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LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Por
EDUARDO GALEANO
Historia
Inmediata
“... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez ...”
(Proclama insurrecional de la Junta Tuitiva en la ciudad de La Paz, 16 de julio de 1809).
Eduardo Galeano
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INTRODUCCIÓN: CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA
La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en
ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América
Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los
europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes
en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Este ya
no es el reino de las maravillas donde la realidad derrota a la fábula y la imaginación
era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de
plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las
necesidades ajenas, como fuente de reservas del petróleo y el hierro, el cobre y la
carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países
ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana
produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores que
los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968
Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el progreso, “hablar de precios justos en
la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre
comercialización...”
Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios.
Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado
externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que
fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos
dominados. “Se ha oído hablar de concesiones hechas por América latina al capital
extranjero, pero no de las concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de
otros países ... es que nosotros no damos concesiones”, advertía, allá por 1913, el
presidente norteamericano Woodrow Wilson.
Él estaba seguro: “Un país –decía- es poseído y dominado por el capital que en él se
haya invertido”. Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a
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la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el
mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub
América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta
nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde,
norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de
poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y
su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos.
El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente
determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo.
A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la
metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias
sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también
comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus
vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes
ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra.
(Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas
más pobladas de la actualidad).
Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de
América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros
ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos:
la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del
desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se convirtieron en veneno.
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Potosí, Zacatecas y Oruro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores
de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el
destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste
azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros
del lago Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas
que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del
poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y
simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro,
dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida
d bestias de carga.
La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo anterior, el nivel de vida de los países
ricos del mundo excedía en un cincuenta por ciento el nivel de los países pobres. El
desarrollo desarrolla la desigualdad: Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en
discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per capita en Estados
Unidos sería quince veces más alto que el ingreso en América Latina. La fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume magnitudes cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más ricos en términos absolutos,
pero mucho más en términos relativos, por el dinamismo de la disparidad creciente. El
capitalismo central puede darse el lujo de crear y creer sus propios mitos de opulencia,
pero los mitos nos se comen, y bien lo saben los países pobres que constituyen el
basto capitalismo periférico. El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es
siete veces mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más
intenso. Y los promedios engañan, por los insondables abismos que se abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres y los pocos ricos de la región. En la
cúspide, en efecto, seis millones de latinoamericanos acaparan, según las Naciones
Unidas, el mismo ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la
base de la pirámide social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna asciende a veinticinco centavos de dólar por día; en el otro extremo los proxenetas de la desdicha se dan el lujo de acumular cinco millones de dólares en sus cuentas privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la
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ostentación y el lujo estéril ofensa y desafío y en las inversión total, los capitales que América Latina podría destinar a la reposición, ampliación y creación de fuentes de producción y trabajo.
Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras clases
dominantes no tienen el menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más
rentable que la traición o si la mendicidad es la única forma posible de la política
internacional. Se hipoteca la soberanía porque “no hay otro camino”; las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el presunto vacío de destino de cada nación.
Josué de Castro declara: “Yo, que he recibido un premio internacional de la paz, pienso
que, infelizmente, no hay otra solución que la violencia para América Latina”.
Ciento veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta . La
población de América latina crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con
creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o hambre, pero en el año 2000
habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de
quince años de edad: una bomba de tiempo.
Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos que hay, a fines de 1970,
cincuenta millones de desocupados o sub ocupados y cerca de cien millones de
analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive apiñados en viviendas insalubres.
Los tres mayores mercados de América Latina Argentina, Brasil y México no
alcanzan a igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania
occidental, aunque la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a
la de cualquier país europeo. América Latina produce hoy día, en relación con la
población, menos alimentos que antes de la última guerra mundial, y sus exportaciones
per capita han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la víspera de la crisis
de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros
y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio
que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional para todos los
demás que cuanto más se desarrolla más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones,
sus contradicciones ardientes. Hasta la industrialización, dependiente y tardía, que
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cómodamente coexiste con el latifundio y las estructuras de la desigualdad, contribuye
a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla.
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Se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que cuenta con
inmensas legiones de brazos caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas
se instalan en los polos privilegiados de desarrollo -Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad
de México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto
esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el
amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del
camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y
sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema vomita hombres. Las
misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran píldoras,
diafragmas, espirales, preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños;
porfiadamente, los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su
derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas que podrían
brindar a todos lo que a casi todos niegan.
A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta que la Alianza
para el Progreso había cumplido siete años de vida y, sin embargo, se habían agravado
la desnutrición y la escasez de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en
abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas, el
descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza de destrucción del
mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios
pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres».
Ball había encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia
de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce
principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas
de los países subdesarrollados en el comercio internacional.
Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados.
Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se
difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la
impunidad es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra
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mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace lo posible
por suprimir a los comensales.
«Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro
sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus
sino matar a todos los próximos mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el
presidente del Banco Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de
Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el
progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus
préstamos, a los países que apliquen planes para el control de la natalidad. McNamara
comprueba con lástima que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento
menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar las
computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de no nacer:
«Si un país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares
anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo
de 30 años su renta per capita será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel
que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años»,
asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon
Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de la población son más
eficaces que den dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower
pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no
sólo se agudizaría el peligro de la revolución, sino que además se produciría «una
degradación del nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».
Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la
natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos
cardinales, la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la
Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como
langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían
ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de
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los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.
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Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas
han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona
habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la
gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado
que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que
Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una
densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la
inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos
de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela
está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del
Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en
los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los
infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a una
población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias.
Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente:
«Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal,
naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio
propone ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de América
Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos.
En Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres no prefieren
ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer los medios: quienes niegan la
liberación de América Latina, niegan también nuestro único renacimiento posible, y de
paso absuelven a las estructuras en vigencia.
Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la voz del sistema?
El sistema habla un lenguaje surrealista: propone evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan;
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convoca a los latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía a poner en práctica la justicia social. La lucha de clases no existe -se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida. Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden y la paz social, y las dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben las huelgas y aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de trabajo.
¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está escrita en
los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de
revolución, tiempos de redención. Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y
a la vez anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden, es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución
cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La
Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han iniciado por distintas vías y
con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de
cosas es la perpetuación del crimen.
Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas a lo largo de la
torturada historia latinoamericana se asoman en las nuevas experiencias, así como los
tiempos presentes habían sido presentidos y engendrados por las contradicciones del
pasado. La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y
contra lo que fue, anuncia lo que será.
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Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la vez contar cómo
funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las
carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina,
los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los
dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors.
También los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días, las infamias y las
esperanzas muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von
Humboldt investigó las costumbres de los antiguos habitantes indígenas de la meseta
de Bogotá, supo que los indios llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias
rituales. Quihica significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de
ciento ochenta y cinco lunas.
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PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA FIEBRE DEL ORO
FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA: El signo de la cruz en las empuñaduras de las espadas
Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la
Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas.
Tempestades horribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscara de nuez, y las
arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos,
hambrienta de carne humana, estaría la acecho. Solo faltaban mil años para que los
fuegos purificadores del Juicio Final arrasaran el mundo, según creían los hombre del
siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua
proyección hacia el África y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que el
viento del oeste traería cadáveres extraños y a veces arrastraba leños curiosamente
tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería, asombrosamente multiplicado.
América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto
hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido
de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó
por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran
una avanzada de Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar de libro de Marco Polo,
cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango
decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran
no se agotan jamás... También hay en esta isla de perlas del más puro gran tamaño y
sobrepasan en valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a
oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él
había fracasado. De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo islas en
el mar de la India con montañas de oro y perlas, y doce clases de especias en
cantidades inmensas, además de la pimienta blanca y negra.
La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela eran tan
codiciados como la sal para conservar la carne en invierno sin que se pudriera y ni
perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del
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acceso directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y
revendedores que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las
muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente. El
afán de metales preciosos, medio pago para el tráfico comercial, impulsó también la
travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban
exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y Tiro.
España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 fue el año del descubrimiento de
América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias
grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada, Fernando de Aragón e
Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus
dominios, abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en
el suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en
siete años, y la guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero esta era una
guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además, que en ese
mismo año, 1492, ciento cincuenta mil judíos declarados fueron expulsados del país.
España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban
el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición. La hazaña
del descubrimiento de América no podría explicarse sin la tradición militar de guerra de
cruzadas que imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar
carácter sagrado a las conquistas de las tierras incógnitas del otro lado del mar. El papa
Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del
Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la
tierra.
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Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña
militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos
infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a
los indios. Más de quinientos, enviados de España, fueron vendidos como esclavos en
Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la
esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad,
no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista
debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento
que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciereis, o en ello
dilación maliciosa pusiereis, certificados que con la ayuda de Dios yo entraré
poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo
pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré
vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré de
ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los
males y daños que pudiere...» (Daniel Vidart, ideología y realidad de América,
Montevideo, 1968).
América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la
fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba,
en las huestes de las conquistas, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo, Bernal Díaz
del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que
han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber
riquezas».
Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida
transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros
espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa» y « harto
mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas « unos bonetes colorados y unas
cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con
que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró
las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban. Mientras tanto,
cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber
si había oro, y vide que algunos de ellos traían un pedazuelo colgando en un agujero
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que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo a la isla
por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos ello, y tenía muy mucho».
Porque «del oro se hace tesoros, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el
mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso». En su tercer viaje Colón seguía
creyendo que andaba por el mar de la China cuando entro en las costas de Venezuela;
ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia
el Paraíso Terrenal. También Américo Vespucio, explorador del litoral de Brasil mientras
nacía el siglo XVI, relataría a Lorenzo de Médicis: «Los árboles son de tanta belleza y
tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal... »1. con despecho
escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: « cuando yo descubrí las indias,
dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, las perlas,
piedra preciosas, especierías... »
Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero
el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del
paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de
los españoles y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana
con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía
para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían
la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados
a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los
muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda tortura», decía Cortés. El propio Cortés
había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición a México.
Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no
eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los
mercaderes y banqueros que los financiaban.
1 Luis Nicolau D’Olwer, Cronista de las culturas precolombinas, México, 1963. El abogado Antonio de León Pinelo dedicó dos tomos enteros a demostrar que el Edén estaba en América. En El Paraíso en el Nuevo Mundo (Madrid, 1656) incluyó un mapa de América del Sur en el que puede verse, al centro, el jardín del Edén regado por el Amazonas, el Río de la Plata, el Orinoco y el Magdalena. El fruto prohibido era el plátano. El mapa indicaba el lugar exacto de donde había partido el Arca de Noé, cuando el Diluvio Universal.
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Nació el mito de El dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron
para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo
persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco.
El espejismo del «cerco que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el
descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto vencidos por el hambre y por la
enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los
expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata
remontando el río Paraná.
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en
el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud
del tesoro azteca de Moctezuma, y quinde años después llegó a Sevilla el gigantesco
rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al
inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas
había pagado la Corona de servicios de los marinos que habían acompañado a Colón
en su primer viaje.
Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque
desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de
oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias
sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la
espada doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España.
Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos
opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial
Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los
antillanos: muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no
trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias» 2.
Retornaban los dioses con las armas secretas
2 Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Madrid, 1959. la interpretación hizo escuela. Me asombra leer, en el último libro del técnico francés René Dumon, Cuba, est-il socialiste?, Paris 1970: “Los indios no fueron totalmente exterminados. Sus genes subsisten en los cromosomas cubanos. Ellos sentían una tal aversión por la tensión que exige el trabajo continuo, que algunos se suicidaron antes que aceptar el trabajo forzado ...”
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A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón una
formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que vendría después
en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia.
América estaba allí, adivinaba desde sus costas infinitas; la conquista se extendió, en
oleadas, como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes y las
tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las bulas del Papa habían hecho
apostólica concesión de África a la corona de Portugal, y a la corona de Castilla habían
otorgado las tierras «desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros
enviados y las que se han de descubrir en lo futuro...». América había sido donada a la
reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona española, a perpetuidad,
todos los diezmos recaudados en América: el codiciado patronato universal sobre la
Iglesia del Nuevo Mundo incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios
eclesiásticos.
El Tratado de Tardecillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar territorios
americanos más allá de la línea divisoria trazada por el Papa, y en 1530 Martín Alfonso
de Souza fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los
franceses. Ya para entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos
infinitos, habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la conquista. En
1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño de
1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición de Hernando de
Magallanes que habían unido por primera vez ambos océanos y habían verificado que
el mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes habían partido de la
isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro
de Alvarado se lanzó a la conquista de Centroamérica: Francisco Pizarro entró
triunfante en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas; en
1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba Santiago de
Chile. Los conquistadores penetraban en el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde
el Perú hasta las bocas del río más caudaloso del planeta.
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Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más,
incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento
de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas.
Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y
508 soldados, traía 15 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos
arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas,
Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población
de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas, Francisco Pizarro entró en Cajamarca
con 180 soldados y 37 caballos.
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «... mucho espanto les causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba el estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego... ». Moctezuma creyó que era el
dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes su
retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema
redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el
poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los
guerreros. El dios Quetzalcóalt había venido por el este y por el este se había ido: era
blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los
incas. Y al oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas.
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos
traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y
las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con
humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la
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técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los
pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban
el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su
provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los
hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas
dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas por el
crimen, las jefaturas indígenas más altas.
Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron
objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo.
Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América, pero se habían
extinguido en estas tierras. Introducidas en Europa por los jinetes árabes, habían
prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica.
Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas
mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión,
cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en
briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían
desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas. El
cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el
caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador:
Alvarado se levantó y lo mató. Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra,
dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y
misioneros esparcieron entre la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador,
«que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España,
montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y
judíos, con ayuda de la Divina providencia».
Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo,
como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares,
intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que
pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo
sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y
descomponía las carnes?
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«Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos
ardientes, que queman, dice un testimonio indígena, y otro: “A muchos dio la muerte la
pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos”. Los indios morían como moscas;
sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que
sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro
estima que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas
oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.
«Como unos puercos hambrientos ansían el oro»
A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste avanzaban los implacables y
escasos conquistadores de América. Lo cuentan las voces de los vencidos. Después de
la matanza de Cholula, Moctezuma envía nuevos emisarios al encuentro de Hernán
Cortés, quien avanza rumbo al valle de México.
Los enviados regalan a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal.
Los españoles «estaban deleitándose.
Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto,
como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón.
Como que cierto que es que eso que anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo
por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro»,
dice el texto náhuatl preservado preservado en el Código Florentino. Más adelante,
cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entran
en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego,
encendieron, prendieron llama a todo los que restaba, por valioso que fuera: con lo cual
todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras...».
Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, lo reconquistó en
1521. « ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que
comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada, y cubierta de cadáveres,
cayó. « toda la noche llovió sobre nosotros».
La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban
nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles
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el fondo del lago de México en busca de oro y los objetos preciosos presuntamente
escondidos por los indios.
Antes de la batalla decisiva, y «vístose los indios atormentados más, que allí les tenían
mucho oro, plata. Diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib Ixquin,
Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles y se quedaron con
ellos...».
Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en
«andas de oro y plata que pesaba más de veinte mil marcos de plata, fina, un millón y
trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo...». después se lanzó sobre el Cuzco.
Sus soldados creían que estaban entrando en la ciudad de los Césares, tan
deslumbrante era la capital del imperio incaica, pero no demoraron en salir del estupor y
se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual
procurando llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con otra de malla,
pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban martillazos
para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban al crisol, para convertir el
metal en barras, todo el tesoro del templo: las plantas habían cubierto los muros, los
asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».
Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital de México, la
catedral católica se alza sobre las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y
el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe
azteca ahorcado por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú,
suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros
gigantescos y hoy puede verse, la piedra de los edificios coloniales, el testimonio de
piedra de la colosal arquitectura incaica.
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Esplendores del Potosí: EL CICLO DE LA PLATA.
Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la
ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines
en las procesiones: en 1658, para la celebración de Hábeas Christi, las calles de la
ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, totalmente
cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios,
monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el
vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz
marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de
América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y
los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertida en piñas y lingotes, las vísceras del
cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. «Vale un Perú» fue el
elogio máximo de las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del
Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con
otras palabras: «vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato,
manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según el
censo de 1573. solo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara
entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que
Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo
adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más
ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York
ni siquiera había empezado a llamarse así.
La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempos antes de la
conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orko, el
cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de
Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantiumarca, los ojos del inca
contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre
las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas,
la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de
admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca había sospechado que en
sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar
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nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas
arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino:
no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas
clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa
los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de
aquellas breñas y decía, en quechua: « no es para ustedes; Dios reserva estas riquezas
para los que vienen de más allá». Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó
el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potjosí, que significa:
«Truena, revienta, hace explosión».
«Los que vienen de más allá» no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la
conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron.. en 1545 el
indio Hualpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la
noche en el cerro. Para no morirse de frío hizo fuego. La fogata alumbró una hebra
blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.
Fluyó la riqueza española. El emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud
otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: « Soy el
rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los
reyes». Apenas once años después del hallazgo de Huallpa, ya la recién nacida Villa
Imperial celebraba la coronación de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro días
u costaron ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores de tesoros sobre el
inhóspito paraje. El cerro, a casi 5000 metros de altura, era el más poderoso de los
imanes, pero a sus pies la vida resultaba dura, inclemente: se pagaba el fr ío como si
fuera un impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó,
en Potosí, junto con la plata. Auge y turbulencia del metal: Potosí pasó a ser «el nervio
principal del reino» según lo definirá el virrey Hurtado de Mendoza. A comienzos del
siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente
ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile. Los salones,
los teatros y los tablados para las fiestas lucían riquísimos tapices, cortinajes, blasones
y obras de orfebrería; de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos y
lamas de oro y plata.
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Las sedas y los tejidos venían de Granada, Flandes y Calabria; los sombreros de París
y Londres; los diamantes de Ceilán; las piedras preciosas de la India; las perlas de
Panamá; las medias de Nápoles; los cristales de Venecia; las alfombras de Persia; los
perfumes de Arabia, y la porcelana de China. Las damas brillaban la pedrería,
diamantes, y rubíes y perlas, y los caballeros ostentaban finísimos paños bordados de
Holanda. A la lidia de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos al
estilo medieval, lances de amor y del orgullo, con cascos de hierro empedrados de
esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas, estribos de filigrana de oro, espadas de
Toledo y potros chilenos enjaezados a todo lujo.
En 1579, se quejaba el oidor Matienzo: «Nunca faltan –decía- novedades,
desvergüenzas y atrevimientos» por entonces ya había en Potosí ochocientos tahúres
profesionales y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos resplandecientes salones
concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí festejaba las fiestas del santísimo
sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros
y tres de saraos, dos de torneos y otros de fiesta.
España tenía la vaca, pero otros tomaban la leche.
Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual
Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México; el proceso de amalgama con
mercurio, que hizo posible la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse
en ese mismo período. El «rush» de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A
mediados del siglo XVIII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las exportaciones
minerales de la América hispánica.
América era por entonces, una vasta bocamina centrada, sobre todo, en Potosí.
Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres
siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata
desde la cumbre del cerro hasta la puerta del palacio real al otro lado del océano. La
imagen es sin duda, obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad
que, en efecto, parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas.
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La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se evadía de
contrabando rumbo a Filipinas, a la China y a la propia España, no figura en los
cálculos de Earl J. Hamilton, quien a partir de los datos obtenidos en la Casa de
Contratación ofrece, de todos modos, en su conocida obra sobre el tema cifras
asombrosas. Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16
millones de kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y
medio, excedía tres veces el total de las reservas europeas. y esas cifras, cortas, no
incluyen contrabando.
Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo
económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron posible. Ni siquiera los
efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre el
mundo helénico podrían compararse con la magnitud de esta formidable contribución
de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto, aunque a España
pertenecían las fuentes de plata americana. Como se decía en el siglo XVII, «España
es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para enviarlos
enseguida a los demás órganos, y retiene de ellos por su parte, más que un gusto
fugitivo o las partículas que por casualidad se agarran a sus dientes». Los españoles
tenían la vaca, pero eran otros quienes bebían la leche. Los acreedores del reino, en su
mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente las arcas de la Casa de Contratación
de Sevilla, destinada a guardar bajo tres llaves, y en tres manos distintas, los tesoros de
América. La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los
cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles.
También los impuestos recaudados dentro de España corrían, en gran medida, esta
suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de
las anualidades de los títulos de deuda. Solo en mínima medida la plata americana se
incorporaba a la economía española; aunque quedara formalmente registrada en
Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían
adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y de
otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los Wesler, los Shertz o los
Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones de mercaderías no
españolas con destino al Nuevo Mundo.
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Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad
levantara burbujas cada vez más hinchadas: la Corona abría por todas partes frentes
de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro y se multiplicaba, en
suelo español, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo
frenético en que crecían los precios de las cosas y las tasa de interés del dinero. La
industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios estériles, y la enferma
economía española no podía resistir el brusco impacto del alza de demandas de
alimentos y mercancías que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El
gran aumento de los gastos públicos y la asfixiante presión de las necesidades de
consumo en las posesiones de ultramar agudizaban al déficit comercial y desataban, al
galope, la inflación. Colbert escribía «Cuanto más comercio con los españoles tiene un
estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea por la conquista del mercado
español que implicaba el mercado y la plata de América. Un memorial francés de fines
del siglo XVII nos permite saber que España solo dominaba, por entonces el cinco por
ciento del comercio de « sus» posesiones coloniales de más allá del océano, pese al
espejismo jurídico del monopolio: crecía de una tercera parte del total estaba en manos
de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los franceses, los genoveses
controlaban más del veinte por ciento, los ingleses el diez y los alemanes algo menos.
América era un negocio europeo.
Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada, solo
había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado. Aquel monarca
de mentón prominente y mirada de idiota, que había ascendido al trono sin conocer una
sola palabra del idioma castellano, gobernaba rodeado por un séquito de flamencos
rapaces a los que se extendía salvoconductos para sacar de España mulas y caballo
cargados de oro y joyas y a los que también recompensaba otorgándoles obispados y
arzobispados, títulos burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos
negros a las colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por toda
Europa, Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía
de los Habsburgo no se agotó con su suerte; España habría de parecer el reinado de
los Austria durante casi dos siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe
II. Desde su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Gualderrama,
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Felipe II puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria de la
Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los centros de la herejía. El calvinismo había
hecho presa a Holanda, Inglaterra y Francia, y los turcos encarnaban el peligro del
retorno de la religión de Alá. El salvacionismo costaba caro: los pocos objetos de oro y
plata, maravillas del arte americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el
Perú, eran rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla y arrojados a
las bocas de los hornos. Ardían también los herejes o los sospechosos de herejía,
achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición; Torquemada incendiaba los
libros y el rabo del diablo asomaba por todos los rincones: la guerra contra el
protestantismo era además la guerra contra el capitalismo ascendente en Europa. «La
perpetuación de la cruzada –dice Elliott- entrañaba la perpetuación de la arcaica
organización social de una nación de cruzados». Los metales de América, delirio y ruina
de España, proporcionaban medios para pelear contra las nacientes fuerzas de la
economía moderna. Ya Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en la guerra
de los comuneros, que se había convertido en una revolución social contra la nobleza,
sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento fue derrotado a partir de la traición
de la ciudad de Burgos, que sería la capital del general Francisco Franco cuatro siglos
más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V regresó a España
acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente también fue ahogada
en sangre la muy radical insurrección de los tejedores, hilanderos y artesanos que
habían tomado el poder en la ciudad de Valencia y lo habían extendido por toda la
comarca.
La defensa de la fe católica resultaba una máscara para la lucha contra la historia. La
expulsión de los judíos –españoles de religión judía- había privado a España, en
tiempos de los Reyes Católicos, de muchos artesanos hábiles y de capitales
imprescindibles. Se consideraba no tan importante la expulsión de los árabes –
españoles, en realidad, de religión musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275
mil fueron arriados a la frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía
valenciana, y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados.
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Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos religiosos a millares de artesanos
flamencos convictos o sospechosos de protestantismo: Inglaterra los acogió en su
suelo, y allí dieron un importante impulso a las manufacturas británicas.
Como se ve, las distancias enormes y las comunicaciones difíciles no eran los
principales obstáculos que se oponían al progreso industrial de España. Los capitalistas
españoles se convertían en rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda de
la Corona, y no invertían sus capitales en el desarrollo industrial. El excedente
económico deriva hacia cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y
cuchillo, dueños de la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios y
acumulaban joyas; los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y
títulos de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni podían ser
encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad industrial perdía
automáticamente su carta de hidalguía.
Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares de los
españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el tráfico marítimo entre
el puerto de Cádiz, que desplazó a Sevilla, y los puertos franceses, ingleses,
holandeses y hanseáticos. Cada año entre ochocientas y mil naves descargaban en
España los productos industrializados por otros. Se llevaban la plata de América y la
lana española, que marcaba rumbo a los telares extranjeros de donde sería devuelta ya
tejida por la industria europea en expansión. Los monopolistas de Cádiz se limitaban a
remarcar los productos industriales extranjeros que expedían al Nuevo Mundo: si las
manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado interno, ¿cómo iban a
satisfacer las necesidades de las colonias?
Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas, los tapices de Bruselas y los
brocados de Florencia, los cristales de Venecia, las armas de Milán y los vinos y lienzos
de Francia inundaban el mercado español, a expensas de la producción local, para
satisfacer el ansia de ostentación y las exigencias de consumo de los ricos parásitos
cada vez más numerosos y poderosos en un país cada vez más pobre. La industria
moría en el huevo, y los Habsburgo hicieron todo lo posible para acelerar su extinción.
A mediados del siglo XVI se había llegado al colmo de autorizar la importación de
tejidos extranjeros al mismo tiempo que se prohibía toda exportación de paños
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castellanos que no fueran de América. Por el contrario, como ha hecho notar Ramos,
muy distintas eran las orientaciones de Enrique VIII o Isabel I en Inglaterra, cuando
prohibían en esta ascendente nación la salida del oro y la plata, monopolizaban las
letras de cambio, impedían la extracción de lana y arrojaban de los puertos británicos
a los mercaderes de la Liga Hanseática del Mar del Norte.
Mientras tanto, las repúblicas italianas protegían el comercio exterior y su industria
mediante aranceles, privilegios y prohibiciones rigurosas; los artífices no podían
expatriarse bajo pena de muerte.
La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que quedaban en Sevilla en 1558, a la
muerte de Carlos V, solo restaban cuatrocientos cuando murió Felipe II, cuarenta años
después. Los siete millones de ovejas de la ganadería andaluza se redujeron a dos
millones. Cervantes retrató en Don Quijote de la Mancha – novela de gran circulación
en América- la sociedad de su época.
Un decreto de mediados del siglo XVI hacía imposible la importación de libros
extranjeros e impedían a los estudiantes cursar estudios fuera de España; los
estudiantes de Salamanca se redujeron a la mitad en pocas décadas; había nueve mil
conventos y el clero se multiplicaba casi tan intensamente como la nobleza de capa y
espada; 160 mil extranjeros acaparaban el comercio exterior y los derroches de la
aristocracia condenaban a España a la impotencia económica.
Hacia 1630, poco más de un centenar y medio de duques, marqueses, condes y
vizcondes recogían cinco millones de ducados de renta anual, que alimentaban
copiosamente el brillo de sus títulos rimbombantes. El duque de Medinaceli tenía
setecientos criados y eran trescientos los sirvientes del gran duque de Osuna, quien,
para burlarse del zar de Rusia, los vestía con tapados de pieles3. El siglo XVIII fue la
época del pícaro, el hambre y las epidemias.
Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero ello no impedía que también los
mendigos extranjeros afluyeran desde todos los rincones de Europa. Hacia 1700
España contaba ya con 625 mil hidalgos, señores de la guerra, aunque el país se
3 La especie no se ha extinguido. Abro una revista de Madrid de fines de 1969, leo: ha muerto doña Teresa Bertrán de Lis y Pidal Garouski y Chico de Guzmán, duquesa de Albuquerque y marquesa de los Alcañices y de los Balbases, y la llora el viudo duque de Albuquerque, don Beltrán Alonso Osorio y Díez de Rivera Martos y Figueroa, marquéz de Alcañices, de los Balbeses, de Caderita, de Cuellar , de Cullera, de Montaos, conde de Fuensaldaña, de Grajal, de Huelma, de Ledesma, de la Torre, de Villanueva de Cañedo, de Villahumbrosa, tres veces Grande de España.
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vaciaba: su población se había reducido a la mitad de siglo en algo más de dos siglos, y
era equivalente a la de la Inglaterra, que en el mismo período la había duplicado. 1700
señala el fin del régimen de los Habsburgo. La bancarrota era total. Desocupación
crónica, grandes latifundios baldíos, moneda caótica, industria arruinada, guerras
perdidas y tesoros vacíos, la autoridad central desconocida en las provincias: la España
que afrontó Felipe V estaba «poco menos difunta que su amo muerto».
Los Borbones dieron a la nación una apariencia más moderna, pero a fines del siglo
XVIII el clero español tenía nada menos que doscientos mil miembros y el resto de la
población improductiva no detenía su aplastante desarrollo a expensas del
subdesarrollo del país. Por entonces, había aún en España más de diez mil pueblos y
ciudades sujetos a la jurisdicción señorial de la nobleza y, por lo tanto, fuera del control
directo del rey. Los latifundios y la institución del mayorazgo seguían intactos.
Continuaban en pie el oscurantismo. No había sido superada la época de Felipe IV: en
sus tiempos, una junta de teólogos se reunió para examinar el proyecto de construcción
de un canal entre Manzanares y el tajo y terminó declarando que si Dios hubiese
querido que los ríos fuesen navegables, Él mismo los hubiese hecho así.
La distribución de funciones entre el caballo y el jinete.
En el primer tomo de El capital, escribió Karl Marx «El descubrimiento de los
yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y
sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el
saqueo de la Indias Orientales, la conversión del continente africano en caza de
esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción
capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en
el movimiento de la acumulación originaria». El saqueo, interior y externo, fue el medio
más importante para la acumulación primitiva de capitales que, desde la Edad Media,
hizo posible la aparición de una nueva etapa histórica en la evolución económica
mundial. A medida que se extendía la economía monetaria, el intercambio desigual iba
abarcando cada vez más capas sociales y más regiones del planeta. Ernest Mandel ha
sumado el valor del oro y la plata arrancados de América hasta 1660, el botín extraído
de Indonesia por la Compañía Holandesa de la Indias Orientales desde 1650 hasta
Eduardo Galeano
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1780, las ganancias del capital francés en la trata de esclavos durante el siglo XVIII, las
entradas obtenidas por el trabajo esclavo en las Antillas británicas y el saqueo inglés de
la India durante medio siglo: el resultado supera el valor de todo el capital invertido en
todas las industrias europeas hacia 1800. Mandel hace notar que esta gigantesca masa
de capitales creó un ambiente favorable a las inversiones en Europa, estimuló el
«espíritu de empresa» y financió directamente el establecimiento de manufacturas que
dieron un gran impulso a la revolución industrial. Pero, al mismo tiempo, la formidable
concentración internacional de la riqueza en beneficio de Europa impidió, en las
regiones saqueadas, el salto a la acumulación de capital industrial. «La doble tragedia
de los países en desarrollo consiste en que no solo fueron víctimas de ese proceso de
concentración internacional, sino que posteriormente han debido tratar de compensar
su atraso industrial, es decir, realizar la acumulación originaria de capital industrial, en
un mundo que está inundado con los artículos manufacturados por una industria ya
madura, la occidental».
Las colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas dentro
del proceso de la expansión del capital comercial. Europa tendía sus brazos para
alcanzar al mundo entero. Ni España ni Portugal recibieron los beneficios del arrollador
avance del mercantilismo capitalista, aunque fueron sus colonias las que, en medida
sustancial, proporcionaron el oro y la plata que nutrieron esa expansión. Como hemos
visto, si bien los metales preciosos de América alumbraron la engañosa fortuna de una
nobleza española que vivía su Edad media tardíamente y a contramano de la historia,
simultáneamente sellaron la ruina de España en los siglos por venir. Fueron otras las
comarcas de Europa que pudieron incubar el capitalismo moderno valiéndose, en gran
parte, de la expropiación de los pueblos primitivos de América.
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A la rapiña de los tesoros acumulados sucedió la explotación sistemática, en los
socavones y en los yacimientos, del trabajo forzado de los indígenas y de los negros
esclavos arrancados del África por los traficantes.
Europa necesitaba oro y plata. Los medios de pago de circulación se multiplicaban sin
cesar y era preciso alimentar los movimientos del capitalismo a la hora del parto: los
burgueses se apoderaban de las ciudades y fundaban bancos, producían e
intercambiaban mercancías, conquistaban mercados nuevos. Oro, plata, azúcar: la
economía colonial, más abastecedora que consumidora, se estructuró en la función de
las necesidades del mercado europeo, y a su servicio. El valor de las exportaciones
latinoamericanas de metales preciosos fue, durante prolongados períodos del siglo
XVI, cuatro veces mayor que el valor de las importaciones, compuesta sobre todo por
esclavos, sal, vino, aceite, armas, paños y artículos de lujos. Los recursos fluían para
que los acumularan las naciones europeas emergentes. Esta era la misión fundamental
que habían traído los pioneros, aunque además aplicaban el Evangelio, casi tan
frecuentemente como el látigo, a los indios agonizantes. La estructura económica de las
colonias ibéricas nació subordinada al mercado externo y, en consecuencia,
centralizada en torno del sector exportador, que concentraba la renta y el poder.
A lo largo del proceso, desde la etapa de los metales al posterior suministro de
alimentos, cada región se identificó con lo que produjo, y produjo lo que de ella se
esperaba en Europa: cada producto, cargado en las bodegas de los galeones que
surcaban el océano, se convirtió en una vocación y un destino. La división internacional
del trabajo, tal como fue surgiendo junto con el capitalismo, se parecía más bien a la
distribución de funciones entre un jinete y un caballo, como dice Paul Baran. Los
mercados del mundo colonial crecieron como meros apéndices del mercado interno del
capitalismo que irrumpía.
Celso Furtado advierte que los señores feudales europeos obtenían un excedente
económico de la población por ellos dominada, y lo utilizaban, de una u otra forma, en
sus mismas regiones, en tanto que el objetivo principal de los españoles que recibieron
del rey minas, tierras e indígenas en América, consistía en extraer un excedente para
transferirlo a Europa. Esta observación contribuye a aclarar el fin último que tuvo, desde
su implantación, la economía colonial americana; aunque finalmente mostrara algunos
Eduardo Galeano
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rasgos feudales, actuaba al servicio del capitalismo naciente en otras comarcas. Al fin y
al cabo, tampoco en nuestros tiempos la existencia de los centros ricos del capitalismo
puede explicarse sin la existencia de la periferia pobres sometidas: unos y otros
integran el mismo sistema. Pero no todo el excedente se evadía hacia Europa. La
economía colonial estaba regida por los mercaderes, los dueños de las minas y los
grandes propietarios de tierras, quienes se repartían el usufructo de la mano de obra
indígena y negra bajo la mirada celosa y omnipotente de la Corona y su principal
asociada la Iglesia. El poder estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a
Europa metales y alimentos, y de Europa recibían los artículos suntuarios a cuyo
disfrute consagraban sus fortunas crecientes. No tenían, las clases dominantes, el
menor interés en diversificar las economías internas ni elevar los niveles técnicos y
culturales de la población: era otra su función dentro del engranaje internacional para el
que actuaban, y la inmensa miseria popular, tan lucrativa desde el punto de vista de los
intereses reinantes impedía el desarrollo de un mercado interno de consumo.
Una economía francesa sostiene que la peor herencia colonial de América Latina, que
explica su considerable atraso actual, es la falta de capitales. Sin embargo, toda la
información histórica muestra que la economía colonial produjo, en el pasado, una
enorme riqueza a las clases asociadas, dentro de la región, al sistema colonialista de
dominio. La cuantiosa mano de obra disponible, que era gratuita o prácticamente
gratuita, y la gran demanda europea por los productos americanos, hicieron posible,
dice Sergio Bagú, « una precoz y cuantiosa acumulación de capitales en las colonias
ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse ampliando, fue reduciéndose en
proporción a la masa de población, como se desprende del hecho cierto de que el
número de europeos y criollos desocupados aumentara sin cesar ». El capital que
restaba en América, una vez deducida la parte del león que se volcaba al proceso de
acumulación primitiva del capitalismo europeo, no generaba, en estas tierras, un
proceso análogo al de Europa, para echar las bases del desarrollo industrial, sino que
se desviaba a la construcción de grandes palacios y templos ostentoso, a la compra de
joyas y ropas y muebles de lujo, al mantenimiento de servidumbres numerosas y al
despilfarro de las fiestas.
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En buena medida, también ese excedente quedaba inmovilizado en la compra de
nuevas tierras o continuaba girando en las actividades especulativas y comerciales.
En el ocaso de la era colonial, encontrará Humboldt en México « una enorme masa de
capitales amontonados en manos de los propietarios de minas, o en las de negociantes
que se han retirado del comercio ». no menos de la mitad de la propiedad raíz y del
capital total de México pertenecía, según testimonio, a la Iglesia, que además
controlaba buena parte de las tierras restantes mediante hipotecas. Los mineros
mexicanos invertían sus excedentes en la compra de latifundios, y en los empréstitos
en hipoteca, al igual que los grandes exportadores de Veracruz y Acapulco; la jerarquía
clerical extendía sus bienes en la misma dirección. Las residencias capaces de
convertir al plebeyo en príncipe y los templos despampanantes nacían como los hongos
después de la lluvia.
En el Perú, a mediados del siglo XVII, grandes capitales precedentes de los
encomenderos, mineros, inquisidores y funcionarios de la administración imparcial se
volcaban al comercio. Las fortunas nacidas en Venezuela del cultivo del cacao, iniciado
a fines del siglo XVI, látigo en mano, a costa de legiones de esclavos negros, se
invertían «en nuevas plantaciones y otros cultivos comerciales, así como en minas,
bienes raíces urbanos, esclavos y hatos de ganados».
Ruinas de Postosí: EL CICLO DE LA PLATA
Analizando la naturaleza de las relaciones « metrópoli-satélite» a lo largo de la historia
de América Latina como una cadena de subordinaciones sucesivas, André Gunder
Frank ha destacado en una de sus obras, que las regiones hoy día más signadas por el
subdesarrollo y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más
estrechos con la metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que
fueron las mayores productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente,
hacia Estados Unidos, y las fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas
por la metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron. Potosí brinda el
ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío.
Eduardo Galeano
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Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su auge
posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro rico de Potosí fue el centro de la vida
colonial americana: a su alrededor giraban, de un modo u otro, la economía chilena,
que le proporcionaba trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de
Córdoba y Tucumán, que la abastecían de animales a tracción y de tejidos; las minas
de mercurio de Huancavelica y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para
Lima, principal centro administrativo de la época. El siglo XVIII señala el principio del fin
de la economía de mala plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época
de la independencia, todavía la población del territorio que hoy comprende Bolivia era
superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo y medio después, la
población boliviana es casi seis veces menor que la población Argentina.
Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, solo dejó a Bolivia la
vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones
de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el en escudo de un
caballero rico valía más, al fin y al cabo que lo que un indio podía ganar en toda su vida
de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes, Bolivia, hoy uno de los países
más pobres del mundo, podría jactarse –si ello no le resultara patéticamente inútil- de
haber nutrido la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre
ciudad de la pobre Bolivia: « la ciudad que más ha dado al mundo y la que menos
tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana
de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta
ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una
herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo tendría que
empezar por pedirle disculpas.
Se vive de los escombros. En 1640, el padre Álvaro Alonso Barba publicó en Madrid, en
la imprenta del reino, su excelente tratado sobre el arte de los metales. El estaño,
escribió, Barba, «es veneno”. Mencionó cerros donde « hay mucho estaño, aunque lo
conocen pocos, y por no hallarle la plata que todos buscan, le echan por ah í». En
Potosí se explota ahora el estaño que los españoles arrojan a un lado como basura.
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Se venden las paredes de las casas viejas como estaño de buena ley. Desde las bocas
delos cinco socavones que los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la
riqueza a lo largo de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a medida que los
tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los
montones de roca, acumulaba en torno de los infinitos agujeros, tiene todos los colores:
son rozados, lilas, púrpuras ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos. Los
llamperos rompen las la roca y las palliris indígenas, de mano sabia para pesar y
separar, picotean, como pajaritos, los restos de minerales en busca de estaño. En los
viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de
carburo en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no
hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas. Los pallacos
cavan a pico y a pala pequeños túneles para extraer venenos de los despojos. El cerro
es rico todavía – me decía sin asombro un desocupado que arañaba la tierra con las
manos-. Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece como su fuera planta, igual ». Frente
al cerro rico de Potosí, se alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado
Huakajchi, que en quechua significa: « Cerro que ha llorado ». de sus laderas brotan
muchos manantiales de agua pura, los « ojos de agua » que dan de beber a los
mineros.
En sus épocas de auge al promediar el siglo XVII, la cuidad había congregado a
muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que
imprimieran su sello al arte colonial americano. Melchor Pérez de Holguín, el Greco de
América, dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el
aliento pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo a la espléndida
Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús y
con el otro a San José. Los orfebres, los cinceladores de platería, los maestros de
repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el yeso y los marfiles
nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de
infinitas filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos. Los frentes
barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el embate de los siglos,
pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos casos mortalmente mordidos
por la humedad, no con las figuras u objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos
Eduardo Galeano
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han vaciado las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las
campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno. Estas iglesias
desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los
años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas,
formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos,
valioso en el genio y en la herejía: el « signo escalonado » de Tiahuanacu en lugar de la
cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo
natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los capiteles junto
con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida
alternando con el ascetismo romántico, rostros morenos de algunas divinidades y las
cariátides de rasgos indígenas.
Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros
servicios. La iglesia de san Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste, en febrero de
1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: « El
munos está loco, loco, loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también
en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en
almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal
que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Postosí
queman cirios a falta de dinero. La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de
esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba del Señor
de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por
nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan,
y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías
y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La
extenuación de la plata había sido interpretado como un castigo divino por las
atrocidades y los pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares;
como los banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto
religioso a todo lujo había sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo
esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas
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donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios
fúnebres.
Eduardo Galeano
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Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Álvaro Bajarano había
ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran su cadáver « todos los curas y
sacerdotes de Potosí». El curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión
autorizada, en el delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La
extremaunción con campanillas y palio, podía, como la comunión, curar a la agonizante,
aunque resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un
templo o de un altar de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios: las oraciones en
algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban calor.
« El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve era cálida como el
azahar o el cabello de choclo...».
En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes
de Carma y Catyara, pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la
heráldica del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza,
adorna ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones
rampantes, luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos
se ha debido ir...» la anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se
fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces
menos habitantes que hace cuatro siglos.
Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante
callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de
vereda a vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a
la calle. Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina
bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, « se solventaron querellas de amor y se
escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres». La
ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz
de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches: vi rifar un pedazo de torta
en medio de un gentío.
Junto a Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se
había llamado Charcas. La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de
la riqueza que manaba de las venas del cerro rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano
de Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no
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pudo; iglesias y caserones, parques y quintas de recreos brotaban continuamente junto
a los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo
en siglo, su sello. « Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes... ». Antes,
esta fue la capital cultural de los virreinatos, la sede principal arzobispado de América y
del más poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta de
América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña María de las Mercedes
Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Coquechaca, daban banquetes de Camacho:
competían en el derroche de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y
cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y
hasta los enseres de oro, para que los recogieran los transeúntes afortunados.
Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos del Triunfo, y dicen
que con todas las joyas de su virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa
de Bolivia. Pero las famosas campanas de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo
a la emancipación de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de
San Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la
mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital legal de Bolivia, y
que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de Justicia. Por las calles pasean
innumerables leguleyos, enclenques y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la
decadencia: doctores e aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde
los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a sus sirvientes a
vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien supo comprar, en otras
horas afortunadas, hasta su título de príncipe.
En Potosí y en Sucre solo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza muerta. En
Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos agitaron, durante el siglo
pasado, vetas de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley, ahora
solo restan las ruinas humeantes de polvo. Huanchaca continúa en los mapas, como su
todavía existiera, identificada como un centro minero vivo, con su pico y su pala
cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas?
Eduardo Galeano
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Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en
unos cinco mil millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico
evadido de México entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las
exportaciones de plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en
América. El gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, con la de Guanajuato,
con la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía
36 veces más plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces
más altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el
distrito minero de Zacatecas y « los preciosos tesoros que ocultan sus preciosos senos
», en los cerros « todos honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el
fruto de sus entrañas a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan
a beber y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano y de lo noble »
porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...». El cura Marmolejo escribía
más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los puentes, con jardines que
tanto se aparecían a los de Semíramis de Babilonia y los templos deslumbrantes, el
teatro, la plaza de toros, los palenque de gallo y las torres y las cúpulas alzadas contra
las verdes laderas de las montañas. Pero este era « el país de la desigualdad » y
Humboldt pudo escribir sobre México: « Acaso en ninguna parte la desigualdad es
más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura del ajuar
de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de esmero que se
contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho ».
los socavones engullían hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, «
que vivían solo para salir del día », padecían hambre endémica y las pestes los
mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de enfermedades
provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora, había
segado más de ocho mil vidas en Guanajuato.
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho:
« Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero ». en una representación dirigida al
gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en
la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y
fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso es recurrir al fenómeno
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de la industria, como única fuente de prosperidad universal –decía- . de nada serviría a
Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus
manufacturas, y si estas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese
departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de
aquellas minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato
ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas
languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera.
Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros
estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación
con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato
tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No crece la población de la
hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los
viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y
a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas.
La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco
miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación.
El derramamiento de la sangre y de las lágrimas; y sin embargo el Papa había resuelto que los indios tenían alma
En 1581, Felipe II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de
los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían
obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios
eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a
sus hijos para salvarlos del tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona
tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los
metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico,
además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona
portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido
corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en
Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros
convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo « proletariado
Eduardo Galeano
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externo » de la economía europea. La esclavitud grecorromana resucitaba en los
hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados
en la América Hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados a
las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en la Antillas.
La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración de fuerza de
trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la mayor concentración de riqueza
de que jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial.
Aquella violenta marca de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas
sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas
atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los veinticinco y treinta
millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina;
América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes.
Los indios de la América sumaban no menos de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a solo tres millones y medio. Según
el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de
indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El arzobispo
Liñana y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan –decía-
para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la
época de los incas». Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte
española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de
papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al
reino. La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad
amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la
encomienda de servicios, y de esta a la encomienda de tributos y al régimen de
salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron
más que superficialmente su situación real, la Corona consideraba tan necesaria la
explotación humana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas
prohibiendo el trabajo forzoso en las minas, y simultáneamente, envió otras
instrucciones secretas ordenando continuarlo « en caso de que aquella medida hiciese
flaquear la producción ». Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador
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Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas
de mercurio de Huancavelica: « ...el veneno penetraba en la pura médula, debilitando
los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo
general, en el espacio de cuatro años », informó al Consejo de Indias y al monarca.
Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su
sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio eran
directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas de plata, que estaban
en manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones
de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con
sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos
páramos helados, siete no regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y
de ingenios, escribió que « estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba
el reino ». En las comunidades, los indígenas habían visto « volver muchas mujeres
afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres » y sabían que en la
mina esperaban « mil muertes y desastres ». Los españoles batían cientos de millas a
la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino,
antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las
que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al
Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una « boca de
infierno » que anualmente tragaba indios por millares y que los rapaces mineros
trataban a los naturales « como animales sin dueños ». Y fray Rodrigo de Loaysa diría
después: « Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como, los otros
peces persiguen a los miserables indios... ». Los caciques de las comunidades tenían la
obligación de reemplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres de
dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban
los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de paredes
de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos,
un informe montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí.
Eduardo Galeano
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En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época
estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las
minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos. La
historia formal –letra muerta que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los
tiempos pasados- no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos
infinitos la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de los juristas
españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía». En los hechos, « el
pobre del indio es una moneda –al decir de Luis Capoche- con lo cual se halla todo lo
que es menester, como en oro y plata, y muy mejor ». Numerosos individuos
reivindicaban ante los tribunales su condición de mestizos para que no los mandaran a
los socavones, ni los vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre indígena, renegaba
así de los suyos: « No negamos que las minas consumen número considerable de
indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino
del libertinaje en que viven ». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su
servicio, resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la intemperie
alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro. Los indios entraban en las
profundidades, « y ordinariamente los sacan muertos y otros quebradas las cabezas y
las piernas, y en los ingenios cada día se hieren ». Los mitayos hacían saltar en mineral
a punta de barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la luz de
una vela. Fuera del socavón, movían los largos.
La « mita » era una máquina de tritura indios. El empleo del mercurio para la extracción
de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el vientre
de la tierra. Hacía caer el cabello y los dientes y provocaba temblores indominables.
Los « azogados » se arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas
fogatas ardían en la noche sobre las ladras del cerro rico, y en ellas se trabajaba la
plata valiéndose del viento que enviaba el « glorioso San Agustino » desde el cielo. A
causa del humo de los hornos no había pastos ni sembradíos en un radio de seis
leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran menos implacables con los
cuerpos de los hombres.
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No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en
un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de
coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en bestias de
carga, porque resistían un peso mayor al que soportaba el débil lomo de la llama, y de
paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de
México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar
la « maldad natural » de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista,
sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías
constituían una ofensa contra Dios. El conde de Bufón afirmaba que no se registraba en
los indios, animales frígidos y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw
inventaba una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no
sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes.
La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el
ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu,
Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados»
del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que
los indígenas habían perecido al soplo de Europa.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran de ascendencia
judía, porque al igual que los judíos «son perezosos, no creen en los milagros de
Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho».
Al menos, no negaba este sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran
numerosos los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula
del Papa Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios «verdaderos
hombres».
El padre Bartolomé de las Casas agitaba la corte española con sus denuncias contra la
crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro del real consejo le
respondió que los indios estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para
ser capaces de recibir la fe.
Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente a los desmanes de
los mineros y los encomenderos. Decía que los indios preferían ir al infierno para no
encontrarse con cristianos.
Eduardo Galeano
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A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los
catequizaran. Pero como los indios debían al « encomendero » servicios personales y
tributos económicos, no era mucho el tiempo que quedaba para introducirlos en el
cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había
recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se
otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo.
Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia, por
el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato; desde 1629 el
régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las tierras con los indios
adentro. En el siglo XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de
muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias,
no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los
vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados?
Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo III, en septiembre de
1957, la Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a
todos los jueces del país que « los indios son tan seres humanos como los otros
habitantes de la república » Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad
Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en
el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que « los indios son como animales ».
En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras,
vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo,
casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de
componer canciones, poemas y discursos en homenaje al « alma guaraní ».
La nostalgia peleadora de Túpac Amaru
Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su apogeo el imperio
teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que hoy llamamos Perú, Bolivia
y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile y llegaba hasta el norte argentino y
la selva brasileña; la confederación de los aztecas había conquistado un alto nivel de
eficacia en el valle de México, y en Yucatán y Centroamérica la civilización espléndida
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de los mayas persistía en los pueblos herederos, organizados para el trabajo y la
guerra.
Estas sociedades han dejado numerosos testigos de su grandeza, a pesar de todo el
largo tiempo de la devastación: monumentos religiosos levantados con mayor sabiduría
que las pirámides egipcias, eficaces creaciones técnicas para la pelea contra la
naturaleza, objetos de arte que delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden
verse centenares de cráneos que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con
placas de oro y plata por parte de los cirujanos incas. Los mayas habían sido grandes
astrónomos, habían medido el tiempo y el espacio con precisión asombrosa, y habían
descubierto el valor de la cifra cero antes que ningún otro pueblo en la historia. Las
acequias y las islas artificiales creadas por los aztecas deslumbraron a Hernán Cortés,
aunque no eran de oro.
La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que la
sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera. Las minas
exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas
comunitarias; no solo extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino
que además, indirectamente, abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran
conducidos a los socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y
obligados a entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban.
En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir los enormes
cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce; el desierto devoró
rápidamente grandes extensiones de tierra que habían recibido vida de la red incaica de
irrigación. Cuatro siglos y medio después de la conquista solo quedaban rocas y
matorrales en el lugar de la mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las
gigantescas obras públicas de los incas fueron, en su mayor parte, brotadas por el
tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los
Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar las laderas
de las montañas.
Eduardo Galeano
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Un técnico norteamericano4, estimaba, en 1936, que si en ese año se hubieran
construido, con métodos modernos, esas terrazas, hubieran costado unos treinta mil
dólares por acre. Las terrazas y los acueductos de irrigación fueron posibles, en aquel
imperio que no conocía la rueda, el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa
organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división del trabajo,
pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación del hombre con la tierra
– que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre viva.
También habían sido asombrosas las respuestas aztecas al desafío de la naturaleza.
En nuestros días, los turistas conocen por «jardines flotantes» las pocas islas
sobrevivientes en el lago desecado donde ahora se levanta, sobre las ruinas indígenas,
la capital de México. Estas islas habían sido creadas por los aztecas para dar respuesta
al problema de la falta de tierras en el lugar elegido para la creación de Tenochtitlán.
Los indios habían trasladado grandes masas de barro desde las orillas y habían
apresado las nuevas islas de limo entre delgadas paredes de cañas, hasta que las
raíces de los árboles les dieron firmeza. Por entre los nuevos espacios de tierra se
deslizaban los canales de agua. Sobre estas islas inusitadamente fértiles creció la
poderosa capital de los aztecas, con sus amplias avenida, sus palacios de austera
belleza y sus pirámides escalonadas: brotada mágicamente de la laguna, estaba
condenada a desaparecer ante los embates de la conquista extranjera. Cuatro siglos
demoraría México para alcanzar una población tan numerosa como la que existía en
aquellos tiempos. Los indígenas eran, como dice Darcy Ribeiro, el combustible del
sistema productivo colonial. «Es casi seguro – escribe Sergio Bagú- que a las minas
hispanas fueron arrojados centenares de indios escultores, arquitectos, ingenieros y
astrónomos confundidos entre la multitud esclava, para realizar un burdo y agotador
trabajo de extracción. Para la economía colonial, la habilidad técnica de esos individuos
no interesaba. Solo contaban ellos como trabajadores no calificados» o no se perdieron
todas las esquirlas de aquellas culturas rotas. La esperanza del renacimiento de la
dignidad perdida alumbraría numerosas sublevaciones indígenas. En 1781 Túpac
Amaru puso sitio al Cuzco.
4 Un miembro del Servicio Norteamericano de Conservación, según John Collier.
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Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas, encabezó el
movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura. La gran rebelión estalló
en la provincia de Tinta. Montado en su caballo blanco, Túpac Amaru entró en la plaza
de Tungasuca y al son de los tambores y pututus anunció que había condenado a la
horca al corregidor real Antonio Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición de la mita de
Potosí. La provincia de Tinta estaba quedando despoblada a causa del servicio
obligatorio en los socavones de plata de cerro rico.
Pocos días después, Túpac Amaru expidió un nuevo bando por el que decretaba la
libertad de los esclavos. Abolió todos los impuestos y el « repartimiento » de mano de
obra indígena en todas sus formas. Los indígenas se sumaban, por millares y millares,
a las fuerzas del «padre de todos los pobres y de todos los miserables y desvalidos”.
Al frente de sus guerrilleros, el caudillo se lanzó sobre el Cuzco. Marchaba predicando
arengas: todos los que murieran bajo sus órdenes en esta guerra resucitarían para
disfrutar las felicidades y las riquezas de las que habían sido despojados por los
invasores.
Se sucedieron victorias y derrotas; por fin traicionado y capturado por uno de sus jefes,
Túpac Amaru fue entregado, cargado de cadenas, a los realistas. En su calabozo entró
el visitador Areche para exigirle, a cambio de promesas, los nombres de los cómplices
de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con desprecio «Aquí no hay más cómplice que
tú y yo; tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte».
Túpac fue sometido a suplicio, junto con su esposa, sus hijos y sus principales
partidarios, en la plaza del Wacaypata, en el Cuzco. Le cortaron la lengua. Ataron sus
brazos y sus piernas a cuatro caballos para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió.
Lo decapitaron al pie de la horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue a
Tungasuca y el otro a Carabaya. Mandaron una pierna a santa Rosa y la otra a Livitaca.
Le quemaron el torso y arrojaron las cenizas al río Watanay. Se recomendó que fuera
extinguida toda su descendencia, hasta el cuarto grado.
En 1802 otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió la visita de
Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde su antepasado, Atahualpa, había
visto por primera vez al conquistador Pizarro.
Eduardo Galeano
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El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas del pueblo y los
escombros del antiguo palacio incaico, y mientras caminaban le hablaba de los
fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. « ¿No sentís a veces el antojo
de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?», le preguntó
Humboldt. Y el joven contestó: «Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería
pecaminoso: si tuviéramos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos
blancos nos odiarían y nos harían daño». El cacique cultivaba un pequeño campo de
trigo. Pero eso no bastaba para ponerse a salvo de la codicia ajena. Los usurpadores,
ávidos de oro y plata y también de brazos esclavos para trabajar las minas, no
demoraron en abalanzarse sobre las tierras cuando los cultivos ofrecieron ganancias
tentadoras. El despojo continuó todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se
anunció la reforma agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta,
frecuentemente, de que los indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de
tanto en tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían sido robadas a ellos o
a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el ejército. Hubo que esperar casi
dos siglos desde Túpac Amaru para que el general nacionalista Juan Velasco
Alvarado recogiera y aplicara aquella frase del cacique, de resonancias inmortales: «
¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá más tu pobreza! ».
Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron los mexicanos
Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido hasta los cincuenta años un apacible
cura rural, un buen día echó a vuelo las campanas de la iglesia de Dolores llamando a
los indios, a luchar por su liberación:
« ¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de los odiados españoles, las
tierras robadas a vuestros antepasados hace trescientos años? ». Levantó el
estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis semanas ochenta mil
hombres lo seguían, armados con machetes, picas hondas, arcos y flechas. El cura
revolucionario puso fin a los tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la
libertad de los esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue
finalmente ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir un
testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró en encontrar un
nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: « Deben tenerse como enemigos todos
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los ricos, nobles y empleados de primer orden... ». Su movimiento –insurgencia
indígena y revolución social- llegó a dominar una gran extensión del territorio de México
hasta que Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México, seis
años después, « resultó ser un negocio perfectamente hispánico, entre europeos y
gentes nacidas en América... una lucha política dentro de la misma clase reinante ». El
encomendado fue convertido en peón y el encomendero en hacendado.
La Semana Santa de los indios termina sin Resurrección
A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos, indios dedicados al
servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través de los diarios de La Paz. Hasta la
revolución de 1932, que devolvió a los indios bolivianos el pisoteado derecho a la
dignidad, los pongos comían las sombras de la comida del perro, a cuyo costado
dormían, y se hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca.
Los indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda los equipajes de los
conquistadores: las cabalgaduras eran escasas. Pero en nuestros días pueden verse,
por todo el altiplano andino, changadores aimaraes y quechuas cargando fardos hasta
con los dientes a cambio de un pan duro. La neumoconiosis había sido la primera
enfermedad profesional de América; en la actualidad cuando los mineros bolivianos
cumplen treinta y cinco años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando:
el implacable polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos, le
aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y le conquista los pulmones, los endurece y
los mata.
Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas
típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III a
fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las
indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas,
andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio,
impuesto por el virrey Toledo. No sucede lo mismo en cambio con el consumo de la
coca, que no nació con los españoles; ya que existía en tiempos de los incas.
Eduardo Galeano
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La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico la monopolizaba y
solo permitía su uso con fines rituales o para el duro trabajo en las minas. Los
españoles estimularon agudamente el consumo de coca. Era un espléndido negocio.
En el siglo XVI se gastaba tanto, en Potosí, en ropa europea para los opresores como
en coca para los oprimidos. Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco,
del tráfico de coca, en las minas de plata de Potosí entraban anualmente cien mil
cestos, con un millón de kilos de hojas de coca. La iglesia extraía impuestos a la droga.
En inca Garcilaso de la Vega nos dice, en sus, «comentarios reales», que la mayor
parte de la renta del obispo y de los canónigos y demás ministros de la iglesia del
Cuzco provenía de los diezmos sobre la coca, y que el transporte y la venta de este
producto enriquecían a muchos españoles. Con las escasas monedas que obtenían a
cambio de su trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida:
masticándola, podían soportar mejor, al precio de abreviar su propia vida, las mortales
tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente, y sus
propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos». A esta altura del
siglo veinte, los indígenas de Potosí continúan masticando coca para matar el hambre y
matarse y siguen quemándose las tripas con alcohol puro. Son las estériles revanchas
de los condenados. En las minas bolivianas, los obreros llaman todavía mita a su
salario.
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América
Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo
de los destierros, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante. Los
indios han padecido y padecen –síntesis del drama de toda América Latina- la maldición
de su propia riqueza. Cuando se descubrieron los placeres de oro del río Bluefields, en
Nicaragua, los indios carcas fueron rápidamente arrojados lejos de sus tierras en las
riberas, y esta es también la historia de los indios de todos los valles fértiles y los
subsuelos ricos del río Bravo al sur. Las matanzas de los indígenas que comenzaron
con Colón nunca cesaron. En Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron
exterminados, el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los
bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance organizado de los
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latifundios ganaderos5. Los indios yanquis, del estado mexicano de Sonora, fueron
sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras, ricas en recursos minerales y
fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas
norteamericanos. Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de
Yucatán.
Así, la península de Yucatán se convirtió no solo en el cementerio de los indígenas
mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yanquis,
que llegaban desde lejos: a principios de siglo, los cincuenta reyes del henequén
disponían de más de cien mil esclavos indígenas en sus plantaciones. Pese a su
excepcional fortaleza física, raza de gigantes hermosos, dos tercios de los yanquis
murieron durante el primer año de trabajo esclavo.. en nuestros días, la fibra de
henequén solo puede competir con sus sustitutos simétricos gracias al nivel de vida
sumamente bajo de los obreros. Las cosas han cambiado, es cierto, pero no tanto como
se cree, al menos para los indígenas de Yucatán.: «Las condiciones de vida de estos
trabajadores se asemeja en mucho al trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla,
el peón indígena está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que el
hacendado le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia parcela: «Los
antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer deudas, el suelo rico de la
llanura, que no pertenecía a nadie. ¡Él trabaja gratis para asegurarse el derecho de
cultivar la pobre montaña!».
5 Los últimos charrúas, que hacia 1832 sobrevivían saqueando novillos en las campiñas salvajes del norte del Uruguay, sufrieron la traición del presidente Fructuoso Rivera. Alejados de la espesura que les daba protección, desmontados y desarmados por las falsas promesas de amistad, fueron abatidos en un paraje llamado la Boca del Tigre: “Los clarines tocaron a degüello cuenta el escritor Eduardo Acevedo Díaz (diario La Época, 19 de agosto de 1890). La horda se revolvió desesperada, cayendo uno tras otro sus mocetones bravíos, como toros heridos en la nuca”. Varios caciques murieron. Los pocos indios que pudieron romper el cerco de fuego se vengaron poco después. Perseguidos por el hermano de Rivera, le tendieron una emboscada y lo acribillaron a lanzazos junto con sus soldados. El cacique Sepe “hizo cubrir con algunos nervios del cadáver el extremo de la moharra de su lanza”.En la Patagonia argentina, a fines de siglo, los soldados cobraban contra la presentación de cada par de testículos. La novela de David Viñas Los dueños de la tierra (Buenos Aires, 1959) se abre con la cacería de los indios: “Porque matar era como violar a alguien. Algo bueno. Y hasta gustaba: había que correr, se podía gritar, se sudaba y después se sentía hambre ... Los disparos se habían ido espaciando. Seguramente había quedado algún cuerpo enhorquetado en uno de esos nidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con una mancha negrusca entre los muslos ...”
