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Carlos Lavado Sospechamos de Dios

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© Carlos Lavado Huarcaya

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A Kryon, por enseñarme a utilizar el cincel

y el martillo para tallar dentro de mí.

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¿Cómo les hace sentir saber que algún día, cuando la tierra simplemente sea una brasa quemada, en una distancia tem-poral más allá de su imaginación, ustedes y yo y los demás sigamos jugando juntos en el universo? ¿Pueden imaginar una cosa así? ¿Cómo les hace sentir saber que el núcleo de la rea-lidad del Amor y del universo es una cosa sencilla que ustedes han llamado amor? ¿Creen que existe un campo de conscien-cia medible a su alrededor? ¿Creen que existe un campo de consciencia que rodea a la humanidad? Efectivamente. Es lo que ustedes llaman la emoción del amor y la esencia de Dios. Les llega a través de velo, inalterable, y la sienten al nivel del corazón.

Kryon

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GLACIER BAY-ALASKA, JUNIO 2012

Mi verdadero nombre es un infrasonido compuesto de treinta y siete ondas acústicas,

que si un humano pudiera oír, sonaría como un canto largo y agudo; aunque para entendernos,

podéis llamarme Paikea. Nosotros hemos estado aquí desde el principio de los tiempos, cuando

la Tierra estaba habitada por animales ahora extinguidos. Nuestro hogar siempre fue el mar y,

a pesar de que somos mamíferos, a veces, sobre todo en la antigüedad, se nos confundía con

peces. Nosotros nos movemos por el mar, como los pájaros vuelan por los cielos, guiándonos

por campos electromagnéticos invisibles que son como autopistas para nuestros radares interio-

res. Mi especie, y también la de los delfines, ha existido desde siempre con un único propósito, y

este propósito ha sido el secreto mejor guardado a través de los siglos.

—¡¡¡Theeeeeeeeooooooo!!! —gritó Jack Gray con desesperación—,,

¡¡¡Theeeeeeeeoooooo!!!

En la antigüedad sellamos una alianza atemporal con los hombres. Esa alianza quedó graba-

da a fuego en vuestros espíritus y en los nuestros. Vosotros y nosotros evolucionaríamos juntos

para hacer de la Tierra el mejor planeta de todo el Universo. Eran los tiempos de mares abiertos,

cuando vosotros cogíais una barca y os adentrabais mar adentro sin temor ninguno. Nos encon-

trábamos en pleno océano y con un aire festivo celebrábamos reuniones de agradecimiento a

nuestra madre común: la Pachamama, o Gaia, como le llamáis ahora.

—¡¡¡Theeeeeoooooooo!!! —volvió a gritar Jack Gray—.

Theo subió las estrechas escaleras del yate de dos en dos, seguido de Lucía Ferrer. Detrás,

más despacio, el obeso y corpulento capitán medía cada peldaño como un octogenario, aunque

sólo tenía cincuenta años.

—Theo, ¡está aquí! —informó Jack Gray emocionado—.

—¿Lo estás grabando? —preguntó Lucía Ferrer con la voz agitada—.

—¡Grábalo!, ¡grábalo! —añadió el capitán de nombre Gunnar—.

—Espera que conecto los altavoces —dijo Lucía Ferrer—.

Pero con el correr de los siglos vosotros, los hombres, poco a poco fuisteis olvidando esta

alianza. Entonces conocimos al hombre, como la presa conoce al cazador. Empezasteis a cazar-

nos cada vez con armas más eficaces y nos vimos obligadas a alejarnos de la costa, cada vez

más, hasta olvidar qué era aquello de encallar voluntariamente como señal de saludo. Durante,

lo que nosotras conocemos como la época oscura, fuimos casi exterminadas. Nos vimos obliga-

das a ocultarnos en los más profundos abismos marinos y sólo ascendíamos para respirar.

—Enciende todos los hidrófonos —ordenó Lucía Ferrer en voz queda—.

—Están todos encendidos —respondió Jack Gray, y grabando—.

Lucía estaba sentada al lado de Jack Gray y de Gunnar, vigilando la radio, el editor de sonido,

los ecosondas, el sonar, el radar y todos los monitores de rastreo. Se giró buscando a Theo, y lo

vio. Éste yacía inmóvil mirando un punto indeterminado de la sala de monitores. Tenía los ojos

abiertos pero su mirada no estaba en este mundo.

—¿Theo? —susurró Lucía Ferrer—, pero Theo no se movió.

Sin embargo, desde el mismo momento en que sellamos la alianza ha habido hombres que en-

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tendían este acuerdo. Ellos podían sentir nuestra alma y, de alguna manera, podían aliviar nues-

tros pesares. Nos comunicaban, mediante canto, lo que iba pasando en tierra firme y nosotras

les contábamos secretos universales a sus oídos despiertos. Nuestra comunicación era fluida a

pesar de las dificultades. En todas las culturas antiguas existía uno de estos hombres, conocidos

como los payadores. Reconozco inmediatamente la energía de estos hombres, por eso sé, sin

ninguna duda, que tú eres uno de ellos.

—¿Theo estás bien? —preguntó Lucía Ferrer—.

Theo, completamente absorto en los cantos marinos, no respondió. Cerró los ojos y empezó

a tamborilear los dedos y a mover rítmicamente su cabeza inclinada a la derecha. Lucía, a pesar

del inmenso amor que le tenía, lo envidió; comprendió que Theo entendía esos cantos incom-

prensibles para todos los mortales.

—Lo estoy perdiendo… —dijo de pronto Jack Gray—. ¡Lucía, lo estoy perdiendo!

Yo Soy una ballena yubarta hembra, de treintaicinco metros y ciento setenta toneladas de

peso. Para mi especie, soy un ejemplar de singular belleza, a pesar de mi tamaño. Nací hace cua-

renta años en las cálidas aguas del mar colombiano, aunque pertenezco a todo el mundo. Mi vi-

bración, al igual que la tuya, es índigo. He viajado por todos los océanos y mares y no hay rincón

oceánico, por muy escondido que esté, que no conozca. Dentro de mi especie soy, lo que se

llamaría en tu mundo, una mística. Por eso sé que te has pasado los últimos años buscándome,

aunque yo he pasado todas mis vidas esperándote. Yo, al igual que los payadores en tu mundo,

puedo leer el alma de algunos hombres y a ti te conozco desde el principio de los tiempos. Sé

que por ahora no me entiendes, pero nos conocemos desde hace tantos siglos que tu energía

para mí es fácilmente reconocible. Tú también sabes de mí desde hace mucho, pero mucho

tiempo; puedes sentirme, aunque, a veces, no me puedas ver. Tú, aún no lo recuerdas, pero no

eres solamente hijo de hombre, y, en el fondo de tu ser, en lo más profundo de tu alma, sabías

que nos volveríamos a encontrar. ¿Para qué?, ha llegado el momento por el que tanto luchamos,

¡ha valido la pena, Theo!, todos los esfuerzos de tantos siglos no han sido en vano, ha llegado

la época de la gran celebración, ha llegado el tan esperado 2012. La Tierra ya está preparada.

La humanidad ya está preparada. Ha llegado el momento de recordar nuestra alianza y de que

vosotros sepáis la verdad. Ha llegado el momento de desvelar El Gran Secreto.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucía Ferrer—.

—No lo sé... —respondió Jack Gray—, se ha cortado.

—Arréglalo, Jack —se impacientó Gunnar— ¡Date prisa!

Se hizo un silencio de desesperación hasta que Theo abrió su boca por primera vez para decir

con su típico acento,

—¡Déjalo, Jaaack!, se ha marchado.

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UNO

I

Theo entró al crematorio acompañado por la médica, Kelly Branco. En silencio vio

como el cuerpo embalsamado de su madre era sacado del ataúd de madera y colocado encima

de una mesa preparada a tal efecto. Los hombres que manipulaban el cadáver miraron alrededor

y uno de ellos preguntó:

—¿Va a haber alguna ceremonia religiosa?

