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381 Quisiera partir por agradecer a mi amigo Carlos Pérez la amable invitación a co- mentar este libro suyo, Dieta de archivo: memoria, crítica y ficción, un libro de ensayos sobre el que podría estar aquí hablando durante varias horas pero cuyo comentario, por razones de tiempo, concentraré en dos o tres cuestiones preliminares. La primera de ellas (y es probable que sea la única sobre la que alcance a hablar) está relacionada con el modo que tiene Pérez de concebir la relación entre crítica y lectura. Esta relación parte de un supuesto más o menos irremontable en el tiempo y en el espacio: fue el supuesto de Borges, el de Mallarmé, el de Valéry, el de Benjamin, el de Wilde: todo ya está escrito. El poeta Edmond Jabés decía que todo escritor digno de ese nombre sabe por eso que escribir es imposible, pero se esmera en sobrepasar esta imposibilidad. Escribir, dicho de otro modo, es volver atrás traspa- Carlos Pérez Villalobos Dieta de Archivo: memoria, crítica, ficción (Santiago de Chile: Ed. Arcis, 2006; 252 págs.) sando un obstáculo que está por delante. Como al parecer Pérez tampoco cree en la escritura, se limita a llevar a ésta a un mero trámite de edición. Este trámite es el tema central de su trabajo: su libro está recorrido por una “filosofía de la composición” según la cual no hay autor y luego una obra, sino una obra que por medio de la lectura puede producir retrospectivamente un autor. Es decir: nosotros creemos escribir libros, pero somos expulsados de ellos como la sombra es expulsada por la misma luz de la que nace. Digamos, entonces, para comenzar que la especificidad de este libro radica en su capacidad para convertir la imposibilidad de escribir en una escritura sobre esa im- posibilidad. El soporte de esto es el propio ejercicio de la crítica y de la lectura. Para esto, la crítica debe ajustarse a una do- ble misión. La primera radica en someterse Por Federico Galende

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Quisiera partir por agradecer a mi amigo Carlos Pérez la amable invitación a co-mentar este libro suyo, Dieta de archivo: memoria, crítica y ficción, un libro de ensayos sobre el que podría estar aquí hablando durante varias horas pero cuyo comentario, por razones de tiempo, concentraré en dos o tres cuestiones preliminares. La primera de ellas (y es probable que sea la única sobre la que alcance a hablar) está relacionada con el modo que tiene Pérez de concebir la relación entre crítica y lectura. Esta relación parte de un supuesto más o menos irremontable en el tiempo y en el espacio: fue el supuesto de Borges, el de Mallarmé, el de Valéry, el de Benjamin, el de Wilde: todo ya está escrito. El poeta Edmond Jabés decía que todo escritor digno de ese nombre sabe por eso que escribir es imposible, pero se esmera en sobrepasar esta imposibilidad. Escribir, dicho de otro modo, es volver atrás traspa-

Carlos Pérez VillalobosDieta de Archivo: memoria, crítica, ficción

(Santiago de Chile: Ed. Arcis, 2006; 252 págs.)

sando un obstáculo que está por delante. Como al parecer Pérez tampoco cree en la escritura, se limita a llevar a ésta a un mero trámite de edición. Este trámite es el tema central de su trabajo: su libro está recorrido por una “filosofía de la composición” según la cual no hay autor y luego una obra, sino una obra que por medio de la lectura puede producir retrospectivamente un autor. Es decir: nosotros creemos escribir libros, pero somos expulsados de ellos como la sombra es expulsada por la misma luz de la que nace. Digamos, entonces, para comenzar que la especificidad de este libro radica en su capacidad para convertir la imposibilidad de escribir en una escritura sobre esa im-posibilidad. El soporte de esto es el propio ejercicio de la crítica y de la lectura.

