1638. Doscientos gansos salvajes
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Desde que en 1171 Enrique II Plantagenet (padre de los legendarios Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra)
invadió la isla, Irlanda había quedado bajo el yugo de la monarquía inglesa, aunque con un dominio más aparente que
real, porque hasta finales del siglo XVI los dominios del rey inglés sólo abarcaron realmente el área que rodeaba a la
ciudad de Dublín, conocida como la empalizada. La ruptura de Enrique VIII de Inglaterra con la iglesia católica por
un asunto matrimonial y reproductivo, acabó por generar otra división más en la isla. A 250 años de conflicto político
se unía ahora un conflicto religioso entre católicos y anglicanos.
En 1594 los líderes gaélicos del Ulster, Hugh Roe O'Donnell de Tir Chonnaill y Hugh O'Neill de Tir Eoghain,
conocidos en inglés como Tyrconnell y Tyrone, se alzaron contra el dominio isabelino inglés en sus tierras del Ulster,
pidiendo ayuda a la más poderosa monarquía católica europea. El 21 de septiembre de 1601 llegaba a Kinsale un
contingente español de 3.500 hombres al mando de Juan del Águila y Arellano, enviados por Felipe III para apoyar a
los católicos irlandeses. La fuerza castellano-irlandesa se enfrentó con el ejército inglés el 3 de enero de 1602, pero el
desastre de coordinación condujo a una aplastante victoria inglesa en la que perdieron la vida 1.200 irlandeses y 100
soldados españoles. El día 12 Juan del Águila capituló con unas condiciones sorprendentemente honrosas -la
monarquía inglesa no quería una nueva guerra con el Imperio-. Volvió a La Coruña con sus hombres, acompañado por
el conde de Tyrconnell y el hijo de Tyrone que tenían la misión de conseguir más ayuda militar del rey de Castilla.
Tyrone -conocido en la historiografía irlandesa como "el gran O'Neill"- y el hermano menor de Tyrconnell volvieron
al Ulster, aunque tuvieron que exiliarse acompañados de otros nobles y partir también hacia La Coruña en 1607. El
poder gaélico quedaba descabezado. Este último episodio es
conocido en Irlanda como la fuga de los condes, y dio
inicio a la dominación efectiva de la isla por los ingleses y
al final de las esperanzas de un poder católico
independiente. Y es también el principio de nuestra historia.
Porque, si bien es cierto que la soberanía política gaélica
empezó a partir de aquí a extinguirse, quedó un rescoldo de
los clanes irlandeses en el lugar más insospechado: en los
ejércitos de los Habsburgo españoles. Tras su huida al exilio
los nobles irlandeses y sus seguidores entraron al servicio de
la monarquía hispánica. Su Católica Majestad acogía a los
católicos irlandeses y de paso incorporaba a su ejército unos
soldados que ya empezaban a ser considerados como
extraordinarios combatientes. Porque sólo cuatro años antes el almirante Diego Brochero ya aconsejaba a Felipe III:
"que todos los años Vuestra Majestad ordene reclutar en Irlanda algunos soldados irlandeses, que son gente dura y
fuerte, y ni el frío ni la mala comida matan fácilmente como harían con los españoles, ya que en su isla, que es mucho
más fría, están casi desnudos, duermen en el suelo y comen pan de avena, carne y agua, sin beber nunca vino". A don
Diego no se le ocurrió relacionar esta abstinencia con el hecho de que no hubiera vino en la isla.
Tyrconnell murió en 1602, al parecer envenenado por agentes ingleses, sin haber conseguido un mayor apoyo militar
de Felipe III. El Rey tenía ya demasiados frentes abiertos como para embarcarse ahora en otra lucha contra Inglaterra.
Pero su acompañante Henry O'Neill, hijo de Tyrone, tenía claras algunas cosas. Los irlandeses no habían tenido hasta
entonces un verdadero ejército. No tenían la coordinación y la cohesión necesarias para enfrentarse a un ejército como
el inglés, no sabían combatir en grandes unidades, y los soldados compensaban con su fiereza y arrojo su poco
conocimiento de formaciones, tácticas, disciplina y armamento. Necesitaban mejorar su preparación militar, y Henry
puso su mirada en la mejor máquina militar de aquellos tiempos: los tercios de Flandes.
Cosas de Alde Zaharra 35
1638. Doscientos gansos salvajes
Edición especial del 400 aniversario de la "fuga de los condes", del
Servicio Postal de Irlanda (2007). Rory O'Donnell, conde de
Tyrconnell, y Hugh O'Neill, conde de Tyrone
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Felipe III respondió a su interés afirmando que "por cuanto por hallarse en mi Corte muchos soldados de la nación
irlandesa que desean buscar las ocasiones de la guerra para me servir en ella, he resuelto que se recojan todos para
crear otra compañía de infantería", dando vía libre al proyecto. El 22 de septiembre de 1605 Henry O'Neill fue
comisionado por el Rey para formar un tercio irlandés, incorporando al gran número de exiliados que había sobre todo
en La Coruña y en algunas compañías sueltas de Flandes. Como no eran suficientes para formar un tercio se intentó
reclutar más hombres en la isla. Irlanda estaba bajo dominio
inglés pero Jacobo I de Inglaterra no sólo dio su licencia sino
que ofreció todo tipo de facilidades, confiado en que tener a
los líderes católicos irlandeses y a sus seguidores en Flandes
sería mucho más seguro para los ingleses que tenerlos en la
propia Irlanda. Se irían extinguiendo ellos solos en tierras
lejanas, muriendo por reyes ajenos.
Este tercio, que acabaría llamándose Tercio Viejo de
Irlandeses, fue todo un honor concedido por Felipe III que
permitió a los irlandeses formar un tercio con las mismas
condiciones de servicio y paga que los soldados españoles.
Hasta entonces los tercios –las fuerzas de élite- solo podían
estar integrados por soldados del Imperio. La unidad estaba al
mando de Henry O'Neill como maestre de campo, y más de la
mitad de sus componentes eran exiliados provenientes de la
derrota de Kinsale. Recibieron –y aún reciben- el
sobrenombre de “The wild geese” (los gansos salvajes)
Tras un corto período de formación tuvieron su bautismo de
fuego el 28 de febrero de 1606, integrados en las fuerzas al
mando de Ambrosio de Spínola. La historia de la guerra está
llena de grandes batallas, pero la realidad militar siempre ha estado llena de escaramuzas y golpes de mano, en los que
se ganaban o perdían pequeños enclaves. Las grandes batallas se producían de pascuas a ramos en Flandes, y en aquel
estado de enfrentamiento en pequeñas unidades, los irlandeses demostraron su gran capacidad para los ataques
fulminantes y sorpresivos. Tras participar en el asalto a la República Holandesa que obligó a los neerlandeses en 1609
a firmar la Tregua de los Doce años, el tercio se fraccionó en pequeñas unidades convertidas en guarniciones locales.
Porque era lo que distinguía a los tercios de las unidades militares anteriores. No eran reclutados por la fuerza para
una campaña y luego disueltos. Eran militares profesionales, que se alistaban de forma voluntaria, y permanecían en
filas de forma permanente, hubiera o no hubiera tregua.
Cuando en 1621 se reanudó la guerra en Flandes, el tercio irlandés había cambiado. Seguían manteniendo su espíritu
combativo, pero su contacto con los tercios viejos les había convertido en una unidad moderna, cohesionada,
disciplinada y muy preparada en el manejo de las armas. Contaban con el favor del Rey, porque Felipe IV había
heredado de su padre el aprecio a "sus" soldados irlandeses. En el fondo era un toma y daca. El Rey confiaba en su
fidelidad y su eficacia, y los irlandeses confiaban en que, llegado el momento, recibirían la ayuda necesaria para
volver a Irlanda y plantar cara a los ingleses. De hecho, estos planes nunca dejaron de plantearse. En 1625 fue Owen
Roe O'Neill quien planteó un plan para invadir Irlanda que fue rechazado. En 1627 Shean O'Neill y Hugh O'Donnell
presentaron su plan a Felipe IV. Se llegó a aparejar una flota de 11 buques en Dunquerque para zarpar en septiembre,
pero finalmente el Rey ordenó parar la operación. Los proyectos de invasión se repitieron en 1630 y en 1639. El
Consejo de Guerra siempre contestaba que el plan era perfectamente factible, pero irremediablemente añadía "la
conveniencia de aplazarlo hasta que surja otra ocasión más propicia". El Imperio se movía siempre entre un decidido
apoyo a los católicos irlandeses y su nulo interés por tener otra vez como enemiga a la corona inglesa.
Hugh O'Neill, Conde de Tyrone, "El Gran O'Neill"
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Con los años el comportamiento del Tercio Viejo de Irlandeses empezó a convertirse en una leyenda, y las leyendas
levantan sarpullidos y generan celos. Hasta entonces la primera línea de combate estaba reservada a los tercios
españoles, que ahora tenían que compartir este puesto de honor con unos rubicundos soldados a los que no entendían
(aunque los mandos hablaban castellano, la vida en el interior del tercio irlandés se desarrollaba en gaélico, y muchos
soldados sólo conocían este idioma). Sus intervenciones como fuerza de choque les atraían tanto el reconocimiento del
Rey, sus consejos y los oficiales de alto nivel, como los celos de los oficiales de menor rango que se veían relegados
de las primeras líneas. Casi siempre recibieron las mismas reacciones de sus compañeros de armas y de la población:
temor a sus reacciones explosivas en tiempos de paz, desdén por su condición de extranjeros y admiración por su
comportamiento en combate.
Este tercio tenía, además, una composición diferente a la de los tercios
españoles y esto también generaba algunos conflictos. Los españoles
estaban compuestos por soldados de cualquier origen social y algunos
miembros segundones de la nobleza, que buscaban ganarse la vida o una
reputación que les permitiera un ascenso social. Mientras que el tercio de
irlandeses estaba compuesto por líderes de los clanes y soldados que, en su
mayoría, provenían del mismo clan, cuando no eran directamente
familiares, súbditos o sirvientes del mando. Lo que fue también una de las
razones de su éxito, porque cada unidad tenía una gran cohesión interna. Si
observamos la revista del 1 de mayo de 1624, el tercio irlandés estaba
compuesto por 1.193 hombres divididos en 10 compañías al mando del
maestre de campo Shean O'Neill (Juan Onil), IV conde de Tyrone (conde
de Tirón), por fallecimiento de su hermano Henry. El mando inmediato era
el sargento mayor Owen Roe O'Neill, su primo; y entre los capitanes
estaban Arthur, Charles y Hugh O'Neill. El clan de los O'Neill (Tyrone)
tenía todo el poder, y no había ningún oficial del clan de los O'Donnell
(Tyrconnell).
El tercio irlandés iba siempre acompañado de un abundante séquito encubierto. A pesar de que se mantenían lejos de
su isla, los ingleses no se fiaban de ellos y tenían gran número de agentes que vigilaban e informaban de sus
movimientos. El día menos pensado podían volver a Irlanda. Pero también eran controlados por espías franceses.
Richelieu decía odiarlos “porque eran más españoles que el propio rey de España”. Pero era un odio causado por el
despecho, porque llevaba años intentando que desertaran para pasarse al ejército francés. El marqués de Fontenay-
Mareuil escribía al cardenal que “su agilidad es sorprendente. Cogiendo carrerilla trepan una muralla casi recta
como si tuvieran escalas”. Con lo que su comportamiento en combate se estaba convirtiendo también en legendario
para los propios franceses, que les odiaban y admiraban a partes iguales.
Pero entrar los primeros en todos los fregados tenía un alto coste. Eran las unidades con más pérdidas de hombres en
combate y era muy difícil sustituirlos. Los espías ingleses afirmaban en 1629 que el tercio irlandés tenía ya sólo 300
hombres. El Consejo de Estado decidió en 1631 que el número ideal de irlandeses era de 4.000 divididos en dos
tercios. Y aquí se armó la de San Quintín (un dicho proveniente de los tercios). Owen Roe O'Neill llevaba ya 26 años
de servicio en Flandes, 20 de ellos como segundo al mando del tercio de O'Neill, y la lógica aconsejaba que estuviera
a su mando el nuevo tercio de irlandeses que iba a crearse. Pero, aunque habían pasado casi 30 años de la derrota de
Kinsale, los dos antiguos clanes del Ulster seguían pugnando por el poder. Ofrecer otro tercio a un O'Neill podía
desencadenar una revuelta. Así que se llegó a la decisión salomónica de crear dos tercios nuevos de irlandeses. Uno al
mando de los Tyrconnell y otro al mando de Owen Roe O'Neill que, sumados al tercio Viejo de Irlandeses al mando
de O'Neill, hacía que los tercios irlandeses fueran ahora tres. A partir de aquí los tercios serían llamados tercio de
Tyrone, tercio de Tyrconnell y tercio de Owen Roe O'Neill.
