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"Las prendas jeniales de nuestra sociedad": representaciones del pasado e identidad nacional en eldiscurso de las elites político-letradas chilenas (1840-1860)Author(s): Fabio WassermanSource: Iberoamericana (2001-), Nueva época, Año 3, No. 9 (Marzo de 2003), pp. 7-26Published by: Iberoamericana Editorial VervuertStable URL: http://www.jstor.org/stable/41673119Accessed: 14-03-2016 18:28 UTC
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Fabio Wasserman*
O "Las prendas jeniales de nuestra sociedad":
representaciones del pasado e identidad nacional
en el discurso de las elites político-letradas chilenas
(1840-1860)'
Resumen: Este trabajo se propone describir y analizar las representaciones del pasado
elaboradas por las elites político-letradas chilenas en las décadas de 1840 y 1850. Para
ello ponemos de relieve dos cuestiones estrechamente relacionadas entre sí. Por un lado,
el impulso que le dio el Estado al desarrollo de actividades orientadas al conocimiento y
la difusión del pasado nacional, especialmente a través de la Universidad de Chile. Por el
otro, el consenso que había en las elites chilenas en torno a la existencia de rasgos idiosin-
crásicos que se habrían ido delineando durante el período colonial, hasta cobrar forma y
expresión al calor de las luchas independentistas. En ese sentido, nos detuvimos en el
examen de cómo eran representados aquellos fenómenos capaces de aportar a la cons-
trucción de esa identidad, a la vez que planteamos las dudas y los problemas que traía
aparejados esa búsqueda.
Introducción: política, cultura e identidad nacional
Constituye una tradición en los estudios históricos hispanoamericanos resaltar la
excepcionalidad de la experiencia política chilena en el período post-independentista.
Esto se debe a que la temprana consolidación institucional alcanzada durante la década
de 1830 distinguió su derrotero del que signó en esos años a las convulsionadas repúbli-
cas surgidas en el territorio de las antiguas colonias españolas. Si bien los constantes
conflictos que sacudieron las nacientes repúblicas también lo hicieron con la de Chile, en
* El licenciado Fabio Wasserman es investigador del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr.
Emilio Ravignani" y docente de Historia Argentina 1 en la Facultad de Filosofia y Letras de la Univer-
sidad de Buenos Aires. Autor de Formas de identidad política y representaciones de la nación en el dis-
curso de la Generación de 1837 (1998). Correo electrónico: fwasserm@filo.uba.ar.
1 Este trabajo forma parte de una investigación destinada a analizar y comparar las condiciones de pro-
ducción y los contenidos de las representaciones del pasado elaboradas en Chile y el Río de la Plata
entre 1830 y 1860. De la misma forma parte mi tesis doctoral en curso: Historia , memoria e identidad :
representaciones del pasado en el discurso de las elites políticas y letradas rioplatenses (1830-1860).
La investigación fue iniciada con una beca de perfeccionamiento de la Universidad de Buenos Aires y
continúa con una beca de formación de postgrado del CON1CET (Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas).
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8 Fabio Wassermari
este caso no llegaron a afectar el reconocimiento del poder central estatal, encarnado en
un ejecutivo con capacidad para hacer reconocer su autoridad.2 De ese modo, y así tam-
bién era percibido por los contemporáneos, Chile se había convertido en un caso singular
en el seno de una Hispanoamérica en la que no sólo estaba en disputa el acceso al poder
político, sino también la definición y la construcción de sus marcos institucionales, terri-
toriales y conceptuales.
Claro que este orden no surgió espontánea ni inmediatamente tras la declaración de
la independencia en i 81 8. Por el contrario, la década de 1820 se caracterizó por la pro-
fundización de las luchas regionales, facciosas y familiares que ya habían dividido a las
elites chilenas durante los años anteriores, lo cual derivó en una sucesión de gobiernos y
de constituciones que obedecían a intereses y orientaciones ideológicas diversas. Hacia
1 830, se puso fin a esta situación tras el triunfo de los conservadores en la batalla de Lir-
cay, lo cual no sólo provocó la derrota política y militar del partido liberal, sino también
la persecución y el exilio de sus más importantes dirigentes. De ese modo, un renovado
partido conservador, guiado por Diego Portales, dio inicio a un prolongado ciclo de esta-
bilidad política caracterizado por la concentración y la centralización del poder en manos
del ejecutivo nacional, al que la Constitución de 1833 proveyó de amplias facultades que
ningún presidente dudó en ejercer. Entre otras cuestiones, esto permitió resolver uno de
los principales factores de inestabijidad de las repúblicas hispanoamericanas, como lo
era la sucesión de autoridades/Así, y a diferencia de las convulsionadas repúblicas veci-
nas, Chile fue gobernada durante varias décadas por presidentes que ejercieron el mando
durante dos períodos consecutivos de cinco años cada uno: José J. Prieto (1831-1841),
Manuel Bulnes ( 1 84 1 - 1 85 1 ), Manuel Montt ( 1 85 1 - 1 86 1 ); José J. Pérez (1861-1871).