Eduardo Galeano
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No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven aislados en el fondo
de las selvas. A principios de este siglo, sobrevivían aún doscientas treinta tribus en
Brasil; desde entonces han desaparecido noventa, borradas del planeta por obra y
gracia de las armas de fuego y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la
civilización: el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena, el
contacto con la muerte. Las disposiciones legales que desde 1537 protegen a los indios
de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo con el texto de todas las constituciones
brasileñas, son, «los primitivos y naturales señores» de las tierras que ocupan. Ocurre
que cuánto más ricas resultan esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que
pende cobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al
crimen. La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa
crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la
leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario, de un
nuevo sueño americano. En tren de conquista, hombres y empresas de los Estados
Unidos se han abalanzado sobre la Amazonia como si fuera un nuevo Far West. Esta
invasión norteamericana ha encendido como nunca la codicia de los aventureros
brasileños. Los indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los
nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho,
riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados
de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe que los
indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas, que se les ha
inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se le ha
obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio director del
Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura de Castello Branco para
sanear la administración, fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos
diferentes de crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de
la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus brasileñas todavía encerradas
en la selva, comunidades del altiplano aisladas por completo del mundo, reductos de
barbarie en la frontera de Venezuela, pero por lo general los indígenas están
incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma
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indirecta. Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde
desempeñan el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y
venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en manos de
intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan poco; son jornaleros en
las plantaciones, la mano de obra más barata, y soldados en las montañas; gastan sus
días trabajando parta el mercado mundial o peleando por sus vencedores. En países
como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año
tras año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios del
tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el
algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones,
como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente. Los
contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el
indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando
en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizás
con tuberculosis o paludismo.
El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos. La
expropiación de los indígenas –usurpación de sus tierras y de su fuerza de trabajo- ha
resultado y resulta simétrica al desprecio racial, que a su vez se alimenta de la objetiva
degradación de las civilizaciones rotas por la conquista. Los efectos de la conquista y
todo el largo tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos la identidad
cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin embargo, esa identidad
triturada es la única que persiste en Guatemala6. Persiste en la tragedia. En semana
santa, las procesiones de los herederos de los mayas dan lugar a terribles exhibiciones
de masoquismo colectivo.
Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús paso a paso
durante el interminable ascenso al Gólgota; con aullidos de dolor, se convierte Su
muerte y Su entierro en el culto de la propia muerte y el propio entierro, la aniquilación
6 Los mayas quichés creían en un solo dios, practicaban el ayuno, la penitencia, la abstinencia y la confesión, creían en el diluvio y en el fin del mundo: el cristianismo no les aportó grandes novedades. La descomposición religiosa comenzó con la colonia. La religión católica sólo asimiló algunos aspectos mágicos y totémicos de la religión maya, en la tentativa vana de someter la fe indígena a la ideología de los conquistadores. El aplastamiento de la cultura original abrió paso al sincretismo, y así se recogen, por ejemplo, en la actualidad, testimonios de la involución con respecto a aquella evolución alcanzada: “Don Volcán necesita carne humana bien tostadita”. Carlos Guzmán Böckler y Jean-Loup Herbert, Guatemala: una interpretación histórico-social, México, 1970.
Eduardo Galeano
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de la hermosa vida remota. La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin
Resurrección.
Villa Rica de Ouro Preto
La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a los indígenas de
la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.
Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los
metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación de la madera, el
«palo Brasil», cubrió el primer período de colonización de las costas, y pronto se
organizaron grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la
América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses no habían
encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino
tribus salvajes y dispersas.
Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que
descubrir por su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones de
oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota y el exterminio de
los indígenas, a su página, a su paso de conquista.
Los bandeirantes de la región de San Pablo habían atravesado la vasta zona entre la
Serra de Mantiqueira y la cabecera del río San Francisco, y habían advertido que los
lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de
oro aluvial en pequeñas cantidades visibles.
La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro aluvial en pequeñas
cantidades visibles. La acción milenaria de las lluvias había depositado en los ríos, en el
fondo de los valles y en las depresiones de las montañas.
Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía pepitas de oro
que era fácil extraer del cascalbo de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más
complicados a medida que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La
región de Minas Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de
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oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de
tiempo.
«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, «y su mirada planea sobre las torres
de las iglesias» «Había oro en las veredas, crecía como pasto».
Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo una tradición de
Mariana (Ribeirao do Carmo), la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se
conserva, como Ouro Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora
incierta. Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la
escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los
hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia al lado de
la otra».
En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora… «Ahora no»,
me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes
se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: «¿Ve?
Ahí, en el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos
trabajan día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquel por los blancos. Y
aquella es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve años justos».
A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el
volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos
anteriores. Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos
mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro, la población se
había multiplicado once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a
Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población… que el que España
aportó a todas sus colonias de América».
Eduardo Galeano
60
Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde África, a
partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se
dispone de cifras exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro
absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes.
Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste,
pero la «edad de oro» de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del
país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a
partir de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las
ciudades, campamentos nacidos del boom bruscamente acrecidos en el vértigo de la
riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos y malhechores» –según las
corteses palabras de una autoridad colonial de la época. La Villa Rica de Ouro Preto
había conquistado categoría de ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros,
era la quintaesencia de la civilización del oro. Simao Ferreira Machado la describía,
veintitrés años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto
excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia
acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real de la moneda las
grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven los hombres mejor educados,
tanto los laicos como los eclesiásticos. Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza
de los militares. Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra;
y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil».
Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa en Ouro
Preto, Sabará, San Pablo d’El Rey, Riberao do Carmo y todo el turbulento distrito
minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos. El padre
Antonil denunciaba que sobraban mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro
que tocara bien la trompeta y el doble por una prostituta mulata, « para entregarse con
ella a continuos y escandalosos pecados », pero los hombres de sotana no se portaban
mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden extraerse numerosos
testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban la región. Se los acusaba de
hacer uso de su inmunidad para sacar oro de contrabando dentro de las pequeñas
efigies de los santos de madera. En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni
un solo cura dispuesto a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después
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la Corona llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa en el distrito
minero.
Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias construidas y decoradas en el
original estilo barroco característico de la región. Minas Gerais atraía a los mejores
artesanos de la época. Exteriormente, los templos aparecían sobrios, despojados; pero
el interior, símbolo del alma divina, resplandecía en el oro puro de los altares, los
retablos, los pilares y los paneles en bajorrelieve; no se estimaban los metales
preciosos, para que las iglesias pudieran alcanzar «también las riquezas del Cielo»,
como aconsejaba el fraile Miguel de san Francisco en 1710.
Los servicios religiosos tenían altísimos precios, pero todo era fantásticamente caro en
las minas. Como había ocurrido en Potosí, Ouro Preto se lanzaba al derroche de su
riqueza súbita. Las procesiones y los espectáculos daban lugar a la exhibición de
vestidos y adornos de lujo fulgurantes. En 1733 una festividad religiosa duró más de
una semana. No solo se hacían procesiones a pie, a caballo y en triunfales carros de
nácar, seda y oro, con trajes de fantasía y alegorías, sino también torneos ecuestres,
corridas de toros y danzas en las calles al son de flautas, gaitas y guitarras. Los
mineros despreciaban el cultivo de la tierra y la región padeció epidemias de hambre en
plena prosperidad, hacia 1700 y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros,
ratas, hormigas, gavilanes. Los esclavos agotaban sus fuerzas y sus días en los
lavaderos de oro. «Allí trabajan – escribía Luis Gomes Ferreira-, allí comen, y a menudo
allí tienen que dormir; y como cuando descansan o comen, sus poros se cierran y se
congelan de tal forma que se hacen vulnerables a muchas peligrosas enfermedades,
como las hay muy severas pleuresías, apoplejías, parálisis, neumonías y muchas
otras». La enfermedad era una bendición del cielo que aproximaba la muerte. Los
capitanes do mato de Minas Gerais cobraban recompensas en oro a cambio de las
cabezas cortadas de los esclavos que se fugaban.
Los esclavos se llamaban «piezas de indias» cuando eran medidos, pesados y
embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano se convertían ya
en Brasil, en «las manos y los pies» del amo blanco.
Eduardo Galeano
62
Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante a cambio de ropa, bebidas y
armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto preferían a los negros que venían de la
pequeña playa de Whydad, en la costa de Guinea, porque eran más vigorosos, duraban
un poco más y tenían poderes mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba,
además, por lo menos una amante negra de Whydad para que la suerte lo acompañara
en las exploraciones7. La explosión del oro no solo incrementó la importación de
esclavos, sino que además absorbió buena parte de la mano de obra negra ocupada en
las plantaciones de azúcar y tabaco de otras regiones de Brasil, que quedaron sin
brazos. Un decreto real de 1711 prohibió la venta de los esclavos ocupados en tareas
agrícolas con destino al servicio en las minas, con la excepción de los que mostraran
«perversidad de carácter». Resultaba insaciable el hambre de esclavos de Ouro Preto.
Los negros morían rápidamente, solo en casos excepcionales llegaban a soportar siete
años continuos de trabajo. Eso sí: antes de que cruzaran el Atlántico, los portugueses
los bautizaban a todos. Y en Brasil tenían la obligación de asistir a misa, aunque les
estaba prohibido entrar en la capilla mayor o sentarse en los bancos.
A mediados del siglo XVIII ya muchos de los mineros se habían trasladado a la Serra
do Frio en busca de diamantes. Las piedras cristales que los cazadores de oro habían
arrojado a un costado mientras exploraban los lechos de los ríos habían resultado ser
diamantes. Minas Gerais ofrecía oro y diamantes en matrimonio, en proporciones
parejas. El floreciente campamento de Tijuco se convirtió en el centro del distrito
diamantino, y en él, al igual que en Ouro Preto, los ricos vestían a la última moda
europea y se traían desde el otro lado del mar las ropas, las armas y los muebles más
lujosos: horas del delirio y el derroche. Una esclava mulata, Francisca da Silva,
conquistó su libertad al convertirse en la amante del millonario Joao Fernández de
Oliveira, virtual soberano de Tijuco, y ella, que era fea y ya tenía dos hijos, se convirtió
en la Xica que manda. Como nunca había visto el mar y quería tenerlo cerca, su
caballero le construyó un gran lago artificial en el que puso un barco con tripulación y
todo. Sobre las faldas de la sierra de san Francisco levantó para ella un castillo, con un
jardín de plantas exóticas y cascadas artificiales; en su honor daba opíparos banquetes
7 C.R. Boxer, op. Cit. En Cuba se atribuía propiedades medicinales a las esclavas. Según el testimonio de Esteban Montejo, “había un tipo de enfermedad que recogían los blancos. Era una enfermedad en las venas y en las partes masculinas. Se quitaba con las negras. El que la cogía se acostaba con una negra y se le pasaba. Así se curaban en seguida”. Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, 1968.
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regados por los mejores vinos, bailes nocturnos de nunca acabar y funciones de teatro
y conciertos. Todavía en 1818, Tijuco festejó a lo grande el casamiento del príncipe de
la corte portuguesa. Diez años antes, John Mawe, un inglés que visitó Ouro Preto, se
asombró de su pobreza; encontró casas vacías y sin valor, con letreros que las ponían
infructuosamente en venta, y comió comida inmunda y escasa. Tiempo atrás había
estallado la rebelión que coincidió con la crisis en la comarca del oro. José Joaquim da
Silva Xavier, «Tiradentes», había sido ahorcado y despedazado, y otros luchadores por
la independencia habían partido desde Ouro Preto hacia la cárcel o el exilio.
Contribución del oro de Brasil al progreso de Inglaterra
El oro había empezado a fluir en el preciso momento en que Portugal firmaba el tratado
de Methuen, en 1703, con Inglaterra. Esta fue la coronación de una larga serie de
privilegios conseguidos por los comerciantes británicos en Portugal. A cambio de
algunas ventajas para sus vinos en el mercado inglés, Portugal abría su propio
mercado, y el de las colonias, a las manufacturas británicas. Dado el desnivel de
desarrollo industrial ya por entonces existente, la medida implicaba una condenación a
la ruina para las manufacturas locales. No era con vino como se pagarían los tejidos
ingleses, sino con oro, con el oro de Brasil, y por el camino quedarían paralíticos los
telares de Portugal. Portugal no se limitó a matar en el huevo a su propia industria, sino
que, de paso, aniquiló también los gérmenes de cualquier tipo de desarrollo
manufacturero en el Brasil.
El reino prohibió el funcionamiento de refinerías de azúcar en 1715, en 1729, declaró
crimen la apertura de nuevas vías de comunicación en la región minera; en 1785,
ordenó incendiar los telares y las hilanderías brasileñas.
Eduardo Galeano
64
Inglaterra y Holanda, campeonas del contrabando del oro y de los esclavos, que
amasaron grandes fortunas en el tráfico ilegal de carne negra, atrapaban por medios
ilícitos, según se estima, más de la mitad del metal que correspondía al impuesto del
«quinto real» que debía recibir, de Brasil, la corona portuguesa. Pero Inglaterra no
recurría solamente al comercio prohibido para canalizar el oro brasileño en dirección a
Londres. Las vías legales también le pertenecían. El auge del oro, que implicó el flujo
de grandes contingentes de población portuguesa hacia Minas Gerais, estimuló
agudamente la demanda colonial de productos industriales y proporcionó, a la vez,
medios para pagarlos. De la misma manera que la plata de Potosí rebotaba en el suelo
de España, el oro de Minas Gerais, solo pasaba en tránsito por Portugal. La metrópoli
se convirtió en simple intermediaria. En 1755, el marqués de Pombal, primer ministro
portugués, intentó la resurrección de una política proteccionista pero ya era tarde:
denunció que los ingleses habían conquistado Portugal sin los inconvenientes de una
conquista, que abastecían las dos terceras partes de sus necesidades y que los
agentes británicos eran dueños de la totalidad del comercio portugués. Portugal no
producía prácticamente nada y tan ficticia resultaba la riqueza del oro que hasta los
esclavos negros que trabajaban las minas de la colonia eran vestidos por los ingleses.
Celso Furtado ha hecho notar que Inglaterra, que seguía una política clarividente en
materia de desarrollo industrial, utilizó el oro de Brasil para pagar importaciones
esenciales de otros países y pudo concentrar sus inversiones en el sector
manufacturero. Rápidas y eficaces innovaciones tecnológicas pudieron ser aplicadas
gracias a esta gentileza histórica de Portugal. El centro financiero de Europa se trasladó
de Amsterdan a Londres. Según las fuentes británicas, las entradas de oro brasileño en
Londres alcanzaban a cincuenta mil libras por semana en algunos períodos. Sin esta
tremenda acumulación de reservas metálicas, Inglaterra no hubiera podido enfrentar,
posteriormente, a Napoleón.
Nada quedó, en el suelo brasileño, del impulso dinámico del oro, salvo los templos y
las obras de arte. A fines del siglo XVIII, aunque todavía no se habían agotado los
diamantes, el país estaba postrado. El ingreso per capita de los tres millones largos de
brasileños no superaba los cincuenta dólares anuales al actual poder adquisitivo, según
los cálculos de Furtado, y este era el nivel más bajo de todo el período colonial. Minas
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Gerais cayó a pique en un abismo de decadencia y ruina. Increíblemente, un autor
brasileño agradece el favor y sostiene que el capital inglés que salió de Minas Gerais
«sirvió para la inmensa red bancaria que propició el comercio entre las naciones y tornó
posible levantar el nivel de vida de los pueblos capaces del progreso8». Condenados
inflexiblemente a la pobreza en función del progreso ajeno, los pueblos mineros
«incapaces» quedaron aislados y tuvieron que resignarse a arrancar sus alimentos de
las pobres tierras ya despojadas de metales y piedras preciosas. La agricultura de
subsistencia ocupó el lugar de la economía minera. En nuestros días, los campos de
Minas Gerais son, como los del nordeste, reinos del latifundio y de los «coroneles de
hacienda», impertérritos bastiones del atraso. La venta de trabajadores mineiros a las
haciendas de otros estados es casi tan frecuente como el tráfico de esclavos que los
nordestinos padecen. Franklin de Oliveira recorrió Minas Gerais hace poco tiempo.
Encontró casas de palo a pique, pueblitos sin agua ni luz, prostitutas con una edad
media de trece años en la ruta al valle de Jequitinhonda, locos y famélicos a la vera de
los caminos. Lo cuenta en su reciente libro A tragedia da renovacao brasileira. Henri
Gorceix había dicho, con razón, que Minas Gerais tenía un corazón de oro en un pecho
de hierro pero la explotación de su fabuloso quadrilátero ferrífero corre por cuenta, en
nuestros días, de la Hanna Mining Co. y la Bethlehem Steel, asociadas al efecto: los
yacimientos fueron entregados en 1964, al cabo de una siniestra historia. El hierro, en
manos extranjeras, no dejará más de lo que el oro dejó.
Solo la explosión del talento había quedado como recuerdo del vértigo del oro, por no
mencionar los agujeros de las excavaciones y las pequeñas ciudades abandonadas.
Portugal no pudo, tampoco, rescatar otra fuerza creadora que no fuera la revolución
estética. El convento de Mafra, orgullo de Don Joao V, levantó a Portugal de la
decadencia artística: en sus carillones de treinta y siete campanas, sus vasos y sus
candelabros de oro macizo, centellea todavía el oro de Minas Gerais.
8 Augusto de Lima Júnior, op. cit.El autor siente una gran alegría por “la expansión del imperialismo colonizador, que los ignorantes de hoy, movidos por sus maestros moscovitas, califican de crimen”.
Eduardo Galeano
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Las iglesias de Minas han sido bastante saqueadas y son raros los objetos sacros, de
tamaño portátil, que en ellas perduran, pero para siempre quedaron, alzadas sobre las
ruinas coloniales, las monumentales obras barrocas, los frontispicios y los púlpitos, los
retablos, las tribunas, las figuras humanas, que diseñó, talló o esculpió Antonio Franciso
Lisboa, el «Aleijadinho», el «Tullidito» comenzó a modelar en piedra un conjunto de
grandes figuras sagradas, al pie del santuario de Bon Jesús da Matosinhos, en
Congonhas do Campo. La euforia del oro era cosa del pasado: la obra se llamaba Los
Profetas, pero ya no había ninguna gloria por proferir. Toda la pompa y la alegría se
habían desvanecido y no quedaba sitio para ninguna esperanza. El testimonio final,
grandioso como un entierro para aquella fugaz civilización del oro nacida para morir, fue
dejado a los siglos siguientes por el artista más talentoso de toda la historia de Brasil. El
«Aleijadinho», desfigurado y mutilado por la lepra, realizó su obra maestra amarrándose
el cincel y el martillo a las manos sin dedos y arrastrándose de rodillas, cada
madrugada, rumbo a su taller.
La leyenda asegura que en la iglesia de Nossa Señora de Mercês e Misericordia, de
Minas Gerais, los mineros muertos celebraban todavía misa en las frías noches de
lluvia. Cuando el sacerdote se vuelve, alzando las manos desde el altar mayor, se le
ven los huesos de la cara.
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EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
Las plantaciones, los latifundios y el destino
La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de la conquista. Pero
en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras raíces de caña de azúcar, desde
las islas Canarias, y las plantó en las tierras que hoy ocupa la República Dominicana.
Una vez sembradas, dieron rápidos retoños, para gran regocijo del almirante. El azúcar,
que se cultivaba en pequeña escala en Sicilia y en las islas Madeira y Cabo verde y se
compraba, a precios altos, en Oriente, era un artículo tan codiciado por los europeos
que hasta en los ajuares de las reinas llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía
en las farmacias, se lo pesaba por gramos. Durante poco menos de tres siglos a partir
del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto agrícola
más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron los cañaverales en
el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y, posteriormente, también las islas
del caribe –Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana, Guadalupe, Cuba, Puerto Rico- y
Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos escenarios propicios para la
explotación, en gran escala, del «oro blanco». Inmensas legiones de esclavos vinieron
a África para proporcionar, al rey azúcar, la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que
exigía: combustible humano para quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta
egoísta que invadió el Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad
natural y extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio
origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que engendraron, en
Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la plata y el oro; al mismo
tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e indirectamente, el desarrollo industrial de
Holanda, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una empresa movida
por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio del mercado que Europa
iba articulando internacionalmente. Por su estructura interna, sin embargo, tomando en
cuenta que se bastaba a sí misma en buena medida, resultaban feudales algunos de
sus rasgos predominantes. Utilizaba, por otra parte, mano de obra esclava. Tres
edades históricas distintas –mercantilismo, feudalismo, esclavitud- se combinaban así
Eduardo Galeano
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en una sola unidad económica y social, pero era el mercado internacional quien estaba
en el centro de la constelación del poder que el sistema de plantaciones integró desde
temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos. Ya no depende la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena. Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de trabajadores que se desplazan, empujados por el hambre, al ritmo de las zafras sucesivas.
La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona también el
latifundio, como un colador armado para la evasión de las riquezas naturales. Al
integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico; luego, por la
competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento de la tierra o por la
aparición de otras zonas con mejores condiciones, sobrevino la decadencia. La cultura
de la pobreza, la economía de subsistencia y el letargo son los precios que cobra, con
el transcurso de los años, el impulso productivo original. El nordeste era la zona más
rica de Brasil y hoy es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos
condenados a la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba
por los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable del
suelo. No solo el azúcar.
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Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la oligarquía de
Caracas; del algodón de Maranhao, de súbito esplendor y súbita caída; de las
plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para los obreros
nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados bosques de quebracho
del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de henequén, en Yucatán, donde los
indios yanquis fueron enviados al exterminio. Es también la historia del café, que
avanza abandonando desiertos a sus espaldas, y de las plantaciones de frutas en
Brasil, en Colombia, en Ecuador y en los desdichados países centroamericanos. Con
mejor o peor suerte, cada producto se ha ido convirtiendo en un destino, muchas veces
fugaz, para los países, las regiones y los hombres. El mismo itinerario han seguido, por
cierto, las zonas productoras de riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el
mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo
latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada por esta ley de
acero, el río de la Plata, que arrojaba cueros y luego carne y lana a las corrientes del
mercado internacional, no ha podido, sin embargo, escapar de la jaula del
subdesarrollo.
El asesinato de la tierra de Brasil
Las colonias españolas proporcionaban, en primer lugar, metales. Muy temprano se
habían descubierto, en ellas, los tesoros y las vetas. El azúcar, relegada a un segundo
plano, se cultivó en Santo Domingo, luego en Veracruz, más tarde en la costa peruana
y en Cuba. En cambio, hasta mediados del siglo XVIII, Brasil fue el mayor productor
mundial de azúcar. Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal
mercado de esclavos; la mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente
en los trabajos forzados, y el azúcar exigía grandes contingentes de mano de obra para
limpiar y preparar los terrenos, plantar, cosechar y transportar la caña y, por fin, molerla
y purgarla. La sociedad colonial brasileña, subproducto del azúcar, floreció en Bahía y
Pernambuco, hasta que el descubrimiento del oro trasladó su núcleo central a Minas
Gerais.
Eduardo Galeano
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Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa, en usufructo, a los primeros
grandes terratenientes de Brasil. La hazaña de la conquista habría de correr pareja con
la organización de la producción. Solamente «doce capitanes» recibieron, por carta de
donación, todo el inmenso territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del
monarca. Sin embargo, fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor
medida, el negocio, que resultó, en resumidas cuentas, más flamenco que portugués.
Las empresas holandesas no solo participaron en la instalación de los ingenios y en la
importación de los esclavos; además, recogían el azúcar en bruto en Lisboa, lo
refinaban obteniendo utilidades que llegaban a la tercera parte del valor del producto, y
lo vendían en Europa.
En 1630 la Dutch West India Company invadió y conquistó la costa nordeste de Brasil,
para asumir directamente el control del producto. Era preciso multiplicar las fuentes del
azúcar, para multiplicar las ganancias, y la empresa ofreció a los ingleses de la isla de
Barbados todas las facilidades para iniciar el cultivo en gran escala en las Antillas.
Trajo a Brasil colonos del caribe, para que allí, en sus flamantes dominios, adquirieran
los necesarios conocimientos técnicos y la capacidad de organización. Cuando los
holandeses fueron por fin expulsados del nordeste brasileño, en 1654, ya habían
echado las bases para que Barbados se lanzara a una competencia furiosa y ruinosa.
Habían llevado negros y raíces de caña, habían levantado ingenios y les habían
proporcionado todos los implementos. Las exportaciones brasileñas cayeron
bruscamente a la mitad, y a la mitad bajaron los precios del azúcar a fines del siglo
XVII. Mientras tanto, en un par de décadas, se multiplicó por diez la población negra de
Barbados. Las Antillas estaban más cerca del mercado europeo, Barbados
proporcionaba tierras todavía invictas y producía con mejor nivel técnico. Las tierras
brasileñas se habían cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de los
esclavos en Brasil y la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra a las
plantaciones, precipitaron también la crisis del nordeste azucarero. Fue una crisis
definitiva. Se prolongó, arrastrándose penosamente de siglo en siglo, hasta nuestros
días.
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El azúcar había arrasado el nordeste. La franja húmeda del litoral, bien regada por las
lluvias, tenía un suelo de gran fertilidad, muy rico en humus y sales minerales, cubiertos
por los bosques desde Bahía hasta Ceará. Esta región de bosques tropicales se
convirtió, como dice Josué de Castro, en una región de sabanas. Naturalmente nacida
para producir alimentos, pasó a ser una región de hambre. Donde todo brotaba con
vigor exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y avasallador, dejó rocas estériles,
suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían hecho, al principio, plantaciones de
naranjos y mangos, que «fueron abandonadas a su suerte y se redujeron a pequeñas
huertas que rodeaban la casa del dueño del ingenio, exclusivamente reservadas a la
familia del plantador blanco». Los incendios que abrían tierras a los cañaverales
devastaron la floresta y con ella la fauna; desaparecieron los ciervos, los jabalíes, los
tapires, los conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra vegetal, la flora y la fauna
fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la caña de azúcar. La producción
extensiva agotó rápidamente los suelos.
A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos de 120 ingenios, que sumaban un
capital cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños, que poseían las mejores
tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban, como importaban una vasta gama de
artículos de lujo que llegaban, desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de
sal. La abundancia y la prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria
de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico de subnutrición. La
ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos de la franja húmeda de la costa:
el sertao que, con un par de reses por kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún
proporciona) la carne dura y sin sabor, siempre escasa.
De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de comer tierra. La
falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a compensar
con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida habitual, que se reduce
a la harina de mandioca, los frijoles y, con suerte, el tasajo. Antiguamente, se castigaba
este «vicio africano» de los niños poniéndoles bozales o colgándolos dentro de las
cestas de mimbre a la larga distancia del suelo9.
9 Un viajero inglés, Henry Koster, atribuía la costumbre de comer tierra al contacto de los niños blancos con los negritos, “que contagian este vicio africano”.
Eduardo Galeano
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El nordeste de Brasil es, en la actualidad, la región más subdesarrollada del hemisferio
occidental10. Gigantesco campo de concentración para treinta millones de personas,
padece hoy la herencia del monocultivo del azúcar. De sus tierras brotó el negocio más
lucrativo de la economía agrícola colonial en América Latina. En la actualidad, menos
de la quinta parte de la zona húmeda de Pernambuco está dedicada al cultivo de la
caña de azúcar, y el resto no se usa para nada: los dueños de los grandes ingenios
centrales, que son los mayores plantadores de caña, se dan este lujo del desperdicio,
manteniendo improductivos sus vastos latifundios. No es en las zonas áridas y
semiáridas del interior nordestino donde la gente come peor, como equivocadamente se
cree. El sertao, desierto de piedra y arbustos ralos, vegetación escasa, padece hambre
periódicas: el sol rajante de la sequía se abate sobre la tierra y la reduce a un paisaje
lunar; obliga a los hombres al éxodo y siembra de cruces los bordes de los caminos.
Pero es en el litoral húmedo donde se padece hambre endémica. Allí donde más
opulenta es la opulencia, más miserable resulta, tierra de contradicciones, la miseria: la
región elegida por la naturaleza para producir todos los alimentos, los niega todos: la
franja costera todavía conocida, ironía del vocabulario, como zona de mata, «zona del
bosque», en homenaje al pasado remoto y a los míseros vestigios de la forestación
sobreviviente a los siglos del azúcar. El latifundio azucarero, estructura del desperdicio,
continúa obligando a traer alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región centro-
sur del país, a precios crecientes. El costo de la vida en Recife es el más alto de Brasil,
por encima del índice de Río de Janeiro. Los frijoles cuestan más caros en el nordeste
que en Ipanema, la lujosa playa de la bahía carioca.
Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario diario de un trabajador adulto en
una plantación de azúcar, por su jornada de sol a sol: si el obrero protesta, el capataz
manda a buscar al carpintero para que le vaya tomando las medidas del cuerpo.
10 El nordeste padece, por varias vías, una suerte de colonialismo interno en beneficio del sur industrializado. Dentro del nordeste, a la vez, la región del sertao está subordinada a la zona azucarera a la cual abastece, y los latifundios azucareros dependen de las plantas industrializadoras del producto. La vieja institución del señor de engenho está en crisis: los molinos centrales han devorado a las plantaciones.
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Para lo propietarios o sus administradores sigue en vigencia, en vastas zonas, el
«derecho a la primera noche» de cada muchacha. La tercera parte de la población de
Recife sobrevive marginada en las chozas de los bajos fondos; en un barrio, Casa
Amarela, más de la mitad de los niños que nacen muere antes de llegar al año. La
prostitución infantil, niñas de diez o doce años vendidas por sus padres, es frecuente en
las ciudades del nordeste. La jornada de trabajo en algunas plantaciones se paga por
debajo de los jornales bajos de la India. Un informe de la FAO, organismo de las
Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la localidad de Vitoria, cerca de Recife, la
deficiencia de proteínas «provoca en los niños una pérdida de peso de un 40 % más
grave de lo que se observa generalmente en África». En numerosas plantaciones
subsisten todavía las prisiones privadas, «pero los responsables de los asesinatos por
subalimentación –dice René Dumont- no son encerrados en ellas, porque son los que
tienen las llaves». Pernambuco produce ahora menos de la mitad del azúcar que
produce el estado de San Pablo, y con rendimientos menores por hectárea; sin
embargo, Pernambuco vive del azúcar, y de ella viven sus habitantes densamente
concentrados en la zona húmeda, mientras que el estado de San Pablo contiene el
centro industrial más poderoso de América Latina. En el nordeste ni siquiera el progreso
resulta progresista, porque hasta el progreso está en manos de pocos propietarios. El
alimento de las minorías se convierte en el hambre de las mayorías. A partir de 1870, la
industria azucarera se modernizó considerablemente con la creación de los grandes
molinos centrales, y entonces «la absorción de las tierras por los latifundios progresó de
modo alarmante, acentuando la miseria alimentaria de la zona». En la década de 1950,
la industrialización en auge incrementó el consumo del azúcar en Brasil. La producción
nordestina tuvo impulso, pero sin que aumentaran los rendimientos por hectárea. Se
incorporaron nuevas tierras, de inferior calidad, a los cañaverales, y el azúcar
nuevamente devoró las pocas áreas dedicadas a la producción de alimentos.
Convertido en asalariado, el campesino que antes cultivaba su pequeña parcela no
mejoró con la nueva situación, pues no gana suficiente dinero para comprar los
alimentos que antes producía. Como de costumbre, la expansión expandió al hambre.
Eduardo Galeano
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A paso de carga en las islas del Caribe
Las Antillas eran las Sugar Islands, las islas del azúcar: sucesivamente incorporadas al
mercado mundial como productoras de azúcar, al azúcar quedaron condenadas, hasta
nuestros días, Barbados, las islas de Sotavento, Trinidad Tobago, la Guadalupe, Puerto
Rico y Santo Domingo (la Dominicana y Haití). Prisioneras del monocultivo de la caña
en los latifundios de vastas tierras exhaustas, las islas padecen la desocupación y la
pobreza: el azúcar se cultiva en gran escala y en gran escala irradia sus maldiciones.
También Cuba continúa dependiendo, en medida determinante, de sus ventas de
azúcar, pero a partir de la reforma agraria de 1959 se inició un intenso proceso de
diversificación de la economía de la isla, lo que ha puesto punto final al desempleo: ya
los cubanos no trabajan apenas cinco meses al año, durante las zafras, sino todo a lo
largo de la ininterrumpida y por cierto difícil construcción de una sociedad nueva.
«Pensaréis tal vez, señores –decía Karl Marx en 1848-, que la producción de café y
azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza,
que apenas tiene que ver con el comercio, no había plantado allí ni el árbol del café ni
la caña de azúcar». La división internacional del trabajo no se fue estructurando por
mano y gracia del Espíritu Santo, sino por obra de los hombres, o, más precisamente, a
causa del desarrollo mundial del capitalismo.
En realidad, Barbados fue la primera isla del caribe donde se cultivó el azúcar para la
exportación en grandes cantidades, desde 1641, aunque con anterioridad los españoles
habían plantado caña en la Dominicana y en Cuba. Fueron los holandeses, como
hemos visto, quienes introdujeron las plantaciones en la minúscula isla británica; en
1666 ya había en Barbados ochocientas plantaciones de azúcar y más de ochenta mil
esclavos. Vertical y horizontalmente ocupada por el latifundio naciente, Barbados no
tuvo mejor suerte que el nordeste de Brasil.
Antes, la isla disfrutaba el policultivo; producía, en pequeñas propiedades algodón y
tabaco, naranjas, vacas y cerdos. Los cañaverales devoraron los cultivos agrícolas y
devastaron los densos bosques, en nombre de un apogeo que resultó efímero.
Rápidamente, la isla descubrió que sus suelos se habían agotado, que no tenía cómo
alimentar a su población y que estaba produciendo azúcar a precios fuera de
competencia.
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Ya el azúcar se había propagado a otras islas, hacia el archipiélago de Sotavento,
Jamaica y, en tierras continentales, las Guayanas. A principios del siglo XVIII, los
esclavos eran, en Jamaica, diez veces más numerosos que los colonos blancos.
También su suelo se cansó en poco tiempo. En la segunda mitad del siglo, el mejor
azúcar del mundo brotaba del suelo esponjoso de las llanuras de la costa de Hait í, una
colonia francesa que por entonces se llamaba Saint Domingue. Al norte y al oeste, Hait í
se convirtió en un vertedero de esclavos: el azúcar exigía cada vez más brazos. En
1786, llegaron a la colonia veintisiete mil esclavos, y al año siguiente cuarenta mil. En el
otoño de 1791 estalló la revolución. En un solo mes, septiembre, doscientas
plantaciones de caña fueron presa de las llamas; los incendios y los combates se
sucedieron sin tregua a medida que los esclavos insurrectos iban empujando a los
ejércitos franceses hacia el océano. Los barcos zarpaban cargando cada vez más
franceses y cada vez menos azúcar. La guerra derramó ríos de sangre y devastó las
plantaciones. Fue larga.
El país, en cenizas, quedó paralizado; a fines de siglo la producción había caído
verticalmente. «En noviembre de 1803 casi toda la colonia, antiguamente floreciente,
era un gran cementerio de cenizas y escombros», dice Lepkowki. La revolución haitiana
había coincidido, y no solo en el tiempo, con la revolución francesa, y Haití sufrió
también, en carne propia, el bloqueo contra Francia de la coalición internacional.
Inglaterra dominaba los mares. Pero luego sufrió, a medida que su independencia se
iba haciendo inevitable, el bloque de Francia. Cediendo a la presión francesa, el
Congreso de los Estados Unidos prohibió el comercio con Haití en 1806.
«He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir a todos los negros de las
montañas, hombres y mujeres, conservando solo a los niños menores de doce años,
exterminar la mitad de los negros de las llanuras y no dejar en la colonia ni un solo
mulato que lleve charreterras». El trópico se vengó de Leclerc, pues murió «agarrado
por el vómito negro» pese a los conjuros mágicos de Paulina Bonaparte11, sin poder
cumplir su plan, pero la indemnización en dinero resultó una piedra aplastante sobre las
espaldas de los haitianos independientes que habían sobrevivido a los baños de sangre
11 Hay una novela espléndida de Alejo Carpentier, el reino de este mundo (Montevideo, 1966), sobre este alucinante período de la vida de Haití. Contiene una recreación perfecta de las andanzas de Paulina y su marido por el Caribe.
Eduardo Galeano
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de las sucesivas expediciones militares enviadas contra ellos. El país nació en ruinas y
no se recuperó jamás: hoy es el más pobre de América Latina.
La crisis de Haití provocó el auge azucarero de Cuba, que rápidamente se convirtió en
la primera proveedora del mundo. También la producción cubana de café, otro artículo
de intensa demanda en ultramar, recibió su impulso de la caída de la producción
haitiana, pero el azúcar le ganó la carrera al monocultivo: en 1862 Cuba se verá
obligada a importar café del extranjero. Un miembro dilecto de la «sacarocracia»
cubana llegó a escribir sobre «las fundadas ventajas que se pueden sacar de la
desgracia ajena». A la rebelión haitiana sucedieron los precios más fabulosos de la
historia del azúcar en el mercado europeo, y en 1806 ya Cuba había duplicado, a la
vez, los ingenios y la productividad.
Castillos de azúcar sobre los suelos quemados de Cuba
Los ingleses se habían apoderado fugazmente de La Habana en 1762. Por entonces,
las pequeñas plantaciones de tabaco y la ganadería eran las bases de la economía
rural de la isla; La Habana, plaza fuerte militar, mostraba un considerable desarrollo de
las artesanías, contaba con una fundición importante, que fabricaba cañones, y
disponía del primer astillero de América Latina para construir en gran escala buques
mercantes y navíos de guerra. Once meses bastaron a los ocupantes británicos para
introducir una cantidad de esclavos que normalmente hubiese entrado en quince años y
desde esa época la economía cubana fue modelada por las necesidades extranjeras
del azúcar: los esclavos producirían la codiciada mercancía con destino al mercado
mundial, y su jugosa plusvalía sería desde entonces disfrutada por la oligarquía local y
los intereses imperialistas.
Moreno Fraginals describe, con datos elocuentes, el auge violento del azúcar en los
años siguientes a la ocupación británica. El monopolio comercial español había saltado,
de hecho, en pedazos; habían quedado deshechos además los frenos al ingreso de
esclavos.El ingenio absorbía todo, hombres y tierras.
Los obreros del astillero y la fundición y los innumerables pequeños artesanos, cuyo
aporte hubiera resultado fundamental para el desarrollo de las industrias, se marchaban
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a los ingenios; los pequeños campesinos que cultivaban tabaco en las vegas o frutas en
las huertas, víctimas del bestial arrasamiento de las tierras por los cañaverales, se
incorporaban también a la producción de azúcar. La plantación extensiva iba
reduciendo la fertilidad de los suelos; se multiplicaban en los campos cubanos las torres
de los ingenios y cada ingenio requería cada vez más tierras. El fuego devoraba las
vegas tabacales y los bosques y arrasaba las pasturas. En 1792, el tasajo, que pocos
años antes era un artículo cubano de exportación, llegaba ya en grandes cantidades del
extranjero, y Cuba continuaría importándolo en lo sucesivo12. Languidecían el astillero y
la fundición, caía verticalmente la producción de tabaco; la jornada de trabajo de los
esclavos del azúcar se extendía a veinte horas. Sobre las tierras humeantes se
consolidaba el poder de la «sacarocracia». A fines del siglo XVIII, euforia de la
cotización internacional por las nubes, la especulación volaba: los precios de la tierra se
multiplicaban por veinte Güines; en La Habana el interés real del dinero era ocho veces
más alto que el legal; en toda Cuba la tarifa de los bautismos, los entierros y las misas
subía en proporción a la desatada carestía de los negros y los bueyes.
Los cronistas de otros tiempos decían que podía recorrerse Cuba, a todo lo largo, a la
sombra de las palmas gigantescas y los bosques frondosos, en los que abundaban la
caoba y el cedro, el ébano y los dagames. Se puede todavía admirar las maderas
preciosas de Cuba en las mesas y en las ventanas de El Escorial o en las puertas del
palacio real Madrid, pero la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos
sucesivos, los mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los
mismos años en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en la principal
compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo extensivo de la caña, cultivo
de rapiña, no solo implicó la muerte del bosque sino también, a largo plazo, «la muerte
de la fabulosa fertilidad de la isla13». Los bosques eran entregados a las llamas y la
erosión no demoraba en morder los suelos indefensos; miles de arroyos se secaron. 12 Ya habían irrumpido los saladeros en el río de la Plata. Argentina y Uruguay, que por entonces no existían por separado ni se llamaban así, habían adaptado sus economías a la exportación en gran escala de carne seca y salada, cueros, grasas y sebos. Brasil y Cuba, los dos grandes centros esclavistas del siglo XIX, fueron excelentes mercados para el tasajo, un alimento muy barato, de fácil transporte y no menos fácil almacenamiento, que no se descomponía al calor del trópico. Los cubanos llaman todavía “Montevideo” al tasajo, pero Uruguay dejó de venderlo en 1965, sumándose así al bloqueo dispuesto por la OEA contra Cuba. Des esta manera Uruguay perdió, estúpidamente, el último mercado que le restaba para este producto. Había sido Cuba, a fines del siglo XVIII, el primer mercado que se abrió a la carne uruguaya, embarcada en delgadas lonjas secas. José Pedro Brrán y Benjamín Nahum, Historia rural del Uruguay moderno (1851 – 1885), Montevideo, 1967.13 Manuel Moreno Fraginals, op. cit. Hasta hace poco tiempo, navegaban por el río Sagua los palanqueros. “Llevan una larga vara con una punta de hierro. Con ella van hiriendo el lecho del río hasta que clavan un madero ... Así, día a día, extraen del fondo del río los restos de árboles que el azúcar talara. Viven de los cadáveres del bosque.
Eduardo Galeano
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Actualmente, el rendimiento por hectáreas de las plantaciones azucareras de Cuba es
inferior en más de tres veces al de Perú, y cuatro veces y media menor que el de
Hawai. El riesgo y la fertilización de la tierra constituyen tareas prioritarias para la
revolución cubana. Se están multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas,
mientras se canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras, los
abonos.
La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al tiempo que sellaba la dependencia
de Cuba, una factoría distinguida cuya economía quedó enferma de diabetes. Entre
quienes devastaron las tierras más fértiles por medios brutales había personajes de
refinada cultura europea, que sabían reconocer un Brueghel auténtico y podían
comprarlo; de sus frecuentes viajes a París traían vasijas etruscas y ánforas griegas,
gobelinos franceses y biombos Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas
británicos. Me sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de La Habana, una
gigantesca caja fuerte, con combinación secreta, que una condesa usaba para guardar
la vajilla. Hasta 1959 no se construían fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía
y sacaba dictadores, proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el ritmo de
las danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de Trinidad es, hoy, un
cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había en Trinidad más de cuarenta
ingenios, que producían 700 mil arrobas de azúcar. Los campesinos pobres que
cultivaban tabaco habían sido desplazados por la violencia, y la zona, que había sido
también ganadera, y que antes exportan carne, comía carne traída de fuera.
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Brotaron palacios coloniales, con sus portales de sombra cómplice, sus aposentos de
altos techos, arañas con lluvia de cristales, alfombras persas, un silencio de terciopelo y
en el aire las ondas del minué, los espejos en los salones para devolver la imagen de
los caballeros de peluquín y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de los
grandes esqueletos de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios mudos, las
calesas invadidas por el pasto. A Trinidad le dicen ahora «la ciudad de los tuvo»,
porque sus sobrevivientes blancos siempre hablan de algún antepasado que tuvo el
poder y la gloria. Pero vino la crisis de 1857, cayeron los precios del azúcar y la ciudad
cayó con ellos, para no levantarse nunca más14. Un siglo después, cuando los
guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino
atado a la cotización del azúcar. «El pueblo que confía su subsistencia a un solo
producto, se suicida», había profetizado el héroe nacional, José Martí. En 1920, con el
azúcar a 22 centavos la libra, Cuba batió el récord mundial de exportaciones por
habitante, superando incluso a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso per capita de América
Latina. Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro centavos,
y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas centrales azucareras,
que fueron adquiridas por intereses norteamericanos, y todos los bancos cubanos o
españoles, incluyendo el propio Banco Nacional. Solo sobrevivieron las sucursales de
los bancos de Estados Unidos. Una economía tan dependiente y vulnerable como la de
Cuba no podía escapar, posteriormente, al impacto feroz de la crisis de 1929 en
Estados Unidos: el precio del azúcar llegó a bajar a mucho menos de un centavo en
1932, y en tres años las exportaciones se redujeron, en valor, a la cuarta parte. El
índice de desempleo de Cuba en esos tiempos «difícilmente habrá sido igualado en
ningún otro país». El desastre de 1921 había sido provocado por la caída del precio del
azúcar en el mercado de los Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en
llegar un crédito de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también el
general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos, Crowder
gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios la dictadura de Machado
14 Moreno Fraginals ha observado, agudamente, que los nombres de los ingenios nacidos en el siglo XIX reflejaban las alzas y las bajas de la curva azucarera: Esperanza, Nueva Esperanza, Atrevido, Casualidad, Aspirante, Conquista, Confianza, El Buen Suceso, Apuros, Angustia, Desengaño. Había cuatro ingenios llamados, premonitoriamente, Desengaño.
Eduardo Galeano
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llega al poder en 1924, pero la gran depresión de los años treinta se lleva por delante,
paralizada Cuba por la huelga general, a este régimen de sangre y fuego.
Lo que ocurría con los precios, se repetía con el volumen de las exportaciones. Desde
1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la tercera parte del mercado norteamericano
de azúcar, a precios inferiores a los que recogían los productores de Estados Unidos,
pero más altos y más estables que los del mercado internacional. Ya con anterioridad
los Estados Unidos habían desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio
de privilegios similares concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en Cuba.
Todos estos favores consolidaron la dependencia. «El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el
pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende a más
de uno», había dicho Martí y repitió el Che Guevara en la conferencia de la OEA, en
Punta del este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las necesidades
de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas, continuaba siendo
el promedio de los años cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en
1952, en ancas de la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con
la misión de apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la
demanda del norte, cayó a cuatro15.
La revolución ante la estructura de la impotencia
La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las
guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados
Unidos en el cliente principal del azúcar de la Antillas.
15 El director del programa de azúcar en el Ministerio de Agricultura de los Estados Unidos declaró tiempo después de la Revolución: “Desde que Cuba ha dejado la escena, nosotros no contamos con la protección de este país, el más grande exportador mundial, ya que disponía siempre de reservas para atender, cuando era preciso, a nuestro mercado”. Enrique Ruiz García, América Latina: anatomía de una revolución, Madrid, 1966.
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Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio de Cuba, le
vendían y le compraban más que a España, aunque la isla era una colonia española, y
la bandera de las barras y las estrellas flameaba en los mástiles de más de la mitad de
los buques que llegaban allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro,
en remotos pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos. Las
principales calles de La Habana fueron empedradas con bloques de granito de Boston.
Cuando despuntaba el siglo XX se leía en el Lousina Planter: «Poco a poco, va
pasando toda la isla de Cuba a manos de ciudadanos norteamericanos, lo cual es el
medio más sencillo y seguro de conseguir la anexión a los Estados Unidos». En el
Senado norteamericano se hablaba ya de nueva estrella en la bandera; derrotada
España, el general Leonard Wood gobernaba la isla. Al mismo tiempo pasaban a
manos norteamericanas las Filipinas y Puerto Rico16. «Nos han sido otorgados por
guerras –decía el presidente McKinley incluyendo a Cuba-, y con la ayuda de Dios y en
nombre del progreso de la humanidad y de la civilización, es nuestro deber responder a
esta gran confianza». En 1902, Tomás Estrada Palma tuvo que renunciar a la
ciudadanía norteamericana que había adoptado en el exilio: las tropas norteamericanas
de ocupación lo convirtieron en el primer presidente de Cuba.
En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl Smith, declaró ante una
subcomisión del Senado: «Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos
tenían tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador
norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el
presidente cubano».
Cuando cayó Batista, Cuba vendía casi todo su azúcar en Estados Unidos. Cinco años
antes, un joven abogado revolucionario había profetizado certeramente, ante quienes lo
16 Puerto Rico, otra factoría azucarera, quedó prisionero. Desde el punto de vista norteamericano, los puertorriqueños no son suficientemente buenos para vivir en una patria propia, pero en cambio sí lo son para morir en el frente de Vietnam en nombre de una patria que no es suya. En un cálculo proporcional a la población, el “estado libre asociado” de Puerto Rico tiene más soldados peleando en el sudeste asiático que cualquier otro estado de los Estados Unidos. A los puertorriqueños que resisten el servicio militar en Vietnam se les envía por cinco años a las cárceles de Atlanta. Al servicio militar en filas norteamericanas se agrega otras humillaciones heredadas de la invasión de 1898 y benditas por ley (por ley del Congreso de los Estados Unidos). Puerto Rico cuenta con representantes simbólicos en el Congreso norteamericano, sin voto y prácticamente sin voz. A cambio de este derecho, un estatuto colonial: Puerto Rico tenía, hasta la ocupación norteamericana, una moneda propia y mantenían un próspero comercio con los principales mercados. Hoy la moneda es el dólar y los aranceles de sus aduanas se fijan en Washington, donde se decide todo lo que tiene que ver con el comercio exterior e interior de la isla. Lo mismo ocurre con las relaciones exteriores, el transporte, las comunicaciones, los salarios y las condiciones de trabajo. Es la Corte federal de los Estados Unidos la que juzga a los puertorriqueños; el ejército local integra el ejército del norte. La industria y el comercio están en manos de intereses norteamericanos privados. La desnacionalización quiso hacerse absoluta por la vía de la emigración: la miseria empujó a más de un millón de puertorriqueños a buscar mejor suerte en Nueva York, al precio de la fractura de su identidad nacional. Allí, forman un sunproletariado que se aglomera en los barrios más sórdidos.
Eduardo Galeano
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juzgaban por el asalto al cuartel Moncada, que la historia lo absolvería: había dicho en
su vibrante alegato: «Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima.
Se exporta azúcar para importar caramelo... ». Cuba compraba en Estados Unidos no
solo los automóviles y las máquinas, los productos químicos, el papel y la ropa, sino
también arroz y frijoles, ajos y cebollas, grasas, carne y algodón. Venían helados de
Miami, panes de Atlanta y hasta cenas de lujo desde París. El país del azúcar
importaba cerca de la mitad de las frutas y las verduras que consumía, aunque solo la
tercera parte de su población activa tenía trabajo permanente y la mitad de las tierras
de los centrales azucareros eran extensiones baldías donde empresas no producían
nada. Trece ingenios norteamericanos disponían de más de 47 por ciento del área
azucarera total y ganaban alrededor de 180 millones de dólares por cada zafra. La
riqueza del subsuelo –níquel, hierro, cobre, manganeso, cromo, tungsteno- formaba
parte de las reservas estratégicas de los Estados Unidos, cuyas empresas apenas
explotaban los minerales de acuerdo con las variables urgencia del ejército y la
industria del norte. Había en Cuba, 1958, más prostitutas registradas que obreros
mineros. Un millón y medio de cubanos sufría el desempleo total o parcial, según las
investigaciones de Seuret y Pino que cita Núñez Jiménez.
La economía del país se movía al ritmo de las zafras. El poder de compra de las
exportaciones cubanas entre 1952 y 1956 no superaba el nivel de treinta años atrás,
aunque las necesidades de divisas eran mayores.
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En los años treinta, cuando la crisis consolidó la dependencia de la economía cubana
en lugar de contribuir a romperla, se había llegado al colmo de desmontar fábricas
recién instaladas para venderlas a otros países. Cuando triunfó la revolución, el primer
día de 1959, el desarrollo industrial de Cuba era muy pobre y lento, más de la mitad de
la producción estaba concentrada en La Habana y las pocas fábricas con tecnología
moderna se teledirigían desde los Estados Unidos. Un economista cubano, Regino Boti,
coautor de las tesis económicas de los guerrilleros de la sierra, cita el ejemplo de una
filial de la Nestlé que producía leche concentrada en Bayamo: «En caso de accidente,
el técnico telefoneaba a Connecticut y señalaba que en su sector tal o cual cosa no
marchaba. Recibía en seguida instrucciones sobre las medidas a tomar y las ejecutaba
mecánicamente... Si la operación no resultaba exitosa, cuatro horas más tarde llegaba
un avión transportando un equipo de especialistas de alta calificación que arreglaban
todo. Después de la nacionalización ya no se podía telefonear para pedir socorro y los
raros técnicos que hubieran podido reparar los desperfectos secundario habían
partido». El testimonio ilustra cabalmente las dificultades que la Revolución encontró
desde que se lanzó a la aventurera de convertir a la colonia en patria.
Cuba tenía las piernas cortadas por el estatuto de la dependencia y no le ha resultado
nada fácil echarse a andar por su propia cuenta. La mitad de los niños cubanos no iba a
la escuela en 1958, pero la ignorancia era, como denunciara Fidel Castro tantas veces,
mucho más vasta y más grave que el analfabetismo. La gran campaña de 1961
movilizó a un ejército de jóvenes voluntarios para enseñar a leer y a escribir a todos los
cubanos y los resultados asombraron al mundo: Cuba ostenta actualmente, según la
Oficina Internacional de Educación de la UNESCO, el menor porcentaje de analfabetos
y el mayor porcentaje de población escolar, primaria y secundaria, de América Latina.
Sin embargo, la herencia maldita de la ignorancia no se supera en una noche y un día –
ni en doce años. La falta de cuadros técnicos eficaces, la incompetencia de la
administración y la desorganización del aparato productivo, el burocrático temor a la
imaginación creadora y a la libertad de decisión, continúan interponiendo obstáculos al
desarrollo del socialismo. Pero pese a todo el sistema de impotencias forjado por cuatro
siglos y medio de historia de la opresión, Cuba está naciendo, con entusiasmo que no
cesa, de nuevo: mide sus fuerzas, alegría y desmesura, ante los obstáculos.
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El azúcar era el cuchillo y el imperio el asesino
«Edificar sobre el azúcar ¿es mejor que edificar sobre la arena?», se preguntaba Jean-
Paul-Sartre en 1960, desde Cuba.
En el muelle del puerto de Guayabàl, que exporta azúcar a granel, vuelan los alcatraces
sobre un galpón gigantesco. Entro y contemplo, atónito, una pirámide dorada de azúcar.
A medida que las compuertas se abren, por debajo, para que las tolvas conduzcan el
cargamento, sin embolsar, hacia los buques, la rajadura del techo va dejando caer
nuevos chorros de oro, azúcar recién transportada desde los molinos de los ingenios.
La luz del sol se filtra y les arranca destellos.
Vale unos cuatro millones de dólares esta montaña tibia que palpo y no me alcanza la
mirada para recorrerla. Pienso que aquí se resume toda la euforia y el drama de esta
zafra récord de 1970 que quiso, pero no pudo, pese al esfuerzo sobrehumano,
alcanzar los diez millones de toneladas. Y una historia mucho más larga resbala, con el
azúcar, ante la mirada. Pienso en el reino de la Francisco Sugar Co., la empresa de
Allen Dulles, donde he pasado una semana escuchando las historias del pasado y
asistiendo al nacimiento futuro: Josefina, hija de caridad Rodríguez, que estudia en un
aula que antes era celda del cuartel, en el preciso lugar donde su padre fue preso y
torturado antes de morir; Antonio Bastidas, el negro de setenta años que una
madrugada de este año se colgó con ambos puños de la palanca de la sirena porque el
ingenio había sobrepasado la meta y gritaba: «¡Carajo!», gritaba: «¡Cumplimos,
carajo!», y no había quien le sacara la palanca de las manos crispadas mientras la
sirena, que había despertado al pueblo, estaba despertando a toda Cuba; historias de
desalojos, de sobornos, de asesinatos, el hambre y los extraños oficios que la
desocupación, obligatoria durante más de la mitad de cada año, engendraba: cazador
de grillos en los plantíos, por ejemplo. Pienso que la desgracia tenía el vientre
hinchado, ahora se sabe.
No murieron en vano los que murieron: Amancio Rodríguez, por ejemplo, acribillado a
tiros por los rompehuelgas en una asamblea, que había rechazado furioso un cheque
en blanco de la empresa y cuando sus compañeros lo fueron a enterrar descubrieron
que no tenía calzoncillos ni medias para llevarse al cajón, o por ejemplo Pedro Plaza,
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que a los veinte años fue detenido y condujo el camión de soldados hacia las minas
que él mismo había sembrado y voló con el camión y los soldados.
Y tantos otros, en esa localidad y en todas las demás: «Aquí las familias quieren mucho
a los mártires – me ha dicho un viejo cañero- , pero después de muertos. Antes eran
puras quejas». Pienso que no resultaba casual que Fidel Castro reclutara a las tres
cuartas partes de sus guerrilleros entre los campesinos, hombres del azúcar, ni que la
provincia de Oriente fuera, a la vez la mayor fuente de azúcar y de sublevaciones en
toda la historia de Cuba.
Me explico el rencor acumulado: después de la gran zafra de 1961, la revolución optó
por vengarse del azúcar. El azúcar era la memoria viva de la humillación. ¿Era también,
el azúcar un destino? ¿Se convirtió luego en una penitencia? ¿Puede ser ahora una
palanca, la catapulta del desarrollo económico? Al influjo de una justa impaciencia, la
revolución abatió numerosos cañaverales y quiso diversificar, en un abrir y cerrar de
ojos, la producción agrícola: no cayó en el tradicional error de dividir los latifundios en
minifundios improductivos, pero cada finca socializada acometió de golpe cultivos
excesivamente variados. Había que realizar importaciones en gran escala para
industrializar el país, aumentar la productividad agrícola y satisfacer muchas
necesidades de consumo que la revolución, al redistribuir la riqueza, acrecentó
enormemente. Sin las grandes zafras del azúcar, ¿de dónde obtener las divisas
necesarias para esas importaciones? El desarrollo de la minería, sobre todo el níquel,
exige grandes inversiones, que se están realizando, y la producción pesquera se ha
multiplicado por ocho gracias al crecimiento de la flota, lo cual también ha exigido
inversiones gigantes; los grandes planes de producción de cítricos están en ejecución,
pero los años que separan a la siembra de la cosecha obligan a la paciencia. La
revolución descubrió, entonces, que había confundido el cuchillo con el asesino. El
azúcar, que había sido el factor del sudesarrollo, pasó a convertirse en un instrumento
del desarrollo. No hubo más remedio que utilizar los frutos del monocultivo y la
dependencia, nacidos de la incorporación de Cuba al mercado mundial, para romper el
espinazo del monocultivo y la dependencia.
Eduardo Galeano
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Porque los ingresos que el azúcar proporciona ya no se utilizan en consolidar la
estructura del sometimiento17. Las importaciones de maquinarias y de instalaciones
industriales crecieron en un cuarenta por ciento desde 1958; el excedente económico
que el azúcar genera se moviliza para desarrollar las industrias básicas y para que no
queden tierras ociosas ni trabajadores condenados a la desocupación. Cuando cayó la
dictadura de Batista, había en Cuba cinco mil tractores y trescientos automóviles. Hoy
hay cincuenta mil tractores, aunque en buena medida se los desperdicia por las graves
deficiencias de organización, y de aquella flota de automóviles, en su mayoría modelos
de lujo, no restan más que algunos ejemplares dignos del museo de la chatarra. La
industria del cemento y las plantas de electricidad han cobrado un asombroso impulso;
las nuevas fábricas de fertilizantes han hecho posible que hoy se utilicen cinco veces
más abonos que en 1958. Los embalses, creados por todas partes, contienen hoy un
caudal de agua setenta y tres veces mayor que el total de agua embalsada en 1958 y
han avanzado con botas de siete leguas las áreas de riego. Nuevos caminos, abiertos
por toda Cuba, han roto la incomunicación de muchas regiones que parecían
condenadas al aislamiento eterno. Para aumentar la magra producción de leche del
ganado cebú, se han traído a Cuba trozos de raza Holstein con los que, mediante la
inseminación artificial, se han hecho nacer ochocientas mil vacas de cruza.
Grandes progresos se han realizado en la mecanización del corte y el alza de la caña,
en buena medida en base a las invenciones cubanas, aunque todavía resultan
insuficientes. Un nuevo sistema de trabajo se organiza, con dificultades, para ocupar el
lugar del viejo sistema desorganizado por los cambios que la revolución trajo consigo.
Los macheteros profesionales, presidiarios del azúcar, son en Cuba una especie
extinguida: también para ellos la revolución implicó la libertad de elegir otros oficios
menos pesados, y para sus hijos, la posibilidad de estudiar, mediante becas, en las
ciudades. La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio
inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970 Cuba debió utilizar el
triple de trabajadores para la zafra, en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores
17 El precio estable del azúcar, garantizado por los países socialistas, ha desempeñado un papel decisivo en este sentido. También la ruptura del bloqueo dispuesto por los Estados Unidos, que se hizo añicos a través del tráfico comercial intenso con España y otros países de Europa occidental. Un tercio de las exportaciones cubanas proporciona dólares, es decir, divisas convertibles, al país; el resto se aplica al trueque con la Unión Soviética y la zona del rublo. Este sistema de comercio implica también ciertas dificultades: las turbinas soviéticas para las centrales termoeléctricas son de excelente calidad, como todos los equipos pesados que la URSS produce, pero no ocurre lo mismo con los artículos de consumo de la industria ligera o mediana.
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de otros sectores, con los que se perjudicaron las demás actividades del campo y de la
ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo de las fábricas. Y hay que
tener en cuenta, en este sentido, que en una sociedad socialista, a diferencia de la
sociedad capitalista, los trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la
desocupación ni por la codicia. Otros motores la solidaridad, la responsabilidad
colectiva, la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre
más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia
de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según
Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista. Los cubanos
se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos
y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a
medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia social.
Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policl ínicos y se hizo
gratuita la asistencia social. Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros
tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la
cantidad de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación se hizo
gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil niños y jóvenes y se han
multiplicado los internados y los círculos infantiles. Gran parte de la población no paga
alquiler y ya son gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos
deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años. Pero
ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van multiplicando
geométricamente y la producción solo puede crecer aritméticamente. La presión del
consumo, que es ahora consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al
aumento rápido de las exportaciones, y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de
recursos. En verdad, la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y
sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se
construye con los dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al
cabo, el futuro no sería de esta tierra si viniera regalado. Hay escasez, es cierto, de
diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes,
no solo resultan de la desorganización de la distribución. La causa esencial de la
escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país pertenece a todos. Se
Eduardo Galeano
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trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países
latinoamericanos.
En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los
ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta
revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae
porque –extraña dictadura- la defiende su pueblo en armas. Los expropiadores
expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa
Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino
también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles,
setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres barcos, cinco minas y doce cabarets. El
dictador de Guatemala, Miguel Idígoras, cedió campos de entrenamiento a los
expedicionarios a cambio de las empresas que los norteamericanos le formularon,
según él mismo confesó más tarde: dinero constante y sonante, que nunca le pagaron,
y un aumento de la cuota gualtemalteca de azúcar en el mercado de los Estados
Unidos.
En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos
cuarenta mil marines dispuestos «a pertenecer indefinidamente en este país, en vista
de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La
caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron
estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las
tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden. Dejaron cuatro mil
muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el r ío Ozama
y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo18.
La Organización de Estados Americanos –que tiene la memoria del burro, porque no
olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había
que matar el germen de otra Cuba.
18 Ellswrth Bunker, presidente de la National Sugar Refining Co., fue el enviado especial de lindón Jonson a la Dominicana después de la intervención militar. Los intereses de la national Sugar en este pequeño país fueron salvaguardados bajo la atenta mirada de Bunker: las tropas de ocupación se retiraron para dejar en el poder, al cabo de muy democráticas elecciones, a Joaquín Balaguer, que había sido el brazo derecho de Trujillo todo a lo largo de su feroz dictadura. La población de Santo Domingo había peleado en las calles y en las azoteas, con palos, machetes y fusiles, contra los tanques, las bazukas y los helicópteros de las fuerzas extranjeras, reinvindicando el retorno al poder del presidente constitucional electo, Juan Bosch, que había sido derribado por un golpe militar. La historia, burlona, juega con las profecías. El día que Juan Bosch inauguró su breve presidencia, al cabo de treinta años de tiranía de Trujillo, Lindón Jonson, que era por entonces vicepresidente de los Estados Unidos, llevó a Santo Domingo el obsequio oficial de su gobierno: era una ambulancia.
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Gracias al sacrificio de los esclavos en el Caribe, nacieron la máquina de James Watt y los cañones de Washington
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza
hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo.
La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el
cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más
hermosas, mientras tanto, en el campo cubano, solo uno de cada diez obreros agrícolas
bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional
de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que
eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida.