Theo, que miraba fijamente el cadáver amortajado de su madre, como si fuese una momia

egipcia, no contestó.

—No, respondió la médica Branco.

Los hombres, con mucho cuidado, introdujeron el cadáver a través de una rampa inclinada

en la cámara crematoria, construida con ladrillos refractarios. Cerraron la pequeña puerta, que

era tan gruesa como la caja de seguridad de un banco, y se dispusieron a iniciar el proceso de

cremación.

Por regla general, los cadáveres eran introducidos en el horno en ataúdes especiales o en

contenedores de cremación, pero en este caso, y por expreso deseo de la difunta, se iba a hacer

una excepción. No fue fácil conseguir la autorización para incinerar solamente el cuerpo em-

balsamado, pero la médica Branco se encargó de mover toda su influencia hasta conseguir la

autorización correspondiente.

El horno crematorio no era uno de esos sitios antiguos que utilizaban gas natural o propano

como fuentes de combustible. Éste era moderno, controlado por un ordenador dotado de siste-

ma de seguridad y cerradura blindada para su uso legal. Todo el proceso era controlado desde

una cabina especial, situada a la derecha de la puerta de entrada.

Uno de los operadores, después de cerrar la pequeña puerta del horno, se dirigió a la cabina

y realizó los ajustes necesarios para que la combustión fuese más eficiente. Después, se sentó a

esperar, aburrido de la rutina de la muerte.

Theo y la médica Branco permanecieron un rato en silencio. Theo estaba especialmente calla-

do, mucho más de lo que en él era normal. A la médica Branco siempre le había costado adivinar

las sensaciones de Theo. Lo conocía desde el mismo instante en que nació y lo había visto cre-

cer. No les unía ningún parentesco ni lazo sanguíneo, pero desde siempre, Theo le llamó tía Ke-

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lly, era como de la familia. El hecho de que la médica Branco no se hubiera casado nunca, pese

a su singular belleza, no había hecho sino aumentar el cariño. Con la madre de Theo, Ashlyn, le

había unido una profunda amistad. Se habían tratado como hermanas y se habían contado todos

sus secretos y cuando murió el padre de Theo, cinco años antes, por un derrame cerebral, la

amistad se había hecho aún más fuerte. La médica Branco era la única persona, aparte de sus

padres, que no veía una minusvalía en el problema de Theo; más bien, al contrario, ella y sus

padres decían que era una bendición de Dios. Theo también le quería mucho y cuando miraba

atrás, recordando su infancia, siempre estaba la tía Kelly en sus recuerdos.

—Será mejor esperar fuera —dijo la médica Branco—.

Salieron despacio, sin decir una palabra. El crematorio parecía haber sido diseñado por un

arquitecto vanguardista. Los pasillos y las salas de espera parecían esos lugares de esparcimien-

to de algún aeropuerto europeo. Había ventanas muy grandes por las que se podía ver la calle y

grandes jardineras en las esquinas. Todo era luminoso y acogedor, pensado para burlarse de la

tristeza de la muerte.

“Theo, sentémonos aquí”, —dijo la médica Branco, señalando una pequeña sala de espera—.

Theo obedeció en silencio. No lloraba, pero parecía bastante afligido. Se sentó y dirigió la mi-

rada al ventanal enorme a través del cual se podía ver la calle.

—Theo, hijo, mírame —le dijo la médica Branco, cogiéndole de la mano—. Tranquilo, estoy con-

tigo.

—Todos a quienes quiero, se mueeeren.

La médica Branco no supo qué decir, conocía tanto a Theo, que sabía que con él no valían las

frases hechas. Lo abrazó con fuerza y le susurró: “La tía Kelly está contigo, Theo. No estás solo”.

La médica Branco era hija de inmigrantes portugueses. Había nacido en Hawai y vivido toda su

vida en aquella isla paradisíaca. Estudió medicina y se especializó en ginecología y pediatría. Tra-

bajó en The Queen´s Medical Center hasta que se jubiló, hace más de diez años. Por la época en

que era jefa del Servicio de Maternidad conoció a los padres de Theo. Se cayeron bien e inme-

diatamente surgió una bonita amistad. Con Ashlyn Young, la madre de Theo, se volvieron amigas

inseparables y confidentes. Fue la médica Branco quien atendió a la madre de Theo durante el

parto, inclusive fue ella la que, tres años después, se dio cuenta de que Theo no se comportaba

de manera normal. Para Theo, la médica Branco siempre fue la tía Kelly, la cariñosa y amorosa tía

Kelly.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó la médica Branco—. ¿Ya has decidido algo?

—No lo sé… —contestó Theo muy despacio y sin dejar de mirar fijamente a la calle—. Había

pensado en rechazar la oferta, por mamáaa, pero ahora que está muerta, no lo sé, no lo sé, no lo

sé…

—Theo, tus padres lo que más querían en el mundo es que fueras feliz, y tú sólo eres feliz en el

mar. Piénsalo bien, es una decisión muy importante.

En ese momento, apareció uno de los operarios llevando en la mano una urna de cristal opaco.

De un modo calculado y ceremonioso, entregó la urna a la médica Branco, acompañada de un

certificado oficial de cremación. El operario recitó de memoria algunas recomendaciones para su

mejor conservación y la médica Branco agradeció su diligencia.

—Vámonos, Theo —dijo la médica Branco—.

La médica Branco entregó la urna a Theo y éste la cogió con sumo cuidado. Salieron a la calle

en dirección al aparcamiento. El día era precioso, con un sol en medio del cielo y una temperatu-

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ra muy agradable.

—Estos días le gustaban a mamáaa —recordó Theo—.

La médica Branco asintió con la cabeza. Caminaron los escasos cincuenta metros del aparca-

miento y subieron al coche.

—¿A la playa de Waikiki? —preguntó la médica Branco, por decir algo. Sabía la última voluntad

de Ashlyn Young—.

—Ese era el deseo de mamáaa.

La madre de Theo había dejado dicho que cuando muriera quería ser incinerada al estilo egip-

cio antiguo, y sus cenizas esparcidas en la famosa playa de Waikiki, en Honolulu. La primera vez

lo dijo al poco de la muerte del padre de Theo, pero como ni Theo ni la médica Branco le hicie-

ron mucho caso, les reunió a los dos y les hizo prometerlo.

La playa de Waikiki era un lugar demasiado comercial, pero era allí donde había conocido a

Bob Young, el padre de Theo, y era allí donde llevaba a Theo de pequeño. Sus mejores recuer-

dos estaban unidos a esa playa. Además, ella quería que sus restos se fundieran con el mar.

Sabía que el mar era todo para Theo y de alguna manera pensaba que así estarían unidos para

siempre.

Su muerte fue un suceso inesperado. Ashlyn Young siempre tuvo una salud de hierro. De he-

cho, no recordaba haber tomado medicinas casi nunca, curaba sus dolencias a base de ramas

que abundaban en la isla y de extrañas meditaciones. Era mayor, es verdad, pero tenía tanta vi-

talidad, que nadie pensaba que le estaba acechando la muerte. Se acostó un lunes, con la rutina

de todos los días, incluso hizo planes con Theo para el día siguiente, pero no se levantó. Se mu-

rió mientras dormía. El médico dijo que no había sufrido, que prácticamente no se había entera-

do, simplemente, partió. Por alguna ironía del destino, murió el mismo día y a la misma hora que

su marido, justo una semana después de cumplir setenta y cuatro años de edad.

La médica Branco condujo despacio y, casi media hora después, llegaron a la playa de Waikiki.

Aparcó a pocos metros de la línea de playa, en un lugar reservado para personas mayores.

