a decir lo siguiente:

He tomado en la argumentación el partido de la teoría copemicana, con�siderándola como pura hipótesis matemática, tratando por cualquier medio artificioso de presentarla como superior a la tesis de la quietud de la Tierra, no absolutamente sino según el modo en que es defendida por algunos que, peripatéticos de profesión, lo son sólo de nombre [...]. (Galileo, 1994: 5-6).

La doctrina copemicana, por tanto, había de presentarse “como pura hipó�tesis matemática”. Y si a lo largo del Diálogo pareciera resultar más verosímil, es sólo porque es superior a la doctrina de los malos filósofos escolásticos, pero no porque en sí misma contenga mayor verdad. Con tales premisas es perfec�tamente razonable que no se permitiera a Galileo subrayar desde el título mis�mo la única parte de la obra que pretendía erigirse en prueba física del doble movimiento terrestre; bastante es con que no se le forzara a suprimirla (pro�bablemente debido a que más de uno estaba convencido de su falsedad).

Prescindamos de la Cuarta Jornada, en la medida en que el tratamiento galileano de las mareas carece de interés científico, y consideremos las tres res�tantes. Según se ha dicho, la finalidad es suprimir impedimentos, eliminar escollos, neutralizar cuantas objeciones solían oponerse a la posibilidad de un mundo concebido en términos copernicanos. Las dificultades que más fre�cuentemente se constatan entre aristotélicos y ptolemaicos serán así objeto de atención a lo largo de la obra.

La Primera Jornada se ocupa de un tema directamente relacionado con la física y la cosmología aristotélicas (epígrafes 1.6.2 y 1.6.3). En concreto se tra�ta de la división del mundo en dos regiones, una sublunar, abajo, en el centro, y otra supralunar, arriba, entre la Luna y las estrellas. Puesto que el centro del mundo era el centro de gravedad, a la Tierra, cuerpo pesado por antonomasia, le correspondía esa posición central. En cambio, los planetas, el Sol, la Luna y las estrellas se distribuían por el Cielo. Aristóteles había ligado entre sí cuatro características en tanto que propias y exclusivas de los seres celestes: el movi�miento circular natural, la ausencia de todo cambio o inmutabilidad, la caren�cia de pesantez o ligereza y la ingenerabilidad e incorruptibilidad.

Si Galileo aspira a mostrar la posibilidad física de que la Tierra ocupe un lugar en el mundo supralunar, entre Venus y Marte, ha de mostrar que esas características no van unidas. Tiene que ser posible predicar el movimiento

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circular de todo cuerpo, incluida la Tierra, sin que ello implique inmutabili�dad o imponderabilidad. Todo cambia, todo se genera y se destruye, porque la esfera que habitamos es de la misma naturaleza que el resto de los planetas y, en consecuencia, se ha de mover como ellos. Critica, por tanto, la idea de movi�miento natural rectilíneo de la cosas terrestres en virtud del cual, si la Tierra pudiera hallarse desplazada del centro, de inmediato se precipitaría sobre él en línea recta en vez de trazar un círculo alrededor suyo.

En definitiva, la Tierra no es un cuerpo distinto de los demás. Para ello se apoya en argumentaciones que resultarían totalmente ajenas a un físico actual. Y también echa mano de algunas de las nuevas observaciones obtenidas gra�cias al telescopio, a las que se ha hecho referencia en páginas atrás. Las man�chas solares o la superficie accidentada y rugosa de la Luna ponen de mani�fiesto, por ejemplo, la mutabilidad del Cielo y su afinidad con la Tierra.

En el caso de que los lectores de la obra hubieran sido finalmente con�vencidos por Salviati, y no por Simplicio (que es lo que le sucede a Sagredo), habrían finalizado la primera jornada del Diálogo aceptando la posibilidad de que la Tierra no ocupe la posición central Es momento de razonar sobre el otro gran tema, su movimiento, o mejor sus movimientos, en plural. Con respec�to al diurno o de rotación tanto Aristóteles como Ptolomeo habían formulado cierto número de importantes objeciones derivadas todas ellas del hecho de que no se percibe alteración alguna en los desplazamientos que se producen sobre la superficie terrestre; en cambio, no se había refutado del mismo modo el anual o de traslación. De ahí que Galileo aborde de manera distinta la defen�sa de uno y otro, dedicando la Jornada Segunda al de rotación y la Tercera al de traslación.

La Tercera Jornada aspira a poner de manifiesto la mayor concordancia de los datos telescópicos con una Tierra que se desplaza alrededor del centro ocu�pado por un Sol que ilumina desde esa posición. En la medida en que nuestra experiencia, como habitantes de la Tierra, no es incompatible con ese movi�miento anual, si resultara que todo lo que vemos se explica mejor suponiendo éste en vez del anual del Sol a lo largo de la eclíptica, ¿por qué habríamos de negarnos a admitirlo? Se esforzará así en persuadir al lector de que es más con�veniente situar a este astro en el centro de las revoluciones celestes que colo�car a la Tierra; ciertas observaciones lo avalan tales como el aparente movi�miento de retrogradación de los planetas, las fases de Venus, los satélites de Júpiter, etc. De forma mucho más extensa y pormenorizada que en escritos anteriores, mantiene, sin embargo, la misma posición que viene sosteniendo desde el año 1610 y que ha sido expuesta anteriormente (epígrafe 4.1.3): las

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observaciones celestes no proporcionan una prueba irrefutable, pero sí hacen mucho más verosímil el sistema copemicano que el ptolemaico.