Pero el azúcar no solo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos,
contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico
latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo
industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo
tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del caribe y selló la
ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por
viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La
historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y
también de moral». Decía Augusto Cochin.
Las tribus de África occidental vivían planeando entre sí, para aumentar, con los
prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales
de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer
en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios
entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra
fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la compra y venta de
carne humana.
Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V
les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de
que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas.
Eduardo Galeano
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Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de
las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos
hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía
motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la
marina mercante nacional».
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema
mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado
jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación de capital
mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra
fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos
contemporáneos». La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo
tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los
bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos,
tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del
siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de africanos, no se sabe cuántos,
atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes
blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del
Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los
bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao,
cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas
Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de
Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos».
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Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco
y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan
grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental.
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de
contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura –
sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le contó que en el Caribe había
obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y
jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo
después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga
izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia
las «islas del azúcar». La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el
rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil
esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, solo 46 mil sobrevivieron a la travesía.
Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se
suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la
borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba
quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue
la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por
España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las
finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores
de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad
de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos
con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de
colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su
vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de
América. Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII,
África y el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de
Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año. Los
caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los
cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así de nuevas armas y
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abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También
proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de
la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de
algunas bestias sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de
un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser
llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos».
De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida
de los africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la
travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de
desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A las que llegaban al caribe
demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos
a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los
esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo.
Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a
comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria
textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Giorgia y Lousiana serían sus
principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en
Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de
esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras,
contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios
del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico.
Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques,
más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para
negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un
mono vestido con jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de
seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio
básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que
pone en movimiento cada rueda del engranaje».
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Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la
empresa de seguros Lloyd’s acumulaba ganancias asegurando esclavos, buque y
plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del London Gazette indicaban que los
esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd’s. Con fondos del comercio negrero se
construyó el gran ferrocarril inglés del oeste y nacieron industrias como las fábricas de
pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular –manufacturas,
esclavos, azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor. Eric Williams lo
afirma en su documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la
campaña antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales
con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios.
Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del caribe, el azúcar
brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos
costos comparativos19. La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques
negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes
de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por
la borda: adentro solo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto
de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente
las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada
esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de
seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del caribe habían sido infinitamente más importantes, para
Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohib ía
fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de
Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia
política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital
que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo
XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence
barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; 19 La primera ley que expresamente prohibió la esclavitud en Brasil no fue brasileña. Fue, y no por casualidad, inglesa. El Parlamento británico la votó el 8 de agosto de 1845. Osny Duarte Pereira, Quem fax as leis bo Brasil?, Río de Janiero, 1963.
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vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se
destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el
West Indian Rum, no se fabricaba en las Antillas. Con capitales obtenidos de este
tráfico de esclavos, los hermanos Brown, de Providence, instalaron el horno de
fundición que proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la
independencia.
Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de
la caña, no solo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo delas «trece
colonias» por el aliento que la trata de negros brindó a la industria naval y a las
destilerías de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el
desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con
destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y
precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados
por los astilleros de los colonos del norte llevaban al caribe peces frescos y ahumados,
avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y
jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la
primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que
cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban los países
desarrollados de nuestros días; se subdesarrollaban los subdesarrollados.
El arcoriris es la ruta del retorno a Guinea.
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde Dominicana: «Es vano el
temor de que los negros puedan sublevarse: viudas hay en las islas de Portugal muy
sosegadas con ochocientos esclavos: todo está en cómo son gobernados.
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Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las
orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro años después estalló la
primera sublevación de esclavos en América: los esclavos de Diego Colón, hijo del
descubridor, fueron los primeros en levantarse y terminaron colgados de las horcas en
los senderos del ingenio. Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en
todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego
Colón, en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las
regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana: los
cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres.
El arcoiris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a Guinea para el pueblo
de Haití. En una nave blanca... En la Guayana holandesa, a través del río Courantyne,
sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djuntas, descendientes de
esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten
«santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían
celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido a los
tambores de Ashanti». La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana ocurrió
cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses recuperaron las
plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los esclavos. Pero tiempo antes
del éxodo de los djukas, los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino
negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante
todo el siglo XVIII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron
para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de
militares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron
invencible, hasta 1963, el vasto refugio.
El reino independiente de los Palmares –convocatoria a la rebelión, bandera de la
libertad- se había organizado como un estado «a semejanza de los muchos que
existían en África en el siglo XVIII». Se extendía desde las vecindades del cabo de
santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en
Halagaos: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un
espeso cerco de selvas salvajes. En plena época de las plantaciones azucareras
omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el
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policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus
antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban
el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos.
No en vano, la destrucción de los cultivos aparecería como el objetivo principal de las
tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del
mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones. La abundancia de
alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad,
padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la
libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad
de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No figuraba en
la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares.
La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad,
duró dieciocho meses». Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor
ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil
personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron
degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y
Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbi, a quien los esclavos consideraban
inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la
cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el
capitán Bartolomeu Bueno Do Prado del río das Mortes con sus trofeos de la victoria
contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas
en las alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se suicidaban en
grupo; burlaban al amo «con su huelga y su inacabable cimarronería por el otro
mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así resucitarían castrados, mancos o
decapitados, y de este modo conseguían que muchos renunciaran a la idea de matarse.
Allá por 1870, según la reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a
los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante un
cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra», o se
perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban
tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable».
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Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas
continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias
perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus
danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el
cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la iglesia
estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos
del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían
aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se
los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba
dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos
semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar
puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar
garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en
la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho dinero, y perderlo». En Cuba, los
mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las
esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca
abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los
sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar,
daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores.
El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros:
«¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que
sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para
volar un día a la feliz mansión de los escogidos20». El dios de los parias no es siempre
el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica
abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la oblación de Brasil, en la realidad
la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe
religiosa, a menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de
raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos –cualquiera que sea el
color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú de Haití, el
20 Manuel Moreno Fraginals, op. cit. Un jueves santo, el conde de Casa Bayona decidió humillarse ante sus esclavos. Inflamado de fervor cristiano, lavó lso pies a doce negros y los sentó a comer, con él, a su mesa. Fue la última cena propiamente dicha. Al día siguiente, los esclavos se sublevaron y prendieron fuego al ingenio. Sus cabezas fueron clavadas sobre doce lanzas, en el centro del batey
Eduardo Galeano
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bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas,
pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de
América, los ritos y los dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los
cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los
suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua
portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y
del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores
de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de
Janeiro:
Fuerza bahiana,
Fuerza africana,
Fuerza divina,
Ven acá.
Ven a ayudarnos
La venta de campesinos
En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil. Pero no se abolió el latifundio y ese mismo
año un testigo escribía desde Ceará: «El mercado de ganado humano no estuvo abierto
mientras duró el hambre, pues compradores nunca faltaron. Raro era el vapor que no
conducía gran número de cearenses». Medio millón de nordestinos emigraron a la
Amazonia, convocados por los espejismos del caucho, hasta el filo del siglo; desde
entonces el éxodo continuó, al impulso de las periódicas sequías que han asolado el
sertao y de las sucesivas oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona
de mata. En 1900 cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el
camino por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario
cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de Brasil. La
sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades del nordeste.
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Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la lluvia a San José. Los
“flagelados” se lanzaron a los caminos. Un cable de abril de 1970 informa: «La policía
del estado de Pernambuco detuvo el domingo último en el municipio de Belém de San
Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos a propietarios rurales del estado de
Minas Gerais a dieciocho dólares por cabeza21». Los campesinos provenían de Praíba y
Río Grande do Norte, los dos estados más castigados por la sequía. En junio, los
teletipos trasmiten las declaraciones del jefe de la policía federal: sus servicios aún no
disponen de los medios eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en
los últimos meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la
venta de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.
El boom del caucho y el auge del café implicaron grandes levas de trabajadores
nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de este caudal de mano de obra
barata, formidable ejército de reserva para las grandes obras públicas. Del nordeste
vinieron, acarreados como ganado, los hombres desnudos que en una noche y un día
levantaron la ciudad de Brasilia en el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna,
del mundo, está hoy cercada por un vasto cinturón de miseria: terminado su trabajo, los
candangos fueron arrojados a las ciudades satélites.
En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos para todo servicio, viven de los
desperdicios de la resplandeciente capital.
El trabajo esclavo de los nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera
transamazónica, que cortará Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con
Bolivia. El plan implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las
fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de superficie, si
sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta. En el nordeste hay seis millones de
campesinos sin tierras, mientras que quince mil personas son dueñas de la mitad de la
superficie total. La reforma agraria no se realiza en las regiones ya ocupadas, donde
continúa siendo sagrado el derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena
selva. Ello significa que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la
21 France Presse, 21 de abril de 1970. En 1938, la peregrinación de un vaquero por los calcinados caminos del sertao había dado origen a una de la mejores novelas de la historia literaria de Brasil. El azote de la sequía sobre los latifundios ganaderos del interior, subordinados a los ingenios de azúcar del litoral, no ha cesado, y tampoco han variado sus consecuencias. El mundo de Vidas secas continúa intacto: el papagayo imitaba el ladrido del perro, porque sus dueños ya casi no hacían uso de la voz humana. Graciliano Ramos, Vidas secas, la Habana 1964.
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100
expansión del latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué
significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los centros de
consumo? Muy distinto son, se deduce, los propósitos reales del gobierno: proporcionar
mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han comprado o usurpado la
mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel Co., que
recibió de manos del general Garrastazú Médici los enormes yacimientos de hierro y
manganeso de la Amazonia22.
El ciclo del caucho: Caruso inaugura un teatro monumental en medio de la selva
Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a
las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la
goma. «este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho». Sin ninguna
reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia
la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban
hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían
antes de llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a
embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se
marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes
fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o
en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete
mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado.
No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante
parecido a la esclavitud.
22 Paulo Schilling, Un nuevo genocidio, en Marcha, número 1.501, Montevideo, julio 10 de 1970. En octubre de 1970, los obispos de Pará denunciaron ante el presidente de Brasil la explotación brutal de los trabajadores nordestinos por parte de las empresas que están construyendo la carretera transamazónica. El gobierno la llama “la obra del siglo”.
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El trabajo se pagaba en especies –carne seca, harina de mandioca, rapadura,
aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus deudas, milagros que rara vez ocurría.
Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran
deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos,
disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda
original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los
instrumentos de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como el trabajador comía, y
sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era
la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda que él acumulaba. Analfabetos, los
nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los
administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar los trazos de
lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo
tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le
daba flexibilidad y lo tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se
revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del
automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos
en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente. El
árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos
por exportaciones: veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que
las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en
el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por
entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una
fulminante campaña militar23.
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de
goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían
infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto aunque eran ellos quienes salían
cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las
espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para
sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas 23 Bolivia fue mutilada en casi doscientos kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.
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a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los
jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se
acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del
caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto. En
1849 Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta
mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura
extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal,
columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos
de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores
modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los
colegios ingleses. El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es
el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principio de siglo: el tenor Caruso
cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una
suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía
bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio
mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta
parte. En 1900 el Oriente solo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las
plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado
mundial, y cinco años más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las
cuatrocientas mil toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio
del caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después
Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de
caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado
dibujos y hojas de árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la
orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis
alberga en sus frutos amarillos.
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Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de
semillas, y no era fácil; las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos.
Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros
más de lo habitual hacia el interior de Brasil.
Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores
semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro
de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas
en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba
vacío. En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las
autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la
Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de
Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran
plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una
temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron,
intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el
mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente
organizada a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron sin dificultad la
producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los
cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de
desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido
acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena,
incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos
de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más
mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la
industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la
segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje
transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las potencias aliadas
necesitaban desesperadamente abastecerse de goma.. también la selva peruana fue
sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil la llamada
«batalla del caucho» movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una
Eduardo Galeano
104
denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta vez fueron
cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron
pudriéndose entre los seringales.
Los plantadores de cacao encendían sus cigarros con billetes de quinientos mil reis.
Venezuela se identificó con el cacao, planta originaria de América, durante largo
tiempo. «Los venezolanos habíamos sido hechos para vender cacao y distribuir, en
nuestro suelo, las baratijas del exterior», dice Rangel24. Los oligarcas del cacao, más los
usureros y los comerciantes, integraban «una Santísima Trinidad del atraso». Junto con
el cacao, formando parte de su cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el
azúcar, el tabaco y también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con el que
el pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa del
trabajo de los negros, esta oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao a la
oligarquía minera de México y a la metrópoli española. Desde 1873, se inauguró en
Venezuela una edad del café; el café exigía, como el cacao, tierras de vertientes o
valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao continuó, de todos modos, su
expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano. Venezuela siguió siendo
agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas de los precios del café y del
cacao; ambos productos surtían los capitales que hacían posible la vida parasitaria,
puro despilfarro, de sus dueños, sus mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en
1922, el país se convirtió de súbito en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el
petróleo dominó la vida del país. La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón,
con más de cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles:
buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la locura de
confundir una aldehuela de Marcaibo con Venecia, espejismo al que Venezuela debe su
nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía el Paraíso Terrenal.
24 A principios de siglo, las montañas con bosques de caucho también habían ofrecido a Perú las promesas de un nuevo Eldorado. Francisco García Calderón escribía en El Perú contemporáneo, hacia 1908, que el caucho era la gran riqueza del porvenir. En su novela La casa verde (Barcelona, 1966), Mario Vargas Llosa reconstruye la atmósfera febril en Iquitos y en la selva donde los aventureros despojaban a los indios y se despojaban entre sí. La naturaleza se vengaba; disponía de la lepra y otras armas
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En las últimas décadas del siglo XIX se desató la glotonería de los europeos y los
norteamericanos por el chocolate. El progreso de la industria dio un gran impulso a las
plantaciones de cacao en Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de
Venezuela y Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario
económico al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los
campesinos del nordeste. La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos,
había sido una de las más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y
del azúcar, y resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía, desde el
Recôncavo hasta el estado del Espíritu Santo, entre las tierras bajas del litoral y la
cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en nuestros
días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en el mundo. Al
igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo y la quema de
bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria sin tregua de los
trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven en las playas de Río de
Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohíben que se destine una sola
pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores suelen pagar los salarios en
especies, charque, harina, frijoles; cuando los pagan en dinero, el campesino recibe por
un día entero de trabajo un jornal que equivale al precio de un litro de cerveza y debe
trabajar un día y medio para poder comprar una lata de leche en polvo.
Brasil disfrutó un buen tiempo de los favores del mercado internacional. No obstante,
desde el pique encontró en África serios competidores. Hacia la década del veinte, ya
Ghana había conquistado el primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación
de cacao en gran escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era
colonia y se llamaba Costa de Oro. Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al
tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que nadie
hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles del sur de
Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos multiplicaban los frutos:
los peones partían las bayas a golpes de facón, juntaban los granos, los cargaban en
los carros para que los burros los condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar
cada vez más bosques, abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete
y tiros de fusil. Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían
Eduardo Galeano
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quién gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años todavía se encontraban
trabajadores de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador,
continuaba en el trono. Los amos del caos se restregaban las manos: ellos sí sabían, o
creían que sabían. El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban las
cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba casi todo el
cacao, se llamaba «la Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los
sólidos palacetes que los fazendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo gusto. Jorge
Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa de alza de precios:
«Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en champaña, durmieron con
francesas llegadas de Río de Janeiro. En «Trianón», el más chic de los cabarets de la
ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía cigarros con billetes de quinientos mil reis,
repitiendo el gesto de todos los fazendeiros ricos del país en las alzas anteriores del
café, del caucho, del algodón y del azúcar25». Con el alza de precios, la producción
aumentada; luego los precios bajaban. La inestabilidad se hizo cada vez más
estrepitosa y las tierras fueron cambiando de dueño. Empezó el tiempo de los
«millonarios mendigos»: los pioneros de las plantaciones cedían su sitio a los
exportadores, que se apoderaban, ejecutando deudas, de las tierras.
En apenas tres años, entre 1959 y 1961, por no poner más que un ejemplo, el precio
internacional del cacao brasileño en almendra se redujo en una tercera parte.
25 El título de “coronel” se otorga en Brasil, con facilidad, a los latifundistas tradicionales y, por extensión, a todas las personas importantes. El párrafo proviene de la novela de Jorge Amado, Sao Jorge dos Ilhéus (Montevideo, 1946). Mientras tanto, “ni los chicos tocaban los frutos del cacao. Sentían miedo de aquellos cocos amarillos, de carozos dulces, que los tenían presos a esa vida de frutos de jaca y carne seca”. Porque, en el fondo, “el cacao era el gran señor a quien hasta el coronel temía” (Jorge Amado, Cacao, Buenos Aires, 1935). En otra novela, Gabriela, clavo y canela, Buenos Aires, 1969, un personaje habla de Ilhéus en 1925, alzando un dedo categórico: “No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de progreso más rápido”. Actualmente, Ilhéus no es ni la sombra.
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Posteriormente, la tendencia al alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto,
las puertas de la esperanza; la CEPAL augura breve vida a la curva del ascenso26. Los
grandes consumidores de cacao – Estados Unidos, Inglaterra, Alemania Federal,
Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y el que producen
Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato. Provocan, así, disponiendo como
disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a los caminos a los
trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles bajo los cuales
dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen, por cierto, los finos
chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de cacao, importa
increíblemente desde Francia y desde Suiza. Los chocolates valen cada vez más; el
cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y 1960, las ventas de cacao
de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento en volumen, pero solo un
quince por ciento de su valor. El quince por ciento restante fue un regalo de Ecuador a
los países ricos, que en el mismo período le enviaron, a precios crecientes, sus
productos industrializados. La economía ecuatoriana depende de las ventas de
bananas, café y cacao, tres alimentos duramente sometidos a la zozobra de los precios.
Según los datos oficiales, de cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica
y el país sufre uno de los índices de mortalidad más altos del mundo.
Brazos baratos para el algodón
Brasil ocupa el cuarto lugar en el mundo como productor de algodón; México, el quinto.
En conjunto, de América Latina proviene más de la quinta parte del algodón que la
industria textil consume en el mundo entero. A fines del siglo XVIII el algodón se había
convertido en la materia prima más importante de los viveros industriales de Europa;
Inglaterra multiplicó por cinco, en treinta años, sus compras de esta fibra natural. El
huso que Arkwright inventó al mismo tiempo que Watt patentaba su máquina de vapor y
la posterior creación del telar mecánico de Cartwrigth impulsaron con decisivo vigor la
fabricación de tejidos y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados 26 Refiriémdose a los aumentos de precios del cacao y del café, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas dice que “tiene un carácter relativamente transitorio” y que obedecen “en gran parte a contratiempos ocasionales en las cosechas”. CEPAL, Estudio Económico de América Latina, 1969, tomo II: La economía de América Latina en 1969, Santiago de Chile, 1970.
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108
ávidos en ultramar. El puerto de San Luis de Maranhao, que había dormido una larga
siesta tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año, fue bruscamente
despertado por la euforia del algodón: afluyeron los esclavos negros a las plantaciones
del norte de Brasil y entre ciento cincuenta y doscientos buques partían cada año de
San Luis cargando un millón de libras de materia prima textil. Mientras nacía el siglo
pasado, la crisis de la economía minera proporcionaba al algodón mano de obra
esclava en abundancia; agotados el oro y los diamantes del sur, Brasil parecía resucitar
en el norte. El puerto floreció, produjo poetas en medida suficiente como para que se lo
llamara la Atenas de Brasil, pero el hambre llegó, con la prosperidad, a la región de
Maranhao, donde nadie se ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos solo
hubo arroz para comer. Como había empezado, esta historia terminó: el colapso llegó
de súbito. La producción de algodón en gran escala en las plantaciones del sur de los
Estados Unidos, con tierras de mejor calidad y medios mecánicos para desgranar y
enfardar el producto, abatió los precios a la tercera parte y Brasil quedó fuera de
competencia. Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de
Secesión, que interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya en el
siglo XX, entre 1934 y 1939, la producción brasileña de algodón se incrementó a un
ritmo impresionante: de 126 mil toneladas pasó a más de 320 mil. Entonces sobrevino
un nuevo desastre: los Estados Unidos arrojaron sus excedentes al mercado mundial y
el precio se derrumbó.
Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los
fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores, a precios de dumping y como
parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo.
Así, el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la
competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la
producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el
mercado canadiense para su arroz.
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Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta, perdió un peso
decisivo en los mercados internacionales. El dumping norteamericano del algodón no
ha impedido que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el
imperio de este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los
Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.
El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias
a sus bajísimos costos de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la
realidad, delatan el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de
Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala los
propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el
quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos mismos
advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio de ellos fijado; en México,
los jornaleros que deambulan de zafra en zafra cobrando un dólar y medio por jornada
no solo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la subnutrición,
pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los
salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen
menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes.
Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José
Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero, en su perenne
búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de
exportación de Perú, a través de la ejecución de hipotecas de los terratenientes
endeudados.
Cuando el gobierno nacionalistas del general Velasco Alvarado llegó al poder de 1968,
estaba en explotación menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la
explotación intensiva, el ingreso per cápita de la población era quince veces menor
que el de los Estados
Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo, pero la
producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a
Perú que había denunciado Mariátegui.
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Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas
norteamericanas o de terratenientes que solo eran nacionales en un sentido geográfico,
al igual que la burguesía limeña.
Cinco grandes empresas – entre ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la
Grace- tenían en sus manos la exportación de algodón y de azúcar y contaban también
con sus propios «complejos agroindustriales» de producción. Las plantaciones de
azúcar y algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición
a los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre hasta que la
reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores.
Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de cada miembro de
las familias de asalariados de la costa llegaba a los cinco dólares mensuales.
Los Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América Latina, y
no solo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal,
dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus
derivados y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque
no posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón; en
sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan. La
empresa compra a muy bajo precio con el que ella abrE el mercado. A los adelantos en
dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa se
reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra y cosecha. Fija la
tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de
aceites, grasas y margarinas. En los últimos años, la Clayton, «no conforme con
dominar además el comercio de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces
y chocolates, comprando recientemente la conocida empresa Luxus».
En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora de café de Brasil.
En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después, ya había destronado a la
American Coffe Corporation. En Brasil es además la primera productora de alimentos, y
figura entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país.
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Brazos baratos para el café
Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el petróleo en el
mercado internacional. A Principios de la década del cincuenta, América Latina
abastecía las cuatro quintas partes del café que se consumía en el mundo; la
competencia del café robusta, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha
reducido la participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta
parte de las divisas que la región obtiene ene le exterior proviene, actualmente, del
café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del sur de río Bravo.
Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus
ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen
también en gran medida del café, que además provee las dos terceras partes de las
divisas de Colombia.
El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un
hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste,
agotados ya los ciclos de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil
se desplazó hacia el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos
de los inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus
cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de Brasil.
Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir a nadar a las
aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo
grandes cafetales hace más de un siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones
continuaron, rumbo al estado de San Pablo, su desenfrenada cacería del humus de
nuevas tierras vírgenes. Ya agonizaba el siglo cuando los latifundios cafetaleros,
convertidos en la nueva élite social de Brasil, afiliaron los lápices y sacaron cuentas:
más baratos resultaban los salarios de subsistencia que la compra y manutención de
los escasos esclavos. Se abolió la esclavitud en 1888, y quedaron así inauguradas
formas combinadas de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en
nuestros días. Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la
peregrinación del café. El valle del río Paranaíba se convirtió en la zona más rica del
país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un
sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados, reservas naturales
Eduardo Galeano
112
agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes
intactas y, de saqueo en saqueo, iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas
y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio cefetalero invadió la vasta meseta
purpúrea del occidente de San Pablo; con métodos de explotación menos bestiales, la
convirtió en un «mar de café» y continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas
del Paraná; de cara a las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para
desplazarse, en estos últimos años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las
fronteras de Paraguay.
En la actualidad, San Pablo es el estado más desarrollado de Brasil, porque contiene el
centro industrial del país, pero en sus plantaciones de café abundan todavía los
«moradores vasallos» que pagan con su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra.
En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la voracidad de los
cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema que permitía a los trabajadores de
las plantaciones cultivar alimentos por cuenta propia. Solo pueden hacerlo, ahora, a
cambio de una renta que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta
con colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio
de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los
granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y entonces llega,
para el colono, el turno de marcharse.
En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las del algodón. En la
vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince dólares mensuales el trabajo
de los millares de indígenas que bajan cada año desde el altiplano hasta el sur, para
vender sus brazos en las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como
alguien me explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de
represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es
aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale
más barato transportar el café a lomo de indio.
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Para la economía de El Salvador, pequeño país en manos de un puñado de familias
oligárquicas, el café tiene una importancia fundamental: el monocultivo obliga a comprar
en el exterior frijoles, única fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz,
hortalizas, y otros alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de
los salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la tasa de
mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población infantil padece
anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de la ciencia ficción; en las
plantaciones de café, el salario real oscila entre siete y quince centavos de dólar por
día.
En Colombia, territorio de vertientes, el café disfruta de la hegemonía. Según un
informe publicado por la revista Times en 1962, los trabajadores solo reciben un cinco
por ciento, a través de los salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde
la mata a los labios del consumidor norteamericano27.
A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se produce, en su mayor parte, en los
latifundios, sino en minifundios que tienden a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y
1960, aparecieron cien mil plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones
ínfimas, de menos de una hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen
las tres cuartas partes del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las
plantaciones son minifundios. Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de
la tierra abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y
facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa los
intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la comercialización
del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un ingreso de hambre:
ciento treinta dólares, como promedio, por año.
La cotización del café arroja al fuego las cosechas y marca el ritmo de los casamientos.
27 Mario Arrubla, Estudio sobre el subdesarrollo colombiano, Medellín, 1969. El precio se descompone así: 40 por 100 para los intermediarios, exportadores e importadores; 10 por 100 para los impuestos de ambos gobiernos; 10 por 100 para los transportadores; 5 por 100 para la propaganda de la Oficina Panamericana del Café, en Washington: 30 por 100 para los dueños de las plantaciones, y 5 por 100 para los salarios obreros.
Eduardo Galeano
114
¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco? En 1889 el café valía dos
centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más tarde había bajado
a cuatro centavos y cinco años después a dos. Este fue un período ilustrativo. Las
gráficas de los precios del café, como las de todos los productos tropicales, se han
parecido siempre a los cuadros clínicos de la epilepsia, pero la línea cae siempre a
pique cuando registra el valor del intercambio del café frente a las maquinarias y los
productos industrializados. Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia, se quejaba
en 1967: ese año, su país debió pagar cincuenta y siete bolsas de café para comprar un
jeep, y en 1950 bastaban diecisiete bolsas.
Al mismo tiempo, el ministro de Agricultura de San Pablo, Herber Levi, hacía cálculos
más dramáticos: para comprar un tractor en 1967, Brasil necesitaba trescientas
cincuenta bolsas de café, pero catorce años antes setenta bolsas habían sido
suficientes. El presidente Getulio Vargas se había partido el corazón de un balazo, en
1954, y la cotización del café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la
producción del café –escribió Vargas en su testamento- y se valorizó su precio y la
respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto de vernos
obligados a ceder».
Vargas quiso que su sangre fuera el precio de su rescate. Si la cosecha de café de
1964 se hubiera vendido, en el mercado norteamericano, a los precios de 1955, Brasil
hubiera recibido doscientos millones de dólares más. La baja de un solo centavo en la
cotización del café implica una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de
los países productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968, se
hizo mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor, Estados Unidos, a
Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién? ¿Del ciudadano que bebe el café?
En julio de 1968, el precio del café brasileño en Estados Unidos había bajado un treinta
por ciento en relación con enero de 1964. Sin embargo, el consumidor norteamericano
no pagaba más barato su café, sino un trece por ciento más caro.
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Los intermediarios se quedaron, pues, entre el 64 y el 68, con trece y con aquel treinta:
ganaron a dos puntas. En el mismo espacio de tiempo, los precios que recibieron los
productores brasileños por cada bolsa de café se redujeron a la mitad. ¿Quiénes son
los intermediarios? Seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera
parte del café que entra en los Estados Unidos: son las firmas dominantes en ambos
extremos de la operación. La United Fruit (que ha pasado allanarse United Brands
mientras escribo estas líneas) ejerce el monopolio de la venta de bananas desde
América Central, Colombia y Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y
distribución de bananas en Estados Unidos. De modo semejante, son empresas
norteamericanas las que manejan el negocio del café, y Brasil solo participa como
proveedor y como víctima. Es el estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la
sobreproducción obliga a acumular reservas.
¿Acaso no existe, sin embargo, un Convenio Internacional del Café para equilibrar los
precios en el mercado? El Centro Mundial de Información del Café publicó en
Washington, en 1970, un amplio documento destinado a convencer a los legisladores
para que los Estados Unidos prorrogaran, en septiembre, la vigencia de la ley
complementaria correspondiente al convenio. El informe asegura que el convenio ha
beneficiado en primer lugar a los Estados Unidos, consumidores de más de la mitad del
café que se vende en el mundo. La compra del grano sigue siendo una ganga. En el
mercado norteamericano, el irrisorio aumento del precio del café (en beneficio, como
hemos visto, de los intermediarios) ha resultado mucho menor que el alza general del
costo de la vida y del nivel interno de los salarios; el valor de las exportaciones de los
Estados Unidos se elevó, entre 1960 y 1969, una sexta parte, y en el mismo período el
valor de las importaciones de café, en vez de aumentar, disminuyó. Además, es preciso
tener en cuenta que los países latinoamericanos aplican las deterioradas divisas que
obtienen por la venta del café, a la compra de esos productos norteamericanos
encarecidos.
El café beneficia mucho más a quienes lo consumen que a quienes lo producen. En
Estados Unidos y en Europa genera ingresos y empleos y moviliza grandes capitales;
en América Latina paga salarios de hambre y acentúa la deformación económica de los
países puestos al servicio. En Estados Unidos el café proporciona trabajo a más de
Eduardo Galeano
116
seiscientas mil personas: los norteamericanos ganan salarios infinitamente más altos
que los brasileños, colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que
siembran y cosechan el grano en las plantaciones. Por otra parte la CEPAL nos informa
que, por increíble que parezca, el café arroja más riquezas en las arcas estatales de los
países europeos, que la riqueza que deja en manos de los países productores. En
efecto, «en 1960 y 1961, las cargas fiscales totales impuestas por los países de la
Comunidad Europea al café latinoamericano ascendieron a cerca de setecientos
millones de dólares, mientras que los ingresos de los países abastecedores (en
términos del valor f.o.b. de las mismas exportaciones) solo alcanzaron a seiscientos
millones de dólares». Los países ricos, predicadores del comercio libre, aplican el más
rígido proteccionismo contra los países pobres: convierten todo lo que tocan en oro
para sí y en lata para los demás –incluyendo la propia producción de los países
subdesarrollados. El mercado internacional del café copia de tal manera el modelo de
un embudo, que Brasil aceptó recientemente imponer altos impuestos a sus
exportaciones de café soluble para proteger, proteccionismo al revés, los intereses de
los fabricantes norteamericanos del mismo artículo. El café instantáneo producido en
Brasil es más barato y de mejor calidad que el de la floreciente industria de los Estados
Unidos, pero en el régimen de la libre competencia, está visto, unos son más libres que
otros.
En este reino del absurdo organizado las catástrofes naturales se convierten en
bendiciones del cielo para los países productores. Las agresiones de la naturaleza
levantan los precios y permiten movilizar las reservas acumuladas. Las feroces heladas
que asolaron la cosecha de 1969 en Brasil condenaron a la ruina a numerosos
productores, sobre todo a los más débiles, pero empujaron hacia arriba la cotización
internacional del café y aliviaron considerablemente el stock de sesenta millones de
bolsas –equivalentes a dos tercios de la deuda externa de Brasil- que el Estado había
acumulado para defender los precios. El café almacenado, que se estaba deteriorando
y perdía valor progresivamente, podía haber terminado en la hoguera. No sería la
primera vez. A raíz de la crisis de 1929, que echó abajo los precios y contrajo el
consumo, Brasil quemó 78 millones de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo
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117
de doscientas mil personas durante cinco zafras. Aquella fue una típica crisis de una
economía colonial: vino de fuera.
Eduardo Galeano
118
La brusca caída de las ganancias de los plantadores y los exportadores del café, un
incendio de la moneda. Este es el mecanismo usual en América latina para «socializar
las pérdidas» del sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las
devaluaciones, lo que se pierde en divisas.
Pero el auge de los precios no tiene mejores consecuencias. Desencadena grandes
siembras, un crecimiento de la producción, una multiplicación del área al cultivo del
producto afortunado. El estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia
del producto derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958,
en Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años
antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de este país.
Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto que, «en Antioquia,
la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico
de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de
amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York»
Diez años que desangraron a Colombia
Allá por los años cuarenta, el prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto
Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron,
en los anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina:
dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias
livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos productores de café:
Antoquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundimarca. Una democracia de pequeños
productores agrícolas, dedicados al café, había convertido a los colombianos en
«hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso –decía-, para la
normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución
de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego y la
mesura».
Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café no habían
interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones
sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra
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campesina abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los
valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades enteras,
generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió al país entero en un
cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos.
El baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase
dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase como el bienestar de un
país? La violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y
conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más su
carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien la oligarquía de
su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el lobo» o «el Badulaque»,
había ganado un formidable prestigio popular y amenazaba el orden establecido;
cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el huracán.
Primero fue una marea humana incontenible en las calles de la capital, el espontáneo
«bogotazo», y en seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo,
ya las bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio
largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno
enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las mujeres
embarazadas o arrojar a los niños al aire para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la
consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus
casas sin alterar los buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos o, en el
peor de los casos, viajaban al exilio. Fueron los campesinos quienes pusieron los
muertos. La guerra alcanzó extremos de increíble crueldad, impulsada por un afán de
venganza que crecía con la guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el
«corte corbata», la lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las
violaciones, los incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados
vivos, desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las
aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros otorgaban
el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas
represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias que huían a las montañas
a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres. Los primeros jefes guerrilleros,
animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes políticos claros, se
Eduardo Galeano
120
lanzaban a la destrucción por la desnutrición, el deshogo a sangre y fuego sin otros
objetivos. Los nombres de los protagonistas de la violencia (Teniente Gorila,
Malasombra, El Cóndor, Piel roja, El Vampiro, Avenegra, El Terror del Llano) no
sugieren una epopeya de la revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía
hasta en las coplas que cantaban las bandas:
Yo soy campesino puro
y no empecé la pelea
pero si me buscan ruido
la bailan con la más fea.
Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también, mezclado con las
reivindicaciones de justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho
Villa. En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de
aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que, levantando
las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar extensas zonas del
país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y allí
organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas
independientes» continuaron ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los
conservadores y los liberales firmaron, en Madrid, le pacto de la paz. Los dirigentes de
ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente
en el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común
acuerdo, la faena de la «limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una
sola de las operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un
millón y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por tierra
y por aire, dieciséis mil soldados.
En plena violencia había un oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos. Tráiganme
orejas» el sadismo de la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían explicarse por
razones clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas?
Un hombre que cortó las manos de un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su
casa y luego lo despedazó y lo arrojó a un caño, gritaba, cuando ya la guerra había
terminado: «Yo no soy culpable. Yo no soy culpable. Déjenme solo» Había perdido la
razón, pero en cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de
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manifiesto el horror del sistema. Porque el café no trajo consigo la felicidad y la
armonía, como había profetizado Nieto Arteta. Es verdad que gracias al café se activó
la navegación del Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y carreteras y se
acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias, pero el orden oligárquico
interno y la dependencia económica ante los centros extranjeros de poder no solo
resultaron vulnerados por el proceso ascendente del café, sino que, por el contrario, se
hicieron infinitamente más agobiantes para los colombianos. Cuando la década de la
violencia llegaba a su fin, las Naciones Unidas publicaban los resultados de su
encuesta sobre la nutrición en Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado
en absoluto: un 88 por ciento de los escolares de Bogotá padecía avitaminosis, un 78
por ciento sufría arriboflavinosis y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo
normal; entre los obreros, la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los
campesinos del valle de Tensa, al 78 por ciento.
La encuesta mostró «una marcada insuficiencia de alimentos protectores –leche y sus
derivados, huevos, carne, pescado, y algunas frutas y hortalizas- que aportan
conjuntamente proteínas, vitaminas y sales».
No solo a la luz de los fogonazos de las balas se revela una tragedia social. Las
estadísticas indican que Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor
que el de los Estados Unidos, pero también indican que la cuarta parte de los
colombianos en edad activa carece de trabajo fijo. Doscientas cincuenta mil personas
se asoman cada año al mercado laboral; la industria no genera nuevos empleos y en el
campo la estructura de latifundios y minifundios tampoco necesita más brazos: por el
contrario, expulsa sin cesar nuevos desocupados hacia los suburbios de las ciudades.
Hay en Colombia más de un millón de niños sin escuela.
Eduardo Galeano
122
Ello no impide que el sistema se dé el lujo de mantener cuarenta y una universidades
diferentes, públicas o privadas, cada una con sus diversas facultades y departamentos,
para la educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media28.
La varita mágica del mercado mundial despierta a Centroamérica.
Las tierras de la franja centroamericana llegaron a la mitad del siglo pasado sin que se
les hubiera inflingido mayores molestias. Además de los alimentos destinados al
consumo, América Central producía la grana y el añil, con pocos capitales, escasa
mano de obra y preocupaciones mínimas. La grana, insecto que nacía y crecía sobre la
espinosa superficie de los nopales, disfrutaba, como el añil, de una sostenida demanda
en la industria textil europea. Ambos colorantes naturales murieron de muerte sintética
cuando, hacia 1850, los químicos alemanes inventaron las anilinas y otras tintas más
baratas para teñir las telas. Treinta años después de esta victoria de los laboratorios
sobre la naturaleza, llegó el turno del café. Centroamérica se transformó. De sus
plantaciones recién nacidas provenía, hacia 1880, poco menos de la sexta parte de la
producción mundial de café. Fue a través de este producto como la región quedó
definitivamente incorporada al mercado internacional.
A los compradores ingleses sucedieron los alemanes y los norteamericanos; los
consumidores extranjeros dieron vida a una burguesía nativa del café, que irrumpió en
el poder político, a través de la revolución liberal de Justo Rufino Barrios, a principios de
la década de 1870. la especialización agrícola desde fuera, despertó el furor de la
apropiación de tierras y de hombres: el latifundio actual nació, en Centroamérica, bajo
las banderas de la libertad de trabajo.
Así pasaron a manos privadas grandes extensiones baldías, que pertenecían a nadie o
a la iglesia o al Estado y tuvo lugar el frenético despojo de las comunidades indígenas.
A los campesinos que se negaban a vender tierras se los enganchaba, por la fuerza, en
el ejército; las plantaciones se convirtieron en pudrideros de indios; resucitaron los
mandamientos coloniales, el reclutamiento forzoso de mano de obra y las leyes contra
la vagancia. Los trabajadores fugitivos eran perseguidos a tiros; los gobiernos liberales
28 El profesor Germán Rama encontró que algunas de estas venerables casas académicas tienen en sus bibliotecas, como acervo más importante, la colección encuadernada de Selecciones del Reader’s Digest
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modernizaban las relaciones de trabajo instituyendo el salario, pero los asalariados se
convertían en propiedad de los flamantes empresarios del café. En ningún momento,
todo a lo largo del siglo transcurrido desde entonces, los períodos de altos precios se
hicieron notar sobre el nivel de los salarios, que continuaron siendo retribuciones de
hambre sin que las mejores cotizaciones del café se tradujeran nunca en aumentos.
Este fue uno de los factores que impidieron el desarrollo de un mercado interno de
consumo en los países centroamericanos. Como en todas partes, el cultivo del café
desalentó, en su expansión sin frenos, la agricultura de alimentos destinados al
mercado interno. También estos países fueron condenados a padecer una crónica
escasez de arroz, frijoles, maíz, trigo y carne. Apenas sobrevivió una miserable
agricultura de subsistencia, en las tierras altas y quebradas donde el latifundio acorraló
a los indígenas al apropiarse de las tierras bajas de mayor fertilidad. En las montañas,
cultivando en minúsculas parcelas el maíz y los frijoles imprescindibles para no caerse
muertos, viven durante una parte del año los indígenas que brindan sus brazos, durante
las cosechas, a las plantaciones. Estas son las reservas de mano de obra del mercado
mundial. La situación no ha cambiado: el latifundio y el minifundio constituyen, juntos, la
unidad de un sistema que se apoya sobre la despiadada explotación de la mano de
obra nativa. En general, y muy especialmente en Guatemala, esta estructura de
apropiación de la fuerza de trabajo aparece identificada con todo un sistema del
desprecio racial: los indios padecen el colonialismo interno de los blancos y los
mestizos, ideológicamente bendito por la cultura dominante, del mismo modo que los
países centroamericanos sufren el colonialismo extranjero.
Desde principios de siglo aparecieron también, en Honduras, Guatemala y Costa Rica,
los enclaves bananeros. Para trasladar el café a los puertos, habían nacido ya algunas
líneas de ferrocarril financiadas por el capital nacional. Las empresas norteamericanas
se apoderaron de esos ferrocarriles y crearon otros, exclusivamente para el transporte
del banano desde sus plantaciones, al tiempo que implantaban el monopolio de los
servicios de luz eléctrica, correos, telégrafos, teléfonos y, servicio público no menos
importante, también el monopolio de la política: en Honduras, «una mula cuesta más
que un diputado» y en toda Centroamérica los embajadores de Estados Unidos
presiden más que los presidentes. La United Fruit Co. deglutió a sus competidores en la
Eduardo Galeano
124
producción y venta de bananas, se transformó en la principal latifundista de
Centroamérica, y sus filiales acapararon el transporte ferroviario y marítimo; se hizo
dueña de los puertos, y dispuso de aduana y policía propias. El dólar se convirtió, de
hecho, en la moneda nacional centroamericana.
Los filibusteros al abordaje.
En la concepción geopolítica del imperialismo, América Central no es más que un
apéndice natural de los Estados Unidos. Ni siquiera Abraham Lincoln, que también
pensó en anexar sus territorios, pudo escapar a los dictados del «destino manifiesto»
de la gran potencia sobre sus áreas contiguas.
A mediados del siglo pasado, el filibustero William Walker, que operaba en nombre de
los banqueros Morgan y Garrison, invadió Centroamérica al frente de una banda de
asesinos que se llamaban a sí mismos «la falange americana de los inmortales». Con el
respaldo oficioso del gobierno de los Estados Unidos, Walker robó, mató, incendió y se
proclamó presidente, en expediciones sucesivas, de Nicaragua, El Salvador y
Honduras.
Reimplantó la esclavitud en los territorios que sufrieron su devastadora ocupación,
continuando, así, la obra filantrópica de su país en los estados que habían sido
usurpados, poco antes, a México.
A su regreso fue recibido en los Estados Unidos como héroe nacional. Desde entonces
se sucedieron las invasiones, las intervenciones, los bombardeos, los empréstitos
obligatorios y los tratados firmados al pie de cañón. En 1912 el presidente William H.
Taft afirmaba: «No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen
en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra
en el canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de
hecho, como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente. Taft
decía que el recto camino de la justicia en la política externa de los Estados Unidos «no
incluye en modo alguno una actividad intervención para asegurar a nuestras
mercancías y a nuestros capitalistas facilidades para las inversiones y a nuestros
capitalistas facilidades para las inversiones beneficiosas». Por la misma época, el ex
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presidente Teddy Roosevelt recordaba en voz alta su exitosa amputación de tierra a
Colombia: «I took the Canal», decía el flamante Premio Nobel de la Paz, mientras
contaba cómo había independizado a Panamá. Colombia recibiría, poco después, una
indemnización de veintiocho millones de dólares: era el precio de un país, nacido para
que los Estados Unidos dispusieran de una vía de comunicación entre ambos océanos.
Las empresas se apoderaban de tierras, aduanas, tesoros y gobiernos: los marines
desembarcaban por todas partes para «proteger la vida y los intereses de los
ciudadanos norteamericanos», coartada igual a la que utilizarían, en 1965, para borrar
con agua bendita las huellas del crimen de la Dominicana. La bandera envolvía otras
mercaderías. El comandante Smedley D. Butler, que encabezó muchas de las
expediciones, resumía así su propia actividad, en 1935, ya retirado: «Me he pasado
treinta y tres años y cuatro meses en el servicio activo, como miembro de la más ágil
fuerza militar de este país: el Cuerpo de Infantería de Marina. Serví en todas las
jerarquías, desde teniente segundo hasta general de división. Y durante todo ese
período me pasé la mayor parte del tiempo en funciones de pistolero de primera clase
para los Grandes Negocios, para Wall Street y los banqueros. En una palabra, fui un
pistolero de primera clase... Así, por ejemplo, en 1914 ayudé a hacer que México y en
especial Tampico, resultasen una presa fácil para los intereses petroleros
norteamericanos. Ayudé a hacer que Haití y Cuba fuesen lugares decentes para el
cobro de rentas por parte del National City Bank... En 1909 – 1912 ayudé a purificar a
Nicaragua para la casa bancaria internacional de Brown Brothers. En 1916 llevé la luz a
la Republica Dominicana, en nombre de los intereses azucareros norteamericanos. En
1930 ayudé a “pacificar” a Honduras en beneficio de las compañías fruteras
norteamericanas». En los primeros años del siglo, el filósofo William James había
dictado una sentencia poco conocida: «El país ha vomitado de una vez y para siempre
la Declaración de Independencia... »
Eduardo Galeano
126
Por no poner más que un ejemplo, los Estados Unidos ocuparon Haití durante veinte
años y allí, en ese país negro que había sido el escenario de la primera revuelta
victoriosa de esclavos, introdujeron la segregación racial y el régimen de trabajos
forzados, mataron mil quinientos obreros en una de sus operaciones de represión
(según la investigación del Senado norteamericano en 1922) y, cuando el gobierno local
se negó a convertir el Banco Nacional en un sucursal del National City Bank de Nueva
York, suspendieron el pago de sus sueldos al presidente y a sus ministros, para que
recapacitaran.
Historias semejantes se repetían en las demás islas del Caribe y en toda América
Central, el espacio geopolítico de Mare Nostrum del Imperio, al ritmo alternado del big
stick o de «la diplomacia del dólar».
El Corán menciona al plátano entre los árboles del paraíso, pero la humanización de
Guatemala, Honduras, Costa Rica, panamá, Colombia y Ecuador permite sospechar
que se trata de un árbol del infierno. En Colombia, la United Fruit se había hecho dueña
del mayor latifundio del país cuando estalló, en 1928, una gran huelga a la costa
atlántica. Los obreros bananeros fueron aniquilados a balazos, frente a una estación de
ferrocarril. Un decreto oficial había sido dictado: «Los hombres de fuerza pública
quedan facultados para castigar por las armas... » y después no hubo necesidad de
dictar ningún decreto para borrar la matanza de la memoria oficial del país29. Miguel
Ángel Asturias narró el proceso de la conquista y el despojo de Centroamérica.
El papa verde era Minor Keith, rey sin corona de la región entera, padre de la United
Fruit, devorador de países. «Tenemos muelles, ferrocarriles, tierras, edificios,
manantiales –enumeraba el presidente-; corre el dólar se habla el inglés y se enarbola
nuestra bandera...» «Chicago no podía menos que sentir orgullo de ese hijo que
marchó con una mancuerna de pistolas y regresaba a reclamar su puesto entre los
emperadores de la carne, reyes de los ferrocarriles, reyes del cobre, reyes de la goma
de mascar30». En el paralelo 42 John Dos Passos trazó la rutilante biografía de Keith,
29 Éste es el tema de la novela de Álvaro Cepeda Samudio, La casa grande (Buenos Aires, 1967), y también integra uno de los capítulos de Cien años de soledad (Buenos Aires, 1967) de Gabriel García Márquez: “Seguro que fue un sueño”, insistían los oficiales.30 El ciclo comprende las novelas Viento Fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados, trilogía publicada en Buenos Aires en la década del 50. En Viento fuerte, uno de los personajes, Mr. Pyle, dice proféticamente: “Si en lugar de efectuar nuevas plantaciones, nosotros compramos a los productores particulares su fruta, se ganará mucho hacia el futuro”. Esto es lo que actualmente ocurre eb Guatemala: la United Fruti ahora United Brands ejerce su monopolio bananero a través de mecanismos de comercialización, más eficaces y menos riesgosos que la producción directa. Cabe notar que la producción de bananas cayó verticalmente en la
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
127
biografía de la empresa: «En Europa y Estados Unidos la gente había comenzado a
comer plátanos, así que tumbaron la selva a través de América Central para sembrar
plátanos y construir ferrocarriles para transportar los plátanos y cada año más vapores
de la Great White Flete iban hacia el norte repleto de plátanos, y esa es la historia del
imperio norteamericano en el Caribe y del canal de Panamá y del futuro camnal de
Nicaragua y los marines y los acorazados y las bayonetas... ».
Las tierras quedaban tan exhaustas como los trabajadores: a las tierras les robaban el
humus y a los trabajadores los pulmones, pero siempre había nuevas tierras para
explotar y más trabajadores para exterminar. Los dictadores, próceres de opereta,
velaban por el bienestar de la United Fruit con le cuchillo entre los dientes. Después, la
producción de bananas fue decayendo y la omnipotencia de la empresa frutera sufrió
varias crisis, pero América Central continúa siendo, en nuestros días, un santuario del
lucro para los aventureros aunque el café, el algodón y el azúcar hayan derribado a los
plátanos de su sitial de privilegio. En 1970 las bananas son la principal fuente de divisas
para honduras y Panamá y, en América del Sur, para Ecuador. Hacia 1930 América
Central exportaba 38 millones anuales de racimos y la United Fruit pagaba a Honduras
un centavo de impuesto por cada racimo. No había manera de controlar el pago del
mini impuesto (que después subió un poquito), ni la hay, porque aún hoy la United Fruit
exporta e importa lo que se le ocurre al margen de las aduanas estatales. La balanza
comercial y la balanza de pagos del país son obras de ficción a cargo de los técnicos de
imaginación pródiga.
década del sesenta, a partir del momento en que la United Fruti decidió vender y/o arrendar sus plantaciones de Guatemala, amenzadas por los hervores de la agitación social.
Eduardo Galeano
128
La crisis de los años treinta: «Es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre»
El café del mercado norteamericano, de su capacidad de consumo y de sus precios; las
bananas eran un negocio norteamericano y para norteamericanos. Y estalló, de golpe,
la crisis de 1929. El crack de la Bolsa de Nueva York, que hizo crujir los cimientos del
capitalismo mundial, cayó en el Caribe como un gigantesco bloque de piedra en un
charquito. Bajaron verticalmente los precios del café y de las bananas, y no menos
verticalmente descendió el volumen de las ventas. Los desalojos campesinos
recrudecieron con violencia febril, el desempleo cundió en el campo y en las ciudades,
se levantó una oleada de huelgas; se abatieron bruscamente los créditos, las
inversiones y los gastos públicos, los sueldos de los funcionarios del estadio se
redujeron casi a la mitad en Honduras, Guatemala y Nicaragua. El equipo de dictadores
llegó sin demora para aplastar las tapas de las marmitas; se abría la época de la
política de la Buena Vecindad en Washington, pero era preciso contener a sangre y
fuego la agitación social que, por todas partes, hervía. Alrededor de veinte años – unos
más, otros menos- permanecieron en el poder Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano
Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías en Honduras y Anastasio Souza en
Nicaragua.
La epopeya de Augusto César Sandino conmovía al mundo. La larga lucha del jefe
guerrillero de Nicaragua había derivado a la reivindicación de la tierra y levantaba en
vilo la ira campesina. Durante siete años, su pequeño ejército en harapos peleó, a la
vez, contra los doce mil invasores norteamericanos y contra los miembros de la guardia
nacional. Las granadas se hacían con latas de sardinas llenas de piedras, los fusiles
Springfield se arrebataban al enemigo y no faltaban machetes; el asta de la bandera era
un palo sin descortezar y en vez de botas los campesinos usaban, para moverse en las
montañas enmarañadas, un atira de cuero llamada caite. Con música de Adelita, los
guerrilleros cantaban
En Nicaragua, señores,
le pega el ratón al gato
Ni el poder de fuego de la Infantería de Marina ni las bombas que arrojaban los aviones
resultaban suficientes para aplastar a los rebeldes de Las Segovias. Tampoco las
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
129
calumnias que derramaban por el mundo entero las agencias informativas. Associated
Press y United Press, cuyos corresponsales en Nicaragua eran dos norteamericanos
que tenían en sus manos la aduana del país. En 1932, Sandino presentía: «Yo no viviré
mucho tiempo». Un año después, el influjo de la política norteamericana de la Buena
Vecindad, se celebraba la paz. El jefe guerrillero fue invitado por el presidente a una
reunión decisiva en Managua. Por el camino cayó muerto en una emboscada. El
asesino, Anastasio Somoza, sugirió después que la ejecución había sido ordenada por
el embajador norteamericano Arthur Bliss Lane. Somoza, por entonces jefe militar, no
demoró mucho en instalarse en el poder. Gobernó Nicaragua durante un cuarto de siglo
y luego sus hijos recibieron, en herencia, el cargo. Antes de cruzarse el pecho con la
banda presidencial, Somoza se había condecorado a sí mismo con la Cruz del valor, la
medalla de Distinción y, la medalla Presidencial al Mérito. Ya en el poder, organizó
varias matanzas y grandes celebraciones, para las cuales disfrazaba de romanos, con
sandalias y cascos, a sus soldados; se convirtió en el mayor productor de café del país,
con 46 fincas, y también se dedicó a la cría de ganado en otras 51 haciendas. Nunca le
faltó tiempo, sin embargo, para sembrar también el terror. Durante su larga gestión de
gobierno, no pasó, la verdad sea dicha, mayores necesidades, y recordaba con cierta
tristeza los años juveniles, cuando debía falsificar monedas de oro para poder
divertirse.
También en El Salvador estallaron las tensiones como consecuencia de la crisis. Casi la
mitad de los obreros bananeros de Honduras eran salvadoreños y muchos fueron
obligados a retornar a su país, donde no había trabajo para nadie. En la región de
Izalco, se produjo un gran levantamiento campesino en 1932, que se propagó
rápidamente a todo el occidente del país. El dictador Martínez envió a los soldados, con
equipos modernos, a combatir contra los «bolcheviques». Los indios pelearon a
machete contra las ametralladoras y el episodio se cerró con diez mil muertos.
Martínez, un brujo vegetariano y teósofo, sostenía que «es un crimen más grande matar
a una hormiga que a un hombre, porque el hombre al morir reencarna, mientras que la
hormiga muere definitivamente». Decía que él estaba protegido por «legiones
invisibles» que le daban cuenta de todas las conspiraciones y mantenía comunicación
telepática directa con le presidente de los Estados Unidos.
Eduardo Galeano
130
Un reloj de péndulo le indicaba, sobre le plato, si la comida estaba envenenada; sobre
un mapa le señalaba los lugares donde se escondían enemigos políticos y tesoros de
piratas. Solía enviar notas de condolencia a los padres de sus víctimas y en el patio de
su palacio pastaban los ciervos. Gobernó hasta 1944. Las matanzas se sucedían por
todas partes. En 1933, Jorge Ubico en Guatemala a un centenar de dirigentes
sindicales, estudiantiles y políticos, al tiempo que reimplantaba las leyes contra «la
vagancia de los indios. Cada indio debía llevar una libreta donde constaban sus días de
trabajo; si no se consideraban suficientes, pagaba la deuda en la cárcel o arqueando la
espalda sobre la tierra, gratuitamente, durante medio año. En la insalubre costa del
pacífico, los obreros que trabajan hundidos hasta las rodillas en el barco cobraban
treinta centavos por día, y la United Fruit demostraba que Ubico la había obligado a
rebajar los salarios. En 1944, poco antes de la caída del dictador, el Reader’s Digest
publicó un artículo ardiente de elogios: este profeta del Fondo Monetario Internacional
había evitado la inflación bajando los salarios, de un dólar a veinticinco centavos
diarios, para la construcción de la carretera militar de emergencia, y de un dólar a
cincuenta centavos diarios, para la construcción de la carretera militar de emergencia, y
de un dólar cincuenta centavos para los trabajos de la base aérea en la capital. Por esta
época, Ubico otorgó a los señores del café y a las empresas bananeras el permiso para
matar: «Estarán exentos de responsabilidad criminal los propietarios de fincas... ». El
decreto llevaba el número 2795 y fue reestablecido en 1967, durante el democrático y
representativo gobierno de Méndez Montenegro.
Como todos los tiranos del Caribe, Ubico se creía Napoleón. Vivía rodeado de bustos y
cuadros del Emperador, que tenía, según él, su mismo perfil. Creía en la disciplina
militar: militarizó a los empleados de correo, a los niños de las escuelas y a la orquesta
sinfónica. Los integrantes de la orquesta tocaban de uniforme, a cambio de nueve
dólares mensuales, las piezas que Ubico elegía y con la técnica y los instrumentos por
él dispuestos. Consideraba que los hospitales eran para los maricones, de modo que
los pacientes recibían asistencia en los suelos de los pasillos y los corredores, si tenían
la desgracia de ser pobres además de enfermos.
¿Quién desató la violencia en Guatemala?
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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En 1944, Ubico cayó de su pedestal, barrido por los vientos de una revolución de sello
liberal que encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios de la clase media,
Juan José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha un vigoroso plan de educación
y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger a los obreros del campo y de las
ciudades. Nacieron varios sindicatos; la United Fruit Co., dueña de vastas tierras, el
ferrocarril y el puerto, virtualmente exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de
ser omnipotente en sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo
reveló que había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la
empresa. El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de reformas. Las
carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de la frutera sobre los
transportes y la exportación. Con capital nacional, y sin tender la mano ante ningún
banco extranjero, se pusieron en marcha diversos proyectos de desarrollo que
conducían a la conquista de la independencia. En junio de 1952, se aprobó la reforma
agraria, que llegó a beneficiar a más de cien mil familias, aunque solo afectaba a las
tierras improductivas y pagaba indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados.
La United Fruit solo cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre ambos
océanos.
La reforma agraria se proponía «desarrollar la economía capitalista campesina y la
economía capitalista de la agricultura en general», pero una furiosa campaña de
propaganda internacional se desencadenó contra Guatemala: «La cortina de hierro está
descendiendo sobre Guatemala, vociferaban las radios, los diarios y los próceres de la
OEA. El coronel Castillo Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre
su propio país las tropas entrenadas y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos.
El bombardeo de los F-47, con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión.
«Tuvimos que deshacernos de un gobierno comunista que había asumido el poder»,
diría nueve años más tarde, Dwight Eisenhower. Las declaraciones del embajador
norteamericano en Honduras ante una subcomisión del senado de los Estados Unidos,
revelaron el 27 de julio de 1961 que la operación libertadora de 1954 había sido
realizada por un equipo del que formaban parte, además de él mismo, los embajadores
ante Guatemala, Costa Rica y Nicaragua.
Eduardo Galeano
132
Allen Dulles, que en aquella época era el hombre número uno de la CIA, les había
enviado telegramas de felicitación por la faena cumplida. Anteriormente, el bueno de
Allen había integrado el directorio de la United Fruit Co. Su sillón fue ocupado, un año
después de la invasión, por otro directivo de la CIA, el general Walter Bedell Smith
Foster Dulles, hermano de Allen, se había encendido de impaciencia en la conferencia
de la OEA que dio el visto bueno a la expedición militar contra Guatemala.
Casualmente, en sus escritorios de abogado habían redactados, en tiempos del
dictador Ubico los borradores de los contratos de la United Fruit.
La caída de Arbenz marcó a fuego la historia posterior del país. Las mismas fuerzas
que bombardearon la ciudad de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto de San José al
atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder. Varias dictaduras feroces
sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo el período de Julio César Méndez
Montenegro (1966 – 1970), quien proporcionó a la dictadura el decorado de un régimen
democrático, Méndez Montenegro había prometido una reforma agraria, pero se limitó a
firmar la autorización para que los terratenientes portaran armas, y las usaran.
La reforma agraria de Arbenz había saltado en pedazos cuando Castillo Armas cumplió
su misión devolviendo las tierras a la United Fruit y a los otros terratenientes
expropiados.
1967 fue el peor de los años del ciclo de la violencia inaugurando en 1954. un
sacerdote católico norteamericano expulsado de Guatemala, el padre Thomas Melville,
informaba al National Catholic Reporter en enero de 1968: en poco más de un año, los
grupos terroristas de la derecha habían asesinado a más de dos mil ochocientos
intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales y campesinos que habían «intentado
combatir las enfermedades de la sociedad guatemalteca» El cálculo del padre Melville
se hizo en base a la información de la prensa, pero de la mayoría de los cadáveres
nadie informó nunca, eran indios sin nombre ni origen conocidos, que el ejército incluía,
algunas veces, solo como números, en las partes de las victorias contra la subversión.
La represión indiscriminada formaba parte de la campaña militar de «cerco y
aniquilamiento» contra movimientos guerrilleros. De acuerdo con el nuevo código en
vigencia, los miembros de los cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad penal
por homicidios, y los partes policiales o militares se consideraban plena prueba en los
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
133
juicios. Los finqueros y sus administradores fueron legalmente equiparados a la calidad
de autoridades locales, con derecho a portar armas y formar cuerpos represivos. No
vibraron los teletipos del mundo con las primicias de la sistemática carnicería, no
llegaron a Guatemala los periodistas ávidos de noticias, no se escucharon voces de
condenación. El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala sufría una larga noche de
San Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres, y a los de la aldea Tituque
les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de Piedra Parada los desollaron vivos y
quemaron vivos a los de Agua Blanca de Ipala, previamente baleados en las piernas;
en el centro de la plaza de San Jorge clavaron en una pica la cabeza de un campesino
rebelde. En Cerro Gordo, llenaron de alfileres las pupilas de Jaime Velásquez, el cuerpo
de Ricardo Miranda fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de
Haroldo Silva, sin el cuerpo de Haroldo Silva, la borde de la carretera a San Salvador;
en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del Ojo de Agua,
los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos atadas a la espalda y
los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió en un rompecabezas de
piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos de San Lucas Sacatepequez
emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían sin manos ni pies en la
finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones o la muerte acometía, sin
aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban con cruces negras las puertas de los
sentenciados. Se los ametrallaba al salir, se arrojaban los cadáveres a los barrancos.
Después no cesó la violencia. Todo a lo largo del tiempo del desprecio y de la cólera
inaugurado en 1954, la violencia ha sido y sigue siendo una transpiración natural de
Guatemala. Continuaron apareciendo, uno cada cinco horas, los cadáveres en los ríos
o al borde de los caminos, los rostros sin rasgos, desfigurados por la tortura, que no
serán identificados jamás. También continuaron, y en mayor medida, las matanzas más
secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote expulsado, el padre
Blase Bonpane, denunciaba en le Washington Post, en 1968, a esta sociedad enferma:
«De las setenta mil personas que cada año mueren en Guatemala, treinta mil son
niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala es cuarenta veces más alta que la de
los Estados Unidos».
Eduardo Galeano
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La primera Reforma Agraria de América Latina: un siglo y medio de derrotas para José Artigas.
A carga de lanza de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente
pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de
América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que
habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió el tiempo de la
decadencia. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus
fortunas, mientras se extendía la pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, y
la ritmo de las intrigas de los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos
del imperio español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de
la unidad nacional pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano
engendró se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la
clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y socavones a la
retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los pares de la guerra de
independencia bailando minué en los salones de las ciudades, brindaba por la libertad
de comercio en copas de cristalería británica. Se pusieron de moda las más
altisonantes consignas republicanas de la burguesía europea: nuestros países se
ponían al servicio de los industriales ingleses y de los pensadores franceses. ¿Pero por
qué «burguesía nacional» era la nuestra, formada por los terratenientes, los grandes
traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin
arraigo? América Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de
liberalismo, pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o
norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un
capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido simples
como instrumentos del capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje
mundial que sangraba a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador,
usureros y comerciantes, que acapararon el poder político, no tenían el menor interés
en impulsar el ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el
libre cambio abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios,
los dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver « la cuestión
agraria», sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio se consolidó
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
135
sobre el despojo, todo a lo largo del siglo XX. La reforma agraria fue, en la región, una
bandera temprana.