Shean O'Neill fue retratado por Velázquez.
Aunque no hay una total seguridad, este sería el
retrato en opinión de los expertos.
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Por aquella época empieza a aparecer Daniel O’Cahan en los documentos. O’Cahan era el ejemplo típico de un oficial
de aquel tercio, mezcla de la técnica y disciplina de un soldado de los tercios de Flandes con la combatividad y arrojo
de un soldado irlandés de la época. La chispa y la bravuconería le venían por los dos lados. Sólo adelantaremos que
una reciente tesis doctoral sitúa a O’Cahan como una de las personalidades del sitio de Fuenterrabía de 1638.
Daniel O’Cahan era hijo de Sir Donnell Ballagh O'Cahan, conocido como El Pecoso, señor de un extenso territorio
fronterizo con los de Tyrone y Tyrconnell en torno a la actual Londonderry, que controlaba desde su castillo de
Dungiven. Donnell había sido el lugarteniente de Hugh O'Neill cuando Tyrone y Tyrconnell se alzaron contra el
dominio inglés y combatió con ellos en Kinsale, retornando al Ulster tras la derrota. A pesar de ello, había un
profundo resquemor de O'Neill hacia él, porque Donnell, que había recibido el gran honor de casarse con una hija de
O'Neill, la había repudiado para casarse con la hija de Tyrconnell. Tras la fuga de los condes, Sir Donnell Ballagh
comprendió que el mundo gaélico estaba desapareciendo y pactó con la Corona inglesa para mantener su territorio.
Nombrado caballero, sustituyó en el poder del Ulster a Tyrone y Tyrconnell. Pero su sumisión a los ingleses no duró
mucho, y fue encerrado en la Torre de Londres hasta que murió en 1617, sin haber sido nunca acusado, juzgado ni
condenado; mientras Rorie Oge, su hijo mayor, era ejecutado.
El clan de los O'Cahan consiguió ocultar a su hijo menor, Daniel, hasta que pudo sacarlo del país. Daniel O'Cahan
llegó a Flandes y tras muchas vicisitudes acabó enrolándose en el tercio de Tyrone. Era un O'Cahan, hijo de quien era
considerado por cualquier O'Neill como el mayor traidor de Irlanda, pero también era nieto del Gran O'Neill y sobrino
del maestre de campo del tercio, lo que atemperaba algo las cosas y le aseguró un destino en la compañía del propio
maestre. La unidad del jefe tenía veteranos con muchos años de servicio y tenía a gala estar siempre en las peores
posiciones, lo que complicaba la supervivencia de los novatos. Los que conseguían seguir vivos eran veteranos antes
de que les saliera la barba. No sabemos cuándo se alistó Daniel, pero en 1623 ya figura como soldado de esa
compañía.
O'Cahan, como todos los nuevos soldados, firmó un alistamiento
de por vida. Sólo la muerte o una licencia real podrían separarle
del servicio. El soldado bisoño entraba en una camarada o
camareta, un grupo de 8 a 10 soldados –normalmente ocho- a los
que reunía el azar o el paisanaje y que lo compartían casi todo. Un
funcionario veneciano decía por aquellas fechas: “Hacen la
camareta, esto es, se unen ocho o diez para vivir juntos dándose
entre ellos fe y juramento de sustentarse en la necesidad y en la
enfermedad como hermanos". La camarada hacía rancho común:
se ponía en común la paga, los víveres, el botín y, por supuesto, las
juergas y las peleas. Cuando no estaban en campaña, los soldados
ocupaban una habitación -o cámara- en la que vivían, repartiéndose
las labores: cocinero, tesorero o enfermero. Cuando los oficiales repartían ropa o víveres, no se los entregaban al
soldado individual sino a este grupo básico con la orden "repártase por camaradas".
Pero desde un punto de vista militar la camarada fue quizá el mayor éxito de los tercios. Esta vida en grupo generaba
una gran cohesión interna o "camaradería". Las camaradas ofrecían a los soldados lo que el aparato militar y
administrativo del tercio no les daba. Se prestaban dinero, armas y ropa entre ellos; custodiaban el testamento de los
miembros fallecidos y velaban por su cumplimiento. Pero también eran un sistema militar eficaz porque el novato que
sustituía al miembro desaparecido aprendía en el grupo las normas formales e informales del tercio, el manejo de
tácticas y armamento, y era protegido en combate por el resto de los integrantes. Porque las camaradas luchaban
juntas, protegiéndose la espalda unos a otros. Por ello muchas veces las "encamisadas"1 -concepto que definía
entonces a las operaciones de guerrilla- eran llevadas a cabo por una o más camaradas que se conocían y comprendían
a la perfección entre ellos.
1 Las operaciones de guerrilla eran fundamentalmente nocturnas, y los integrantes se colocaban una camisa por encima de la ropa para ser distinguidos por el resto
de los compañeros. De ahí el nombre de "encamisada". Los tercios fueron especialistas en estas incursiones nocturnas que, por extensión, acabaron llamándose así llevaran o no la camisa por fuera.
Compartían las juergas, las bravuconadas y las peleas
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En la instrucción de los mandos, y sobre todo en la camarada, O'Cahan aprendió a cambiar automáticamente de
formación ante el sonido de los pífanos y el cambio del redoble de los tambores; a modificar la posición de la pica
según el atacante; los complicados movimientos de carga del poco fiable mosquete;
el uso de la espada ropera con una mano, mientras la vizcaína protegía, amagaba y
engañaba con la otra; o a dar un paso al frente para ocupar la posición del soldado
caído de forma que, cuando el humo de la descarga de mosquetería se disipaba, el
enemigo seguía viendo intacta la formación del tercio. Pero, por encima de todo,
aprendió que las posibilidades de sobrevivir a un encuentro eran directamente
proporcionales al miedo que te tenía el enemigo antes de entrar en combate.
Aprendió a tener todo lo que necesitaba un soldado de los tercios de Flandes.
Disciplinado en la formación, pendenciero en la paz, feroz en el combate, y con
toda la arrogancia y bravuconería necesarias para seguir vivo.
Aunque aquella forma de ser tuvo siempre su peor cara cuando la paga no llegaba.
El combate -cuando se ganaba- aportaba un botín que calmaba la necesidad. Pero si
no había enemigos a quien arrebatar comida y bienes, se saqueaba a la población
civil en territorio enemigo o en el propio. Cierto es que esto lo han realizado todos
los ejércitos en la historia. Pero los tercios, que fueron las unidades militares más temidas por el enemigo en el siglo
XVI y primera mitad del XVII, fueron también las más temidas por la población por su capacidad brutal de saqueo. Si
se forman diablos para el combate, se forman diablos para todo.
La presencia en primera línea de combate diezmaba a los tercios irlandeses, y Felipe IV ordenó su refuerzo inmediato.
El procedimiento normal de reclutamiento en los tercios era típicamente a través de los "capitanes reclutadores". Los
oficiales solicitaban licencia real para levantar una compañía, y el Consejo de la Guerra seleccionaba de entre los
candidatos a los militares más experimentados para reclutar y posteriormente mandar una compañía. Pasada la
oportuna revista, el capitán reclutador se convertía de forma efectiva en capitán de la compañía. A partir de este
momento era el capitán el que recibía los dineros del rey a través del maestre de campo del tercio, y repartía la paga
entre los oficiales y soldados a su mando. Esta costumbre de pagar a la compañía y no al soldado contribuyó mucho a
la picaresca. Se pagaba por hombre y cada compañía cobraba según el número de integrantes, así que a todos -tropa y
oficiales- interesaba que fueran muchos porque aumentaban los ingresos. Los contadores de los tercios y los capitanes
de las compañías exageraban el número de efectivos de sus unidades, olvidando dar de baja a los soldados muertos y a
los desertores. Y, cuando la revista era controlada por contadores y pagadores del Rey, los soldados cambiaban con
increíble habilidad de fila para inflar el resultado final. Y en este arte, en honor a la verdad, los irlandeses fueron
consumados especialistas
O'Cahan ya había ascendido a alférez cuando recibió licencia para levantar su propia compañía, aunque no tuvo que
trabajar mucho para lograrlo. Los miembros de su clan en la isla reclutaron para él los mejores soldados entre sus
vasallos, servidores y partidarios. Con lo que en 1633 se convirtió en capitán de una de las mejores compañías del
tercio de Tyrone, y a coste cero, porque todos los gastos de alistamiento, manutención y transporte de la tropa a
Flandes habían sido pagados por los O'Cahan. Al fin y al cabo era el líder del clan en el exilio.
Los tercios estaban acuartelados en Flandes cuando a finales de 1637 recibieron noticias que alborotaron mucho las
filas. Las unidades de Tyrone y Tyrconnell iban a ser trasladadas a la Península Ibérica, mientras la de Owen Roe
O'Neill continuaría en Flandes. Los rumores más inquietantes hablaban de un traslado a Brasil. Las Provincias Unidas
de los Países Bajos habían trasladado su guerra contra el Imperio al entonces Brasil de los Austrias, y estaban
consiguiendo importantes progresos. Pero había un acuerdo entre Felipe IV y sus irlandeses. Estaban al servicio del
Rey esperando al momento de volver a su país y expulsar a los ingleses de la isla. El traslado a Brasil obligaba a
posponer durante muchos años todo proyecto de recuperación de Irlanda. Se les debían muchas pagas, no se les daba
el mismo trato que a las unidades españolas como se les había prometido, y ahora les mandaban al Brasil. Se estuvo
muy cerca de un motín generalizado encabezado por los propios líderes, pero aceptaron finalmente ser trasladados a
La Coruña. Allí había empezado años atrás su aventura en el continente y había la misma distancia a Cork que desde
Flandes.
Carga del mosquete (Gheijn, 1608)
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Partieron de los puertos de Dunquerque y Mardick el 30 de enero de 1638 en un convoy de 30 barcos escoltados por
13 buques de la Armada de Flandes al mando de Lope de Hoces. Tras una larguísima travesía salpicada de continuos
enfrentamientos con barcos enemigos, llegaron a La Coruña el 12 de abril donde se les mantuvo embarcados. El
desembarco era urgente porque muchos estaban heridos o enfermos. Pero las autoridades tenían sus prevenciones. Los
ánimos estaban muy exaltados y Tyrone y Tyrconnell temían una deserción masiva si no se aclaraba el destino final de
las tropas, y si bajaban a tierra sin recibir un real de sus atrasos. El gobernador de Galicia pedía también que se les
pagara antes, pero por miedo a que aquellos tercios veteranos, “que eran como diablos”, saquearan a la población
gallega. Los únicos con prisa por desembarcar eran la tropa y el almirante Hoces, preocupado por la posibilidad de un
incendio en puerto porque los irlandeses fumaban tabaco en barcos cargados de pólvora. Irónicamente ese sería el
destino de aquella flota cuatro meses después, aunque ningún irlandés tendría la culpa.
Mientras el Consejo de la Guerra guardaba un
hermetismo absoluto sobre el destino final de ambos
tercios, su presencia en La Coruña sin bajar a tierra
daba pábulo a todo tipo de rumores. Las cartas internas
de los padres jesuitas afirmaban a 20 de abril que no
desembarcaban porque iban a ser inmediatamente
trasladados al Brasil. Otras informaciones decían que
estaban confinados en los barcos porque William de
Burke había sido abordado por dos frailes franciscanos que, en nombre del cardenal Richelieu, intentaban que ambos
tercios se pasaran al bando francés. Pero sin duda el mayor despropósito lo escribió uno de los agentes secretos
ingleses, que ya el 28 de mayo enviaba una nota desde La Coruña afirmando que los tercios de Tyrone y Tyrconnell
iban a ser directamente “enviados a la frontera francesa para participar en la defensa de Fuenterrabía”. El correo no
fue interceptado, lo que libró a Olivares de sufrir un ataque de risa. ¿Defender Fuenterrabía?, ¿defenderla de quién?,
¿quién se atrevería a atacar aquella fortaleza que defendía la entrada al corazón del Imperio más poderoso del planeta?
¡qué tontería más grande, por Dios!.
