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Los Cuadernos de Literatura . OCIO Y VICIO DE P ARIS EN EMPOS DE FRAN�S VILLON Gonzo Suárez Gómez p ara el común de los parisienses las viviendas del siglo XV no oecía'n en su interior grandes comodidades ni atractivos, No es, pues, de extrañar que sus moradores pasaran era de ellas sus me- jores horas de ocio. Incluso sin ser necesario abandonaban al amanecer el lecho reparador' Tiempo había de hallar descanso en un colchón mejor o peor mullido, durante la obligada reclu: sión domiciliaria que ten su comienzo con el toque de queda y no terminaba hasta que el sol trajese, con su luz, el nuevo día. Cuquier pretexto era bueno pa asomar las nices a la calle y, t era el amor del pueblo a su contacto, que una porción de artesanos y comer- cites practicaban su oficio a la puerta misma del inmueble que habitaban, cuyas ventanas de la planta baja hacían las veces de escaparates. De este modo, era también más cil cumplimentar las recomendaciones municipales de elaborar los pro- ductos a la vista del posible comprador coo ga- rantía de una buena calidad y concción. . Si al curioso paseante le apetecía ampliar o va- n el cuadro que su barrio le ponía ante los ojos no tenía sino continuar su camino hasta otros que ' por su situación o por el carácter que les ipri� mían sus activides dominantes, eran suscepti- bles de presentarle un aspecto y colorido diferen- tes. Podía, por ejemplo, darse una vuelta por el Puente del Cambio o por la Galer de los Merce- ros. Allí muchos de los más ricos mercaderes de la capital tenían inst�ladas sus tiendas, @endidas por bellas dependientas, incansables planchinas siempre dispuestas a camel con su chácha a cuantos se mostraran interesados por los objetos expuestos en las vitrinas. ¡ Con qué acierto enszó V illón la chla de sus paisanas en aquella ba a la que puso por estri- billo: «No hay mejor pico que el de Pís» (1) Tto lo creía así que en su Testamento (XLVI) refiriéndose a las viejecitas que preguntan a Dios qué culpa tenían de haber nacido tan pronto, dice: «Nuestro Señor opta por no chistar, pues en el debate sdría perdiendo». Pero volvamos a las distracciones con que con- taban los parisienses y dejemos a un lado las re- presentaciones de «farsas» y «misterios» que e- ron, sin duda, el más importante y artístico espec- táculo que se oecía gratuitamente al pueblo en 68 las grandes ? casiones. El tea es de t enverga- dura que un mtento de tratarlo, siquiera ese muy someramente, nos apartaría por largos derroteros ajenos a la intención que nos mueve en estas lí- neas. Las escenas más continuas y viadas, a veces imprevistas, las brindaba la propia calle con su tráfico permanente y pintoresco. Siempre había una encrucijada o mejor un espacio despejado donde no se estorbaba el paso de pe@ones, ca- rros, cablerías y hasta rebaños, en el que un charlatán o un stimbanqui, tras el estrepitoso preludio del tambor y la trompeta, montaba su tablado. Luego venía la exposición oral de las virdes maravillosas de sus bálsamos y ungüen- t ? s . ' ? la _ xhibición ? e acrobias, juegos de pres- trd1gitac1on y de amales sabios, exóticos a me- nudo. Todo naturalmente con la finid de re- caudar unas monedas en el corro de los especta- dores. Pero también, además de estos huecos en pla- zuel s o solares, ís conta, para desogo y deleite de sus habitantes, con amplias extensiones capaces de cobijar a cuantos gustasen de disip sus preocupaciones o ventilar sus asuntos deam- bulando, solos o acompados, por determinados lugares que ahora denominaríamos «paseos» y «parques». Con seguridad el más' concurrido de todos fue el vasto cuadrilátero de la plaza de Greve, abierta P ? r su costado meridional al brazo del Sena que discurre entre las densas barriadas de la orilla derecha y la isla de la Cité. Los malecones, lí construidos al efecto, hicieron de aquella zona uno de los puertos fluviales más ctivos del ps. A poco trecho de la plaza, se situaban la Catedral el Obispado y sus psiones, el Hotel-Dieu, ei Ch telet y el Pacio de Justicia con la Santa Capi- lla, mcrustada en su recinto. Ocupando una pte