Frustración económica, frustración social, frustración nacional: una historia de traiciones
sucedió a la independencia, y América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras,
continuó condenada al monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el
decreto de Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar allí el sistema de la
propiedad agraria: sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los privilegios de la
oligarquía peruana, que permanecieron intactos, pese a los buenos propósitos del
Libertador, y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo y
Morelos habían caído derrotados tiempo antes y transcurriría un siglo antes de que
rebotaran los frutos de su prédica por la emancipación de los humildes y la reconquista
de las tierras usurpadas. Al sur, José Artigas encarnó la revolución agraria. Este
caudillo, con tanta saña calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a
las masas populares de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias
argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, y Córdoba, en el ciclo heroico de 1811
a 1820.
Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria Grande en
los límites del antiguo Virreinato del Río de la Plata, y fue el más importante y lúcido de
los jefes federales que pelearon contra el centralismo aniquilador del puerto de Buenos
Aires. Luchó contra los españoles y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron
trituradas por el juego de pinzas de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del
Imperio británico, y por la oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a
su vez, traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres,
gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad;
esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la Independencia. La
revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires,
que dejó en manos del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio
que hoy ocupa Uruguay, provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte.
El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y niños, lo
abandonaban todo tras las huellas del cuadillo, en una caravana de peregrinos sin fin.
Eduardo Galeano
136
En el norte, sobre el río Uruguay, acampó Artigas,, con las caballadas y las carretas y
en el norte establecería, poco tiempo después, su gobierno. En 1815 Artigas controlaba
vastas comarcas desde su campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les
parece que vi? –narraba un viajero inglés-. ¡El Excelentísimo Señor Protector de la
mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón
encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo
ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una docena de oficiales andrajosos... » De
todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con
las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno.
Dos secretarios –no existía el papel carbón- tomaban nota. Así nació la primera reforma
agraria de América Latina, que se aplicaría durante un año en la «Provincia Oriental»,
hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando la
oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara como a un
libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al invasor, ante los
altares de la catedral. Anteriormente, Artigas había promulgado también un reglamento
aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la importación de mercaderías
extranjeras competitivas de las manufacturas y artesanías de tierra adentro, de
considerable desarrollo en algunas regiones hoy argentinas comprendidas en los
dominios del caudillo, a la par que liberaba la importación de los bienes de producción
necesarios al desarrollo económico y adjudicaba un gravamen insignificante a los
artículos americanos, como la yerba y el tabaco de Paraguay. Los sepultureros de la
revolución también enterrarían el reglamento aduanero.
El código agrario de 1815 –tierra libre, hombres libres- fue «la más avanzada y gloriosa
constitución» de cuantas llegarían a conocer los uruguayos. Las ideas de Capomanes y
Jovellanos en el ciclo reformista de Carlos III influyeron sin duda sobre el reglamento de
Artigas, pero este surgió, en definitiva, como una respuesta revolucionaria a la
necesidad nacional de recuperación económica y de justicia social. Se decretaba la
expropiación y el reparto de las tierras de los «malos europeos y peores americanos»
emigrados a raíz de la revolución y no indultados por ella. Se denominaba la tierra de
los enemigos sin indemnización alguna, y a los enemigos pertenecía, dato importante,
la inmensa mayoría de los latifundios. Los hijos no pagaban la culpa de los padres: el
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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reglamento les ofrecía lo mismo que a los patriotas pobres. Las tierras se repartían de
acuerdo con el principio de que «los más infelices serán los más privilegiados». Los
indios tenían en la concepción de Artigas, «el principal derecho». El sentido esencial de
esta reforma agraria consistía en asentar sobre la tierra a los pobres del campo,
convirtiendo en paisano al gaucho acostumbrado a la vida errante de la guerra y a las
faenas clandestinas y el contrabando en tiempos de paz. Los gobiernos posteriores de
la cuenca del Plata reducirán a sangre y fuego al gaucho, incorporándolo por la fuerza a
las peonadas de las grandes estancias, pero Artigas había querido hacerlo propietario:
«Los gauchos alzados comenzaban a gustar del trabajo honrado, levantaban ranchos y
corrales, plantaban sus primeras sementeras».
La intervención extranjera terminó con todo. La oligarquía levantó cabeza y se vengó.
La legislación desconoció, en lo sucesivo, la validez de las donaciones de tierras
realizadas por Artigas. Desde 1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los
patriotas pobres que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían
«otra tierra que la de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay,
a morirse solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos de
propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo Bustamante,
afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la despreciabilidad que
caracterizaba a los indicados documentos».
Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar, ya restaurado el «orden», la
primera constitución de un Uruguay independiente, desgajado de la patria grande por la
que Artigas había, en vano, peleado.
El reglamento de 1815 contenía disposiciones especiales para evitar la acumulación de
tierras en pocas manos. En nuestros días, el campo uruguayo ofrece el espectáculo de
un desierto: quinientas familias monopolizan la mitad de la tierra total y, constelación del
poder, controlan también las tres cuartas partes del capital invertido en la industria y en
la banca. Los proyectos de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros, en el
cementerio parlamentario, mientras el campo se despuebla: los desocupados se suman
a los desocupados y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas
agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país vive de la
lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días, menos ovejas y
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menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos de producción se
refleja en los bajos rendimientos de la ganadería –librada a la pasión de los toros y los
carneros en primavera, a las lluvias periódicas y a la fertilidad natural del suelo- y
también en la pobre productividad de los cultivos agrícolas. La producción de carne por
animal no llega ni a la mitad de la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre
con la leche en comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja
rinde un kilo menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea
son tres veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los
Estados Unidos superan en siete veces a los de Uruguay. Los grandes propietarios,
que evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este., y tampoco
en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus latifundios, a los que
vistan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo, cuando se fundó la Asociación
Rural, dos terceras partes de sus miembros tenían ya su domicilio en la capital. La
producción extensiva, obra de la naturaleza y los peones hambrientos, no implica
mayores dolores de cabeza.
Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las ganancias de los capitalistas
ganaderos suman no menos de 75 millones de dólares por año en la actualidad31. Los
rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa de los
bajísimos costos. Tierra sin hombres, hombres sin tierra: los mayores latifundios
ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil hectáreas. En los
rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan, miserables, las reservas siempre
disponibles de mano de obra. El gaucho de las estampas folklóricas, tema de cuadros y
poemas, tiene poco que ver con el peón que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y
ajenas. Las alpargatas bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón
común, o a veces una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro
31 Instituto de Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional; la especulación financiera desató, después, la fiebre de los pescadores en el río revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y 1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volaron del Uruguay rumbo a los seguros bancos de Suiza y Estados Unidos. También los hombres, los hombres jóvenes, bajaron del campo a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar, rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino difícil, el desarraigo y la interperie, la aventura incierta. El Uruguay de 1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y progreso que se prometía a los inmigrantes europeos, sino un país turbulento que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana.
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y plata. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy
rar vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tierna dorándose a las
brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen exhibiendo promedios
engañosos, la verdad es que el “ensopado”, guiso de fideos y achuras de capón,
constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los campesinos en Uruguay.
Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata
Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata
puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda
reforma agraria.
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas, el
primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial,
olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada sus esplendores. En la
república de los parias, los ingresos de los trabajadores. En la república de los parias,
los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el
histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos
latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional.. eran
señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando
visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas
de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes.
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140
Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en
cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de
quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las
tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y
aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los
defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre
de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por
deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las
plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle Nacional, en
los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho,
café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh
Turner, escritor norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los
Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en
consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales
norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su
asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se
jacta Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y
California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra
México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona,
Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía
a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! –se dice desde entonces- tan
lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado,
sufrió después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el
petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American
Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de
los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán, campos de
concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias,
porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le
convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano
de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano
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le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza,
«y los conservamos mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la
mitad32».
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfidio Díaz. Un
caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata,
el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más
fervoroso en su voluntad de redención social.
Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las
comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la
febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar
devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y
su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales
ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía
Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados
reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes
de que llegara Hernán Cortés.
Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en
Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos
de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo
que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que
nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya
ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso
porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad
y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del Jefe Zapata», los
hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.
32 John Kenneth Turner, op. cit. México era el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina. El caso de México, México, 1964.
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Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó el gobierno. Las
promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa
institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir las fiestas: el
gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El
héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En
noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba:
«Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa
mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno
que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la
revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la
avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los
hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a
millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame
pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la
revolución no se hacía para eso.
Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el
asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue
también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron
a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron
conjuntas políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el
crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no
alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque
ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases, en lo hondo de la
revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las
hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras
otro, contra zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos,
resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños morían fusilados o
ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de
victoria: la limpieza ha sido un éxito.
Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes
campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las
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fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital. Después
de la caída de régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y
el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y
fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que
permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical
que la anunciada en el Plan de Ayala.
El fundador del partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron
mucho en este proyecto: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus
raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización.
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de
la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que
todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la
de su familia». Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a
partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos
según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios
de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la
reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los
latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de
crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en
servicios públicos. Un sistema de democracia locales colocaba en manos del pueblo las
fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas
zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los
principios revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los
municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus
tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de los
burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La
revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y
usos de cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema
comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra
para reconocer su pequeña propiedad, así se hará.».
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En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo,
principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras
tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza
había conquistado la presidencia y dictó, as u vez, una reforma agraria, pero sus jefes
no demoraron en apoderarse de sus beneficios: en 1916 se abalanzaron, con buenos
dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los
cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias,
resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su
paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil
hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad
que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo alazán que galopaba solo,
hacia el sur, por las montañas. Pero no solo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a
«consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del
héroe», y el país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro
Cárdenas (1934 –1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a través de la
puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se expropiaron, sobre todo
bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder de empresas
extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además de la tierra, créditos,
educación y medios de organización para el trabajo. La economía y la población del
país habían comenzado su acelerado ascenso; se multiplicó la producción agrícola al
tiempo que el país entero se modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y
se amplió, en extensión y en profundidad, el mercado de consumo.
Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha
ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente
sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos
habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un
zhuitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros
antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la
subordinación al imperialismo». Diversos estudiosos han investigado los signos del
deterioro de las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente,
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que, «actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor
de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen
prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema no
revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen quinientos estudiantes
muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a
la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres
millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de campesinos sin
tierra, once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La
propiedad colectiva de los ejidatarios pulveriza continuamente, y junto con la
multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición
un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura
comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han
conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son,
a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos
«and company» de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro
Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en
las tierras de mejor calidad, en las más productivas».
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán
del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la
guerra en la paz. Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con le
paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y
multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres
sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la
especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la
indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa
impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país
en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
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El latifundio multiplica las bocas pero no los panes.
La producción agropecuaria por habitante de América latina es hoy menor que en la
víspera de la segunda guerra mundial. Treinta años largos han trascurrido, en el
mundo, la producción de alimentos creció en este período, en la misma proporción en
que, en nuestras tierras, disminuyó. La estructura del atraso del campo latinoamericano
opera también como una estructura de desperdicio: desperdicios de la fuerza de
trabajo, de la tierra disponible, de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio
de las huidizas oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio, en casi todos los
países latinoamericanos, el cuello de la botella que estrangula el crecimiento
agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad imprime su
sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los propietarios agrícolas
latinoamericanos posee la mitad de las tierras cultivables y América Latina gasta,
anualmente, más de quinientos millones de dólares en comprar al extranjero alimentos
que podría producir sin dificultad en sus inmensas y fértiles tierras. Apenas un cinco por
ciento de la superficie total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo
y, en consecuencia, el desperdicio más grande. En las escasas tierras cultivadas, los
rendimientos son, además muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo
abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las técnicas
modernas, cuya difusión no solo implicaría la mecanización de las faenas agrícolas,
sino también el auxilio y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas,
las semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial. El latifundio integra a veces
como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz expresión de Maza
Zavala, multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez de absorber mano de obra
el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los trabajadores latinoamericanos del campo
se han reducido en más de un veinte por ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a
afirmar, aplicando mecánicamente recetas hachas, que este es un índice de progreso:
la urbanización acelerada, el traslado masivo de la población campesina. Los
desocupados, que el sistema vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y
extienden sus suburbios. Pero las fábricas que también segregan desocupados a
medida que se modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra excedente y no
especializada. Los adelantos tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el
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problema. Se incrementan las ganancias de los terratenientes al incorporar medios más
modernos de la explotación de sus propiedades pero más brazos quedan sin actividad y
se hace más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los
equipos motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los
latinoamericanos que producen en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren
normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo genera
se gasta en las ciudades o emigran al extranjero. Las mejores técnicas que aumentan
los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el régimen de propiedad vigente
no resultan, por cierto, aunque contribuyan al progreso general, una bendición para los
campesinos. No crecen sus salarios ni su participación en las cosechas. El campo
irradia pobreza para muchos y riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas
sobrevuelan los desiertos miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes
balnearios y Europa hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que
descuidan el cultivo de sus tierras pero no descuidan faltaba más, el cultivo de sus
espíritus.
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo al hecho
de que su productividad agrícola media solo alcance a la mitad del nivel alcanzado en
vísperas de la revolución industrial, por los países hoy desarrollados. En efecto, la
industria, para expandirse armoniosamente, requeriría un aumento mayor de la
producción de alimentos, porque las ciudades crecen y comen materias primas, para
las fábricas y para la exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y
aumentar las ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por
otra parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado
interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie. Los salarios de
hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso de los
desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales que vienen a golpear a
las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel general de las retribuciones
obreras. Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la
necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de
elaborar proyectos.
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Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías
de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la
reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste
en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de
la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No
obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente
un semillero de pobreza: es también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones
sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de
las masas.
El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión del
fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente como aceptan
la llegada de la noche al cabo del día. Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al
cabo, la explosión mística de los nordestinos que pelearon junto a sus mesías,
apóstoles extravagantes, alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a
esta tierra el reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros:
los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta social
ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas recuperarían
más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha.
La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en anunciar su
reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es, como ha hecho notar
Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos,
se dedica a expulsarlos, par restituir a los latifundistas las extensiones
espontáneamente invadidas o expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967,
antes de que la censura de prensa se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar
cuenta de los despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía
militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de
una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El gobierno solo
distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la concepción de las tierras de mejor
calidad en manos de los grandes terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por
la reforma agraria de Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las
grandes plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados
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recogieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y
compraron nuevas tierras en otras zonas.
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en dos años su
caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen a la propiedad rural. El
proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente que
las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo, movilizó sus
propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas
intenciones. La Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles
que, al influjo de un clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad
relativa en América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas
llanuras abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre con
gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva del ganado.
Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación extensiva está
en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía argentina en los años
sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado suficiente interés por introducir
innovaciones técnicas en sus campos. La productividad es todavía baja, porque
conviene que lo sea; la ley de la ganancia puede más que todas las leyes. La extensión
de las propiedades, a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y
menos riesgosa que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna
proporciona para la producción intensiva33.
En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «Agricultores ganaderos! -
proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger
sus propios intereses y los del país!».
33 La pradera artificial representa, desde el punto de vista del capital ganadero, un traslado de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo puede incrementarse, a partir de ciertos puntos, a través del aumento del poder nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel de los rendimientos actuales. Las conclusiones del Instituto de Economía de Universidad de Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también aplicables a la Argentina.
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Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil – ha dicho un
conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta al tanque de un
pesado camión». Según los datos de la CEPAL, Argentina tiene, en proporción a las
hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos tractores que Francia, y
diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido. El país consume, también en
proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental. Los
rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina son bastante más
bajos que los rendimientos de esos cultivos en los países desarrollados.
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente de la
Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del salario mínimo
rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial
determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus
necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes.
La Sociedad Rural continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la
honda meditación a propósito de las cortas necesidades de consumo de los
trabajadores brinda, involuntariamente, un buena clave para comprender las
limitaciones del desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se
profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el
propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de
1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, perón desmintió que tuviera
el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad Rural comentó, oficialmente:
«Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente la
alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se han comprobado
cambios de estura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto de la población
boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de las proteínas y un quinta
parte del calcio necesario en la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún
más agudo que estos promedios. No puede decirse en modo algunos que la reforma
agraria haya fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir
que Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos
del extranjero.
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La reforma agraria que ha puesto en practica, desde 1969, el gobierno militar de Perú,
está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y en cuanto a la
expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del gobierno de Eduardo Frei, es
de justicia reconocer que abrió el cauce a la reforma agraria radical que el nuevo
presidente, salvador Allende, anuncia mientras escribo estas páginas.
Las trece colonias del norte y la importancia de no nacer importante.
La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo
útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no
provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad;
a la inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los
latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la
decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible,
entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la
ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto rey»
determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los políticos
y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de la tierra a quienes le
trabajan, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos
espacios interiores del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una
copiosísima legislación, que establecía la compra como única forma de acceso a la
tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que un
labrador pudiera legalizar su posesión...»
La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto, para
promover la colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los
pioneros que iban extendiendo la frontera, a costa de las matanzas de los indígenas,
hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley Lincoln de 1862, el Meted Act, aseguraba a
cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a
cultivar su parcela por un período no menor de cinco años. El dominio público se
colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un
enorme mancha de aceite sobre el mapa.
Eduardo Galeano
152
La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos con un imán
irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas abiertas.
Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del
oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de
trabajo agrícola y al mimo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder
adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del
desarrollo industrial.
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado
con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han ido no son familias de campesinos libres
en busca de un trozo de tierra propia, como se observa en Ribeiro, sino braceros
contratados para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los
grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no
fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido
abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una
simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios brasileños
absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la agricultura.
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las diferencias
más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América
Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que
una frontera geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar
la profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la
expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad,
al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco
parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos de Mayflower
no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para atrasar las
civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para establecerse con sus familias y
reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en
Europa. No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a
colonizar: fundaron «colonias de poblamientos». Es cierto que el proceso posterior
desarrolló, al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas
semejantes a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados
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153
Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los
talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de
Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la
civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la
acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio
desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de
desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo
metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron
la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran abundancia de mano de obra
servil en América Latina. A la esclavitud de los indígenas sucedió el trasplante en masa
de los esclavos africanos. A lo largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de
campesinos desocupados disponibles para ser trasladados a los centros de producción:
las zonas florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y
las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de
decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura persiste
hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel de salarios, por la
presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo, y frustra el
crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia de los
puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana no se
orientaron jamás al desarrollo económico interno. Sus beneficios provenían de fuera;
estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes
y mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de
oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el
puerto y los mercaderes de ultramar. Esta es también la clave que explica la expansión
de los Estados Unidos como unidad nacional y la facturación de América Latina:
nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un
abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha de la desgracia. Su
experiencia histórica mostró la tremenda importancia de no nacer importante. Porque al
norte de América no había oro no había plata, ni civilizaciones indígenas con densas
Eduardo Galeano
154
concentraciones de población ya organizada para el trabajo, ni suelos tropicales de
fertilidad fabulosa en la franja costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La
naturaleza se había mostrado avara, y también la historia: faltaban los metales y la
mano de obra esclava para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte.
Por lo demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las
colonias del norte producían, en virtud del clima y por las características de los suelos,
exactamente los mismo que la agricultura británica, es decir, que no ofrecían a la
metrópoli, como advierte Bagú, una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de las Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De
las tierras tropicales brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina, una
pequeña isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el punto de
vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la consolidación de los Estados Unidos,
como un sistema económicamente autónomo, que no drenaba hacia fuera la riqueza
generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la metrópoli; en
Barbados o Jamaica, en cambio, solo se reinvertían los capitales indispensables para
reponer los esclavos a medida que se iban gestando. No fueron factores raciales, como
se ve, los que decidieron el desarrollo de unos y el subdesarrollo de otros; las islas
británicas de la Antillas no tenían nada de españolas ni de portuguesas. La verdad es
que la insignificancia económica de las trece colonias permitió la temprana
diversificación de sus exportaciones y alumbró al impetuoso desarrollo de las
manufacturas. La industrialización norteamericana contó, desde antes de la
independencia, con estímulos y protecciones oficiales. Inglaterra se mostraba tolerante,
al mismo tiempo que prohibía estrictamente que sus islas fabricaran siquiera un alfiler.
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LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER
La economía norteamericana necesita los minerales de América latina como los pulmones necesitan el aire.
Los astronautas habían impreso las primeras huellas humanas sobre la superficie de la
luna, y en julio de 1969 el padre de la hazaña, Werner von Braun, anunciaba a la
prensa que los Estados Unidos se proponían instalar una lejana estación en el espacio,
con propósitos más bien cercanos: «Desde esta maravillosa plataforma de observación
– declaró- podremos examinar todas las riquezas de la Tierra: los pozos de petróleo
desconocidos, las minas de cobre y de cinc...»
El petróleo sigue siendo el principal combustible de nuestro tiempo, y los
norteamericanos importan la séptima parte del petróleo que consumen. Para matar
vietnamitas, necesitan balas y las balas necesitan cobre: los Estados Unidos compran
fuera de fronteras una quinta parte del cobre que gastan. La falta de cinc resulta cada
vez más angustiosa: cerca de la mitad viene del exterior. No se puede fabricar aluminio
sin bauxita. Sus grandes centros siderúrgicos –Pittsburgh, Cleveland, Detroit- no
encuentran hierro suficiente en los yacimientos de Minessota, que van camino de
agotarse, ni tienen manganeso en el territorio nacional: la economía norteamericana
importa una tercera parte del hierro y todo el manganeso que necesita. Para producir
los motores de retropropulsión, no cuentan con níquel ni con cromo en el subsuelo.
Para fabricar aceros especiales, se requiere Tunsteno: importan la cuarta parte. Esta
dependencia, creciente, respecto a los suministros extranjeros, determina una
identificación también creciente de los intereses de los capitalistas norteamericanos en
América Latina, con la seguridad nacional de los Estados Unidos. La estabilidad interior
de la primera potencia del mundo aparece íntimamente ligada a las inversiones
norteamericanas al sur del río Bravo. Cerca de la mitad de esas inversiones está
dedicada a la extracción de petróleo y a la explotación de riquezas mineras,
«indispensables para la economía de los Estados Unidos tanto en la paz como en la
guerra». El presidente del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país del
norte lo define así: «Históricamente, una de las razones principales de los Estados
Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo de recursos naturales, particularmente
Eduardo Galeano
156
minerales y, más especialmente, petróleo. Es perfectamente obvio que los incentivos de
este tipo de inversiones no pueden menos que incrementarse. Nuestras necesidades
de materias primas están en constante aumento a medida que la población se expande
y el nivel de vida sube. Al mismo tiempo, nuestros recursos domésticos se agotan...»
Los laboratorios científicos del gobierno, de las universidades y de las grandes
corporaciones avergüenzan a la imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus
descubrimientos, pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de prescindir de
los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella proporciona.
Se van debilitando, al mismo tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional es capaz
de dar al desarrollo del crecimiento industrial de los Estados Unidos.
El subsuelo también produce golpes de estado, revoluciones, historias de espías y aventuras en la selva amazónica.
El Brasil, los espléndidos yacimientos de hierro del valle de Paraopeda derribaron dos
presidentes, Janio Quadros y Jaöa Goulart antes de que el mariscal Castelo Branco,
que asaltó el poder en 1964, los cediera amablemente a la Hanna Mining Co.
Otro amigo anterior del embajador de los Estados Unidos, el presidente Eurico Dutra
(1946-51), había concedido a la Bethlhem Steel, algunos años antes, los cuarenta
millones de toneladas de manganeso del estado de Amapá, uno de los mayores
yacimientos del mundo, a cambio de un cuatro por ciento para el Estado sobre los
ingresos de exportación; desde entonces, la Bethlehem está mudando las montañas a
los Estados Unidos con tal entusiasmo que se teme que de aquí a quince años Brasil
quede sin suficiente manganeso para abastecer su propia siderurgia. Por lo demás de
cada cien dólares que la Berthlehem invierte en la extracción de minerales, ochenta y
ocho corresponden a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de
impuestos en nombre del «desarrollo de la región».
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La experiencia del oro perdido de Minas Gerais - «oro blanco, oro negro, oro podrido»,
escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se ve, para nada: Brasil
continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales de desarrollo34. Por su parte, le
dictador René Barrientos se apoderó de Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de
mineros, otorgó a la firma Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que
contienen plomo, plata y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más alta
que la de las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada a llevarse el cinc
en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras, pagando al Estado nada menos
que el uno y medio por ciento del valor de venta del mineral. En Perú, en 1968, se
perdió misteriosamente la página número once del convenio que el presidente
Balaúnde Terry había firmado a los pies de una filial de la Standart Oil, y el general
Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las riendas del país y nacionalizó los
pozos y la refinería de la empresa. En Venezuela, el gran lago de petróleo de la
Standard Oil y la Gulf, tiene su asiento la mayor misión militar norteamericana de
América Latina. Los frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan antes o después
de cada licitación petrolera. El cobre no era en modo alguno ajeno a la
desproporcionada ayuda militar que Chile recibía del Pentágono hasta el triunfo
electoral de las fuerzas de izquierda encabezadas por Salvador Allende; las reservas
norteamericanas de cobre habían caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y
1969. En 1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó que la Cuba
de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos cubanos de níquel y de
manganeso explicaban mejor, a su juicio, la furia ciega del Imperio contra la revolución.
Desde aquella conversación, las reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron
a la tercera parte: la empresa norteamericana Nicro Nickel había sido nacionalizada y el
presidente Jhonson, había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus
envíos a los Estados Unidos si comparaban el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del socialista Cheddi
Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente la mayoría de los votos en lo
que entonces era la Guayana británica. El país que hoy se llama Guyana es el cuarto
34 El gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que el país, uno de los principales exportadores mundiales de azufre, se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co. y la Pan American Sulfur habían asegurado que las reservas con que todavía contaban sus concesiones eran seis veces más abundantes de lo que eran en realidad, y el gobierno resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior.
Eduardo Galeano
158
productor mundial de bauxita y figura en el tercer lugar entre los productores
latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó un papel decisivo en la derrota de
Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que sirvió de provocación y
pretexto para negar con trampas la victoria electoral de Jagan, admitió públicamente,
tiempo después, que su sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las
fundaciones de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. El nuevo
régimen garantizó que no correrían peligro los intereses de la Aluminium Company of
América en Guyana: la empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y
vendiéndosela a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera
multiplicado el precio del aluminio35. El negocio ya no corría peligro. La bauxita de
Arkansas vale el doble que la bauxita de Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy
poca bauxita en su territorio; utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en
cambio, casi la mitad del aluminio que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos que se consideraban
de valor crítico para su potencial de guerra, los Estados Unidos dependen de las
fuentes extranjeras. «otro de retropropulsión, la turbina de gas y los reactores nucleares
tienen hoy una enorme influencia sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser
obtenidos en el exterior», dice Magdolf en este sentido. La imperiosa necesidad de
minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder militar y atómico de
los Estados Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva de tierras, por
medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la década del '60,
numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros y
contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush febril sobre esta selva
gigantesca.
35 Arthur Davis, presidente de la Aluminium Co. durante largo tiempo, murió en 1962 y dejó trescientos millones de dólares en herencia a las fundaciones de caridad, con la expresa condición de que no gastaran los fondos fuera del territorio de los Estados Unidos. Ni siquiera por esta vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una parte de la riqueza que la empresa le ha arrebatado. (Philip Reno, Aluminium Profits and Caribbean People, en Monthly Review, Nueva York, octubre de 1963, y del mismo autor, El drama de la Guayana Británica. Un pueblo desde la esclavitud a la lucha por el socialismo, en Monthly Review, selecciones en castellano, Buenos Aires, enero-febrero de 1965).
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Previamente, en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea de
los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región. Habían utilizado
equipos de cintilómetros para detectar los yacimientos de minerales radiactivos por la
emisión de ondas de luz de intensidad variable, electromagnetómetros para radiografiar
el subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para descubrir y medir el
hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el relevamiento de la extensión y la
profundidad de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos en manos de las
empresas privadas interesadas en el asunto, gracias a los buenos servicios de
Geological Survey del gobierno de los Estados Unidos. En la inmensa región se
comprobó la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio,
titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios, bauxita, cinc,
zirconio, cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde la jungla virgen de Matto
Grosso hasta las llanuras del sur de Goiás que, según deliraba la revista Times en su
última edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el sol brillante y
media docena de relámpagos de tormentas distintas. El gobierno había ofrecido
exoneraciones de impuestos y otras seducciones para colonizar los espacios vírgenes
de este universo mágico y salvaje. Según Times, los capitalistas extranjeros habían
comprado, antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que la que
suman los territorios de Connecticut, Rhode, Delaware, Massachussets y New
Hampshire. «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión extranjera –
decía el director de la agencia gubernamental para el desarrollo de la Amazonia-,
porque necesitamos más de lo que podemos obtener». Para justificar el relevamiento
aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana, el gobierno había
declarado, antes, que carecía de recursos. En América latina es lo normal: siempre se
entregan los recursos en nombre de la falta de recursos.
El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que culminó con un voluminoso
informe sobre el tema. En él se enumeran casos de venta o usurpación de tierras por
veinte millones de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la comisión
investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia del resto de Brasil». La
«explotación clandestina de minerales muy valioso» figura en el informe como uno de
los principales motivos de la avidez norteamericana por abrir una nueva frontera dentro
Eduardo Galeano
160
de Brasil. El testimonio del gabinete del Ministerio del Ejército, recogido en el informe,
hace hincapié en «el interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su
control, una vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la
explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base de una
colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma: «Causa sospecha el
hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación, o por elementos extranjeros,
coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de
mujeres brasileñas por extranjeros». En efecto, según el diario Correio da Manha, «más
de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la iglesia protestante de
Estados Unidos, están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más ricos
en minerales radiactivos, oro y diamantes... Difunden en gran escala diversos
anticonceptivos, como el dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios
catequizados... Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede
penetrar en ellas. No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor
extensión entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre. El control de la
natalidad se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para evitar la
competencia demográfica de los muy escasos brasileños que, en remotos rincones de
la selva o de las planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora del
Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales que contienen torio y uranio
alcanza la cifra astronómica de un millón de toneladas». Algún tiempo antes, en
septiembre de 1966, Kruel, jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente
y sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados Unidos en el proceso abierto
contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados de contrabando de minerales
atómicos brasileños. A su juicio, que se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de
mineral radiactivo era suficiente para condenarlos. Poco después, tres de los
contrabandistas se fugaron de Brasil misteriosamente. El contrabando no era un
fenómeno nuevo, aunque se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año más de
cien millones de dólares, solamente por la evasión clandestina de diamantes en bruto.
Pero en realidad el contrabando sólo se hace necesario en medida relativa. Las
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concesiones legales arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas riquezas
naturales.
Eduardo Galeano
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Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar, el mayor yacimiento
de niobio del mundo, que está en Araxá, pertenece a una filial de la Niobium
Corporation, de Nueva York. Del niobio provienen varios metales que se utilizan, por su
gran resistencia a las temperaturas altas, para la construcción de reactores nucleares,
cohetes y naves espaciales, satélites o simples jets. La empresa extrae también, de
paso, junto con el niobio, buenas cantidades de tántalo, torio, uranio, pirocloro y tierras
raras de alta ley mineral.
Un químico alemán derrotó a los vencedores de la guerra del Pacífico.
La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria
de las prosperidades latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo
de las glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo
Mundo. La población europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar
nueva vida a los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera
aumentar en proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los
laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala desde
la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los fabulosos
cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido acumulando en las islas
y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes montañas de excrementos ricos en
nitrógeno, amoníaco, fosfato y sales alcalinas: el grupo se conservaba puro en las
costas sin lluvia de Perú36.
Poco después del lanzamiento internacional del guano, la química agrícola descubrió
que eran aún mayores las propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había
hecho muy intenso su empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del
viejo continente dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían
ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras peruanas
36 Ernst Samhaber, Sudamérica, biografía de un continente, Buenos Aires, 1946. Las aves guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho después del auge, “por su rendimiento en dólares por cada digestión”. Están por encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta, por encima de la paloma que voló sobre el arca de Noé y, desde luego, de la triste golondrina de Bécquer.
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de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta. Gracias al salitre y al
guano, que yacían en las costas del pacífico «casi al alcance de los barcos que venían
a buscarlos», el fantasma del hambre se alejó de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba
enriqueciéndose a manos llenas y acumulando símbolos de su poder en los palacios y
los mausoleos de mármol de Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de
arena. Antiguamente a costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda
de los pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era
independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se sintió
rico–escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche,
hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas». En 1868, según Romero, los gastos y
las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el valor de las ventas al exterior.
Los depósitos de guano servían de garantía a los empréstitos británicos, y Europa
jugaba con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos: lo que la
naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios se maltrataba en pocos
años. Mientras tanto, en las pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros
sobrevivían en chozas «miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con
piedras, cascotes de caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre rápidamente se entendió hasta la provincia boliviana de
Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano,
chileno. Cuando el gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que
operaban en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para
no abandonarla jamás.
Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación para los
conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra
del pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883. las fuerzas armadas chilenas, que ya en
1879 habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos,
Iquique, Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día siguiente la
fortaleza del Callao se rindió.
Eduardo Galeano
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La derrota provocó la mutilación y la sangría de Perú. La economía nacional perdió sus
dos principales recursos, se paralizaron las fuerzas productivas, cayó la moneda, se
cerró el crédito exterior37. El colapso no trajo consigo, advertiría Mariátegui, una
liquidación del pasado: la estructura de la economía colonial permaneció invicta,
aunque faltaban sus fuentes de sustentación. Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de
lo que había perdido con la guerra: la mina de cobre más importante del mundo actual,
Chuquicamata, se encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de
Antofagasta. Pero, ¿y los triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el cinco por ciento de las rentas del Estado chileno en
1880; diez años después, más de la mitad de los ingresos fiscales provenían de la
expropiación de nitrato desde los territorios conquistados. En el mismo período las
inversiones inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre de convirtió
en una factoría británica. Los ingleses se apoderaron del salitre utilizando
procedimientos nada costosos. El gobierno de Perú había expropiado las salitreras en
1875 y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de estos documentos
cinco años después, a la décima parte.
Algunos aventureros audaces, como John Thomas North y su socio Robert Harvey,
aprovecharon la coyuntura. Mientras los chilenos, los peruanos y los bolivianos
intercambiaban balas en el campo de batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con
los bonos, gracias a los créditos que el banco de Valparaíso y otros bancos chilenos les
proporcionaban sin dificultad alguna. Los soldados estaban peleando para ellos,
aunque no lo sabían. El gobierno chileno recompensó inmediatamente el sacrificio de
North, Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa:
en 1881 dispuso la devolución de las salitreras a sus legítimos dueños, cuando ya la
mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de los especuladores británicos.
No había salido ni un penique de Inglaterra para financiar este despojo.
37 Perú perdió la provincia salitrera de Tarapacá y algunas importantes guaneras, pero conservó los yacimientyo de guano de la costa norte. El guano seguía siendo el fertilizante principal de la agriculatura peruana, hasta que a apartir de 1960 el auge de la harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente los bancos de anchovetas cercanos a la costa, para alimentar con harina peruana a los cerdos y aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneros salían a perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar afuera. Sin resistencia para el regreso, caían al mar. Otros no se iban, y así podían verse, en 1962 y en 1963, las bandadas de alcatraces persiguiendo comida por la avenida principal de Lima: cuando ya no podían levantar vuelo, los alcatraces quedaban muertos en las calles.
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Al abrirse la década del '90, Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus
exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su
dependencia comercial era todavía mayor que la que por entonces padecía la India. La
guerra había otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el
rey del salitre era John Thomas North.
Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company, pagaba dividendos del cuarenta
por ciento. Este personaje había desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866,
con sólo diez libras esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años
después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los grandes
industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se había afiliado,
como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido Conservador y a la Logia
Masónica de Kent. Lord Dorchester, Lord Randolph Churchill y el Marqués de Stockpole
asistían a sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique
VIII. Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el
descanso los domingos, trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus
salarios con fichas que perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las
empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno
realizó, dice Ramírez Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su
historia». Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes
obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de la
empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el primer y
único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el siglo pasado. En 1888
anunció que era necesario nacionalizar los distritos salitreros mediante la formación de
empresas chilenas, y se negó a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad
del estado. Tres años más tarde estalló la guerra civil.
Eduardo Galeano
166
North y sus colegas financiaron con holgura a los rebeldes38 y los barcos británicos de
guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la prensa bramaba contra
Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado, Balmaceda se
suicidó. El embajador inglés informó al Foreing Office: «La comunidad británica no hace
secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría
implicado serios perjuicios a los intereses comerciales británicos». De inmediato se
vinieron abajo las inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización,
educación y obras públicas a la par que las empresas británicas extendían sus
dominios.
En vísperas de la primera guerra mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile
provenían de la exportación de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y
ajena que nunca. La prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país,
sino que había acentuado por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile
funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante proveedor
de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y entonces un
químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que habían triunfado,
años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch
para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire, desplazó al salitre definitivamente y
provocó la estrepitosa caída de la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de
Chile, honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre –y el salitre estaba en
manos extranjeras.
En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a
uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte
oficinas salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una oficina en
funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se
vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón de
las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos intactos.
38 El congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de chilenos era, según los ingleses, “una costumbre del país”. Así lo definió en 1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños accionistas entablaron contra él y otros directores de The Nitrate Railways Co. Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey: “La administración pública en Chile, como Ud. sabe, es muy corrompida ... No digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a cambio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en absoluto a oír protestas y reclamaciones ...” (Hernán Ramírez Necochea, Balmaceda y la contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, 1969).
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Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos que
conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto los
escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate
Railways, los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras
despedazadas por el bombardeo de los años, los cruces de los cementerios que el
viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios del
caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el dinero y todos
creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños que sobreviven. El
pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta los domingos, que en 1889
todavía no existían para los trabajadores, y que luego fueron conquistados a brazo
partido por la lucha gremial, se recuerdan con todos los fulgores: «Cada domingo en la
pampa salitrera –me contaba un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional,
un nuevo dieciocho de septiembre cada semana» Iquique, el mayor puerto del salitre,
«puerto de primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una
matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque, llegaban los
mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.
Dientes de cobre sobre Chile
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra de la
economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al dominio de los
Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones norteamericanas en
Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados a
la explotación y el transporte de cobre. Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la
Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos
del la Anaconda Koper Minning Co. y la Kennecott Coper Co., dos empresas
íntimamente vinculadas entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio
siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas
matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como
contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de
ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias arrancadas al país39. La
39 Las mismas empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda American Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori. La economía chilena, Santiago de Chile, 1968.
Eduardo Galeano
168
hegemonía había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los
cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los
dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el
balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el
proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran
minería. En 1969, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de
dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin
embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus
inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña
de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y
las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa
como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques
soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de
Santiago los guerrilleros barbudos aparecerían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a
la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene usted
cuatro niños? Dos, irán a la Unión Soviética y dos a Cuba». Todo resultaba inútil: el
cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a
ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras
del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los
acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de
una súbita expedición de marines, y la fin y al cabo Allende es presidente con todos los
requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El
imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se
han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más
cara y más difícil. ¿Y la guerra de los precios? La producción chilena se vende ahora en
mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas;
los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del
cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación
del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano
y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó
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las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio:
cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más. Pero
el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado
de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la
oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha
ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también
requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces
para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo
la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre.
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre
del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido.
El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o
molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por los
demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos
de Chile, la Anaconda y la Kennecot financian con creces sus altos costos en los
Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos
en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las
oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba,
en 1964 a la octava parte del salario básico en las refinerías de los Kenneccott en los
Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros, estaba al mismo
nivel. No eran iguales, en cambio, ni los son, las condiciones de vida. Por lo general, los
mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias,
que habitan casuchas miserables en las afueras: separados también, claro está, del
personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos
estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para
sus usos exclusivos.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han
mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de cobre ha
aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en
las minas se ha reducido en una tercera parte.
Eduardo Galeano
170
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable
para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en
el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas
pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los
recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo
demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se
estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la
producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En
1965 Frei convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a las empresas poco
menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para
ellas, los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de
29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran
demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de
impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como
lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia
Cristiana para suceder a Frei en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Frei,
pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en
cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y
dieron impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda
había dicho previamente al presidente de Chile, según la versión divulgada por la
prensa. «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos
sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un
ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tiene abuelos. Anaconda
puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen».
Los mineros del estaño, por debajo y por encima de la tierra
Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra las
rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita estalló. Cuando
él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó
deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica del
mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de
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las muestras confirmó el valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la
veta al puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre
se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno
de los diez multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa,
durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia,
planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió su
fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó el estaño.
Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres. En le cerro
Juan del valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha
reducido cientos de veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen naturalmente por
las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en
kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de
La Paz: el cerro, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos,
túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada año pierde
un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va comiendo la cresta: parece, de
lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas que su
padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio y del destino
del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír: «Mister Patiño es el afable
rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos años
después de la nacionalización40.
Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52, no había
modificado el papel de Bolivia en la división internacional del trabajo, y casi todo el
estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and
Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización de las fuentes de producción de 40 El New York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía en esos términos, al describir en éxtasis las vacaciones del duque y la duquesa de Windsor en el castillo del siglo XVI que Patiño posee en los alrededores de Lisboa. “Nos gusta dar a los sirvientes algo de calma y de paz”, confesaba la señora, mientras explicaba a Charlotte Curtis su programa del día.Después, es el tiempo de las vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los periodistas se abalanzaban sobre los condes y los artistas de moda en Saint Moritz. Una millonaria de cincuenta años acaba de perder a su segundo marido, vicepresidente de la Ford, y sonríe ante los falsees: anuncia su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y mira con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada, pómulos salientes. Antenor Patiño continúa pareciendo boliviano. En una revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con turbante y todo, entre varios príncipes auténticos que se han reunido en el palacio del barón Alexis de Rédé: la princesa Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María Pía de Saboya y su primo el príncipe Miguel de Borbón-Parma. El príncipe Lobckowitz y otros trabajadores.
Eduardo Galeano
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cualquier materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente. Un
país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho
nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su
historia, minerales en bruto y discursos refinados. Abundan la retórica y la miseria;
desde siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver
a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía leer: la mitad de los
niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento
su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al cabo de una historia
infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre derramada41.
Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo,
en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de
vampiros de indios.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador de
Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber despreciado un
vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado al revés, por la calle
principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria,
enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y
sentenció: «Bolivia no existe». Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió
después: el saqueo de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido
más que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el
envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o
el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de
los Estados Unidos: es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las
minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros bolivianos
41 Cuando el general Alfredo Ovando anunció , en julio de 1966, que había llegado a un acuerdo con la empresa alemana Klochner para instalar los hornos estatales, dijo que tendrían un nuevo destino “esas pobres minas que solamente han servido, hasta ahora, para abrir socavones en los pulmones de nuestros hermanos mineros”. Esos hombres que dan su vida por el mineral, escribía Sergio Almaraz (El poder y la caída. Es estaño en la historia de Bolivia, La Paz – Cochabamba, 1967), “no lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después de 1952. Porque lo que sucede es que el estaño nada vale en cuanto a aprovechamiento inmediato si no es bajo el brillante aspecto de un lingote. El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente n sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de los hornos”.Almaraz contó la historia de un industrial, Mariano Peró, que libró una guerra solitaria, a lo largo de más de treinta años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no en Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída del presidente nacionalista Gualberto Villarroel, Peró entró en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos lingotes de estaño. Eran los primeros lingotes producidos en su fundición de Oruro, y ya no tenía sentido que aquel par de símbolos, que encarnaban a la nación, continuaran adornando el escritorio del presidente de la república. Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su caída. Mariano Peró recogió los lingotes y se fue con ellos. Estaban manchados de sangre seca.
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mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato.
Media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores
de conservas o los manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los
norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para
mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus
enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de
«contribución democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos
de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne
y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están
muy por debajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan
por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las lápidas oscuras de
los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas.
De cada dos niños nacidos entre las minas, uno muere poco después de abrir los ojos.
El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca, ya no tendrá
pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos túneles,
socavones de boca estrecha donde apenas caben hombres que se introducen, como
vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño se han acumulado
en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido
volcadas en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño del
paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con violencia desde las nubes próximas,
uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua,
donde los hombres se emborrachan desesperadamente en las chicherías: van
recogiendo y calibrando las cargas de estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el
estaño es un dios de lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en
todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño,
delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los
campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando los
desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas, desde la
montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en el subsuelo,
en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco. En estas tierras áridas y
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pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura, donde no crece el pasto y donde todo,
hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su
obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos,
amontonados, en casas de una sola pieza de piso de tierra: el viento cortante se cuela
por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que, de cada
diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama con sus hermanas,
y agrega:«Muchos padres se sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el
acto sexual». No hay baños, las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapizados de
inmundicia y moscas: la gente prefiere los cenizales baldíos abiertos, donde al menos
circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los cerdos que
retozan felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que esperar el momento
en que el agua llega y apurarse, hacer cola, recoger el agia de la pila pública en latas
de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz,
chuño, maíz y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena,
que llamaba a los trabajadores de la primera punta, había resonado en el campamento
varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío
polar y nuevamente el calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera
envenenada. Aspirando aquel aire espeso – humedad, gases, polvo, humo-, uno podía
comprender por qué los mineros pierden los sentidos del olfato y el sabor. Todos
masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto también formaba
parte de la obra de la aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el
hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el
organismo para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos
irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a
su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal aliento
de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros síntomas, y en
diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas
último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han
mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y
pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace
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cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la
canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos
tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son
presos condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia.
Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras
aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo. La mina
también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las
detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en arder. Alcanza también
conque una roca floja, un tojo, se desprenda sobre le cráneo. O alcanza con el infierno
de la metralla: la noche de San Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de
matanzas.
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En la madrugada los soldados tomaron posesión en las colinas, rodilla en tierra, y
arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la
fiesta42. Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad en la mina. El vómito
de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda
presión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen
los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para
desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barerenos y pronto la explosión atraparía aquella
escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos hablar. El bulto de
la coca hinchaba las mejillas de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían
los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles
de la galería. «Ése es un nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército
y su chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un
hacha. Todavía no siente».
Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella. El gerente
general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un
obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de
Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la
militante obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación con la
bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá
de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es
la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René
Barrientos había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964, y
al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los burócratas
prominentes.
42 “Cuando me siento, borracho estoy. Tres, cuatro, veo a la gente. No puedo comer solo. Una huahua soy, pues. Un niño”. Saturnino Condori, viejo albañil del campamento minero de Siglo XX, está tendido desde hace más de tres años en una cama del hospital de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado 24, le habían ofrecido pagarle triple, así que decidió no sumergirse, a diferencia de todos los demás, en el delirio de la chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa noche soñó con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: “Espinas grandes me ha empujado”. Se despertó varias veces, porque la lluvia de balas se desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana. “Mi cuerpo se ha deshecho, se ha descomponido, medio templación me ha agarrado, y yo asustado, y yo asustado, así, he estado. Mi señora me ha dicho: anda, escápate. Pero yo ¿qué había hecho? A ninguna parte ne he salido. Amdate, andate, me ha dicho. Tiroteos había de noche, qué será eso, que será, pap-pap-pap-pap-pap-pap. Y yo mismo despertando y durmiendo así de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi señora me ha dicho: pues andate, pues andate, escapa. Qué me van a hacer, le digo, yo soy un albañil particular, que me van a ahecr”. Se despertó a eso de las ocho de la mañana. Se irguió sobre la cama. La bala atravesó el sombrero de su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna vertebral.
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Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay un
todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano de
Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora, cuyos consejos
orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la
COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva
contra la nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha
sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de nueva «nueva clase»
que ha dedicado sus mejores esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los
ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de
una fundición nacional, sino que, además han contribuido a que las minas del Estado
quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y
Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas. Entre fines de 1964 y
abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de
recursos del subsuelo boliviano, al capital imperialista, con la complicidad abierta de los
técnicos y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado en uno de sus libros..., la historia de
la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing Co. Con
un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de tan pomposo nombre
obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos millones.
Dientes de hierro sobre Brasil
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o Venezuela que
el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la clave de la
desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de hierro en el
exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras constityuye, más que un
negocio, un imperativo de la seguridad nacional.
El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto. Sin hierro
no se puede hacer acero y el ochenta por ciento de la producción industrial de los
Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los
abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las
importaciones de hierro desde América Latina.
Eduardo Galeano
178
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca de US Steel Co.,
se descarga directamente en las bodegas, y ya exhibe en sus flancos, a la vista, las
hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene
cerca de ocho mil millones de dólares en hierro.
En sólo un año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más
de treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el volumen
de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los impuestos pagados
al estado venezolano en los diez años transcurridos desde 1950.
Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas
de los Estados Unidos no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario,
les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible.
La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical entre 1958 y
1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y permanece estancada;
mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los
centros ricos del mundo, y del hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de
«aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso Internacional
de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios de los de los Estados
Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones de los tesoros escondidos
bajo el suelo de una serie de países, uno de los cuales, quizás el más tentador era
Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el
agregado mineral o el cultural: tanto que rápidamente fueron designados dos agregados
minerales en lugar de uno. Poco después la Bethlehem Steel recibía del gobierno de
Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo
militar firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de
valor energético – como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas
de la trágica caída del presidente Getulio Vargas, que desobedeció una indicación, esta
imposición vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios
más altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co.
compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones británicas, la Saint
John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
179
lejanos tiempos del Imperio. La Saint John Co., operaba en el valle de Paraopeba,
donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos
mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para
explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras
disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre
el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro
prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro y como
director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las operaciones de
comercio exterior. la Saint John había solicitado un empréstito del Eximbank: no tuvo
suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir de
entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los
directores, abogados o asesores de la Hanna –Lucas Lopes, José Luis Bulhoes
Pedreira, Roberto campos, Mario da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhoes- eran
también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando
cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La
Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez mayor.
El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la Hanna el
derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, la Estado. El 21 de agosto de
1961 el presidente Janio Quadros firmó una resolución que anulaba las ilegales
autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de
Minas Gerais a la reserva nacional.
Eduardo Galeano
180
Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas
terribles se levantaron contra mí...», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe
de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, Joao Goulart.
Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la
Hanna – que había sido mutilado en el Diario Oficial- , el embajador de los Estados
Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación
por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa
norteamericana. El poder judicial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero
Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un
entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios
países europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un
desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala
mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas –
como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se
pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La
espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la
cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964,
en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en
disputa. «Para la Hanna –escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart
en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por le
Primero de Caballería».
Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres de los
ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado
un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación – había anunciado- en la
cual un buen golpe de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los
mejores interses de todas las Américas».
Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lindón
Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al
presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia
del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
181
económicas por las cuales ha estado atravesando una gran nación, y ha admirado la
resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de
un marco de democracia constitucional y sin lucha civil». Poco más de un mes había
transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles,
pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la
conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan
Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la
solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes
momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte». Uno de los
miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda
material a los conspiradores poco antes de que estallara el golpe, y el propio Gordon
les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era
capaz de sostenerse dos días en San Pablo. No vale la pena abundar en testimonios
sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la
ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos
más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical43.
Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de
Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi o Gorky, y tras
haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños,
la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo
lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de
navidad no sólo otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de
Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un
puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril
destinado al transporte del hierro.
43 Véanse las declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit., y el revelador artículo de Eugene Methvin en Selecciones de Reader’s Digest en español, de diciembre de 1966: según Methvin, gracias a los buenos ervicios del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en Washington, los golpistas brasileños pudieron coordinar por cable sus movimientos de tropa, y el nuevo régimen militar recompensó al IADSL designando a cuatro de sus graduados “para que hicieran una limpieza en los sindicatos dominados por los rojos ...”
Eduardo Galeano
182
En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar
en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden
formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben. El incansable
Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos eran felices y el cuento había
terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson
designó a su sustituto, John Tuthil, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó
que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para la cena?
Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera del Estado, la
Compañía Vale de Río Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo
oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada más que el cuarenta y
nueve por ciento de las acciones, la concesión de los yacimientos de hierro de sierra de
los Carajás, en la Amazonia. Su magnitud es, según afirman los técnicos, comparable a
la corona de hierro de Hanna – Berthelem en Minas Gerais. Como de costumbre, el
gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su
sola cuenta.
El petróleo, las maldiciones y las hazañas.
El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha
al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria
química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro
imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente
de tan fabulosas ganancias: el petróleo es la riqueza más monopolizadora en todo el
sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen en
escala universal, las grandes corporaciones petroleras de la Standard Oil y la Shell
levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes
de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas
las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La
Standard Oil Co. de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista.
Fuera del aparato circulatorio interno del cartel, que además posee los oleoductos y
gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala
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183
mundial para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el
petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos
ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por
producirlo. La diferncia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados
de un barril de petróleo; los países exportadores de la materia prima más importante de
mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de
extracción, mientras que los países de l área desarrollada, donde tienen su asiento las
casa matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado
de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los
impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la
refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son
relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la
cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957,
todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano,
por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo,
a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares.
El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho
mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los
comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los
Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores
de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que
vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía
alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en
importadores netos, y el cartel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la
cotización se ha venido abajo sistemáticamente.
Eduardo Galeano
184
Curiosa inversión de las «leyes del mercado» el precio del petróleo se derrumba,
aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las
fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque
el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que
pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo
y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no
resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación.
Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en
manos de un cartel todopoderoso. El cartel nació en 1928, es un castillo del norte de
Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva Jersey, la Shell y la
Anglo – Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el
planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se
incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cartel. La Standard Oil, fundada por
Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911,
por la aplicación de la ley Sherman contra los trust; la hermana mayor de numerosas
familias Standard es en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de
petróleo sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la
mitad de las ventas totales del cartel en nuestros días. Las empresas petroleras del
grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del
total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto,
arrancan al mundo entero. La Jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus
mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los
Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta
cuatro veces más alta. Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad
de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva Jersey en todas partes; en
ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionan a la Shell la mitad de sus
ganancias en el mundo entero.
Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde
operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro
puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de
poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar
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185
la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo
derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de
cupones, sino que además se revierten parcialmente para robustecer y extender la red
internacional de operaciones. La estructura del cartel implica el dominio de numeroso
países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y
dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su
servicio, son las empresas quienes deciden, con lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles
han de ser zonas de explotación y cuáles las de reservas, y son ellas quienes fijan los
precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural
de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del
asalto y del saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su
servidumbre política y su degradación social. Ésta es un larga historia de hazañas y de
maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de
Nueva Jersey. La Jersey compraba el petróleo crudo a la Cróele Petroleum, su filial en
Venezuela, y lo retiraba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le
convenían para cada una de las etapas. En octubre de 1959, en plena efervescencia
revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que
expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba:
ya habían comenzaddo los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte,
y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de
la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la
Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios
buenos para Cuba. La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo
soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación
alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva Jersey, las empresas comenzaron el
bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los fletes. El conflicto era
una prueba de soberanía, y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una
estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el
engranaje mundial de la Standarrd Oil.
Eduardo Galeano
186
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la
Standard Oil de Nueva Jersey y la Royal Duch Shell. Entre 1939 y 1942 el cartel
dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los
abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas
había nacionalizado las empresas, Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado
de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a
México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la
Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndole la primera el norte y
la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte
en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los
yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los
mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en
Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo44. En pocos meses, la fiebre
exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir
produciendo durante treinta o cuarenta años-. «Habían quitado a México –escribe
O’Connor- sus depósitos más ricos, y sólo la habían dejado una colección de refinerías
anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos
amargos».
En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México
se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con
catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de
transporte, Cárdenas convirtió la recuperación del petróleo en una gran causa nacional,
y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. PEMEX, Petróleos Mexicanos, la
empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda producción y el mercado, es hoy
la mayor empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el
mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de
las ganancias que PEMEX produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas
indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús
Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor
44 Harvey O’Conner, La crisis mundial del petróleo, Buenos Aires, 1963. Este fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuesto, la refinería estatal compra a las compañias extranjeras el petróleo colombiano con un recargo de 37 % sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares.
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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legítimo». En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados
Unidos iban a conceder a PEMEX, y muchos años después, ya cerradas las heridas por
obra de las generosas indemnizaciones, PEMEX vivió una experiencia semejante ante
el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina. La ANCAP,
Administración Nacional de combustibles, Alcohol y Pórtland, había nacido en 1931, y la
refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre una de sus fusiones principales.
Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust en el Río de la Plata.
Paralelamente, el Estado contrató la compra de petróleo barato en la Unión Soviética.
El cartel financió de inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente
industrial del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se
afirmaba que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se
quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador, y que no podía
hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933
despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la
ANCAP a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los
convenios secretos con el cartel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el
público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De acuerdo
con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo
crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco,
a los precios que el cartel fija. Además, el estado que conserva el monopolio de la
refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los
salariaos privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas. Eso es progreso, canta la
televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un solo centavo.
El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones públicas
de la Standard Oil: el Estado le paga los dos sueldos.
Eduardo Galeano
188
Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el
ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero
constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cartel. El Jefe
del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa, viajó a Montevideo
y se entusiasmo con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad
de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo. Gracias a los esfuerzos
del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la
empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é
nosso! Actualmente, Petrobrás fue mutilada. El cartel le ha arrebatado dos grandes
fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el
querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la Esso, la Shell y la
Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que
éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión
norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso
manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la
dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cartel desencadenó una
estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación.
Los defensores de Petrobrás del monopolio recuerdan que la iniciativa privada, que
tenía el campo libre, no se había ocupado de petróleo brasileño antes de 1953, y
procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena
voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a
dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos
sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino
de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo.
Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el
principal geólogo de la Standard Oil de Nueva Jersey, había recibido del Estado
brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que
tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había
sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de
grado A. Según O’Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la
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Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara
dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen
siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque la investigación de los
técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre
que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay
petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez
que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma
una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cartel. La empresa
estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes
hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos
escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado
ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos de cartel no han impedido que
la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos:
hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han
sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se
disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930,
cuando el caudillo nacionalista Hipólito Irigoyen fue derribado de la presidencia del país
por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de
1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por
los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al
exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co.
Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al
anunciar el llamado a licitación que ofrecía en extraer petróleo en agosto de 1959 la
licitación fue declarada desierta. Resucitó enseguida y en octubre de 1960 quedó sin
efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas
norteamericanas del cartel, y los intereses británicos –decisivos en la Marina y en el
sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo
Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos
Onganía promulgó una ley de Hidrocarburos que favorecía los intereses
norteamericanos en la pugna interna.
Eduardo Galeano
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El petróleo no ha provocado, solamente golpes de Estado en América Latina. También
desencadenó una guerra, la del Chaco (1932 – 35), entre los pueblos más pobres de
América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó Zavaleta a la feroz
matanza reciproca de Bolivia Y Paraguay. El 30 de mayo de 1934 el senador de
Lousiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que
denunciaba que la Standard Oil de Nueva Jersey había provocado el conflicto y que
financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco
paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además,
presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido más allá y han alquilado
sus asesinos»» -afirmó45. Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte,
empujados por la Shell a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados
descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una
disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cartel, pero no eran
ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió
la paz. Spruille Barden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de
negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros
cuadrados que los paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los
vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon,
perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del
desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los
balcones del Palacio Quemado.
Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que
nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el
decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses
antes, en al Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había
chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no
hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo
personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado.
45 El senador Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil: la llamó criminal, malhechora, facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional, hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido de la revista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934.
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Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir,
billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron
fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal
modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado
Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la
elaboración del Código, Bolivia había obtenido, en 1956, un préstamo de los Estados
Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial
habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo
de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre
suya la causa de las corporaciones petroleras privadas46. En función del código, la Gulf
recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos
en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las
utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se
hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos
gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran
para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de Intenciones firmada por la Gulf a
fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las
operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos
en la explotación de un área, si no encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los
gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada
serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría esos gastos según su
paladar. En esa misma Carta de Intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda
tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido
nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general
Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos
46 Los ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca, el 28 de diciembre de 1950: “Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa de defensa nacional en vasta escala”. Y también: “Sabía que a Ud. le interesaría escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto, el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de cumplir esta tarea para mi país y la administración”. La copia fotostática de esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por ANCLA Newsletter, Nueva York, fenrero de 1969.
Eduardo Galeano
192
para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no
había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro
general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la
refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva Jersey, en
Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de un ajunta militar, y en la cresta de
la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernández Belaúnde Terry había
perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa
página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio
mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en
su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la
subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a
lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de
otras formas de fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el
presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el
alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa
avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había
suspendido todo tipo de ayuda a Perú47. Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la
ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la
empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente
arrojó moneditas a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro
de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgido
con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que
hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de
afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las
banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los
militares pergeños habían regado con NAPALM algunas zonas guerrilleras, en 1965, y
había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey,
47 Cuando el escándalo estalló, la embajada de los Estados Unidos no guardó un prudente silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún original del contrato de Talara.
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quien les había proporcionado la gasolina y el know – how para que elaboran las
bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima.
El lago de Maracaibo en el buche de los grandes buitres de metal.
Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad en los años
sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de petróleo. De
Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los capitales norteamericanos
sustraen a toda América Latina. Este es uno de los países más ricos del planeta y,
también, uno de los más pobres y uno de los más violentos. Ostenta el ingreso, per
cápita más alto de América Latina y posee la red de carreteras más completas y
ultramodernas; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del
mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas, hierro que su
subsuelo ofrece no la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de
cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la
población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio siglo, un arenta
petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción
de Europa; desde que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha
multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de la
población, que disputa las sobras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que
en la época en que el país dependía del cacao y del café. Caracas, la capital, creció
siete veces en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y
catedral silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han
brotado las torres de petróleo en el lago de Maracaibo.
Eduardo Galeano
194
Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa, un centro de
la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación y que multiplica las
necesidades ratificables para ocultar las reales. Caracas ama los productos sintéticos y
los alimentos enlatados; no camina nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha
envenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta
dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar,
apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados
contempla, desde sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno, relampaguean los
millares y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada capital.
En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados de
champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que vienen de
Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en
1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza.
Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día para poner
en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista, pero las diversas filiales
de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco no explotan las cuatro quintas partes de
sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas, y más de la mitad del valor de
las exportaciones no vuelve nunca al país. Los folletos de propaganda de la Cróele
(Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos
términos en que proclama virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía
Guipuzcoana; las ganacias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan
comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los
mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al capitalismo
mundial en tan poco tiempo. Venezuela ha drenado una riqueza que, según Rangle,
excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los ingleses a la India. La primera
Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de las empresas
petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48
por ciento, aunque las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus
balances eran del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta
de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada relojería
del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltiples y simultáneos sistemas de
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preciso, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás
de la baja artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de
gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos
de producción y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras
oficiales, en la última década Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas
inversiones del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela
sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos y
confesos como «rentas de capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen
de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción
del petróleo van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan
menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad
de obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad y a fines de 1970 se redujo
más ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción,
en cambio, ha crecido mucho en esta última década.
Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los
campesinos petroleros del lago de Maracaibo. El lago, es un bloque de torres. Dentro
de los armazones de hierro cruzados, el impecable cabeceo de los balancines genera,
desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria de Venezuela. Junto a los
balancines arden los mechurrios, quemando impunemente el gas natural que el país se
da el lujo de regalar a la atmósfera. Se encuentran balancines hasta en los fondos de
las casas y en las esquinas de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como
el petróleo, en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los
alimentos y las paredes, y hasta las profesiones del amor llevan apodos petroleros,
tales como «La Tubería”» o «La Cuatro Válvulas», «La Cabria» o «La Remolcadora».
Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas. Estas
aldeas modernas, tristes nacimientos pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero
fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la
supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas,
las aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas. La
desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación de los pozos en
actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente.
Eduardo Galeano
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«Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas en 1966.
Cabinas, que durante medio siglo fue la mayor fuente de petróleo de Venezuela, y que
tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo, no tiene no siquiera cloacas.
Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas.
La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo coexistía ya, en
Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos campos despoblados y de
tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el rendimiento de su fuerza de trabajo
azotando a los peones o enterrándolos vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó
el pozo de La Rosa que chorreaba cien mil barriles por día, y desató la borrasca
petrolera. Brotaron los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente
invadido por los aparatos extraños y los hombres con casco de corcho; los campesinos
afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para
ofrecer sus brazos al petróleo. Los asientos de Oklahoma y Texas resonaban por
primera vez en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta
y tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones era
el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete
años de gobierno (1908 – 35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros
nacían a borbotones. Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos, y con
ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos, al médico que le
custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban las espaldas, a los poetas
que cantaban a su gloria y al arzobispo que le otorgaba permisos especiales para
comer carne los viernes santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con
lustrosas condecoraciones: era preciso alimentar a los automóviles que invadían los
caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la
Standard Oil o a la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación y
el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras
y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus
propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres
firmas de los Estados Unidos. Los campos de petróleo estaban cercados y tenían
policía propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de
las empresas; estaba vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el
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petróleo a los puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron
las alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista
inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la
participación del estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cartel. La rebaja de
impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos puestos se tradujo, en 1954, en
más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil.
En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas:
«Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para mí, esa
libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas».
Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958, cárceles y
cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y
las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos.
La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele, había declarado en 1957 utilidades
que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaria de
gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por
ciento. En represalia, el cartel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo
venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros.
Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor
volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares
menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han
otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la
extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá: en Venezuela ha
cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada.
La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la
Corporación Venezolana del petróleo, el organismo estatal, no asumió la
responsabilidad vacante.
Eduardo Galeano
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La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá,
confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente
Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de
intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones». La nueva
fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo y fuerza desde
hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia
muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las
mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos
límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción
Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las
promesas de sus creadores, recorrer, Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a
Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por
ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas
que lucen la palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta
cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del
69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de
un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche,
sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando
oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura
grotesca ya empieza a escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la
mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings,
hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un
recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más
fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados
por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antiguo buzo de las
empresas se sumerge a diario, armado de una ceguera, para cortar trozos de tuberías
abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las
compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y
funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete
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días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en
Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopista y demás monstruos
de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las
ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de
objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal
gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que
había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo
de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de
edad».
Eduardo Galeano
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SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MÁS NÁUFRAGOS QUE NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos
universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de
este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina;
nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente... La
edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y
calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido
definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría
sobre el mundo.
En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los
dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la
anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también
Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por
ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo
está en puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente
nuestros asuntos, es inglesa».
La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina de tejer
habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se
multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían
modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro
puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa. La economía británica
pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de
Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones
industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las
inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de
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Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia ya los ingleses
controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían
arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías
de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio
clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América
Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El
monopolio español no había existido, en los hachos, nunca: «... la colonia ya estaba
perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que
un reconocimiento político de semejante estado de cosas».
Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al precio de una sola
baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido
de que no serían fáciles otras conquistas militares en la América hispánica. Poco
después, fracasaron las invasiones inglesas en el Río de la Plata. La derrota dio fuerzas
a la opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones armadas y el turno
histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los barqueros: un nuevo orden liberal en
las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve
décimas partes del comercio de la América española. La fiebre de la independencia
hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política
zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el
comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en manos norteamericanas o
francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo en los nuevos países que
nacían a la libertad.
Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810,
una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El
capitán del barco Mutine pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso:
el júbilo invadía los corazones británicos.
Eduardo Galeano
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Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaran
el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por
ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo.
Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la
prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudieran fluir a
Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la Junta
como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos
abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la
Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron
exonerados de la obligación de vender sus mercancías a través de los comerciantes
nativos: «El comercio se hizo en verdad libre». Ya en 1812, algunos comerciantes
británicos comunicaban al Foreing Office: «Hemos logrado... reemplazar con éxito los
tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la producción de los
tejedores argentinos, estrangulados por el puerto librecambista, y el mismo proceso se
registró, con variantes, en otras regiones de América Latina.
De Yorkshire y de Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar artículos de
algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana. Los telares de
Manchester, las ferreteras de Sheffield, las alfarerías de Worcester y Staffordshire,
inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos
que vivían de la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las
oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba
las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del mercado interno.
Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el
mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en
vísperas de la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos
opresores de España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea
provocó. En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después
de los mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1718, para
autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de
mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción
colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos años
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para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas a la libre
competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes posteriores en las
políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia generarían sucesivas
muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la posibilidad de un desarrollo
sostenido en el tiempo.
Las dimensiones del infanticidio industrial.
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción
manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor
parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraron paños,
telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querpetano, a mil
quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón. En
Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los
tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica
fue, en cambio, muy grande». La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los
indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada
la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho,
Cacamoa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de
Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más
de mil obreros», dice Romero en su obra: Paucarcolla, que abastecía de frazadas de
lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una
sola fábrica».
En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el
desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida
colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a
todos los navíos del Mar del Sur: se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y
cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y vehículos.
También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos que venían ensayando, desde el
siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones
extranjeras.
Eduardo Galeano
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Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida
considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero
desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más
que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la
apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como
barrera protectora de una pequeña industria local –dice Caio Prado Júnior-; pobre
industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satisfacer una parte del
consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia
extranjera, aún en los más insignificantes productos».
Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba
había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de
algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En
Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba,
brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población las tropas de línea
del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos
provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y
cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de
artículos similares extranjeros...», comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen
dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia».
El Litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de
que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias
mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del
siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires,
Santa Fe o Entre Ríos. Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había
desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en
el Litoral no existían, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni
manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de
subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases
distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos,
cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de
algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil
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ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos
de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías
más importantes estaban en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta.
Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores
a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de aguardiente.
Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el
Pacífico en América del Sur.
Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y
copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de
cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los
ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yokshire, tres. La industria textil más
desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto
ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria
asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura
del puerto de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano,
Pueyrredón, Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España
y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños
finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de
Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo,
huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus
mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish,
describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómese todas las piezas de su
ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa
habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra
una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de
loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo
cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía de Inglaterra hasta
las piedras de las veredas.
Eduardo Galeano
206
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los
Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los
amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre, y nueve décimos de
ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras
internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para
arriba, y casi todos los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes
como los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus
barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas
las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le
levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles,
motores, vagones... ». La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes
de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes ya forrados y listos
para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y
patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico;
también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad
inexplicable de instrumentos de matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación
firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor
que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan
atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a
significar, en portugués, policía en lugar de política. Los ingleses gozaban en Brasil de
un derecho de justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico
de Gran Bretaña».
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la
ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de
elevarse es someterse –escribió- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a
la levita negra y a todos los accesorios que corresponden... La señora se compra un
elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el
marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura
europea». Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado de cobre
chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea.
Liverpool y Vardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838,
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acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba
«principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos».
Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y
Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los
productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas
del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban
como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían,
y eran los verdaderos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las
capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
Proteccionismo y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas Alamán
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales
en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlántico se había
convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la
ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y
apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se
convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero
provenían las materias primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y
sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba
con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el
más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los
seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre
de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal
producto de exportación de Gran Bretaña48. Nada enfurecía a los ingleses tanto como el
proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego,
como en la Guerra del Opio contra China, pero la libre competencia en los mercados
se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que
48 Este economista alemán, nacido en 1789, propagó en los Estados Unidos y en su propia patria la doctrina del proteccionismo aduanero y el fomento industrial. Se suicidó en 1846, pero sus ideas se impusieron en ambos países.
Eduardo Galeano
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estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia
industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los
difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el
ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era
condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban: estaba prohibido
enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía
de una fábrica nacional.
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de
un país –advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado
mundial»49. El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría
para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro
general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La
libre circulación de mercadería y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias
dramáticas.
En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación
artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que arrojó sobre las tiendas
repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta y desesperada».
Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores,
porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas
«por cuya abundancia –dice Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas
artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos
bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de
capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una
organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a
los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró
– dice Alfonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo orden».
Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los momentos
de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las
comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro
49 “Nada de extraño tiene que los libremercadistas sean incapaces de comprender cómo un país puede enriquecerse a costa de otro, pues estos mismos señores tampoco quieren comprender cómo en el interior de un país una clase puede enriquecerse a costa de otra”. Karl Marx, Discurso sobre el libre cambio, en Miseria de la filosofía, Moscú, s.f.
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y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la
corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y
Guadalajara.
Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo que las
ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y propició, como
ministro la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con el fin de impulsar la
industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros de algodón proporcionaría al
país los recursos para comprar en el exterior las maquinarias y los medios técnicos que
México necesitaba para abastecerse con tejidos de algodón de fabricación propia. El
país disponía de materia prima, contaba con energía hidráulica más barata que el
carbón y pudo formar buenos operarios rápidamente. El banco nació en 1830, y poco
después llegaron, desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas
para hilar y tejer algodón; además, el estado contrató expertos extranjeros en la técnica
textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil
cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la demanda
interna: el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado en su gran
mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de aquel desarrollo
fabril vertiginoso. . contra esta muralla chocaba el esfuerzo por romper la estructura
heredada de la colonia. A tal punto se había modernizado, sin embargo, la industria,
que las plantas textiles norteamericanas contaban en promedio con menos husos que
las plantas mexicanas hacia 1840. Diez años después, la proporción se había invertido
con creces. La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y
franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensiones del mercado
interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por
tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso
de la industria textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su
radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las tejedurías de
lana, las fábricas de alfombras y producción de hierro y de papel.
Eduardo Galeano
210
Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara cuanto
antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el egoísmo europeo».
El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y Antuñano reside en que ambos
restablecían la identidad «entre la independencia política y la independencia
económica, y en el hecho de preconizar, como único camino de defensa, en contra de
los pueblos poderosos y agresivos, un enérgico impulso a la economía industrial». El
propio Alamán se hizo industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo
(se llamaba Cocolapan; todavía hoy existe) y organizó a los industriales como grupo de
presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas50. Pero Alamán, conservador y
católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se sentía
ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo industrial estaba de
antemano condenado a quedar en el aire, sin base de sustentación, en aquel país de
latifundios infinitos y miseria generalizada.
LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS
Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la pugna que
ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante el siglo pasado. Buenos
Aires, que en el siglo XVII no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas
casas, se apoderó de la nación entera a partir de la revolución de mayo y la
independencia. Era el puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los
productos que entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña
impuso a la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus
suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce sobre las
50 En el tomo III de la citada colección de documentos del Banco Nacional de Comercio Exterior se transcriben varios alegatos proteccionistas publicados en El Siglo XIX a fines de 1850: «Pasada ya la conquista de la civilización española con sus tres asilos de dominación militar, entró México en una nueva era, que también puede llamarse de conquista, pero científica y mercantil... Su potencia son los buques mercantes; su predicación es la absoluta libertad económica; su nortina poderosísima con los pueblos menos adelantados es la ley de la reciprocidad... “Llevad a Europa –se nos dijo- cuantas manufacturas podáis (excepto, sin embargo, las que nosotros prohibimos); y en recompensa permitid que traigamos cuantas manufactura podamos, aunque arruinando vuestras artes .. Adoptemos las doctrinas que ellos [nuestros señores del otro lado del océano y del río Bravo] dan y no toman y nuestro erario crecerá un poco, si le quiere..., pero no será fomentando el trabajo del pueblo mexicano, sino el de los pueblos inglés y francés, suizo y de Norteamérica».
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provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época, detentaba el monopolio
de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda, y prosperaba,
vertiginosamente a costa de las provincias interiores.
La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que
el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de
guerra contra las provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas.
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses tendían sus
telescopios: para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían a los porteños con
paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la
inundación de los ponchos y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país
adentro. Para medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los
cueros rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los
revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los
químicos. Ningún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la
producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema que
permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento de arsénico;
prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne. Brasil, las Antillas y
África abrían sus mercados a la importación de tasajo, y a medida que la carne salada,
cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores extranjeros, los consumidores
argentinos notaban el cambio. Se crearon impuestos al consumo interno de carne, a la
para que se desgravaban las exportaciones; en pocos años el precio de los novillos se
multiplicó por tres y las estancias valorizaron sus precios. Los gauchos estaban
acostumbrados a cazar libremente novillos a ciclo abierto, en la pampa sin alambrados,
para comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño
del campo. Las cosas cambiaron.
La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a
una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que todo hombre de
campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar
papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los
vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío,
que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en
Eduardo Galeano
212
paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose
en el remolino de las montoneras51. Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la
gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los
ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires. La aparición de la estancia
capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo d país al servicio de las
exportaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto
librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y
d exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de las masas criollas
contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos
años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte
argentino porque, como decía su proclama, “ser provinciano es ser mendigo sin patria,
sin libertad, sin derechos”. Su sublevación encontró eco resonante en todo d interior
mediterráneo. Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 187052. El
defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande
despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para
la historia argentina que se enseña en las escuelas.
Felipe Vareta había nacido en un pueblito perdido entre las sierras de Catamarca y
había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto
soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tema tres años de edad, Catamarca
no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se 51 La montonera “nace en escampado como los remolinos. Arremete, brama y troza como los remolinos, y se detiene, repentina, y muere como ellos” (Dardo de la Vega Díaz, La Rioja heroica, Mendoza, 1955).José Hernández, que fue soldado de la causa federal, cant6 en el Martin Fierro, el más popular de los libros argentinos, las desdichas del gaucho desterrado de su querencia y perseguido por la autoridad:
Vive el águila en su nido,el tigre vive en la selva,el zorro en la cueva ajena,y en su destino inconstante,sólo el gaucho vive errantedonde la suerte lo lleva.
Porque: Para él son los calabozos, para él las duras prisiones, en su boca no hay razonesaunque la razón le sobre,que son campanas de palolas razones de los pobres
Jorge Abelardo Ramos observa (Revolución y contrarrevolución en la Argentina, Buenos Aires, 1965) que los dos apellidos verdaderos que aparecen en el Martín Fierro son los de Anchorena y Gaínza, nombres representativos de la oligarquía que exterminó al criollaje en armas, y en nuestros días ambos se han fundido en la familia propietaria del diario La Prensa.Ricardo Güiraldes mostró en Don Segundo Sombra (Buenos Aires, 1939) la contracara del Martín Fierro: el gaucho domesticado, atado al jornal, adulón del amo, de buen uso para el folklore nostalgioso y la lástima.
52 Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Felipe Varela contra el Imperio Británico, Buenos Aires, 1966. En 1870, también caía bañado en sangre por la invasión extranjera Paraguay, único Estado latinoamericano que no había entrado en la prisión imperialista.
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reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero
y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba el
cambio ominoso que la competencia de los productos extranjeros había provocado:
Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su
agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo
capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último
abandono». El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro
Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él
propugnaba: “Sí, sin
duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar
en su mesa vinos y licores exquisitos...
Eduardo Galeano
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Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores
que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea
muy perjudicial. No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y
lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás
renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos
desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea
de la espantosa miseria a que hoy son condenados”.
Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por
la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de
signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas
de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón,
jergones, productos de
granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la
introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas
alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera
argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y d cultivo de tabaco. Los efectos se
hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852,
navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de
Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos
los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en
Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes
de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba a Chile, Bolivia y Perú.
Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y
Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir
la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosal mantenía cerrados a cal y
canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de
Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leeds, Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos
banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar
medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de
manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de
la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En
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realidad, desde 1841 d proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse;
Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la
provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de
impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia
ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía
emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio
exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de
a caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en
las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto pata identificar
el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes
lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no
puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno 53,
pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y
sostenida, más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del caudillo de los
ganaderos. Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas
en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en
medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado,
veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en
profundidad. Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo, el proteccionismo de
Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y
1815, para conquistar la verdadera independencia del virreinato rioplatense. Rosas no
prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni
devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni
terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio
interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido
capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista. Artigas
había querido la libre navegación de los nos interiores, pero Rosas nunca abrió a las
provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fiel,
en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo
53 José Rivera Indarte realizó, en sus célebres Tablas de sangre, un inventario de los crímenes de Rosas, para estremecer la sensibilidad europea. Según el Atlas de Londres, la casa bancaria inglesa de Samud Lafone pag6 al escritor un penique por muerto. Rosas había prohibido la exportación de oro y plata, duro golpe al Imperio, y había disuelto el Banco Nacional, que era un instrumento del comercio británico. John F. Cady, La intervención extranjera en el Río de La Plata, Buenos Aires, 1943.
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y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases
dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una
ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional
para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el
presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la
muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la
humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias
primas, para que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes
de que disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas en ricos
artefactos54».
El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron en la
montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, d atraso y la ignorancia, el
anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad
encarnaba: el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de
línea; el analfabetismo contra la escuela. En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: “No trate
de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este es un
abono que es preciso hacer útil al País”. Tanto desprecio y tanto odio revelaban una
negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política
económica: “No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-, y la Europa
nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias
primas”. El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de
exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos.
Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar
gauchos, “animales bípedos de tan perversa condición”. En La Rioja, el Chacha
Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan,
era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires
considero que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la
clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos
54 Discurso de Gervasio A. de Posadas. Citado por Dardo Cúneo, Comportamiento y crisis de la clase empresaria, Buenos Aires, 1967. En 1876, el ministro de Hacienda dijo en el Congreso: “...No debemos poner un derecho exagerado que haga imposible la introducción del calzado, de una manera que mientras cuatro remendones aquí florecen, mil fabricantes de calzado extranjero no pueden vender un solo par de zapatos.
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culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el
librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica
pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en
las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo
llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la
ciudad.
En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas
miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la
gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita?
preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana,
hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires
había mejorado d traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados. Algunos
los encontraban, incluso, «más blancos».
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se
recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera
del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al
cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de
un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta,
despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia
del aire en Paraguay. Fumamos.
Eduardo Galeano
218
Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en
castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había
bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había
podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás de muchacho, había
tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venia la cosecha del
algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a
tierras argentinas. “Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las
demasiadas gentes”.
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en
los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habites del país que era,
hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una
población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los
dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia
de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su
capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y
Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes
varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la
horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes
resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de
principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy la banca Rothschild,
en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países
vencedores.
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la
única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano
de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la
matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado,
omnipotente, paternalista, ocupaba d lugar de una burguesía nacional que no existía,
en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había
apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había
conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes
países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las
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219
prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la
consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por
el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más
tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica
sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había
grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era d único país de
América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones55; los viajeros de la
época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas
convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba
en 1845 a su gobierno que en Paraguay “no hay niño que no sepa leer y escribir. ..”.
Era también d único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El
comercio exterior no constituía d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión
ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los
desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo,
se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio, de la oligarquía hizo
posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del
Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano
continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los
invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de
telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de
construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su
colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y
balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce,
obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas
esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante
55 Francia integra, como uno de los ejemplares muy honrosos el bestiario de la historia oficial. Las deformaciones ópticas impuestas por el liberalismo no son un privilegio de las clases dominantes en América Latina; muchos intelectuales de izquierda, que suelen asomarse con lentes ajenos a la historia de nuestros países, también comparten ciertos mitos de la derecha, sus canonizaciones y sus excomuniones. El Canto general, de Pablo Neruda (Buenos Aires, 19"), espléndido homenaje poético a los pueblos latinoamericanos, exhibe claramente esta desubicación. Neruda ignora a Artigas y a Carlos Antonio y Francisco Solano López; en cambio, se identifica con Sarmiento. A Francia lo califica de “rey leproso, rodeado por la extensión de los yerbales”, que “cerró el Paraguay como un nido / de su majestad y “amarro / tortura y barro a las fronteras”. Con Rosas no es más amable: clama contra los “puñales, carcajadas de mazorca / sobre el martirio de una «Argentina robada a culatazos / en el vapor del alba, castigada / hasta sangrar y enloquecer, vacía, / cabalgada por agrios capataces”.
Eduardo Galeano
220
nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que
ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el
Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el
tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se
exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay
tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar
enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un
centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército
de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en
lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes
universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico
generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una
oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos
brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los
servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país
producía.
El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los
campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y
cultivadas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además; sesenta
y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las
obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en
grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición
indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los
conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este
proceso creador56.56 Los fanáticos monjes de la Compañía de Jesús, “guardia negra del Papa”, habían asumido la defensa del orden medieval ante las nuevas fuerzas que irrumpían en el escenario histórico europeo. Pero en la América hispánica las misiones de los jesuitas se desarrollaron bajo un signo progresista. Venían para purificar, mediante el ejemplo de la abnegación y el ascetismo, a una Iglesia católica entregada al ocio y al goce desenfrenado de los bienes que la conquista había puesto a disposición del clero. Fueron las misiones del Paraguay las que alcanzaron el mayor nivel; en poco más de un siglo y medio (1603-1768) definieron la capacidad y los fines de sus creadores. Los jesuitas atrajeron, mediante el lenguaje de la música, a los indios guaraníes que habían buscado amparo en la selva o que en ella habían permanecido sin incorporarse al proceso civilizador de los encomenderos y los terratenientes. Ciento cincuenta mil guaraníes pudieron, así, reencontrarse con su organización comunitaria primitiva y resucitar sus propias técnicas en los oficios y las artes. En las misiones no existía el latifundio; la tierra se cultivaba en parte para la satisfacción de las necesidades individuales y en parte para desarrollar obras de interés general y adquirir los instrumentos de trabajo necesarios, que eran de propiedad colectiva. La vida de los indios estaba sabiamente organizada; en los talleres y en las escuelas se hacían músicos y artesanos, agricultores, tejedores, actores, pintores, constructores. No se conocía el dinero; estaba prohibida la entrada a los comerciantes, que debían negociar desde hoteles instalados a cierta distancia. La Corona sucumbió finalmente a las presiones de los encomenderos criollos, y los jesuitas fueron expulsados de América. Los terratenientes y los esclavistas se lanzaron a la caza de los indios. Los cadáveres colgaban de los árboles en las misiones; pueblos enteros fueron vendidos en los mercados de esclavos de Brasil. Muchos indios volvieron a encontrar refugio en la
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El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864,
sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a
las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de
Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su
inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia
nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de
ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El
país más progresista de América Latina construiría su futuro sin inversiones extranjeras,
sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su
necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más
intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada.
Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países
podían negar d oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y
Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus
mercancías.
selva. Las bibliotecas de los jesuitas fueron a parar a los hornos, como combustible, o se utilizaron para hacer cartuchos de pólvora. (Jorge Abelardo Ramos: Historiade la nación latinoamericana, Buenos Aires, 1968).
Eduardo Galeano
222
Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la
consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se
bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.
El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton, participó considerablemente en
los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del
gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose aliado del presidente
Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de
engaños que culminó con el acuerdo argentino-brasileño y selló la suerte de Paraguay.
Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes
vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno
adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento.
El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban
Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta
de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím
Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a
Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de
una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.
La prensa de Buenos Aires llamaba “Atila de América” al presidente paraguayo López:
“Hay que matarlo como a un reptil”, clamaban los editoriales. En septiembre de 1864,
Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción.
Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía:
«Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento
ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el
derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de
factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor...» En
abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de
guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de
las naciones civilizadas”, y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre
«llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso
irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se
firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un
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año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros
acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente,
en el tratado, los despojos del vencido: Argentina se aseguraba todo el territorio de
Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de
sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba
nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco
años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo
a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó
heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la
guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos:
todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para
que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un
ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar
desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de
Asunción con el cuchillo entre los dientes; Cuando finalmente el presidente paraguayo
fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «Muero
con mi patria! », y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar
a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte.
Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay
terna, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos
cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo
de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen,
quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El
imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no
obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra,
porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas
con la marca de hierro de la esclavitud.
Eduardo Galeano
224
La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos
federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya
y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: “Los
prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida”.
Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la
oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas.
Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido
a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera
que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó
para siempre57.
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde
los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A
principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canning al embajador,
Lord Strangford: “Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas
destinadas al consumo de toda la América del Sur”. Poco antes de lanzarse a la guerra,
el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos
en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: “¿ Cuál es la fuerza que
impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!”. Del Paraguay derrotado no sólo
desapareció la población: también las tarifas aduaneras, los hornos de fundición, los
ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica y vastas zonas de su
territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo,
el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los
bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos
títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No
bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer
empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal
alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la
mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres
57 Solano López arde todavía en la memoria. Cuando el Museo Histórico Nacional de Río de Janeiro anunció, en septiembre de 1969, que inauguraría una vitrina dedicada al presidente paraguayo, los militares reaccionaron furiosamente. El general Mourao Filho, que había desencadenado el golpe de Estado de 1964, declaró a la prensa: «Un viento de locura barre al país... Solano López es una figura que debe ser borrada para siempre de nuestra historia, como paradigma del dictador uniformado sudamericano. Fue un sanguinario que destruyó al Paraguay, llevándolo a una guerra imposible».
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225
millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el
tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de
introducir libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue
garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de
algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó
nunca.
El Partido Colorado, que hoy gobierna a Paraguay, especula alegremente con la
memoria de los héroes, pero ostenta al pie de su acta de fundación la firma de veintidós
traidores al mariscal Solano López, «legionarios» al servicio de las tropas brasileñas de
ocupación. El dictador Alfredo Stroessner, que ha convertido al Paraguay en un gran
campo de concentración desde hace quince años, hizo su especialización militar en
Brasil, y los generales brasileños lo devolvieron a su país con altas calificaciones y
encendidos elogios: «Es digno de gran futuro...» Durante su reinado, Stroessner
desplazó a los intereses anglo argentinos dominantes en Paraguay durante las Última
décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños norteamericanos. Desde 1870, Brasil y
Argentina, que liberaron a Paraguay para comérselo a dos bocas, se alternan en el
usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren, a su vez, d imperialismo de
logran potencia de turno. Paraguay padece, al mismo tiempo, el imperialismo y el
subimperialismo. Antes el Imperio británico constituía d eslabón mayor de la cadena de
las dependencias sucesivas. Actualmente, los Estados Unidos, que no ignoran la
importancia geopolítica de este país enclavado en d centro de América del Sur,
mantienen en suelo paraguayo asesores innumerables que adiestran y orientan a las
fuerzas armadas, cocinan los planes económicos, reestructuran la universidad a su
antojo, inventan un nuevo esquema político democrático para d país y retribuyen con
préstamos onerosos los buenos servicios del régimen58.
58 Poco antes de la elecciones de principios de 1968, el general Stroessner visitó los Estados Unidos. «Cuando me entrevisté con el presidente Johnson -declaró a France Presse-, le manifesté que ya hace doce años que desempeño funciones de primer magistrado por mandato de las urnas. Johnson me contestó que eso constituía una razón más para continuar ejerciendo el período venidero.»
Eduardo Galeano
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Pero Paraguay es también colonia de colonias. Utilizando la reforma agraria como
pretexto, el gobierno de Stroessner derogó, haciéndose e l distraído, la disposición legal
que prohibía la venta a extranjeros de tierras en zonas de frontera seca, y hoy hasta los
territorios fiscales han caído en manos de los latifundistas brasileños del café. La onda
invasora atraviesa el no Paraná con la complicidad del presidente, asociado a los
terratenientes que hablan portugués. Llegué a la movediza frontera del nordeste de
Paraguay con billetes que tenían estampado el rostro del vencido mariscal Solano
López, pero allí encontré que sólo tienen valor los que lucen la efigie del victorioso
emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple Alianza cobra, transcurrido un
siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños exigen pasaporte a los ciudadanos
paraguayos para circular por su propio país; son brasileñas las banderas y las iglesias.
La piratería de tierra abarca también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de
energía en toda América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y la
zona del Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica del mundo.
El subimperialismo o imperialismo de segundo grado, se expresa de mil maneras.
Cuando el presidente Johnson decidió sumergir en sangre a los dominicanos, en 1965,
Stroessner envió soldados paraguayos a Santo Domingo, para que colaboraran en la
faena. El batallón se llamó, broma siniestra, «Mariscal Solano López». Los paraguayos
actuaron a las órdenes de un general brasileño, porque fue Brasil quien recibió los
honores de la traición: el general Panasco Alvim encabezó las tropas latinoamericanas
cómplices en la matanza. De la misma manera, podrían citarse otros ejemplos.
Paraguay otorgó a Brasil una concesión petrolera en su territorio, pero el negocio de la
distribución de combustibles y la petroquímica están, en Brasil, en manos
norteamericanas. La Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y
Pedagogía de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a las
universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo recibe la
asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales brasileños que a su
vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por la vía abierta del contrabando,
los productos industriales de Brasil invaden el mercado paraguayo, pero muchas de las
fábricas que los producen en Sao Paulo son, desde la avalancha desnacionalizadora de
estos últimos años, propiedad de las corporaciones multinacionales.
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Stroessner se considera heredero de los López. El Paraguay de hace un siglo ¿puede
ser impunemente cotejado con el Paraguay de ahora, emporio del contrabando en la
cuenca del Plata y reino de la corrupción institucionalizada? En un acto político donde el
partido de gobierno reivindicaba a la vez, entre vítores y aplausos, a uno y otro
Paraguay, un muchachito vendía, bandeja al pecho, cigarrillos de contrabando: la
fervorosa concurrencia pitaba nerviosamente Kent, Marlboro, Camel y Benson &
Hedges. En Asunción, la escasa clase media bebe whisky Ballantine's en vez de tomar
caña paraguaya. Uno descubre los últimos modelos de los más lujosos automóviles
fabricados en Estados Unidos o Europa, traídos al país de contrabando o previo pago
de menguados impuestos, al mismo tiempo que se ven, por las calles, carros tirados
por bueyes que acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se trabaja con
arados de madera y los taxímetros son Impalas. Stroessner dice que el contrabando es
«el precio de la paz»: los generales se llenan los bolsillos y no conspiran. La industria,
por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado ni siquiera cumple con el decreto que
manda preferir los productos de las fábricas nacionales en las adquisiciones públicas.
Los únicos triunfos que el gobierno exhibe, orgulloso, en la materia, son las plantas de
Coca Cola, Crush y Pepsi Cola, instaladas desde fines de 1966 como contribución
norteamericana al progreso del pueblo paraguayo. El Estado manifiesta que sólo
intervendrá directamente en la creación de empresas «cuando el sector privado no
demuestre interés, y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que
«ha decidido implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las
restricciones al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado por el
Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país otorga
“concesiones especiales para el capital extranjero” Se exime a las empresas
extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para crear un clima
propicio para las inversiones». Un año después de instalarse en Asunción, el National
City Bank de Nueva York recupera íntegramente el capital invertido. La banca
extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona a Paraguay créditos externos que
acentúan su deformación económica e hipotecan aún más su soberanía.
Eduardo Galeano
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En el campo, el uno y medio por ciento de los propietarios dispone del noventa por
ciento de las tierras explotadas, y se cultiva menos del dos por ciento de la superficie
total del país. El plan oficial de colonización en el triángulo de Caaguazú ofrece a los
campesinos hambrientos más tumbas que prosperidades59.
La Triple Alianza sigue siendo todo un éxito.
Los hornos de la fundición de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a
la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama «Mina-cué» -que en
guaraní significa “Fue mina”.
Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la
base de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden
verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona,
unos pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que
destruyó todo eso. Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí,
voces de máquinas y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de
soldados.
LOS EMPRÉSTITOS Y LOS FERROCARRILES EN LA DEFORMACIÓN ECONÓMICA DE AMÉRICA LATINA
El vizconde Chateaubriand, ministro de asuntos extranjeros de Francia bajo el reinado
de Luis XVIII, escribía con despecho y, presumiblemente, con buena base de
información: «En el momento de la emancipación, las colonias españolas se volvieron
una especie de colonias inglesas». Citaba algunos números. Decía que entre 1822 y
1826 Inglaterra había proporcionado diez empréstitos a las colonias españolas
liberadas, por un valor nominal de cerca de veintiún millones de libras esterlinas, pero
que, una vez deducidos los intereses y las comisiones de los intermediarios, el
desembolso real que había llegado a tierras de América apenas alcanzaba los siete
millones. Al mismo tiempo, se habían creado en Londres más de cuarenta sociedades
59 Muchos de los campesinos han optado finalmente por volverse a la región minifundista del centro del país o han ido camino del nuevo éxodo hacia Brasil, donde sus brazos baratos se ofrecen a los yerbales de Curitiba y Mato Grosso o a las plantaciones cafetaleras de Paraná. Es desesperada la situación de los pioneros que se encuentran de cara a la selva, sin la menor orientación técnica y sin ninguna asistencia crediticia, con tierras concedidas por el gobierno, a las que tendrán que arrancar frutos suficientes para alimentarse y poder pagarlas -porque si el campesino no pasa el precio estipulado, no recibe el título de propiedad.
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anónimas para explotar los recursos naturales -minas, agricultura- de América Latina y
para instalar empresas de servicios públicos. Los bancos brotaban como hongos en
suelo británico: en un solo año, 1836, se fundaron cuarenta y ocho. Aparecieron los
ferrocarriles ingleses en Panamá, hacia la mitad del siglo, y la primera línea de tranvías
fue inaugurada en 1868 por una empresa británica en la ciudad brasileña de Recife,
mientras la banca de Inglaterra financiaba directamente a las tesorerías de los
gobiernos SI. Los bonos públicos latinoamericanos circulaban activamente, con sus
crisis y sus auges, en el mercado financiero inglés. Los servicios públicos estaban en
manos británicas; los nuevos estados nacían desbordados por los gastos militares y
debían hacer frente, además, al déficit de los pagos externos. El comercio libre
implicaba un frenético aumento de las importaciones, sobre todo de las importaciones
de lujo, y para que una minoría pudiera vivir a la moda los gobiernos contraían
empréstitos que a su vez generaban la necesidad de nuevos empréstitos: los países
hipotecaban de antemano su destino, enajenaban la libertad económica y la soberanía
política. El mismo proceso se daba -y se sigue dando en nuestros días, aunque ahora
los acreedores son otros y otros los mecanismos- en toda América Latina, con la
excepción, aniquilada, de Paraguay. El financiamiento externo se hacía, como la
morfina, imprescindible. Se abrían agujeros para tapar agujeros. El deterioro de los
términos comerciales del intercambio no es tampoco un fenómeno exclusivo de
nuestros días: según Celso Furtado , los precios de las exportaciones brasileñas entre
1821 y 1830 y entre 1841 y 1850 bajaron casi a la mitad, mientras los precios de las
importaciones extranjeras permanecían estables: las vulnerables economías
latinoamericanas compensaban la caída con empréstitos. «Las finanzas de estos
jóvenes estados –escribe Schnerb- no están saneadas... Se hace preciso recurrir a la
inflación, que produce la depreciación de la moneda, y a los empréstitos onerosos.
Eduardo Galeano
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La historia de estas repúblicas es, en cierto modo, la de sus obligaciones económicas
contraídas con el absorbente mundo de las finanzas europeas». Las bancarrotas, las
suspensiones de pagos y las refinanciaciones desesperadas eran, en efecto,
frecuentes. Las libras esterlinas se escurrían como el agua por entre los dedos de la
mano. Del empréstito de un millón de libras concertado por el gobierno de Buenos
Aires, en 1824, ante la casa Baring Brothers, la Argentina recibió nada más que 570 mil,
pero no en oro, como rezaba el convenio, sino en papeles. El préstamo consistió en el
envío de órdenes de pago para los comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires, y
ellos no disponían de oro para entregarlo al país porque su misión consistía,
justamente, en enviar a Londres cuanto metal precioso le pasara cerca de los ojos. Se
cobraron, pues, letras, pero hubo que pagar, eso si, oro reluciente: casi a principios de
nuestro siglo, Argentina canceló esta deuda, que se había hinchado, a lo largo de las
sucesivas refinanciaciones, hasta los cuatro millones de libras. La provincia de Buenos
Aires había quedado hipotecada en su totalidad -todas sus rentas, todas sus tierras
públicas-- en garantía del pago. Decía el ministro de Hacienda, en la época en que se
contrató el empréstito: «No estamos en circunstancias de tomar medidas contra el
comercio extranjero, particularmente inglés, porque hallándonos empeñados en
grandes deudas con aquella nación, nos exponemos a un rompimiento que causaría
grandes males... » La utilización de la deuda como un instrumento de chantaje no es,
como se ve, una invención norteamericana reciente.
Las operaciones agiotistas encarcelaban a los países libres. A mediados del siglo XIX,
el servicio de la deuda externa absorbía ya casi el cuarenta por ciento del presupuesto
de Brasil, y el panorama resultaba semejante por todas partes. Los ferrocarriles también
formaban parte decisiva de la jaula de hierro de la dependencia: extendieron la
influencia imperialista, ya en plena época del capitalismo de los monopolios, hasta las
retaguardias de las economías coloniales.
Muchos de los empréstitos se destinaban a financiar ferrocarriles para facilitar el
embarque al exterior de los minerales y los alimentos. Las vías férreas no constituían
una red destinada a unir a las diversas regiones interiores entre sí, sino que conectaban
los centros de producción con los puertos. El diseño coincide todavía con los dedos de
una mano abierta: de esta manera, los ferrocarriles, tantas veces saludados como
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231
adalides del progreso, impedían la formación y el desarrollo del mercado interno.
También lo hacían de otras maneras, sobre todo por medio de una política de tarifas
puesta al servicio de la hegemonía británica. Los fletes de los productos elaborados en
el interior argentino resultaban, por ejemplo, mucho más caros que los fletes de los
productos enviados en bruto. Las tarifas ferroviarias se descargaban como una
maldición que hacía imposible fabricar cigarrillos en las comarcas del tabaco, hilar y
tejer en los centros laneros, o elaborar las maderas en las zonas boscosas. El ferrocarril
argentino desarrolló; es cierto, la industria forestal en Santiago del Estero, pero con
tales consecuencias que un autor santiagueño llega a decir: «Ojalá Santiago no hubiera
tenido nunca un árbol». Los durmientes de las vías se hacían de madera y el carbón
vegetal servía de combustible; el obraje maderero, creado por el ferrocarril, desintegró
los núcleos rurales de población, destruyó la agricultura y la ganadería al arrasar las
pasturas y los bosques de abrigo, esclavizó en la selva a varias generaciones de
santiagueños y provocó la despoblación.
El éxodo en masa no ha cesado, y hoy Santiago del Estero es una de las provincias
más pobres de Argentina. La utilización del petróleo como combustible ferroviario
sumergió a la región en una honda crisis. No fueron capitales ingleses los que tendieron
las primeras vías en Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, México y Uruguay. Tampoco
en Paraguay, como hemos visto, pero los ferrocarriles construidos por el Estado
paraguayo con el aporte de técnicos europeos por él contratados pasaron a manos
inglesas después de la derrota. Idéntico destino tuvieron las vías férreas y los trenes de
los demás países, sin que se produjera el desembolso de un solo centavo de inversión
nueva; por añadidura, el Estado se preocupó de asegurar a las empresas, por contrato,
un nivel mínimo de ganancias, para evitarles posibles sorpresas desagradables.
Muchas décadas después, al término de la segunda guerra mundial, cuando ya los
ferrocarriles no rendían dividendos y habían caído en relativo desuso, la administración
pública los recuperó. Casi todos los estados compraron a los ingleses los fierros viejos
y nacionalizaron, así, las pérdidas de las empresas. En la época del auge ferroviario,
las empresas británicas habían obtenido, a menudo, considerables concesiones de
tierras a cada lado de las vías, además de las propias líneas férreas y el derecho de
construir nuevos ramales.
Eduardo Galeano
232
Las tierras constituían un estupendo negocio adicional: el fabuloso regalo otorgado en
1911 a la Brazil Railway determinó el incendio de innumerables cabañas y la expulsión
o la muerte de las familias campesinas asentadas en el área de la concesión.
Este fue el gatillo que disparó la rebelión del Contestada, una de las más intensas
páginas de furia popular de toda la historia de Brasil.
PROTECCIONISMO y LIBRECAMBIO EN ESTADOS UNIDOS: EL ÉXITO NO FUE LA OBRA DE UNA MANO INVISIBLE
En 1865, mientras la Triple Alianza anunciaba la próxima destrucción de Paraguay, el
general Ulises Grant celebraba, en Appomatox, la rendición del general Robert Lee. La
Guerra de Secesión concluía con la victoria de los centros industriales del norte,
proteccionistas a carta cabal, sobre los plantadores librecambistas de algodón y tabaco
en el sur. La guerra que sellaría el destina colonial de América Latina nacía al mismo
tiempo que concluía la guerra que hizo posible la consolidación de los Estados Unidos
como potencial mundial. Convertido poco después en presidente de los Estados
Unidos, Grant afirmó: «Durante siglos Inglaterra ha confiado en la protección, la ha
llevado hasta sus extremos y ha obtenido de ello resultados satisfactorios. No cabe
duda que debe su fuerza presente a este sistema. Después de dos siglos, Inglaterra ha
encontrado conveniente adoptar el comercio libre porque piensa que ya la protección no
puede ofrecerle nada. Muy bien, entonces, caballeros, mi conocimiento de mi país me
conduce a creer que dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido de la
protección todo lo que la protección puede ofrecer, adoptará también el libre comercio».
Dos siglos y medio antes, el adolescente capitalismo inglés había trasladado, a las
colonias del norte de América, sus hombres, sus capitales, sus formas de vida y sus
impulsos y proyectos. Las trece colonias, válvulas de salida para la población europea
excedente, aprovecharon rápidamente el handicap que les daba la pobreza de su suelo
y su subsuelo, y generaron, desde temprano, una conciencia industrializadora que la
metrópoli dejó crecer sin mayores problemas. En 1631, los recién llegados colonos de
Boston echaron al mar una balandra de treinta toneladas, Blessing of the Bay,
construida por ellos, y desde entonces la industria naviera cobró un asombroso impulso.
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
233
El roble blanco, abundante en los bosques, daba buena madera para las planchas
profundas y las armazones interiores de los barcos; de pino se hacían la cubierta, los
baupreses y los mástiles. Massachusetts otorgaba subvenciones a la producción del
cáñamo para los cordeles y las sogas y también estimulaba la fabricación local de las
lonas y los velámenes. Al norte y al sur de Boston, los prósperos astilleros cubrieron las
costas. Los gobiernos de las colonias otorgaban subvenciones y premios a las
manufacturas de todo tipo. Se promovía, con incentivos, el cultivo del lino y la
producción de lana, materias primas para los tejidos de hilo crudo
que, si bien no resultaban demasiado elegantes, eran resistentes y eran nacionales.
Para explotar los yacimientos de hierro de Lyn, surgió el primer horno de fundición en
1643; al poco tiempo, ya Massachussets abastecía de hierro a toda la región. Como los
estímulos a la producción textil no parecían suficientes, esta colonia optó por la
coacción: en 1655, dictó una ley que ordenaba que cada familia tuviese, bajo la
amenaza de penas graves, por lo menos un hilandero en continua e intensa actividad.
Cada condado de Virginia estaba obligado, en esa misma época, a seleccionar niños
para instruirlos en la manufactura textil. Al mismo tiempo, se prohibía la exportación de
los cueros, para que se convirtieran, fronteras adentro, en botas, correas y monturas.
«Las desventajas con que tiene que luchar la industria colonial proceden de cualquier
parte menos de la política colonial inglesa», dice Kirkland. Por el contrario, las
dificultades de comunicación hacían que la legislación prohibitiva perdiera casi toda su
fuerza -tres mil millas de distancia, y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las
colonias del norte no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio sus
necesidades de consumo provocaban un exceso de importaciones que era preciso
contrarrestar de alguna manera. No eran intensas las relaciones
comerciales a través del mar; resultaba imprescindible desarrollar las manufacturas
locales para sobrevivir. En el siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía tan escasa
atención a sus colonias del norte, que no impedía que se transfirieran a sus talleres las
técnicas metropolitanas más avanzadas, en un proceso real que desmentía las
prohibiciones de papel del pacto colonial.
Eduardo Galeano
234
Este no era el caso, por cierto, de las colonias latinoamericanas, que proporcionaban el
aire, el agua y la sal al capitalismo ascendente en Europa, y podían nutrir con largueza
el consumo lujoso de sus clases dominantes importando desde ultramar las
manufacturas más finas y más caras. Las únicas actividades expansivas eran, en
América Latina, las que se orientaban a la exportación; así fue también en los siglos
siguientes: los intereses económicos y políticos de la burguesía minera o terrateniente
no coincidían nunca con la necesidad de un desarrollo económico hacia dentro, y los
comerciantes no estaban ligados al Nuevo Mundo en mayor medida que a los
mercados extranjeros de los metales y alimentos que vendían y a las fuentes
extranjeras de los articulas manufacturados que compraban.
Cuando declaró su independencia, la población norteamericana equivalía, en cantidad,
a la de Brasil. La metrópoli portuguesa, tan subdesarrollada como la española,
exportaba su subdesarrollo a la colonia. La economía brasileña había sido
instrumentalizada en provecho de Inglaterra, para abastecer sus necesidades de oro
todo a lo largo del siglo XVIII. La estructura de clases de la colonia reflejaba esta
función proveedora. La clase dominante de Brasil no estaba formada, a diferencia de la
de los Estados Unidos, por los granjeros, los fabricantes emprendedores y los
comerciantes internos. Los principales intérpretes de los ideales de las clases
dominantes en ambos países, Alexander Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan
claramente la diferencia entre una y otra. Ambos habían sido discípulos, en Inglaterra,
de Adam Smith. Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado en un paladín
de la industrialización y promovía el estimulo y la protección del Estado a la
manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que opera en la magia del
liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender.
Mientras moña el siglo XVIII los Estados Unidos contaban ya con la. segunda flota
mercante del mundo, íntegramente formada con barcos construidos en los astilleros
nacionales, y las fábricas textiles y siderúrgicas estaban en pleno y pujante crecimiento.
Poco tiempo después nació la industria de maquinarias: las fábricas no necesitaban
comprar en el extranjero sus bienes de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower
habían echado, en las campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación; sobre el
litoral de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una burguesía industrial
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235
había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con las Antillas, que incluía la
venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos visto en otro capítulo, una
función capital en este sentido, pero la hazaña norteamericana no tendría explicación si
no hubiera sido animada, desde el principio, por el más ardiente de los nacionalismos.
George Washington lo había aconsejado en su mensaje de adiós: los Estados Unidos
debían seguir una ruta solitaria. Emerson proclamaba en 1837: «Hemos escuchado
durante demasiado tiempo a las música refinadas de Europa. Nosotros marcharemos
sobre nuestros propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos
según nuestras propias convicciones».
Los fondos públicos ampliaban las dimensiones del mercado interno. El Estado tendía
caminos y vías férreas, construía puentes y canales60. A mediados de siglo, el estado
de Pennsylvania participaba en la gestión de más de ciento cincuenta empresas de
economía mixta, además de administrar los cien millones de dólares invertidos en las
empresas públicas. Las operaciones militares de conquista, que arrebataron a México
más de la mitad de su superficie, también contribuyeron en gran medida al progreso del
país. El Estado no participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de
capital y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había empezado a
aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los terratenientes del sur eran, al
contrario, librecambistas. La producción de algodón se duplicaba cada diez años, y si
bien proporcionaba grandes ingresos comerciales a la nación entera y alimentaba los
telares modernos de Massachusetts, dependía sobre todo de los mercados europeos.
La aristocracia sureña estaba vinculada en primer término al mercado mundial, al estilo
latinoamericano; del trabajo de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del algodón
que usaban las hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición de la
esclavitud al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión en la guerra.
60 «El capital del Estado asume d riesgo inicial ... La ayuda oficial a los ferrocarriles no solamente facilita la reunión de capitales, sino que además reduce los costos de construcción. En algunos casos, entre otros para las líneas marginales. Los fondos públicos hicieron posible la construcción de ferrocarriles que no hubieran podido nacer de otra manera. En otro número de casos aún más importante, aceleraron la realización de proyectos que la utilización de capitales privados hubiera ciertamente demorado.» (Harry H. Pierce, Railroatds of New York, A Study of Govenrnment Aid, 1826-1875, Cambridge, Massachusetrs, 1953).
Eduardo Galeano
236
El norte y el sur enfrentaban dos mundos en verdad opuestos, dos tiempos históricos
diferentes, dos antagónicas concepciones del destino nacional. El siglo XX ganó esta
guerra al siglo XIX:
Que todo hombre libre cante...
El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado,
clamaba un poeta del ejército victorioso. A partir de la derrota del general Lee,
adquirieron un valor sagrado los aranceles aduaneros, que se habían elevado durante
el conflicto como un medio para conseguir recursos y quedaron en pie para proteger a
la industria vencedora. En 1890, el Congreso votó la llamada tarifa McKinley, ultra
proteccionista, y la ley Dingley elevó nuevamente los derechos de aduana en 1897.
Poco después, los países desarrollados de Europa se vieron a su vez obligados a
tender barreras aduaneras ante la irrupción de las manufacturas norteamericanas
peligrosamente competitivas. La palabra trust había sido pronunciada por primera vez
en 1882; el petróleo, el acero, los alimentos, los ferrocarriles y el tabaco estaban en
manos de los monopolios, que avanzaban con botas de siete leguas61.
Antes de la Guerra de Secesión, el general Grant había participado en el despojo de
México. Después de la Guerra de Secesión, el general Grant fue un presidente con
ideas proteccionistas. Todo formaba parte del mismo proceso de afirmación nacional.
La industria del norte conducía la historia y, ya dueña del poder político, cuidaba desde
el Estado la buena salud de sus intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia
el oeste y hacia el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba
extendiendo latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos
espacios abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos europeos; los
maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros especializados en
mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde Europa para fecundar la
intensa industrialización norteamericana. A fines del siglo pasado, los Estados Unidos
eran ya la primera potencia industrial del planeta; en treinta años, desde la guerra civil,
61 El sur se convirtió en una colonia interna de la capitalistas del norte. Después de la guerra, la propaganda por la construcción de hilanderías en las dos Carolinas, Georgia y Alabama, cobró el carácter de una cruzada. Pero este no era el triunfo de una causa moral, las nuevas industrias no nacían por puro humanitarismo: el sur ofrecía mano de obra menos cara, energía más barata y beneficio altísimos, que a veces llegaban al 75 %. Los capitales venían del norte para atar al sur al centro de gravedad del sistema. La industria del tabaco, concentrada en Carolina del Norte, estaba bajo la dependencia directa del trust Duke, mudado a Nueva Jersey para aprovechar una legislación más favorable; la Tennessee Coal and Iron Co., que explotaba el hierro y el carbón de Alabama, pasó en 1907 al control de la U. S. Steel, que desde entonces dispuso de los precios y eliminó así la competencia molesta. A principio de siglo, el ingreso per capita del sur se había reducido a la mitad en relación con el nivel anterior a la guerra. (C. Vann Woodward, Origins of the New South, 1879-1913, en A Hístory of the South, varios autores, Baton Rouge, 1948).
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237
las fábricas habían multiplicado por siete su capacidad de producción. El volumen
norteamericano de carbón equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las
vías férreas eran nueve veces más extensas. El centro del universo capitalista
empezaba a cambiar de sitio.
Como Inglaterra, Estados Unidos también exportará, a partir de la segunda guerra
mundial, la doctrina del libre cambio, el comercio libre y la libre competencia, pero para
el consumo ajeno. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial nacerán juntos
para negar, a los países subdesarrollados, el derecho de proteger sus industrias
nacionales, y para desalentar en ellos la acción del Estado. Se atribuirán propiedades
curativas infalibles a la iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos no
abandonarán una política económica que continúa siendo, en la actualidad,
rigurosamente proteccionista, y que por cierto presta buen oído a las voces de la propia
historia: en el norte, nunca confundieron la enfermedad con el remedio.
Eduardo Galeano
238
LA ESTRUCTURA CONTEMPORÁNEA DEL DESPOJO
UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES
Cuando Lenin escribió, en la primavera de 1916, su libro sobre el imperialismo, el
capital norteamericano abarcaba menos de la quinta parte del total de las inversiones
privadas directas, de origen extranjero, en América Latina. En 1970, abarca cerca de
las tres cuartas partes. El imperialismo que Lenin conoció -la rapacidad de los centros
industriales a la búsqueda de mercados mundiales para la exportación de sus
mercancías; la fiebre por la captura de todas las fuentes posibles de materias primas; el
saqueo del hierro, el carbón, el petróleo; los ferrocarriles articulando el dominio de las
áreas sometidas; los empréstitos voraces de los monopolios financieros; las
expediciones militares y las guerras de conquista era un imperialismo que regaba con
sal los lugares donde una colonia o semicolonia hubiera osado levantar una fábrica
propia. La industrialización, privilegio de las metrópolis, resultaba, para los países
pobres, incompatible con el sistema de dominio impuesto por los países ricos. A partir
de la segunda guerra mundial se consolida en América Latina el repliegue de los
intereses europeos, en beneficio del arrollador avance de las inversiones
norteamericanas. y se asiste, desde entonces, a un cambio importante en el destino de
las inversiones. Paso a paso, año tras año, van perdiendo importancia relativa los
capitales aplicados a los servicios públicos y a la minería, en tanto aumenta la
proporción de las inversiones en petróleo y, sobre todo, en la industria manufacturera.
Actualmente, de cada tres dólares invertidos en América Latina, uno corresponde a la
industria62.
A cambio de inversiones insignificantes, las filiales de las grandes corporaciones saltan
de un solo
brinco las barreras aduaneras latinoamericanas, paradójicamente alzadas contra la
competencia extranjera, y se apoderan de los procesos internos de industrialización.
Exportan fábricas o, frecuentemente, acorralan y devoran a las fábricas nacionales ya
62Hace cuarenta años, la inversión norteamericana en industrias de transformación sólo representaba el 6 % del valor total de los capitales de Estados Unidos en América Latina. En 1960, la proporción rozaba ya el 20 %, y luego continuó ascendiendo hasta cerca de la tercera parte del total. Naciones Unidas, CEPAL, El financiamiento externo de América Latina, Nueva York - Santiago de Chile, 1964, y Estudio económico de América Latina de 1967, 1968 y 1969.
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
239
existentes. Cuentan, para ello, con la ayuda entusiasta de la mayoría de los gobiernos
locales y con la capacidad de extorsión que ponen a su servicio los organismos
internacionales de crédito. El capital imperialista captura los mercados por dentro,
haciendo suyos los sectores claves de la industria local: conquista o construye las
fortalezas decisivas, desde las cuales domina al resto. La OEA describe así el proceso:
«Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias y
tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión privada
norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países
industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas industrias
dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente alto y que son
más importantes en la determinación del curso de desarrollo económico. Así, el
dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del do Bravo resulta mucho más
intenso que el de la industria latinoamericana en general.
Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100 en 1961, el
producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo periodo las
ventas de las empresas filiales de los Estados Unidos subieron a 166,3. Para Brasil, las
cifras respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,83.
El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial
latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés
por todas las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de
la United Fruit Co., en Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and Share
y la International Telephone and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios
cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de
sus instalaciones oxidadas y sus maquinarias de museo. Pero el abandono de los
servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que ver con el
abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los
minerales de América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la
economía norteamericana no puede prescindir. como hemos visto en otro capítulo, de
los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias que le llegan desde el sur.
Eduardo Galeano
240
Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras
piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la
división internacional del trabajo. No sufre la menor .modificación el sistema de vasos
comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres
y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria:
las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la
economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra
barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual
funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a
financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa. No faltan políticos y
tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero
«industrializador» beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, este
imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora, una bendición
para los países dominados, de modo que por primera vez la letra de las declaraciones
de amor de la potencia dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya
las conciencias culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el
imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto
utilizar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone
'a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo, revisarse los bolsillos. y
comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas a sus
colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las tensiones sociales
regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la pobreza y concentra aún más la
riqueza: paga salarios veinte veces menores que en Detroit y cobra precios tres veces
mayores que en Nueva York; se hace dueño de] mercado interno y de los resortes
claves del aparato productivo; se apropia de] progreso, decide su rumbo y le fija
fronteras; dispone del crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo
desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria produce;
impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente
económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae. La
CEPAL ha indicado que la hemorragia de los beneficios de las inversiones directas de
los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos últimos
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años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas puedan llevarse
sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la banca extranjera y con
los organismos internacionales de crédito, con lo que multiplican el caudal de las
próximas sangrías. La inversión industrial opera, en este sentido, con las mismas
consecuencias que la inversión “tradicional”.
En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las grandes
corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina se identifica cada
vez menos con el progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de
poderes en las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre
los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo
XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de
reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas
se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina le ocurrió
lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido. Nuestros burgueses
son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones extranjeras
todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro
destino.
SON LOS CENTINELAS QUIENES ABREN LAS PUERTAS: LA ESTERILIDAD CULPABLE DE LA BURGUESÍA NACIONAL
La actual estructura de la industria en Argentina, Brasil y México -los tres grandes polos
de desarrollo en América Latina- exhibe ya las deformaciones características de un
desarrollo reflejo. En los demás países, más débiles, la satelización de la industria se
ha operado, salvo alguna excepción, sin mayores dificultades. No es, por cierto, un
capitalismo competitivo el que hoy exporta fábricas además de mercancías y capitales,
penetra y lo acapara todo: ésta es la integración industrial consolidada, en escala
internacional, por el capitalismo en la edad de las grandes corporaciones
multinacionales, monopolios de dimensiones infinitas que abarcan las actividades más
diversas en los más diversos rincones del globo terráqueo. Los capitales
norteamericanos se concentran, en América Latina, más agudamente que en los
Eduardo Galeano
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propios Estados Unidos; un puñado de empresas controla la inmensa mayoría de las
inversiones.
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Para ellas, la nación no es una tarea a emprender, ni una bandera a defender, ni un
destino a conquistar: la nación, es nada más que un obstáculo asaltar, porque a veces
la soberanía incomoda, y una jugosa fruta a devorar. Para las clases dominantes dentro
de cada país, ¿constituye la nación, por el contrario, una misión a cumplir? El gran
galope del capital imperialista ha encontrado a la industria local sin defensas y sin
conciencia de su papel histórico. La burguesía se ha f asociado a la invasión extranjera
sin derramar lágrimas ni sangre; en cuanto al Estado, su influencia sobre la economía
latinoamericana, que viene debilitándose desde hace un par de décadas, se ha
reducido al mínimo gracias a los buenos oficios del Fondo Monetario Internacional. Las
corporaciones norteamericanas entraron en Europa a paso de conquistadores y se
apoderaron del desarrollo del viejo continente a tal punto que pronto, se anuncia, la
industria norteamericana allí instalada será la tercera potencia industrial del planeta,
después de Estados Unidos y de la Unión Soviética'. Si la burguesía europea, con toda
su tradición y su pujanza, no ha podido oponer diques a la marea, ¿cabía esperar que
la burguesía latinoamericana encabezara, a esta altura de la historia, la imposible
aventura de un desarrollo capitalista independiente? Por el contrario, en América Latina
el proceso de desnacionalización ha resultado mucho más fulminante y barato y ha
tenido consecuencias incomparablemente peores. El crecimiento fabril de América
Latina había sido alumbrado, en nuestro siglo, desde fuera. No fue generado por una
política planificada hacia el desarrollo nacional, ni coronó la maduración de las fuerza
productiva, ni resultó del estallido de los conflicto internos: ya «superados, entre los
terratenientes y ,.n artesanado nacional que había muerto a poco de nacer. La industria
latinoamericana nació del vientre mismo del sistema agro exportador, para dar
respuesta al agudo desequilibrio provocado por la caída del : comercio exterior. En
efecto, las dos guerras mundiales y, sobre todo, la honda depresión que el capitalismo
sufrió a partir de la explosión del viernes negro de octubre de 1929, provocaron una
violenta reducción de las exportaciones de la región y, en consecuencia, hicieron caer,
también de golpe, la capacidad de importar. Los precios internos de los artículos
industriales extranjeros, súbitamente escasos, subieron verticalmente. No surgió,
entonces. una clase media industrial libre de la dependencia tradicional: el gran impulso
manufacturero provino del capital acumulado en manos de los terratenientes y los
Eduardo Galeano
244
importadores. Fueron los grandes ganaderos quienes impusieron control de cambios en
la Argentina; el presidente de la Sociedad Rural, convertido en ministro de Agricultura,
declaraba en 1933: “El aislamiento en que nos ha colocado un mundo dislocado nos
obliga a fabricar en d país lo que ya no podemos adquirir en los países que no nos
compran”. Los fazendeiros del café volcaron a la industrialización de Sao Paulo buena
parte de sus capitales acumulados en el comercio exterior: «A diferencia de la
industrialización en los países hoy desarrollados -diagnostica un documento de
gobierno-, el proceso de la industrialización brasileña no se dio paulatinamente, inserto
dentro de un proceso de transformación económica general. Antes bien, fue un
fenómeno rápido e intenso, que se superpuso a la estructura económico-social
preexistente, sin modificarla por entero, dando origen a profundas diferencias
sectoriales y regionales que caracterizan a la sociedad brasileña.
La nueva industria se -atrincheró de entrada tras las barreras aduaneras que los
gobiernos levantaron para protegerla, y creció gracias a las medidas que el Estado
adoptó para restringir y controlar las importaciones, fijar tasas especiales de cambio,
evitar impuestos, comprar o financiar los excedentes de producción, tender caminos
para hacer posible el transporte de las materias primas y las mercancías y crear o
ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos de Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54),
Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan Domingo Perón (1946- 55), de signo nacionalista y
amplia proyección popular, expresaron en Brasil, México y Argentina la necesidad de
despegue, desarrollo o consolidación, según cada caso y cada período, de la industria
nacional. En realidad, el «espíritu de empresa», que define una serie de rasgos
característicos de la burguesía industrial en los países capitalistas desarrollados, fue,
en América Latina, una característica del Estado, sobre todo en estos períodos de
impulso decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición la historia
reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso político y
económico de las masas populares a los beneficios de la industrialización. En esta
matriz, obra de los caudillos populistas, no se incubó una burguesía industrial
esencialmente diferenciada del conjunto de las clases hasta entonces dominantes.
Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial, cuyos dirigentes veían, no
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sin razón, que el fantasma de las montoneras provincianas reaparecía en la rebelión del
proletariado de los suburbios de Buenos Aires.
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Las fuerzas de la coalición conservadora recibieron, antes de que Perón las derrocara
en las elecciones de febrero del 46, un famoso cheque del líder de los industriales; a la
hora de la caída del régimen, diez años después, los dueños de las fábricas más
importantes volvieron a confirmar que no eran fundamentales sus contradicciones con
la oligarquía de la que, mal que bien, formaban parte. En 1956, la Unión Industrial, la
Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio concertaron un frente común en defensa de la
libertad de asociación, la libre empresa, la libertad de comercio y la libre contratación
del personal. En Brasil, un importante sector de la burguesía fabril estrechó filas con las
fuerzas que empujaron a Vargas al suicidio. La experiencia mexicana tuvo, en este
sentido, características excepcionales, y por cierto prometía mucho más de lo que
finalmente aportó al proceso de cambio en América Latina. El ciclo nacionalista de
Lázaro Cárdenas fue el único que rompió lanzas contra los terratenientes llevando
adelante la reforma agraria que ya agitaba al país desde 1910; en los demás países, y
no sólo en Argentina y Brasil, los gobiernos industrializadores dejaron intacta la
estructura latifundista, que continuó estrangulando el desarrollo del mercado interno y la
producción agropecuaria63.
Por lo general, la industria aterrizó como un avión, sin modificar el aeropuerto en sus
estructuras básicas: condicionada por la demanda de un mercado interno previamente
existente, sirvió a sus necesidades de consumo y no llegó a ampliarlo en la honda y
extensa medida que los grandes cambios de estructura, de. haber ocurrido, hubieran
hecho posible. De la misma manera, el desarrollo industrial fue obligado a un aumento
de las importaciones de maquinarias, repuestos, combustibles y productos
intermedios64, pero las exportaciones, fuente de las divisas, no podían dar respuesta a
este desafío porque provenían de un campo condenado, por sus dueños, al atraso.