El 2 de mayo Lope de Hoces escribía preocupado a Felipe IV. Las condiciones de hacinamiento de los barcos
empeoraba la situación de los enfermos, el estado de nervios producía enfrentamientos entre soldados y marineros, y
las provisiones se estaban acabando. El 8 de mayo llegaba desde Madrid la solución. Se les aseguraba que no serían
enviados a Brasil, sino a Cataluña vía San Sebastián. Se les abonó una paga de las muchas que se les debían, y se les
desembarcó alojándoles en La Coruña, Pontedeume, Neda y Betanzos. Paz otra vez y dinero para las poblaciones
gallegas. Eran unos 1.400 hombres desembarcando con la paga en el bolsillo y una necesidad imperiosa de cambiarla,
por fin, por comida y bebida frescas. Mientras tanto los condes de Tyrone y Tyrconnell partían hacia la Corte para
arreglar algunos asuntos de sus tercios. El 16 de mayo se pasó revista a las tropas irlandesas de Tyrone y Tyrconnell.
Eran en conjunto 1.331 hombres, entre oficiales y soldados. El propio gobernador de Galicia, que observaba sus
ejercicios de instrucción, escribía al Rey el 12 de junio reconociendo que aquellos “diablos” eran “veteranos
experimentados que podrían formar la columna vertebral de cualquier ejercito”. Una experiencia que tenía un alto
coste. La compañía de Daniel O’Cahan se había reducido en cinco años a menos de la mitad, sólo tenía 45 soldados.
Pero el 1 de julio de aquel año de 1638 sucedió algo impensable a 97 leguas en línea recta de allí. El cardenal
Richelieu sabía por sus espías que “la Península estaba desnuda de la fortaleza de soldados veteranos” con tantas
guerras en territorios lejanos, y que el Imperio tenía desguarnecido su propio corazón. El propio Consejo de Guerra
del Rey reconocía que los peninsulares no habían conocido guerras en más de un siglo y "como resultado de la paz
que ha reinado aquí durante tantos años, el ejercicio de las armas y los hábitos de la guerra han decrecido mucho".
Era más fácil atacar la Península que hacerlo en Flandes o en Italia. Un ejército francés cruzó el Bidasoa, y en un
auténtico paseo militar puso sitio a la fortaleza de Fuenterrabía por tierra y mar.
En nombre del rey Felipe IV el Consejo de la Guerra tomó una serie de decisiones inmediatas. La única unidad
operativa veterana con capacidad para entrar inmediatamente en combate eran los tercios irlandeses de La Coruña. La
única flota disponible la componían los barcos de Lope de Hoces en La Coruña. Así que una de las primeras órdenes
del Consejo fue "mandar al general D. Lope de Hoces que con toda brevedad saliese con los navíos que tenía en la
Puerto de La Coruña en el siglo XVII
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Coruña y que trajese los irlandeses que estaban á su cargo y los metiese en Fuenterrabía". Hoces protestó. Tenía 12
buques mal aparejados, con poca pólvora y pocos marineros, y los irlandeses estaban dispersos por varias poblaciones
gallegas. Necesitaba más tiempo. Pero las órdenes, más bien las amenazas, no admitían réplica. Se embarcó de
inmediato a los irlandeses de Tyrone y Tyrconnell, y la flotilla zarpó del puerto coruñés el 8 de julio. Justo antes del
embarque se les pasó revista y -maravilla de maravillas- eran 1.393, sesenta y dos más que en la revista de mayo,
Hicieron escala en Santoña buscando poner en mejor estado de combate a la flota, pero nuevas amenazas le hicieron
zarpar rápidamente. El 12 de julio llegaban a Guetaria.
Volando más que andando, los tercios irlandeses se trasladaron al puerto donostiarra quedando al mando del marqués
de Mortara. Esa misma noche embarcaron doscientos irlandeses en pequeñas embarcaciones para, en la oscuridad de
la noche y pegados a la costa, intentar entrar en la Fuenterrabía asediada. Una de la embarcaciones se hundió y los
cuarenta irlandeses que la ocupaban tuvieron que regresar a San Sebastián,
pero el resto pudo cumplir su propósito. Dejemos que lo cuente el padre
Moret: "Al alba del día siguiente D. Miguel Pérez de Egea, por los esfuerzos
de los remos y al favor de la noche, burlando los guardias del enemigo que
celaban las entradas del puerto, entró a Fuenterrabía, llevando consigo
ciento y cincuenta veteranos del tercio de los irlandeses, sus capitanes D.
Oliverio Jaralín, D. Daniel Ochán, D. David Barri, y otro D. Pedro Jaralín y
otros también hibernios de señalado valor".
Una de las primeras decisiones de los responsables de la villa asediada había
sido terraplenar y tapiar todas las puertas de entrada, menos el portillo de la
estacada. La defensa de la estacada estaba a cargo de los ciudadanos
hondarribiarras, al mando del alcalde Diego de Butrón. Y en poder de Butrón
estaba la llave de la única vía de entrada y salida de la fortaleza. Por allí entró
el contingente irlandés aquel amanecer del día 13 de julio. La puerta quedaba
oculta para los atacantes que asediaban la población, pero estaba
perfectamente a la vista de los centinelas de la orilla hendaiarra.
Permítanos el lector un inciso importante con el tema de los nombres. Era costumbre de la época castellanizar los
nombres propios extranjeros, dejando a la finura de oído del escribano la transcripción de los apellidos. Este asunto
nos ha vuelto locos al documentar el tema. Primero tuvimos que descubrir los nombres reales de los capitanes
irlandeses que entraron aquel día en la plaza. Palafox llama Daniel Ochhan a don Daniel O'Cahan; Moret le apellida
Ochán; el Consejo de la Guerra, Ocán; y el conde de Llobregat le pone el apellido de O'Shian. A Oliver y Peter
FitzGerald les llaman Oliverio y Pedro Jaralín, Xaralin o incluso Geraldino; el más fácil de encontrar resultó David
Barry, a quien todos llaman simplemente David Barri. Otros han sido más complicados, como Pheidhlim Deady a
quien llamaron Felipe de Idi. Pero el récord lo tiene William de Burke a quien el primer escribano le cambió para
siempre el nombre anotando en el listado: “Guillermo del Burgo”. ¡Vaya Ud. después a encontrarle!
En la última revista del 8 de julio, Daniel O'Cahan tenía 46 hombres entre soldados y oficiales de tropa, David Barry
63 y Oliver FitzGerald 71. Lo que totaliza 180 hombres. La especialísima relación que tenía cada capitán con los
hombres de su compañía hace prácticamente seguro que entraron en la ciudad con sus propias unidades. Peter
FitzGerald era un ayudante que, aunque oficial, estaba dedicado a tareas logísticas y administrativas sin mando
específico de tropa. O'Cahan y Barry pertenecían al tercio de Tyrone, y Oliver y Peter FitzGerald al de Tyrconnell.
Sobre los soldados de tropa que acompañaban a estos capitanes sabemos muy poco. En las revistas militares se
anotaba la cantidad pero no el nombre de los soldados. Pero después del asedio se enviaron muchos memoriales a la
“Junta del despacho de los soldados que se hallaron en la ocasión de Fuenterrabía” de soldados que solicitaban
recompensas por su participación, indemnizaciones por las heridas sufridas o familias irlandesas que pedían ayudas
por la pérdida de alguno de sus miembros en el suceso de Fuenterrabía. Esta documentación, conservada en el Archivo
General de Simancas, nos ha dado datos de algunos de ellos. De los demás no sabemos nada.
Entrada de los irlandeses (Redondo, 2003)
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Alguna vez se ha hablado de "desarrapados" al referirse a la tropa irlandesa que defendió la villa. Nada más lejos de la
realidad. Ya sabemos que don Daniel era el heredero del clan de los O'Cahan y nieto del Gran O’Neill. David Barry
era sobrino de Lord Barrymore, Terence O’Gallagher era hijo del Lord de Lagan, y Oliver FitzGerald era miembro de
la casa de Kildare y sobrino del conde de Tyrconnell. Todos ellos fueron tratados de "Don" en los documentos
militares, un apelativo entonces reservado a los combatientes de origen noble. Y de "Don" fueron siempre tratados
mientras estuvieron en el interior de la fortaleza. Aunque sea adelantarnos un poco a los acontecimientos, uno de los
soldados participantes en el sitio, James FitzGerald (Diego Geraldino), sería premiado por el rey el 10 de febrero de
1639 con cuatro títulos de "Don", valorados en 1.000 reales, para venderlos en Sicilia. Lo que denota la importancia
de este título.
No vamos a contar ahora el sitio de 1638. Ya se ha contado en numerosas ocasiones. Lo contaremos en relación a la
participación de los irlandeses, que aparece de forma dispersa y con cuentagotas en los escritos de Martínez de
Aguilera, Palafox, Novoa, Moret, García Samaniego, Bernal de O'Reilly o el conde del Llobregat. Aunque, si unimos
todos los relatos, el conjunto de datos pasa a ser considerable.
El maestre de campo Miguel Pérez de Egea llegaba
como nuevo gobernador a una plaza hasta entonces
gobernada de forma accidental por el capitán Domingo
de Eguía por ausencia del gobernador titular. Eguía era
un oficial veterano que había empezado su vida militar
en la campaña de Larache de 1610 y desde entonces
había estado presente en casi todos los acontecimientos
militares históricos. Pero Pérez de Egea era un
especialista en armamento y fortificaciones, autor en
1632 del tratado "Preceptos militares. Orden y
formación de esquadrones" considerado como la biblia
militar de la época, y tomaba el mando por orden
directa del rey. Su primera evaluación del asedio le
puso los pelos de punta. La fortaleza estaba construida
en un lugar extraordinario para las guerras de siglos
anteriores, pero tenía grandes debilidades para soportar
los asedios de siglo XVII, basados en la potencia de la
artillería. A dos mil pasos la zona montañosa de Jaizkibel dominaba la plaza, desde la ermita de Saindua hacía
estragos la artillería, y a tiro de mosquete2 había una colina (Nuestra Señora de Gracia) desde la que los cañones
enemigos batían la plaza a placer. Era una gran fortaleza, pero su situación sobre el terreno facilitaba demasiado las
cosas para un asedio de aquel siglo.
Porque la teoría del asedio en el siglo XVII era bien sencilla. Cercar la fortaleza, aproximarse a ella, debilitar sus
muros, abrir brecha y entrar por ella. Llevarlo a la práctica ya era más complicado. Aunque creía haberlo conseguido,
Condé no tenía terminada por completo la primera fase -cercar y aislar la fortaleza-, porque, como tantas veces hemos
dicho, Fuenterrabía tenía el mar por el que recibía ayuda. La propia entrada del Gobernador con su tropa de irlandeses
certificaba que no lo había logrado. Tardaría todavía un mes más en alcanzar el bloqueo naval absoluto. Pero la
segunda -aproximarse a la plaza- estaba ya muy avanzada. El mismo día seis ya tenían construidas sus trincheras en
Saindua, y avanzando en zigzag para protegerse de la artillería de la plaza, estaban a punto de llegar al foso el día 9.
La artillería de la plaza barría las trincheras, pero los zapadores progresaban. Y, aunque habían hecho dos salidas (el
día 10 con cuarenta hombres, y el 11 con ciento cincuenta) para frenar su avance, a la llegada de Pérez de Egea las
trincheras estaban a menos de cuarenta pies del foso. Estaban peligrosamente cerca.
2 El propio Pérez de Egea establecía en su tratado que el tiro eficaz del mosquete estaba en 222 metros. La bala -pelota- de un mosquete podía superar los 700-800
metros en tiro parabólico, pero el impacto no era muy superior al de una buena pedrada una vez perdida su velocidad. De forma similar, el tiro eficaz de una pistola estaba en los 30-50 metros y el de un cañón en los 900 metros.
La batería de la posición elevada de Nuestra Señora de Gracia batía a
placer el baluarte de la Reina y las zonas próximas (Palafox, 1639)
9
La plaza contaba ahora con ciento cincuenta especialistas en encamisadas por sorpresa y en combate cuerpo a cuerpo,
así que se decidió hacer una surtida nocturna para retrasar el avance francés. El mando exprimía al máximo a la tropa
irlandesa. Habían llegado a Guetaria el 12 para trasladarse el mismo día a San Sebastián, embarcándose esa noche
para Fuenterrabía. Entraron el 13 de madrugada y el 14 iba a empezar su primera acción militar en la fortaleza. Poco
pudieron descansar ese día. En cuanto los franceses supieron que había entrado un contingente de ayuda reaccionaron
con furia. Para colmo eran irlandeses. Los veteranos franceses se habían enfrentado a ellos en muchas ocasiones,
sabían cómo las gastaban y se habían colado en la villa delante de sus mismas narices. Aquel día empezaron a caer
sobre Fuenterrabía sus mortíferas bombas. Cayeron sesenta y cinco disparadas desde los morteros de la batería
instalada frente al baluarte de la Reina. En tiro curvo superaban los muros, para caer atravesando las casas, y cuando
estaban alojadas explotaban con un ronco “¡booomb!”, que les daba el nombre. Cada estallido reventaba varias casas
desde sus cimientos. La única forma de sobrevivir era la suerte de no estar donde caían.