Claro que esta sucesión no implicó la ausencia de conflictos por el acceso al poder y por
la orientación de las políticas públicas, sino que los mismos pudieron ser resueltos, inclu-
so cuando se produjeron levantamientos o motines como los de 1 85 1 y 1 859.
La estabilidad política e institucional chilena tuvo también consecuencias en otros órde-
nes de la vida social. Basta pensar en la trayectoria del venezolano Andrés Bello, quien qui-
zás se haya constituido en la figura más importante de la República de las Letras hispanoa-
mericanas durante esos años y cuya obra más significativa la produjo en suelo chileno entre
las décadas de 1 830 y 1 860. Lo que queremos hacer notar con esta referencia personal es la
existencia de condiciones favorables para la construcción de un entramado institucional y
para el desarrollo de producciones culturales que, nuevamente, revela aquello de lo que
carecían otras repúblicas hispanoamericanas. Así, aunque en los países vecinos existían
letrados y publicistas tanto o más capacitados que los chilenos, sus actividades estaban pau-
tadas por otras condiciones de producción, motivo por el cual sus discursos y sus prácticas
también cobraban sentidos divergentes, como pudieron experimentarlo numerosos riopia-
tenses opositores a Rosas que encontraron refiigio en Chile durante la década de 1 840.
2 Sin que sea este el lugar donde se puedan desarrollar las causas que facilitaron el proceso de concentra-
ción e institucionalización del poder, cabe destacar la confluencia de factores históricos, sociales, eco-
nómicos, políticos y geográficos. Para una revisión de la historia del período, cfr. Collier ( 1 983: 1 989) y
Col lier/Sater (1996). Dentro de la tradición historiográfica chilena del siglo XX, se pueden encontrar
análisis muy ricos en sugerencias de su vida política en los ensayos de Alberto Edwards ( 1 953) y Mario
Góngora(l986).
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En esa década, y tras la conmoción creada por el asesinato de Portales en 1 837 que,
contra lo previsto, no afectó el poder conservador que se afianzó en 1 839 con el triunfo
de las armas chilenas sobre las de la Confederación Peruano-boliviana, se produjo la
consolidación de ese orden político. Esta fortaleza facilitó también que bajo la presiden-
cia de Bulnes se propiciara una tibia apertura del régimen, lo cual no implicó en modo
alguno que el Estado resignara sus medios coercitivos. Dicha apertura se caracterizó por
la flexibilización de las restricciones impuestas a los antiguos opositores y por la presen-
cia de nuevos actores que enriquecieron y modernizaron la vida política y cultural chile-
na. Esta renovación cultural suele ser cifrada en el año de 1842, al que se considera un
momento clave en el desarrollo político-cultural chileno, en especial en lo que hace a la
conformación de una conciencia nacional. Tanto es así, que la misma ha sido utilizada
para nominar a la generación que la protagonizó (Pinilla 1942). Los fenómenos produci-
dos alrededor de ese año fueron varios, pero todos ellos confluyeron en la conformación
de una nueva manera de pensar la sociedad chilena -su pasado, su presente, su destino-,
fomentada a su vez por la creación de instituciones y el desarrollo de prácticas y debates
también novedosos. Fue en ese año, por ejemplo, cuando varios jóvenes se agruparon
bajo la dirección del liberal José V. Lastarria en una Sociedad Literaria con el propósito
de desarrollar un programa cultural de carácter nacional. Al mismo tiempo, se produ-
jeron una serie de debates entre chilenos y rioplatenses exiliados en torno a diversas
cuestiones estéticas e ideológicas, como la así llamada "polémica del romanticismo"
(Pinilla 1943). A pesar de su virulencia verbal, la cual se potenció por recelos mutuos,
estas discusiones crearon nuevas posibilidades de intervención en el incipiente espacio
público chileno para jóvenes de ambos lados de la Cordillera quienes pudieron expresar
sus opiniones a través de una prensa en muchos casos dirigida por ellos mismos.