La playa de Waikiki era un lugar de contrastes. Había hoteles, restaurantes, tiendas, lugares de

esparcimiento y discotecas -cerradas a esa hora- que contrastaban con la arena tan fina, que pa-

recía azúcar. El agua del mar era azul, tan trasparente, que se veía a los peces vagar perezosos y

confiados entre los surfistas; y los cocoteros daban al lugar un aire de belleza imposible.

Theo bajó del coche y se quedó mirando el mar, recordando los incontables momentos felices

que había vivido en ese lugar tan especial. En silencio, caminaron hasta Wizard Stones y luego

giraron a la derecha, buscando un lugar tranquilo y alejado de los turistas. Despacio, y cogidos

del brazo, descendieron a la playa. Se alejaron todo lo que pudieron de los bañistas hasta una

pequeña bahía que les estaba esperando. Theo se descalzó, se arremangó los pantalones hasta

la rodilla y se metió al mar con la urna que contenía los restos de su madre. Intentaba esquivar

las olas, aunque alguna le dio de lleno en el cuerpo. Abrió la urna y en silencio, sin pronunciar

palabra, esparció las cenizas de su madre. Parte de las reliquias, cayeron al mar, pero otra parte

las arrastró el viento elevándolas por el cielo, de la misma manera que, en ese mismo instante,

estaría elevándose el alma inmortal de su madre. Theo, a pesar de no saber expresar sus senti-

mientos, no pudo evitar que una lágrima resbalara por su mejilla.

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El chamán Kay llegó a Nueva York un domingo por la tarde. Eran los primeros días del

mes de octubre y ya se empezaba a notar el característico frío neoyorquino. En el aeropuerto, lo

esperaba un representante de las Naciones Unidas. Había sido invitado por la SEAT (Sociedad

para la Iluminación y la Transformación para una charla que llevaba por título, El Origen Espiritual

de la Ballenas.

La SEAT era una asociación cultural perteneciente a las Naciones Unidas y prácticamente des-

conocida para la gran mayoría de ciudadanos. Formaba parte del Consejo Personal de Recrea-

ción de las Naciones Unidas (UNSRC) y tenía como objetivo celebrar simposios, conferencias,

meditaciones, canalizaciones…, sobre temas de alguna manera complejos o controvertidos. Por

invitación de la SEAT, en los últimos años, habían hablado ante un reducido grupo de personas;

canalizadores de entidades espirituales, gurús, chamanes, algunos científicos alternativos y líde-

res espirituales. En el seno de esta asociación, la meditación era una práctica diaria y el debate

sobre temas como los extraterrestres, los ángeles, la Madre Tierra, el universo interdimensional

o la divina energía cósmica, eran el pan de cada día. Todos los invitados habían sido personas

con un compromiso grande en la evolución de la Tierra y con una conciencia de grupo que

dejaba al margen sus ambiciones personales. El sueño de prácticamente todos ellos era crear el

cielo en la Tierra a través de honrar, proteger y elevar a las personas del planeta, aumentando la

armonización con la consciencia divina y la sintonía con las dimensiones no físicas más allá de la

realidad conocida.

Zack Snyder, el representante de la SEAT tenía un cartelito en la mano que ponía Chamán Kay,

pero no le hizo falta levantarlo cuando lo vio aparecer por la puerta de salida. La vestimenta, un

poco inusual para Nueva York, pero, sobre todo, sus rasgos andinos, su piel cobriza y su peculiar

aire místico, le hacían inconfundible. Se acercó con la seguridad de saber que no se equivocaba.

—¿Maestro Kay? —preguntó en un español con leve acento mexicano—.

El chamán Kay se giró y lo observó. Zack Snyder era casi tan flaco como él, aunque más alto.

Tenía el pelo rubio y los ojos verdes, la piel clara y los labios finos. Sonreía tanto que parecía un

anuncio de pasta dental. Se esforzaba por mostrarse agradable.

—Sí —confirmó el chamán Kay—, soy yo.

—Zack Snyder, de la SEAT —repuso el rubio, extendiendo la mano—. Es un placer.

—Oh, ¿hablas castellano?, ¡qué bien! —añadió el chamán—. Mi inglés es muy malo.

—Me alegra que haya aceptado nuestra invitación. Nos sentimos muy honrados por su visita.

—Soy yo quien tiene que agradecerles la invitación.

—Le tengo reservada una habitación en un hotel de Manhattan. Hasta el martes yo seré su

guía.

—Gracias, pero no me gustaría causar tantas molestias.

—No son molestias —añadió Zack Snyder—. No se imagina con cuanto interés le esperan en la

SEAT.

Durante el trayecto a Manhattan fueron conversando sobre la ciudad de Nueva York, el clima y

los sitios típicos para visitar. El chamán Kay le confesó que era la primera vez que visitaba la gran

manzana –aunque no EE.UU- y Zack Snyder le prometió llevarlo a los sitios más interesantes. La

conferencia que debía dar en la SEAT estaba programada para el martes por la mañana.

—Tenemos lo que queda del domingo y todo el lunes para que usted conozca la ciudad—dijo

Zack Snyder—.

—Tutéame, por favor, somos casi de la misma edad.

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Zack Snyder lo dejó en el hotel y le prometió regresar para la cena. El chamán Kay se registró

en recepción y uno de los botones lo acompañó hasta su habitación en el piso quince.

Lo primero que hizo el chamán nada más cerrar la puerta de su habitación fue acercarse a la

ventana y extasiarse con las vistas de Manhattan. Salió al pequeño balcón y miró asombrado

la jungla de cemento y vidrio que le envolvía, tan diferente a su Ica natal. Desde su habitación

se divisaba todo Central Park con su lago y su pista de patinaje, sobresaliendo del el resto. La

ciudad en si era todo luz y color. El chamán se quedó pensativo. Esa ciudad también pertenecía

a su querida Pachamama, pero parecía otro mundo. Se quedó quieto en estado meditativo, ca-

vilando, pensando, hasta que perdió la noción del tiempo. El sonido del teléfono le sacó de sus

reflexiones. Era Zack Snyder que ya había regresado para ir a cenar.

Esa noche y todo el lunes, Zack Snyder hizo de guía. Lo llevó a conocer los sitios más im-

portantes de la ciudad: monumentos, museos y teatros fueron los primeros lugares visitados,

aunque al chamán Kay lo que más le interesaba era conocer a la gente. Se asombraba de tanta

variedad de razas, idiomas, y colores de piel… El chamán Kay convenció a Zack Snyder para

caminar sin rumbo fijo, por el simple placer de pasear y terminaron comiendo en rincones que

Zack Snyder ni siquiera se imaginaba que existieran, a pesar de que se ufanaba de conocer bien

la ciudad. Fueron horas muy agradables. El chamán Kay y Zack Snyder se dieron cuenta de que

se caían muy bien.

El martes, el chamán Kay se levantó temprano. Se duchó, afeitó y desayunó solo en la cafetería

del hotel. A las nueve en punto, Zack Snyder llegó a recogerle. Se saludaron con un fuerte apre-

tón de manos.

—¿Nos vamos? —dijo Zack Snyder—.

—Sí —respondió el chamán Kay.

Por el protocolo bastante estricto de las Naciones Unidas, el chamán Kay estaba vestido con

un traje azul marino y una corbata de color conservador. No llevaba ninguna clase de informa-

ción preparada, ninguna carpeta con su discurso ni cualquier otro tipo de apuntes. Nada.