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. OCIO Y VICIO DE P ARIS EN TIEMPOS DE FRAN�OIS VILLON

Gonzalo Suárez Gómez

para el común de los parisienses las viviendas del siglo XV no ofrecía'n en su interior grandes comodidades ni atractivos, No es, pues, de extrañar

que sus moradores pasaran fuera de ellas sus me­jores horas de ocio. Incluso sin ser necesario abandonaban al amanecer el lecho reparador'. Tiempo había de hallar descanso en un colchón mejor o peor mullido, durante la obligada reclu: sión domiciliaria que tenfa su comienzo con el toque de queda y no terminaba hasta que el sol trajese, con su luz, el nuevo día.

Cualquier pretexto era bueno para asomar las narices a la calle y, tal era el amor del pueblo a su contacto, que una porción de artesanos y comer­ciantes practicaban su oficio a la puerta misma del inmueble que habitaban, cuyas ventanas de la planta baja hacían las veces de escaparates. De este modo, era también más fácil cumplimentar las recomendaciones municipales de elaborar los pro­ductos a la vista del posible comprador corno ga­rantía de una buena calidad y confección. . Si al curioso paseante le apetecía ampliar o va­

nar el cuadro que su barrio le ponía ante los ojosno tenía sino continuar su camino hasta otros que'por su situación o por el carácter que les irnpri� mían sus actividades dominantes, eran suscepti­bles de presentarle un aspecto y colorido diferen­tes. Podía, por ejemplo, darse una vuelta por el Puente del Cambio o por la Galería de los Merce­ros. Allí muchos de los más ricos mercaderes de la capital tenían inst�ladas sus tiendas, atendidas por bellas dependientas, incansables parlanchinas siempre dispuestas a camelar con su cháchara a cuantos se mostraran interesados por los objetos expuestos en las vitrinas.

¡ Con qué acierto ensalzó V illón la charla de sus paisanas en aquella balada a la que puso por estri­billo: «No hay mejor pico que el de París» (1) Tanto lo creía así que en su Testamento (XLVI) refiriéndose a las viejecitas que preguntan a Dios qué culpa tenían de haber nacido tan pronto, dice: «Nuestro Señor opta por no chistar, pues en el debate saldría perdiendo».

Pero volvamos a las distracciones con que con­taban los parisienses y dejemos a un lado las re­presentaciones de «farsas» y «misterios» que fue­ron, sin duda, el más importante y artístico espec­táculo que se ofrecía gratuitamente al pueblo en

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las grandes ?casiones. El terna es de tal enverga­dura que un mtento de tratarlo, siquiera fuese muy someramente, nos apartaría por largos derroteros ajenos a la intención que nos mueve en estas lí­neas.

Las escenas más continuas y variadas, a veces imprevistas, las brindaba la propia calle con su tráfico permanente y pintoresco. Siempre había una encrucijada o mejor un espacio despejado donde no se estorbaba el paso de peatones, ca­rros, caballerías y hasta rebaños, en el que un charlatán o un saltimbanqui, tras el estrepitoso preludio del tambor y la trompeta, montaba su tablado. Luego venía la exposición oral de las virtudes maravillosas de sus bálsamos y ungüen­t?s.' ? la_ �xhibición ?e acrobacias, juegos de pres­trd1gitac1on y de amrnales sabios, exóticos a me­nudo. Todo naturalmente con la finalidad de re­caudar unas monedas en el corro de los especta­dores.

Pero también, además de estos huecos en pla­zuel:1s o solares, �arís contaba, para desahogo y deleite de sus habitantes, con amplias extensiones capaces de cobijar a cuantos gustasen de disipar sus preocupaciones o ventilar sus asuntos deam­bulando, solos o acompañados, por determinados lugares que ahora denominaríamos «paseos» y «parques».