Para esto, la crítica debe ajustarse a una do-ble misión. La primera radica en someterse

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rigurosamente a sí misma, en auto-inspec-cionarse a fin de desnudar, en el sentido de Brecht, la propia lógica de su procedimiento y el aparente secreto de su producción. La primera misión de la crítica consistirá entonces en sacudirse su aura; procediendo así, ésta devela que su atadura a la historia la expone a su carácter precario, transitorio, pasajero. En otras palabras: abandonando la autoridad que le confería su simulada lejanía, la crítica revela su mundanidad, su estar de paso. Pérez diría: se contamina del tráfago del lector mortal, es decir: del que sabiendo que todo ha sido ya escrito sabe, a la vez, que no cuenta con el tiempo para leerlo. Pero que la crítica se despoje de su halo, no significa que no apele a una cierta autoridad. Entonces nos encontramos con la segunda misión: la crítica adopta su au-toridad cuando es capaz de elevar su oído al balbuceo de la obra que la interpela o la compromete. No importa que este balbuceo de la obra sea siempre fundamentalmente inhumano o que su llamado consista en dar la espalda a lo mismo que llama. La obra de arte –sea lo que sea esto– es ciertamente histérica: necesita de aquello mismo a lo que le da la espalda. Pero no importa, puesto que lo que importa es el compromiso de la crítica: su estar a la altura de una vocación que le es externa. Me parece que entonces,

resumiendo, estos son los dos pasos que subsisten en Dieta de Archivo: desnudar las condiciones materiales de producción de la crítica, y autorizarse luego poniéndose a la altura del contenido de verdad que la compromete. Dado que con este conteni-do de verdad no se puede establecer otra relación que la de la fidelidad, entonces designaremos a esta crítica así: Republicana. Retengamos esto, pues lo retomaré sobre el final de esta lectura.

En el libro de Carlos Pérez, este ejercicio republicano de la crítica no puede sino presentarse en oposición a dos conocidos vicios retóricos: el del rumor teórico y el de la impostación de la voz como abandono del tono. Me concentro ahora en estos dos puntos.

La relación entre teoría y rumor ha sido lar-gamente tratada en las obras de Heidegger y de Benjamin. No tenemos tiempo aquí para darle a esas lecturas la atención que merecen, pero ya en Ser y Tiempo Heidegger abordó el problema mostrando cómo el olvido de la cosa como útil, el olvido del modo en que la cosa se da primeramente a la experiencia, constituye la mirada teorética, que se antici-pa a juzgar al ente como si fuese un objeto. En el parágrafo 36, esa mirada se continúa en la curiosidad como ignorancia de la

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cosa en tanto algo que nos concierne y nos circunda. El teoreticismo es en el reino de las cosas lo que la curiosidad en el reino de los conventillos. En el Carácter destructivo, en el Habitar sin huellas, en Experiencia y miseria, por no decir que en la totalidad de su obra, Benjamin analizó el rumor como una noticia pequeño burguesa. El señor amueblado o el hombre estuche son aquellos que buscan su comodidad en esa médula que es la envoltura: si la crítica se enfrenta al cotilleo, es porque éste se ha envuelto en una circulación sin centro. Y ¿qué es lo que más ama Pérez en el mundo? Un centro. Ama que las cosas tengan un centro, un punto, un nudo que cuidar. Esto, porque es un republicano. Pero lo que importa por ahora es que estas dos lecturas se unen en una observación final de Benveniste a propósito del lenguaje de las abejas. Según esta observación, las abejas disponen de códigos para comunicar lo que han visto, pero son incapaces de transmitir lo que les han comunicado. Una abeja que ha perci-bido un campo de flores puede comunicar el mensaje a la que no lo ha percibido, pero la que no lo ha percibido no puede comu-nicárselo a otra. Esto quiere decir que las abejas no conocen el rumor (pero tampoco tienen lenguaje). ¡Qué buena suerte tienen las abejas! Uno no entiende cómo es que no

escriben, puesto que para escribir hay que contar con la menor cantidad de lenguaje posible. Pero volvamos al libro: ¿en qué punto de éste observamos lo que estamos planteando?

En la página 179, se nos advierte lo siguien-te: “el texto crítico es un texto que debe limitarse a una objetivación que otorga existencia y definición a esa verdad (verdad de la obra) cuyo advenimiento implica la modificación de algún estado de lengua dominante”. Si no es esto lo que se hace, si no se considera el estado de lengua al inte-rior del cual y en referencia al cual irrumpe la obra, entonces lo que tendremos es un puro rumor teorético en el que las obras “se han convertido en pretextos para ensayar idiolectos teórico-poéticos de los cuales los mismos artistas quedan cautivos, con el consiguiente efecto de sobreteorización de la producción artística”. Por medio de este cotejo entre crítica y sobreteorización, Pérez se ha permitido llevar la obra a tal punto de desauratización que la obra ha dejado de existir por sí misma; contra la teoría, ha tomado al pie de la letra la prédica sinuosa de Benjamin en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica, según la cual la técnica habría venido por fin a revelar lo que siempre había permanecido oculto: que la