Ahora bien, donde hallamos la mayor novedad es en la Segunda Jornada. Allí ha de acometer una empresa que no puede tener un final feliz si no se modifican substancialmente los planteamientos físicos imperantes. En efecto, se trata de demostrar que los fenómenos terrestres (y no en este caso los celestes) son compatibles con la movilidad de la Tierra. Las argumentaciones de Aris�tóteles, Ptolomeo y el propio sentido común habían generado un amplio con�senso en contra de esa compatibilidad. Copérnico, por su parte, se encontró en francos apuros al intentar neutralizar las objeciones de los antiguos, mien�tras que Tycho Brahe las suscribió sin reserva alguna. De hecho, ésta es una de las razones por las que muchos optaron por adherirse a este último sistema, único capaz de conciliar las observaciones celestes que parecen inclinar la balan�za en favor del Sol como centro de las órbitas planetarias, con las observacio�nes terrestres que apuntan a una Tierra inmóvil.

Galileo hará frente a esas tradicionales objeciones transformando las nocio�nes aristotélicas de movimiento y reposo. Surge, como consecuencia, un plan�teamiento nuevo en virtud del cual frecuentemente se le ha considerado el padre de la moderna física inercial. Como se verá, la atribución es algo exagerada, pero no cabe duda que esta “Segunda Jornada” marca un hito en el estu�dio de los sistemas móviles, hasta el punto de que Einstein entenderá que cons�tituye un lugar de paso obligado a su teoría especial de la relatividad.

4 .1.6. Hacia una nueva física com patible con la m oiñlidad terrestre

La “Segunda Jornada” no tiene un carácter cosmológico sino físico. A dife�rencia de la “Tercera Jornada”, no se ocupa de lo que observamos en el Cielo, del movimiento aparente de los astros y de su más razonable interpretación. Lo que aquí constituye objeto de reflexión y análisis es lo que percibimos en la Tierra, esto es, el modo como tienen lugar los movimientos de los cuerpos en ella, ya sean graves que caen desde una cierta altura, proyectiles lanzados en direcciones diferentes, pájaros, nubes, etc.

Los argumentos que se presentan en este tema [el movimiento de la Tierra], afirma Salviati [Galileo], son de dos clases: unos tienen que ver con los accidentes terrestres, sin relación alguna con las estrellas, y otros se sacan de las apariencias y observaciones de las cosas celestes. Los argumentos de

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Aristóteles en su mayoría están sacados de las cosas que están en nuestro entorno, y deja los otros a los astrónomos. Por ello estaría bien, si os pare�ce [le dice al aristotélico Simplicio], examinar los que están tomados de las experiencias de la Tierra, y después [en la “Tercera Jornada”] veremos los de la otra clase (Galileo, 1994: 112).

La opinión generalmente aceptada, y no sólo por los aristotélicos (como sería seguramente la nuestra si en la escuela no nos hubiesen enseñado otra cosa), era tan simple y sensata como la siguiente. Si la Tierra se mueve, habremos de notar�lo. En efecto, todos tenemos experiencia de las peculiares sensaciones que experimentamos cuando nos hallamos sobre una plataforma que gira velozmente. Con igual razón, en tanto que habitantes de la Tierra podremos dar fe de su supuesta rotación, puesto que giraremos con una velocidad lineal en el ecuador de 460 metros por segundo. Si a ello unimos los 30.000 metros por segundo (o 30 kilómetros por segundo) con los que nos desplazaremos alrededor del Sol, resulta claramente impro�bable que nuestro planeta pueda moverse sin que aquí nadie lo advierta.

Quizá el lector, habituado a las ideas inerciales, pueda considerar algo infan�til el planteamiento. Sin embargo, no resultó sencillo neutralizar tan aparen�temente elemental objeción. De ahí que, durante más de veinte siglos, los geo- centristas dispusieran de argumentos físicos superiores a los de sus adversarios. El propio Copérnico (según se vio en el epígrafe 2.3.3) ofreció respuestas muy poco convincentes sobre este punto. El caso es que en las primeras décadas del siglo XVII nos hallamos poco más o menos donde estábamos un siglo antes, cuando el famoso astrónomo polaco redactaba el Libro I de su De Revolutio- nibus. No es posible dirimir con argumentos astronómicos la rotación de la Tierra, ya que bien puede ser que los cielos den vueltas de este a oeste mien�tras nosotros, observadores terrestres, reposamos en el centro; o, por el con�trario, que seamos nosotros quienes giremos hacia el este sin que en los cielos se produzca movimiento alguno. En ambos casos, si miramos por encima de nuestras cabezas, veremos lo mismo. A esta equivalencia de efectos visuales la denominamos principio óptico de relatividad (epígrafe 2.3.1).

En definitiva, según dicho principio (conocido desde la Antigüedad) no es posi�ble deducir el estado de reposo o de movimiento de la Tierra a partir de la obser�vación de lo que ocurre fuera de ella. Puesto que el mismo cambio de posición tie�ne lugar ya se desplace lo observado o el observador, idénticos fenómenos celestes se han de contemplar desde una Terra tanto en movimiento como en reposo.