Con seguridad el más' concurrido de todos fue el vasto cuadrilátero de la plaza de Greve, abierta P?r su costado meridional al brazo del Sena que discurre entre las densas barriadas de la orilla derecha y la isla de la Cité. Los malecones, allí construidos al efecto, hicieron de aquella zona uno de los puertos fluviales más 'activos del país. A poco trecho de la plaza, se situaban la Catedral el Obispado y sus prisiones, el Hotel-Dieu, ei Ch�telet y el Palacio de Justicia con la Santa Capi­lla, mcrustada en su recinto. Ocupando una parte

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de los terrenos que, en la misma plaza han hecho, con el tiempo, sitio al actual ayuntamiento, se alzaba el de entonces, de proporciones mucho más modestas, al que se conocía vulgarmente con el nombre de «Casa de los Pilares» por alusión a la columnata de la parte inferior de su fachada.

Aparte de la animación prestada a este espa­cioso lugar por sus nuf)lerosos transeuntes, la plaza de Greve era donde se daban cita los obre­ros en busca de trabajo. En la espera de conse­guirlo, charlaban unos con otros, circulaban de acá para allá y contribuían a engrosar los grupos que, en torno a los histriones y sacamuelas, se formaban también por allí. Las operaciones de carga y descarga de las gabarras que surcaban el río y atracaban a los muelles atraían asimismo a muchos mirones.

Nada faltaba en la Greve para entretener el ocio. Allí tenía cabida toda la gama del espectá­culo callejero, desde el más trivial y jocoso hasta el más trágico y espeluznante, pues, cerca de una gran cruz de piedra que se erguía en medio, había levantado permanentemente un patíbulo del cual, como de otros diseminados por distintos barrios, los tribunales de justicia no se olvidaban mucho tiempo. Las ejecuciones capitales eran públicas y atraían a una masa considerable, de sádicos aficio­nados. Sin embargo el gran escenario de esta re­pulsiva tragedia, donde había función en «sesión continua», era Montfaucon, el patíbulo de París, que dibujaba su siniestra silueta sobre una pe­queña colina extramuros, no lejos de la puerta de San Martín.

La sociedad de las postrimerías del medievo estaba familiarizada con las fúnebres imágenes que por doquier venían a recordarle el fatal des­tino de todo ser viviente y así no puede extrañar­nos que en el centro de la urbe, la más grande y utilizada de sus necrópolis, el Cementerio de los Inocentes, lleno de tumbas, de panteones y de

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osarios, en el que había una pintura mural, «la Danza Macabra», que pronto se hizo mundial­mente célebre, fuese un «parque de recreo» de los más frecuentados. El camposanto tenía su en­trada principal por la gran calle de Saint-Denis,junto a la iglesia de los Inocentes de la que había recibido el nombre. Acudían a esta ciudad de los �uertos multitud de vivos desocupados que, ha­ciendo caso omiso de las tétricas visiones circun­dantes, pasaban el rato entregados a las más di­vertidas conversaciones y a las más profanas acti­vidades. Por los senderos trazados entre las fosas hormigueaban clérigos y escolares, buhoneros ; adivinos, parejas de amantes, beatas, celestinas y rameras. Había, pues, suficientes elementos para elegir la distracción más apetecida.

A veces se despejaba una parte del recinto para celebrar una procesión o cualquier otra ceremonia religiosa, pero también se utilizaban los terrenos de la necrópolis para montar festejos profanos, como aquella cacería de ciervos, que tuvo lugar en 1431, organizada en honor de la entrada en París de Enrique IV de Inglaterra.

Sólo se calmaba el tumulto, al menos momentá­neamente, cuando subía al púlpito, levantado al efecto entre las tumbas, algún predicador que no siempre era un religioso; aunque los oradores eran, a menudo, frailes a quienes su orden enviaba con intención de hacer una colecta.