Pero el principal acontecimiento político-cultural producido en 1842 provino de una
iniciativa estatal. Nos referimos a la creación de la Universidad de Chile que reemplazó
a la de San Felipe, regida por valores más cercanos a los de la Colonia que a los de la
República, por lo que ya no se adecuaba ni al nuevo clima cultural ni a las necesidades
de una sociedad y de un Estado en vías de modernización. Una de las peculiaridades de
esa institución, oficialmente inaugurada en 1843, fue la presencia en sus claustros de
notorias figuras del conservadurismo gobernante, pero también la de no pocos opositores
de raigambre liberal. Esta convivencia fue posible no sólo por tratarse de una institución
en la que se suponía que el saber debía anteponerse a las diferencias personales y políti-
cas, sino también por la existencia de un horizonte ideológico en común dentro del cual
los miembros de la elite podían articular diversas propuestas (Stuven 1990).3 De ese
modo, y a pesar de sus diferencias, conservadores y liberales compartían un conjunto de
ideas y de valores entre los que se destacaron la adhesión al régimen republicano de
3 Esta caracterización no implica desconocer la existencia de importantes discrepancias relativas al poder
que tenían el ejecutivo y la Iglesia, así como también las referidas al carácter rígido y jerárquico de una
estructura socioeconómica en la que pocas familias concentraban el poder político, social, económico y
cultural (Donoso 1 975). Precisamente, estas cuestiones constituyen el núcleo crítico de la Sociabilidad
Chilena, publicada por Francisco Bilbao en 1844 en el periódico El Crepúsculo. La particularidad de
esta obra, fue haber traspasado en forma radical los límites del consenso ideológico, lo cual le valió ser
perseguido y acusado de los delitos de blasfemia, inmoralidad y sedición, aunque de este último fue
absuelto.
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gobierno; la exaltación del orden social y político como meta de la acción pública; la
aceptación, más o menos crítica, del catolicismo -aunque en este punto se produjeron
importantes diferencias en relación al papel de la Iglesia-; la asignación de un rol activo
al Estado en áreas como la educación; el reconocimiento de la pertenencia al mundo
occidental; y la necesidad de dar forma a una conciencia o una identidad nacional.
En relación a este último punto, dicho consenso tenía como presupuesto la existencia
de un conjunto de rasgos idiosincrásicos que, si bien se remontaban al pasado colonial,
se consideraba que habían cobrado forma y se habrían expresado al calor de las luchas
independentistas. Así, y conjuntamente con la noción de Chile como un territorio dotado
de unidad, habría surgido también en esos años la noción del chileno como un tipo social
determinado con atributos específicos que lo singularizaban, especialmente como aman-
te del equilibrio, el orden y la moderación, amén del patriotismo y belicismo legado por
siglos de lucha contra los indígenas (Krebs 1984; Góngora 1986), atributos identitarios
cuyo desarrollo y definición fueron favorecidos por el accionar estatal a lo largo del siglo
XIX, en términos de lo que actualmente se entiende como procesos de invención de la
nación o de construcción de la misma como comunidad imaginada (Anderson 1993: 23).
Dentro de este accionar se destacó el fuerte apoyo que tuvo el estudio, la institucional i-
zación y la difusión del pasado nacional. De ese modo, se puede entender la prolifera-
ción de estudios históricos que, si bien dieron lugar a muy diversos relatos del pasado
chileno, compartían como presupuesto la existencia de una especificidad que era mayor-
mente rastreada en la impronta singular que había implicado la experiencia colonial en
ese territorio marginal del mundo hispanoamericano y, más aún, en el no menos singular
proceso independentista. A su vez, el señalamiento de este derrotero, que se pensaba
como una variante original dentro de una historia compartida con el resto del continente,
permitía también resolver una de las mayores dificultades que se les planteaba a las
nacientes repúblicas en lo que hacía a la definición de sus identidades: cómo distinguirse
unas de otras, habida cuenta la existencia de elementos étnicos, culturales, religiosos,
lingüísticos e históricos en común.
En este trabajo nos proponemos describir y analizar brevemente algunas de las repre-
sentaciones del pasado elaboradas por las elites político-letradas chilenas en las décadas
de 1840 y 18504, es decir, los años iniciales en los que se dio impulso al conocimiento
histórico nacional. Para ello, nos referiremos a dos aspectos que distinguieron el modo
en el que las elites chilenas dieron cuenta de su pasado: por un lado, el rol del Estado y
de la Universidad como agentes impulsores de su conocimiento y difusión; por el otro, el
intento de que dichas representaciones pudieran constituir un aporte para la construcción
de un imaginario nacional, si bien, como se verá, esta operación también provocaba
dudas y problemas de difícil resolución.