Cogieron un taxi y, a pesar del tráfico, llegaron relativamente pronto. El edificio estaba situado

en el 46th Street, en la primera avenida. Aquel día, el cielo estaba nublado y en el momento en

que descendieron del taxi, una leve llovizna empezó a caer. El chamán Kay se quedó obser-

vando un momento el edificio. Le pareció enorme y con las banderas de los países miembros

ondeando aburridas. Lo primero que hicieron nada más entrar fue dirigirse al puesto de control

del FBI. Esperaron su turno y el chamán Kay, con su pasaporte en la mano, se acercó al agente

encargado de los trámites de seguridad. Se lo entregó y éste lo abrió. Era un pasaporte peruano

con muchos sellos de entrada y salida a EE.UU, el agente hizo algunas verificaciones de rutina y

le concedió el pase.

Dentro, les esperaba Lizue Zhang, presidenta de la SEAT, que le recibió con un fuerte abrazo.

Le dijo algo que el maestro Kay no entendió pero que Zack Snyder tradujo. Intercambiaron unas

cuantas palabras en una mezcla de inglés y español, y, después, la presidenta de la SEAT le invi-

tó a pasar directamente a la sala de conferencias número siete.

Yo me quedo por aquí, -dijo Zack Snyder, y se despidió momentáneamente del chamán y de

Lizue Zhang-.

A esa hora el edificio de las Naciones Unidas hervía de gente. Hombres y mujeres de diferen-

tes edades y culturas -el chamán Kay se imaginó que también de religiones-, caminaban de un

lado para otro. Todos parecían tener prisa, no corrían pero se notaba la sensación de urgencia.

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De camino a la sala de conferencias número siete pasaron por la famosa Sala de la Asamblea

General. El chamán se detuvo un momento y Lizue Zhang, al darse cuenta de su interés, le expli-

có la historia del lugar.

El chamán Kay sentía que estaba en el sitio y en el momento adecuados para transmitir los

conocimientos de sus antepasados. Se dio cuenta de que la SEAT era como un faro dentro del

materialismo de la ONU y se sintió un ser muy honrado. Agradeció mentalmente al espíritu de la

Madre Tierra por concederle esa oportunidad.

La conferencia tenía carácter privado. En la sala de reuniones número siete les esperaban alre-

dedor de quince personas, la mayoría eran delegados e invitados. Casi todos se habían sentado

en las primeras filas, salvo dos hombres de mediana edad, vestidos con trajes oscuros, que se

habían apartado un poco del resto. Al chamán Kay su presencia le resultó extraña. Ellos destaca-

ban de los demás, como destaca una mosca en la sopa.

Lizue Zhang cerró las puertas, esperó a que amainara el leve murmullo, y presentó al chamán

Kay como uno de los maestros espirituales más importantes de los últimos tiempos. Hizo un

breve recordatorio de cómo había sabido de su existencia y de la manera en que había contacta-

do con él. También les recordó a todos que, después de la ponencia del chamán Kay, seguiría el

turno de ruegos y preguntas. Pidió un aplauso para el chamán Kay y le cedió la palabra.

El chaman Kay se puso en pie, se acercó al atril de metacrilato y miró a todos los presentes,

una vez más, no pudo evitar fijarse en los dos hombres de traje oscuro, suspiró y empezó…

Theo fue concebido con amor. Nació un 7 de julio de 1987 en la superconciencia de las

almas gemelas. Sus padres, Ashlyn y Bob, habían perdido toda esperanza de procrear cuando,

un bien día, la ginecóloga les confirmó que iban a tener un hijo.

—¡Felicidades! —les dijo la médica Branco, y luego se dirigió a Ashlyn— Estás esperando un

hijo —miró a ambos y añadió—, tendrá lo mejor de los dos.

Ashlyn tenía cincuenta años de edad cuando quedó embarazada y Bob Young tres más.

Se habían conocido cinco años antes en un congreso de metafísica que extrañamente se ce-

lebró en la playa de Waikiki, y se enamoraron perdidamente y al instante. Se casaron a los po-

cos meses muertos de amor. Los dos habían permanecido solteros porque creían en el amor de

verdad, en el amor inusual y casi imposible de las almas gemelas. Cuando se vieron por primera

vez, supieron inmediatamente que la larga espera había acabado. No les hizo falta palabras ni

formalismos terrenales. Simplemente, se reconocieron. A ellos les gustaba decir que sus almas

se habían reencontrado. Y parece ser que era verdad, porque al poco tiempo de conocerse sa-

bían tanto el uno del otro como un matrimonio octogenario. Su amor estaba basado en algo tan

profundo como la identidad de almas. Era tan fuerte que, cuando salían juntos a pasear, alborota-

ban a las demás personas. La energía que desprendían como pareja sólo se explicaba desde el

amor más puro, desde una profunda y mística comprensión. Los dos decían que había merecido

la pena esperar tanto tiempo, que por un amor así podían esperar no una vida, sino mil vidas, si

hubiera sido preciso. Sólo había un problema, y era la edad.

Ashlyn tenía una edad en la que las mujeres están pensando en ser abuelas y no madres; y

Bob no era precisamente un jovenzuelo. Primero, acudieron al ginecólogo que de plano les des-

aconsejó tener descendencia. Les dijo que a su edad no sólo no era recomendable, sino peligro-

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so, tanto para la madre, como para el futuro niño, y más teniendo en cuenta que Ashlyn no había

sido madre antes. Después, acudieron a un especialista en la materia y éste, tras hablarles de

sus honorarios, les dijo que pensaran que a su edad apenas verían crecer a su hijo.

Ashlyn y Bob no se dieron por vencidos. Acudieron a cuanta clínica de fertilidad existía en

Hawái, sin lograr ningún resultado positivo. Desesperados, viajaron a California y Chicago bus-

cando un especialista que apoyara su loca idea, pero todos les decían lo mismo. Como última

alternativa, intentaron la fecundación “in vitro”, pero también fracasó. Los Young tenían una situa-

ción económica muy buena, así que viajaron por medio mundo, sin conseguir nada. Tener un hijo

de alguna forma se convirtió en una obsesión. El tiempo pasaba y Ashlyn se desesperaba. Sabía

que luchaba contra el tiempo. Su reloj biológico trascurría imparable. Desilusionados, regresaron

a Hawái y se resignaron a envejecer solos.

Así, pasó un tiempo sin esperanza, hasta que en una de sus visitas periódicas al ginecólogo,

Ashlyn conoció a la médica Kelly Branco. Congeniaron e inmediatamente se hicieron amigas. La

médica Branco poco más podía hacer desde el punto de vista científico, pero ella, al igual que

Ashlyn y Bob, devoraba literatura metafísica. Fue la médica Branco la primera en hablarles del

ADN magnético y del trabajo de una investigadora india sobre el rejuvenecimiento celular. As-

hlyn y Bob se empaparon del tema, leyeron todo cuanto pudieron encontrar sobre el ADN mag-

nético y el rejuvenecimiento celular y al final llegaron a la conclusión de que si quería quedar

embarazada sería por la vía de la autoiluminación. La médica Branco lo resumió en una frase. “Si

quedas embarazada, —le dijo a Ashlyn—, será por el amor tan grande que os une.”

Bob y Ashlyn se olvidaron de su obsesión de procrear. Hacían una vida normal, practicando

una vida sexual sana y activa. Cada encuentro sexual no era para ellos algo solamente físico.

Practicaban el sexo espiritual, basado en la fusión total del cuerpo y del espíritu, buscando la co-

hesión de sus dioses interiores a través de la energía del amor sexual. Se olvidaron del tema y el

tiempo fue pasando hasta que un día a Ashlyn no le vino la regla. Se lo comentó a Bob y ambos

estuvieron de acuerdo en que posiblemente sería la menopausia pero, después de un chequeo,

la médica Branco les dio la buena nueva. “¡Felicidades!”, —les dijo, con una sonrisa de oreja a

oreja—. “Estáis esperando un hijo.”

En la vida de Bob y Ashlyn de repente todo cambió. A partir de ese mismo instante, sólo la

primavera reinó en sus vidas.