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obra de arte no existe si se la escinde de su reproducción, de su política de inscripción o de las modificaciones que impone a un modo común de percibir. En este sentido, la filosofía habría perdido el tiempo enco-mendándole a la estética la oscura tarea de buscar en la obra un eidos o una esencia. Que el autor sea un productor, no ya un creador, significa simplemente que la obra no existe sin las estrategias inscriptivas que el autor como productor ha calculado o le ha deparado. Frente a la búsqueda teorética del eidos en la obra, la crítica republicana a la que adhiere Pérez se articula a un enorme programa de desestetización y desensibili-zación de la obra de arte. Voy a explicar los dos.

La desestetización de la obra de arte lo lle-va en uno de sus tantos textos polémicos, Pendientes de una discusión pendiente, a retomar la Escena de avanzada, escena en la que según su lectura empieza a forjarse y a adquirir un corpus este programa de desestetización de la obra. A su vez, esta desestetización tiene su contrapunto en el golpe como estetización de la política. A esta conclusión se llega contrapunteando el ensayo teórico con el texto crítico, puesto que mientras el ensayo teórico “sirve al des-pliegue del intelectual que exhibe su cultura

como atesoramiento y aval para autorizar la firma confiable, el texto crítico es nada más que el despliegue de un trabajo que busca producir un efecto sobre la cultura, empe-zando por desmontar el concepto esteticista de ésta como tesoro”. La desensibilización de la obra, por su parte, tiene que ver con la voluntad de Pérez no sólo por aniquilar cualquier residuo de imaginación creadora o de inspiración en la línea de la filosofía del sujeto o de la estética del siglo XVIII, sino también por eliminar la sensibilidad del autor y la del lector como propiedades singulares del sujeto. Y entonces así como el autor sensible ha sido sustituido por el pro-ductor, el lector sensible ha sido sustituido por el crítico cuya mirada se atiene ahora a reconstruir el devenir sobre cuya borradura se ha erigido la inscripción de la obra.

A la sensibilidad (que es egoísta) la continúa Pérez por vía de una imbricación entre el psicoanálisis y el análisis relacional de las obras en la sociología de Bourdieu. ¿Qué es lo que le interesa a Pérez del psicoanálisis? ¿Y qué tiene que ver esto con la sociología de Bourdieu y con la cuestión de una lectura pos-sensible de la obra de arte? Me atrevería a decir que del psicoanálisis lo que a Pérez le interesa son fundamentalmente dos cosas: la noción de transferencia que hay en Freud

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y la separación lacaniana entre “palabra plena” y “palabra vacía”. En el primer caso, la persona de carne y hueso ha desaparecido tras la posición fantasmática que ocupa en una determinada estructura. Así, la crítica no es algo que ejerce una persona, sino una posición: esta posición no tiene otro fin que permitir que el objeto texto y la lectura interpretativa se junten en un continuum. Cumplida esa tarea, el crítico no tiene ya ninguna importancia. En el segundo caso, la crítica sólo radicaría en imponer la pala-bra plena a la palabra vacía. Esto significa que frente a la sobreteorización de quienes se subordinan a la palabra al punto de ser sobornados por ella, la “palabra plena” es aquella que tiene como efecto reordenar la complejidad del mundo dándole el sentido de la necesidad por venir. Por medio de esta palabra, el crítico hace la verdad elevándose a eso que lo compromete.

Ahora bien, si nos desplazamos de aquí a esa analítica relacional de la obra que hay en Bourdieu, nos encontraremos con que así como para el psicoanálisis el sujeto es una figura relacional (¿quién es el padre, se pregunta Zizek, sino un pobre tipo obligado a cargar con el nombre que le ha sido asig-nado por el hijo?), así también en el espacio de las obras éstas sólo pueden llegar a existir

por medio de su intercambio simbólico con otras obras. Y entonces si a Pérez le interesan Bourdieu y el psicoanálisis no es más que porque en ambos casos la crítica ha sido sometida a lo mismo que de la obra ha sido sometido por la crítica. Desauratizar la obra es desauratizar al crítico. El crítico no es alguien que sepa algo en principio, sino alguien de quien habrá que analizar las condiciones y estrategias por medio de las cuales ha venido a ocupar un lugar en la estructura del saber.