4 Caracterizamos a dichos sectores de las elites como político-letradas, por la capacidad de sus miembros
para articular discursos que pudieran tornarse socialmente significativos y por pertenecer, estar cerca-
nos o servir a alguna de las facciones en pugna o al Estado en alguno de sus niveles administrativos,
situaciones a las que difícilmente podían sustraerse los productores de bienes simbólicos en la Hispano-'
america de ese período, dada su falta de autonomía con respecto a la política (Ramos 1989). En cuanto
a la conceptualización de nuestro objeto de estudio, consideramos que es de mayor pertinencia referirse
al mismo como representaciones del pasado ya que está constituido por textos cuya heterogeneidad
impide que puedan ser calificados como discurso histórico o historiografía.
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El Estado y el conocimiento del pasado
Como ya notamos, la fuerte presencia estatal se convirtió en una de las marcas dis-
tintivas de la experiencia cultural chilena. Así, en lo que hacía al estudio del pasado, se
puede percibir como ya en la década de 1830 el Estado intentó alentar su conocimiento y
difusión; interés que se incrementó tras la derrota de la Confederación Perú-Boliviana
que motivó el predominio militar y comercial chileno en el Pacifico sur y, a la vez, el
afianzamiento de un renovado orgullo nacional. En ese sentido, se destacaron dos inten-
tos, si bien de resultados dispares. El primero es la publicación en 1834-5 de 5.000 ejem-
plares de la obra del padre José Javier Guzmán y Lecaros denominada El chileno instruí-
do en la historia topográfica, civil y política de su país. Es de notar que a pesar de su
numerosa tirada y de haber sido utilizado durante varios años como instrumento de ense-
ñanza, este texto tuvo poca aceptación, tanto por sus contenidos que repetían acritica-
mente crónicas anteriores, como por su estructura narrativa en forma de un diálogo tío-
sobrino. La otra iniciativa tuvo como resultado una obra más compleja y de más largo
aliento: la Historia fisica i política de Chile encomendada al naturalista francés Claudio
Gay, publicada en París entre 1844 y 1871 con dos tomos de anexo documental. Este
científico había sido contratado por el Estado a principios de la década de 1830 para
desarrollar una investigación de diversos aspectos físicos y naturales del territorio chile-
no. Sin embargo, hacia 1839, y a pesar de no ser su especialidad, el ministro de Instruc-
ción Pública Mariano Egaña, le pidió que ampliara su trabajo hacia la concreción de una
historia de Chile. En consecuencia, durante las décadas siguientes se dedicaría a investi-
gar y escribir dicha historia, que se transformaría en uno de los puntos de referencia de
las polémicas referidas al pasado chileno y al modo más conveniente de investigarlo y de
narrarlo.5
Claro que el interés del Estado por la historia chilena e hispanoamericana, no sólo
obedecía a una concepción según la cual su conocimiento era de suma importancia para
el desarrollo cultural y para el afianzamiento de la identidad nacional.6 También respon-
día a fines más inmediatamente pragmáticos, los cuales eran compartidos por el resto de
las nacientes repúblicas; entre ellos, el de legitimar aspiraciones territoriales frente a las
repúblicas vecinas y el de hacerse conocer -y reconocer- por las potencias europeas, ya
sea por motivos culturales, políticos o económicos. Esta cuestión ocupó largamente a
Andrés Bello, quien dedicó varios trabajos a lamentar y refutar las noticias erróneas que
5 Para un panorama de la historiografía chilena del período véanse Ávila Martel (1947-8); Feliú Cruz
(1965a y 1965b).
6 Egaña hizo explícito este propósito en la respuesta que le dio a Gay cuando éste le consultó si creía que
el pasado de Chile había significado algo para la historia de la civilización: "Ciertamente, ese aporte es
algo. La civilización española se salvó en Chile de pasar a manos de los holandeses o de los ingleses en
la época del filibusterismo. Las guerras de Arauco durante casi tres siglos hirieron de muerte el concep-
to imperial castellano al doblegar el orgullo de las armas españolas, que desde entonces perdieron fe en
la invencibilidad. Después fue en Chile donde se dieron las dos batallas decisivas de la libertad de Amé-
rica: Chacabuco y Maipo. La expedición Libertadora del Perú hizo imposible la continuación del impe-
rio español en este continente. Además, actualmente es Chile el único país organizado en estos momen-
tos que existe en América, sometido a un régimen jurídico y respetuoso de su sistema republicano. Es.
pues, algo lo que Chile ha dado a la civilización europea", en Feliú Cruz (1965b: XXII-XXIII).