Bajo d gobierno de Perón, el Estado argentino llegó a monopolizar la exportación de
granos; en cambio, no arañó siquiera el régimen de propiedad de la tierra, ni
63 Chile, Colombia y Uruguay vivieron también procesos de industrialización sustitutiva de importaciones, en los períodos que aquí se describen. El presidente uruguayo José Batle y Ordoñoz (1903 – 7 y 1911 – 15) había sido, tiempo antes, un profeta de la revolución burguesa en América Latina. La jornada laboral de ocho horas se consagró por ley en Uruguay antes que en los Estados Unidos. La experiencia de welfare stata de Batle no se limitó a poner en práctica la legislación social más avanzada de su tiempo, sino que además impulsó con fuerza el desarrollo cultural y la educación de masas y nacionalizó los servicios públicos y varias actividades productivas de considerable importancia económica. Pero no tocó el poder de los dueños de la tierra, ni nacionalizó la banca ni el comercio exterior. Actualmente, Uruguay padece las consecuencias de estas omisiones, quizá inevitables, del profeta, y de las traiciones de sus herederos.64 “El pasaje a la producción interna de un determinado bien apenas “sustituye” parte del valor agregado que antes se generaba fuera de la economía ... En la medida en que el consumo de ese bien “sustituido” se expande rápidamente, la demanda derivada por importaciones puede ultrapasar en breve plazo la economía de dicisas ... “ María de Conceicao Tavares.
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nacionalizó a los grandes frigoríficos norteamericanos y británicos ni a los exportado res
de la lana. Resultó débil el impulso oficial a la industria pesada, y el Estado no advirtió a
tiempo que si no daba nacimiento a una tecnología propia, su política nacionalista se
echaría a volar con las alas cortadas. Ya en 1953, Perón, que había llegado al poder
enfrentando directamente al embajador de los Estados Unidos, recibía con elogios la
visita de Milton Eisenhower y pedía la cooperación del capital extranjero para impulsar
las industrias dinámicas65. La necesidad de «asociación» de ]a industria nacional con
las corporaciones imperialistas se hacía perentoria a medida que se iban quemando
etapas en ]a sustitución de manufacturas importadas y las nuevas fábricas requerían
más altos niveles de técnica y de organización. La tendencia iba madurando también en
el seno de] modelo industrializador de Getulio Vargas; se puso al descubierto en la
trágica decisión final del caudillo. Los oligopolios extranjeros, que concentran la
tecnología más moderna, se iban apoderando no muy secretamente de ]a industria
nacional de todos los países de América Latina, incluido México, por medio de ]a venta
de técnicas de fabricación, patentes y equipos nuevos. Wall Street había tomado
definitivamente el lugar de Lombard Street, y fueron norteamericanas las principales
empresas que se abrieron paso hacia el usufructo de un superpoder en la región. A la
penetración en el área manufacturera se sumaba la injerencia cada vez mayor en los
circuitos bancario y comercial: el mercado de América Latina- se fue integrando al
mercado interno de las corporaciones multinacionales.
65 El Ministro de Asuntos Económicos contestaba así a la pregunta del periodista de la revista Visión (27 de noviembre de 1953): “–Además de la industria del petróleo, ¿qué otras industrias desea desarrollar Argentina con la cooperación de capital extranjero?–Para ser más preciso, en orden de prioridad citaremos el petróleo ... en segundo término, la industria siderúrgica ... la química pesada ... la fabricación de elementos para transporte ... la fabricación de llantas y ejes ... y la construcción en el país de motores diesel”.
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En 1965 , Roberto Campos, zar económico de la dictadura de Castelo Branco,
sentenciaba: «La era de los líderes carismáticos, nimbados por un aura romántica, está
cediendo lugar a la tecnocracia». La embajada norteamericana había participado
directamente en el golpe de Estado que derribó al gobierno de Joao Goulart. La caída
de Goulart, heredero de Vargas en el estilo y las intenciones, señaló la liquidación d el
populismo y de la política de masas. «Somos una nación vencida, dominada,
conquistada, destruida, me escribía un amigo, desde Río de Janeiro, pocos meses
después del triunfo de la conspiración militar: la desnacionalización de Brasil implicaba
la necesidad de ejercer, con mano de hierro, una dictadura impopular. El desarrollo
capitalista ya no
le compaginaba con las grandes movilizaciones de masas en torno a caudillos como
Vargas. Había que prohibir las huelgas, destruir los sindicatos y los partidos, encarcelar,
torturar, matar y abatir por la violencia los salarios obreros, para contener así, a costa
de la mayor pobreza de los pobres, el vértigo de la inflación. Una encuesta, practicada
en 1966 y 1967, reveló que el 84 % de los grandes industriales de Brasil consideraba
que el gobierno de Goulart había aplicado una política económica perjudicial. Entre
ellos estaban, sin duda, muchos de los grandes capitanes de la burguesía nacional, en
los que Goulart intentó apoyarse para contener la sangría imperialista de la economía
brasileña. El mismo proceso de represión y asfixia del pueblo tuvo lugar durante el
régimen del general Juan Carlos Onganía, en la Argentina; había comenzado, en
realidad, con la derrota peronista de 1955, así como en Brasil se había desencadenado
realmente desde el balazo de Vargas en 1954. La desnacionalización de la industria en
México también coincidió con un endurecimiento de la política represiva del partido que
monopoliza el gobierno.
Fernando Henrique Cardoso ha señalado que la industria liviana o tradicional, crecida a
la generosa sombra de los gobiernos populistas, exige una expansión del consumo de
masas: la gente que compra camisas o cigarrillos. Por el contrario, la industria dinámica
-bienes intermedios y bienes de capital- se dirige a un mercado restringido, en cuya
cúspide están las grandes empresas y el Estado: pocos consumidores, de gran
capacidad financiera. La industria dinámica, actualmente en manos extranjeras, se
apoya en la existencia previa de la industria tradicional y la subordina. En los sectores
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tradicionales, de baja tecnología, el capital nacional conserva alguna fuerza; cuanto
menos vinculado está al modo internacional de producción por la dependencia
tecnológica o financiera, el capitalista muestra una mayor tendencia a mirar con buenos
ojos la reforma agraria y la elevación de la capacidad de consumo de las clases
populares a través de la lucha sindical. Los más atados al exterior, representantes de la
industria dinámica, simplemente requieren, en cambio, el fortalecimiento de los lazos
económicos entre las islas de desarrollo de los países dependientes y el sistema
económico mundial, y subordinan las transformaciones internas a este objetivo
prioritario. Son estos últimos quienes llevan la voz cantante de la burguesía industrial,
como lo revela, entre otras cosas, el resultado de las recientes encuestas practicadas
en Argentina y Brasil, que sirven de materia prima al trabajo de Cardoso. Los grandes
empresarios se manifiestan en términos contundentes contra la reforma agraria; niegan,
en su mayoría, que el sector fabril tenía intereses divergentes de los sectores rurales y
consideran que nada hay más importante, para el desarrollo de la industria, que la
cohesión de todas las clases productoras y el fortalecimiento del bloque occidental.
Sólo un dos por ciento de los grandes industriales de Argentina y Brasil considera que
políticamente hay que contar en primer lugar, con los trabajadores. Los encuestados
fueron, en su mayoría, empresarios nacionales; en su mayoría, también, atados de pies
y manos a los centros extranjeros de poder por las múltiples sogas de la dependencia.
¿Cabía esperar, a esta altura, otro resultado? La burguesía industrial integra la
constelación de una clase dominante que está, a su vez, dominada desde fuera. Los
principales latifundistas de la costa del Perú, hoy expropiados por el gobierno de
Velasco Alvarado, son además dueños de treinta y una industrias de transformación y
de muchas otras empresas diversas. Otro tanto ocurre en todos los demás países,
México no es una excepción: la burguesía nacional, subordinada a los grandes
consorcios norteamericanos, teme mucho más a la presión de las masas populares que
a la opresión del imperialismo, en cuyo seno se está desarrollando sin la independencia
ni la imaginación creadora que se le atribuyen, y ha multiplicado eficazmente sus
intereses66. 66 Los capitalista mexicanos son cada vez más versátiles y ambiciosos. Con independencia del negocio que les haya servido de punto de partida para hacer fortuna, disponen de una fluida red de canales que a todos, o al menos a los prominentes, brinda siempre la posibilidad de multiplicar, entrelazar sus intereses a través de la amistad, la asociación en los negocios, el matrimonio, el compadrazgo, el otorgamiento de favores mutuos, la pertenencia a ciertos clubes o agrupaciones, las frecuentes reuniones sociales y, desde luego, la afinidad en sus posiciones políticas.. Alonso Aguilar Monteverde, en El milagro mexicano, de varios autores, México, 1970.
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En Argentina, el fundador del Jockey Club, centro del prestigio social de los
latifundistas, había sido, a la vez, el líder de los industriales, y así se inició, a fines del
siglo pasado, una tradición inmortal: los artesanos enriquecidos se casan con las hijas
de los terratenientes para abrir, por la vía conyugal, las puertas de los salones más
exclusivos de la oligarquía o compran tierras con los mismos fines, y no son pocos los
ganaderos que, por su parte, han invertido en la industria, al menos en los periodos de
auge, los excedentes de capital acumulados en sus manos.
Faustino Fano, que hizo buena parte de su fortuna como comerciante e industrial de
textiles, se convirtió en presidente de la Sociedad Rural durante cuatro períodos
consecutivos, hasta su muerte en 1967: «Fano destruyó la falsa antinomia entre el agro
y la. industria, proclamaban las necrológicas que los diarios le dedicaron. El excedente
industrial se convierte en vacas. Los hermanos Di Tella, poderosos industriales,
vendieron a los capitales extranjeros sus fábricas de automóviles y heladeras, y ahora
crían toros de cabaña para las exposiciones de la Sociedad Rural. Medio siglo antes, la
familia Anchorena, dueña de los horizontes de la provincia de Buenos Aires, había
levantado una de las más importantes fábricas metalúrgicas de la ciudad.
En Europa y en Estados Unidos la burguesía industrial apareció en el escenario
histórico muy de
otra manera, y muy de otra manera creció y consolidó su poder.
¿QUÉ BANDERA FLAMEA SOBRE LAS MÁQUINAS?
La vieja se inclinó y movió la mano para darle viento al fuego. Así, con la espalda
torcida y el cuello estirado todo enroscado de arrugas, parecía una antigua tortuga
negra. Pero aquel pobre vestido roto no protegía, por cierto, como un caparazón, y al fin
y al cabo ella era tan lenta sólo por culpa de los años.
A sus espaldas, también torcida, su choza de madera y lata, y más allá otras chozas
semejantes del mismo suburbio de Sao Paulo; frente a ella, en una caldera de color
carbón, ya estaba hirviendo el agua para el café. Alzó una latita hasta sus labios; antes
de beber, sacudió la cabeza y cerró los ojos. Dijo: O Brasil é nosso (“el Brasil es
nuestro”). En el centro de la misma ciudad y en ese mismo momento, pensó
exactamente lo mismo, pero en otro idioma, el director ejecutivo de la Union Carbide,
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mientras levantaba un vaso de cristal para celebrar la captura de otra fábrica brasileña
de plásticos por parte de su empresa. Uno de los dos estaba equivocado.
Desde 1964, los sucesivos dictadores militares de Brasil festejan los cumpleaños de las
empresas del Estado anunciando su próxima desnacionalización, a la que llaman
recuperación. La Ley 56.570, promulgada el 6 de julio de 1965, reservó al Estado la
explotación de la petroquímica; el mismo día, la ley 56.571 derogó la anterior, abrió la
explotación a las inversiones privadas. De esta manera, la Dow Chemical, la Union
Carbide, la Phillips Petroleum y el grupo Rockefeller obtuvieron, directamente o a través
de la “asociación” con el estado, el filet mignon tan codiciado: la industria de los
derivados químicos del petróleo, previsible boom de la década del setenta. ¿Qué
ocurrió durante las horas transcurridas entre una y otra ley? Cortinados que tiemblan,
pasos en los corredores, desesperados golpes a la puerta, los billetes verdes volando
por los aires, agitación en el palacio: desde Shakespeare hasta Brecht, muchos
hubieran querido imaginarlo. Un ministro del gobierno reconoce: «Fuerte, en el Brasil,
además del propio Estado, sólo existe el capital extranjero, salvo honrosas
excepciones». Y el gobierno hace lo posible para evitar esta incómoda competencia las
corporaciones norteamericanas y europeas.
El ingreso en grandes cantidades de capital extranjero destinado a las manufacturas
comenzó, en Brasil, en los años cincuenta, y recibió un fuerte impulso del Plan de
Metas (1957-60) puesto en práctica por el presidente Juscelino Kubitschek. Aquéllas
fueron las horas de la euforia del crecimiento. Brasilia nacía, brotada de una galera
mágica, en medio del desierto donde los indios no conocían ni la existencia de la rueda;
se tendían carreteras y se creaban grandes represas; de las fábricas de automóviles
surgía un coche nuevo cada dos minutos. La industria ascendía a gran ritmo. Se abrían
las puertas, de par en par, a la inversión extranjera, se aplaudía la invasión de los
dólares, se sentía vibrar el dinamismo del progreso.
Eduardo Galeano
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Los billetes circulaban con la tinta todavía fresca; el salto adelante se financiaba con
inflación y con una pesada deuda externa que sería descargada, agobiante herencia,
sobre los gobiernos siguientes. Se otorgó un tipo de cambio especial, que Kubitschek
garantizó, para las remesas de las utilidades a las casas matrices de las empresas
extranjeras y para la amortización de sus inversiones. El Estado asumía la
corresponsabilidad para el pago de las deudas contraídas por las empresas en el
exterior y otorgaba también un dólar barato para la amortización y los intereses de esas
deudas: según un informe publicado por la CEPAL, más del 80 por ciento del total de
las inversiones que llegaron entre 1955 y 1962 provenía de empréstitos obtenidos con
el aval del Estado. Es decir, que más de las cuatro quintas partes de las inversiones de
las empresas derivaban de la banca extranjera y pasaban a engrosar la abultada deuda
externa del Estado brasileño. Además se otorgaban beneficios especiales para la
importación de maquinarias67. Las empresas nacionales no gozaban de estas
facilidades acordadas a la General Motors o a la Volkswagen.
El resultado desnacionalizador de esta política de seducción ante el capital imperialista
se manifestó: cuando se publicaron los datos de la paciente investigación realizada por
el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad sobre los grandes grupos
económicos de Brasil. Entre los conglomerados con un capital superior a los cuatro mil
millones de cruzeiros, más de la mitad eran extranjeros y en su mayoría
norteamericanos; por encima de los diez mil millones de cruzeiros, aparecían doce
grupos extranjero y sólo cinco nacionales. «Cuanto mayor es el grupo económico,
mayor es la posibilidad de que sea extranjero», concluyó Maurício Vinhas de Queiroz
en el análisis de la encuesta. Pero tanto o más elocuente resultó que, de los
veinticuatro grupos nacionales con más de cuatro mil millones de capital, apenas nueve
no estaban ligados, por acciones, con capitales de Estados Unidos o de Europa, y aun
así, en dos de ellos aparecían entrecruzamientos con directorios extranjeros. La
encuesta detectó diez grupos económicos que ejercían un virtual monopolio en sus
67 Un economista muy favorable a la inversión extranjera, Eugenio Gudin, calcula que solo por este último concepto Brasil donó a las empresas norteamericanas y europeas nada menos que mil millones de dólares; Moacir Paixao ha estimado que los privilegios otorgados a la industria automovilística en el período de su implantación equivalieron a una suma igual a la del presupuesto nacional. Paulo Schilling señala (Brasil para extranjeros, Montevideo, 1966) que mientras el Estado brasileño cedía a las grandes corporaciones internacionales un aluvión de beneficios, y les permitía el máximo de ganancias con el mínimo de inversiones, al mismo tiempo negaba apoyo a la Fábrica Nacional de Motores, creada en la época de Vargas. Posteriormente, durante el gobierno de Castelo Branco, esta empresa del Estado fue vendida a Alfa Romeo.
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respectivas especialidades. De ellos, ocho eran filiales de grandes corporaciones
norteamericanas.
Pero todo esto parece un juego de niños al lado de lo que vino después. Entre 1964 y
mediados de 1968, quince fábricas de automotores o de piezas para autos fueron
deglutidas por la Ford, Chrysler, Willys, Simca, Volkswagen o Alfa Romeo; en el sector
eléctrico y electrónico, tres importantes empresas brasileñas fueron a parar a manos
japonesas; Wyeth, Bristol, Mead Johnson y Lever devoraron unos cuantos laboratorios,
con lo que la producción nacional de medicamentos se redujo a una quinta parte del
mercado; la Anaconda se lanzó sobre los metales no ferrrosos, y .la Unión Carbide
sobre los plásticos, los -productos químicos y la petroquímica; Americancan, American
Machine and Foundry y otras colegas se apoderaron de seis empresas nacionales de
mecánica y metalurgia; la Companhia de Mineraçao Geral, una de las mayores fábricas
metalúrgicas de Brasil, fue comprada a precio de ruina por un consorcio del que
participan la Bethlehem Steel, el Chase Manhattan Bank y la Standard Oil. Resultaron
sensacionales las conclusiones de una comisión parlamentaria formada para investigar
el tema, pero el régimen militar cerró las puertas del Congreso y el público brasileño
nunca conoció estos datos68.
68 La comisión llegó a la conclusión de que el capital extranjero controlaba, en 1968, el 40% del mercado de capitales de Brasil, el 62% de su comercio exterior, el 82% del transporte marítimo, el 67% de los transportes aéreos externos, el 100% de la producción de vehículos a motor, el 100% de los neumáticos, más del 80% de la industria farmacéutica, cerca del 50% de la química, el 59% de la producción de máquinas y el 62% de las fábricas de autopiezas, el 48% del aluminio y el 90% del cemento. La mitad del capital extranjero correspondía a las empresas de los Estados Unidos, seguidas en orden de importancia por las firmas alemanas. Interesa advertir, de paso, el peso creciente de las inversiones de Alemania Federal en América Latina. De cada dos automóviles que se fabrican en Brasil, uno proviene de la planta de la Vo1kswagen, que es la más importante de toda la región. La primera fábrica de automóviles en América del Sur fue una empresa alemana, la Mercedes-Benz Argentina, fundada en 1951. Bayer, Hoechst, BASF y Schering dominan buena parte de la industria química en los países latinoamericanos.
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Bajo el gobierno del mariscal Castelo Branco se había firmado un acuerdo de garantía
de inversiones que brindaba virtual extraterritorialidad a las empresas extranjeras, se
habían reducido sus impuestos a la renta y se les había otorgado facilidades
extraordinarias para disfrutar del crédito, a la par que se desataban los torniquetes
aplicados por el anterior gobierno de Goulart al drenaje de las ganancias. La dictadura
tentaba a los capitalistas extranjeros ofreciéndoles el país como los proxenetas ofrecen
a una mujer, y poma el acento donde debía: «El trato a los extranjeros en el Brasil es de
los más liberales del mundo... no hay restricciones a la nacionalidad de los
accionistas... no existe limite al porcentaje de capital registrado que puede ser remitido
como beneficio... no hay limitaciones a la repatriación de capital, y la reinversión de las
ganancias está considerada un incremento del capital original.
Argentina disputa a Brasil d papel de plaza predilecta de las inversiones imperialistas, y
su gobierno militar no se quedaba atrás en la exaltación de las ventajas, en este mismo
período: en el discurso donde definió la política económica argentina, en 1967, el
general Juan Carlos Onganía reafirmaba que las gallinas otorgan al zorro la igualdad de
oportunidades: «Las inversiones extranjeras en Argentina serán consideradas en un pie
de igualdad con las inversiones de origen interno, de acuerdo con la política tradicional
de nuestro país, que nunca ha discriminado contra el capital extranjero». Argentina
tampoco impone limitaciones a la entrada del capital foráneo ni a su gravitación en la
economía nacional, ni a la salida de las ganancias, ni a la repatriación del capital; los
pagos de patentes, regalías y asistencia técnica se hacen libremente. El gobierno exime
de impuestos a las empresas y les brinda tasas especiales de cambio, amén de
muchos otros estímulos y franquicias. Entre 1963 y 1968, fueron desnacionalizadas
cincuenta importantes empresas argentinas, veintinueve de las cuales cayeron en
manos norteamericanas, en sectores tan diversos como la fundición de acero, la
fabricación de automóviles y de repuestos, la petroquímica, la química, la industria
eléctrica, el papel o los cigarrillos. En 1962, dos empresas nacionales de capital
privado, Siam Di Tena e Industrias Kaiser Argentinas, figuraban entre las cinco
empresas industriales más grandes de América Latina; en 1967 ambas habían sido
capturadas por el capital imperialista. Entre las más poderosas empresas del país, que
facturan ventas por más de siete mil millones de pesos anuales cada una, la mitad del
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valor total de las ventas pertenece a firmas extranjeras, un tercio a organismos del
Estado y apenas un sexto a sociedades privadas de capital argentino. México congrega
casi la tercera parte de las inversiones norteamericanas en la industria manufacturera
de América Latina. Tampoco este país opone restricciones a la transferencia de
capitales ni a la repatriación de utilidades; las restricciones cambiarias brillan por su
ausencia. La mexicanización obligatoria de los capitales, que impone una mayoría
nacional de las acciones en algunas industrias, «ha sido bien acogida, en términos
generales, por los inversionistas extranjeros, quienes han reconocido públicamente
diversas ventajas a la creación de empresas mixtas», según declaraba en 1967 el
Secretario de Industria y Comercio del gobierno: «Cabe hacer notar que aun empresas
de renombre internacional han adoptado esta forma de asociación de compañías que
han establecido en México, y es también importante destacar que la política de
mexicanización de la industria no solamente no ha desalentado a la inversión extranjera
en México, sino que después de que la corriente de esa inversión rompió un récord en
1965, el volumen alcanzado en ese año fue nuevamente superado en 1966». En 1962,
de las cien empresas más importantes de México, 56 estaban total o parcialmente
controladas por el capital extranjero, veinticuatro pertenecían al Estado y veinte al
capital privado mexicano. Estas veinte empresas privadas de capital nacional apenas
participaban en poco más de una séptima parte del volumen total de ventas de las cien
empresas consideradas;". Actualmente, las grandes firmas extranjeras dominan más de
la mitad de los capitales invertidos en computadoras, equipos de oficina, maquinarias y
equipos industriales; General Motors, Ford, Chrysler y Volkswagen han consolidado su
poderío sobre la industria de automóviles y la red de fábricas auxiliares; la nueva
industria química pertenece a la Du Pont, Monsanto, Imperial Chemical, Allied
Chemical, Union Carbide y Cyanamid; los laboratorios principales están en manos de la
Parke Davis, Merck & Co., Sidney Ross y Squibb; la influencia de la Celanese es
decisiva en la fabricación de fibras artificiales; Anderson Clayton y Lieber Brothers
disponen en medida creciente de los aceites comestibles, y los capitales extranjeros
participan abrumadoramente de la producción de : cemento, cigarrillos, caucho y
derivados, artículos para d hogar y alimentos diversos.
Eduardo Galeano
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EL BOMBARDEO DEL FONDO MONETARIO INTERNACIONAL FACILITA EL DESEMBARCO DE LOS CONQUISTADORES
Dos de los ministros de gobierno que declararon ante la comisión parlamentaria sobre
la desnacionalización industrial de Brasil reconocieron que las medidas adoptadas bajo
el gobierno de Castelo Branco para permitir el flujo directo del crédito externo a la
empresas habían dejado en inferioridad de condiciones a las fábricas de capital
nacional. Ambos se referían a la célebre Instrucción 289, de principios de 1965: las
empresas extranjeras obtenían préstamos fuera de fronteras a un siete u ocho por
ciento, con un tipo especial de cambio que el gobierno garantizaba en caso de
devaluación del cruzeiro, mientras las empresas nacionales debían pagar cerca de un
cincuenta por ciento de intereses por los créditos que arduamente conseguían dentro
de su país. El inventor de la medida, Roberto Campos, la explicó así: «Obviamente, el
mundo es desigual. Hay quien nace inteligente y hay quien nace tonto. Hay quien nace
atleta y hay quien nace tullido. El mundo se compone de pequeñas y grandes
empresas. Unos mueren temprano, en el primor de su vida; otros se arrastran,
criminalmente, por una larga existencia inútil. Hay una desigualdad básica fundamental
en la naturaleza humana, en la condición de las cosas. A esto no escapa el mecanismo
del crédito. Postular que las empresas nacionales deban tener el mismo acceso que las
empresas extranjeras al crédito extranjero es simplemente desconocer las realidades
básicas de la economía...»69. De acuerdo con los términos de este breve pero jugoso
Manifiesto capitalista, la ley de la selva es el código que naturalmente rige la vida
humana y la injusticia no existe, puesto que lo que conocemos por injusticia no es más
que la expresión de la cruel armonía del universo: los países pobres son pobres
porque... son pobres; el destino está escrito en los astros y sólo nacemos para
cumplirlo: unos, condenados a obedecer; otros, señalados para mandar. Unos poniendo
el cuello y otros poniendo la soga. El autor fue el artífice de la política del Fondo
Monetario Internacional en Brasil.
69 Testimonios del ministro Roberto Campos, en el informe de la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre las transacciones efectuadas entre empresas nacionales y extranjeras, Versión dactilográfica. Cámara de Diputados, Brasilia, 6 de septiembre de 1968.Poco tiempo después, Campos publicó una curiosa interpretación de las actitudes nacionalistas del gobierno de Perú. Según él, la expropiación de la Standard Oil por parte del gobierno del general Velasco Alvarado no era más que una “exhibición de masculinidad”. El nacionalismo, escribió, no tiene otro objeto que satisfacer la primitiva necesidad de odio del ser humano. Pero, agregó, “el orgullo no genera inversiones, no aumenta el caudal de capitales ...” (En el diario O Globo, 25 de febrero de 1969).
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Como en los demás países de América Latina, la puesta en práctica de las recetas del
Fondo Monetario Internacional sirvió para que los conquistadores extranjeros entraran
pisando tierra arrasada. Desde fines de la década del cincuenta, la recesión económica,
la inestabilidad monetaria, la sequía del crédito y el abatimiento del poder adquisitivo
del mercado interno han contribuido fuertemente en la tarea de voltear a la industria
nacional y ponerla a los pies de las corporaciones imperialistas. So pretexto de la
mágica estabilización monetaria, el Fondo Monetario Internacional, que
interesadamente confunde la fiebre con la enfermedad y la inflación con la crisis de las
estructuras en vigencia, impone en América Latina una política que agudiza los
desequilibrios en lugar de aliviarlos. Liberaliza el comercio, prohibiendo los cambios
múltiples y los convenios de trueque, obliga a contraer hasta la asfixia los créditos
internos, congela los salarios y desalienta la actividad estatal. Al programa agrega las
fuertes devaluaciones monetarias, teóricamente destinadas a devolver su valor real a la
moneda y a estimular las exportaciones. En realidad, las devaluaciones sólo estimulan
la concentración interna de capitales en beneficio de las clases dominantes y propician
la absorción de las empresas nacionales por parte de los que llegan desde fuera con un
puñado de dólares en las maletas.
En toda América Latina, el sistema produce mucho menos de lo que necesita consumir,
y la inflación resulta de esta impotencia estructural. Pero el FMI no ataca las causas de
la oferta insuficiente del aparato de producción, sino que lanza sus cargas de caballería
contra las consecuencias, aplastando aún más la mezquina capacidad de consumo del
mercado interno de consumo: una demanda excesiva, en estas tierras de hambrientos,
tendría la culpa de la inflación. Sus fórmulas no sólo han fracasado en la estabilización
y en el desarrollo, sino que además han intensificado el estrangulamiento externo de los
países, han aumentado la miseria de las grandes masas desposeídas, poniendo al rojo
vivo las tensiones sociales, y han precipitado la desnacionalización económica y
financiera, al influjo de los sagrados mandamientos de la libertad de comercio, la
libertad de competencia y la libertad de movimiento de los capitales.
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Los Estados Unidos, que emplean un vasto sistema proteccionista —aranceles, cuotas,
subsidios internos— jamás han merecido la menor observación del FMI. En cambio,
con América Latina, el FMI ha sido inflexible: para eso nació. Desde que Chile aceptó la
primera de sus misiones en 1954, los consejos del FMI se extendieron por todas partes,
y la mayoría de los gobiernos sigue hoy día, ciegamente, sus orientaciones. La
terapéutica empeora al enfermo para mejor imponerle la droga de los empréstitos y las
inversiones. El FMI proporciona préstamos o da la imprescindible luz verde para que
otros los proporcionen. Nacido en Estados Unidos, con sede en Estados Unidos y al
servicio de Estados Unidos, el Fondo opera, en efecto, como un inspector internacional,
sin cuyo visto bueno la banca norteamericana no afloja los cordones de la bolsa; el
Banco Mundial, la Agencia para el Desarrollo Internacional y otros organismos
filantrópicos de alcance universal también condicionan sus créditos a la firma y el
cumplimiento de las Cartas de intenciones de los gobiernos ante el omnipotente
organismo. Todos los países latinoamericanos reunidos no alcanzan a sumar la mitad
de los votos de que disponen los Estados Unidos para orientar la política de este
supremo hacedor del equilibrio monetario en el mundo: el FMI fue creado para
institucionalizar el predominio financiero de Wall Street sobre el planeta entero, cuando
a fines de la segunda guerra el dólar inauguró su hegemonía como moneda
internacional. Nunca fue infiel al amo.
La burguesía nacional latinoamericana tiene, bien es cierto, vocación de rentista, y no
ha opuesto diques considerables a la avalancha extranjera sobre la industria, pero
también es cierto que las corporaciones imperialistas han utilizado toda una gama de
métodos del arrasamiento. El bombardeo previo del FMI facilitó la penetración. Así, se
han conquistado empresas mediante un simple golpe de teléfono, después de una
brusca caída en las cotizaciones de la bolsa, a cambio de un poco de oxígeno traducido
en acciones, o bien ejecutando alguna deuda por abastecimientos o por el uso de
patentes, marcas o innovaciones técnicas. Las deudas, multiplicadas por las
devaluaciones monetarias que obligan a las empresas locales a pagar más moneda
nacional por sus compromisos en dólares, se convierten así en una trampa mortal. La
dependencia en el suministro de la tecnología se paga caro: el know-how de las
corporaciones incluye una gran pericia en el arte de devorar al prójimo. Uno. de los
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últimos mohicanos de la industria nacional brasileña declaraba, hace menos de tres
años, desde un diario carioca: «La experiencia demuestra que el producto de la venta
de una empresa nacional muchas veces ni llega a Brasil, y queda rindiendo intereses
en el mercado financiero del país comprador».
Los acreedores cobraron quedándose con las instalaciones y las máquinas de los
deudores. Las cifras del Banco Central del Brasil indican que no menos de la quinta
parte de las nuevas inversiones industriales en 1965, 1966 Y 1967 correspondió en
realidad a la conversión de las deudas impagas en inversiones.
Al chantaje financiero y tecnológico se suma la competencia desleal y libre del fuerte
frente al débil. Como las filiales de las grandes corporaciones multinacionales integran
una estructura mundial, pueden darse el lujo de perder dinero durante un año, o dos, o
el tiempo que fuere necesario. Bajan, pues, los precios, y se sientan a esperar la
rendición del acosado. Los bancos colaboran con el sitio: la empresa nacional no es tan
solvente como parecía: se le niegan víveres. Acorralada, la empresa no tarda en
levantar la bandera blanca. El capitalista local se convierte en socia menor o en
funcionario de sus vencedores. O conquista la más codiciada de las suertes: cobra el
rescate de sus bienes en acciones de la casa matriz extranjera y termina sus días
viviendo gordamente una vida de rentista. A propósito del dumping de precios, resulta
ilustrativa la historia de la captura de una fábrica brasileña de cintas adhesivas, la
Adesite, por parte de la poderosa Union Carbide. La Scotch, conocida empresa con
sede en Minnesota y tentáculos universales, empezó a vender cada vez más baratas
sus propias cintas adhesivas en el mercado brasileño. Las ventas de la Adesite iban
descendiendo. Los bancos le cortaron los créditos. La Scotch continuaba bajando sus
precios: cayeron en un treinta por ciento, después en un cuarenta por ciento. Y apareció
entonces la Union Carbide en escena: compro la fábrica brasileña a precio de
desesperación. Posteriormente, la Union Carbide y la Scotch se entendieron para
repartirse el mercado nacional en dos partes: dividieron a Brasil, la mitad para cada
una. Y, de común acuerdo, elevaron el precio de las cintas adhesivas en un cincuenta
por ciento. Era la digestión. La ley antitrust, de los viejos tiempos de Vargas, había sido
derogada años atrás.
Eduardo Galeano
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La propia Organización de Estados Americanos reconoce que la abundancia de
recursos financieros de las filiales norteamericanas, “en momentos de muy escasa
liquidez para las empresas nacionales, ha propiciado, en ocasiones, que algunas de
esas empresas nacionales fuesen adquiridas por intereses extranjeros”. La penuria de
recursos financieros, agudizada por la contracción del crédito interno impuesta por el
Fondo Monetario, ahoga a las fábricas locales. Pero el mismo documento de la OEA
informa que nada menos que el 95,7 por ciento de los fondos requeridos por las
empresas norteamericanas para su normal funcionamiento y desarrollo en América
Latina provienen de fuentes latinoamericanas, en forma de créditos, empréstitos y
utilidades reinvertidas. Esa proporción es del ochenta por ciento en el caso de las
industrias manufactureras.
LOS ESTADOS UNIDOS CUIDAN SU AHORRO INTERNO, PERO DISPONEN DEL AJENO: LA INVASIÓN DE LOS BANCOS
La canalización de los recursos nacionales en dirección a las filiales imperialistas se
explica en gran medida por la proliferación de las sucursales bancarias
norteamericanas que han brotado, como los hongos después de la lluvia, durante estos
últimos años, a lo largo y a lo ancho de América Latina. La ofensiva sobre el ahorro
local de los satélites está vinculada al crónico déficit de la balanza de pagos de los
Estados Unidos, que obliga a contener las inversiones en el extranjero, y al dramático
deterioro del dólar como moneda del mundo. América Latina proporciona: la saliva
además de la comida, y los Estados Unidos se limitan a poner la boca. La
desnacionalización de la industria ha resultado un regalo.
Según el International Banking Survey, había setenta y ocho sucursales de bancos
norteamericanos al sur del río Bravo en 1964, pero en 1967 ya eran 133. Tenían 810
millones de dó1ares de depósitos en el 64, y en el 67 ya sumaban 1.270 millones.
Luego, en 1968 y 1969, la banca extranjera avanzó con ímpetu: el First National City
Bank cuenta, en la actualidad, nada menos que con ciento diez filiales sembradas en
diecisiete países de América Latina. La cifra incluye a varios bancos nacionales
adquiridos por el City en los últimos tiempos. El Chase Manhattan Bank, del grupo
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Rockefeller, adquirió en 1962 el Banco Lar Brasileiro, con treinta y cuatro sucursales en
Brasil; en 1964, el Banco Continental, con cuarenta y dos agencias en Perú; en 1967, el
Banco del Comercio, con ciento veinte sucursales en Colombia y Panamá, y el Banco
Atlántida, con veinticuatro agencias en Honduras; en 1968, el Banco Argentino de
Comercio. La revolución cubana había nacionalizado veinte agencias bancarias de los
Estados Unidos, pero los bancos se han recuperado con creces de aquel duro golpe:
sólo en el curso de 1968, más de setenta nuevas filiales de bancos norteamericanos
fueron abiertas en América Central, el Caribe y los países más pequeños de América
del Sur.
Es imposible conocer el simultáneo aumento de las actividades paralelas -subsidiarias,
holdings, financieras, oficinas de representación- en su magnitud exacta, pero se sabe
que en igualo mayor proporción han crecido los fondos latinoamericanos absorbidos por
bancos que aunque no operan abiertamente como sucursales, están controlados desde
fuera a través de decisivos paquetes de acciones o por la apertura de líneas externas
de crédito severamente, condicionadas.
Toda esta invasión bancaria sirve para desviar el ahorro latinoamericano hacia las
empresas norteamericanas que operan en la región, mientras las empresas nacionales
caen estranguladas por la falta de crédito. Los departamentos de relaciones públicas de
varios bancos norteamericanos que operan en el exterior pregonan sin rubores que su
propósito más importante consiste en canalizar el ahorro interno de los países donde
operan para el uso de las corporaciones multinacionales que son clientes de sus casas
matrices. Echemos al vuelo la imaginación: ¿podría un banco latinoamericano
instalarse en Nueva York para captar el ahorro nacional de los Estados Unidos? La
burbuja estalla en .el aire: esta insólita aventura está expresamente prohibida. Ningún
banco extranjero puede operar, en Estados Unidos, como receptor de depósitos de los
ciudadanos norteamericanos. En cambio, los bancos de los Estados Unidos disponen a
su antojo, a través de las numerosas filiales, del ahorro nacional latinoamericano.
América Latina vela por la norteamericanización de las finanzas, tan ardientemente
como los Estados Unidos. En junio de 1966, sin embargo, el Banco Brasileiro de
Descontos consultó a sus accionistas para tomar una resolución de gran vigor
nacionalista.
Eduardo Galeano
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Imprimió la frase Nós confiamos em Deus en todos sus documentos. Orgullosamente,
el banco hizo notar que el dólar ostenta el lema In God We Trust.
Los bancos latinoamericanos, incluso los invictos, no infiltrados ni copados por los
capitales extranjeros, no orientan los créditos en un sentido distinto al de las filiales del
City, el Chase o el Bank of America: ellos también prefieren atender la demanda de las
empresas industriales y comerciales extranjeras, que cuentan con garantías sólidas y
operan por volúmenes muy amplios.
UN IMPERIO QUE IMPORTA CAPITALES
El «Programa de acción económica del gobierno», elaborado por Roberto Campos,
preveía que, como respuesta a su política benefactora:, los capitales afluirían del
exterior para impulsar el desarrollo de Brasil y contribuir a su estabilización económica y
financieras70. Se anunciaron para 1965 nuevas inversiones directas, de origen
extranjero, por cien millones de dólares. Llegaron setenta. Para los años siguientes, se
aseguraba, el nivel superaría las previsiones del 65, pero las convocatorias resultaron
inútiles. En 1967 ingresaron 76 millones; la evasión por ganancias y dividendos:
asistencia técnica, patentes, royalties o regalías y uso de marcas superó en más de
cuatro veces a la inversión nueva. Y a estas sangrías habría que agregar, aún, las
remesas clandestinas. El Banco Central admite que, fuera de las vías legales,
emigraron de Brasil ciento veinte millones de dólares en 1967.
Lo que se fue es, como se ve, infinitamente más que lo que entró. En definitiva, las
cifras de nuevas inversiones directas en los años claves de la desnacionalización
industrial -1965, 1966, 1967- estuvieron muy por debajo del nivel de 1961 71. Las
inversiones en la industria congregan la mayor parte de los capitales norteamericanos
en Brasil, pero suman menos del cuatro por ciento del total de las inversiones de los
Estados Unidos en las manufacturas mundiales. Las de Argentina llegan apenas al tres 70 Ministerio do Planejamento e Coordenacao Economica, Programa de Acao Economica do Gobernó, Río de Janeiro, noviembre de 1964. Dos años después, hablando en la Universidad Mackenzie, de Sao Paulo, Campos insistía: “Ya que la economía en proceso de organización no disponen de recursos para dinamizarse, por el simple hecho de que si los tuviesen no estarían en atraso, es lícito aceptar el concurso de todos cuantos quieran correr con nosotros los riesgos de la aventura maravillosa que es el progreso, para recibir de él una parte de los frutos” (22 de diciembre 1966).71 “Las remesas desde Brasil muestran un alza desde la legislación de 1965”, celebra el órgano del Departamento de Comercio de los Estados Unidos. “Aumenta el flujo de intereses, beneficios, dividendos y regalías; los términos y las condiciones de los préstamos están sujetos al compromiso con el Fondo Monetario Internacional”. International Comerce, 24 de abril de 1967.
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por ciento; las de México al tres y medio. La digestión de los mayores parques
industriales de América Latina no ha exigido grandes sacrificios a 'Wall Street.
«Lo que caracteriza al capitalismo moderno, en el que impera el monopolio, es la
exportación de capital», había escrito Lenin. En nuestros días, como han hecho notar
Baran y Sweezy, el imperialismo importa capitales de los países donde opera. En el
período 1950-67, las nuevas inversiones norteamericanas en América Latina
totalizaron, sin incluir las utilidades reinvertidas, 3.921 millones de dólares. En el mismo
período, las utilidades y dividendos remito dos al exterior por las empresas sumaron
12.8191 millones. Las ganancias drenadas han superado en más de tres veces el
monto de los nuevos capitales incorporados a la región72. Desde entonces, según la
CEPAL, nuevamente creció la sangría de los beneficios, que en los últimos años
exceden en cinco veces a las inversiones nuevas; Argentina, Brasil y México han
sufrido los mayores aumentos de la evasión. Pero éste es un cálculo conservador.
Buena parte de los fondos repatriados por conceptos de amortización de deuda
corresponde en realidad a las utilidades de las inversiones, y las cifras no incluyen
tampoco las remesas al exterior por pagos de patentes, royalties y asistencia técnica, ni
computan otras transferencias invisibles que suelen esconderse tras los velos del rubro
«errores y omisiones»73, ni tienen en cuenta las ganancias que las corporaciones
reciben al inflar los precios de los abastecimientos que proporcionan sus filiales y al
inflar también, con igual entusiasmo, sus costos de operación.
La imaginación de las empresas hace otro tanto con las inversiones mismas. En efecto,
como el vértigo del progreso tecnológico abrevia cada vez más los plazos de
renovación del capital fijo en las economías avanzadas, la gran mayoría de las
instalaciones y los equipos fabriles exportados a los países de América Latina han
cumplido anteriormente un ciclo de vida útil en sus lugares de origen. La amortización,
pues, ha sido ya hecha, en forma total o parcial. A los efectos de la inversión en el
exterior, este detalle no se toma en cuenta: el valor atribuido a las maquinarias,
arbitrariamente elevado, no seria, por cierto, ni la sombra de lo que es, si se
72 Secretaría General de la OEA, op. cit. Ya el presidente Kennedy había reconocido que en 1960, “del mundo subdesarrollado, que tiene necesidad de capitales, hemos retirado 1.300 millones de dólares mientras sólo le exportábamos doscientos millones en capitales de inversión” (discurso ante el congreso de la AFL-CIO, en Miami, el 8 de diciembre de 1961).73 Los misteriosos errores y omisiones sumaron, por ejemplo, entre 1955 y 1966, más de mil millones de dólares en Venezuela, 743 millones en Argentina, 714 millones en Brasil, 310 millones en Uruguay. Naciones Unidas, CEPAL, op. cit.
Eduardo Galeano
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consideraran los frecuentes casos de desgaste previo. Por lo demás, la casa matriz; no
tiene por qué meterse en gastos para producir en América Latina los bienes que antes
le vendía desde lejos. Los gobiernos se encargan de evitarlo, adelantando recursos a la
filial que llega a instalarse y cumplir su misión redentora: la filial tiene acceso al crédito
local a partir del momento en que clava un cartel en el terreno donde levantará su
fábrica; cuenta con privilegios cambiarios para sus importaciones —compras que la
empresa suele hacerse a sí misma— y hasta puede asegurarse, en algunos países, un
tipo de cambio especial para pagar sus deudas con el exterior, que frecuentemente son
deudas con la rama financiera de la misma corporación. Un cálculo realizado por la
revista Fichas indica que las divisas insumidas entre 1961 y 19647 por la industria
automotriz en la Argentina son tres veces y media mayores que el monto necesario
para construir diecisiete centrales termoeléctricas y deis centrales hidroeléctricas con
una potencia total de más de dos mil doscientos megawatios, y equivalen al valor de las
importaciones de maquinarias y equipos requeridas durante once años por las
industrias dinámicas para provocar un incremento anual del
2,8 por ciento en el producto por habitante.
LOS TECNÓCRATAS EXIGEN LA BOLSA O LA VIDA CON MÁS EFICACIA QUE LOS “MARINES”.
Al llevarse muchos más dólares de los que traen, las empresas contribuyen a agudizar
la crónica hambre de divisas de la región; los países «beneficiados se descapitalizan en
vez de capitalizarse. Entra en acción, entonces, el mecanismo del empréstito. Los
organismos internacionales de crédito desempeñan una función muy importante en el
desmantelamiento de las débiles ciudadelas defensivas de la industria latinoamericana
de capital nacional, y en la consolidación de las estructuras neocoloniales. La ayuda
funciona como el filántropo del cuento, que le había puesto una pata de palo a su
chanchito, pero era porque se lo estaba comiendo de a poco. El déficit de la balanza de
pagos de los Estados Unidos, provocado por los gastos militares y la ayuda extranjera,
crítica espada de Damocles sobre la prosperidad norteamericana, hace posible, al
mismo tiempo, esa prosperidad: el Imperio envía el exterior sus marines para salvar los
dólares de sus monopolios cuando corren peligro y, más eficazmente, difunde también
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sus tecnócrata y sus empréstitos para ampliar los negocios y asegurar las materias
primas y los mercados.
El capitalismo de nuestros días exhibe, en su centro universal de poder, una identidad
evidente de los monopolios privados y el aparato estatal. Las corporaciones
multinacionales utilizan directamente al Estado para acumular, multiplicar y concentrar
capitales, profundizar la revolución tecnológica, militarizar la economía y, mediante
diversos mecanismos, asegurar el éxito de la norteamericanización del mundo
capitalista. El Eximbank, Banco de Exportación e Importación, la AID, Agencia para el
Desarrollo Internacional, y otros organismos menores cumplen sus funciones en este
último sentido; también operan así algunos organismos presuntamente internacionales
en los que los Estados Unidos ejercen su incontestable hegemonía: el Fondo Monetario
Internacional
y su hermano gemelo, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, y el BID,
Banco Interamericano de Desarrollo, que se arrogan el derecho de decidir la política
económica que han de seguir los países que solicitan los créditos. Lanzándose
exitosamente al asalto de sus bancos centrales y de sus ministerios decisivos, se
apoderan de todos los datos secreto de la economía y las finanzas, redactan e imponen
leyes nacionales, y prohíben o autorizan las medidas de los gobiernos, cuyas
orientaciones dibujan con pelos y señales.
La caridad internacional no existe; empieza por casa, también para los Estados Unidos.
La ayuda externa desempeña, en primer lugar. una función interna: la economía
norteamericana se ayuda a sí misma. El propio Roberto Campos la definía, en los
tiempos en que era embajador del gobierno nacionalista de Goulart, como un programa
de ampliación de mercados en el extranjero destinado a la absorción de los excedentes
norteamericanos y al alivio de la superproducción en la industria de exportación de los
Estados Unidos. El Departamento de Comercio de los Estados Unidos celebraba la
buena marcha de la Alianza para el Progreso, a poco de nacida, advirtiendo que había
creado nuevos negocios y fuentes de trabajo para empresas privadas de cuarenta y
cuatro estados norteamericanos. Más recientemente, en su mensaje al Congreso de
enero de 1968, el presidente Johnson aseguró que más del noventa por ciento de la
ayuda externa norteamericana de 1969 se aplicaría a financiar compras en los Estados
Eduardo Galeano
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Unidos, “y he intensificado personalmente y en forma directa los esfuerzos para
incrementar este porcentaje”. Los cables trasmitieron, en octubre del 69, las explosivas
declaraciones del presidente del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso,
Carlos Sanz de Santamaría, quien expresó en Nueva York que la ayuda había
resultado un muy buen negocio para la economía de los Estados Unidos, así como para
la tesorería de ese país. Desde que, a fines de la década del cincuenta, hizo crisis el
desequilibrio de la balanza norteamericana de pagos, los préstamos fueron
condicionados a la adquisición de los bienes industriales norteamericanos, por lo
general más caros que otros productos similares en otras partes del mundo. Más
recientemente se pusieron en acción ciertos mecanismos, como las «listas negativas»,
para evitar que los créditos sirvan a la exportación de los artículos que los Estados
Unidos pueden colocar en el mercado mundial, en buenas condiciones competitivas, sin
recurrir al expediente de la auto filantropía. Las posteriores «listas positivas. han hecho
posible, a través de la ayuda, la venta de ciertas manufacturas norteamericanas a
precios que son entre un treinta y un cincuenta por ciento más altos que los de otras
fuentes internacionales. La atadura del financiamiento -dice la OEA en el documento ya
citado- otorga «un subsidio general a las exportaciones norteamericanas». Las firmas
fabricantes de maquinarias sufren serias desventajas de precios en el mercado
internacional, según confiesa el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, «a
menos que puedan aprovechar el financiamiento más liberal que se puede obtener bajo
los diversos programas de ayuda.
Cuando Richard Nixon prometió desatar la ayuda, en un discurso de fines de 1969, sólo
se refirió a la posibilidad de que las compras pudieran efectuarse, alternativamente, en
los países latinoamericanos. Este ya era, desde antes, el caso de los préstamos que el
Banco Interamericano de Desarrollo otorga con cargo a su Fondo para Operaciones
Especiales. Pero la experiencia muestra que los Estados Unidos, o las filiales
latinoamericanas de sus corporaciones, resultan siempre los proveedores finalmente
elegidos en los contratos. Los préstamos de la AID, el Eximbank y, en su mayoría, los
del BID, exigen también que no menos de la mitad de los embarques se realice en
barcos de bandera norteamericana. Los fletes de los buques de los Estados Unidos
resultan tan caros que en algunos casos llegan hasta a duplicar los precios de las
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líneas navieras más baratas disponibles en el mundo. Normalmente, son también
norteamericanas las empresas que aseguran las mercaderías transportadas, y
norteamericanos los bancos a través de los cuales las operaciones se concretan.
La Organización de Estados Americanos ha hecho una reveladora estimación de la
magnitud de la ayuda real que América Latina recibe. Una vez separada la paja del
grano, se llega a la conclusión de que apenas el 38 por ciento de la ayuda nominal
puede considerarse ayuda real. Los préstamos para industria, minería, comunicaciones,
y los créditos compensatorios, sólo constituyen ayuda en una quinta parte del total
autorizado. En el caso del Eximbank, la ayuda viaja de sur a norte: el financiamiento
otorgado por el Eximbank, dice la OEA, en lugar de significar ayuda, implica un costo
adicional para la región, en virtud de los sobreprecios de los artículos que los Estados
Unidos exportan por su intermedio.
América Latina proporciona la mayoría de los recursos ordinarios de capital del Banco
Interamericano de Desarrollo. Pero los documentos del BID llevan, además de sello
propio, el emblema de la Alianza para el Progreso, y los Estados Unidos son el único
país que cuenta con poder de veto en su seno; los votos de los países
latinoamericanos, proporcionales a sus aportes de capital, no reúnen los dos tercios de
mayoría necesarios para las resoluciones importantes. “Si bien el poder de veto de los
Estados Unidos sobre los préstamos del BID no ha sido usado, la amenaza de la
utilización del veto para propósitos políticos ha influido sobre las decisiones”, reconocía
Nelson Rockefeller, en agosto de 1969, en su célebre informe a Nixon. En la mayor
parte de los préstamos que concede, el BID impone las mismas condiciones que los
organismos abiertamente norteamericanos: la obligación de utilizar los fondos en
mercancías de los Estados Unidos y transportar por lo menos la mitad bajo la bandera
de las barras y las estrellas, amén de la mención expresa de la Alianza para el
Progreso en la publicidad. El BID determina la política de tarifas y de impuestos de los
servicios que toca con su varita de hada buena; decide a cuánto debe cobrarse el agua
y fija los impuestos para el alcantarillado o las viviendas, previa propuesta de los
consultores norteamericanos designados con su venia. Aprueba los planos de las
obras, redacta las licitaciones, administra los fondos y vigila el cumplimiento74. En la
74 Por ejemplo, en Uruguay, el texto del contrato firmado el 21 de mayo de 1963 entre el BID y el gobierno departamental de Montevideo, para la ampliación del alcantarillado.
Eduardo Galeano
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tarea de reestructurar la enseñanza superior de la región de acuerdo con las pautas del
neocolonialismo cultural, el BID ha desempeñado un fructífero papel. Sus préstamos a
las universidades bloquean la posibilidad de modificar, sin su conocimiento y su
permiso, las leyes orgánicas o los estatutos, y a la vez impone determinadas reformas
docentes, administrativas y financieras. El secretario general de la OEA designa el
árbitro en caso de controversias75.
Los contratos de la Agencia para el Desarrollo Internacional, AID, no sólo implican
mercancías y fletes norteamericanos, sino que, además, habitualmente prohíben el
comercio con Cuba y Vietnam del Norte y obligan a aceptar la tutela administrativa de
sus técnicos. Para compensar el desnivel de precios entre los tractores o los
fertilizantes de Estados Unidos y los que pueden obtenerse, más baratos, en el
mercado mundial, imponen la eliminación de los impuestos y aranceles aduaneros para
los productos importados con los créditos. La ayuda de la AID incluye jeeps y armas
modernas destinadas a la policía, para que el orden interior de los países pueda ser
debidamente salvaguardado. No en vano un tercio de los créditos de la AID se obtiene
inmediatamente después de su aprobación, pero los dos tercios restantes se
condicionan al visto bueno del Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas
normalmente desatan el incendio de la agitación social. Y por si el FMI no hubiera
logrado desmontar, pieza por pieza, como se desmonta un reloj, todos los mecanismos
de la soberanía, la AID suele exigir también, de paso, la aprobación de determinadas
leyes o decretos. La AID es el vehículo principal de los fondos de la Alianza para el
Progreso. El Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso obtuvo del gobierno
uruguayo, por no citar más que un ejemplo de los laberintos de la generosidad, la firma
de un compromiso por el cual los ingresos y los egresos de los entes del Estado, así
como la política oficial en materia de tarifas, salarios e inversiones, pasaron al control
directo de este organismo extranjero. Pero las condiciones más lesivas rara vez figuran
en los textos de los contratos y los compromisos públicos, y se esconden en las
secretas disposiciones complementarias. El parlamento uruguayo nunca supo que el
gobierno había aceptado, en marzo de 1968, poner un límite a las exportaciones de
75 Por ejemplo, en Bolivia, el texto del contrato firmado el 1° de abril de 1966 entre el BID y la Universidad Mayor de San Simón, en Cochabamba, para mejorar la enseñanza de las ciencias agrícolas.
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arroz de ese año, para que el país pudiera recibir harina, maíz y sorgo al amparo de la
ley de excedentes agrícolas de los Estados Unidos.
Muchas dagas brillan bajo la capa de la asistencia a los países pobres. Teodoro
Moscoso, que fuera administrador general de la Alianza para el Progreso confesó:
«...puede ocurrir que los Estados Unidos necesiten el voto de un país determinado en la
Organización de las Naciones Unidas, o en la OEA, y es posible que entonces el
gobierno de ese país -siguiendo la consagrada tradición de la fría diplomacia- pida un
precio a cambio. En 1962, el delegado de Haití a la Conferencia de Punta del Este
cambió su voto por un aeropuerto nuevo, y así los Estados Unidos obtuvieron la
mayoría necesaria para expulsar a Cuba de la Organización de Estados Americanos76.
El ex dictador de Guatemala, Miguel Ydigoras Fuentes, ha declarado que tuvo que
amenazar a los norteamericanos con que negaría el voto de su país a las conferencias
de la Alianza para el Progreso, para que ellos cumplieran con su promesa de comprarle
más azúcar. Podría resultar a primera vista, paradójico que Brasil haya sido el país más
favorecido por la Alianza para el Progreso durante el gobierno nacionalista de Joao
Goulart (1961-64). Pero la paradoja cesa, no bien se conoce la distribución interna de la
ayuda recibida: los créditos de la Alanza fueron sembrados como minas explosivas en
el camino de Goulart. Carlos Lacerda, gobernador de Guanabara y, por entonces, líder
de la extrema derecha, obtuvo siete veces más dólares que todo el nordeste: el estado
de Guanabara, con sus escasos cuatro millones de habitantes, pudo así inventar
hermosos jardines para turistas en los bordes de la bahía más espectacular del mundo,
y los nordestinos siguieron siendo la llaga viva de América Latina.
En junio de 1964, ya triunfante el golpe de Estado que instaló en el poder a Castelo
Branco, Thomas Mann, subsecretario de Estado para asuntos interamericanos y brazo
derecho del presidente Johnson, explicó: “Los Estados Unidos distribuyeron entre los
gobernadores eficientes de ciertos estados brasileños la ayuda que era destinada al
gobierno de Goulart, pensando financiar así la democracia; Washington no dio dinero
alguno para la balanza de pagos o el presupuesto federal, porque eso podía beneficiar
76 También se prometió a la dictadura de Duvalier, en señal de gratitud, una carretera en dirección al aeropuerto. Irving Pflaum (Arena of Decisión. Latin American Crisis, Nueva York, 1965) coinciden en que éste fue un caso de soborno. Pero los Estados Unidos no cumplieron con sus promesas a Haití. Duvalier, “Papa Doc”, guardián de la muerte en la mitología vudú, se sintió estafado. Según dicen, el viejo brujo invocó la ayuda del Diablo para vengarse de Kennedy, y sonrió complacido cuando los balazos de Dallas pusieron fin a la vida del presidente norteamericano.
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directamente al gobierno central”. La administración norteamericana había resuelto
negar cualquier tipo de cooperación al gobierno de Belaúnde Terry, en el Perú, «a
menos que diera las deseadas garantías de que seguiría una política indulgente hacia
la Internacional Petroleum Company. Belaúnde rehusó y como resultado, a fines de
1965 no había recibido aún su parte en la Alianza para el Progreso. Posteriormente,
como se sabe, Belaúnde transó. Y perdió el petróleo y el poder: había obedecido para
sobrevivir. En Bolivia, los préstamos norteamericanos no proporcionaron un solo
centavo para que el país pudiera levantar sus propias fundiciones de estaño, de modo
que el estaño continuó viajando en bruto a Liverpool y desde allí, ya elaborado, a Nueva
York; en cambio, la ayuda dio nacimiento a una burguesía comercial parasitaria, infló la
burocracia, alzó grandes edificios y tendió modernas autopistas y otros elefantes
blancos, en un país que disputa con Haití la más altas tasas de mortalidad infantil de
América Latina. Los créditos de los Estados Unidos o sus organismos internacionales
negaban a Bolivia el derecho de aceptar las ofertas de la Unión Soviética,
Checoslovaquia y Polonia para crear una industria petroquímica, explotar y fundir el
cinc, el plomo y los yacimientos de hierro, e instalar hornos de fundición de estaño y de
antimonio. En cambio, Bolivia quedó obligada a importar productos exclusivamente de
los Estados Unidos. Cuando por fin cayó el gobierno del Movimiento Nacionalista
Revolucionario, devorado en sus cimientos por la ayuda norteamericana, el Embajador
de los Estados Unidos, Douglas Henderson, comenzó a asistir puntualmente a las
reuniones de gabinete del dictador René Barrientos .
Los préstamos ofrecen indicaciones tan precisas como las de un termómetro para
evaluar el clima general de los negocios de cada país, y ayudan a despejar los
nubarrones políticos o las tormentas revolucionarias del transparente cielo de los
millonarios.
«Los Estados Unidos van a concertar su programa de ayuda económica en los países
que muestren la mayor inclinación a favorecer el clima de inversiones, y retirar la ayuda
a los otros países en que una performance satisfactoria no sea demostrada»,
anunciaron, en 1963, diversos hombres de negocios encabezados por David
Rockefeller77. El texto de la ley de ayuda extranjera se hace categórico al disponer la
77 La hija de David, Peggy Rockefeller, decidió poco después irse a vivir a una favela de Río de Janeiro llamada Jacarezinho. Su padre, uno de los hombres más ricos del mundo, viajó a Brasil para atender sus negocios y fue personalmente a la humilde casa de familia que Peggy había elegido,
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suspensión de la asistencia a cualquier gobierno que haya “nacionalizado, expropiado o
adquirido la propiedad o el control de la propiedad perteneciente a cualquier ciudadano
de los Estados Unidos o cualquier corporación, sociedad o asociación”, que
pertenezcan a ciudadanos norteamericanos, en una proporción no inferior a la mitad78.
No en vano el Comité de Comercio de la Alianza para d Progreso cuenta, entre sus
miembros más distinguidos, con los más altos ejecutivos del Chase Manhattan y del
City Bank, la Standard Oil, la Anaconda y la Grace. La AID despeja el camino a los
capitalistas norteamericanos, de múltiples maneras; entre otras, exigiendo la
aprobación de los acuerdos de garantías de las inversiones contra las posibles pérdidas
por guerras, revoluciones, insurrecciones o crisis monetarias. En 1966, según el
Departamento de Comercio de los Estados Unidos, los inversionistas privados
norteamericanos recibieron estas garantías en quince países de América Latina, por
cien proyectos que sumaban más de trescientos millones de dólares, dentro del
Programa de Garantía de Inversiones de la AID.
ADELA no es una canción de la revolución mexicana, sino el nombre de un consorcio
internacional de inversiones. Nació por iniciativa del First Nacional City Bank de Nueva
York, la Standard Oil de Nueva Jersey y la Ford Motor Co. El grupo Mellon se incorporó
con entusiasmo y también poderosas empresas europeas porque, al decir del senador
Jacob Javits, “América Latina proporciona una excelente oportunidad para que los
Estados Unidos, al invitar a Europa a 'entrar', muestren que no buscan una posición de
dominio o exclusividad...”. Pues bien, en su informe anual de 1968, ADELA agradeció
muy especialmente al Banco Interamericano de Desarrollo los empréstitos concedidos
para impulsar los negocios del consorcio en América Latina, y en el mismo sentido
saludó la obra de la Corporación para el Financiamiento Internacional, uno de los
brazos del Banco Mundial. Con ambas instituciones, ADELA está en contacto continuo probó la humilde comida, comprobó con espanto que la casa se llovía y las ratas entraban por debajo de la puerta. Al irse, dejó sobre la mesa un cheque con varios ceros. Peggu vivió allí durante algunos meses, colaborando con los Cuerpos de Paz. Los cheques continuaron llegando. Cada uno de ellos equivalía a lo que el dueño de casa podía ganar en diez años de trabajo. Cuando Peggy finalmente se fue, la casa y la familia Jacarezinho se había transformado. Nunca la favela había conocido tanta opulencia. Peggy había venido del cielo en línea recta. Era como haber ganado todas las loterías juntas. Entonces, el dueño de la casa donde Peggy había vivido pasó a ser la mascota del régimen. Reportajes en la TV y en la radio, artículos en diarios y revistas, la publicidad desatada: él era un ejemplo que todos los brasileños debían imitar. Había salido de la miseria gracias a su inquebrantable voluntad de trabajo y su capacidad de ahorro: vean, vean, él no gasta en aguardiente lo que gana, ahora tiene televisión, refrigerador, muebles nuevo, los chicos calzan zapatos. La propaganda olvidaba un pequeño detalle: la visita del hada Peggy. Porque Brasil tenía noventa millones de habitantes y el milagro se había producido para uno solo.78 Hickenlooper Amendment, Section 620, Foreign Assistance Act. No es casual que este texto legal se refiera explícitamente a las medidas adoptadas contra los intereses norteamericanos “al primero de enero de 1962 o en fecha posterior”. El 16 de febrero de 1962, el gobernador Leonel Brizola había expropiado la compañía d teléfonos del estado brasileño de Río Grande do Sul, subsidiaria de la International Telephone and Telegraph Corporation, y esta decisión había endurecido las relaciones entre Washington y Brasilia. La empresa no aceptaba la indemnización propuesta por el gobierno..
Eduardo Galeano
272
para evitar la duplicación de los esfuerzos y para evaluar las oportunidades de
inversión. Múltiples ejemplos podrían proporcionarse de otras santas alianzas
parecidas. En Argentina, los aportes latinoamericanos a los recursos ordinarios del BID
han servido para beneficiar con muy convenientes empréstitos a empresas como
Petrosur S.A.I.C, filial de la Electric Bond and Share, con más de diez millones
destinados a la construcción de un complejo petroquímico, o para financiar una planta
de piezas de automotores a Armetal S. A., filial de Tbe Budd Co., Filadelfia, USA. Los
créditos de la AID hicieron posible la expansión de la planta de productos químicos de
la Atlántica Richfield Co., en el Brasil, y el Eximbank proporcionó generosos préstamos
a la ICOMI, filial de la Bethlehem Steel en el mismo país. Gracias a los aportes de la
Alianza para el Progreso y el Banco Mundial, la Phillips Petroleum Co. pudo dar
nacimiento en 1966, también en Brasil, al mayor complejo de fábricas de fertilizantes de
América Latina. Todo se computa con cargo a la ayuda, y todo pesa sobre la deuda
externa de los países agraciados por la diosa Fortuna.
