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Erik Del Bufalo Otobiografías Jacques Derrida (2009). Otobiografías. La enseñanza de Nietzsche y la política del nombre propio (Horacio Pons, Trad.). Buenos Aires: Amorrortu. S ólo una larga conferencia firmada por Jacques Derrida podría mostrar la escurridiza relación entre la firma y la escucha, entre la mano determinada y el oído indefinido, entre el nombre pro- pio y la fundación de una constitución, entre la “gran política” de Nietzsche y la esperanza de un continente puesta en un signatario llamado Madison. También es sólo desde la reescritura performa- tiva de cierta deconstrucción, liberada ya de la hermenéutica y la exégesis, que el corpus filosófico de un autor puede dilucidar la lógi- ca incorporal de un pueblo inmarcesible, permitiendo a un hombre determinado y mortal firmar en su nombre. Escucha, firma, polí- tica y biografía tejiéndose misteriosamente en el esclarecimiento de la autoridad, se nos presentan a la lectura auditiva en nuestra lengua española, gracias a la presente traducción de uno de los pen- sadores fundamentales de la filosofía contemporánea. Tanto es el nombre de Derrida espolón para pensar con libertad como la firma de Madison es garantía de que la constitución ame- ricana sea el acto constituyente de un supuesto pueblo que delega soberanamente su libertad. Este es el mecanismo que construye un extraño puente sobre las dos orillas metafísicas del estado moderno: un hombre o varios hombres, pero siempre pocos hom- bres, que escuchan al pueblo y un pueblo cuya firma ya tiene el nombre de Dios. Pues, en esta suposición, entre quien firma y quien dicta, entre quien suscribe, como signatario, y quien, en su mudez, como pueblo, no cesa de susurrar tiene necesariamen- te que existir Dios; esto es, la causa final, la garantía última, la determinación en última instancia que permite firmar en nom- bre de un oído que escucha la voz de la voluntad popular. Todo ello para que –única real precaución– no exista ningún error, ilusión, espejismo o fraude que deslegitime dicha acción consti- tuyente. Esta teología política, revelada no en el decir de un dios sino en el escuchar del hombre, y característica de las democra- cias modernas, sólo puede ser acusada, en toda su dimensión, por el ecce homo nietzscheano: el hombre que piensa en “el medio- día” de su vida, donde ya no hay sombras, donde la luz es igual por todas partes,y donde su existencia particular se hace idénti- ca a la realidad generalizada. La otobiografía, la vida en el oído, la vida de oídas, la vida que escucha, de este modo, entonces, es la biografía real que no puede escribirse, o reescribirse de nue- vo, más que como “comedia”, puesto que el público o no entiende la obra o termina por reírse de ella. Poniendo que lo anterior sea verdadero, ocurre un doble fenó- meno dentro de la relación, abstracta pero casi inmanente, que existe entre las constituciones de las democracias modernas y la vida de Nietzsche. Esta dualidad es vista por Derrida, por una parte, en el pueblo que firma no a través de su propio nom- bre pero por la mediación del nombre propio de un individuo concreto y, por otra parte, en la teoría que piensa esta paradoja, la filosofía política o la filosofía a secas de la modernidad, que acaba por volverse un hecho subjetivo. La política adquiere un pathos mientras la filosofía se hace patética, fonocéntrica. Mien- tras que el mandatario firma, y firmando él mismo se vuelve un acto performativo, virtuoso, público, el pensador se hace su pro- pio cuerpo reducido al pensamiento: ecce homo; en definitiva, la teoría se subjetiviza como el nombre del autor y todo autor, si bien debe tener una obra, sólo se entiende como biografía, autor y autoridad se confunden, sin igualarse, en un mismo oído: “Das eine bin ich, das andere sind meine Schriften”. Esta proposición, «una cosa soy yo y otros mis escritos», frase de Nietzsche que sirve para significar el descentramiento de su vida con respecto a su obra, constituye toda una política de lo omino- so, de lo siniestro, de lo unheimlich, de lo mismo que se escucha dos veces distinto. Lo ominoso queda siempre allí, dando tum- bos, imborrable, porque el oído no dice, no habla, sólo escucha

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Erik Del Bufalo

Otobiografías Jacques Derrida (2009). Otobiografías. La enseñanza de Nietzsche y la política del nombre propio (Horacio Pons, Trad.). Buenos Aires: Amorrortu.