Pero la cuestión que aquí interesa es si esto puede también aplicarse al caso de los fenómenos terrestres. Es decir, si atendiendo al comportamiento de los

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cuerpos en la propia Tierra podremos llegar a saber si somos eternos viajeros espaciales o más bien espectadores bien asentados en la única esfera fija del universo. En el caso de que el supuesto movimiento de nuestro planeta per�turbe el de graves, proyectiles y demás móviles del entorno, entonces será posi�ble salir de dudas; si no, no. Pues bien, lo que Galileo establecerá es que todosuceso mecánico tiene lugar de igual manera en la Tierra, ya sea ésta móvil o inmó�vil, de modo que tampoco la observación de los fenómenos terrestres permi�te decidir sobre el estado de movimiento del sistema. Ello supone la formula�ción de un principio mecánico de relatividad (y no simplemente óptico) que, sin embargo, no puede se enunciado sin más. Es imprescindible modificar la concepción aristotélica de movimiento y sustituirla por lo que será uno de los pilares de la física moderna, el movimiento inercial, el cual no hubiera podido plantearse sin una profunda renovación de las concepciones tradicionales.

Éste es el camino que Galileo empieza a recorrer en la “Segunda Jornada” de su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. Si él tiene razón, los graves caerán con total independencia del movimiento o reposo de la Tierra. Asimismo, el alcance de un proyectil lanzado hacia el oeste será el mismo que si es lanzado hacia el este, de modo que la hipotética rotación terrestre en nada influirá. Y los pájaros, por mucho que jamás puedan alcanzar la vertiginosa velocidad de la Tierra en esa dirección, no por ello serán “dejados atrás”, con lo que el observador no tendrá por qué verlos volar siempre hacia occidente. En definitiva, los cuerpos terrestres se han de mover al margen del estado de reposo o de movimiento del sistema del que forman parte.

La condición para que lo anterior sea posible es que todo en la Tierra se mue�va con ella. Es decir, con independencia de que los cuerpos desciendan verti�calmente por el hecho de ser graves, además tienen que acompañar a la Tierra en su rotación hacia el este, con lo que se moverán también horizontalmente. Y las preguntas que inevitablemente se plantean son éstas: ¿Cómo podrían tener lugar esos desplazamientos horizontales?, ¿cuál sería su motor?, ¿acaso no obser�vamos que los únicos movimientos no provocados se producen en la dirección de la gravedad? En principio la idea de un movimiento paralelo al horizonte parece constituir un supuesto gratuito introducido con el solo fin de justificar el heliocentrismo.

En las primeras páginas de la “Segunda Jornada”, Galileo pone las siguien�tes palabras en boca de Salviati:

Sea pues el principio de nuestra reflexión la consideración de que es necesario que cualquier movimiento que se atribuya a la Tierra, a nosotros,

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como sus habitantes y en consecuencia partícipes del mismo, nos sea del todo imperceptible y como si no existiese, siempre y cuando atendamos úni�camente a las cosas terrestres. Pero, al contrario es igualmente necesario que el mismo movimiento nos parezca el más común a todos los otros cuerpos y objetos visibles que, estando separados de la Tierra, carecen de él (Gali- leo, 1994: 101-102).

Hablamos del movimiento diurno de la Tierra del cual se hacen dos afir�maciones:

1. Ha de ser imperceptible para quien lo comparta, de modo que no se observará en los seres terrestres.

2. Sólo puede aprehenderse en todo aquello que carece de él, esto es, en el conjunto de los seres celestes que parecen girar en torno a nuestra cabe�za cada veinticuatro horas.

Pero la cuestión es justamente ésta: ¿Por qué es imperceptible por el mero hecho de ser compartido? El propio Salviati nos da la respuesta unas líneas más adelante:

El movimiento, en tanto que es movimiento y como movimiento, ope�ra en cuanto que tiene relación con cosas que carecen de él. Pero entre cosas que participan de él por igual no opera y es como si no existiese. (...) El movimiento que es común a muchos móviles es ocioso y como nulo en cuanto a la relación de estos móviles entre si, porque entre ellos nada cam�bia, y únicamente es operativo en la relación que esos móviles tienen con otros que carezcan de este movimiento, con los que se da un cambio de disposición (Galileo, 1994: 103-104).

En contra de la física de Aristóteles, Galileo sostiene que el movimiento es puro cambio de relación, y no una propiedad del móvil que éste tiene o no tiene de modo semejante a un metal que es dúctil o no lo es. Según la noción aristo�télica de movimiento natural, a cada elemento material le corresponde un tipo de movimiento específico que tiene lugar siempre por oposición al reposo. Movi�miento y reposo son pues estados opuestos, que obedecen a causas distintas, que tienen efectos diferentes y que jamás pueden ser equivalentes. Para comprender la posición de Aristóteles no hay sino que pensarla desde nuestra experiencia como seres vivos: no nos resulta en absoluto indiferente movernos o reposar aun�que sólo sea por la presencia o ausencia de un cierto efecto, la fatiga.

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Sin embargo, Galileo (coincidiendo en este punto con Descartes) pres�cinde de toda referencia intrínseca al movimiento ligada a consideraciones sobre la naturaleza de los móviles, para atender única y exclusivamente a la modificación de la posición o la distancia. Sólo si se produce cambio de posi�ción entre algo y su sistema de referencia hay movimiento propiamente dicho, lo cual exige que este último carezca de él. Por el contrario, si ese algo comparte el movimiento del sistema, entonces se trata de un movimiento nulo y como no existente. Es a ese movimiento nulo a lo que denominamos reposo.