Pérez de Egea reunió una tropa de 250 soldados, que salieron antes del
amanecer del día 14 de julio por el portillo de la estacada. La vanguardia
estaba formada por los irlandeses y paisanos hondarribiarras conocedores de
los alrededores. Llegaron en absoluto silencio hasta las trincheras y se
lanzaron sobre la desprevenida tropa francesa. Mientras la vanguardia hacía
una verdadera escabechina, la retaguardia destruía “a zapa y pala” las obras.
El enemigo fue llegando cada vez en mayor número y Egea, que lo
observaba todo desde la muralla, dio la orden de retirada. La surtida había
costado la vida de 12 defensores, pero los atacantes necesitarían mucho
tiempo para volver a levantar todo aquello. La villa no podía romper el
asedio porque por cada defensor había veinte atacantes, sólo podía retrasar
todo lo posible el avance enemigo. El objetivo estaba cumplido. Fue,
además, uno de esos días gloriosos del asedio. Animado por el éxito, a plena
luz salió Juan de Echeverri de la plaza con una chalupa y diez remeros.
Pasaron entre todos los barcos enemigos, silbando y tomando el pelo al
bloqueo naval, para grande alegría y regocijo de los de la plaza. No habría
muchos más días así.
Los franceses se recuperaron del daño, siguieron con sus obras y los defensores tuvieron que continuar con sus salidas
de la plaza. El 23 salieron once hombres, pero eran muy pocos para hacer daño. El 24 fueron cuarenta españoles e
irlandeses, que tuvieron que retroceder. La puñetera “puerta encubierta” de la estacada no tenía nada de secreta. Los
atacantes sabían que era la única puerta de salida, y era vigilada continuamente por los centinelas de Hendaya. En
cuanto los defensores se asomaban por el lado Este se tocaban las campanas de la iglesia y, para cuando llegaban al
lado Oeste, caía sobre ellos la tropa enemiga. Insistió Pérez de Egea el 25 dando el mando del escuadrón a David
Barry y Peter FitzGerald. Era el día de Santiago, patrón de la milicia, reservado siempre para grandes gestas. Además
era estrictamente necesario salir. Los franceses estaban ya pegados al baluarte de la Magdalena y habían instalado una
batería en la Marina desde la que le daban duro al baluarte. Había que destrozar las obras y clavarles los cañones. Era
el único método rápido para inutilizar las piezas de artillería: se clavaba a martillazos un clavo de hierro en el fogón –
el punto donde el artillero aplicaba la mecha- y luego se le rompía la cabeza. El cañón quedaba convertido en una
pieza de museo, porque ya era imposible extraer el clavo en campaña. Clavar cañones fue siempre una función
principal de los especialistas en encamisadas. Y dominaban la técnica.
Pero algo falló. Tenían ya los martillos y clavos. Pero mientras cargaban de pólvora sus doce apóstoles3 surgió de
algún sitio una chispa, prendió la pólvora y explotaron cinco barriles. Cuarenta hombres volaron por los aires y
perdieron la vida treinta de ellos, en su mayoría irlandeses. La salida quedó anulada, pero por toda la villa corrió la
sospecha de un sabotaje. Los autores contemporáneos sobre el sitio coinciden en responsabilizar a los irlandeses de
que se acusara directamente a Eguía de la explosión afirmando, como Moret, que el capitán “había tenido grandes
3 Los mosqueteros llevaban cruzados en el pecho unos recipientes de madera con la cantidad de pólvora necesaria para efectuar cada disparo. Se
tardaba tanto en cargar un mosquete que con doce ya les bastaba. Les llamaban los “doce apóstoles”. En campaña los soldados pagaban de su
sueldo la pólvora que utilizaban, lo que también explica que fueran poco pródigos en disparar.
Grabado de Miguel Pérez de Egea en 1632
10
debates con la tropa de Hibernia, porque siendo un hombre de parsimonia á lo antiguo, pretendía que los irlandeses,
que comían mucho, como sucede á casi todas las gentes septentrionales, se acomodasen á la misma ración que los
españoles, que son cuerpos más sufridos del hambre”. Eguía y los irlandeses chocaron muchas veces. Las tropas de
Hibernia eran –nunca mejor dicho- para dar de comer aparte, pero el capitán deustoarra era especialista en buscarse
problemas con la población hondarribiarra, con los irlandeses, con Pérez de Egea o con quien fuere necesario. De
todas formas el resultado no fue el peor de los posibles. Después supieron que los franceses, esperando una acción
espectacular para el día de Santiago, estaban emboscados a la espera de una salida en la que no habría sobrevivido
nadie. Así que finalmente se cantó misa en acción de gracias al santo.
Las trincheras francesas llegan al foso a la altura del cubo de la Magdalena. Para el alto mando francés el asedio está
durando demasiado y Condé quiere avanzar a las últimas fases del asedio: abrir brecha y atacar por ella. Hay que cavar
minas, cargar barriles de pólvora, tapar el agujero y volar los muros. Los zapadores intentan atravesar el foso
protegidos por una estructura de madera. Los defensores responden con piedras, agua hirviendo y ollas de fuego. Las
“ollas de fuego” eran los antecesores de las granadas de mano. Eran pequeñas ollas huecas de latón o barro cocido,
con pólvora en su interior y una mecha. Su lanzamiento era enormemente peligroso. Los irlandeses las habían
utilizado muchas veces, lo que no les hacía inmunes a los fallos. Los sargentos Roberto Puer (Robert Power) y
Nicholas Merriman perdieron su mano derecha lanzando estas granadas. Los
atacantes insisten en minar el cubo de la Magdalena, atravesando el foso
protegidos por un techo portátil con chapas de latón. Ocho vecinos salen de la
plaza y se lo arrebatan. Si no puede cruzarse el foso por arriba, se atraviesa por
debajo. El 1 de agosto supieron que el enemigo ya estaba atravesando el foso con
galerías subterráneas. El asunto se estaba poniendo mal, pero que muy mal.
En el exterior el almirante de Castilla buscaba la forma de introducir suministros
y hombres en la fortaleza. Habló con el hondarribiarra Miguel de Ubilla para
saber si aún era posible la ayuda por tierra. Ubilla se atrevió a hacerlo. El día 4
se agruparon en Oyarzun doscientos irlandeses, cincuenta vizcaínos y cincuenta
gallegos. Se les equipó con morrales cargados de balas y cuerdas de mecha. Era
un contingente muy grande y tuvieron que dedicar mucho tiempo a rodear las
posiciones francesas para poder acercarse a la ciudad sitiada. No encontraron
hueco y tuvieron que volver. Volvieron a intentarlo al día siguiente. La cosa
estaba muy difícil y Ubilla decidió que la única posibilidad era entrar por las
zonas pantanosas que rodeaban a la villa por el Sur. Avanzaban por el agua
formando un hueco con las manos para ocultar las mechas encendidas de sus
mosquetes. Y fueron descubiertos. Los franceses comenzaron a disparar. Una
parte siguió avanzando y otra retrocedió. Y finalmente entraron en la plaza unos
ochenta. Moret dice lacónicamente que “entró un capitán irlandés con alguna gente suya”. Quien entraba era
Terencio Galfier (Terence O’Gallagher), alférez del tercio de Tyrconnell, con otros cincuenta gansos salvajes. Todos
los autores que han escrito sobre el sitio responsabilizan a un soldado irlandés quien, por los nervios o por creer que
les atacaban, disparó su mosquete alertando de su presencia a los guardias franceses del puente de Mendelu,
impidiendo con ello el éxito absoluto de la operación. Lo que contrasta con el hecho de que la noche anterior se gritara
desde las trincheras francesas a los defensores: “para mañana se os dispone por tierra alguna gente de socorro, pero
nosotros los degollaremos”, indicando que los atacantes ya estaban informados del intento y estaban en situación de
alerta. Teniendo esto en cuenta, que entraran ochenta y regresaran los demás sanos y salvos a Hernani cuando los
franceses estaban emboscados esperándoles, puede ser considerado como un éxito extraordinario.
Pero lo que importa para nuestro relato es que, a partir del día 6 de agosto de 1638, eran ya doscientos los irlandeses
que defendían la fortaleza desde dentro. Pérez de Egea observaba la situación con preocupación. Sin posibilidad de
socorro por mar y tierra, con las defensas cada vez más destruidas, con las galerías avanzando y cada vez menos
defensores, las posibilidades de defensa de la plaza se estaban acercando a cero. En su opinión, la única posibilidad
era volver a salir de la plaza para retrasar el avance francés. Pero sus oficiales no estaban de acuerdo. Desde Hendaya
se vigilaba continuamente el portillo de la estacada, lo que hacía casi imposible una encamisada sin ser
Posición de marcha con mosquete y
mecha encendida (Gheijn, 1608). Si
además había que ocultar el brillo de la
mecha, la cosa se complicaba
11
inmediatamente descubiertos. Si se perdían los hombres de la surtida, la fortaleza quedaría desguarnecida para el
ataque final. Pero el maestre de campo tenía muy claro que en una fortaleza asediada los muros defendían a los
defensores, pero los defensores tenían que defender a los muros. Para proteger las defensas había que destruir sus
obras, clavar sus cañones y descubrir el punto exacto donde estaban minando. Egea ordenó el día 8 una salida de
doscientos cincuenta y ocho hombres con martillos, clavos y granadas. Debían salir antes del amanecer para no ser
inmediatamente descubiertos, pero tardaron demasiado en prepararse. Butrón intentó convencer a Egea de que iban a
ser inmediatamente descubiertos y que era mejor posponer la salida para otro día, pero el maestre de campo estaba
muy enfadado y no atendió a razones. Ya era de día y, cuando llegaron a su objetivo, les estaba esperando un
escuadrón de cuatrocientos hombres con apoyo de caballería. Atacaron en tromba, asaltando las trincheras y
degollando a todos los encontraron a su paso. Aun así no iba mal la cosa, hasta que Pérez de Egea recibió un
mosquetazo.
Dirigía la surtida desde el cubo de Leiva agitando su sombrero y, como otras veces, era
blanco de los tiros de mosquete de los atacantes. Pero esta vez acertaron. Verdadera
mala suerte, porque los mosquetes de entonces no eran fusiles como los entendemos
hoy en día. Eran utilizados como armas portátiles de artillería por su gran peso y
potencia, y su nula capacidad para acertar a un objetivo individual. Se disparaba en
dirección a las tropas enemigas sin intentar hacer blanco a un enemigo en concreto. El
hierro de los cañones se dilataba tanto con cada disparo, que si el cañón y la bala tenían
un calibre muy similar al tercer disparo el arma reventaba por la junta del cañón. Para
evitarlo, la bala tenía una sección mucho menor que la del cañón. Pero con esa holgura
el proyectil avanzaba rebotando por el cañón, y salía del arma en dirección aleatoria.
Una de tantas complicaciones de aquella arma caprichosa que la pifiaba ante el
enemigo y reventaba al amigo al más mínimo despiste. Los mosqueteros solían decir
que daba igual dispararla que ponerse delante de ella, hacía falta el mismo coraje y el
riesgo era muy similar. El grito más oído en cualquier refriega fue siempre "¡mierda de
mosquete!".
Pero tanto disparaban a Egea, que al final acertaron. Todos quedaron desconcertados. Los participantes en la
encamisada comenzaron a retroceder, mientras los que desde la muralla tenían que proteger su retirada con mosquetes
y granadas abandonaban sus puestos para auxiliar al gobernador. Llegaron más tropas francesas que les rodearon, y
todo se desorganizó. La "surtida" acabó con más de un centenar de muertos, heridos y prisioneros entre los mejores
soldados de la fortaleza. Quedaron heridos David Barry y Peter FitzGerald. El soldado Thomas Barry consiguió
regresar al portillo con 17 heridas.
Los defensores habían tomado prisionero a un veterano francés que declaró que la mina del cubo de la Magdalena
llevaba cuatro días terminada, y que se estaban terminando otras dos en el baluarte de la Reina, con intención de dar
fuego a todas a la vez. No parece que Condé tuvo el mismo éxito con sus prisioneros. Cada uno contestó según le iba
pareciendo, lo que sacaba de quicio al mando francés. Finalmente preguntó a un soldado irlandés cuántos defensores
había en el interior de la plaza. Respondió el hibernio en tono desafiante que “bien habría en Fuenterrabía tres mil
hombres escogidos". Enrique II de Borbón-Condé, que estaba hasta la coronilla de aquellos testarudos e insolentes
defensores, olvidó que era un príncipe de sangre real y "llamándole desvergonzado mentiroso, le dio de palos con su
propio bastón”.