A través de un sueño supieron que iba a ser niño. Con la ilusión de los padres primerizos, se

prepararon para la llegada de su hijo. La ilusión era tan grande, que Ashlyn se pasaba el día ha-

blándole a su vientre, diciéndole a su futuro hijo cuánto lo amaba. “Eres tiernamente amado, mi

niño”, decía, acariciándose el vientre. “Has sido engendrado con amor, y amor trasmitirás al mun-

do.” Bob, aficionado a la música desde muy joven, le cantaba óperas muy conocidas. Además,

le ponía cedés de sus músicos favoritos: Chaikovski, Beethoven, Mozart y Chopin. Theo, aún no

había nacido, pero jamás se esperó el nacimiento de nadie con más amor.

El nombre fue un pequeño dilema. Ashlyn quería un nombre más moderno, más a lo actor de

cine, pero Bob le convenció para ponerle el nombre de su padre, Theodore, aunque durante

toda su vida le llamarían Theo.

Theodore Young, nació en The Queen´s Medical Center, Hawái, el 7 de julio de 1987, a las vein-

titrés horas con once minutos. Nació con los ojos abiertos y la mirada inquieta, observando con

curiosidad de adulto cada detalle. No lloró cuando la médica Branco le dio la palmada en el culo.

Más bien exhaló un gemido que fue como un canto de cetáceo que nadie entendió. La médica

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Branco le auscultó y le hizo todas las revisiones necesarias sin encontrar nada fuera de lo nor-

mal. “¡Felicidades!”, —le dijo a Ashlyn, acercándole su hijo—. “Tienes un niño precioso.”

Ashlyn sabía que el primer contacto con su hijo era fundamental. Mirarle a los ojos y darle la

bienvenida a la prueba de la vida era lo que ella pensaba hacer. Pero cuando le clavó la mirada,

sintió la fuerza del universo empozado en esos pequeños ojitos de color caramelo. Supo, sin nin-

guna duda, que su pequeño niño era un ser especial. Theo empezó a llorar, a llorar de verdad,

a todo pulmón. Ashlyn entendió que su llanto era su saludo. “¡Hola, mi niño!”, —le respondió—.

“Yo también me alegro de volver a verte”. Todo el personal médico, que en ese momento pre-

senciaba el acontecimiento, no entendió nada. Para ellos, era el comportamiento estrafalario de

una ricachona con pintas hippies. Solo la médica Branco, Bob y Ashlyn supieron que a la Tierra

acababa de regresar un ser muy especial.

Theo creció bajo el manto protector de su dulce madre y de su comprensivo padre. Como

cualquier niño occidental tuvo todo lo que los niños desean tener. Lo sacaban a pasear. Lo

llevaban al parque para que se sociabilizara con otros niños, pero había algo raro en su compor-

tamiento. Algo que a Bob y a Ashlyn les asustó al principio. Mientras los demás niños jugaban,

Theo permanecía alejado, sumido en su mundo particular. En el parque no se mezclaba con

otros niños para jugar con la arena o hacer alguna travesura. Él permanecía apartado, casi siem-

pre mirando fijamente un punto del firmamento. Además, tenía serias dificultades para interpre-

tar sus emociones. Ni Ashlyn ni Bob recordaban haberle escuchado decir: “te quiero”, tampoco

les había dado un abrazo, un simple y común abrazo.

Se lo contaron a la médica Branco y ésta le sometió a algunos análisis y test. Después de un

tiempo, que a Ashlyn y Bob les pareció eterno, la médica Branco les dio su diagnostico: “vuestro

hijo padece el Síndrome de Asperger”, les comunicó. Se les cayó el mundo encima. “¿Síndrome

de Asperger?”, se preguntaron los dos con miedo. “¿Qué es eso del Síndrome de Asperger?”. La

médica Branco les explicó con mucha paciencia que el Síndrome de Asperger es una variable

del autismo, aunque de carácter más leve.

—Los niños con Síndrome de Asperger tienen dificultades para interpretar sus emociones —les

dijo—. De ahí que nunca os haya dado un abrazo o un beso. Las relaciones sociales posiblemen-

te sean lo que peor llevan. Tienen serias dificultades para relacionarse con los demás, —conclu-

yó—.

La primera reacción de Bob y Ashlyn fue de miedo. Realmente, se asustaron. Ellos, por simple

desconocimiento, asociaban el Síndrome de Asperger con algún tipo de retraso o minusvalía

mental. Creían que su hijo no se iba a poder valer por sí solo en la vida y que estaría condenado

a ser una persona dependiente, en espera de ayuda hasta para las necesidades más simples.

—No, —les explicó la médica Branco—. El Síndrome de Asperger también es conocido como

el Síndrome del Genio. Estos niños suelen tener habilidades fabulosas e incomprensibles para

la gente como nosotros. —les contaba la médica Branco—, se dice que Einstein, Miguel Ángel y

otros más fueron Asperger.

—Pero, pero… —tartamudeaba... Ashlyn—. Desde el momento que lo llaman síndrome será por

algo…

—Por lo que os he explicado, —respondió la médica Branco—. El problema de los Asperger es

que no saben sociabilizarse. Su mente funciona de una manera distinta a la nuestra. Por ejem-

plo, no pueden mentir. Su mente no está diseñada para decir mentiras. Hay algunos médicos

holísticos, que dicen que son seres puros, que son el siguiente paso evolutivo. Sea como fuere,

15

Carlos Lavado Sospechamos de Dios

para que ellos mientan tienen que aprender y hasta practicar. Otra cosa, no entienden de ironías,

sarcasmos, doble sentido, sentido figurado, dobles intenciones en el lenguaje... y esas cosas

tan comunes. Para ellos todo tiene que ser literal.

—¿Cómo literal? —preguntó Bob—. ¿A qué te refieres?

—Por ejemplo, uhmm, uhmm…, Ah!, sí. Si decís: “me muero de risa”, Theo no lo entenderá. Su

mente no podrá entender que se muera de risa. Tendréis que enseñarle que es una frase hecha,

que significa estar bien, a gusto, contento. Otro ejemplo: “estoy muerto”. Será imposible que lo

entienda, deberéis explicarle que significa estar muy cansado. Y así con las ironías, sarcasmos,

dobles sentidos de las palabras…

Ashlyn se llevó las manos a la cara y Bob estaba muy afectado. La médica Branco les consoló.

—Me he informado en otras fuentes, —añadió la médica Branco, y Bob y Ashlyn entendieron

que se refería a la metafísica—, de que los Aspergers tienen mucho que enseñarnos; nosotros

a ellos no; ellos a nosotros. Su mente funciona en círculo, o para decirlo de manera científica:

de forma cuántica. Los Asperger son capaces de encontrar un orden en el caos más absoluto,

soluciones donde nosotros sólo vemos problemas o sonidos donde para nosotros sólo reina el

silencio más opaco. Los Asperger suelen estar dotados de alguna habilidad muy grande. Y si

queréis que os sea sincera, me muero por saber cuál es la habilidad de Theo.

Theo tenía tres años cuando le diagnosticaron el Síndrome de Asperger. El diagnostico a tan

temprana edad ayudó a que recibiera una educación apropiada. Fue a un colegio especial, dirigi-

do por un ex monje tibetano, reconvertido a maestro. El colegio tenía un nombre pomposo “Los

Elegidos”; sin embargo, el trato que recibían los alumnos hacía honor al nombre.

Theo recibió una educación poco convencional. Los profesores se dieron cuenta de que se in-

clinaba más por las ciencias que por las letras. A los seis años trabajaba las matemáticas con mu-

cha facilidad. A pesar de su edad, resolvía mentalmente, sin dificultad, multiplicaciones de diez y

doce cifras, y cuántas más cifras tenía la multiplicación, más fácil parecía resultarle, aunque había

un problema, no sabía responder cuánto son dos más dos.