Sólo una larga conferencia firmada por Jacques Derrida podría mostrar la escurridiza relación entre la firma y la escucha, entre

la mano determinada y el oído indefinido, entre el nombre pro-pio y la fundación de una constitución, entre la “gran política” de Nietzsche y la esperanza de un continente puesta en un signatario llamado Madison. También es sólo desde la reescritura performa-tiva de cierta deconstrucción, liberada ya de la hermenéutica y la exégesis, que el corpus filosófico de un autor puede dilucidar la lógi-ca incorporal de un pueblo inmarcesible, permitiendo a un hombre determinado y mortal firmar en su nombre. Escucha, firma, polí-tica y biografía tejiéndose misteriosamente en el esclarecimiento de la autoridad, se nos presentan a la lectura auditiva en nuestra lengua española, gracias a la presente traducción de uno de los pen-sadores fundamentales de la filosofía contemporánea.

Tanto es el nombre de Derrida espolón para pensar con libertad como la firma de Madison es garantía de que la constitución ame-ricana sea el acto constituyente de un supuesto pueblo que delega soberanamente su libertad. Este es el mecanismo que construye un extraño puente sobre las dos orillas metafísicas del estado moderno: un hombre o varios hombres, pero siempre pocos hom-bres, que escuchan al pueblo y un pueblo cuya firma ya tiene el nombre de Dios. Pues, en esta suposición, entre quien firma y quien dicta, entre quien suscribe, como signatario, y quien, en su mudez, como pueblo, no cesa de susurrar tiene necesariamen-te que existir Dios; esto es, la causa final, la garantía última, la determinación en última instancia que permite firmar en nom-bre de un oído que escucha la voz de la voluntad popular. Todo ello para que –única real precaución– no exista ningún error, ilusión, espejismo o fraude que deslegitime dicha acción consti-tuyente. Esta teología política, revelada no en el decir de un dios sino en el escuchar del hombre, y característica de las democra-cias modernas, sólo puede ser acusada, en toda su dimensión,

por el ecce homo nietzscheano: el hombre que piensa en “el medio-día” de su vida, donde ya no hay sombras, donde la luz es igual por todas partes,y donde su existencia particular se hace idénti-ca a la realidad generalizada. La otobiografía, la vida en el oído, la vida de oídas, la vida que escucha, de este modo, entonces, es la biografía real que no puede escribirse, o reescribirse de nue-vo, más que como “comedia”, puesto que el público o no entiende la obra o termina por reírse de ella.

Poniendo que lo anterior sea verdadero, ocurre un doble fenó-meno dentro de la relación, abstracta pero casi inmanente, que existe entre las constituciones de las democracias modernas y la vida de Nietzsche. Esta dualidad es vista por Derrida, por una parte, en el pueblo que firma no a través de su propio nom-bre pero por la mediación del nombre propio de un individuo concreto y, por otra parte, en la teoría que piensa esta paradoja, la filosofía política o la filosofía a secas de la modernidad, que acaba por volverse un hecho subjetivo. La política adquiere un pathos mientras la filosofía se hace patética, fonocéntrica. Mien-tras que el mandatario firma, y firmando él mismo se vuelve un acto performativo, virtuoso, público, el pensador se hace su pro-pio cuerpo reducido al pensamiento: ecce homo; en definitiva, la teoría se subjetiviza como el nombre del autor y todo autor, si bien debe tener una obra, sólo se entiende como biografía, autor y autoridad se confunden, sin igualarse, en un mismo oído: “Das eine bin ich, das andere sind meine Schriften”.