Al caer la tarde murió Egea rodeado por los mandos de la plaza, a excepción de Eguía. El capitán vizcaíno, con su
carácter endemoniado, seguía enfadado y no fue a visitarle. Pero sobre Eguía iba a recaer otra vez el mando de la
plaza, y esta vez, según Moret, "con mucho beneplácito de todos, porque aún los irlandeses se habían congraciado
con él". Eguía, que pensaba que las operaciones de salida de Egea habían sido muy temerarias para tan pocos
defensores, se concentró en mejorar la protección de las murallas y en la búsqueda de las minas francesas. Ordenó que
se levantaran parapetos con los restos de las casas destrozadas por las bombas.
Disparo del mosquete (Gheijn,
1608). Su peso impedía
dispararlo sin apoyo de la
horquilla
12
El día 9 la guardia del cubo de la Magdalena oyó golpes bajo sus pies. Los franceses estaban ya bajo ellos dentro de
los muros. Se empezó a picar desde dentro una contramina para encontrar a los zapadores franceses. Los siguientes
días discurrieron de la misma forma. Los franceses disparando y picando la muralla, y los de dentro picando para
encontrarles. Pero tanto fuego de cañonazos y bombas iba haciendo estragos en la capacidad de defensa de la
fortaleza. Los franceses iban viendo cada vez más clara la posibilidad de una rendición. Los de dentro veían tan
desesperada su posición que pensaron que el ejército de socorro podría llegar a la misma conclusión, ¿para qué atacar
a la desesperada si la fortaleza estaba ya perdida?. El día 14 de agosto colocaron una gran bandera roja de seda sobre
el Palacio Real, para indicar a las tropas del Emperador que la villa no se rendía. Los franceses lo tomaron como una
chulería y concentraron los disparos de todas sus baterías sobre la bandera. Y cuanto con más rabia disparaban, más
risas hacían los defensores. Fue una maniobra psicológica arriesgada. Si los cañones franceses hubieran acertado se
habría elevado la moral de los atacantes y hundido la de los defensores. Pero no consiguieron acertar y allí siguió
ondeando aquella bandera roja que subió la moral de los defensores más que ningún discurso. El enfado de los
franceses se hizo patente aquella noche. Comenzaron a llamar a los defensores borrachos, locos, necios y cabezotas.
Los de dentro les llamaban cobardes, topos y ratas, porque sólo se
atrevían a hacer obras subterráneas, y que si tenían lo que había
que tener que atacaran de frente por la brecha abierta, que allí les
esperaban. Cinco largos días convertida en símbolo de resistencia
de la plaza y principal objetivo de los artilleros franceses, hasta que
se cansaron de no acertar. Bendita bandera.
Pero la realidad militar no acompañaba a aquella subida de moral.
A pesar de los esfuerzos, el día 16 todavía no habían dado con las
minas francesas. No había forma de salir con correos ni de entrar
con ayuda. Y se estaba acabando el plomo para las pelotas de los
mosquetes. La noche del 19 la contramina consigue encontrar, por
fin, la mina francesa excavada en el baluarte de la Magdalena. Se
dispara por el hueco a los zapadores franceses. El trabajo es
frenético por los dos lados. Los atacantes intentan tapar el hueco
con piedras y sacos terreros. Los defensores los retiran y siguen
disparando, pero no impiden que los franceses coloquen
rápidamente barriles de pólvora y bombas, y cierren la mina por el exterior, dándole fuego. Se había hecho todo a toda
prisa, el cierre exterior de la mina y la separación entre mina y contramina eran terriblemente débiles. La onda
expansiva salió por ambos lados con una enorme llamarada. Los seis soldados que disparaban a los franceses salen por
los aires hacia el interior de la fortaleza, convertidos en metralla. Por el lado exterior volaron treinta zapadores
franceses.
El mando francés tenía muchas esperanzas en aquella mina, y tenía ya preparado un ataque combinado. Según se
produjo la explosión se dio la señal de asalto a dos escuadrones, mientras lanchas de desembarco avanzaban hacia la
estacada del lado Este. Cuando el humo se disipó, los atacantes contemplaron con sorpresa que el baluarte había
sufrido muy pocos daños. La onda expansiva había perdido su fuerza por ambos laterales. Pero la explosión había
provocado un derrumbe en el ya maltratado baluarte de Leiva y quedaba a la vista una pequeña brecha accesible. A
falta de otra cosa, los atacantes se lanzaron al ataque por ella. Aquel era el puesto que correspondía guardar a los
irlandeses, y al mando de Daniel O'Cahan y David Barry dispararon sus mosquetes y lanzaron granadas cubriendo de
cadáveres el acceso a la brecha. Viendo que no había formar de entrar con vida por aquel hueco, los asaltantes se
retiraron. Las chalupas que pretendían tomar la estacada volvieron a mar abierto. La teoría del asedio era sencilla:
cercar la fortaleza, debilitar sus muros, abrir brecha y entrar por ella. Pero la práctica demostraba que este último paso
era siempre el más difícil. Según un prisionero, Condé hizo una cruz en el suelo con su espada y juró que en
Fuenterrabía nadie quedaría con vida. Había fracasado el primer asalto. Habría más.
A día 21 de agosto los sitiados vivieron un gran momento de alegría y esperanza. Apareció en los altos de Jaizkibel un
numeroso ejército, que si bien pensaron al principio que eran refuerzos enemigos, pronto comprendieron que era el
esperado socorro amigo. Eran tres mil hombres al mando del Marqués de Mortara que, para animar a los sitiados,
Posición de las tres puertas de la villa, según plano
francés del asedio publicado en 1642
13
hicieron toda la bulla posible. Desde la ermita de Santa Bárbara desplegaron sus banderas, tocaron sus tambores e
hicieron frecuentes salvas con sus mosquetes. Desde la fortaleza los sitiados respondieron con seis disparos de cañón y
gritos de júbilo, mientras los franceses desplazaban gran cantidad de tropas en aquella dirección.
Al día siguiente entró en la villa don Miguel de Ugalde con correos del Rey y del Almirante. Además de los
consabidos ánimos y promesas, contenían una clave secreta de señales para que las tropas de Mortara y los defensores
pudieran comunicarse. Se trataba de colocar de noche varias antorchas encendidas en lugar visible y combinar sus
posiciones para formar las letras del alfabeto. El asunto era muy complicado y a dos mil pasos no se distinguía la
posición de las luces. Pero era tan grande la necesidad de informar de lo que les acontecía, que los del interior de la
fortaleza insistieron varias noches en informar de los progresos del enemigo y de los sucesos que ocurrían. Nunca
tuvieron respuesta porque desde la ermita de Santa Bárbara se veían las luces, pero no sus movimientos y distancias,
con lo que no entendían nada. Pero tuvo su efecto en el ejército francés, cuyo estado mayor formaba dos filas, una
mirando a la plaza y otra a los altos de Jaizkibel, empeñados en descifrar aquella enigmática clave, “por la natural
facilidad de los hombres á creer que todo aquello que ellos no entienden no puede menos de ser cosa grande”. Pero
no había nada que entender. Sólo las risas calladas de los sitiados al ver a los franceses corriendo de un sitio a otro en
busca de un mejor lugar de observación. Pocas veces la guerra da tan buenos ratos, así que siguieron con el asunto por
diversión hasta que al final se cansaron y lo dejaron.
Porque el mantenimiento de la moral de los sitiados era una de las misiones más importantes de los mandos
defensores, como era misión importante de los atacantes el destrozarla. De hecho las bombas tenían el objetivo
fundamental de impedir las actividades cotidianas de los sitiados. Se disparaban cuando los defensores comían,
dormían o se congregaban para funciones religiosas. Se buscaba romper su sensación de seguridad, generando una
alarma constante, disparándolas de dos en dos a zonas distintas, pero cercanas, de forma que si huías de una te
acercabas a la otra. Una sensación constante de amenaza, junto a la creencia de que no podían esperar ayuda y que las
minas explotarían en cualquier momento, hacían más fácil admitir como deseables las propuestas de capitulación del
enemigo. El atacante se presentaba siempre con amenaza en una mano y clemencia en la otra. Amenazaba con
matanzas, incendios y pillaje, mientras ofrecía respetar la vida y los bienes, libre salida de la guarnición, y honor,
porque ya habían aguantado más de lo que un ser humano puede aguantar. La diferencia estaba en negociar las
condiciones de rendición. Ganar una ciudad por rendición siempre ha sido más barato en dinero y vidas humanas que
ganarla por asalto.
O’Cahan, que sabía muy bien cómo sacar de quicio a los mandos franceses, trataba de contrarrestar aquella guerra
psicológica de los franceses. Era un capitán de los tercios de Flandes y era irlandés. Dos razones de peso para no temer
nada de aquellos remilgados oficiales franceses que se empolvaban la nariz antes del combate. ¿Morir? Había jugado
y ganado tantas veces a la muerte, que era de justicia que algún día le cayeran mejores cartas a la vieja señora de la
guadaña. Reírse del enemigo cuando tienes todas las de perder puede parecer ilógico de entrada, pero quita
dramatismo a la situación y ayuda a tambalear la seguridad del rival.
Hacia las 11 de la mañana del día 24 el jefe de las trincheras francesas, el marqués de Gebres, pidió un alto el fuego
para parlamentar. A través de un fraile capuchino les aseguró que estaban rodeados de minas listas para explotar, que
ya no podían esperar ayuda de nadie, y que el príncipe de Condé protegería la villa si se rendían. Le contestaron que
no tenían la más mínima intención de rendirse. Por la noche volvió a insistir y les preguntó “¿qué era lo que
pretendían hacer?”. Le contestaron que “defenderse ó morir”. Gebres les dijo que ya no había razón para continuar la
defensa y que iban a morir para nada. Dice Palafox que Daniel O’Cahan le respondió desde la muralla: “que para
morir con honra”. No era don Daniel hombre dado a cursilerías, así que ya nos gustaría saber con qué improperios
adornó su respuesta.
Los siguientes días fueron una carrera contra el tiempo. A los esfuerzos de los franceses por minar los muros se oponía
el trabajo de los artilleros y el contraminado de los defensores. Las galerías contraminas tenían dos misiones
fundamentales: impedir o retrasar el trabajo de los zapadores, y, en caso de que la mina llegara a explotar, la
contramina actuaba de aliviadero de la onda expansiva reduciendo su impacto sobre la muralla. El 26 los sitiadores
intentan cavar una nueva mina contra el cubo de la Magdalena. La artillería de la plaza la destruye. El 27 intentan otra
14
a poca distancia. Las baterías no consiguen acertar, hay que contraminarla desde el interior. El 28 se lanza contra los
zapadores todo lo que había: artillería, granadas, piedras y agua caliente. Los zapadores siguen trabajando. La
situación era angustiosa.
Pero allí estaba O’Cahan con sus bravatas para animar el patio. La noche del 29 se acercó al borde de la muralla y
preguntó a la guardia francesa “si traían los calzones largos como solían”, “le dixeron que sí” y que por qué lo
preguntaba. Les recomendó “que buscasen tixeras para cortarlos” para no tropezar cuando tuvieran que escapar a la
carrera. También dedicaba sus baladronadas a los defensores de la plaza para elevar el ánimo. Palafox decía de él que
era “soldado de mucho valor, aunque de mucho donayre”. Recorría la villa afirmando a voz en grito “que había de
defender él solo un asalto por la fe, otro por el rey, otro por la villa, otro por la metresa, y otros tres o cuatro por los
amigos”. Quienes han escrito sobre el sitio de 1638 han querido suavizar lo de la “metresa” afirmando que se refería a
su amante e incluso a su esposa. Pero los tercios iban acompañados de cirujanos que sanaban sus heridas, de clérigos
que cuidaban de su alma y de meretrices que cubrían otras necesidades más terrenales. Hasta tal punto se consideraba
la importancia de estas últimas, que un siglo antes el propio duque de Alba había establecido ya la presencia de una
“femme publique” por cada diez soldados, para evitar
problemas con la población civil. Estaban tan organizadas
que incluso formaban en compañías. Los capellanes de los
tercios aceptaban el hecho y sólo exigían que “debían
ejercer su oficio disfrazadas de lavanderas” y que
abandonaran el campamento o las camaradas al caer la
noche.