Extraña idea para un aristotélico. Ahora resulta que movimiento y repo�so no son estados absolutos, definidos unívocamente, sino estados relativos que en modo alguno se oponen entre sí: el reposo no es sino un movimiento com�partido (Balibar, 1984: 9 y ss.) Y si se estima, como todo el mundo cree, que un sistema en reposo no altera el comportamiento de los cuerpos que perte�necen a él, tampoco debe esperarse que se produzca ninguna modificación cuando ese sistema se ponga en movimiento. O dicho de otro modo, se da una equivalencia mecánica entre ambos estados en función de la cual el movi�miento compartido es tan carente de efectos perceptibles como el reposo. Lue�go si de la inmovilidad de la Tierra no se derivan dichos efectos, ¿por qué argu�mentan que su movimiento diurno sí debería producirlos? Muy al contrario, para todo aquello que participe de él, incluyendo a sus habitantes, el movi�miento de la Tierra será como nulo e inexistente, imperceptible y, en consecuen�cia, imposible de demostrar. El estado de reposo o de movimiento de la Tierra es indecidible.

Ahora bien, aunque hasta el momento presente Galileo ha establecido esta equivalencia entre movimiento y reposo sin ninguna condición, el hecho es que esto no resulta válido para todos los casos sino sólo para los movimientos inerciales (la equivalencia entre reposo y aceleración ha de esperar nada menos que a la teoría general de la relatividad de Einstein). Nuestro autor no ignora que la velocidad ha de ser uniforme; en cambio tiene bastante menos claro que la dirección tiene que ser rectilínea. Veámoslo aplicado a un caso concreto, la caída de un grave.

Todos plantean, afirma Salviati, como el mejor argumento el de los cuerpos graves que, cayendo de arriba abajo, llegan por una línea recta y perpendicular a la superficie de la Tierra. Lo que se considera un argumento irrefutable de que la Tierra está inmóvil. Porque si ésta tuviese la rotación diurna, una torre desde cuya parte superior se deja caer una piedra, al ser transportada por la rotación de la Tierra, en el tiempo que la piedra tarda

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en caer, recorrería muchos cientos de brazas [1 braza = 1,6718 metros] hacia oriente, y la piedra debería caer a tierra lejos de la base de la torre en un espacio correspondiente (Galileo, 1994: 112-113)

En definitiva, aristotélicos y ptolemaicos pretenden que, a partir de la mera percepción de la caída de un grave, podemos decidir si la Tierra se mueve o no. El supuesto del que parten es que la piedra se verá caer de modo distinto en un caso y en otro, o sea, perpendicularmente si el sistema que forman la torre y la Tierra está inmóvil, transversalmente si se mueve. Es así que la expe�riencia muestra su caída vertical; luego la Tierra no se mueve.

A ello Galileo opone el siguiente razonamiento. Para quien participa del movimiento de la Tierra el fenómeno de caída de un grave tendrá lugar exac�tamente de la misma manera que en una Tierra en reposo. Luego de la simple visión de este fenómeno no es posible inferir nada acerca del estado de aqué�lla. Pretender afirmar su inmovilidad es razonar falsamente, dando por supues�to aquello que se ha de probar (Galileo, 1994: 123-124). La argumentación galileana se apoya en dos principios físicos antiaristotélicos, el principio de ¡a independencia de los movimientos (verticaly horizontal) y el principio de la per�sistencia del movimiento horizontal (el propio Galileo no los enuncia en forma de principios).

Comenzando por el primero de ellos, ya hubo ocasión de referirse a él a propósito de Copérnico (epígrafes 2.3.2 y 2.3.3). Ha de ser posible combinar el movimiento vertical (rectilíneo) propio de los cuerpos que descienden por acción de la gravedad, con el horizontal (circular) propio de la Tierra, y ello de modo tal que cada uno tenga lugar como si el otro no existiera. Además de que esto no es evidente, resulta (tal como Simplicio se encargará de recordar) que la composición de dos movimientos simples, el rectilíneo y el circular, que�daba expresamente prohibida por la física de Aristóteles puesto que a cada ele�mento material sólo podía corresponderle uno de esos movimientos y nunca ambos simultáneamente (sería tanto como decir que alguien puede tener dos estaturas al mismo tiempo).

Al plantear esta independencia de los movimientos, Galileo muestra que ya no se desenvuelve en el marco del pensamiento aristotélico, como prueba el hecho de que combine un movimiento vertical acelerado con otro horizontal que, como se verá poco después, va a tener características inerciales. En una obra posterior (Discorsi) pondrá de manifiesto que el móvil sigue una trayec�toria parabólica. Lo fundamental, sin embargo, es que, al aplicar esto al caso de la caída de un grave en una Tierra en movimiento, resulta que el observa�

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dor participa de la componente horizontal (en la medida en que todo se mue�ve con la Tierra), pero no de la vertical. Y puesto que el movimiento compar�tido es como nulo y equivalente al reposo, para dicho observador únicamen�te será efectiva esta segunda componente. En consecuencia, desde una Tierra móvil, lo mismo que desde una Tierra inmóvil, nuestro perspicaz espectador verá caer la piedra perpendicularmente al suelo, siendo indiferente que la compo�nente horizontal exista o no. Por ello, de la simple observación de este fenó�meno (o de otro cualquiera referido a movimientos de cuerpos terrestres) nada podrá concluir acerca de su estado de reposo o de movimiento. Quienes, des�de los tiempos de Aristóteles y Ptolomeo, han creído poder inferir, a partir de un dato de experiencia tal, la verdad de la proposición que afirma la inmovi�lidad de la Tierra, han cometido un paralogismo. Esto es, han razonado falsa�mente al considerar probado algo que en realidad estaban suponiendo desde el inicio.