Detrás del concurrido y abigarrado camposanto, estaban los Mercados centrales -les Halles- los más extensos y surtidos, por los que desfilaba a diario una multitud heterogénea, pródiga en sos­pechosas infiltraciones, ya que no puede ólvidarse que, según parece, en las lindes de este barrio, tenía su asiento la llamada «Corte de los Mila­gros».

Bastante relacionada con el ambiente de estos parajes estaba la picota que la justicia local había

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alzado sobre un basamento de granito cerca de los Mercados. Siempre había en ella, expuestos a la burla de los transeuntes, unos cuantos desgracia­dos condenados a expiar parcial o totalmente su pena en aquella oprobiosa jaula a la cual se acer­caban las «buenas almas de Dios» para exteriori­zar su indignación hacia los reos con insultos, escupitajos y toda clase de afrentas, preludío de la acogida que, a su hora, tendrían en el infierno prometido.

Finalmente, fuera ya del entorno amurallado de París, a partir de la Torre de Nesle y la Puerta de Buci, hasta los límites de la abadía de Saint Ger­main, se extendía, por la orilla izquierda del Sena, la Pradera de los Clérigos, vasta faja de tierra, despejada de árboles, que servía de paseo a la aglomeración ciudadana y muy especialmente a los universitarios jóvenes del contiguo Barrio La­tino. Por el buen tiempo, se veían en la Pradera corrillos de jugadores, empeñados algunos en jue­gos de azar, si bien las partidas entabladas lo eran más generalmente de bolos y de pelota. Los días de calor, había también muchos bañistas junto al tío. Era, pues, una dilatada superficie verde que hoy podría calificarse de «campo de deportes».

Vemos, por consiguiente, que la vía pública ve­nía a ser, como ahora, el pasatiempo más perma­nente y económico que las ciudades pueden brin­dar a sus habitantes siempre que «el tiempo no lo impida». Pero el invierno es largo en París, llueve a menudo, nieva a veces y muchos días se hiela el agua de las fuentes y los charcos. Entonces, cuando el clima pone mala cara, hay que buscar el amparo de techos y paredes y, si no se quiere o no se puede hacer gastos, el remedio es no salir de casa y sentarse al calor del hogar.

Mas para quien no careciese de algunos peque­ños recursos, era verdaderamente tentador ir a entretener su ocio y calentar su cuerpo en algún

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sitio cerrado donde encontrara una concurrencia a su gusto y pudiera saborear un vaso de vino. Por esta razón, a la cabeza de los locales más acoge­dores y frecuentados. de la capital hemos de seña­lar los «cabarets», voz originaria de los países nórdicos que vino a aplicarse primitivamente a los despachos de bebidas. Su cifra en París alcanzó una cantidad extraordinaria en la época que nos ocupa. Guillebert de Metz, en 1434, la hace subir a cuatro mil. Este número nos parece, sin em­bargo desorbitado, aún admitiendo que la pobla­ción de la capital francesa hubiera llegado por aquel entonces a los 300.000 habitantes; pero lo cierto es que su abundancia fue notoria y consti­tuye una prueba de que resultaban un excelente negocio.

Los «cabarets» -llamémoslos en adelante «ta­bernas» para, con este título, dar una idea más exacta de lo que eran esos establecimientos- pre­sentaba una fisionomía diferente, según el tipo de su clientela dominante; pero a todos tenía acceso un público muy variado. En torno a sus mesas, se daban cita parierites, amigos, negociantes, bebe­dores empedernidos y jugadores infatigables de naipes y dados. Aunque, en principio, estaba prohibido el juego en estos sitios, las autoridades solían hacer la vista gorda sobre aquellas partidas en las que, por lo demás, en general sólo se arriesgaba el pago de una ronda de peleón.