En este ambiente asfixiante Condé ordena un alto el fuego
entre las nueve y diez de la mañana del día 30, enviando un
tambor con un escrito instando a la rendición. El texto es
una oferta afectuosa en la que amenaza con “muchas minas
que están aparejadas para volar, cuyo efecto le dará la
entrada en la plaza”, y, para que resulte más creíble, les
ofrece elegir una comisión a la que llevará a visitar el estado
de las minas. La visita incluirá contemplar las fuerzas
francesas y lo avanzado de sus trincheras. Afirma que no pueden esperar ningún tipo de ayuda y que ya “han hecho
todo lo que gente de bien y fieles vasallos deben hacer”. Les ofrece que elijan ellos mismos las condiciones de la
capitulación, y que, si no aceptan, “su Alteza les declara no esperen alcanzar ninguna gracia de él, sino todo el rigor
de la guerra”. La respuesta firmada por Eguía afirma que nones, “que V. Alteza vuele las minas quando mandare y
disponga en ellas y en lo demás como le pareciere, que aquí estamos resueltos a resistir. Guarde Dios a V. Alteza
felices años”.
El 1 de septiembre a las ocho de la mañana un centinela del baluarte de la Reina gritó "¡mina, mina!" al ver un reguero
de pólvora que ardía rápidamente hacia el baluarte. En un estallido tremendo cayó buena parte del baluarte dejando
una brecha exterior "que bien cogería quince hombres por frente" que en su interior se estrechaba al llegar a la
contramina, que había hecho su cometido a la perfección. Al asalto general de los franceses respondieron los
defensores con mosquetazos. La pelea se generalizó en aquel paso tan estrecho que ninguna pelota de mosquete daba
en vacío. Palafox afirma que "el capitán Don Daniel y los Irlandeses pelearon dentro de la contramina entre una
espesa humareda de pólvora con intolerable olor y notorio peligro". M. Perrault escribiría posteriormente al
arzobispo de Burdeos afirmando que las condiciones eran muy peligrosas para los defensores y durante las primeras
dos horas el baluarte fue defendido únicamente por los irlandeses "que eran obligados a bastonazos y espadazos,
hacían su descarga y se retiraban". Una información que nos deja con alguna desazón. Pero, al fin y al cabo, eran los
tiempos que eran, los irlandeses eran extranjeros y además el comentario proviene del bando que perdió en aquel
asedio. En fin, dejémoslo. Seis horas duró el asalto, sin que los franceses lograran superar la línea de defensa. Segunda
mina y segundo asalto. Abrir brecha y entrar por ella. La última fase, entrar al asalto, seguía siendo la más difícil.
Posición de las baterías (N) y morteros (M) que disparaban sobre
la plaza, según plano francés del asedio (1642)
15
En el exterior de la plaza el resto de los tercios irlandeses, en ausencia de Tyrone y Tyrconnell, había quedado al
mando directo del sargento mayor Gerat Barry formando parte de las fuerzas de socorro. Gerat, primo de David Barry,
se había retirado en 1637 pero se había reincorporado respondiendo a la llamada del Rey para que se dirigieran a
Fuenterrabía todos los veteranos. Los tercios irlandeses, junto con la Coronelía del conde-duque de Olivares, eran las
únicas grandes unidades veteranas del ejército de socorro. Estaban al mando del marqués de Mortara, y habían tomado
y fortificado la posición estratégica de la ermita de Santa Bárbara en el monte Jaizkibel. En opinión de los mandos a
ellos debía corresponder "intentar el socorro, pues los bisoños y milicias más servirían de confusión á los nuestros,
que de daño o terror al enemigo". Y no les faltaba razón, porque pronto se demostraría que no había mucho que
esperar de aquellas tropas reclutadas por la fuerza a última hora. El ataque estaba previsto para el 3 de septiembre,
pero la noche anterior estalló una fuerte tempestad y al amanecer 7.000 hombres habían abandonado sus puestos en el
Jaizkibel. Sólo conservaron sus posiciones la Coronelía de Olivares "y los irlandeses, sin mover apenas los pies de
donde los halló la tempestad, ni desarrimarse de sus picas", junto a soldados veteranos de otras unidades. El propio
marqués de Torrecusa afirmó que había que agradecer a la tempestad que desbaratara el ataque "por el riesgo que
hubiera corrido con gente tan bisoña y mal disciplinada".
La desmoralización cundió en las fuerzas de socorro. No tenían con qué ayudar a la población sitiada y decidieron
poner en conocimiento de los defensores cual era la situación. Volvían a estar solos y debían pensar en salvar sus
vidas. Se les escribió un mensaje que decía "que en resolver ó rehusar la rendición sólo atendiesen á sus fuerzas, y no
contasen sino con las que tenían dentro de los muros". Se eligió a dos irlandeses y se les dio duplicada esta carta para
que cada uno intentara llegar a la plaza por caminos distintos. Pero no hubo forma de atravesar las líneas francesas. Y
menos mal, porque el mismo día 3, Condé, que ya veía ganada la fortaleza, hacía llegar a la plaza otro escrito en el que
les comunicaba que ya todo estaba preparado para "entrar cuando él quisiere" y daba una vuelta de tuerca más a las
amenazas apelando a "los desórdenes que se seguirán en la toma de la villa por asalto, donde la honra de las mujeres
y la vida de los inocentes están expuestas al furor de los soldados". Les daba la última oportunidad. Cundieron las
dudas entre muchos de los defensores, pero el alcalde Butrón cortó de raíz los murmullos amenazando con coser a
puñaladas al primero que hablara de rendición. Respondieron que "su Alteza puede dar los asaltos que fuera servido,
que aquí estamos resueltos á aguardarlos". Butrón lo habría tenido mucho más difícil si alguno de los irlandeses
hubiera conseguido llegar a la plaza con el escrito. En el Archivo Histórico de Hondarribia hay una traducción del
escrito del príncipe francés. Al pie dice: "tradujo de lengua francesa a la española los escritos don Pedro Jeraldin
ayudante de yrlandeses”. Peter FitzGerald hacía valer su conocimiento de idiomas convertido en traductor de la villa.
Con esta respuesta ya quedaba todo visto para sentencia. Pasaron toda la noche en sus puestos. A las cinco de la
madrugada del día 4 los franceses dieron fuego a las dos minas que tenían terminadas en el baluarte de la Reina. Cayó
al suelo una parte importante de la muralla, quedando una brecha por la que podría entrarse incluso a caballo. A la
tercera explosión de minas correspondía de inmediato un tercer asalto. Los franceses asaltaron la gran brecha creada.
Los defensores se defendían con todo lo que había a mano. A mosquetazos, a picazos y a pedradas. Dice Palafox que
peleó en la brecha "el capitán Don Terencio con un trozo de irlandeses, que asistió con grande resolución". Más le
chocaría a Terence O’Gallagher contemplar junto a él al capellán Mendiguren y al clérigo Asturiaga que, pica y
mosquete en mano, le daban duro a los atacantes, que no hay buen cuidado –dicen- que no empiece con uno mismo.
"Enfervorizándose la refriega llegaron dos capitanes irlandeses con un pelotón de los suyos". Cinco asaltos, cuatro
horas de combate cuerpo a cuerpo al descubierto de las baterías enemigas, peleando entre un estruendo de explosiones
y en medio de una nube de humo. Sin tiempo para recuperar el aliento, porque cada vez que los franceses se retiraban
llovía sobre el baluarte el fuego de los cañones de Santa Engracia. Los franceses se retiraron de forma definitiva, pero
no por ello llegó el descanso. Había que prepararse para el siguiente asalto. Por la noche y todo el siguiente día
prosiguieron sus obras los zapadores franceses construyendo zanjas por las que pudieran avanzar a cubierto los
siguientes asaltantes. Los defensores trataban de impedírselo con bombas, granadas y piedras, mientras algo más atrás
del baluarte "se comenzó á hacer una trinchera, á que dieron principio los irlandeses" por si los franceses conseguían
traspasar las primeras líneas de defensa.
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A las seis de la mañana del día 6 volvieron las tropas francesas al asalto. Volvió el humo y el ruido de las explosiones,
el chocar de picas y espadas, y el crujido de las culatas de los mosquetes utilizadas como mazas. "Con mucho valor el
capitán Don Terencio, del tercio de los irlandeses, que habiéndosele quebrado la pica, con el pedazo que le quedó
peleó grande rato" cubierto por un manto de sangre que brotaba de dos tajos de espada en su cabeza. La pelea era ya
tan abierta que varios vecinos salieron de la plaza atacando directamente a los franceses en sus propias trincheras y el
alcalde Butrón tuvo que salir a buscarles, mientras un grupo de unos treinta chavales de la villa, de no más de quince
años, hizo estragos disparando con arcabuces. Se trajo un barril grande, se le metió dentro un barril más pequeño de
pólvora y gran cantidad de piedras, y se arrojó brecha abajo. Al explotar se llevó por delante a treinta atacantes, y su
fuego incendió los doce apóstoles que llevaba al pecho un grupo de cuarenta mosqueteros franceses, abrasándoles.
"¡Merde mousquet!".
Las tropas de socorro lo veían todo desde Jaizkibel. El marqués de Mortara que contemplaba desde la ermita de Santa
Bárbara las estrecheces que pasaba la plaza, no pudo contenerse y atacó con irlandeses y guzmanes. Su movimiento
distrajo al alto mando francés haciéndole
temer un ataque en firme por la
retaguardia, y contribuyó a la retirada de
las tropas de asalto enemigas a sus
cuarteles. La plaza había aguantado el
cuarto asalto. Sin suministros, sin
munición y con muy pocos defensores, es
difícil que aguanten más asaltos. Se hace
un Consejo de Guerra en los cuarteles
franceses. Debe tomarse la plaza cuanto
antes porque las tropas de socorro de
Felipe IV están peligrosamente cerca.
Deciden dar el asalto definitivo el día 8. Terminarán la mina que tienen casi preparada, la volarán, y atacarán
simultáneamente a los baluartes de Leiva, de la Reina, de San Felipe, y a la estacada por mar.
La situación era ya trágica. De mil defensores quedaban sólo trescientos, heridos, agotados y malnutridos. De
novecientos barriles de pólvora quedaban cuarenta y cinco, y Eguía sabía que gastaban treinta barriles para defender
cada asalto. Si les atacaban por varios puntos a la vez ya no habría suficiente para un día más. Ya casi no quedaban
balas, porque después de acabar con todo el hierro y plomo de la villa las habían fabricado fundiendo el peltre de las
cazuelas y platos de las casas. Se había llegado al mediodía de aquel día 7 de septiembre de 1638 y ya no cabía esperar
que llegara ninguna ayuda. El gobernador y el alcalde se despidieron con un último abrazo, encaminándose Eguía al
baluarte de la Reina y Butrón a la estacada. No iban a poner fácil el final.
Pero a la una de la tarde un rugido de júbilo les sacó de sus negros pensamientos. Los defensores habían oído un
alboroto lejano de explosiones, tambores y gritos. Torrecusa y Mortara avanzaban. El ejército de socorro atacaba
desde Jaizkibel.
Eguía ordenó a todos permanecer en sus puestos defendiendo la fortaleza, mientras los atacantes franceses regresaban
a sus cuarteles convertidos súbitamente en defensores. Desde los destrozados muros de la plaza observaron la batalla,
peleando su propia batalla interior. El cerebro ordenaba mantener sus puestos, pero el cuerpo les pedía salir y atacar a
la retaguardia francesa. Durante horas la batería enemiga del alto de Santa Engracia continuó disparando
ininterrumpidamente sobre la villa, como si lo que pasara en el campo no tuviera que ver con ellos. Habían sido la
gran tortura durante todo el asedio y estaban dispuestos a seguir siéndolo hasta el último momento. Los defensores de
la plaza ya no pudieron más, y haciendo oídos sordos a las órdenes del gobernador improvisaron una columna de
ciento cincuenta hombres que ascendió a la batería desalojando a los artilleros. De vuelta barrieron las trincheras
francesas y se acercaron a la mina del baluarte de Leiva, encontrando dentro a los zapadores que seguían picando el
muro sin tener conocimiento de lo que sucedía en el exterior. No volvieron a picar.
Asalto al baluarte de la Reina (Redondo, 2003)
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Las tropas imperiales se hicieron con la villa, haciéndose célebre aquella frase que el Almirante de Castilla escribió a
su esposa, y que la leyenda ha atribuido al gobernador Eguía: "Amiga, como no sabes de guerra, te diré que el campo
enemigo se dividió en cuatro partes: una huyó, otra matamos, otra prendimos, y la otra se ahogó. Quédate con Dios,
que yo me voy a cenar a Fuenterrabía". Y entrando a las cinco y media de la tarde a caballo por la brecha, entre el
júbilo de los defensores, daba carpetazo a los sesenta y nueve días del gran asedio de Fuenterrabía de 1638.