Esto sólo se consigue por vía de la segunda vía, perdón por la redundancia, que men-cionábamos al principio: la de la confron-tación del ejercicio de la crítica versus la impostación o el secreto. Deleuze dice que lo bueno de la literatura angloamericana es que en ésta no hay secretitos. Ni en Cheever, ni en Salinger, ni en Carver hay secretito. Donde hay secretito, según Lawrence, es en la literatura francesa. El secretito es el mis-terio de un tipo de hombre culto, discreto, enigmático, que camina dando a entender ¡mirad con qué secreto ando! La signficación y la interpretosis, necesitadas de mantener una teología secular en el corazón de la mo-dernidad, no han parado de inventar nuevos sacerdotes del sucio secretito cuyo objeto es hacerse reconocer, volver a meternos en su

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agujero negro. Me temo que la amistad de Benjamin con Brecht consistía en un odio compartido por el secretito. Levantad los telones, mostrad que aquí no hay magia sino que trabajamos, decía Brecht, mientras Benjamin veía en el cine la socialización del oscuro secretito alemán.

Al igual que el rumor teorético, la impostura y el secretito tienen una larga data que se extiende desde la Apología de Sócrates o la Carta Séptima de Platón hasta los escritos de Feyerabend o Pitirim Sorokin. Conoci-do es el hecho de que en la Carta Séptima Platón –en caso de que sea Platón quien la escribió– dejó un testimonio atribulado del secretito cuando, tras su último viaje a Sicilia, descubrió la impostura de Dionisio en materia filosófica. Platón descubrió en Dionisio un desplazamiento del tono, es decir, una impostación. La cuestión del tono, curiosamente, aparece evocada en tres lugares claves de este libro que comen-tamos. Me voy a permitir enumerarlos. En el noveno ensayo, La actualidad de Tlon, se nos advierte que “bajo el mal albur de remedar de la obra su metafórica o su tono nos exponemos, predecibles y triviales, en una maniera”. En el primero, La edición de la memoria, se nos dice que “para hacerse histórica, para adoptar la densidad o el tono

de la historia, para autorizarse, la actuali-dad debe dejar de ser actual, ir a pérdida, transformarse en consagrado despojo”, algo que, se nos recalca más adelante, le otorga al documental de Guzmán el “tono de tragedia que posee”. En el tercero, Tono y dignidad, se cita aquello que Brecht llamaba el gestus social, la expresión exterior, material, de los conflictos sociales que se quieren escenificar. Piglia decía: para escribir una novela no hay que tener estilo, hay que tener un tono.

Oponiendo el tono a la retórica manierista (en el primer caso), al olvido del espesor de la historia (en el segundo y en el tercero), es la impostación, el desplazamiento, el doblaje lo que está siendo aquí denunciado y referido. Decíamos al principio que los dos pasos del eje republicano en Pérez eran desauratizarse (exponiendo públicamente lo que se era) pero a la vez autorizarse (poniéndose a la altura de la verdad que se representa). Si observamos lo que ocurrió la última vez que Chile tuvo un tono, una mañana de septiembre entre las ocho y las doce del mediodía, recordaremos entonces las dos últimas veces que el republicano Allende se dirigió al país. En la primera ocasión se desauratizó ¿Cómo se desarua-tizó? Diciendo: no soy ni un mesías, ni un apóstol ni mucho menos un mártir; soy

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apenas un luchador que cumple con una tarea que se le ha encomiado. Dos horas más tarde, sin embargo, le seguía a esa desauratización una autorización. ¿Cómo se autoriza Allende? Diciendo: Trabajadores de mi patria, ante estos hechos sólo me cabe decirles ¡no voy a renunciar!; colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. A la misma hora, muy probablemente a la misma hora, quien gobernara durante dieciséis años este país hablaba con estas otras palabras: ¡se man-tiene el ofrecimiento de sacar a este pelotita del país, pero nada de parlamentar ni nada, se le ofrece un avión, pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando se cae (risas). ¿Qué estaba ocurriendo entre una voz y otra? ¿Por qué hay que fijar lo que aquella mañana ocurría con aquellas voces? Ocurría que estaba naciendo el doblaje de la voz de Chile, ocurría que nacía allí la impostación, que quedaba atrás el tono. Han pasado los años. Y algunos no se resignan. Y a mí me parece que este libro de Pérez sobre cómo ejercer la crítica sigue buscando todavía ese tono. Muchas gracias.

Comentario / Federico Galende

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