Queda, no obstante, por justificar ese movimiento horizontal, común a todo cuanto forma parte del sistema terrestre. Se trata de un problema amplia�mente debatido durante siglos, al que viene a responder el segundo principio anteriormente mencionado, el de la persistencia del movimiento horizontal. ¿Pue�den los cuerpos moverse con la Tierra y compartir su movimiento cuando no están en contacto con ella?¿Cómo explicar que acompañen a ésta, no sólo en el mismo sentido de su movimiento, sino además con la misma velocidad? Vas respuestas se encaminaban siempre en la búsqueda de un motor que actuara en una dirección que no es la de la gravedad. Puesto que según un presupuesto básico de la física tradicional, todo movimiento supone un motor responsable del mismo, evidentemente ésta no iba a ser la excepción; también aquí tenía que señalarse la causa del movimiento. En ocasiones dicha causa había sido identi�ficada con el aire (Copérnico), en otras con el Ímpetus (Buridan -epígrafe 2.3.4- o Giordano Bruno -epígrafe 3.1.3—). Galileo, sin embargo, da un giro a la cuestión, al plantear que pueda tratarse del único caso de movimiento que se conserva sin motor. Basta con que nada oponga resistencia para que persista inde�finidamente. La condición es pues negativa, y no positiva, en contra de lo que todo el mundo pensaba (Koyré tiene razón cuando afirma que el Ímpetus ha dejado de ser entendido como la causa del movimiento para identificarse con el movimiento en sí; Koyré, 1980: 219) .

En realidad, la clave para resolver este problema se la proporcionan sus estudios de juventud (anteriores al año 1610) sobre la caída de cuerpos por planos de diversa inclinación, incluido el caso en que dicha inclinación es cero de modo que el plano sea horizontal. En concreto en la “Segunda Jornada” del

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Diálogo relaciona el movimiento natural de Aristóteles con el de un cuerpo esférico que desciende por una superficie inclinada tan plana y pulida como la de un espejo en dirección al centro de la Tierra, mientras que el movimiento violento se estudia en el ascenso del cuerpo por esa misma superficie. En el primer caso el móvil (una bola, por ejemplo) avanza con un movimiento con�tinuamente acelerado por la acción de la gravedad. En cambio, en el segundo caso la bola no remontará esa misma superficie de modo espontáneo, sino que deberá ser lanzada o empujada; su movimiento irá retardándose y durará más o menos según la cantidad de impulso que haya recibido y según la mayor o menor inclinación del plano. Salviati, tras un intercambio de preguntas y res�puestas con Simplicio, resume esto de la siguiente manera:

Entonces me parece que hasta aquí me habéis explicado los acciden�tes de un móvil sobre dos planos distintos. En el plano inclinado el móvil grave desciende espontáneamente y se va acelerando continuamente, y para mantenerlo en reposo hay que usar fuerza. Pero sobre el plano ascenden�te se requiere fuerza para empujarlo y también para detenerlo, y el movi�miento que se le ha impreso va menguando continuamente, hasta que al final se aniquila. Decís además que tanto en un caso como en el otro la diferencia surge del hecho de que la cuesta hacia arriba o hacia abajo del plano sea mayor o menor. De modo que de la mayor inclinación hacia aba�jo se sigue mayor velocidad y, por el contrario, sobre el plano cuesta arri�ba el mismo móvil lanzado con la misma fuerza se mueve a tan» mayor distancia cuanto menor es la elevación. Ahora decidme lo que le sucedería al mismo móvil sobre una superficie que no estuviese inclinada ni hacia arri�ba ni hacia abajo (Galileo, 1994: 129-130. La cursiva es nuestra).

En su obra no publicada Le Meccaniche daba el nombre de momento de descenso a la magnitud que está en función tanto de la velocidad como de la oblicuidad del plano. En general, le permitía estudiar la pesantez o gravedad, no en sí misma como en Aristóteles, sino en tanto que modificada por máqui�nas simples (mostrando una vez más su acercamiento a Arquímedes). Y ello entre dos situaciones extremas, una en la que el plano es vertical, y otra en la que el plano es horizontal. En el primer caso, el momento de descenso coin�cidirá con la gravedad y la velocidad será máxima; en el segundo, el momen�to de descenso será cero, pero ¿cuál será la velocidad? Para responder a esta pregunta volvamos de nuevo al Diálogo, en el que se introduce una condición fundamental.

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Notad, afirma Salviad, que he mencionado una bola perfectísimamente redonda y un plano exquisitamente pulido para eliminar todos los impe�dimentos externos y accidentales. Además quiero que hagáis abstracción del aire, con la resistencia que ofrecería al estar a la intemperie, y de todos los demás obstáculos accidentales que se os puedan ocurrir (Galileo, 1994: 129).

Esa condición ha resultado ser la completa eliminación de todo impedi�mento externo, de modo que se trata de saber cuál sería el estricto comporta�miento de un cuerpo esférico en un plano horizontal sin ningún otro factor añadido, tal como la resistencia del aire o el rozamiento del propio plano. Es decir, interesa estudiar el fenómeno en condiciones no reales, algo que nunca hubiera permitido Aristóteles. No obstante aquí, a su vez, se dan dos posibi�lidades. La primera consiste en que el cuerpo se halle de partida en reposo; entonces, tal y como Simplicio concluye, "debería quedarse naturalmente quie�to”. La segunda, más interesante, es la que Salviati plantea: “Y si se le hubiera dado ímpetu hacia algún lado, ¿qué sucedería?”. O sea, si partimos de una situación de movimiento, ¿cómo sería éste y cuánto duraría? Puesto que no hay causa de aceleración, como en el plano descendente, ni de retardación, como en el ascendente, ni se ganará ni se perderá velocidad. Pero si no se pierde velo�cidad, el cuerpo no se parará. Luego en ausencia de resistencia sobre un plano horizontal todo cuerpo permanecerá en reposo o se moverá indefinidamente con velocidad uniforme.