Dice Matías de Novoa que al llegar el Almirante y el marqués de los Vélez a la parte alta de la muralla "vieron una de
aquellas matronas de guardia con un mosquete y horquilla, y viendo que se admiraban de verla, con semblante
denodado dijo: "¿qué se extrañan vuestras excelencias? el día que menos he trabajado ha sido hoy que no he tirado
más de dos mosquetazos"; y luego disparó con tanta agilidad y presteza como lo pudiera hacer un soldado viejo de
Flandes". El ayudante de cámara de Felipe IV, impresionado por el comportamiento de las mujeres hondarribiarras
durante el asedio, afirmaba en su manuscrito que "aseguraban muchos de la plaza que se hubieran perdido si no
hubieran tenido la ayuda de las mujeres, que habían andado como amazonas haciendo trincheras, cargando los
mosquetes al tiempo de los asaltos, y otras llevando la pólvora y balas en las faldas para que los hombres tirasen con
más presteza, y últimamente estuvieron resueltas a vestirse todas de hombres pues no les faltaba el ánimo y el
esfuerzo para salir a rebatir el asalto general que se esperaba del arzobispo de Burdeos".
Pero la guerra es la guerra, y los soldados vivían del botín. De la plaza sitiada “salieron muchos a recoger despojos, y
fueron muy considerables los que se hallaron”. Y según Novoa, "los irlandeses, para mejor gozar del pillaje, diestros
en este arte de despojar, tomaban los ahogados y los metían más adentro para que los cubriese la mar y en sazón más
desembarazada poderlos desnudar en bajamar". La Gaceta del Gran Asedio afirmaba: "Es así como un rico botín ha
caído en manos de los soldados del ejército de socorro. Ha visto este gacetero irlandeses vestidos con capas de
duques y ahítos de oro y joyas”. Tras las batallas brotaban por todas partes los mercaderes a hacer su agosto
comprando el producto del pillaje a bajo precio. Los soldados no necesitaban joyas ni sedas. Necesitaban dinero
contante y sonante para seguir viviendo.
El soldado navarro Alonso Martínez de Aguilera, testigo presencial aquel día, afirma que en los campamentos
franceses “hallaronse mesas puestas, comida en los asadores, gallinas, pavos, espaldas de carnero, quartos de baca y
otras muchas cosas”, de las que la tropa dio buena cuenta. Es de especial interés su observación de que
“particularmente fue excelente día para los irlandeses que después de aver dado canilla a las pipas que abia de
buenos binos diferentes, no sintieron hambre, sed, ni cansancio hasta la mañana”, porque confirma nuestra hipótesis
inicial de que si no bebían vino en Irlanda no era por virtuosa abstinencia, sino porque en la isla no había vino.
Se envió a los soldados irlandeses de forma inmediata a Irún para hacerles formar en el palacio Arbelaiz, residencia
del Almirante de Castilla. Rodeados de gran número de oficiales, se les amenazó con graves represalias si cambiaban
de fila para inflar el resultado. Eran 840 del tercio de Tyrone y 571 del de Tyrconnell. Entre oficiales y tropa eran un
total de 1.411. Lo que significa que, a pesar de las precauciones, se la habían vuelto a colar a los contadores del
Almirante. Con todos los que habían caído, ahora eran dieciocho más de los que habían llegado de La Coruña. Los
datos de esta revista tan inflada no permiten tener una referencia numérica de lo sucedido a los irlandeses que
defendieron la villa desde el interior. Al menos no por el momento.
Había que decidir qué hacer con ellos. El marqués de los Vélez, virrey de Navarra, veía venir el peligro y escribió al
Almirante el 13 de octubre afirmando que Navarra era muy pobre, y no podía acuartelar ni mantener a los irlandeses.
Pero el Almirante decidió el día 16 que la rapacidad de los irlandeses excedía todas las expectativas, y que el virrey de
los Vélez era la persona ideal para mantenerlos a raya. 150 hombres del tercio de Tyrone y 100 del de Tyrconnell
fueron enviados como guarnición a San Sebastián, y el resto fue enviado a Navarra el 22 de noviembre. El virrey
volvió a pasarles revista al entrar en Navarra. No consta cuantos eran, pero sí que el de los Vélez escribió al Almirante
quejándose de que eran más de los que le habían comunicado que le enviaban. Los irlandeses se habían vuelto a
multiplicar entre Irún y Endarlaza.
Su estancia en Navarra fue muy dura, para ellos y para los navarros. Un oficial del ejército español decía que eran
"muy buenos y valerosos soldados y oficiales", pero "donde llegan no hay langosta como ellos". Porque los problemas
entre los irlandeses y la población navarra surgieron rápidamente. El virrey de Navarra sabía que los irlandeses
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abusaban de los civiles, pero también sabía que, salvo el pequeño adelanto cobrado en La Coruña, no habían cobrado
los atrasos que se les debían. No se les alojaba, no se les alimentaba, y todo lo tenían que comprar a precios
desorbitados, con lo que el botín obtenido en Fuenterrabía se esfumaba. A ello se sumaba una preocupación constante
porque el tercio estaba muy cerca de la frontera, y conocían los intentos franceses por conseguir que se pasaran a su
ejército. De hecho el cardenal Richelieu, a pesar del grave varapalo sufrido, había seguido insistiendo y el 8 de
noviembre de 1638 escribía al arzobispo de Burdeos ordenándole que "haga lo posible por arrebatar a los irlandeses
a España y unirlos al ejército del rey".
En febrero de 1639 – cinco meses después de terminado el sitio- se ordenó la distribución de ropa y pan a los
irlandeses, y se analizó sus quejas. La realidad es que estaban acuartelados en edificios abandonados, sin alimentos,
sin camas y sin leña. Oído el informe, Felipe IV ordenó a las autoridades navarras que cumplieran con su obligación
de alojarles. El Rey y el Consejo de Guerra querían tenerlos contentos "porque eran los únicos veteranos del ejército
del norte de España". Otra cosa eran las pagas. Tyrone expuso que la infantería española presente en el sitio de
Fuenterrabía, dentro y fuera de la fortaleza, había cobrado dos pagas en recompensa a su servicio. Los irlandeses no
habían cobrado nada. Se dio orden inmediata de pagar aquellas dos pagas.
En la primavera de 1639 comenzó a circular un rumor que más que un murmullo era un grito. Se afirmaba que los
agentes de información del Imperio habían detectado a un desconocido capitán irlandés que intrigaba para que las
guarniciones irlandesas de Guipúzcoa vendieran la plaza de Fuenterrabía a los franceses. El rumor llegó hasta
Olivares, que reunió al Consejo de Guerra para que debatiera el asunto. El dictamen consideró que las acusaciones
eran insuficientes, que este tipo de rumores solían ser muy corrientes en el ejército, y que los celos que sentían muchos
oficiales españoles por los triunfos de los hibernios podían estar en la base de este rumor. Pero, por si acaso, se
tomaron una serie de decisiones inmediatas. Se trasladó a los 568 hombres del tercio de Tyrconnell a Cataluña y se
enviaron doscientos soldados españoles a la guarnición de San Sebastián acuartelando a los irlandeses fuera de los
muros.
Pero un año después seguían sin acabar
de cobrar aquellas pagas. Los
irlandeses que habían combatido desde
el exterior, en el ejército de socorro a la
plaza, habían cobrado un tercio de los
atrasos. Pero los que habían defendido
la plaza desde el interior no habían
cobrado nada. Y gracias a un memorial
de Constantine O’Neill, sargento mayor
del tercio de Tyrone, sabemos que
habían salido con vida del interior de la plaza ochenta y cinco. Según los pagadores, los que habían servido en el
interior de la fortaleza “habían recibido pan, comida y vino pagados por el ejército”, y no les pagaban porque no
aceptaban que se les descontaran estos gastos. Hoy puede parecernos insólito que a unos soldados que se arriesgan por
entrar en una fortaleza y defenderla, perdiendo muchos de ellos la vida, se les descuente del sueldo la comida. Pero
esto era muy normal entonces, más aún tratándose de soldados extranjeros. Sin embargo, los irlandeses tenían toda la
razón al negarse. No habían sido alimentados con productos pagados por el ejército, porque al principio del sitio los
almacenes militares estaban prácticamente vacíos. Fueron los hondarribiarras los que pusieron en común todo lo que
tenían guardado. Y así Moret afirma que “hízose público apeo de cuanto trigo y bastimentos había privadamente en
las casas y se partió también para la tropa sin contradicción de sus naturales”. Fueron los naturales de la villa –y no
el ejército- los que pusieron todo lo que tenían a disposición de todos.
Pero el escrito de O’Neill nos da respuesta a la pregunta de cuántos irlandeses perdieron la vida defendiendo la
fortaleza en el sitio de 1638. Con independencia de revistas más o menos infladas, ahora sabemos que entraron 200 y
quedaron vivos 85, luego perdieron la vida defendiendo la fortaleza aproximadamente unos 115 irlandeses. Decimos
“aproximadamente”, porque aunque todos los autores, siguiendo a Palafox, afirman que entraron en el primer
contingente irlandés 150 soldados, a nosotros no nos salen así las cuentas. En una reciente tesis doctoral basada en
La bandera ondeando mientras caían los muros
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documentación del Archivo General de Simancas, Eduardo Mesa afirma que de San Sebastián salieron doscientos
irlandeses y tuvieron que volver cuarenta por el hundimiento de sus embarcaciones. Lo que indicaría que entraron en
la villa 160 y, por lo tanto, serían 125 los que habrían caído en su defensa. En todo caso sólo sobrevivieron al asedio
un 40% de los irlandeses. En una proporción igual a la de todos los defensores en su conjunto, pues de los mil
defensores que llegó a haber sólo quedaban con vida cuatrocientos el 7 de septiembre de 1638. Si los soldados más
preparados y experimentados cayeron en igual proporción que los paisanos y militares con menos experiencia, la
respuesta puede estar en que ocuparon casi siempre las posiciones de mayor peligro.
El 25 de mayo Tyrone envió a Olivares las cartas que había recibido de sus oficiales en Navarra quejándose de que el
trato que les dispensaban las autoridades y los oficiales navarros estaba empujando al motín o a la deserción a sus
hombres. En una de ellas, el capitán Daniel O’Cahan se quejaba de que cualquier petición a las autoridades locales
recibía respuestas despectivas como “vayan a la puerta de la iglesia y recen por sus almas”, una forma barroca de
mandarles a hacer gárgaras. El capellán mayor del tercio afirmaba que el obispo de Pamplona obligaba a los
capellanes irlandeses a aprobar un examen de conocimientos eclesiásticos en castellano para poder ejercer su
ministerio. Y, mientras tanto, exigía que los sacramentos fueran administrados por curas navarros ayudados por
intérpretes, porque la mayoría de los soldados sólo hablaban gaélico. En la mayoría de los casos estos “intérpretes”
eran los propios oficiales del tercio, de forma que si un soldado quería confesarse, tenía que contar sus pecados al
capitán de su compañía para que éste los trasladara al clérigo navarro. La penitencia seguía el mismo proceso,
invirtiendo el orden. Se estaban tocando temas muy delicados para los irlandeses: el respeto, el prestigio, la paga y la
religión.
Finalmente los 838 hombres del tercio de Tyrone recibieron la orden de partir hacia Aragón para, con las unidades allí
concentradas, partir hacia el frente de Cataluña. Shean O'Neill de Tyrone (Juan Onil de Tirón) murió de un
mosquetazo en el pecho en 1641 en la batalla de Montjuich. Daniel O'Cahan era teniente de maestre de campo y
segundo al mando del tercio de su primo. El tercero al mando era David Barry, ya sargento mayor. Mandaban un
escuadrón de mil mosqueteros irlandeses y españoles, lo que indica el prestigio militar que ya tenían. En caso
contrario, los oficiales españoles nunca hubieran admitido estar bajo el mando de unos extranjeros. Tyrone fue
alcanzado por un mosquetazo, y O'Cahan recibió orden del Rey para escoltar su cadáver a Madrid, donde recibió
honores de jefe de estado. David Barry murió aquel mismo año en la misma campaña. Tampoco Tyrconnell sobrevivió
a Cataluña: Hugh O'Donnell (Hugo Donel) murió en un combate naval frente a Barcelona en septiembre de 1642. Un
barco francés incendiado comunicó el fuego a la galera en la que se encontraba. Tuvo que lanzarse al agua sin poder
quitarse el coselete, y con aquel enorme peso murió ahogado.