Cuando Fidel Castro se dirigió al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional, en
los primeros tiempos de la revolución cubana, para reconstruir las reservas de divisas
extranjeras agotadas por la dictadura de Batista, ambos organismos le respondieron
que primero debía aceptar un programa de estabilización que implicaba, como en todas
partes, el desmantelamiento del Estado y la parálisis de las reformas de estructura. El
Banco Mundial y el FMI actúan estrechamente ligados y al servicio de fines comunes;
nacieron juntos, en Bretton Woods. Los Estados Unidos cuentan con la cuarta parte de
los votos en d Banco Mundial; los veintidós países de América Latina apenas reúnen
menos de la décima parte. El Banco Mundial responde a los Estados Unidos como el
trueno al relámpago.
Según explica el Banco, la mayor parte de sus préstamos se dedica a la construcción
de carreteras y otras vías de comunicación y al desarrollo de las fuentes de energía
eléctrica, «que son una condición esencial para el crecimiento de la empresa privada».
Estas obras de infraestructura facilitan, en efecto, el acceso de las materias primas a
los puertos y a los mercados mundiales, y sirven al progreso de la industria, ya
desnacionalizada, de los países pobres. El Banco Mundial cree que, «en la mayor
medida practicable, la industria competitiva debería dejarse a la empresa privada. Esto
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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no significa que el Banco excluya absolutamente los préstamos a las industrias de
propiedad del Estado, pero sólo asumirá estos financiamientos en los casos en que el
capital privado no resulte accesible, y si se asegura a satisfacción, al cabo de los
exámenes, que la participación del gobierno resultará compatible con la eficiencia de
las operaciones y no tendrá un efecto indebidamente restrictivo sobre la expansión de
la iniciativa y la empresa privadas». Se condicionan los préstamos a la aplicación de la
receta estabilizadora del FMI y al pago puntual de la deuda externa; los préstamos del
Banco son incompatibles con la adopción de políticas de control de las ganancias de las
empresas, “tan restrictivas que las utilidades no pueden operar sobre una base clara, y
aun menos impulsar la expansión futura”. Desde 1968, el Banco Mundial ha derivado en
gran medida sus empréstitos a la promoción del control de la natalidad, los planes de
educación, los negocios agrícolas y el turismo.
Como todas las demás máquinas traganíqueles de las altas finanzas internacionales, el
Banco constituye también un eficaz instrumento de extorsión, en beneficio de poderes
muy concretos. Sus sucesivos presidentes han sido, desde 1946, prominentes hombres
de negocios de los Estados Unidos. Eugene R. Black, que dirigió el Banco Mundial
desde 1949 a 1962, ocupó posteriormente los directorios de numerosas corporaciones
privadas, una de las cuales, la Electric
Bond and Share, es el más poderoso monopolio de la energía eléctrica del planeta 79.
Casualmente, el Banco Mundial obligó a Guatemala, en 1966, a aceptar un acuerdo
honroso con la Electric Bond and Share, como condición previa para la puesta en
práctica del proyecto hidroeléctrico de Jurún-Marinalá: el acuerdo honroso consistía en
el pago de una indemnización abultada por los daños que la empresa pudiera sufrir en
una cuenca que le había sido gratuitamente otorgada pocos años atrás, y, además,
incluía un compromiso del Estado en el sentido de no impedir que la
Bond and Share continuara fijando libremente las tarifas de la electricidad en el país.
Casualmente también, el Banco Mundial impuso a Colombia, en 1967, el pago de
treinta y seis millones de dólares de indemnización a la Compañía Colombiana de
Electricidad, filial de la Bond and Share, por sus envejecidas maquinarias recién
79 “Nuestros programas de ayuda al extranjero ... estimulan el desarrollo de nuevos mercados para las sociedades americanas ... y orientan la economía de los beneficios hacia un sistema de libre empresa en el que las firmas americanas puedan prosperar”. Eugene R. Black en Columbia Journal of Worl Business, vol I, 1965.
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274
nacionalizadas. El Estado colombiano compró así lo que le pertenecía, porque la
concesión a la empresa había vencido en 1944. Tres presidentes del Banco Mundial
integran la constelación de poder de los Rockefeller. John J. MCCloy presidió el
organismo entre 1947 y 1949, y poco después pasó al directorio del Chase Manhattan
Bank. Lo sucedió, al frente del Banco Mundial, Eugene R. Black, que había hecho el
camino inverso: venia del directorio del Chase. George D. Woods, otro hombre de
Rockefeller, heredó a Black en 1963. Casualmente, el Banco Mundial participa en forma
directa, con un décimo del capital y sustanciales empréstitos, de la mayor aventura de
los Rockefeller en Brasil: Petroquímica Uniao, el complejo petroquímico más importante
de América del Sur.
Más de la mitad de los préstamos que recibe América Latina proviene, previa luz verde
del FMI, de los organismos privados y oficiales de los Estados Unidos; los bancos
internacionales suman también un porcentaje importante. El FMI Y el Banco Mundial
ejercen presiones cada vez más intensas para que los países latinoamericanos
remodelen su economía y sus finanzas en función del pago de la deuda externa. El
cumplimiento de los compromisos contraídos, clave de la buena conducta internacional,
resulta cada vez más difícil y se hace al mismo tiempo más imperioso. La región vive el
fenómeno que los economistas llaman la explosión de la deuda. Es el círculo vicioso de
la estrangulación: los empréstitos aumentan y las inversiones se suceden y en
consecuencia, crecen los pagos por amortizaciones, intereses, dividendos y otros
servicios; para cumplir con esos pagos se recurre a nuevas inyecciones de capital
extranjero, que generan compromisos mayores, y así sucesivamente. El servicio de la
deuda devora una proporción creciente de los ingresos por exportaciones, de por sí
impotentes -por obra del inflexible deterioro de los precios- para financiar las
importaciones necesarias; los nuevos préstamos se hacen imprescindibles, como el aire
al pulmón, para que los países puedan abastecerse. Una quinta parte de las
exportaciones se dedicaba, en 1955, al pago de amortizaciones, intereses y utilidades
de inversiones; la proporción continuó creciendo y está ya próxima al estallido. En 1968,
los pagos representaron el 37 por ciento de las exportaciones. Si se siguiera
recurriendo al capital extranjero para cubrir la brecha del comercio y para financiar la
evasión de las ganancias de las inversiones imperialistas, en 1980 nada menos que el
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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ochenta por ciento de las divisas quedaría en manos de los acreedores extranjeros, y el
monto total de la deuda llegaría a exceder en seis veces el valor de las exportaciones.
El Banco Mundial había previsto que en 1980 los pagos de servicios de deuda
anularían por completo el influjo de nuevo capital extranjero hacia el mundo
subdesarrollado, pero ya en 1965, la afluencia de nuevos préstamos y de nuevas
inversiones hacia América Latina resultó menor que el capital drenado de la región, sólo
por amortizaciones el intereses, para cumplir con: los compromisos anteriormente
contraídos.
LA INDUSTRIALIZACIÓN NO ALTERA LA ORGANIZACIÓN DE LA DESIGUALDAD EN EL MERCADO MUNDIAL
El intercambio de mercancías constituye, junto a las inversiones directas en el exterior y
los empréstitos, la camisa de fuerza de la división internacional del trabajo. Los países
del llamado Tercer Mundo intercambian entre sí poco más de la quinta parte de sus
exportaciones, y en cambio dirigen las tres cuartas partes del total de sus ventas
exteriores hacia los centros imperialistas de los que son tributarios. En su mayoría, los
países latinoamericanos se identifican, en el mercado mundial, con una sola materia
prima o con un solo alimento. América Latina dispone de lana, algodón y fibras
naturales en abundancia, y cuenta con una industria textil ya tradicional, pero apenas
participa en un 0,6 por ciento de las compras de hilados y tejidos de Europa y Estados
Unidos. La región ha sido condenada a vender sobre todo productos primarios, para dar
trabajo a las fábricas extranjeras, y ocurre que esos productos «son exportados, en su
gran mayoría, por fuertes consorcios con vinculaciones internacionales, que disponen
de las relaciones necesarias en los mercados mundiales para colocar sus productos en
las condiciones más convenientes»80, pero en las más convenientes para ellos, que por
80 En el trienio 1966 – 68, el café proporcionó a Colombia el 64 % de sus ingresos totales por exportaciones; a Brasil, el 43 %, a El Salvador el 48 %, a Guatemala el 42 % y a Costa Rica el 36 %. El banano abarcó el 61 % de las divisas de Ecuador, el 54 % de las de Panamá y el 47 % de las de Honduras. Nicaragua dependió del algodón en un 42 %. La república Dominicana del azúcar en un 56 %. Carnes, cueros y lanas proporcionaron a Uruguay un 83 % de sus divisas y a la Argentina un 38 %. El cobre sumó un 74 % de los ingresos comerciales de Chile, y el 26 % de los de Perú; el estaño representó el 54 % del valor de las exportaciones de Bolivia. Venezuela obtuvo del petróleo el 93 % de sus divisas. Naciones Unidas. CEPAL, op. cit.En cuanto a México, “depende en más de un 30 % de tres productos, en más de un 40 % de cinco productos y en más de un 50 % de diez productos, en su gran mayoría no manufacturados, que tienen como principal salida el mercado norteamericano”. Pablo González Casanova, La democracia en México, México 1965.
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276
lo general expresan los intereses de los países compradores: es decir, a los precios
más baratos. Hay en los mercados internacionales un virtual monopolio de la demanda
de materias primas y de la oferta de productos industrializados; a la inversa, operan
dispersos los ofertantes de productos básicos, que son también compradores de bienes
terminados: los unos, fuertes, actúan congregados en torno a la potencia dominante,
Estados Unidos, que consume casi tanto como todo el resto del planeta; los otros,
débiles, operan aislados, compitiendo los oprimidos contra los oprimidos. Nunca ha
existido en los llamados mercados internacionales el llamado libre juego de la oferta y la
demanda, sino la dictadura de una sobre la otra, siempre en beneficio de los países
capitalistas desarrollados. Los centros de decisión donde los precios se fijan se
encuentran en Washington, Nueva York, Londres, París, Amsterdam, Hamburgo; en los
consejos de ministros y en la bolsa. De poco o nada sirve que se hayan suscrito, con
pompa y estrépito, acuerdos internacionales para proteger los precios del trigo (1949),
del azúcar (1953), del estaño (1956), del aceite de oliva (1956), y del café (1962). Basta
contemplar la curva descendente del valor relativo de estos productos, para comprobar
que los acuerdos no han sido más que simbólicas excusas que los países fuertes han
presentado a los países débiles cuando los precios de sus productos habían alcanzado
niveles escandalosamente bajos. Cada vez vale menos lo que América Latina vende y,
comparativamente, cada vez es más caro lo que compra.
Con el producto de la venta de veintidós novillos, Uruguay podía comprar un tractor
Ford Major en
1954; hoy, necesita más del doble. Un grupo de economistas chilenos que realizó un
informe para la central sindical estimó que, si el precio de las exportaciones
latinoamericanas hubiera crecido desde 1928 al mismo ritmo que ha crecido el precio
de las importaciones, América Latina hubiera obtenido, entre 1958 y 1967, cincuenta y
siete mil millones de dólares más de lo que recibió, en ese período, por sus ventas al
exterior. Sin remontarse tan lejos en el tiempo, y tomando como base los precios de
1950, las Naciones Unidas estiman que América Latina ha perdido, a causa del
deterioro del intercambio, más de dieciocho mil millones de dólares en la década
transcurrida entre 1955 y 1964. Posteriormente, la caída continuó. La brecha de
comercio -diferencia entre las necesidades de importación y los ingresos que se
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277
obtienen de las exportaciones- será cada vez más ancha si no cambian las actuales
estructuras del comercio exterior: cada año que pasa, se cava más profundamente este
abismo para América Latina. Si la región se propusiera lograr, en los próximos tiempos,
un ritmo de desarrollo ligeramente superior al de los últimos quince años, que ha sido
bajísimo, enfrentaría necesidades de importación que excederían largamente el
previsible crecimiento de sus ingresos de divisas por exportaciones.
Según los cálculos del ILPES, la brecha de comercio ascendería, en 1975, a 4.600
millones de dólares, y en 1980 llegaría a los 8.300 millones. Esta última cifra representa
nada menos que la mitad del valor de las exportaciones previstas para ese año. Así,
sombrero en mano, los países latinoamericanos golpearán cada vez más
desesperadamente a las puertas de los prestamistas internacionales.
A. Emmanuel sostiene que la maldición de los precios bajos no pesa sobre
determinados productos, sino sobre determinados países. Al fin y al cabo, el carbón,
uno de los principales productos de exportación de Inglaterra hasta no hace mucho, no
es menos primario que la lana o el cobre, y el azúcar contiene más elaboración que el
whisky escocés o los vinos franceses; Suecia y Canadá exportan madera, una materia
prima, a precios excelentes. El mercado mundial funda la desigualdad del comercio,
según Emmanuel , en el intercambio de más horas de trabajo de los países pobres por
menos horas de trabajo de los países ricos: la clave de la explotación reside en que
existe una enorme diferencia en los niveles de salarios de unos y otros países, y que
esa diferencia no está asociada a diferencias de la misma magnitud en la productividad
del trabajo. Son los salarios bajos los que, según Emmanuel, determinan los precios
bajos, y no a la inversa: los países pobres exportan su pobreza, con lo que se
empobrecen cada vez más, al tiempo que. los países ricos obtienen el resultado
inverso. Según las estimaciones de Samir Amin, si los productos exportados por los
países subdesarrollados en 1966 hubieran sido producidos por los países desarrollados
con las mismas técnicas pero con sus mucho mayores niveles de salarios, los precios
hubieran variado a tal punto que los países subdesarrollados hubieran recibido catorce
mil millones de dólares más.
Por cierto que los países ricos han utilizado y utilizan las barreras aduaneras para
proteger sus altos salarios internos en los renglones en que no podría competir con los
Eduardo Galeano
278
países pobres. Los Estados Unidos emplean al Fondo Monetario, al Banco Mundial y
los acuerdos arancelarios del GATT, para imponer en América Latina la doctrina del
comercio libre y la libre competencia, obligando al abatimiento de los cambios múltiples,
del régimen de cuotas y permisos de importación y exportación, y de los aranceles y
gravámenes de aduana, pero no predican en modo alguno con el ejemplo. Del mismo
modo que desalientan fuera de fronteras la actividad del Estado, mientras dentro de
fronteras el Estado norteamericano protege a los monopolios mediante un vasto
sistema de subsidios y precios privilegiados, los Estados Unidos practican también un
agresivo proteccionismo, con tarifas altas y restricciones rigurosas, en su comercio
exterior. Los derechos de aduana se combinan con otros impuestos y con las cuotas y
los embargos. ¿Qué ocurriría con la prosperidad de los ganaderos del Medio Oeste si
los Estados Unidos permitieran el acceso a su mercado interno, sin tarifas ni
imaginativas prohibiciones sanitarias, de la carne de mejor calidad y menor precio que
producen Argentina y Uruguay?
El hierro ingresa libremente en el mercado norteamericano, pero si se ha convertido en
lingotes, paga 16 centavos por tonelada, y la tarifa sube en proporción directa al grado
de elaboración otro tanto ocurre con el cobre y con una infinidad de productos: alcanza
con secar las bananas, cortar el tabaco, endulzar el cacao, aserrar la madera o extraer
el carozo a los dátiles para que los aranceles se descarguen implacablemente sobre
estos productos. En enero de 1969, el gobierno de los Estados Unidos dispuso la virtual
suspensión de las compras de tomates en México, que dan trabajo a 170 mil
campesinos del estado de Sinaloa, hasta que los cultivadores norteamericanos de
tomate de la Florida consiguieron que los mexicanos aumentasen d precio para evitar la
competencia.
Pero la más quemante contradicción entre la teoría y la realidad del comercio mundial
estalló cuando la guerra del café soluble cobró, en 1967, estado público. Entonces se
puso en evidencia que sólo los países ricos tienen el derecho de explotar en su
beneficio las «ventajas naturales comparativas» que determinan, en teoría, la división
internacional del trabajo. El mercado mundial del café soluble, de asombrosa
expansión, está en manos de la Nestlé y la General Foods; se estima que no pasará
mucho tiempo antes de que estas dos grandes empresas abastezcan más de la mitad
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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del café que se consume en el mundo. Estados Unidos y Europa compran el café en
granos a Brasil y Africa; lo concentran en sus plantas industriales y lo venden,
convertido en café soluble, a todo el mundo. Brasil, que es el mayor productor mundial
de café, no tiene, sin embargo, d derecho de competir exportando su propio café
soluble, para aprovechar sus costos más bajos y para dar destino a los excedentes de
producción que antes destruía y ahora almacena en los depósitos del Estado. Brasil
sólo tiene el derecho de proporcionar la materia prima para enriquecer a las fábricas del
extranjero. Cuando las fábricas brasileñas -apenas cinco
en un total de ciento diez en el mundo- comenzaron a ofrecer café soluble en el
mercado internacional, fueron acusadas de competencia desleal. Los países ricos
pusieron el grito en el cielo, y Brasil aceptó una imposición humillante: aplicó a su café
soluble un impuesto interno tan alto como para ponerlo fuera de combate en el mercado
norteamericano.
Europa no se queda atrás en la aplicación de barreras arancelarias, tributarias y
sanitarias contra los productos latinoamericanos. El Mercado Común descarga
impuestos de importación, para defender los altos precios internos de sus productos
agrícolas, y a la vez subsidia esos productos agrícolas para poderlos exportar a precios
competitivos: con lo que obtiene por los impuestos financia los subsidios. Así, los
países pobres pagan a sus compradores ricos para que les hagan la competencia. Un
kilo de carne de 'lomo de novillo vale, en Buenos Aires o en Montevideo, cinco veces
menos que cuando cuelga de un gancho en una carnicería de Hamburgo o Munich.
«Los países desarrollados quieren permitir que les vendamos jets y computadoras, pero
nada que estemos en condiciones de producir con ventaja», se quejaba, con razón, un
representante del gobierno chileno en una conferencia internacional.
Las inversiones imperialista s en el área industrial de América Latina no han modificado
en absoluto los términos de su comercio internacional. La región continúa
estrangulándose en el intercambio de sus productos por los productos de las
economías centrales. La expansión de las ventas de las empresas norteamericanas
radicadas al sur del río Bravo se concentra en los mercados locales y no en la
exportación. Por el contrario la proporción correspondiente a la exportación tiende a
disminuir: según la OEA, las filiales norteamericanas exportan un diez por ciento de sus
Eduardo Galeano
280
ventas totales en 1962, y sólo un siete y medio por ciento tres años más tarde 81. El
comercio de los productos industrializados por América Latina sólo crece dentro de
América Latina: en 1955, las manufacturas comprendían una décima parte del
intercambio entre los países del área, y en 1966 la proporción había subido al treinta
por ciento.
El jefe de una misión técnica norteamericana Brasil, John Abbink, había anticipado,
proféticamente, en 1950: «Los Estados Unidos deben estar preparados para guiar la
inevitable industrialización de los países no desarrollados, si se desea evitar el golpe de
un desarrollo económico intensísimo fuera de la égida norteamericana... La
industrialización, si no es controlada de alguna manera, llevarla a una sustancial
reducción de los mercados estadounidenses de exportación. En efecto, ¿acaso la
industrialización, aunque sea teleguiada desde fuera, no sustituye con producción
nacional las mercaderías que antes cada país debía importar del exterior? Celso
Furtado advierte que, a medida que América Latina avanza en la sustitución de
importaciones de productos más complejos, «la dependencia de in sumos provenientes
de la matrices tiende a aumentar. Entre 1957 y 1964 se duplicaron las ventas de las
filiales norteamericanas, en tanto sus importaciones, sin incluir los equipamientos, se
multiplicaron por más de tres. «Esa tendencia parecería indicar que la eficacia
sustitutiva es una función decreciente de la expansión industrial controlada por
compañías extranjeras.
La dependencia no se rompe, sino que cambia de calidad: los Estados Unidos venden,
ahora, en América Latina, una proporción mayor de productos más sofisticados y de
alto nivel tecnológico. «A largo plazo -opina el Departamento de Comercio, a medida
que crece la producción industrial mexicana, se crean mayores oportunidades para
exportaciones adicionales de los Estados Unidos...». Argentina, México y Brasil son
muy buenos compradores de maquinaria industrial, maquinaria eléctrica, motores,
equipos y repuestos de origen norteamericano. Las filiales de las grandes
corporaciones se abastecen en sus casas matrices, a precios deliberadamente caros.
81 Secretaría General de la OEA, po. Cit. Una amplia encuesta a las subsidiarias norteamericanas en México, realizad en 1969 por encargo de la National Chamber Foundation, reveló que las casas matrices de los Estados Unidos prohibían vender sus productos en el exterior a la mitad de las empresas que contestaron el cuestionario. Las filiales no habían sido instaladas para eso. Miguel S. Wionczek, La inversión extranjera privada en México: problemas y perspectivas, en Comercio Exterior, México, octubre de 1970.La relación entre las exportaciones de manufacturas y el producto bruto industrial no superó el 2 %, en 1963, en Argentina, Brasil, Perú, Colombia y Ecuador; fue de un 3,1 % en México y de un 3,2 % en Chile (Aldo Ferrer).
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Refiriéndose a los costos de instalación de la industria automotriz extranjera en
Argentina, Viñas y Gastiazoro dicen, en este sentido: “Pagando estas importaciones a
precios muy elevados, giraban fondos hacia el exterior.
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282
En muchos casos, estos pagos eran tan importantes que las empresas no sólo daban
pérdidas [a pesar del precio a que se vendían los automotores] sino que comenzaron a
quebrar, esfumándose rápidamente el valor de las acciones colocadas en el país... El
resultado fue que de las veintidós empresas 'radicadas' quedan actualmente diez,
algunas al borde de la quiebra ...”.
Para mayor gloria del poder mundial de las corporaciones, las subsidiarias disponen así
de las escasas divisas de los países latinoamericanos. El esquema de funcionamiento
de la industria satelizada, en relación con sus lejanos centros de poder, no se distingue
mucho del tradicional sistema de explotación imperialista de los productos primarios.
Antonio García sostiene que la exportación “colombiana” de petróleo crudo ha sido
siempre, estrictamente, una transferencia física de aceite crudo desde un campo
norteamericano de extracción hasta unos centros industriales de refinado,
comercialización y consumo en Estados Unidos, y la exportación “hondureña” o
“guatemalteca” de plátano, ha tenido el carácter de una transferencia de alimentos que
efectúan unas compañías norteamericanas desde unos campos coloniales de cultivo
hasta unas áreas norteamericanas de comercialización y consumo. Pero las fábricas
“argentinas”, “brasileñas” o “mexicanas” , por no citar más que las más importantes,
también integran un espacio econ6mico que nada tiene que ver con su localización
geográfica. Forman, como muchos otros hilos, la urdimbre internacional de las
corporaciones, cuyas casas matrices trasladan las utilidades de un país a otro,
facturando las ventas por encima o por debajo de los precios reales, según la dirección
en que desean volcar las ganancias82. Resortes fundamentales del comercio exterior
quedan así en manos de empresas norteamericanas o europeas que orientan la política
comercial de los países según el criterio de gobiernos y directorios ajenos a América
Latina. Así como las filiales de Estados Unidos no exportan cobre a la URSS ni a China
ni venden petróleo a Cuba, tampoco se abastecen de materias primas y maquinarias en
las fuentes internacionales más baratas y convenientes.
Esta eficiencia en la coordinación de las operaciones en escala mundial, por completo
al margen del «libre juego de las fuerzas del mercado», no se traduce, claro está, en
82 Por cierto que el mecanismo no es nuevo. El frigorífico Anglo ha dado siempre pérdidas en el Uruguay, para cobrar los subsidios del Estado y para que rindiera Millonarias utilidades sus seis mil carnicerías de Londres, donde cada kilo de carne uruguaya se vende a un precio cuatro veces mayor que el que recibe el Uruguay por la exportación. Guillermo Bernhard. Los Monopolios y la industria frigorífica, Montevideo, 1970.
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precios más bajos para los consumidores nacionales, sino en utilidades mayores para
los accionistas extranjeros. Es elocuente el caso de los automóviles. Dentro de los
países latinoamericanos, las empresas disponen de una mano de obra abundante y
muy, pero muy, barata, además de una política oficial en todos los sentidos favorable a
la expansión de las inversiones: donaciones de terrenos, tarifas eléctricas privilegiadas,
redescuentos del Estado para financiar las ventas a plazos, dinero fácilmente accesible
y, por si fuera poco, d auxilio ha llegado en algunos países hasta el extremo de eximir a
las empresas del pago de los impuestos a la renta o a las ventas. El control del
mercado resulta, por otra parte, de antemano facilitado por el prestigio mágico que, ante
los ojos de la clase media, irradian las marcas y los modelos promovidos por
gigantescas campañas mundiales de publicidad. Sin embargo, todos estos factores no
impiden, sino que determinan, que los autos producidos en la región resulten mucho
más caros que en los países de origen de las mismas empresas. Las dimensiones de
los mercados latinoamericanos son mucho menores, bien es cierto, pero también es
cierto que en estas tierras el afán de ganancias de las corporaciones se excita como en
ninguna otra parte. Un Ford Falcon construido en Chile cuesta tres veces más que en
Estados Unidos, un Valiant o un Fíat fabricados en la Argentina tienen precios de venta
que duplican con creces los de Estados Unidos o Italia, y otro tanto ocurre con el
Volkswagen de Brasil en relación con el precio en Alemania.
LA DIOSA TECNOLOGÍA NO HABLA ESPAÑOL
Wright Patman. el conocido parlamentario norteamericano, considera que el cinco por
ciento de las acciones de una gran corporación puede resultar suficiente, en muchos
casos, para su control liso y llano por parte de un individuo, una familia o un grupo
económico. Si un cinco por ciento basta para la hegemonía en el seno de las empresas
todopoderosas de los Estados Unidos, ¿qué porcentaje de acciones se requiere para
dominar una empresa latinoamericana? En realidad, alcanza incluso con menos: las
sociedades mixtas, que constituyen uno de los pocos orgullos todavía accesibles a 1a
burguesía latinoamericana, simplemente decoran el poder extranjero con la
participación nacional de capitales que pueden ser mayoritarios, pero nunca decisivos
Eduardo Galeano
284
frente a la fortaleza de los cónyuges de fuera. A menudo, es el Estado mismo quien se
asocia a la empresa imperialista, que de este modo. obtiene, ya convertida en empresa
nacional, todas las garantías deseables y un clima general de cooperación y hasta de
cariño. La participación «minoritaria» de los capitales extranjeros se justifica, por lo
general, en nombre de las necesarias transferencias de técnicas y patentes. La
burguesía latinoamericana, burguesía de mercaderes sin sentido creador, atada por el
cordón umbilical al poder de la tierra, se hinca ante los altares de la diosa Tecnología.
Si se tomaran en cuenta, como una prueba de desnacionalización, las acciones en
poder extranjero, aunque sean pocas, y las dependencia tecnológica, que muy rara vez
es poca, ¿cuántas fábricas podrían ser consideradas realmente nacionales en América
Latina? En México, por ejemplo, es frecuente que los propietarios extranjeros de la
tecnología exijan una parte del paquete accionario de las empresas, además de
decisivos controles técnicos y administrativos y de la obligación de vender el producción
a determinados intermediarios también extranjeros, y de importar la maquinaria y otros
bienes desde sus casas matrices, a cambio de los contratos de trasmisión de patentes
o know-how. No sólo en México. Resulta ilustrativo que los países del llamado Grupo
Andino (Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú) hayan elaborado un proyecto para un
régimen común de tratamiento de los capitales extranjeros en el área, que hace
hincapié en el rechazo de los contratos de transferencia de tecnología que contengan
condiciones como éstas. El proyecto propone a los países que se nieguen a aceptar,
además, que las empresas extranjeras dueñas de las patentes fijen los precios de los
productos con ellas elaborados o que prohíban su exportación a determinados países.
El primer sistema de patentes para proteger la propiedad de las invenciones fue creado,
hace casi cuatro siglos, por sir Francis Bacon. A Bacon le gustaba decir: «El
conocimiento es poder», y desde entonces se supo que no le faltaba razón. La ciencia
universal poco tiene de universal; está objetivamente confinada tras los limites de las
naciones avanzadas. América Latina no aplica en su propio beneficio los resultados de
la investigación científica, por la sencilla razón de que no tiene ninguna, y en
consecuencia se condena a padecer la tecnología de los poderosos, que castiga y
desplaza a las materias primas naturales. América Latina ha sido hasta ahora incapaz
de crear una tecnología propia para sustentar y defender su propio desarrollo. El mero
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trasplante de la tecnología de los países adelantados no sólo implica la subordinación
cultural y, en definitiva, también la subordinación económica, sino que, además,
después de cuatro siglos y medio de experiencia en la multiplicación de los oasis de
modernismo importado en medio de los desiertos del atraso y de la ignorancia, bien
puede afirmarse que tampoco resuelve ninguno de los problemas del subdesarrollo.
Esta vasta región de analfabetos invierte en investigaciones tecnológicas una suma
doscientas veces menor la que los Estados Unidos destinan a esos fines. Hay menos
de mil computadoras en América Latina y cincuenta mil en Estados Unidos, en 1970. Es
en el norte, por supuesto, donde se diseñan los modelos electrónicos y se crean los
lenguajes de programación que América Latina importa. El subdesarrollo
latinoamericano no es un tramo en el camino del desarrollo, aunque se «modernicen»
sus deformidades; la región progresa sin liberarse de la estructura de su atraso y de
nada vale, señala Manuel Sadosky, la ventaja de no participar en el progreso con
programas y objetivos propios83. Los símbolos de la prosperidad son los símbolos de la
dependencia. Se recibe la tecnología moderna como en el siglo pasado se recibieron
los ferrocarriles, al servicio de los intereses extranjeros que modelan y remodelan el
estatuto colonial de estos países. «Nos ocurre lo que a un reloj que se atrasa y no es
arreglado –dice Sadosky–. Aunque sus manecillas sigan andando hacia adelante, la
diferencia entre la hora que marque y la hora verdadera será creciente».
Las universidades latinoamericanas forman, en pequeña escala, matemáticos,
ingenieros y programadores que de todos modos no encuentran trabajo sino en el
exilio: nos damos el lujo de proporcionar a los Estados Unidos nuestros mejores
técnicos y los científicos más capaces, que emigran tentados por los altos sueldos y las
grandes posibilidades abiertas, en el norte, a la investigación. Por otra parte, cada vez
que una universidad o un centro de cultura superior intenta, en América Latina, impulsar
las ciencias básicas para echar las bases de una tecnología no copiada de los moldes y
los intereses extranjeros, un oportuno golpe de Estado destruye la experiencia bajo el
pretexto de que as! se incuba la subversión. Este fue el caso, por ejemplo, de la
Universidad de Brasilia, abatida en 1964, y la verdad es que no se equivocan los 83 Manuel Sadosky, América Latina y la computación, en Gaceta de la Universidad, Montevideo, mayo de 1970. Sadosky cita para ilustrar la ilusión desarrollista el testimonio de un especialista de la OEA: “Los países subdesarrollados –sostiene George Landau- tienen algunas ventajas en relación con los países desarrollados, porque cuando incorporan algún dispositivo o proceso tecnológico eligen, generalmente, el más avanzado dentro de su tipo y así recogen el beneficio de años de investigación y el fruto de inversiones considerables que debieron hacer los países más industrializados para alcanzar esos resultados”.
Eduardo Galeano
286
arcángeles blindados que custodian el orden establecido: la política cultural autónoma
requiere y promueve, cuando es auténtica, profundice cambios en todas las estructuras
vigentes. La alternativa consiste en descansar en las fuentes ajenas: la copia simiesca
de los adelantos que difunden las grandes corporaciones, en cuyas manos es
monopolizada la tecnología más moderna, para crear nuevos productos y para mejorar
la calidad o reducir el costo de los productos existentes. El cerebro electrónico aplica
infalibles métodos de cálculo para estimar costos y beneficios, y así, América Latina
importa técnicas de producción diseñadas para economizar mano de obra, aunque le
sobra la fuerza de trabajo y los desocupados van en camino de constituir una
aplastante mayoría en varios países; así, también, la propia impotencia determina que
la región dependa, para su progreso, de la voluntad de los inversionistas extranjeros. Al
controlar las palancas de la tecnología, las grandes corporaciones multinacionales
manejan también, por obvias razones, otros resortes claves de la economía
latinoamericana. Por supuesto, las casas matrices nunca proporcionan a sus filiales las
innovaciones más recientes, ni impulsan, tampoco, una independencia que no les
convendría. Una encuesta de Business International, realizada por encargo del BID,
llegó a la conclusión de que «es evidente que las subsidiarias de las corporaciones
internacionales que operan en la región no realizan esfuerzos significativos en materia
de 'investigación y desarrollo'. En efecto, la mayoría de ellas carece de un
departamento con esa finalidad y en casos muy contados llevan a cabo labores de
adaptación de tecnología, en tanto que otra minoría de empresas –situadas casi
invariablemente en Argentina, Brasil y México– realiza modestas actividades de
investigación». Raúl Prebisch advierte que «las empresas norteamericanas en Europa
instalan laboratorios y realizan investigaciones que contribuyen a fortalecer la
capacidad científica y técnica de esos países, lo que no ha sucedido en América Latina,
y denuncia un hecho muy grave: “La inversión nacional –dice–, por su falta de
conocimiento especializado [know - how], realiza la mayor parte de su transferencia de
tecnología recibiendo técnicas que son del dominio público" que se importan como
licencias de conocimiento especializado...”.
Es altísimo, en varios sentidos, el costo de la dependencia tecnológica: también lo es
en dólares constantes y sonantes, aunque las estimaciones no resultan nada fáciles por
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
287
los múltiples escamoteos que las empresas practican en sus declaraciones de remesas
al exterior, Las cifras oficiales indican, no obstante, que el drenaje de dólares por
asistencia técnica se multiplicó por quince, en México, entre 1950 y 1964. Y en el
mismo período las nuevas inversiones no llegaron siquiera a duplicarse. Las tres
cuartas partes del capital extranjero en México aparecen, hoy, destinadas a la industria
manufacturera; en 1950, la proporción era de la cuarta parte. Esta concentración de
recursos en la industria sólo implica una modernización refleja, con tecnología de
segunda mano, que el país paga como si fuera de primerísima. La industria automotriz
ha drenado de México mil millones de dólares, de una u otra manera, pero un
funcionario del sindicato de los automóviles en Estados Unidos recorrió la nueva planta
de la General Motors en Toluca, y escribió después: “Fue peor que arcaico. Peor,
porque fue deliberadamente arcaico, con lo obsoleto cuidadosamente planeado... Las
plantas mexicanas son equipadas deliberadamente con maquinaria de baja
productividad”84.
84 Leo Fenster, en julio de 1969. Citado por André Gunder Frank, Lumpenburguesía: lumpendesarrollo, Montevideo, 1970.Las filiales extranjeras resultan de todos modos infinitamente más modernas que las empresas nacionales. En la industria textil, por ejemplo, uno de los últimos reductos del capital nacional, es bajísimo el grado de automatización. Según la CEPAL, en 1962 y 1963 cuatro países de Europa invirtieron en nuevos equipos para su industria textil una suma seis veces mayor que la que invirtió con el mismo fin, en 1964, toda América Latina.
Eduardo Galeano
288
¿Qué decir de la gratitud que América Latina debe a la Coca Cola, la Pepsi o la Crush,
que cobran carísimas licencias industriales a sus concesionarios para proporcionarles
una pasta que se disuelve en agua y se mezcla con azúcar y gas?
LA MARGINACIÓN DE LOS HOMBRES Y LAS REGIONES
Grow with Brazil. Grandes avisos en los diarios de Nueva York exhortan a los
empresarios norteamericanos a sumarse al impetuoso crecimiento del gigante de los
trópicos. La ciudad de Sao Paulo duerme con los ojos abiertos; aturden sus oídos las
crepitaciones del desarrollo; surgen fábricas y rascacielos, puentes y caminos, como
brotan, de súbito, ciertas plantas salvajes en las tierras calientes. Pero la traducción
correcta de aquel eslogan publicitario sería, bien se sabe: «Crezca a costa del Brasil».
El desarrollo es un banquete con escasos invitados, aunque sus resplandores engañen,
y los platos principales están reservados a las mandíbulas extranjeras. Brasil tiene ya
más de noventa millones de habitantes, y duplicará su población antes del fin del siglo,
pero las fábricas modernas ahorran mano de obra y el intacto latifundio también niega,
tierra adentro, trabajo. Un niño en harapos contempla, con brillo en la mirada, el túnel
más largo del mundo, recién inaugurado en Río de Janeiro. El niño en harapos está
orgulloso de su país, y con razón, pero él es analfabeto y roba para comer.
En toda América Latina, la irrupción del capital extranjero en el área manufacturera,
recibida con tanto entusiasmo, ha puesto aún más en evidencia las diferencias entre los
«modelos clásicos» de industrialización, tal como se leen en la historia -de los países
hoy desarrollados, y las características que el proceso muestra en América Latina. El
sistema vomita hombres, pero la industria se da el lujo de sacrificar mano de obra en
una proporción mayor que la de Europa85.
No existe ninguna relación coherente entre la mano de obra disponible y la tecnología
que se aplica, como no sea la que nace de la conveniencia de usar una de las fuerzas
de trabajo más baratas del mundo. Tierras ricas, subsuelos riquísimos, hombres muy
pobres en este reino de la abundancia y el desamparo: la inmensa marginación de los
85 Las filiales norteamericanas ocupaban en la industria europea, en 1957 –no existen datos recientes-, una proporción de mano de obra, en relación con el capital invertido, más alta que en América Latina. Secretaría general de la OEA, op. cit.
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trabajadores que el sistema arroja a la vera del camino frustra el desarrollo del mercado
interno y abate el nivel de los salarios. La perpetuación del vigente régimen de tenencia
de la tierra no sólo agudiza el crónico problema de la baja productividad rural, por el
desperdicio de tierra y capital en las grandes haciendas improductivas y el desperdicio
de mano de obra en la proliferación de los minifundios, sino que además implica un
drenaje caudaloso y creciente de trabajadores desocupados en dirección a las
ciudades. El subempleo rural se vuelca en el subempleo urbano. Crecen la burocracia y
las poblaciones marginales, donde van a parar, vertedero sin fondo, los hombres
despojados del derecho de trabajo. Las fábricas no brindan refugio a la mano de obra
excedente, pero la existencia de este vasto ejército de reserva siempre disponible
permite pagar salarios varias veces más bajos que los que ganan los obreros
norteamericanos o alemanes. Los salarios pueden continuar siendo bajos aunque
aumente la productividad, y la productividad aumenta a costa de la disminución de la
mano de obra. La industrialización «satelizada» tiene un carácter excluyente: las masas
se multiplican a ritmo de vértigo, en esta región que ostenta el más alto índice de
crecimiento demográfico del planeta, pero el desarrollo del capitalismo dependiente –un
viaje con más náufragos que navegantes– margina mucha más gente que la que es
capaz de integrar. La proporción de trabajadores de la industrie manufacturera dentro
del total de la población activa latinoamericana disminuye en vez de aumentar: había un
14,5 % de .trabajadores en la década del cincuenta; hoy sólo hay un once y medio por
ciento. En Brasil, según un estudio reciente, «el número total de nuevos empleos que
deberán crearse promediarán un millón y medio por año durante la próxima década».
Pero el total de trabajadores empleados por las fábricas de Brasil, el país más
industrializado de América Latina, suma, sin embargo apenas dos millones y medio.
Es multitudinaria la invasión de los brazos provenientes de las zonas más pobres de
cada país; las ciudades excitan y defraudan las expectativas de trabajo de familias
enteras atraídas por la esperanza de elevar su nivel de vida y conseguirse un sitio en el
gran circo mágico de la civilización urbana.
Eduardo Galeano
290
Una escalera mecánica es la revelación del Paraíso, pero el deslumbramiento no se
come: la ciudad hace aún más pobres a los pobres, porque cruelmente les exhibe
espejismos de riquezas a las que nunca tendrán acceso, automóviles, mansiones,
máquinas poderosas como Dios y como el Diablo, y en cambio les niega una ocupación
segura y un techo decente bajo el cual cobijarse, platos llenos en la mesa para cada
mediodía. Un organismo de las Naciones Unidas estima que por lo menos la cuarta
parte de la población de las ciudades latinoamericanas habita «asentamientos que
escapan a las normas modernas de construcción urbana», extenso eufemismo de los
técnicos para designar los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro,
callampas en Santiago de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas en
Lima, villas miseria en Buenos Aires y cantegriles en Montevideo. En las viviendas de
lata, barro y madera que brotan antes de cada amanecer en los cinturones de las
ciudades, se acumula la población marginal arrojada a las ciudades por la miseria y la
esperanza. Huaico significa, en quechua, deslizamiento de tierra, y huaico llaman los
peruanos a la avalancha humana descargada desde la sierra sobre la capital en la
costa: casi el setenta por ciento de los habitantes de Lima proviene de las provincias.
En Caracas los llaman toderos, porque hacen de todo: los marginados viven de
«changas», mordisqueando trabajo de a pedacitos y de cuando en cuando, o cumplen
tareas s6rdidas o prohibidas: son sirvientas, picapedreros o albañiles ocasionales,
vendedores de limonada o de cualquier cosa, ocasionales electricistas o sanitarios o
pintores de paredes, mendigos, ladrones, cuidadores de autos, brazos disponibles para
lo que venga. Como los marginados crecen más rápidamente que los «integrados», las
Naciones Unidas presienten, en el estudio citado, que de aquí a pocos años «los
asentamientos irregulares albergarán a una mayoría de la población urbana». Una
mayoría de derrotados. Mientras tanto, el sistema opta por esconder la basura bajo la
alfombra. Va barriendo, a punta de ametralladora, las favelas de los morros de la bahía
y las villas miseria de la capital federal; arroja a los marginados, por millares y millares,
lejos de la vista. Río de Janeiro y Buenos Aires escamotean el espectáculo de la
miseria que el sistema produce; pronto no se verá más que la masticación de la
prosperidad,
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291
pero no sus excrementos, en estas ciudades donde se dilapida la riqueza que Brasil y
Argentina, enteros, crean.
Dentro de cada país se reproduce el sistema internacional de dominio que cada país
padece. La concentración de la industria en determinadas zonas refleja la
concentración previa de la demanda en los grandes puertos o zonas exportadoras. El
ochenta por ciento de la industria brasileña está localizado en el triángulo del sudeste –
Sáo Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte– mientras el nordeste famélico tiene una
participación cada vez menor en el producto industrial nacional; dos tercios de la
industria argentina están en Buenos Aires y Rosario; Montevideo abarca las tres
cuartas partes de la industria uruguaya, y otro tanto ocurre con Santiago y Valparaíso
en Chile; Lima y su puerto concentran el sesenta por ciento de la industria peruana. El
creciente atraso relativo de las grandes áreas del interior, sumergidas en la pobreza, no
se debe a su aislamiento, como sostienen algunos, sino que, por el contrario, es el
resultado de la explotación, directa o indirecta, que sufren por parte de los viejos
centros coloniales convertidos, hoy, en centros Industriales. «Un siglo y medio de
historia nacional –proclama un líder sindical argentino– ha presenciado la violación de
todos los pactos solidarios, la quiebra de la fe jurada en los himnos y las constituciones,
el dominio de Buenos Aires sobre las provincias. Ejércitos y aduanas, leyes hechas por
pocos y soportadas por muchos, gobiernos que con algunas excepciones han sido
agentes del poder extranjero, edificaron esta orgullosa metrópoli que acumula la riqueza
y el poder. Pero si buscamos la explicación de esa grandeza y la condena de ese
orgullo, las hallaremos en los yerbates misioneros, en los pueblos muertos de la
Forestal, en la desesperación de los ingenios tucumanos y las minas de Jujuy, en los
puertos abandonados del Paraná, en el éxodo de Berisso: todo un mapa de miseria
rodeando un centro de opulencia afirmado en el ejercicio de un dominio interno que ya
no se puede disimular ni consentir». En su estudio del desarrollo del subdesarrollo en
Brasil, André Gunder Frank observó que, siendo Brasil un satélite de los Estados
Unidos, dentro de Brasil el nordeste cumple a su vez una función satélite de la
«metrópoli interna» radicada en la zona sudeste. La polarización se hace visible a
través de rasgos numerosos: no sólo porque la inmensa mayoría de las inversiones
privadas y públicas se ha concentrado en Sáo Paulo, sino además porque esta ciudad
Eduardo Galeano
292
gigante se apropia también, por medio de un vasto embudo, de los capitales generados
por todo el país a través de un intercambio comercial desventajoso, de una política
arbitraria de precios, de escalas privilegiadas de impuestos internos y de la apropiación
en masa de cerebros y mano de obra capacitada.
La industrialización dependiente agudiza la concentración de la renta, desde un punto
de vista regional y desde un punto de vista social. La riqueza que genera no se irradia
sobre el país entero ni sobre la sociedad entera, sino que consolida los desniveles
existentes e incluso los profundiza. Ni siquiera sus propios obreros, los «integrados»
cada vez menos numerosos, se benefician en medida pareja del crecimiento industrial;
son los estratos más altos de la pirámide social los que recogen los frutos, amargos
para muchos, de los aumentos de la productividad. Entre 1955 y 1966, en Brasil, la
industria mecánica, la de materiales eléctricos, la de comunicaciones y la industria
automotriz elevaron su productividad en cerca de un ciento treinta por ciento, pero en
ese mismo período los salarios de los obreros por ellas ocupados sólo crecieron en
valor real, en un seis por ciento. América Latina ofrece brazos baratos: en 1961, el
salario-hora promedio en Estados Unidos se elevaba a dos dólares; en Argentina era de
32 centavos y en Brasil de 28; en Colombia, 17; en México, 16; y en Guatemala apenas
llegaba a diez centavos. Desde entonces, la brecha creció. Para ganar lo que un obrero
francés percibe en una hora, el brasileño tiene que trabajar, actualmente, dos días y
medio. Con poco más de diez horas de servicio el obrero estadounidense gana, en
equivalencia, un mes de trabajo del carioca. Y para recibir un salario superior al
correspondiente a una jornada de ocho horas del obrero de Río de Janeiro, es
suficiente que el inglés y el alemán trabajen menos de treinta minutos. El bajo nivel de
salarios de América Latina solo se traduce en precios bajos en los mercados
internacionales, donde la región ofrece sus materias primas a cotizaciones exiguas para
que se beneficien los consumidores de los países ricos; en los mercados internos, en
cambio, donde la industria desnacionalizada vende manufacturas, los precios son altos,
para que resulten altísimas las ganancias de las corporaciones imperialistas.
Todos los economistas coinciden en reconocer la importancia del crecimiento de la
demanda como catapulta del desarrollo industrial. En América Latina, la industria,
extranjerizada, no muestra el menor interés por ampliar, en extensión y en profundidad,
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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el mercado de masas que sólo podría crecer horizontal y verticalmente si se impulsara
la puesta en práctica de hondas transformaciones en toda la estructura económico-
social, lo que implicaría el estallido de inconvenientes tormentas políticas. El poder de
compra de la población asalariada, ya intervenidos o aniquilados o domesticados los
sindicatos de las ciudades más industrializadas, no crece en medida suficiente, y
tampoco bajan los precios de los artículos industriales: ésta es una región gigantesca,
con un mercado potencial enorme y un mercado real reducido por la pobreza de sus
mayorías. Virtualmente, la producción de las grandes fábricas de automóviles o
refrigeradores se dirige al consumo de apenas un cinco por ciento de la población
latinoamericana. Apenas uno de cada cuatro brasileños puede considerarse un
consumidor real. Cuarenta y cinco millones de brasileños suman la misma renta total
que novecientos mil privilegiados ubicados en el otro extremo de la escala social86.
LA INTEGRACIÓN DE AMÉRICA LATINA BAJO LA BANDERA DE LAS BARRAS Y LAS ESTRELLAS
Hay ángeles que todavía creen que todos los países terminan al borde de sus fronteras.
Son los que afirman que los Estados Unidos poco o nada tienen que ver con la
integración latinoamericana, por la sencilla razón de que los Estados Unidos no forman
parte de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) ni del Mercado
Común Centroamericano. Como quería el libertador Simón Bolívar, dicen, esta
integración no va más allá del límite que separa a México de su poderoso vecino del
norte. Quienes sustentan este criterio seráfico olvidan, interesada amnesia, que una
legión de piratas, mercaderes, banqueros, marines, tecnócratas, boinas verdes,
embajadores y capitanes de empresa norteamericanos se han apoderado, a lo largo de
una historia negra, de la vida y el destino de la mayoría de los pueblos del sur, y que
actualmente también la industria de América Latina yace en el fondo del aparato
digestivo del Imperio. «Nuestra» unión hace «su» fuerza, en la medida en que los
86 Naciones Unidas, CEPAL, estudio sobre la distribución del ingreso en América Latina, Nueva York-Santiago de Chile, 1967. “En la Argentina tuvo lugar, en los años anteriores a 1953, un proceso significativo de redistribución progresiva del ingreso. De los tres años para los que se dispone de información más detallada fue precisamente ése el año en que fue menor la desigualdad, en tanto que fue mucho mayor en 1959 ... En México, en el periodo más extenso comprendido entre los años 1940 y 1964 ... hay indicaciones que permiten suponer que la pérdida no fue sólo relativa sino también absoluta para el 20 % de las familias de ingresos bajos”.
Eduardo Galeano
294
países, al no romper previamente con los moldes del subdesarrollo y la dependencia,
integran sus respectivas servidumbres.
En la documentación oficial de la ALALC se suele exaltar la función del capital privado
en el desarrollo de la integración. Ya hemos visto, en los capítulos anteriores, en qué
manos está ese capital privado. A mediados de abril de 1969, por ejemplo, se reunió en
Asunción la Comisión Consultiva de Asuntos Empresariales. Entre otras cosas, reafirmó
«la orientación de la economía latinoamericana, en el sentido de que la integración
económica de la Zona ha de lograrse con base en el desarrollo de la empresa privada
fundamentalmente». Y recomendó que los gobiernos establezcan una legislación
común para la formación de «empresas multinacionales, constituidas
predominantemente [sic] por capitales y empresarios de los países miembros». Todas
las cerraduras se entregan al ladrón: en la Conferencia de Presidentes de Punta del
Este, en abril de 1967, se llegó a propugnar, en la declaración final que el propio
Lyndon Johnson cerró con sello de oro, la creación de un mercado común de las
acciones, una especie de integración de las bolsas, para que desde cualquier lugar de
América Latina se puedan comprar empresas radicadas en cualquier punto de la región
y se llega más lejos en los documentos oficiales: hasta se recomienda lisa y llanamente
la desnacionalización de las empresas públicas. En abril de 1969, se realizó en
Montevideo la primera reunión sectorial de la industria de la carne en la ALALC: resolvió
«solicitar a los gobiernos... que estudien las medidas adecuadas para lograr una
progresiva transferencia de los frigoríficos estatales al sector privado».
Simultáneamente, el gobierno de Uruguay, uno de cuyos miembros había presidido la
reunión, pisó a fondo el acelerador en su política de sabotaje contra el Frigorífico
Nacional, de propiedad del Estado, en provecho de los frigoríficos privados extranjeros.
El desarme arancelario. que va liberando gradualmente la circulación de mercancías
dentro del área de la ALALC, está destinado a reorganizar, en beneficio de las grandes
corporaciones multinacionales, la distribución de los centros de producción y los
mercados de América Latina. Reina la «economía de escala»: en la primera fase,
cumplida en estos últimos años, se ha perfeccionado la extranjerización de las
plataformas de lanzamiento -las ciudades industrializadas- que habrán de proyectarse
sobre el mercado regional en su conjunto. Las empresas de Brasil más interesadas en
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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la integración latinoamericana son, precisamente, las empresas extranjeras, y sobre
todo las más poderosas. Más de la mitad de las corporaciones multinacionales, en su
mayoría norteamericanas, que contestaron una encuesta del Banco Interamericano de
Desarrollo en toda América Latina, estaban planificando o se proponían planificar, en la
segunda mitad de la década del 60, sus actividades para el mercado ampliado de la
ALALC, creando o robusteciendo, a tales efectos, sus departamentos regionales 87. En
septiembre de 1969, Henry Ford anunció, desde Río de Janeiro, que deseaba
incorporarse al proceso económico de Brasil, «porque la situación está muy buena.
Nuestra participación inicial consistió en la compra de la Willys Overland do Brasil”
según declaró en conferencia de prensa, y afirmó que exportará vehículos brasileños
para varios países de América Latina. Caterpillar, “una firma que ha tratado siempre al
mundo como a un solo mercado”, dice Business International, no demoró en aprovechar
las reducciones de tarifas tan pronto como se fueron negociando, y en 1965 ya
suministraba niveladoras y repuestos de tractores, desde su planta de Sao Paulo, a
varios países de América del Sur. Con la misma celeridad, Union Carbide irradiaba
productos de electrotecnia sobre varios países latinoamericanos, desde su fábrica de
México, haciendo uso de las exoneraciones de derechos aduaneros, impuestos y
depósitos previos para los intercambios en el área de la ALALC.
Empobrecidos, incomunicados, descapitalizados y con gravísimos problemas de
estructura dentro de cada frontera, los países latinoamericanos abaten progresivamente
sus barreras económicas, financieras y fiscales para que los monopolios, que todavía
estrangulan a cada país por separado, puedan ampliar sus movimientos y consolidar
una nueva división del trabajo, en escala regional, mediante la especialización de sus
actividades por países y por ramas, la fijación de dimensiones óptimas para sus
empresas filiales, la reducción de los costos, la eliminación de los competidores ajenos
al área y la estabilización de los mercados. Las filiales de las corporaciones
multinacionales sólo pueden apuntar a la conquista del mercado latinoamericano, en
determinados rubros y bajo determinadas condiciones que no afectan la política
mundial trazada por sus casas matrices. Como hemos visto en otro capítulo, la división
87 Gustavo Lagos, en el volumen del BID, varios autores, Las inversiones multinacionales en el desarrollo y la integración de América Latina, Bogotá, 1968. El 64 % de las empresas exportaba dentro de la región, haciendo uso de las concesiones de la ALALC, productos químicos y petroquímicos, fibras artificiales, materiales electrónicos, maquinaria industrial y agrícola, equipos de oficina, motores, instrumentos d medición, tubos de acero y otros productos.
Eduardo Galeano
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internacional del trabajo continúa funcionando, para América Latina, en los mismos
términos de siempre. Sólo se admiten novedades dentro de la región. En la reunión de
Punta del Este, los presidentes declararon que «la iniciativa privada extranjera podrá
cumplir una función importante para asegurar el logro de los objetivos de la integración.,
y acordaron que el Banco Interamericano de Desarrollo aumentara “los montos
disponibles para créditos de exportación en el comercio intralatinoamericano”.
La revista Fortune evaluaba en 1967 las «seductoras oportunidades nuevas» que el
mercado común latinoamericano abre a los negocios del norte: «En más de una sala de
directorio, el mercado común se está convirtiendo en un serio elemento para los planes
de futuro. Ford Motor do Brasil, que hace los Galaxies, piensa tejer una linda red con la
Ford de Argentina, que hace los Falcons, y alcanzar economías de escala produciendo
ambos automóviles para mayores mercados. Kodak, que ahora fabrica papel fotográfico
en Brasil, gustaría producir películas exportables en México y cámaras y proyectores en
Argentina. Y citaba otros ejemplos de «racionalización de la producción y extensión del
área de operaciones de otras corporaciones, como l. T .T ., General Electric, Remington
Rand, Otis Elevator, Worthington, Firestone, Deere, Westinghouse y American Machine
and Foundry. Hace nueve años, Raúl Prebisch, vigoroso abogado de la ALALC,
escribía: “Otro argumento que escucho con frecuencia desde México hasta Buenos
Aires, pasando por San Pablo y Santiago, es que el mercado común va a ofrecer a la
industria extranjera oportunidades de expansión que hoy día no tiene en nuestros
mercados limitados... Existe el temor de que las ventajas del mercado común se
aprovechen principalmente por esa industria extranjera y no por las industrias
nacionales... Compartí ese temor, y lo comparto, no por mera imaginación, sino porque
he comprobado en la práctica la realidad de ese hecho...”. Esta comprobación no le
impidió suscribir, algún tiempo después, un documento en el que se afirma que «al
capital extranjero corresponde, sin duda, un papel importante en el desarrollo de
nuestras economías, a propósito de la integración en marcha, proponiendo la
constitución de sociedades mixtas en las que «el empresario latinoamericano participe
eficaz y equitativamente. ¿Equitativamente? Hay que salvaguardar, es cierto, la
igualdad de oportunidades. Bien decía Anatole France que la ley, en su majestuosa
igualdad, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes, mendigar en las
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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calles y robar pan. Pero ocurre que en este planeta y en este tiempo una sola empresa,
la General Motors, ocupa tantos trabajadores como todos los que forman la población
activa de Uruguay, y gana en un solo año una cantidad de dinero cuatro veces mayor
que el íntegro producto nacional bruto de Bolivia.
Las corporaciones conocen ya, por anteriores experiencias de integración, las ventajas
de actuar como insiders en el desarrollo capitalista de otras comarcas. No en vano el
total de las ventas de las filiales norteamericanas diseminadas por d mundo es seis
veces mayor que él valor de las exportaciones de los Estados Unidos. En América
Latina, como en otras regiones, no rigen las incómodas leyes antitrusts de los Estados
Unidos. Aquí los países se convierten, con plena impunidad, en seudónimos de las
empresas extranjeras que los dominan. El primer acuerdo de complementación en la
ALALC fue firmado, en agosto de 1962, por Argentina, Brasil, Chile y Uruguay; pero en
realidad fue firmado entre la IBM, la IBM, la IBM y la IBM. El acuerdo eliminaba
derechos de importación para el comercio de maquinarias estadísticas y sus
componentes entre los cuatro países, a la par que alzaba los gravámenes a la
importación de esas maquinarias desde fuera del área la IBM World Trade “sugirió a los
gobiernos que si eliminaban los derechos para comerciar entre sí construiría plantas en
Brasil y Argentina”. Al segundo acuerdo, firmado entre los mismos países, se agregó
México: fueron la RCA y la Philips of Eindhoven quienes promovieron la exoneración
para el intercambio de equipos destinados a radio y televisión y así sucesivamente. En
la primavera de 1969, el noveno acuerdo consagró la división del mercado
latinoamericano de equipos de generación, trasmisión y distribución de electricidad,
entre la Union Carbide, la General Electric y la Siemens. El Mercado Común
Centroamericano, por su parte, esfuerzo de conjunción de las economías raquíticas y
deformes de cinco países, no ha servido más que para derribar de un soplo a los
débiles productores nacionales de telas, pinturas, medicinas, cosméticos o galletas, y
para aumentar las ganancias y la órbita de negocios de la General Tire and Rubber Co.,
Procter and Gamble, Grace and Co., Colgate Palmolive, Sterling Products o National
Biscuits, La liberación de derechos aduaneros ha corrido .también pareja, en
Centroamérica, con la elevación de las barreras contra la competencia extranjera
externa (por decirlo de alguna manera), de modo que las empresas extranjeras internas
Eduardo Galeano
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puedan vender más caro y con mayores beneficios: «Los subsidios recibidos a través
de la protección tarifarias exceden el valor total agregado por el proceso doméstico de
producción, concluye Roger Hansen.
Las empresas extranjeras tienen, como nadie, sentido de las proporciones. Las
proporciones propias y las ajenas. ¿Qué sentido tendría instalar en Uruguay, por
ejemplo, o en Bolivia, Paraguayo Ecuador, con sus mercados minúsculos, una gran
planta de automóviles, altos hornos siderúrgicos o una fábrica importante de productos
químicos? Son otros los trampolines elegidos, en función de las dimensiones de los
mercados internos y de las potencialidades de su crecimiento. FUNSA, la fábrica
uruguaya de neumáticos, depende en gran medida de la Firestone, pero son las filiales
de la Firestone en Brasil y en Argentina las que se expanden con vistas a la integración.
Se frena el ascenso de la empresa instalada en Uruguay, aplicando el mismo criterio
que determina que la Olivetti, la empresa italiana invadida por la General Electric,
elabore sus máquinas de escribir en Brasil y sus máquinas de calcular en argentina.
«La asignación eficiente de recursos requiere un desarrollo desigual de las diferentes
partes de un país o región», sostiene Rosenstein-Rodan, y la integración
latinoamericana tendrá también sus nordestes y sus polos de desarrollo. En el balance
de los ocho años de vida del Tratado de Montevideo que dio origen a la ALALC, el
delegado uruguayo denunció que «las diferencias en los grados de desarrollo
económico [entre los diversos países] tienden a agudizarse, porque el mero incremento
del comercio en un intercambio de concesiones recíprocas sólo puede aumentar la
desigualdad preexistente entre los polos del privilegio y las áreas sumergidas. El
embajador de Paraguay, por su parte, se quejó en términos parecidos: afirmó que los
países débiles absurdamente subvencionan el desarrollo industrial de los países más
avanzados de la Zona de Libre Comercio, absorbiendo sus altos costos internos a
través de la desgravación arancelaria y dijo que dentro de la ALALC el deterioro de los
términos de intercambio castiga a su país tan duramente como fuera de ella: “Por cada
tonelada de productos importados de la Zona, el Paraguay paga con dos”. La realidad,
afirmó el representante de Ecuador, «está dada por once países en distintos grados de
desarrollo, lo que se traduce en mayores o menores capacidades para aprovechar el
área del comercio liberado y conduce a una polarización en beneficios y perjuicios... ».
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299
El embajador de Colombia extrajo «la única conclusión: el programa de liberación
beneficia en una desproporción protuberante a los tres países grandes»88. A medida
que la integración progrese, los países pequeños irán renunciando .sus ingresos
aduaneros -que en Paraguay financian la mitad del presupuesto nacional- a cambio de
la dudosa ventaja de recibir, por ejemplo, desde Sáo Paulo, Buenos Aires o México,
automóviles fabricados por las mismas empresa que aún los venden desde Detroit,
Wolfsburg o Milán a la mitad de precio. Esta es la certidumbre que alienta por debajo de
las fricciones que el proceso de integración provoca en medida creciente. La exitosa
aparición del Pacto Andino, que congrega a las naciones del Pacifico, es uno de los
resultados de la visible hegemonía de los tres grandes en el marco ampliado de la
ALALC: los pequeños intentan unirse aparte. Pero pese a todas las dificultades, por
espinosas que parezcan, los mercados se extienden a medida que los satélites van
incorporando nuevos satélites a su órbita de poder dependiente. Bajo la dictadura
militar de Castelo Branco, Brasil firmó un acuerdo de garantías para las inversiones
extranjeras, que descarga sobre el Estado los riesgos y las desventajas de cada
negocio. Resultó muy significativo que el funcionario que había concertado el convenio
defendiera sus humillantes condiciones ante el Congreso, afirmando que, «en un futuro
cercano, Brasil estará invirtiendo capitales en Bolivia, Paraguayo Chile y entonces
necesitará de acuerdos de este tipo89.
En el seno de los gobiernos que sucedieron al golpe de Estado de 1964, se ha
afirmado, en efecto, una tendencia que atribuye a Brasil una función «subimperialista»
sobre sus vecinos. Un elenco militar de muy importante gravitación postula a su país
como el gran administrador de los intereses norteamericanos en la región, y llama a
Brasil a ejercer, en el sur, una hegemonía semejante a la que, frente a los Estado
Unidos, el propio Brasil padece. El general Golbery do Cauto e Silva invoca, en este
sentido, otro «Destino manifiesto» este ideólogo del «sub-imperialismo» escribía en
1952, refiriéndose a ese «Destino manifiesto»: «Tanto más, cuando él no roza, en el
88 Sesiones extraordinarias del Comité Ejecutivo Permanente de la ALALC, julio y septiembre de 1969. Apreciaciones sobre el proceso de integración de la ALALC, Montevideo, 1969.La integración como un simple proceso de reducción de las barreas de comercio, advierte el director de la UNCTD en Nueva York, mantendrá “los enclaves de alto desarrollo dentro de la depresión general del continente”. Sydney Dell, en el volumen colectivo The Movement Toward Latin American Unity, editado por Ronad Hilton, Nueva York-Washington-Londres, 1969.89 Vivian Trías, Imperialismo y geopolítica en América Latina, Montevideo, 1967. Uruguay se comprometió, por ejemplo, a incrementar sus importaciones de maquinarias desde Brasil, a cambio de favores tales como el suministro de energía eléctrica brasileña a la zona norte del país. Actualmente, los departamentos uruguayos de Artigas y Rivera no pueden aumentar su consumo de energía sin permiso de Brasil..