Esta proposición, «una cosa soy yo y otros mis escritos», frase de Nietzsche que sirve para significar el descentramiento de su vida con respecto a su obra, constituye toda una política de lo omino-so, de lo siniestro, de lo unheimlich, de lo mismo que se escucha dos veces distinto. Lo ominoso queda siempre allí, dando tum-bos, imborrable, porque el oído no dice, no habla, sólo escucha

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y está obligado siempre a escuchar, a causa de su impotencia para cerrarse, como hace el ojo, así mismo. El cuerpo, la carne de esta subjetivización, sea de la política o sea de la teoría, es el oído: la única entrada del cuerpo que, como recordaba Freud, no es libre de obturarse.

Si el oído es lo abierto, la firma es lo cerrado, el intento de taparse las orejas. Madison firma la constitución americana escuchando al pueblo estadounidense, como quien escucha la voluntad de dios, In God we trust, porque confía en Dios. ¿Pero cómo sabe que Dios confía en él? Lo sabe escuchando al pueblo, porque el pueblo es este permiso y se hace a partir de esta conce-sión. Pareciera no importar el reverso de esta inquietante idea: este pueblo que no habla pero que es escuchado queda atrapa-do, fundado, constituido por la firma de unos hombres de carne y hueso, que existieron y ya no existen ni existirán de nuevo. Retumbando por entre las generaciones futuras queda enton-ces la pregunta abierta, la pregunta que no puede cerrarse, “en Dios confiamos”, y que no puede resolverse sin desautorizar toda autorización, en fin, retumba en el infinito la pregunta que se vuelve muchas preguntas distintas: «¿Cómo se hace o se funda un Estado? ¿Y una independencia? t¿Y la autonomía de quien se da y funda su propia ley? ¿Quién firma todas estas autorizaciones para firmar?».

La autorización en última instancia es Dios, más allá de Él en nada puede apelarse. Pero en el infinito de la fundación moderna, en el universo descentrado, en el pueblo soberano pero desauto-rizado y laico, “Dios ha muerto”. Y, acaso no sea Dios otro nombre del padre. El “padre muerto”, para Nietzsche, no autoriza ni escu-cha, pues su nombre siempre es póstumo. Por el contrario, la lengua viva tiene la forma de la lengua materna, tejida de pala-bras de la madre al oído no informado del infante. Las orejas de Nietszche, él mismo nos dice, siempre fueron pequeñas como las de un niño. La formación, la educación verdaderamente for-mal [bildung] es la imagen viviente de la madre que entra por el oído: imagen fonocéntrica que, en su pasividad ominosa, penetra como sonido. En “la madre masculina”, la feminidad no se escu-cha. Nietzsche confiesa: «En mí mi padre está muerto, pero mi madre vive y envejece». El padre es letra muerta, de jure, lengua

muerta, latín, exégesis. La madre es lengua viviente, lengua materna que ama de facto y sin glosa.

La lengua que “vive y envejece” y no tiene pro-grama. Porque la tendencia gramática, la inclinación a la escritura, al protocolo, a la institución, tiene la forma del padre. Por ello la madre sólo puede escribir masculinamente, con el nombre del padre, con su ley. Por ello, además, la feminidad de la madre no tiene for-ma y es puramente fáctica, voces en la penumbra de las palabras del grammaticus, del profesor guía, del Führer. La mujer no fir-ma porque entra por el oído y se vuelve “la voz del pueblo”. Se vuelve el pacto secreto, el ombligo, el omphanlos, la piedra umbi-lical que une el oído (oto) con la vida (bio) y con el signo del padre (grafía). La mujer que no se debe escribir y que no puede firmar es el pacto constituyente de la vida que sobrevive en la muer-te del signo, gracias a que le es dado ocultar su significado.

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