No obstante hay que reconocer que no siempre se iba a la taberna para pasar el rato alegrement�, para jugarse el dinero o beber hasta emborra­charse. Las tabernas, como más cerca de nuestros días, los cafés -esos amables cafés que fueron quedándose provincianos hasta desaparecer casi por completo- era punto de reunión de gentes de buen vivir que entraba en ellas en muchas ocasio­nes para tomar un refrigerio, para discutir y resol­ver sus asuntos particulares y para muchas cosas serias que exigían establecer una comunicación con otra persona. No era difícil dar en ellas con clérigos y estudiantes dispuestos a servir de ama­nuenses a los que, faltos de letras, iban en busca de quien pudiera sacarles de apuros escribiéndoles la carta o la solicitud necesaria.

Los versos de Villón conservan el nombre de ciertas tabernas que le eran familiares: Menciona la Cebra, el Yelmo, el Barrilete, las Polainas, la Mula, la Piña y otras. La Mula tenía su enseña colgada frente a las tapias del claustro de San Benito, donde nuestro poeta vivió desde su infan­cia, y era sin duda una de sus preferidas por cuanto, hacia las Navidades de 1456, planeó en ella con sus compinches el audaz robo al Colegio de Navarra.

Pero la más famosa de todas las tabernas de París fue la Pomme de Pin (la Piña). Tenía su entrada por la calle de la Judería en la Cité, frente a la exigua iglesia de la Magdalena. Era, por las noticias que han podido recogerse de su existen­cia, un amplio local cuya parte trasera iba a parar a la calle de los Fevres (los Obreros), por donde se

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situaba el Trou Perrette, equívoco frontón en el cual, a más de jugar a la pelota, se podía beber un trago, hacer apuestas, y entregarse a otras diver­siones que dejaban bastante que desear. Villón hubiera podido darnos noticia exacta de esta ba­rriada, hoy desaparecida por el trazado de moder­nas vías urbanas y conocía bien el citado «trou» (agujero) del que hizo una burlesca mención en su Testamento (CLXXXIV).

Volvamos a la Piña. Esta taberna había sido abierta por un tal Arnoulet Turgis, regidor de la cofradía de los vinateros. Conocía sin duda bien el negocio; mas murió pronto y se lo dejó a su viuda que no tardó en deshacerse de él. En efecto, en 1455, la Piña había ya pasado a ser propiedad de Robin Turgis que, por el apellido, parece descen­diente del primer propietario. El nuevo dueño puso un afán especial en acreditar el estableci­miento. Tenía unos óptimos viñedos en Nogent­le-Rotrou, despachaba bebidas de calidad y se ganó una nota que le atrajo la mejor parroquia. Las más distinguidas personalidades civiles y eclesiásticas se abastecían en la taberna de Turgis cuando querían obsequiar esmeradamente a sus invitados.

En la época de Villón era, sin duda, la primera de París, primacía que probablemente no perdió nunca hasta su desaparición doscientos o trescien­tos años después. Rabelais y Guy Patin la citan y, aunque Mathurin Régnier, a principios del siglo XVI, deplora su decadencia, lo cierto es que, du­rante el reinado de Luis XIV, tuvo el honor de contar entre sus parroquianos a tan grandes figu­ras como las de Racine, Chapelle, La Fontaine, Lully, Mignard, Furetiere y Boileau.

En fin, las tabernas parisienses acogían el ocio de muchos ciudadanos y el vicio de no pocos, pues algunas eran verdaderos garitos y lupanares

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donde, apenas traspasado el límite de la tras­tienda, se descubrían timbas organizadas a me­nudo por redomados tahures o se penetraba en el franco dominio de las mozas del partido dispues­tas a vender sus favores al primero que los pa­gase.