A esa edad, un domingo de primavera, lo llevaron por primera vez a un parque acuático y Theo

se quedó prendado de la ballena del espectáculo. Durante el transcurso de ese año, no menos

de cien veces volvió a ver la misma exhibición. Ashlyn se sabía el número de memoria y hasta las

cuidadoras y el personal del parque le trataban con familiaridad. Theo, absorto, sólo tenía ojos

para la ballena. A esa edad decretó su futuro.

—Mamáaa —le dijo una tarde, mirando fijamente el estanque donde nadaba el cetáceo—. De

mayor quiero ser cuidador de ballenas.

Ashlyn se lo contó a Bob y llegaron a la conclusión de que era cosa de niños. Pero al día

siguiente en el desayuno, Theo soltó sin venir a cuento: “Ballena, mamífero marino, el más gran-

de la de la tierra. Necesitan respirar para vivir. Tienen grandes pulmones. Respiran a través de

orificios en la cabeza. Las hembras son más grandes que los machos. Saben cantar. En algunos

países…”

—Theo, hijo, ¿dónde has aprendido eso? —le preguntó Ashlyn—.

—Ballenas amigas, ballenas amigas, ballenas amigas…

No pudieron sacarle más información. Se imaginaron que Theo había leído la información en

internet o en algún libro, pero no tenían ningún libro de ballenas en casa, y a la red se conectaba

vigilado siempre por sus padres. No llegaron a descubrir nunca cómo Theo sabía tanto sobre

esos animales.

16

Carlos Lavado Sospechamos de Dios

A partir de aquel día, Theo empezó a devorar literatura sobre los mamíferos marinos, especial-

mente ballenas y delfines. Leía, con avidez de científico trastornado, cuanto libro le caía en las

manos. Los años pasaban, Theo iba creciendo, y la información se hacía más profunda. Llegó el

día en el que los libros eran sólo información teórica y buscó información visual, videos, princi-

palmente. Pero al poco tiempo, los videos también se le quedaron pequeños y, buscando, escu-

chó la primera grabación sobre el canto de las ballenas. Aquel día se le quedó grabado a fuego

en su memoria, 12 de junio y tenía doce años.

Escuchar el canto de las ballenas se volvió una obsesión. Se pasaba horas y horas escuchando

un sonido incomprensible para Bob y Ashlyn. A veces, con los cascos puestos, Ashlyn le veía llo-

rar, llorar de verdad, con un sentimiento de haber perdido algo o a alguien. Ashlyn no recordaba

haberle visto llorar. Theo jamás expresaba sus emociones a través del llanto, pero con el canto

de las ballenas se trasformaba.

Para Theo las ballenas eran su mundo y su problema era no tener tiempo suficiente para

escucharlas. Para sus padres, en cambio, el problema era la dicción de Theo. Éste hablaba

arrastrando las aes y las íes y a veces la o, y a menudo hacía pausas o lagunas tan largas, que

desesperaban a su madre. No era un tartamudeo normal. Era como si en su cabeza tuviese toda

la idea y quisiese expresarlo de golpe, no palabra por palabra, y al no poder hacerlo, se deses-

peraba y arrastraba esas vocales. Sus padres lo llevaron a logopedas y especialistas en dicción.

Con mucho trabajo, mejoró, pero, a veces, sobre todo cuando estaba nervioso, arrastraba la letra

“e” y hasta el final de sus días habló con pausas, cada vez más cortas, pero que dificultaban el

entendimiento.

Bob, por esas fechas, empezó a llevarle a la playa primero y, después, en un velero, mar aden-

tro. Theo esperaba el fin de semana como un niño espera su regalo de reyes. El mar, para él, era

como su casa. Se podía pasar horas y horas mirando simplemente el agua.

—Hijo, ¿qué miras? —le preguntaba Bob—. Es sólo agua y más agua.

—Agua tiene vida —respondía Theo, sin dejar de mirar el mar abierto—.

Bob no entendía, sabía que su hijo había nacido en la superconciencia, y que él, a su lado, era

como un bebé. Fue Bob quien descubrió, justo un año antes de morir, que Theo tenía un oído

extremadamente agudo.

Lo descubrió un día, por casualidad. Era sábado. Bob y Theo estaban arreglando el jardín de

casa. Bob podaba los rosales y cortaba el césped, Theo. De repente, éste se quedó quieto un

momento, apago la máquina de cortar el césped, se llevó las manos a la cabeza y empezó a gri-

tar. Bob se acercó corriendo, sin saber qué hacer.

—Theo, Theo, ¿qué te pasa? —preguntó, sobresaltado—. Hijo, ¡¿qué pasa!?

Theo gritaba, mirando el cielo y la tierra. Extrañamente, los perros de los vecinos empezaron

a aullar y algunos gatos, que dormían perezosos entre los arbustos, saltaron despavoridos. Los

pájaros se alborotaron y levantaron vuelo todos a la vez. Bob no sentía ni veía nada, intentó tran-

quilizar a Theo, cuando un temblor de tierra les sacudió. Duró sólo veinte segundos, y después

Theo se quedó tranquilo, sentado en el césped.

Bob, sospechando qué podía ser, habló con la médica Branco, y ésta lo llevó al mejor especia-

lista de Hawái. El especialista, después de mil pruebas, dio su veredicto.

—No me preguntéis cómo, porque ni yo me lo explico, pero lo cierto es que Theo tiene un oído

parecido al de los lobos —dijo, y luego se quedó en silencio, como no atreviéndose a decir lo

siguiente—. Puede escuchar el latido de un corazón a quince kilómetros.

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Carlos Lavado Sospechamos de Dios

A Bob y Ashlyn ya nada parecía sorprenderles. Theo era diferente, eran tan diferente que,

incluso dentro de un colegio para gente diferente, era el más diferente de todos. Los profeso-

res hablaban de él con una mezcla de sorpresa, veneración y preocupación. Se dieron cuenta

de que lo lineal le aburría, pero lo abstracto le incentivaba. Además, para su edad, leía libros de

ciencia altamente especializados: teoría del caos, física cuántica, teoría de las supercuerdas.

Aunque, como siempre, su tema favorito eran las ballenas.

Bob murió cuando Theo tenía quince años. “Cuida de tu madre”, fue lo último que alcanzó a

decirle. La muerte de su padre le dolió en el alma, pero Theo no encontró la forma de expresar

su dolor.

Se encerró más en su mundo aunque hacía un esfuerzo enorme por ser cariñoso con su ma-

dre. Él se daba cuenta de que era diferente y a menudo preguntaba a su madre el por qué, sin

encontrar una respuesta satisfactoria. Ashlyn, Theo y la tía Kelly se unieron mucho más.

Theo terminó el colegio con calificaciones inigualables. Él lo tenía clarísimo. Quería ser biólo-

go marino. Se matriculó en el Instituto de Biología Marina de Hawái en donde inmediatamente

se dieron cuenta de que sus habilidades eran innatas. Con su acento extraño, su anormal forma

de hablar, aunque sólo arrastrando la letra e, debatía de igual a igual con expertos, con años de

experiencia. Se graduó con honores como biólogo marino y se especializó en mamíferos oceáni-

cos, especialmente ballenas y delfines.

Se convirtió en todo un hombre sensato y sereno. Tenía los ojos de su padre, la nariz y los

hoyuelos de su madre y, seguramente, el corazón tan grande como el de una ballena. Llegó a

ser de talla media, contextura normal y apellido común, pero todo lo normal que era físicamente,

contrastaba con lo inusual de su esencia. Era un Asperger en la pureza de la superconciencia.

El Instituto de Biología Marina de Hawái lo contrató para estudios de campo relacionados con

los depredadores marinos, aunque con la promesa de que en el futuro enfocarían su trabajo en

las ballenas. Durante ese tiempo trabajó en Coconut Island y en la maravilla de sus arrecifes de

coral. Si Theo no logró ningún ascenso fue por su problema para relacionarse con los demás.