Eduardo Galeano
300
Caribe, con el de nuestros hermanos mayores del norte. El general do Couto e Silva es
el actual presidente de la Dow Olemical en Brasil. La deseada estructura del
subdominio cuenta, por cierto, con abundantes antecedentes históricos, que van desde
el aniquilamiento de Paraguay en nombre de la banca británica, a partir de la guerra de
1865, hasta el envío de tropas brasileñas a encabezar la operación solidaria con la
invasión de los marines, en Santo Domingo, exactamente un siglo después.
En estos últimos años ha recrudecido en gran medida la competencia entre los
gerentes de los grandes intereses imperialistas, instalados en los gobiernos de Brasil y
de Argentina, en torno al agitado problema de la lideranza continental. Todo indica que
Argentina no está en condiciones de resistir el poderoso desafío brasileño: Brasil tiene
el doble de superficie y una población cuatro veces mayor, es casi tres veces más
amplia su producción de acero, fabrica el doble de cemento y genera más del doble de
energía; la tasa de renovación de su flota mercante es quince veces más alta. Ha
registrado, además, un ritmo de crecimiento económico bastante más acelerado que el
de Argentina, durante las dos últimas décadas. Hasta no hace mucho, Argentina
producía más automóviles y camiones que Brasil. A los ritmos actuales, en 1975 la
industria automotriz brasileña será tres veces mayor que la argentina. La flota marítima,
que en 1966 era igual a la argentina, equivaldrá a la de toda América Latina reunida: El
Brasil ofrece a la inversión extranjera la magnitud de su mercado potencial, sus
fabulosas riquezas naturales, el gran valor estratégico de su territorio, que limita con
todos los países sudamericanos menos Ecuador y Chile, y todas las condiciones para
que las empresas norteamericanas radicadas en su suelo avancen con botas de siete
leguas: Brasil dispone de brazos más baratos y más abundantes que su rival. No por
casualidad, la tercera parte de los productos elaborados y semielaborados que se
venden dentro de la ALALC proviene de Brasil. Este es el país llamado a constituir el
eje de la liberación o de la servidumbre de toda América Latina. Quizá el senador
norteamericano Fulbright no tuvo conciencia cabal del alcance de sus palabras cuando
en 1965 atribuyó a Brasil, en declaraciones públicas, la misión de dirigir el mercado
común de América Latina.
«NUNCA SEREMOS DICHOSOS, ¡NUNCA!» HABÍA PROFETIZADO SIMÓN BOLIVAR
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301
Para que el imperialismo norteamericano pueda, hoy día, integrar para reinar en
América Latina, fue necesario que ayer el Imperio británico contribuyera a dividimos con
los mismos fines. Un archipiélago de países, desconectados entre sí, nació como
consecuencia de la frustración de nuestra unidad nacional. Cuando los pueblos en
armas conquistaron la independencia, América Latina aparecía en el escenario histórico
enlazada por las tradiciones comunes de sus diversas comarcas, exhibía una unidad
territorial sin fisuras y hablaba fundamentalmente dos idiomas del mismo origen, el
español y el portugués. Pero nos faltaba, como señala Trías, una de las condiciones
esenciales para constituir una gran nación única: nos faltaba la comunidad económica.
Los polos de prosperidad que florecían para dar respuesta a las necesidades europeas
de metales y alimentos no estaban vinculados entre sí: las varillas del abanico tenían su
vértice al otro lado del mar. Los hombres y los capitales se desplazaban al vaivén de la
suerte del oro o del azúcar, de la plata o del añil, y sólo los puertos y las capitales,
sanguijuelas de las regiones productivas, teman existencia permanente. América Latina
nada como un solo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José
Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones
básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias consolidaron, a través del
comercio libre, esta estructura de la fragmentación, que era su fuente de ganancias:
aquellos traficantes ilustrados no podían incubar la unidad nacional que la burguesía
encarnó en Europa y en Estados Unidos. Los ingleses, herederos de España y Portugal
desde tiempo antes de la independencia, perfeccionaron esa estructura todo a lo largo
del siglo pasado, por medio de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la
fuerza de extorsión de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes.
“Para nosotros, la patria es América”, habla proclamado Bolívar: la Gran Colombia se
dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: “Nunca seremos dichosos,
¡nunca!” dijo al general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires, San Martín se
despojó de las insignias del mando y Antigas, que llamaba americanos a sus soldados,
se marchó a morir al solitario exilio de Paraguay: el Virreinato del Río de la Plata se
había partido en cuatro. Francisco de Morazán, creador de la república federal de
Eduardo Galeano
302
Centroamérica, murió fusilado90, y la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos
a los que luego se sumaria Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.
El resultado está a la vista: en la actualidad, cualquiera de las corporaciones
multinacionales opera con mayor coherencia y sentido de unidad que este conjunto de
islas que es América Latina, desgarrada por tantas fronteras y tantas incomunicaciones.
¿Qué integración pueden realizar, entre si, países que ni si quiera se han integrado por
dentro? Cada país padece hondas fracturas en su propio seno, agudas divisiones
sociales y tensiones no resueltas entre sus vastos desiertos marginales y sus oasis
urbanos. El drama se reproduce en escala regional. Los ferrocarriles y los caminos,
creados para trasladar la producción al extranjero por las rutas más directas,
constituyen todavía la prueba irrefutable de la impotencia o de la incapacidad de
América latina para dar vida al proyecto nacional de sus héroes más lúcidos. Brasil
carece de conexiones terrestres permanentes con tres de sus vecinos, Colombia, Perú
y Venezuela, y las ciudades del Atlántico no tienen comunicación cablegráfica directa
con las ciudades del Pacífico, de tal manera que los telegramas entre Buenos Aires y
Lima o Río de Janeiro y Bogotá pasan inevitablemente por Nueva York; otro tanto
sucede con las líneas telefónicas entre el Caribe y el sur. Los países latinoamericanos
continúan identificándose cada cual con su propio puerto, negación de sus raíces y de
su identidad real, a tal punto que la casi totalidad de los productos del comercio
intrarregional se transportan por mar: los transportes interiores virtualmente no existen.
Pero ocurre, en este sentido, que el cártel mundial de los fletes fija las tarifas y los
itinerarios según su paladar, y América Latina se limita a padecer las tarifas
exorbitantes y las rutas absurdas. De las 118 líneas navieras regulares que operan en
la región, únicamente hay diecisiete de banderas regionales; los fletes sangran la
economía latinoamericana en mil millones de dólares por año. Así, las mercancías
enviadas desde Porto Alegre a Montevideo llegan más rápido a destino si pasan antes
por Hamburgo, y otro tanto ocurre con la lana uruguaya en viaje a Estados Unidos, el
flete de Buenos Aires a un puerto mexicano del golfo disminuye en más de la cuarta
90 “Mandó preparar las armas, se descubrió, mandó apuntar, corrigió la puntería, dio la voz de fuego y cayó; aun levantó la cabeza sangrienta y dijo: estoy vivo; una nueva descarga lo hizo expirar”. Gregorio Bustamante Maceo, Historia militar de El Salvador, San Salvador, 1951.En la plaza de Tegucigalpa, la banda toca música ligera todos los domingos por la noche al pie de la estatua de bronce de Morazán. Pero la inscripción está equivocada: ésta no es la estampa ecuestre del campeón de la unidad centroamericana. Los hondureños que habían viajado a Paris, tiempo después del fusilamiento, para contratar un escultor por encargo del gobierno, se gastaron el dinero en parrandas y terminaron comprando una estatua del Mariscal Ney en el mercado de las pulgas. La tragedia de Centroamérica se convertía rápidamente en farsa.
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parte si el tráfico se realiza a través de Southampton. El transporte de madera desde
México a Venezuela cuesta más del doble que el transporte de madera desde Finlandia
a Venezuela, aunque México está, según los mapas, mucho más cerca. Un envío
directo de productos químicos desde Buenos Aires hasta Tampico, en México, cuesta
mucho más caro que si se realiza por Nueva Orleans.
Muy distinto destino se propusieron y conquistaron, por cierto, los Estados Unidos.
Siete años después de su independencia, ya las trece colonias habían duplicado su
superficie, que se extendió más allá de los Aleganios hasta las riberas del Mississippi, y
cuatro años más tarde consagraron su unidad creando el mercado único. En 1803,
compraron a Francia, por un precio ridículo, el territorio de Louisiana, con lo que
volvieron a multiplicar por dos su territorio. Más tarde fue el turno de Florida y, a
mediados de siglo, la invasión y amputación de medio México en nombre del «Destino
manifiesto». Después, la compra de Alaska, la usurpación de Hawaii, Puerto Rico y las
Filipinas.
Eduardo Galeano
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Las colonias se hicieron nación y la nación se hizo imperio, todo a lo largo de la puesta
en práctica de objetivos claramente expresados y perseguidos desde los lejanos
tiempos de los padres fundadores. Mientras el norte de América crecía, desarrollándose
hacia adentro de sus fronteras en expansión, el sur, desarrollado hacia afuera, estallaba
en pedazos como una granada.
El actual proceso de integración no nos reencuentra con nuestro origen ni nos aproxima
a nuestras metas. Ya Bolívar habla afirmado, certera profecía, que los Estados Unidos
parecían destinados por la Providencia para plagar América de miserias en nombre de
la libertad. No han de ser la General Motor y la IBM las que tendrán la gentileza de
levantar, en lugar de nosotros, las viejas banderas de unidad y emancipación caídas en
la pelea, ni han de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención
de los héroes ayer traicionados. Es mucha la podredumbre para arrojar al fondo del mar
en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados, los humillados,
los malditos tienen, ellos sí, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana
es, ante todo, una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá
que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y
de cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses,
pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los
hombres.
Montevideo, fines de 1970.
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SIETE AÑOS DESPUÉS
1. Han pasado siete años desde que Las venas abiertas de América Latina se
publicó por primera vez.
Este libro había sido escrito para conversar con la gente. Un autor no especializado
se dirigía a un público no especializado, con la intención de divulgar ciertos hechos
que la historia oficial, historia contada por los vencedores, esconde o miente. La
respuesta más estimulante no vino de las páginas literarias de los diarios, sino de
algunos episodios reales ocurridos en la calle. Por ejemplo, la muchacha que iba
leyendo este libro para su compañera de asiento y terminó parándose y leyéndolo
en voz alta para todos los pasajeros mientras el ómnibus atravesaba las calles de
Bogotá; o la mujer que huyó de Santiago de Chile, en los días de la matanza, con
este libro envuelto entre los pañales del bebé; o el estudiante que durante una
semana recorrió las librerías de la calle Corrientes, en Buenos Aires, y lo fue
leyendo de a pedacitos, de librería en librería, porque no tenía dinero para
comprarlo.
De la misma manera, los comentarios más favorables que este libro recibió no
provienen de ningún crítico de prestigio sino de las dictaduras militares que lo
elogiaron prohibiéndolo. Por ejemplo, Las venas no puede circular en mi país,
Uruguay, ni en Chile, y en la Argentina las autoridades lo denunciaron, en la
televisión y los diarios, como un instrumento de corrupción de la juventud. “No dejan
ver lo que escribo”, decía BIas de Otero, “porque escribo lo que veo”.
Creo que no hay vanidad en la alegría de comprobar, al cabo del tiempo, que Las
venas no ha sido un libro mudo.
2. Sé que pudo resultar sacrílego que este manual de divulgación hable de economía
política en el estilo de una novela de amor o de piratas. Pero se me hace cuesta
arriba, lo confieso, leer algunas obras valiosas de ciertos sociólogos, politicólogos,
economistas o historiadores, que escriben en código. El lenguaje hermético no
siempre es el precio inevitable de la profundidad. Puede esconder simplemente, en
Eduardo Galeano
306
algunos casos, una incapacidad de comunicación elevada a la categoría de virtud
intelectual. Sospecho que el aburrimiento sirve así, a menudo, para bendecir el
orden establecido: confirma que el conocimiento es un privilegio de las élites.
Algo parecido suele ocurrir, dicho sea de paso, con cierta literatura militante dirigida
a un público de convencidos. Me parece conformista, a pesar de toda su posible
retórica revolucionaria, un lenguaje que mecánicamente repite, para los mismos
oídos, las mismas frases hechas, los mismos adjetivos, las mismas fórmulas
declamatorias. Quizás esa literatura de parroquia esté tan lejos de la revolución
como la pornografía está lejos del erotismo.
3. Uno escribe para tratar de responder a las preguntas que le zumban en la cabeza,
moscas tenaces que perturban el sueño, y lo que uno escribe puede cobrar sentido
colectivo cuando de alguna manera coincide con la necesidad social de respuesta.
Escribí Las venas para difundir ideas ajenas y experiencias propias que quizás
ayuden un poquito, en su realista medida, a despejar las interrogantes que nos
persiguen desde siempre: ¿Es América Latina una región del mundo condenada a la
humillación y a la pobreza? ¿Condenada por quién? ¿Culpa de Dios, culpa de la
naturaleza? ¿El clima agobiante, las razas inferiores? ¿La religión, las costumbres?
¿No será la desgracia un producto de la historia, hecha por los hombres y que por
los hombres puede, por lo tanto, ser deshecha?
La veneración por el pasado me pareció siempre reaccionaria. La derecha elige el
pasado porque prefiere a los muertos: mundo quieto, tiempo quieto. Los poderosos
que legitiman sus privilegios por la herencia, cultivan la nostalgia. Se estudia historia
como se visita un museo; y esa colección de momias es una estafa. Nos mienten el
pasado como nos mienten el presente: enmascaran la realidad. Se obliga al
oprimido a que haga suya la memoria fabricada por el opresor, ajena, disecada,
estéril. Así se resignará a vivir una vida que no es suya como si fuera la única
posible.
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En Las venas, el pasado aparece siempre convocado por el presente, como
memoria viva del tiempo nuestro. Este libro es una búsqueda de claves de la historia
pasada que contribuyen a explicar el tiempo presente, que también hace historia, a
partir de la base de que la primera condición para cambiar la realidad consiste en
conocerla. No se ofrece, aquí, un catálogo de héroes vestidos como para un baile de
disfraz, que al morir en batalla pronuncian solemnes frases larguísimas, sino que se
indagan el sonido y la huella de los pasos multitudinarios que presienten nuestros
andares de ahora. Las venas proviene de la realidad, pero también de otros libros,
mejores que este, que nos han ayudado a conocer qué somos, para saber qué
podemos ser, y que nos han permitido averiguar de dónde venimos para mejor
adivinar adónde vamos. Esa realidad y esos libros muestran que el subdesarrollo
latinoamericano es una consecuencia del desarrollo ajeno, que !os latinoamericanos
somos pobres porque es rico el suelo que pisamos y que los lugares privilegiados
por la naturaleza han sido malditos por la historia. En este mundo nuestro, mundo de
centros poderosos y suburbios sometidos, no hay riqueza que no resulte, por lo
menos, sospechosa.
4. En el tiempo transcurrido desde la primera edición de Las venas la historia no ha
dejado de ser, para nosotros, una maestra cruel.
El sistema ha multiplicado el hambre y el miedo; la riqueza continúa concentrándose
y la pobreza difundiéndose. Así lo reconocen los documentos de los organismos
internacionales especializados, cuyo aséptico lenguaje llama “países en vías de
desarrollo” a nuestras oprimidas comarcas y denominan “redistribución regresiva del
ingreso” al empobrecimiento implacable de la clase trabajadora.
El engranaje internacional ha continuado funcionando: los países al servicio de las
mercancías, los hombres al servicio de las cosas.
Con el paso del tiempo, se van perfeccionando los métodos de exportación de las
crisis. El capital monopolista alcanza su más alto grado de concentración y de
dominio internacional de los mercados, los créditos y las inversiones hace posible el
sistemático y creciente traslado de las contradicciones: los suburbios pagan el precio
de la prosperidad, sin mayores sobresaltos, de los centros.
Eduardo Galeano
308
El mercado internacional continúa siendo una de las llaves maestras de esta
operación. Allí ejercen su dictadura las corporaciones multinacionales –
multinacionales, como dice Sweezy, porque operan en muchos países, pero bien
nacionales, por cierto, en su propiedad y control. La organización mundial de la
desigualdad no se altera por el hecho de que actualmente el Brasil exporte, por
ejemplo, automóviles Volkswagen a otros países sudamericanos y a los lejanos
mercados de África y el Cercano Oriente. Al fin y al cabo, es la empresa alemana
Volkswagen quien ha decidido que resulta más conveniente exportar automóviles,
para ciertos mercados, desde su filial brasileña: son brasileños los bajos costos de
producción, los brazos baratos, y son alemanas las altas ganancias.
Tampoco se rompe la camisa de fuerza por arte de magia cuando una materia prima
consigue escapar a la maldición de los precios bajos. Este fue el caso del petróleo a
partir de 1973. ¿Acaso no es el petróleo un negocio internacional? ¿Son empresas
árabes o latinoamericanas la Standard Oil de Nueva Jersey, ahora llamada Exxon, la
Royal Dutch Shell o la Gulf? ¿Quién se lleva la parte del león? Ha resultado
revelador, por lo demás, el escándalo desatado contra los países productores de
petróleo, que osaron defender su precio y fueron inmediatamente convertidos en los
chivos emisarios de la inflación y la desocupación obrera en Europa y Estados
Unidos. ¿Alguna vez consultaron a alguien, los países más desarrollados, antes de
aumentar el precio de cualquiera de sus productos? Desde hacía veinte años, el
precio del petróleo caía y caía. Su cotización vil representó un gigantesco subsidio a
los grandes centros industriales del mundo, cuyos productos, en cambio, resultaban
cada vez más caros. En relación al incesante aumento de precio de .los productos
estadounidenses y europeos, la nueva cotización del petróleo no ha hecho más que
devolverlo: a sus niveles de 1952. El petróleo crudo simplemente recuperó el poder
de compra que tenía dos décadas atrás.
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5. Uno de los episodios importantes ocurridos en estos siete años fue la
nacionalización del petróleo en Venezuela. La nacionalización no rompió la
dependencia venezolana en materia de refinación y comercialización, pero abrió un
nuevo espacio de autonomía. A poco de nacer, la empresa estatal, Petróleos de
Venezuela, ya ocupaba el primer lugar entre las quinientas empresas más
importantes de América Latina. Empezó la exploración de nuevos mercados además
de los tradicionales y rápidamente Petroven obtuvo cincuenta nuevos clientes.
Como siempre, sin embargo, cuando el Estado se hace dueño de la principal riqueza
de un país, corresponde preguntarse quién es el dueño del Estado. La
nacionalización de los recursos básicos no implica, de por sí la redistribución del
ingreso en beneficio de la mayoría, ni pone necesariamente en peligro el poder ni los
privilegios de la minoría dominante. En Venezuela continúa funcionando, intacta, la
economía del despilfarro. En su centro resplandece, iluminada por el gas neón, una
clase social multimillonaria y derrochona. En 1976, las importaciones aumentaron un
veinticinco por ciento, en buena medida para financiar artículos de lujo que inundan
el mercado venezolano en catarata. Fetichismo de la mercancía como símbolo de
poder, existencia humana reducida a relaciones de competencia y consumo: en
medio del océano del subdesarrollo la minoría privilegiada imita el modo de vida y
las modas de los miembros más ricos de las más opulentas sociedades del mundo;
en el estrépito de Caracas, como en Nueva York, los vienes “naturales” por
excelencia –el aire, la luz, el silencio– se vuelven más caros y escasos. “Cuidado”,
advierte Juan Pablo Pérez Alfonso, patriarca del nacionalismo venezolano y profeta
de la recuperación del petróleo: “Se puede morir de indigestión”, dice, «tanto como
de hambre “.
6. Terminé de escribir Las venas en los últimos días de 1970.
En los últimos días de 1977, Juan Velasco Alvarado murió en una mesa de
operaciones. Su féretro fue llevado en hombros hasta el cementerio por la mayor
multitud jamás vista en las calles de Lima. El general Velasco Alvarado, nacido en
casa humilde en las secas tierras del norte del Perú, había encabezado un proceso
de reformas sociales y económicas. Fue la tentativa de cambio de mayor alcance y
Eduardo Galeano
310
profundidad en la historia contemporánea de su país. A partir del levantamiento de
1968, el gobierno militar impulsó una reforma agraria de verdad y abrió cauce a la
recuperación de los recursos naturales usurpados por el capital extranjero. Pero
cuando Velasco Alvarado murió se habían celebrado, tiempo antes, los funerales de
la revolución. El proceso creador tuvo vida fugaz; terminó ahogado por d chantaje de
los prestamistas y los mercaderes y por la fragilidad implícita en todo proyecto
paternalista y sin base popular organizada.
En vísperas de la Navidad del 77, mientras d corazón del general Velasco Alvarado
latía por última vez en d Perú, en Bolivia otro general, que en nada se le parece,
daba un seco golpe de puño sobre el escritorio. El general Hugo Bánzer, dictador de
Bolivia, decía no a la amnistía de los presos, los exiliados y los obreros despedidos.
Cuatro mujeres y catorce niños, llegados a La paz desde las minas de estaño,
iniciaron entonces una huelga de hambre.
- No es el momento –opinaron los entendidos–. Ya les diremos cuándo...
Ellas se sentaron en el piso.
- No estamos consultan –dijeron as mujeres–. Estamos informando. La decisión
está tomada. Allá en la mina, huelga de hambre siempre hay. Nomás nacer y ya
empieza la huelga de hambre. Allá también nos hemos de morir. Más lento, pero
también nos hemos de morir.
El gobierno reaccionó castigando, amenazando; pero la huelga de hambre desató
fuerzas contenidas durante mucho tiempo. Toda Bolivia se sacudió y mostró los
dientes. Diez días después, no eran cuatro mujeres y catorce niños: mil
cuatrocientos trabajadores y estudiantes se habían alzado en huelga de hambre. La
dictadura sintió que el suelo se abría bajo los pies. Y se arranco la amnistía general.
Así atravesaron la frontera entre 1977 y 1978 dos países de los Andes. Más al norte,
en el Caribe, Panamá esperaba la prometida liquidación del estatuto colonial del
canal, al cabo de una espinosa negociación con el nuevo gobierno de Estados
Unidos, y en Cuba el pueblo estaba de fiesta: la revolución socialista festejaba,
invicta, sus primeros diecinueve años de vida. Pocos días después, en Nicaragua, la
multitud se lanzó, furiosa, a las calles. El dictador Somoza, hijo del dictador Somoza,
espiaba por el ojo de la cerradura. Varias empresas fueron incendiadas por la cólera
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popular. Una de ellas, llamada Plasmaféresis, estaba especializada en vampirismo.
La empresa Plasmaféresis, arrasada por el fuego a principios del 78, era propiedad
de exiliados cubanos y se dedicaba a vender sangre nicaragüense a los Estados
Unidos. (En el negocio de la sangre, como en todos los demás, los productores
reciben apenas la propina. La empresa Hemo Caribbean, por ejemplo, paga a los
haitianos tres dólares por cada litro que revende a veinticinco en el mercado
norteamericano).
7. En agosto del 76, Orlando Letelier publicó un artículo denunciando que el terror de
la dictadura de Pinochet y la -«libertad económica. de los pequeños grupos
privilegiados son dos caras de una misma medalla. Letelier, que había sido ministro
en el gobierno de Salvador Allende, estaba exiliado en los Estados Unidos. Allí voló
en pedazos poco tiempo después91. En su artículo, sostenía que es absurdo hablar
de libre competencia en una economía como la chilena, sometida a los monopolios
que juegan a su antojo con los precios, y que resulta irrisorio mencionar los
derechos de los trabajadores en un país donde los sindicatos auténticos están fuera
de la ley y los salarios se fijan por decreto de la Junta militar, Letelier describía el
prolijo desmontaje de las conquistas realizadas por el pueblo chileno durante el
gobierno de la Unidad Popular. De los monopolios y oligopolios industriales
nacionalizados por, Salvador Allende, la dictadura había devuelto la mitad a sus
antiguos propietarios y había puesto en venta la otra mitad. Firestone había
comprado la fábrica nacional de neumáticos; Parsons and Whittemore, una gran
planta de pulpa de papel ... La economía chilena, decía Letelier, está ahora más
concentrada y monopolizada que en las vísperas del gobierno de Allende92 ...
Negocios libres como nunca, gente presa como nunca: en América Latina, la libertad
de empresa es incompatible con las libertades públicas.
91 El crimen ocurrió en Washington, el 21 de septiembre de 1976. Varios exiliados políticos de Uruguay, Chile y Bolivia habían sido asesinados, antes, en la Argentina. Entre ellos, los más notorios fueron el general Carlos Prats, figura clave en el esquema militar del gobierno de Allende, cuyo automóvil estalló en un garaje de Buenos Aires el 27 de septiembre de 1974; el general Juan José Torres, que había encabezado un breve gobierno antiimperialista en Bolivia, fue acribillado a balazos el 15 de junio de 1976; y los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, secuestrados, torturados y asesu¿inados, también en Buenos Aires, entre el 18 y el 21 de marzo de 1976.92 También fue arrasada la reforma agraria que había comenzado bajo el gobierno de la democracia Cristiana y fue profundizado por la Unidad Popular. Véase María Beatriz de Albuquerque.
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¿Libertad de mercado? Desde principios de 1975 es libre, en Chile, el precio de la
leche. El resultado no se hizo esperar. Dos empresas dominan el mercado. El precio
de la leche aumentó inmediatamente, para los consumidores, en un 40 por ciento,
mientras el precio para los productores bajaba en un 22 por ciento.
La mortalidad infantil, que se había reducido bastante durante la Unidad Popular,
pegó un salto dramático a partir de Pinochet. Cuando Letelier fue asesinado en una
calle de Washington, la cuarta parte de la población de Chile no recibía ningún
ingreso y sobrevivía gracias a la caridad ajena o a la propia obstinación y picardía.
El abismo que en América Latina se abre entre el bienestar de pocos y la desgracia
de muchos es infinitamente mayor que en Europa o en Estados Unidos. Son, por lo
tanto, mucho más feroces los métodos necesarios para salvaguardar esa distancia.
Brasil tiene un ejército enorme y muy bien equipado, pero destina a gastos de
educación el cinco por ciento del presupuesto nacional. En Uruguay, la mitad del
presupuesto es absorbida actualmente por las fuerzas armadas y la policía: la quinta
parte de la población activa tiene la función de vigilar, perseguir o castigar a los
demás.
Sin duda, uno de los hechos .más importantes de estos años de la década del 70 en
nuestras tierras, fue una tragedia: la insurrección militar que el 11 de septiembre de
1973 volteó al gobierno democrático de Salvador Allende y sumergió a Chile en un
baño de sangre.
Poco antes, en junio, un golpe de estado en Uruguay había disuelto el Parlamento,
había puesto fuera de la ley a los sindicatos y había prohibido toda actividad
política93.
En marzo del 76, los generales argentinos volvieron al poder: el gobierno de la viuda
de Juan Domingo Perón, convertido en un pudridero, se desplomó sin pena ni gloria.
Los tres países del sur son, ahora, una llaga del mundo, una continua mala noticia.
Torturas, secuestros, asesinatos y destierros se han convertido en costumbres
cotidianas. Estas dictaduras, ¿son tumores a extirpar de organismos sanos o el pus
que delata la infección del sistema?
93 Tres meses después, hubo elecciones en la Universidad. Eran las únicas elecciones que quedaban. Los candidatos de la dictadura obtuvieron el 2,5% de los votos universitarios. Por lo tanto, en defensa de la democracia, la dictadura encarceló a medio mundo y entregó la Universidad a ese dos y medio por ciento.
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Existe siempre, creo, una íntima relación entre la intensidad de la amenaza y la
brutalidad de la respuesta. No puede entenderse, creo, lo que hoy ocurre en Brasil y
en Bolivia sin tener en cuenta la experiencia de los regímenes de Jango Goulart y
Juan José Torres. Antes de caer, estos gobiernos habían puesto en práctica una
serie de reformas sociales y habían llevado adelante una política económica
nacionalista, a lo largo de un proceso cortado en 1964 en el Brasil y en 1971 en
Bolivia. De la misma manera, bien se podría decir que Chile, Argentina y Uruguay
están expiando el pecado de esperanza. El ciclo de profundos cambios durante el
gobierno de Allende, las banderas de justicia que movilizaron a las masas obreras
argentinas y flamearon alto durante el fugaz gobierno de Héctor Cámpora en 1973 y
la acelerada politización de la juventud uruguaya, fueron todos desafíos que un
sistema impotente y en crisis no podía soportar. El violento oxígeno de la libertad
resultó fulminante para los espectros y la guardia pretoriana fue convocada a salvar
el orden. El plan de limpieza es un plan de exterminio.
8. Las actas del Congreso de los Estados Unidos suelen registrar testimonios
irrefutables sobre las intervenciones en América Latina. Mordidas por los ácidos de
la culpa, las conciencias realizan su catarsis en los confesionarios del Imperio. En
estos últimos tiempos, por ejemplo, se han multiplicado los reconocimientos oficiales
de la responsabilidad de los Estados Unidos en diversos desastres. Amplias
confesiones públicas han probado, entre otras cosas, que el gobierno de los Estados
Unidos participó directamente, mediante soborno, espionaje y chantaje, en la política
chilena. En Washington se planificó la estrategia del crimen. Desde 1970, Kissinger
y 108 servicios de informaciones prepararon cuidadosamente la caída de Allende.
Millones de dólares fueron distribuidos entre los enemigos del gobierno legal de la
Unidad Popular. Así pudieron sostener su larga huelga, por ejemplo, los propietarios
de camiones, que en 1973 paralizaron buena parte de la economía del país. La
certidumbre de la impunidad afloja las lenguas. Cuando el golpe de estado contra
Goulart, los Estados Unidos tenían en el Brasil su embajada mayor del mundo.
Lincoln Gordon, que era el embajador, reconoció trece años más tarde, ante un
periodista, que su gobierno financiaba desde tiempo atrás a las fuerzas que se
Eduardo Galeano
314
oponían a las reformas: “Qué diablos”, dijo Gordon. “Eso era más o menos un
hábito, en aquel período... La CIA estaba acostumbrada a disponer de fondos
políticos”. En la misma entrevista, Gordon explicó que en los días del golpe el
Pentágono emplazó un enorme portaviones y cuatro navíos-tanques ante las costas
brasileñas “para el caso de que las fuerzas anti-Goulart pidieran nuestra ayuda ...”
Esta ayuda, dijo, “no sería apenas moral. Daríamos apoyo logístico,
abastecimientos, municiones, petróleo...”
Desde que el presidente Jimmy Carter inauguró la política de derechos humanos, se
ha hecho habitual que los regímenes latinoamericanos impuestos gracias a la
intervención norteamericana formulen encendidas declaraciones contra la
intervención norteamericana en sus asuntos Internos.
El Congreso de los Estados Unidos resolvió, en 1976 y 1977, suspender la ayuda
económica y militar a varios países. La mayor parte de la ayuda externa de los
Estados Unidos no pasa, sin embargo, por el filtro del Congreso. Así, a pesar de las
declaraciones y las resoluciones y las protestas, el régimen del general Pinochet
recibió, durante 1976, 290 millones de dólares de ayuda directa de los Estados
Unidos sin autorización parlamentaria. Al cumplir su primer año de vida, la dictadura
argentina del general Videla había recibido quinientos millones de dólares de bancos
privados norteamericanos y 41,5 millones de dos instituciones (Banco Mundial y
BID) donde los Estados Unidos tienen influencia decisiva. Los derechos especiales
de giro de la Argentina en el Fondo Monetario Internacional, que eran de 64 millones
de dólares en 1975, habían subido a setecientos millones un par de años después.
Parece saludable la preocupación del presidente Carter por la carnicería que están
sufriendo algunos países latinoamericanos, pero los actuales dictadores no son
autodidactas: han aprendido las técnicas de la represión y el arte de gobernar en los
cursos del Pentágono en Estados Unidos y en la zona del Canal de Panamá. Esos
cursos continúan hoy en día y, que se sepa, no han variado en un ápice su
contenido. Los militares latinoamericanos que hoy constituyen piedra de escándalo
para los Estados Unidos, han sido buenos alumnos. Hace unos cuantos años,
cuando era secretario de Defensa, el actual presidente del Banco Mundial, Robert
McNamara, lo dijo con todas sus letras: “Ellos son los nuevos líderes. No necesito
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explayarme sobre el valor de tener en posiciones de liderazgo a hombres que
previamente han conocido de cerca cómo pensamos y hacemos las cosas los
americanos. Hacernos amigos de esos hombres no tiene precio”.
Quienes hicieron al paralítico, ¿pueden ofrecemos la silla de ruedas?
9. Los obispos de Francia hablan de otro tipo de responsabilidad, más profunda,
menos visible; “Nosotros, que pertenecemos a las naciones que pretenden ser las
más avanzadas del mundo, formamos parte de los que se benefician de la
explotación de los países en vías de desarrollo. No vemos los sufrimientos que ello
provoca en la carne y en el espíritu de .pueblos enteros. Nosotros contribuimos a
reforzar la división del mundo actual, en el que sobresale la dominación de los
pobres por los ricos, de los débiles por los poderosos. ¿Sabemos que nuestro
desperdicio de recursos y de materias primas no seria posible sin el control del
intercambio comercial por parte de los países occidentales? ¿No vemos quién se
aprovecha del tráfico de armas, del que nuestro país ha dado tristes ejemplos?
¿Comprendemos acaso que la militarización de los regímenes de los países pobres
es una de las consecuencias de la dominación económica y cultural ejercidas por los
países industrializados, en los que la vida se rige por el afán de ganancias y los
poderes del dinero?”.
Dictadores, torturadores, inquisidores: el terror tiene funcionarios, como el correo o
los bancos, y se aplica porque resulta necesario. No se trata de una conspiración de
perversos. El general Pinochet puede parecer un personaje de la pintura negra de
Goya, un banquete para psicoanalistas o el heredero de una truculenta tradición de
las repúblicas bananeras. Pero los rasgos clínicos o folklóricos de tal o cual dictador,
que sirven para condimentar la historia, no son la historia. ¿Quién se atrevería a
sostener, hoy día, que la primera guerra mundial estalló a causa de los complejos
del Káiser Guillermo, que tenía un brazo más corto que el otro? «En los países
democráticos no se revela el carácter de violencia que tiene la economía; en los
países autoritarios, ocurre lo mismo con el carácter económico de la violencia»,
había escrito Bertolt Brecht, a fines de 1940, en su diario de trabajo.
Eduardo Galeano
316
En los países del sur de América, los centuriones han ocupado el poder en función
de una necesidad del sistema y el terrorismo de estado se pone funcionamiento
cuando las clases dominantes ya no pueden realizar sus negocios por otros medios.
En nuestros países no existiría la tortura si no fuera eficaz, y la democracia formal
tendría continuidad si se pudiera garantizar que no escapara al control de los
dueños del poder. En tiempos difíciles, la democracia se vuelve un crimen contra la
seguridad nacional –o sea, contra la seguridad de los privilegios internos y las
inversiones extranjeras. Nuestras máquinas de picar carne humana integran un
engranaje internacional. La sociedad entera se militariza, el estado de excepción
deviene permanente y se vuelve hegemónico el aparato de represión a partir de un
ajuste de tuercas desde los centros del sistema imperialista. Cuando la sombra de la
crisis acecha, es preciso multiplicar el saqueo de los países pobres para garantizar
el pleno empleo, las libertades públicas y las altas tasas de desarrollo en los países
ricos. Relaciones de víctima y verdugo, dialéctica siniestra: hay una estructura de
humillaciones sucesivas que empieza en los mercados internacionales y en los
centros financieros y termina en las casa de cada ciudadano.
10.Haití es el país más pobre del hemisferio occidental. Allí hay más lavapiés que
lustrabotas: niños que lavan los pies de clientes descalzos, que no tienen zapatos
para lustrar. Los haitianos viven, en promedio, poco más de treinta años. De cada
diez haitianos, nueve no saben leer ni escribir. Para el consumo interno, se cultivan
las ásperas laderas de las montañas. Para la exportación, los valles fértiles: las
mejores tierras se dedican aI café, al azúcar, al cacao y otros productos que
requiere el mercado norteamericano. Nadie juega al béisbol en Haití, pero Haití es el
principal productor mundial de pelotas de béisbol. No faltan en el país talleres donde
los niños trabajan por un dólar diario armando cassettes y piezas electrónicas. Son,
por supuesto, productos de exportación; y, por supuesto, también se exportan las
ganancias, una vez deducida la parte que. corresponde a los administradores del
terror. El menor asomo de protesta implica, en Haití, la prisión o la muerte. Por
increíble que parezca, los salarios de los trabajadores haitianos han perdido, entre
1971 y 1975, una cuarta parte de su bajísimo valor real. Significativamente, en ese
período entró al país un nuevo flujo de capital estadounidense.
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Recuerdo un editorial dé un diario de Buenos Aires, publicado hace un par de años.
Un viejo diario conservador bramaba de ira porque en algún documento
internacional la Argentina aparecía como un país subdesarrollado y dependiente.
¿Cómo una sociedad culta, europea, próspera y blanca podía ser medida con la
misma vara que un país tan pobre y tan negro como Haití?
Sin duda, las diferencias son enormes –aunque poco tienen que ver con las
categorías de análisis de la arrogante oligarquía de Buenos Aires. Pero, con todas
las diversidades y contradicciones que se quiera, la Argentina no está a salvo del
círculo vicioso que estrangula la economía latinoamericana en su conjunto y no hay
esfuerzo de exorcismo intelectual que pueda sustraerla a la realidad que comparten,
quien más, quien menos, los demás países de la región.
Al fin y al cabo, las matanzas del general Videla no son más civilizadas que las de
Papa Doc Duvalier o su heredero en el trono, aunque la represión tenga, en la
Argentina, un nivel tecnológico más alto. y en lo esencial, ambas dictaduras actúan
al servicio del mismo objetivo: proporcionar brazos baratos a un mercado
internacional que exige productos baratos.
Apenas llegada al poder, la dictadura de Videla se apresuró a prohibir las huelgas y
decretó la libertad de precios al mismo tiempo que encarcelaba los salarios. Cinco
meses después del golpe de estado, la nueva ley de inversiones extranjeras colocó
en igualdad de condiciones a las empresas extranjeras y nacionales. La libre
competencia termin6, así, con la situación de injusta desventaja en que se
encontraban algunas corporaciones multinacionales frente a las empresas locales.
Por ejemplo, la desamparada General Motors, cuyo volumen mundial de ventas
equivale nada menos que al producto nacional bruto de la Argentina entera.
También es libre, ahora, con frágiles limitaciones, la remisión de utilidades al
extranjero y la repatriación del capital invertido.
Cuando el régimen cumplió su primer año de vida, el valor real de los salarios se
había reducido al cuarenta por ciento. Fue una hazaña lograda por el terror. «Quince
mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de
desterrados son la cifra desnuda de ese terror», denunció el escritor Rodolfo Walsh
Eduardo Galeano
318
en una carta abierta. La carta fue enviada el 29. de marzo del 77 a los tres jefes de
la junta de gobierno. Ese mismo día, Walsh fue secuestrado y desapareció.
11.Fuentes insospechables confirman que una infima parte de las nuevas inversiones
extranjeras directas en América Latina proviene realmente del país de origen. Según
una investigación publicada por el Departamento de Comercio de los Estados
Unidos, apenas un doce por ciento de los fondos vienen de la matriz
estadounidense, un 22 por ciento corresponde a ganancias obtenidas en América
Latina y el 66 por ciento restante sale de las fuentes de crédito interno y, sobre todo,
del crédito internacional. La proporción es semejante para las inversiones de origen
europeo o japonés; y hay que tener en cuenta que a menudo ese doce por ciento de
inversión que viene de las casas - matrices no es más que el resultado del traspaso
de maquinarias ya utilizadas o que simplemente refleja la cotización arbitraria que
las empresas imponen a su know how industrial, a las patentes o a las marcas. Las
corporaciones multinacionales, pues, no sólo usurpan el crédito interno de los países
donde operan, a cambio de un aporte de capital bastante discutible, sino que
además les multiplica la deuda externa.
La deuda externa latinoamericana era, en 1975, casi tres veces mayor que en 1969.
Brasil, México, Chile y Uruguay destinaron, en 1975, aproximadamente la mitad de
sus ingresos por exportaciones al pago de las amortizaciones y los intereses de la
deuda y al pago de las ganancias de las empresas extranjeras establecidas en esos
países. Los servicios de deuda y las remesas de utilidades tragaron, ese año, el 55
por ciento de las exportaciones de Panamá y el 60 por ciento de las de Perú94. En
1969, cada habitante de Bolivia debía 137 dólares al exterior. En 1977, debía 483.
Los habitantes de Bolivia no fueron consultados ni vieron un solo centavo de esos
préstamos que les han puesto la soga al cuello.
El Citibank no figura como candidato en ninguna lista, en los pocos países
latinoamericanos donde todavía se realizan elecciones; y ninguno de los generales
que ejercen las dictaduras se llama Fondo Monetario Internacional. Pero, ¿cuál es la
94 El dinero, que tiene alitas, viaja sin pasaporte. Buena parte de las ganancias generadas por la exportación de nuestros recursos se fugan a Estados Unidos, a Suiza, a Alemania federal o a otros países donde pega un salto de circo para luego volver a nuestras comarcas convertida en empréstitos.
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mano que ejecuta y cuál la conciencia que ordena? Quién presta, manda. Para
pagar, hay que exportar más, y hay que exportar más para financiar las
importaciones y para hacer frente a la hemorragia de las ganancias y los royalties
que las empresas extranjeras drenan hacia sus casas matrices. El aumento de las
exportaciones, cuyo poder de compra disminuye, implica salarios de hambre. La
pobreza masiva, clave del éxito de una economía volcada al exterior, impide el
crecimiento del mercado interno de consumo en la medida necesaria para sustentar
un desarrollo económico armonioso. Nuestros países se vuelven ecos y van
perdiendo la propia voz. Depende de otros, existe en tanto dan respuesta a las
necesidades de otros. A su vez la remodelación de la economía en función de la
demanda externa nos devuelve a la estrangulación original: abre las puertas al
saqueo de los monopolios extranjeros y obliga a contraer nuevos y mayores
empréstitos ante la banca internacional. El círculo vicioso es perfecto: la deuda
externa y la inversión extranjera obligan a multiplicar exportaciones que ellas
mismas van devorando. La tarea no puede llevarse a cabo con buenos modales.
Para que los trabajadores latinoamericanos cumplan con su función de rehenes de
la prosperidad ajena, han de mantenerse prisioneros del lado de adentro o del lado
de afuera de los barrotes de las cárceles.
12.La explotación salvaje de la mano de obra no es incompatible con la tecnología
intensiva. Nunca lo fue, en nuestras tierras: por ejemplo, las legiones de obreros
bolivianos que dejaron los pulmones en las minas de Oruro, en los tiempos de
Simón Patiño, trabajaban en régimen de esclavitud asalariada pero con maquinaria
muy moderna. El barón del estaño supo combinar los más altos niveles de la
tecnología de su época con los niveles más bajos de salarios.
Además, en nuestros días, la importación de la tecnología de las economías más
adelantadas coinciden con el. proceso de expropiación de las empresas industriales
de capital local por parte de las todopoderosas corporaciones multinacionales, El
movimiento de centralización de capital se cumple a través de «una quema
despiadada de los niveles empresariales obsoletos, que no por azar son justamente
los de propiedad nacional». La desnacionalización acelerada de la industria
Eduardo Galeano
320
latinoamericana trae consigo una creciente dependencia tecnológica. La tecnología,
decisiva clave de poder, está monopolizada, en el mundo capitalista, por los centros
metropolitanos. La tecnología viene de segunda mano, pero esos centros cobran las
copias como si fueran originales. En 1970, México pagó el doble que en 1968 por la
importación de tecnología extranjera. Entre 1965 y 1969, Brasil duplicó sus pagos; y
otro tanto ocurrió, en el mismo período, con la Argentina.
El trasplante de la tecnología aumenta las nutridas deudas con el exterior y tiene
devastadoras consecuencias sobre el mercado de trabajo. En un sistema
organizado para el drenaje de ganancias al exterior, la mano de obra de la empresa
«tradicional» va perdiendo oportunidades de empleo. A cambio de un dudoso
impulso dinamizador sobre el resto de la economía, los islotes de la industria
moderna sacrifican brazos al reducir el tiempo de trabajo necesario para la
producción. La existencia de un nutrido y creciente ejército de desocupados facilita,
a su vez, el asesinato del valor real de los salarios.
13.Hasta los documentos de la CEPAL hablan, ahora, de una redivisión internacional
del trabajo. De aquí a unos alias, aventura la esperanza de los técnicos, quizás
América Latina exporte manufacturas en la misma medida en que hoy vende al
exterior materias primas y alimentos. «Las diferencias de salarios entre países
desarrollados y en desarrollo –incluyendo los de América Latina– pueden inducir
una nueva división de actividades entre países desplazando, por razones de
competencia, industrias en que el costo del trabajo sea muy importante, desde los
primeros hacia los segundos. Los costos de la mano de obra para la industria
manufacturera, por ejemplo, son generalmente mucho más bajos en México o Brasil
que en Estados Unidos.
¿Impulso de progreso o aventura neocolonial? La maquinaria eléctrica y no eléctrica
ya figura entre los principales productos de exportación de México. En el Brasil,
crece la venta al exterior de vehículos y armamentos. Algunos países
latinoamericanos viven una nueva etapa de industrialización, en gran medida
inducida y orientada por las necesidades extranjeras y los dueños extranjeros de los
medios de producción. ¿No será éste otro capítulo a agregar a nuestra larga historia
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321
del “desarrollo hacia fuera”? En los mercados internacionales, los precios en
ascenso constante no corresponden genéricamente a los “productos
manufacturados”, sino a las mercancías más sofisticadas y de mayor componente
tecnológico, que son privativas de las economías de mayor desarrollo. El principal
producto de exportación de América Latina, venda lo que venda, materias primas o
manufacturas, son sus brazos baratos.
¿No ha sido, la nuestra, una continua experiencia histórica de mutilación y
desintegración disfrazada de desarrollo? Siglos atrás, la conquista arrasó los suelos
para implantar cultivos de exportación y aniquiló las poblaciones indígenas en los
socavones y los lavaderos para satisfacer la demanda de plata y oro en ultramar. La
alimentación de la población precolombina que pudo sobrevivir al exterminio
empeoró con el progreso ajeno. En nuestros días, el pueblo del Perú produce harina
de pescado, muy rica en proteínas, para las vacas de Estados Unidos y de Europa,
pero las proteínas brillan por su ausencia en la dieta de la mayoría de los peruanos.
La filial de la Volkswagen en Suiza planta un árbol por cada automóvil que vende,
gentileza ecológica, al mismo tiempo que la filial de la Volkswagen en Brasil arrasa
centenares de hectáreas de bosques que dedicará a la producción intensiva de
carne de exportación. Cada vez vende más carne al extranjero el pueblo brasileño –
que rara vez come carne. No hace mucho, en una conversación, Darcy Ribeiro me
decía que una república volkswagen no es diferente, en lo esencial, de una
república bananera. Por cada dólar que produce la exportación de bananas, apenas
once centavos quedan en el país productor, y de esos once centavos una parte
insignificante corresponde a los trabajadores de las plantaciones. ¿Se alteran las
proporciones cuando un país latinoamericano exporta automóviles?
Ya los barcos negreros no cruzan el océano. Ahora los traficantes de esclavos
operan desde el Ministerio de Trabajo. Salarios africanos, precios europeos. ¿Qué
son los golpes de estado, en América Latina, sino sucesivos episodios de una
guerra de rapiña? De inmediato, las flamantes dictaduras invitan a las empresas
extranjeras a explotar la mano de obra local, barata y abundante, el crédito ilimitado,
las exoneraciones de impuestos y los recursos naturales al alcance de la mano.
Eduardo Galeano
322
14.Los empleados del plan de emergencia del gobierno de Chile reciben salarios
equivalentes a treinta dólares por mes. Un kilo de pan cuesta medio dólar. Reciben,
por lo tanto, dos kilos de pan por día. El salario mínimo en Uruguay y Argentina
equivale actualmente al precio de seis kilos de café. El salario mínimo en Brasil llega
a sesenta dólares mensuales, pero los boias frias, obreros rurales ambulantes,
cobran entre cincuenta centavos y un dólar por día en las plantaciones de café, soia
y otros cultivos de exportación. El forraje que comen las vacas en México contiene
más proteínas que la dieta de los campesinos que se ocupan de ellas. La carne de
esas vacas se destina a unas pocas bocas privilegiadas dentro del país y sobre todo
al "mercado internacional”. Al amparo de una generosa política de créditos y
facilidades oficiales, florece en México la agricultura de exportación, mientras entre
1970 y 1976 ha descendido la cantidad de proteínas disponibles por habitante y en
las zonas rurales solamente uno de cada cinco niños mexicanos tiene peso y
estatura normales. En Guatemala, el arroz, el maíz y los frijoles destinados al
consumo interno están abandonados a la buena de Dios, pero el café, el algodón y
otros productos de exportación acaparan el 87 por ciento del crédito. De cada diez
familias guatemaltecas que trabajan en el cultivo y la cosecha del café, principal
fuente de divisas del país, apenas una se alimenta según los niveles mínimos
adecuados. En el Brasil, solamente un cinco por ciento del crédito agrícola se
canaliza hacia el arroz, los frijoles y la mandioca –que constituyen la dieta básica de
los brasileños. El resto deriva a los productos de exportación.
El reciente derrumbamiento del precio internacional del azúcar no desató, como
antes ocurría, una oleada de hambre entre los campesinos de Cuba. En Cuba ya no
existe la desnutrición. A la inversa, el alza casi simultánea del precio internacional
del café no alivió para nada la crónica miseria de los trabajadores de los cafetales
del Brasil. El aumento de la cotización del café en 1976 –ocasional euforia
provocada por las heladas que arrasaron las cosechas brasileñas– “no se reflejó
directamente en los salarios”, según reconoció un alto directivo del Instituto
Brasileño del Café.
En realidad, los cultivos de exportación no son, de por sí, incompatibles con el
bienestar de la población ni contradicen, de por sí, el desarrollo económico «hacia
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adentro». Al fin y al cabo, las ventas de azúcar al exterior han servido de palanca, en
Cuba, para la creación de un mundo nuevo en el que todos tienen acceso a los
frutos del desarrollo y la solidaridad es el eje de las relaciones humanas.
15.Ya se sabe quiénes son los condenados a pagar las crisis de reajuste del sistema.
Los precios de la mayoría de los productos que América Latina vende bajan
implacablemente en relación a los precios de los productos que compra a los países
que monopolizan la tecnología, el comercio, la inversión y el crédito. Para
compensar la diferencia, y hacer frente a las obligaciones ante el capital extranjero,
es preciso cubrir en cantidad lo que se pierde en precio. Dentro de este marco, las
dictaduras del Cono Sur han cortado por la mitad los salarios obreros y han
convertido cada centro de producción en un campo de trabajos forzados. También
los obreros tienen que compensar la calda del valor de su fuerza de trabajo, que es
el producto que ellos venden al mercado. Los trabajadores están obligados a cubrir
en cantidad. en cantidad de horas, lo que pierden en poder de compra del salario.
Las leyes del mercado internacional se reproducen, así, en el micromundo de la vida
de cada trabajador latinoamericano. Para los trabajadores que tienen «la suerte» de
contar con un empleo fijo, las jornadas de ocho horas sólo existen en la letra muerta
de las leyes. Es frecuente trabajar diez, doce, hasta catorce horas, y más de uno ha
perdido los domingos.
Se han multiplicado, a la vez, los accidentes de trabajo, sangre humana ofrecida a
los altares de la productividad. Tres ejemplos de fines de 1977 en Uruguay:
–Las canteras del ferrocarril, que producen piedras y balasto, duplican los
rendimientos. A principios de la primavera, quince obreros mueren en una explosión
de gelinita.
–Colas de desocupados ante una fábrica de cohetes artificiales. Varios niños en la
producción. Se baten récords. El 20 de diciembre, un estallido: cinco trabajadores
muertos y decenas de heridos.
–El 28 de diciembre, a las siete de la mañana los obreros se niegan a entrar a una
fábrica de conservas de pescado, porque sienten un fuerte olor a gas. Los
amenazan: si no entran pierden el empleo. Ellos se siguen negando. Los amenazan:
Eduardo Galeano
324
vamos a llamar a los soldados. La empresa ya ha convocado al ejército otras veces.
Los obreros entran. Cuatro: muertos y varios hospitalizados. Había una fuga de gas
amoniaco.
Mientras tanto, la dictadura proclama con orgullo: los uruguayos pueden comprar,
más baratos que nunca, whisky escocés, mermelada inglesa, jamón de Dinamarca,
vino francés, atún español y trajes de Taiwán.
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16.María Carolina de Jesús nació en medio de la basura y los buitres.
Creció, sufrió, trabajó duro; amó hombres, tuvo hijos. En una libreta anotaba, con
mala letra, sus tareas y sus días.
Un periodista leyó esas libretas por casualidad y María Carolina de Jesús se
convirtió en una escritora famosa. Su libro Quarto de despejo, “La favela”, diario de
cinco años de vida en un suburbio sórdido de la ciudad de San Pablo, fue leído en
cuarenta países y traducido a trece idiomas.
Cenicienta del Brasil, producto de consumo mundial, María Carolina de Jesús salió
de la favela, recorrió mundo, fue entrevistada y fotografiada, premiada por los
críticos, agasajada por los caballeros y recibida por los presidentes.
Y pasaron los años. A principios del 77, una madrugada de domingo María Carolina
de Jesús murió en medio de la basura y los buitres. Nadie recordaba ya a la mujer
que había escrito: “El hambre es la dinamita del cuerpo humano”.
Ella, que había vivido de las sobras, pudo ser, fugazmente, una elegida. Le fue
permitido sentarse a la mesa. Después de los postres, se rompió el encanto. Pero
mientras su sueño transcurría, Brasil había continuado siendo un país donde cada
día quedan cien obreros lisiados por accidentes de trabajo y donde, de cada diez
niños, cuatro nacen obligados a convertirse en mendigos, ladrones o magos.
Aunque sonrían las estadísticas, se jode la gente. En sistemas organizados al revés,
cuando crece la economía también crece, con ella, la injusticia social. En el período
más exitoso del “milagro brasileño”, aumentó la tasa de mortalidad infantil en los
suburbios de la ciudad mis rica del país. La súbita prosperidad del petróleo en
Ecuador trajo televisión en colores en lugar de escuelas y hospitales.
Las ciudades se van hinchando hasta el estallido. En 1950, América Latina tenía
seis ciudades con más de un millón de habitantes. En 1980 tendrá veinticinco. Las
vastas legiones de trabajadores que el campo expulsa comparten, en las orillas de
los grandes centros urbanos, la misma suerte que el sistema reserva a los jóvenes
ciudadanos “sobrantes”. Se perfeccionan, picaresca latinoamericana, las formas de
supervivencia de los buscavidas. “El sistema productivo ha venido mostrando una
visible insuficiencia para generar empleo productivo que absorba a la creciente
Eduardo Galeano
326
fuerza de trabajo de la región, en especial los grandes contingentes de mano de
obra urbana...”.
Un estudio de la Organización Internacional del Trabajo señalaba no hace mucho
que en América Latina hay más de 110 millones de personas en condiciones de
«grave pobreza». De ellas, setenta millones pueden considerarse “indigentes”. ¿Qué
porcentaje de la población come menos de lo necesario? En el lenguaje de los
técnicos, recibe «ingresos inferiores al costo de la alimentación mínima equilibrada»
un 42 por ciento de la población del Brasil, un 43% de los colombianos, un 49 % de
los hondureños, un 31 % de los mexicanos, un 45 % de los peruanos, un 29,% de
los chilenos, un 35 % de los ecuatorianos.
¿Cómo ahogar las explosiones de rebeli6n de las grandes mayorías condenadas?
¿Cómo prevenir esas posibles explosiones? ¿Cómo evitar que esas mayorías sean
cada vez más amplias si el sistema no funciona para ellas? Excluida la caridad,
queda la policía.
17.En nuestras tierras, la industria del terror paga caro, como cualquier otra, el know
how extranjero. Se compra y se aplica, en gran escala, la tecnología norteamericana
de la represión, ensayada en los cuatro puntos cardinales del planeta. Pero sería
injusto no reconocer cierta capacidad creadora, en este campo de actividades, a las
clases dominantes latinoamericanas.
Nuestras burguesías no fueron capaces de un desarrollo económico independiente y
sus tentativas de creación de una industria nacional tuvieron vuelo de gallina, vuelo
corto y bajito. A lo largo de nuestro proceso histórico, los dueños del poder han
dado, también, sobradas pruebas de su falta de imaginación política y de su
esterilidad cultural. En cambio, han sabido montar una gigantesca maquinaria del
miedo y han hecho aportes propios a la técnica del exterminio de las personas y las
ideas. Es reveladora en este sentido, la experiencia reciente de los países del río de
la Plata.
“La tarea de desinfección nos llevará mucho tiempo”, advirtieron de entrada los
militares argentinos. Las fuerzas armadas fueron convocadas sucesivamente por las
clases dominantes de Uruguay y Argentina para aplastar a las fuerzas del cambio,
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arrancar sus raíces, perpetuar el orden interno de privilegios y generar condiciones
económicas y políticas seductoras para el capital extranjero: tierra arrasada, país en
orden, trabajadores mansos y baratos. No hay nada más ordenado que un
cementerio. La población se convirtió de inmediato en el enemigo interior. Cualquier
signo de vida, protesta o mera duda, constituye un peligroso desafío desde el punto
de vista de la doctrina militar de la seguridad nacional.
Se han articulado, pues, complejos mecanismos de prevención y castigo.
Una profunda racionalidad se esconde por debajo de las apariencias. Para operar
con eficacia, la represión debe parecer arbitraria. Excepto la respiración, toda
actividad humana puede constituir un delito. En Uruguay la tortura se aplica como
sistema habitual de interrogatorio: cualquiera puede ser su víctima, y no sólo los
sospechosos y los culpables de actos de oposición. De esta manera se difunde el
pánico de la tortura entre todos los ciudadanos, como un gas paralizante que invade
cada casa y se mete en el alma de cada ciudadano.
En Chile, la cacería dejó un saldo de treinta mil muertos, pero en Argentina no se
fusila: se secuestra. Las víctimas desaparecen. Los invisibles ejércitos de la noche
realizan la tarea. No hay cadáveres, no hay responsables. Así la matanza –siempre
oficiosa, nunca oficial– se realiza con mayor impunidad, y así se irradia con mayor
potencia la angustia colectiva. Nadie rinde cuentas, nadie brinda explicaciones.
Cada crimen es una dolorosa incertidumbre para los seres cercanos a la víctima y
también una advertencia para todos los demás. El terrorismo de estado se propone
paralizar a la población por el miedo.
Para obtener trabajo o conservarlo, en Uruguay, es preciso contar con el visto bueno
de los militares. En un país donde tan difícil resulta conseguir empleo fuera de los
cuarteles y las comisarías, esta obligación no sólo sirve para empujar al éxodo a
buena parte de los trescientos mil ciudadanos fichados como izquierdistas. También
es útil para amenazar a los restantes. Los diarios de Montevideo suelen publicar
arrepentimientos públicos y declaraciones de ciudadanos que se golpean el pecho
por si acaso: “Nunca he sido, no soy, ni seré...”.
En Argentina ya no es necesario prohibir ningún libro por decreto. El nuevo Código
Penal sanciona, como siempre, al escritor y al editor de un libro que se considere
Eduardo Galeano
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subversivo. Pero además castiga al impresor, para que nadie se atreva a imprimir un
texto simplemente dudoso, y también al distribuidor y al librero, para que nadie se
atreva a venderlo, y por si fuera poco castiga al lector, para que nadie se atreva a
leerlo y mucho menos a guardarlo. El consumidor de un libro recibe as! el trato que
las leyes reservan al consumidor de drogas95. En el proyecto de una sociedad de
sordomudos, cada ciudadano debía convertirse en su propio Torquemada.
En Uruguay, no delatar al prójimo es un delito. Al ingresar a la Universidad, los
estudiantes juran por escrito que denunciarán a todo aquel que realice, en el ámbito
universitario, “cualquier actividad ajena a las funciones de estudio”. El estudiante se
hace co-responsable de cualquier episodio que ocurra en su presencia. En el
proyecto de una sociedad de sonámbulas, cada ciudadano debe ser el policía de sí
mismo y de los demás. Sin embargo, el sistema, con toda razón, desconfía. Suman
cien mil los policial y los soldados en Uruguay, pero también suman cien mil los
informantes. Los espías trabajan en las calles y en los cafés y en los ómnibus, en las
fábricas y los liceos, en las oficinas y en la Universidad. Quien se queja en voz alta
porque está tan cara y dura la vida, va a parar a la cárcel: ha cometido un “atentado
contra la fuerza moral de las Fuerzas Armadas”, que se paga con tres a seis años
de prisión.
18.En el referéndum de enero del 78, el voto por si a la dictadura de Pinochet se marcó
con una cruz bajo la bandera de Chile. El voto por no, en cambio, se marcó bajo un
rectángulo negro.
El sistema quiere confundirse con el país. El sistema es el país, dice la propaganda
oficial que día y noche bombardea a los ciudadanos. El enemigo del sistema es un
traidor a la patria. La capacidad de indignación contra la injusticia y la voluntad de
cambio constituyen las pruebas de la deserción. En muchos países de América
Latina, quien no está desterrado más allá de las fronteras, vive el exilio en la propia
tierra.
95 En Uruguay, los inquisidores se han modernizado. Curiosa mezcla de barbarie y sentido capitalista del negocio. Los militares ya no queman los libros: ahora los venden a las empresas papeleras. Las papeleras los pican, los convierten en pulpa de papel y los devuelven al mercado de consumo. No es verdad que Marx no esté al alcance del público. No está en forma de libro. Está en forma de servilleta.
Las venas abiertas de América Latinawww.formarse.com.ar
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Pero al mismo tiempo que Pinochet celebraba su victoria, la dictadura llamaba
“ausentismo laboral colectivo” a las huelgas que estallaban en todo Chile a pesar del
terror. La gran mayoría de los secuestrados y desaparecidos en Argentina está
formada por obreros que desarrollaban alguna actividad sindical. Sin cesar se
incuban, en la inagotable imaginación popular, nuevas formas de lucha, el trabajo a
tristeza, el trabajo a bronca, y la solidaridad encuentre nuevos cauces para eludir al
miedo. Varias huelgas unánimes se sucedieron en Argentina a lo largo de 1977,
cuando el peligro de perder la vida era tan cierto como el riesgo de perder el trabajo.
No se destruye de un plumazo el poder de respuesta de una clase obrera
organizada y con larga tradición de pelea. En mayo del mismo año, cuando la
dictadura uruguaya hizo el balance de su programa de vaciamiento de conciencias y
castración colectiva, se vio obligada a reconocer que «todavía queda en el país un
treinta y siete por ciento de ciudadanos interesados por la política»96.
No asistimos en estas tierras a la infancia salvaje del capitalismo, sino a su cruenta
decrepitud. El subdesarrollo no es una etapa del desarrollo. Es su consecuencia. El
subdesarrollo de América Latina proviene del desarrollo ajeno y continúa
alimentándolo. Impotente por su funci6n de servidumbre internacional, moribundo
desde que nació, el sistema tiene pies de barro. Se postula a sí mismo como destino
y quisiera confundirse con la eternidad. Toda memoria es subversiva, porque es
diferente, y también todo proyecto de futuro. Se obliga al zombi a comer sin sal: la
sal, peligrosa, podría despertarlo. El sistema encuentra su paradigma en la
inmutable sociedad de las hormigas. Por eso se lleva mal con la historia de los
hombres, por lo mucho que cambia y porque en la historia de los hombres cada acto
de destrucción encuentra su respuesta, tarde o temprano, en un acto de creación.
EDUARDO GALEANO
Calella, Barcelona, Abril de 1978.
96 Conferencia de prensa del presidente Aparicio Méndez, el 21 de mayo de 1977, en Pausandú. “Estamos evitando l país la tragedia de la pasión política”, dijo el presidente. “Los hombres de bien no hablan de dictaduras, no piensan en dictaduras ni reclaman derechos humanos”.
Eduardo Galeano
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