Pero, en el camino de las tabernas a los burde­les, abrían también sus puertas al ocio y al vicio las étuves (estufas) o establecimientos de baños de vapor y de aguas calientes. Amparados en su plausible propósito de higiene, se multiplicaron rápidamente y fueron abundantes en el París de Villón: más de treinta, según rezan las crónicas locales. Muchos de estos baños habían ido a esta­blecerse en el Barrio Latino y una de las calles más favorecidas en instalaciones de este género era la de la Huchette, que existe todavía con el mismo nombre. En sus inmediaciones había mer­cados donde continuamente se hacía oír el pregón de los vendedores. Entre la gritería, se percibía también el de los encargados de hacer el reclamo a las étuves: «¡Ya echa humo el agua en la Imagen de Santiago! -voceaban por ejemplo--- «¡Limpieza, manjares y placer por poco dinero!» Y en verdad el precio era módico. Lo que podía encarecer la visita eran las consumiciones que, dentro del lo­cal, se hiciesen -ya que se despachaban comidas y bebidas-, y las amistades que se encontrasen o allí surgieran. Desde su comienzo, las «estufas» admi­tieron a una clientela de ambos sexos y, como era de esperar, no tardaron en convertirse en auténti­cas casas de citas.

El cogollo de sus instalaciones lo constituía una caldera central bajo la que ardía de continuo un fuego de leña. Una vez calentada el agua del de­pósito a la temperatura conveniente, unas tuberías hábilmente dispuestas la conducían hasta una se­rie de grifos distribuidos por los pasillos que la vertían en cubos destinados a proveer las bañeras, simples toneles a veces, o tinas de madera. Eran

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aquellos recipientes individuales o bipersonales y contaba cada uno con su lecho correspondiente donde el usuario podía abrigarse con mantas y practicar el reposo tan recomendado para el buen provecho de la inmersión.

Para circular de un lado para otro por el interior de las termas, empezó por emplearse una especie de albornoz, pero enseguida se optó por prescindir de esta prenda y hombres y mujeres recorrían el establecimiento completamente en cueros. Algu­nas miniaturas de la época nos han transmitido una fidedigna y curiosa imagen de aquellos singu­lares baños públicos.

Consideradas como fueron las étuves unos be­neméritos servicios de higiene, alcanzaron, desde un principio la protección oficial y las autoridades las sometieron a una reglamentación entre cuyas ordenanzas figuraba la de impedir el acceso de los baños a los maleantes, las prostitutas y los enfer­mos, prohibición que, como puede suponerse, era muy difícil de hacer efectiva. Siempre hubo, pues, descuideros rondando los guardarropas, mujeres fáciles en torno a las bañeras y clientes irrespon­sables que no sentían el menor escrúpulo en llevar al prójimo el contagio de sus dolencias.

Todo ello convirtió aquellos centros, supuesta­mente benéficos, en semilleros peligrosos de de­pravación y de contagio. Esta última éircunstancia fue la que los hirió de muerte, sobre todo cuando a partir de 1492, los descubridores y colonizadores de América trajeron de sus viajes una enfermedad, la sífilis, nueva en el mundo antiguo y que adqui­ría temible virulencia a este lado del Atlántico. El hecho es que, en consecuencia, cundió el miedo a las casas de baños y sus adeptos las fueron aban­donando hasta el punto de que en las postrimerías del siglo XVI, habían desaparecido totalmente.

Claro está que el ocio no engendra necesaria­mente el vicio como reza un conocido refrán; pero, puesto que, de la mano de esta innegable afinidad, hemos sacado a relucir unos cuantos as-

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pectos de la vida disipada del París de finales de la Edad Media, no podemos pasar en silencio la abundancia de mancebías, campo de acción y de explotación de las mujeres de vida airada. El nú­mero de éstas, sólo en el casco urbano, superaba el de tres mil, según los testimonios de la época. No obstante, desde muy antiguo, habían sido so­metidas a una reglamentación muy dura cuyo in­cumplimiento se sancionaba con multas, encarce­lamientos y hasta con la pena capital, a tenor de las agravantes de cada caso y del caprichoso rigor de los tribunales. Y a en tiempos del rey San Luis las meretrices se vieron confinadas en ciertas ca­lles que, si bien eran céntricas, no figuraban, ni mucho menos entre las de primera categoría. Por las callejuelas que se les habían asignado era por donde únicamente podían pasear y exhibirse de sol a sol modestamente ataviadas. Al sonar del ángelus vespertino habían de recluirse en sus do­micilios y ningún vecino estaba autorizado para alquilarles otra habitación o albergarlas bajo su techo.