Aún así, se sentía muy contento trabajando en lo que le gustaba.

Durante el segundo año en el Instituto, se enteró de que el Glacier Bay National Park, en Alas-

ka, estaba buscando gente, concretamente, biólogos marinos, para un estudio sobre la impor-

tancia de las ballenas en el mundo actual y, otro, sobre un Programa de Monitoreo de la Ballena

Yubarta. Theo supo que era el trabajo que siempre había soñado. Pero no podía marcharse,

había prometido cuidar de su madre.

Meses antes de morir, y de forma más o menos fortuita, Ashlyn se enteró de que Theo estaba

renunciando a su sueño, por acompañarle. En secreto, envió toda la documentación que pedía

Glacier Bay National Park y hasta falsificó la firma de su hijo. El currículo de Theo era tan bueno

que el Parque Nacional lo aceptó de inmediato.

Al enterarse de lo sucedido, Theo se alegró, pero se negó a ir. “Prometí a papá cuidar de ti”,

dijo a modo de explicación. La intervención de la tía Kelly tampoco logró cambiarle de opinión.

Por mucho que insistió su madre, Theo se mantuvo firme en su decisión. Jamás se hubiese

marchado a Alaska dejando sola a su madre, pero Ashlyn un día se acostó, y no se levantó más.

Después de incinerarla y regar sus cenizas por el mar, Theo supo que tenía que buscar su sueño.

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Carlos Lavado Sospechamos de Dios

“Buenos días. Soy Alipio Huari Huilcapoma, aunque todos me conocen como chamán

Kay. Nací hace 54 años en el desierto de Nazca, en Perú. Soy el último Guardián de la Piedras

Sagradas de Ica y hoy vengo a trasmitirles un mensaje muy importante.

Mi linaje procede de los antiguos Nazcas, de hombres que estudiaron las estrellas y que lo de-

jaron grabado en el suelo. Mis antepasados vivieron en armonía con todo lo que les rodeaba. De

generación en generación trasmitieron el respeto a Pachamama y la manera correcta de honrar-

la.

Entre mis antepasados había un hombre que era conocido como el Guardián de las Piedras

Sagradas y su misión, no sólo era protegerlas, sino, y, sobre todo, preservar su sabiduría.

Las Piedras Sagradas de Ica son la biblioteca lítica de la Tierra. En ellas está escrita toda la his-

toria de nuestro planeta, desde el instante cero, cuando la Tierra no era más que una chispita, en

un tiempo todavía por existir, hasta la época actual. En estas piedras está grabada la historia de

una alianza atemporal que rubricaron los hombres, las ballenas y sus hermanos pequeños: los

delfines. Esta alianza se firmó cuando la Tierra era todavía un planeta joven.

Señores, entiendo que lo que les estoy diciendo es difícil de creer. Lo que les voy a contar será

tan increíble que, de hecho, se negarán a creerlo; pero es verdad. Toda la información que voy

a pasar a narrarles no es el mito de pueblos indígenas, incultos. Esta información, señores, es

la historia de una alianza que está grabada, desde tiempos inmemoriales, en las piedras de las

cuales yo soy guardián.

Las ballenas y delfines son seres de energía. Ellos están conectados con nuestros hermanos

mayores, los que vinieron de Sirio y de las Pléyades. Las ballenas y delfines no tienen esa for-

ma física en su lugar de origen, simplemente es la forma que adoptaron para venir a la Tierra.

Son mamíferos pero viven en el mar, así que, no es casualidad que escogieran el océano como

su hogar. Recuerden que son seres de energía y, como tales, necesitan del mar para evadir las

energías negativas. En su caso, el agua actúa como aislante.

Las ballenas son parte viviente del actual sistema de rejillas y contienen en su ser toda la his-

toria de la Tierra. Para todos los pueblos sabios de la antigüedad son sagradas por esta razón.

Los delfines tienen una función diferente y es ayudar al hombre en su proceso evolutivo. Durante

siglos, la pedantería del ser humano los ha visto como simples animales a los que se podía dar

cazar. Pero desde el plano espiritual, todos los hombres somos conscientes de la importancia de

las ballenas. Por eso es que el ochenta por ciento de los países las protegen. Incluso, países que

no tienen mar. La explicación es muy simple, intuitivamente, nosotros, los humanos, sabemos

que estas criaturas deben permanecer intactas en el planeta.

Señores, la información que hoy les transmito puede ser nueva para ustedes, pero no para

las culturas antiguas. Los mayas lo sabían, los hopi lo sabían -bueno, ellos lo saben-, el I Ching

lo narra, figuradamente; igual que Jonás y la ballena, en la biblia. En la actualidad, hay pueblos

indígenas en Australia, Nueva Zelanda y Hawái, que practican una comunicación telepática con

las ballenas. Estos hombres se llaman a sí mismos, payadores, que no son más que soñadores

de ballenas u oradores telepáticos con las ballenas. Los payadores tienen el poder de hablarles

y conectarse con ellas; y las ballenas les trasmiten conocimientos que son clave para la estabili-

zación de la biosfera.

Señores, estamos viviendo el periodo más importante en la historia de la Tierra. Estamos muy

cerca de lo que las culturas antiguas llamaban el nuevo sol, y, que no es otra cosa, que el tan es-

perado 2012. Las Piedras de Ica, de las que yo soy guardián, hablan de que las ballenas abrirán

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Carlos Lavado Sospechamos de Dios

su memoria y contarán la historia de la Tierra, en un profundo mensaje a la humanidad. Descri-

ben la llegada de un Ser Puro, lleno de luz y exento de mezquindad humana. Ese ser tendrá el

potencial, no sólo de entender el mensaje y descifrarlo, sino de trasmitirlo.

Antes de terminar, quiero recordarles, que sin ballenas, no hay mensaje. Sin ballenas, se borra-

rá la memoria de la Tierra, sin ballenas, somos como amnésicos del tiempo. Por eso, ¡protejamos

a las ballenas! No podemos permitir que Japón, Noruega e Islandia las cacen, indiscriminada-

mente. Ustedes pueden hacer mucho sobre este tema y les insto a actuar. No se imaginan cuán

importante es este asunto para Pachamama. La muerte de tantas ballenas altera el equilibrio de

la Tierra y ante eso no podemos cruzarnos de brazos.

El nuevo sol está tan cerca, que toda la Pachamama se está preparando para un acontecimien-

to único en el universo. Vivimos una época de grandes cambios, pero también de celebración.

Vivimos la época pronosticada por los mayas y en nuestras manos está hacer de este planeta el

mejor del universo. Gracias.”

Cuando el chamán Kay terminó de hablar, se hizo un silencio extraño. Todos se que-

daron muy quietos, sin mirarse siquiera entre ellos. Se escuchaba hasta el run run de los pensa-

mientos. Alguien carraspeó y otro preguntó:

—Perdóname que sea un poco escéptico, y tampoco sé si he entendido bien, pero, ¿has des-

crito a las ballenas como seres energéticos, místicos, casi con inteligencia?

—Sin el casi —respondió—. La pregunta fue realizada en inglés. El chamán Kay se ajustó el au-

ricular de la traducción, esperó unos segundos la pregunta en español y respondió, muy seguro.

Aunque su inteligencia es diferente a la nuestra. Ellos, hablo de las ballenas y de los delfines, a

través de los océanos, están energéticamente unidos a la consciencia de Pachamama. De he-

cho, sienten más respeto por la Pachamama que nosotros. Son muy inteligentes, aunque tienen

una consciencia diferente a la nuestra y eso hace que su comportamiento nos parezca incom-

prensible.

—Si no he entendido mal, —dijo otro de los presentes, también en inglés— explicas que hay

ciertos hombres llamados payadores que tienen el poder de hablarles.