El lector actual, conocedor de la ley de inercia, comienza a atisbar ésta entre tanto plano inclinado y tanta bola bien redondeada. Sin embargo, aún ignoramos si nuestra superficie horizontal es plana o esférica y, en consecuen�cia, si la dirección de la velocidad será rectilínea o circular. Para responder a esta pregunta conviene recordar que el tema que nos ha llevado a este punto no es una situación abstracta, sino, por el contrario, la de las cosas terrestres que acompañan y participan del movimiento de la Tierra en su giro hacia el este. En virtud de este movimiento común, los objetos se mantendrán equi�distantes del centro de la Tierra. Luego la superficie que recorren ha de ser esférica; de lo contrario tendríamos una superficie tangente a la Tierra por la que los graves finalmente se verían obligados a ascender o descender. Además, para que ese movimiento rectilíneo se prolongara sin final, el universo debe�ría ser infinito, cosa que Galileo no se atreve a defender. Ello quiere decir, en definitiva, que según establece erróneamente este autor, el movimiento que se conserva indefinidamente por sí mismo es circular. Con frecuencia se ha deno�

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minado a esto la inercia circular á t Galileo, o también, el movimiento de iner�cia circular (Cohén, 1989: 124-132).

Téngase en cuenta, no obstante, que a pesar de que la ley de inercia se apli�ca al movimiento rectilíneo y no circular, tal como formulan correctamente Descartes primero y Newton después, Galileo hace uso de segmentos de arco muy pequeños en relación al tamaño de la Tierra (relativos al recorrido de un grave o de un proyectil). Esto hace que su planteamiento sea válido por aproxi�mación cuando se trata de estudiar pequeñas distancias, tal como es el caso de los desplazamientos de los cuerpos sobre la Tierra. Sería, en cambio, total�mente inexacto si eso le hubiera llevado a hacer una especie de teoría inercial circular de los movimientos planetarios. Pero no hace tal cosa; el hecho es que tampoco tiene una teoría de fuerzas que le permita explicar cómo y por qué se mueven los planetas.

Recapitulemos lo dicho en el presente epígrafe. Se trataba de mostrar que los fenómenos mecánicos terrestres que percibimos cotidianamente son com�patibles con la rotación de la Tierra, de manera que dicha rotación es posible no sólo en términos astronómicos sino también físicos. Bien pudiera ser que todo gire y, sin embargo, no lo notemos. ¿Por qué? Porque todo participa de su movimiento. Cuando dejamos caer un grave o lanzamos un proyectil, éstos no parten del reposo sino del movimiento que la Tierra les comunica y que el propio cuerpo conserva sin necesidad de que actúe motor alguno (basta con que nada se oponga). Ese movimiento persistente sin fuerza o causa manten�drá constante la velocidad y seguirá una dirección horizontal a la superficie terrestre. Será, por tanto, uniforme y circular. La introducción de la noción de movimiento inercial (aun siendo incorrecta tal y como Galileo la plantea) tie�ne la virtud de encauzar adecuadamente las objeciones de los antiguos en con�tra de la movilidad terrestre.

En efecto, si todo se desplaza horizontalmente con la Tierra, en el mismo sentido y con la misma velocidad que ella y, por otra parte, si la caída vertical de los graves tiene lugar como si la otra componente no existiera, es claro que para nosotros, habitantes de este planeta y partícipes de su movimiento, todo ha de suceder de igual forma que si estuviera en reposo. Ninguna experiencia referida a fenómenos mecánicos observables en ella puede permitirnos dirimir la debatida cuestión: ¿Se mueve la Tierra? Luego rebatir las antiguas objecio�nes no es demostrar que sí lo hace, sino poner de manifiesto que no es posible probar ni el reposo ni el movimiento. En esto radica la aportación de un princi�pio mecánico de relatividad, el cual, en su expresión más completa (no formu�lada por Galileo) establece la invariancia, no sólo de los fenómenos mecánicos,

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sino sobre todo de las leyes que los rigen tanto en sistemas en reposo como en movimiento inercial.

Las vacilantes ideas inerciales y relativistas que hallamos en Galilco van a dar un giro, no ya al problema del movimiento de la Tierra, sino al modo mis�mo de hacer física. Los actuales libros de texto sobre mecánica no suelen men�cionar que los orígenes del principio de inercia estuvieron en parte ligados a un asunto concreto como es el de la elección entre un sistema copernicano o pto- lemaico del mundo. Pero el hecho es que la pérdida de la Tierra como sistema material inmóvil al que referir cualquier otro movimiento supuso algo que aún hoy muchos tienen dificultad para comprender. Si no hay un sistema en repo�so absoluto (ni el Sol ni ningún otro cuerpo celeste), no es posible decidir uní�vocamente cuándo algo se mueve y cuando no. Aunque en tanto que seres vivos experimentemos el movimiento como un estado opuesto al reposo (entre otras cosas porque nos produce fatiga), el tema estriba en que la distinción es pura�mente relativa cuando se aplica a sistemas mecánicos y, en esa medida, es con�vencional (depende de la elección del sistema de referencia). Newton preten�dió evitar estas consecuencias mediante la introducción de su espacio absoluto, radicalmente inmóvil por definición. Einstein, sin embargo, con su relativiza- ción de espacio y tiempo, ha abocado a los hombres y mujeres del siglo XX a una situación más radicalmente galileana de lo que Galileo nunca pudo soñar.