A comienzos del siglo XV, y para que nadie pudiese confundirlas con las damas honestas, se les prohibió el uso de vestidos caros o elegantes y, con mayor razón, lucir joyas o adornos valiosos. Por cierto -que estas limitaciones, tocantes a su vestimenta personal, fueron consideradas por las busconas tan lesivas para su comercio que procu­raban, por cualquier modo, contraer matrimonio como manda la Iglesia, a cuyo fin malo era que no encontrasen algún desaprensivo dispuesto a lega­lizar su vocación rufianesca, y así, una vez casa­das, estas mujeres adquirían el derecho de ata­viarse a su antojo y codearse por doquiera con las buenas burguesas.

Los prostíbulos estaban obligados a cerrar sus puertas y cesar en sus pecaminosas actividades al caer de la noche. Pero, lejos de atenerse a lo dispuesto, muchos se reducían a guardar las apa­riencias, dando exteriormente señales de acata­miento, mientras en su interior continuaba el jol­gorio de los habituales con la recomendación de que pusieran sordina al alboroto para no desatar las protestas del vecindario. Entre los montones de atestados que se conservan en los Archivos Nacionales, no es difícil topar con referencias a escándal"os, reyertas y desmanes que se producían a las horas más intempestivas, dentro o en las inmediaciones de los burdeles.

Por lo demás la noche era, en las ciudades me­dievales, silenciosa, lóbrega y desierta .. En París que, cinco siglos más tarde, iba a merecer el título mundial de «Ville Lumiere», no había el menor asomo de alumbrado público, antes bien, se prohibía rigurosamente que la luz de las habita­ciones traspasase el marco de los vanos que daban a la calle. Muy pocos ciudadanos quedaban excep­tuados de tal precepto. Sólo los notarios tenían la prerrogativa de emplear a sus escribientes hasta altas horas, con las velas encendidas sobre sus pupitres, permitiendo que un débil resplandor se

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proyectase en el fondo negro de la calzada. A estos privilegiados venían a sumarse circunstan­cialmente determinados artesanos provistos de la oportuna autorización para llevar a término un encargo importante y urgente.

Si alguien, por apremiante necesidad, tenía que salir después de anochecido, debía hacerlo tam­bién con el correspondiente permiso, alumbrán­dose con una linterna o candil reveladores de los movimientos de su portador. Los encargados de mantener la paz en las tinieblas eran los destaca­mentos de la ronda nocturna. Sin embargo, tratá­base de un cuerpo de vigilancia escaso y poco disciplinado y, por lo tanto, insuficiente y poco eficaz. Estaba reclutado entre los particulares y por añadidura mal retribuido. Naturalmente los más beneficiados con semejantes medidas de se­guridad eran los bergantes y los malhechores que no tenían inconveniente en merodear a ciegas por recovecos que se sabían de memoria. Solían circu­lar por grupos y no temían mucho enfrentarse con una ronda que, por otra parte, procuraba evitar su encuentro.

Y ahora terminemos dejando aquel París sumido en una densa oscuridad que sólo raramente, a lo largo del año, atenuaba la claridad de la luna. ¡ Allá los noctámbulos empedernidos si se atrevían a desafiar a los fantasmas de las sombras y a las severas ordenanzas del preboste! Los pacíficos vecinos entre tanto reposaban y dormían hasta la hora del amanecer, cuando las campanas de todas las iglesias rompían en cánticos ede bronce para saludar jubilosamente la llegada del día y el despertar de la vida.

NOTA

(1) «Balada de las mujeres de París» (T.) Franqois Villón:Poesía completa. Ed. Bilingüe. Visor. Madrid 1979.

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