—Es verdad —respondió el chamán Kay y esperó que el traductor hiciera su trabajo—. La

comunicación con las ballenas no es nada extraño para los pueblos de la antigüedad. Pregun-

tadles a los hopi, a los mayas, a los maoríes, a los habitantes de la Patagonia; y todos les dirán lo

mismo: las ballenas son la Biblioteca de la Tierra. Ellas se han estado comunicando con nosotros

desde tiempos inmemoriales. Tenemos, por decirlo de alguna manera, un destino común.

—¿Cómo puede ser posible? —preguntó la presidenta, Lizue Zhang—. Es decir, cualquier comu-

nicación con los animales es científicamente imposible.

—Es nuestro ego el que lo ve imposible. Nos creemos tan superiores que jamás nos paramos

a pensar en la energía que emanan ciertos animales. Y el secreto está ahí: en la energía. Lo que

las ballenas trasmiten no son palabras, ni pensamientos… ¿en qué lenguaje lo trasmitirían?, ¿en

el lenguaje ballenero?, ¡no! Lo que las ballenas trasmiten son paquetes de energía que algunas

personas tienen capacidad de decodificar. El cerebro de una ballena es más grande que el del

ser humano y les aseguro que eso no es por su tamaño. Ellos, ballenas y delfines, son seres de

energía y, como tales, les resulta fácil enviar grupos de energía para que ciertos humanos lo de-

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Carlos Lavado Sospechamos de Dios

codifiquen. El problema es que la mayoría de humanos no estamos preparados para captar esa

energía. Hace falta una sensibilidad que ninguno de nosotros tenemos.

El auditorio estaba expectante. El chamán Kay realmente había logrado captar el interés de

los oyentes. Salvo el interés de los dos hombres de traje gris oscuro, que un poco apartados del

resto, observaban inquietos.

Los oyentes estaban sentados en las primeras filas. Había unos quince, sin contar a los traduc-

tores ocultos detrás de un cristal inclinado que recorría toda una pared. La traducción se hacía

en los siete idiomas autorizados por las Naciones Unidas.

—Has hablado de una gran alianza… —dijo una mujer elegantemente vestida y con fuerte acen-

to argentino—. El chamán Kay entendió, pero esperó la traducción para los demás, —entre los

hombres y las ballenas, ¿Podrías explicarnos más sobre este tema, por favor?

—Las Piedras de Ica de las que yo soy guardián, cuentan que al principio de los tiempos los

hombres y las ballenas formamos una alianza. Ellas se encargarían, por decirlo de alguna mane-

ra, de cuidar la Rejilla Cristalina de la Tierra y nosotros evolucionaríamos en consciencia. Cada

paso dado por la humanidad hacía que Pachamama o Gaia aumentara su vibración. El reto era

que los hombres y las ballenas, conjuntamente, lográsemos hacer de la Tierra un planeta equili-

brado, o lleno de luz, si quieren decirlo místicamente.

—¿Qué es la Rejilla Cristalina de la Tierra? —preguntó en francés un delegado negro, vestido

con traje y turbante—.

El chamán Kay esperó la traducción y contestó.

—La Rejilla Cristalina de la Tierra es la memoria del planeta. Recuerden que, según la ciencia,

los cristales tienen la facultad de guardar información y la Rejilla Cristalina lo que hace es alma-

cenar toda la información de la historia de la Tierra, desde el instante cero hasta ahora. Por eso

es que las ballenas conocen la historia de la Tierra. De alguna manera, se puede decir que la

Rejilla Cristalina es la biblioteca y las ballenas los bibliotecarios.

—¿Usted se comunica con las ballenas? —preguntó la argentina elegante, en español—.

—No, lamentablemente no soy un payador. —respondió el chamán, sin esperar la traducción

para los demás asistentes—.

—Según las piedras, hay una persona que tiene la capacidad de entender a las ballenas,—pre-

guntó la presidenta, Lizue Zhang—. ¿Se sabe quién es?

—No —respondió el chamán Kay— pero si las piedras no se equivocan, ¡y no se equivocan!, ya

ha nacido.

—¿Por qué ahora? —preguntó otro delegado, que había permanecido en silencio—. Si las balle-

nas se llevan comunicando con las personas desde hace siglos porque sale a la luz precisamen-

te ahora.

—Sin duda, estamos viviendo los años más importantes en la historia de la Tierra—respondió

el chamán— Estamos muy cerca del nuevo sol. La humanidad de ahora no es la misma que hace

un siglo, y ya no digo tres, cinco o diez siglos. Ahora, la humanidad tiene más consciencia global.

Esa consciencia es energía y esa energía es captada por las ballenas. ¿Por qué ahora…? —recal-

có el chamán Kay—porque, por primera vez, la humanidad está preparada para el Gran Aconte-

cimiento de 2012, pero antes de que llegue el evento del 2012 nosotros tenemos que conocer

nuestra propia historia.

En ese momento, la presidenta de la SEAT se puso de pie y lamentó que el tiempo hubiera fi-

nalizado. “Fuera está esperando otro grupo para ocupar esta sala”, dijo, como explicación. Todos

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Carlos Lavado Sospechamos de Dios

los presentes se despidieron con un apretón de manos, incluso, algunos, entre ellos la argentina

elegante, le pidió al chamán las señas para contactar con él. Los hombres de traje gris abando-

naron la sala sin hablar con nadie.

Zack Snyder apareció por uno de los pasillos y a una distancia prudencial, observaba al cha-

mán Kay. Una vez que todos estuvieron fuera, un grupo de siete personas arrastró al chamán a la

cafetería en donde le siguieron bombardeando a preguntas.

Sonó el teléfono. Una vez, dos veces; a la tercera, lo cogió. Levantó el auricular y se

quedó en silencio. Durante aproximadamente treinta segundos, ninguno habló. Después, una

voz ronca sonó al otro lado del teléfono.

—Ha empezado —dijo el hombre del traje gris oscuro—. Se ha empezado a filtrar la informa-

ción.

—¿Qué ha dicho?

—Por ahora sólo información superficial —respondió—. Nada que no podamos solucionar si

actuamos ya.

—Les ha hablado de la Anomalía.

—Sí.

—¿Se lo han creído? —preguntó el hombre que, a juzgar por su voz, era mayor—.

—Han reaccionado con escepticismo, pero también con curiosidad —respondió el hombre del

traje gris oscuro—.

—Se nos está escapando de las manos —pensó el hombre mayor en voz alta—. Hace un mes,

Lucía Ferrer y, ahora, el chamán Kay.

—¿Qué hacemos? —apremió el hombre del traje gris oscuro—.

—Vigiladlo —respondió con autoridad—. No hagáis nada sin que lo ordene y mantenedme

informado.

Colgó el teléfono y se quedó mirando por la ventanilla del avión privado. Era un hombre alto,

de unos 65 años. Tenía el pelo completamente blanco, los ojos claros y la piel tan blanca, que

parecía peleado con el sol. Llevaba puesto un traje exclusivo, no de ricos, sino de gente que

mira a los ricos por encima del hombro. Estaba en el despacho de su avión privado, mirando por

la ventanilla, pero su cabeza estaba en Nueva York, en la ONU.

—Hilary —llamó a través del intercomunicador inalámbrico—.

La secretaria entró. Era una mujer joven, enormemente guapa y con una figura escultural. Tam-

bién vestía de diseño.

—Convoca a la Élite, ¡Urgente! —ordenó, mirándola fijamente—. A ser posible, para mañana

mismo.

—¿Dónde siempre? —preguntó la secretaria—.

—¿Qué tenemos en la agenda para mañana?

—Desayuno con el presidente griego y, a las dos, reunión con el primer ministro inglés.

—En Atenas —ordenó—. Convócala en Atenas.

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