4.2. Cara y cruz de la aportación galileana

En el año 1642 muere Galileo Galilei y nace Isaac Newton. Desde 1543, año de la publicación del De Revolutionibus y del fallecimiento del propio Copér- nico, ha transcurrido un siglo. Numerosas ideas nuevas se han ¡do abriendo camino en filosofía natural, pero es mucho lo que aún queda por hacer hasta completar la sustitución de la antigua concepción aristotélico-prolemaica del mundo por otra que sea capaz de dar una explicación tan sistemática y com�pleta del conjunto de los fenómenos como aquélla. No en vano el modelo de universo construido en Grecia perduró durante más de veinte siglos. Copérni- co inició la transformación astronómica, pero sin consecuencias físicas o cos�mológicas. Esto quiere decir que, pese a crear una astronomía basada en un Sol central y en una Tierra móvil, ni la cosmología de las esferas ni la física de los movimientos naturales fueron puestas en cuestión por el sabio polaco.

Es a lo largo de las décadas siguientes fue cuando las cosas empezaron a cambiar gracias a quienes se persuadieron de la verdad de lo afirmado en el De

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Revolutionibus, desmarcándose con ello de la tendencia mayoritaria a no ver en esa obra sino técnicas útiles para el cálculo. Eran los defensores realistas del sistema copernicano, para los cuales las antiguas tesis acerca de cómo es el mun�do habían de ser puestas en entredicho.

Para empezar introdujeron fundadas sospechas sobre la existencia de la esfe�ra estelar, planteando la posibilidad de que el universo careciera de límites (idea sobrecogedora entonces y ahora). Pero esto a su vez abrió nuevos interrogan�tes de difícil respuesta. Si no formamos parte de un cosmos finito, cerrado, esférico, con un centro único en torno al cual giran todos los cuerpos celes�tes conocidos, ¿cuál es su estructura global?, ¿cómo se distribuyen los astros en él?, ¿lo que no vemos es igual o distinto a lo que vemos?, ¿es inteligible un mundo infinito?, ¿los mismos principios de orden y regularidad que aplica�mos a los planetas son aplicables por doquier? La enorme envergadura de estas cuestiones hace perfectamente comprensible que autores menos rigurosos y más osados, como Giordano Bruno, se lanzaran a especulaciones de altos vue�los sobre la infinitud del universo, mientras que otros más prudentes y “pro�fesionales”, como Kepler y Galileo, manifestaran sus dudas al respecto no sus�cribiendo esa infinitud. Pero el problema seguía en pie. Si en un mundo heliocéntrico ya no hay razón para mantener la esfera de las estrellas, ¿qué se extiende más allá de esta derribada frontera y cómo estudiarlo? Galileo no contesta.

Tampoco van a persistir las esferas materiales que cumplían la función de trasladar a los planetas alrededor del centro. La órbita de cada uno de ellos pasa a ser la trayectoria que describen en el espacio, y no un cuerpo que los aloja. Nada más natural, por tanto, que preguntar: ¿Qué mueve a los planetas? La respuesta ha de venir de la mano de una mecánica celeste que explique su com�portamiento en términos de fuerzas. Kepler esbozó algo en este sentido; nada similar hallamos en Galileo (epígrafe 5.2.1).

Si la tradicional distinción entre un Cielo etéreo arriba y una Tierra pesa�da abajo se quiebra, ¿de qué están hechos uno y otra? Los griegos básicamen�te legaron dos tipos de hipótesis acerca de la constitución de los cuerpos; una que supone la heterogeneidad de sus constituyentes últimos; otra, por el con�trario, que afirma su radical homogeneidad. Aristóteles se cuenta entre los grandes defensores de la primera de ellas con su doctrina de los cinco ele�mentos; los atomistas y sus partes indivisibles de materia idénticas cualitati�vamente entre sí son los grandes artífices de la segunda hipótesis. Con respec�to a Galileo, no puede decirse que disponga de una teoría de la materia coherente y sistemática al respecto. En efecto, si bien en obras como El Ensayador se mani�

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fiesta claramente favorable al atomismo, en el Diálogo, sin embargo, se refie�re al elemento sólido o tierra, al aire y al agua como si fueran de naturaleza y comportamiento mecánico distinto, lo cual contraviene esa uniformidad entre los componentes del mundo que es consustancial al atomismo. (Sobre esta cuestión puede consultarse la Introducción de A. Beltrán a su edición del Diá�logo de Galileo: XLV y ss.).

A lo que Galileo ha dedicado mayores esfuerzos es al tema del movimien�to en una doble dirección. Por una parte, se ha ocupado de cuestiones mecá�nicas sin duda influido por el modo de hacer física de Arquímedes. Así, ha estudiado con detalle el comportamiento de los péndulos, la caída de los gra�ves por planos de diferente inclinación o la trayectoria de los proyectiles, dise�ñando circunstancias experimentales en las que la mediación de máquinas sim�ples, si bien altera las condiciones naturales en las que espontáneamente se produce el fenómeno (que es como los analizaba siempre Aristóteles), permi�te una investigación mucho más rigurosa.

Junto a esto y en segundo lugar, Galileo se ha empleado a fondo en la defensa del copernicanismo tratando de poner de manifiesto la posibilidad del movimiento terrestre, no sólo desde el punto de vista astronómico (las nuevas observaciones telescópicas lo avalan), sino desde el punto de vista físico. Para ello ha presentado un nuevo y extraño tipo de movimiento que no requiere causa y que no produce efectos. Kepler había introducido la idea de pereza o inercia de la materia, entendiendo por tal la incapacidad de la materia para iniciar o conservar el movimiento si no es en presencia de un motor. Galileo, en cambio, establece la persistencia del movimiento sin motor con velocidad uni�forme y en circulo. Al margen de su error en la cuestión de la dirección del movi�miento inercial, lo fundamental es que este último, al carecer de todo efecto mecánico, es equivalente al reposo y, en consecuencia, no se distingue de él. Luego en relación al tema que nos ocupa, la conclusión es la siguiente: el movi�miento de la Tierra es posible. Contrariamente a lo que los antiguos creían, nadie puede demostrar su reposo. Pero tampoco los defensores de Copérnico pue�den probar su movimiento, y ello por una cuestión de principio y no por fal�ta de habilidad.