A la victoria de Fuenterrabía se le dio un profundo sentido patriótico. Era producto del heroísmo de los defensores de
la plaza que soportaron en condiciones infrahumanas sesenta y nueve días de asedio, dieciséis mil cañonazos y
cuatrocientas sesenta y tres bombas. Y en última instancia el resultado final de un ataque de socorro, con fuerzas muy
inferiores, que demostró la superioridad de las armas españolas frente a las francesas. En aquel relato no había lugar
para la aplastante derrota sufrida por la flota de Lope de Hoces en Guetaria a manos de la escuadra francesa, ni para la
humillación de haber tenido que utilizar en casi todas partes a dos tercios extranjeros ajenos al Imperio. El desastre de
Guetaria se resolvió haciendo responsable de todo al almirante Lope de Hoces, que fue procesado. Mientras la
participación de los irlandeses en la defensa interior de Fuenterrabía y en el ataque del ejército de socorro que la liberó
tendió a ser silenciada entre los autores de la época, y consiguientemente en muchos autores posteriores. Como
consecuencia de esto, la actuación de las tropas irlandesas en Fuenterrabía mereció el reconocimiento del alto mando,
los celos de la milicia española y la indiferencia general del pueblo, que poco se enteró del asunto.
Y, como escasean los relatos sobre la importancia de la participación irlandesa, reproducimos una pasaje de la carta
enviada al Rey por el propio almirante Lope de Hoces, fechada el 14 de septiembre de 1638 en Tolosa: “Traje los dos
tercios de irlandeses con que, a los ocho días de haber entrado el enemigo en esta provincia de Guipúzcoa, la socorrí,
y llegó este socorro á tiempo, que estaba su gente tan atemorizada como es notorio y esperando todos su pérdida.
Con la venida de aquella gente se alentaron, y con la que metieron de ella en Fuenterrabía se ha conservado la plaza
y defendido hasta que, juntando V. M. mayor fuerza, la pudo socorrer”. En opinión de don Lope la entrada de los
irlandeses fue absolutamente determinante para el éxito de la defensa de la villa sitiada.
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También el embajador inglés en Madrid, Sir Arthur Hopton, reconocía su servicio en carta al Lord Diputado de
Irlanda: “Los irlandeses han conseguido aquí mucha reputación en el servicio de Fuenterrabía, y con mucha razón,
porque han servido bien. Percibo que los españoles sentirían mucho no tenerlos en sus ejércitos”. El Lord Diputado
contestaba, el 20 de enero de 1639, que “en cuanto a los dos mandos irlandeses y sus unidades, me place mucho su
destino porque les mantiene lejos de aquí”.
Pero como los premios y recompensas son también una forma indirecta de valorar el mérito de un servicio, echemos
un vistazo a los recibidos por el contingente irlandés. El Consejo de la Guerra creó una “Junta del despacho de los
soldados que se hallaron en la ocasión de Fuenterrabía” que, a partir de 1639, se convirtió en un órgano consultivo
que estudiaba y recomendaba al Rey los premios a los militares que participaron en ella. La recompensa más especial
se reservó para Daniel O’Cahan. Se le nombró capitán de una compañía española de caballos-corazas, una caballería
pesada acorazada con un equipamiento tan costoso que sólo la élite social podía formar en sus filas. Con este
nombramiento Felipe IV ponía a miembros de la nobleza castellana bajo el mando directo de un exiliado irlandés.
David Barry y Oliver FitzGerald fueron nombrados caballeros de la orden de Santiago, y Terence O’Gallagher capitán
de una compañía del tercio de Tyrconnell. Los heridos recibieron ayudas. Power y Merriman, que habían perdido una
mano lanzando granadas, fueron recompensados con 400 reales. Merriman se hizo fabricar una mano de hierro y
siguió sirviendo como sargento en la guarnición de San Sebastián. Hay constancia de que recibieron ayudas las
familias de los fallecidos William Anglin, James Cotter, Patrick FitzGerald, Gerald Hope, Robert O’Phelan, Dermot
MacCarhy y Thomas O’Reilly.
En el diario del cerco apareció una “lista de todos los que se hallaron en Fuenterrabía” que incluía autoridades,
oficiales, clérigos, escribanos, cirujanos, soldados, vecinos y moradores. Manuel Silvestre de Arlegui la añadió al libro
de Moret en 1763, pero en ella no aparece ningún irlandés. En su homenaje, aquí va la lista de otros nombres que
hemos podido encontrar: Daniel O’Kelly, Bernard MacDermot, Arthur O’Brien, Anthony O’Grogan, Eustace O’Neill,
Phelim MacCarthy, Denis MacRory, Guilduff O’Driscoll, William O’Horan, Terence O’Muloghlyn, Edmund Power,
Richard Butler, Eugene O’Sullivan, James FitzGerald, Philip Deady, Bernard MacSweeney, William FitzGerald y
William Furlong
Mientras tanto la situación en Irlanda se iba calentando y había
desembocado en 1641 en un conjunto de pequeñas rebeliones
desorganizadas. Aquello no tendría éxito si no se le ponía un mínimo de
orden. En abril de 1642 se desplazó a Bruselas una diputación del norte de
Irlanda para ofrecer el mando de las fuerzas del Ulster a Owen Roe O’Neill
(Don Eugenio Onil), el maestre de campo más veterano al mando de un
tercio irlandés y uno de los pocos supervivientes de la fuga de los condes de
1607. Con dinero del papa Urbano VIII compró la fragata Saint Francis, en
la que embarcó con 300 hombres escogidos. Entre ellos sus hermanos
Henry, Brian y Con, algunos viejos conocidos como Daniel O’Cahan, y
otros veteranos supervivientes de la defensa y socorro de Fuenterrabía en
1638 como –que sepamos- Eugene MacCarthy, Roderick O’Neill, Mathew
Kennedy, Maurice MacSweeney, Denis O’Donovan, o David, Gerald y
Patrick FitzGerald. Y lo sabemos porque todos ellos recibieron licencia real
para abandonar el ejército y volver a Irlanda, y en el documento se cita su
participación en la defensa de la fortaleza. Felipe IV les concedió una ayuda
de costa para comprar armas y municiones que les permitiera “llegar a
Irlanda convenientemente vestidos y armados”. El Rey no podía dar una licencia conjunta porque sería una
declaración de guerra contra Inglaterra, así que fue concediendo licencias y ayudas individuales, mientras hacía llegar
a los rebeldes 20.000 escudos, con los que pudieron comprar unos 10.000 mosquetes con todo su equipamiento.
Retrato holandés de Owen Roe O’Neill
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En mayo uno de los numerosos espías ingleses que les acompañaban detectó que estaba pasando algo, avisando que
“O’Neill ha dejado su residencia, y no puedo saber dónde ha ido. Esto reafirma mi sospecha de que se propone ir a
Irlanda”. De forma inmediata se dio aviso a todos los puertos de Irlanda para que los arrestaran o impidieran su
desembarco. Después de muchos intentos la Saint Francis consiguió arribar a finales de julio a Castle Doe, en
Donegal, y Owen Roe O’Neill (Owen el Rojo) se puso a la cabeza de la rebelión, nombrando teniente general y
segundo al mando a Daniel O’Cahan. Don Daniel quedó al mando directo de la caballería irlandesa. Aplicando todo lo
aprendido, la convirtió en una unidad moderna con una enorme movilidad. Los ingleses tenían un ejército más
poderoso, así que la estrategia fue evitar las grandes batallas y concentrarse en ataques relámpago por sorpresa.
Desecharon casi por completo el peso de mosquetes, picas, munición, pólvora, petos y morriones para moverse más
rápido con la ligereza de la ropera y la vizcaína. O’Cahan demostró todo lo que había aprendido en su exilio
continental con unas agresivas cargas de caballería que volvían locos a los ingleses. Con la excepción de Dublín, en
otoño tenían ya controlada casi toda la isla.
Pero su vieja compañera de la guadaña le estaba esperando el 13 de junio de 1643. Don Daniel cayó en un combate en
Clones en el condado de Monaghan. Según Friar O’Mellan, testigo presencial del hecho, todo se debió a la mezcla
letal entre el carácter combativo de O’Cahan y una dosis considerable de mala suerte. Estaba haciendo un
reconocimiento con un centenar de caballeros, cuando a lo lejos vio a cinco jinetes ingleses. Espoleó a su caballo
cabalgando en solitario hacia ellos, mientras el resto de su tropa, que le conocía bien, se quedó parada para observar la
lucha. Pero cuando se acercaba, el caballo de don Daniel tropezó y le lanzó al suelo. O’Cahan murió en la caída. Un
decepcionante final para quien había pasado la vida haciendo regates en corto a la muerte. La vieja señora no pudo
sonreír. Se había quedado sin jugar la partida final.
Owen Roe O'Neill murió el 6 de noviembre de 1649 en el castillo de Clough Oughter, siempre se ha sospechado que
envenenado por agentes ingleses. Las tensiones políticas en la Confederación de Kilkenny llevaron a nombrar como
líder a un religioso, el arzobispo de Clogher, para sustituir a un militar experimentado. La iglesia católica irlandesa
recuperaba el control absoluto a cambio de conducir a la rebelión irlandesa al desastre.
Esta rebelión le llegó a Felipe IV en el peor momento. Los irlandeses le ofrecieron "ser aclamado como Rey y Señor
de Irlanda" a cambio de ayuda militar. Se lo ofreció la Confederación en 1642, Owen Roe O'Neill en 1645 y lo poco
que quedaba de la resistencia gaélica en 1652. Pero Felipe IV no quiso dar el paso y contestó que "no estamos en
tiempo de conquistar nuevos reinos, sino de recuperar los perdidos y mantener los propios". El Imperio Habsburgo
estaba agotado y comenzaba a desmoronarse. La guerra de Flandes, el enfrentamiento con Francia, las revueltas en
Cataluña y Portugal y enfrentamientos navales por todo el planeta le hicieron dejar solos a los irlandeses, mientras
Francia no perdía tiempo en ponerse a la cabeza de la ayuda financiera a los rebeldes de la isla. En 1652 toda Irlanda
estaba controlada por Oliver Cromwell, acabando con aquellos diez años de rebelión. El poder gaélico quedaba
destruido por completo. La fidelidad de las tropas irlandesas se rompió, y entre 1653 y 1654 unidades completas se
pasaron a un ejército francés que las recibió con los brazos abiertos. Lo que no había podido conseguir el cardenal
Richelieu lo había conseguido Mazarino. A partir de aquí hubo tropas mercenarias irlandesas en todos los ejércitos,
pero fueron ya soldados profesionales desprovistos de todo aspecto ideológico y aun religioso.
Irlanda no alcanzaría su plena soberanía como Estado hasta 1949. Pero no toda ella. Precisamente los territorios de
Tyrone, O'Cahan y parte del de Tyrconnell siguen hoy formando parte de la corona inglesa.
22
Nota:
La base de la que parte cada uno determina la historia que cuenta.
Malvezzi y Palafox -a sueldo de Olivares- contaron las maravillas
que obró el conde-duque. Novoa y Moret, que no soportaban a
Guzmán, hicieron exactamente lo contrario. Martínez de Aguilera
era un soldado navarro que escribió un relato heroico de la
liberación de Fuenterrabía por los navarros, y García Samaniego -
oficial de Estado Mayor- observó el asedio como una demostración
de la superioridad táctica del ejército español. Nosotros hemos
buscado datos sobre la participación irlandesa en el sitio de 1638.
Si el relato se ha visto arrastrado en el mismo sentido, sirva como
pequeña compensanción por estos últimos cuatrocientos años de
olvido. La Ciudad de Hondarribia tiene una deuda con aquellos
doscientos gansos salvajes.
Tetxu HARRESI, 30 de abril de 2017
Fuentes:
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Archivo Histórico de Hondarribia, Guerras (1630-1649), E-5-II-2-7
Martínez de Aguilera, A. (1638), Relación verdadera del socorro de Fuenterravía, Manuscrito, Archivo Histórico de Hondarribia, E-5-II-2-7
Palafox, J. (1639), Sitio y socoro de Fuenterrabía y sucesos del año de mil y seiscientos y treinta y ocho. Escritos de orden de su Magestad,
Barrio, Madrid
Novoa, M. (aprox. 1640), El sitio de Fuenterrabía, escrito por D. Juan de Palafox, escríbele también el autor, poniendo lo que el otro no dijo,
en Vivanco, B. Historia general del Rey de las Españas don Phelipe Quarto (…), Tomo IV, Manuscrito, Biblioteca Nacional de España,
MSS/1728 V. IV (Memorias secretas de Matías de Novoa, ayudante de cámara de Felipe IV, escritas con el seudónimo de Bernabé Vivanco)
Moret, J. (1763), Empeños del valor y bizarros desempeños ó Sitio de Fuenterrabía, Ezquerro, Pamplona, (traducción castellana del original en
latín de 1654)
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their vicissitudes abroad, and their death in exile, Duffy, Dublin
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Todo lo sufren en cualquier asalto; sólo no sufren que
les hablen alto (Calderón de la Barca). Pablo O., 2012