Hasta aquí permite llegar un principio mecánico de relatividad. Mientras no se introduzcan consideraciones dinámicas, esto es, mientras no se elabore una teoría de fuerzas como hará Newton, en vano se argumentará en favor del carácter absoluto del movimiento terrestre. Y, sin embargo, Galileo va más allá, contraviniendo sus propias conclusiones. La Tierra se pueele mover y se mueve. El paso siguiente, por tanto, ha de ser la presentación de una prueba positiva

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que consistirá en la constatación de un fenómeno observable derivado de la supuesta movilidad de nuestro planeta de modo tal que, si esa movilidad no se diera, aquel fenómeno no se produciría. Como se sabe, él mismo cree encon�trar ese fenómeno en las mareas dando con ello un paso en falso en un doble sentido. Primero, porque el descenso y ascenso de las aguas del mar tienen su causa en la influencia de la Luna; segundo, porque conforme a lo establecido en la “Segunda Jornada” el movimiento de la Tierra no tiene efectos mecáni�cos sobre lo que se mueve con ella. Por tanto cabe decir, con la perspectiva que da el paso del tiempo, que Galileo no debería haber añadido al Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo la “Cuarta Jornada” con su teoría de las mareas (de la que estaba tan orgulloso que incluso, como ya se ha indicado, pretendió que diera nombre a toda la obra).

Sin embargo, si nos situamos en la primera mitad del siglo XVII, cuando partidarios y detractores del movimiento de la Tierra se hallaban enfrentados en una lucha a muerte, la cosa cambia. Hay que reconocer que el punto de vista relativista puede ser muy interesante para nosotros (sobre todo después de Einstein), pero francamente débil en aquella época. En contra de la mera posibilidad del movimiento terrestre, se erigen la cosmología y la física here�dadas, además por supuesto de las Sagradas Escrituras. La tradición en filoso�fía natural y la ortodoxia católica no van a aceptar con facilidad un cambio de rumbo. Y para colmo de males, el propio Galileo había puesto el tema muy difícil al comprometerse, en la Carta a Cristina de Lorena, a atenerse a la lite�ralidad de la Biblia en todas aquellas cuestiones naturales sobre las cuales no tengamos conocimiento seguro y probado. Las proposiciones que no puedan ser incuestionablemente demostradas habrán de someterse a la autoridad de la reli�gión. Ahora bien, en el Antiguo Testamento expresamente se habla de la movi�lidad del Sol; luego esto es lo que tendría que prevalecer como verdadero.

No es de extrañar, por tanto, que busque una prueba del movimiento de la Tierra, aunque a nosotros eso no sea lo que más nos interese. Y en su defec�to, Galileo, llevando al límite su esfuerzo por defender la libertad de investi�gación, esgrime el derecho a no ser condenado mientras sus opositores no demuestren la falsedad de sus tesis. Ahora la carga de la prueba corresponde�ría al bando contrario.

En suma, si no es posible que una conclusión sea declarada herética mientras se duda que pueda ser verdadera, vana deberá ser la fatiga de aque�llos que pretenden que se condene el movimiento de la Tierra y la inmo�vilidad del Sol, si antes no demuestran que sea imposible y falsa.

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Page 45: 4.1.1. La biografía intelectual de Galileo · Teorías del Universo 4.1.1. La biografía intelectual de Galileo El 15 de febrero de 1564 nacía en Pisa (ciudad perteneciente entonces

Teorías del Universo

Y en páginas atrás ha dicho:

Si las conclusiones naturales realmente demostradas no deben subor�dinarse a pasajes de la Escritura [...].

Es necesario, por tanto, antes de condenar una proposición natural, hacer ver que ella no está demostrada necesariamente, y esto lo deben hacer no aquellos que la tienen por verdadera, sino aquellos que la consideran falsa (Carta a Cristina de Lorena. En: Galileo, 1987: 94 y 80).

Pese a las declaraciones de fe instrumentalista a las que se vio forzado por sus censores, Galileo nunca dejó de ser un realista convencido. En el mejor de los casos habría hallado la forma de demostrar la verdad de las tesis coperni- canas y, con ello, su autonomía frente a lo afirmado en la Biblia. En el peor de todos habrá puesto de manifiesto que sus oponentes no pueden probar la fal�sedad de dichas tesis dado que el movimiento de la Tierra al menos es posi�ble. Y si éstos no pueden hacer patente esa falsedad, tampoco debieran atre�verse a condenar. Ésta es al menos la lógica galileana, no compartida por el cardenal Bellarmino y demás autoridades eclesiásticas. La historia de la cien�cia, sin embargo, ha reservado un lugar de honor para Galileo, no por su falli�do intento de demostración del movimiento de la Tierra basándose en el movi�miento de las aguas marítimas, sino por su incipiente introducción de planteamientos inerciales y relativistas en mecánica, que en su caso se combi�nan con ideas epistemológicas realistas. Y es que un relativista mecánico no es un relativista epistemológico, tal como Einstein en nuestro siglo pondrá cla�ramente de manifiesto.

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