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circulaban sobre América en Europa.7 Por ejemplo, en una nota editorial publicada en el
periódico oficial El Araucano a principios de 1 842, y que estaba supuestamente destina-
da a rememorar la batalla de Chacabuco que había abierto la posibilidad de liberar a
Chile en 1 8 1 7, su argumentación se desviaba de ese propósito para realizar una alabanza
de los Estados chileno y venezolano, que habían logrado consolidar un orden social y
político que los distinguía del resto de América y los hacía acreedores de reconocimiento
en el mundo civilizado. Pero eso no sólo por haberse constituido en un modelo para las
repúblicas vecinas, sino también como objeto de interés para una Europa cuyo exceso de
población y de capitales requería de nuevas zonas de inversión y migración que, claro
está, debían gozar de orden y estabilidad (Bello 1957: 1 17-124).
La Universidad de Chile y los estudios históricos
Bello sería también quien, un año después, asumiría como primer rector de la Uni-
versidad de Chile, a la que el Estado asignaría una función estratégica en el desarrollo
cultural chileno (Serrano 1993; Serrano/Jaksic 1990). Para dar cuenta de cuáles eran las
expectativas que se tenían en relación a esa institución y a su capacidad de incidir en la
vida de la nación, cabe recordar que a la misma se le encomendaron muy diversas fun-
ciones, entre las cuales la no menos importante fue la de regir la enseñanza en todos sus
niveles.8 Asimismo, se la concibió como impulsora activa del desarrollo científico y cul-
tural. En ese sentido, se asignó a cada una de sus facultades la realización de actividades
destinadas al estudio y la difusión de diversos aspectos de la realidad chilena. Así, por
ejemplo, a la Facultad de Humanidades se le encargó promover las humanidades en los
institutos y colegios nacionales, prestando especial atención a la lengua, la literatura
nacional, la historia y la estadística; y a la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas se
le adjudicó el estudio de la geografía y de la historia natural, la construcción de obras
públicas y el gobierno y custodia del Museo Nacional. Pero para poder apreciar el papel
protagónico que tuvo la Universidad en el desarrollo cultural chileno -y la necesidad del
apoyo estatal-, hay que considerar que su creación no tuvo como fin representar, captar o
sistematizar actores, prácticas, discursos y saberes ya existentes en el seno de la socie-
7 Numerosos políticos y publicistas criticaban el desconocimiento que tenían los europeos tanto de Chile
como de América en general. Vicente Pérez Rosales, por ejemplo, recordaba en sus pintorescas memo-
rias un episodio que le había sucedido en 1830, cuando un empleado francés no le había querido sellar
el pasaporte ya que ignoraba la existencia de Chile y sólo lo había hecho cuando el chileno admitió que
era en verdad mexicano. De ahí concluía que "Chile era tan poco conocido en Europa en 1 830. como lo
es para los chilenos en el día la geografía de los compartimientos lunares. [...] Para la abrumadora
mayoría del hombre europeo, sólo hay en la América española dos naciones: Perú y México; y Perú y
México en el diccionario de esos sabios son sinónimos de oro y de revoluciones [...]" (Pérez Rosales
1946: 121).
8 Los objetivos de esta enseñanza excedían, y en mucho, los de la mèra adquisición de habilidades y
conocimientos: "Desde 1840 el Estado inició una fuerte política de escolarización, cuyo objetivo, que-
remos sugerir, era romper los lazos comunitarios de tipo tradicional y foijar unos nuevos, basados en la
racionalidad de la cultura escrita; era construir una sociedad de individuos que se comportasen racional-
mente en el espacio privado, identificado con la familia y el trabajo, y en el espacio público, identifica-
do con la ciudadanía y la manutención del orden social" (Serrano 1998: 341-342).
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dad; muy por el contrario, se propuso crearlos, lo cual explica la importante presencia
cuantitativa y cualitativa de letrados y científicos extranjeros en sus claustros.
En cuanto a nuestro objeto de interés, cabe señalar que entre las tareas desarrolladas
por la Universidad se destaca el impulso que dio a la creación y difusión de conocimien-
tos sobre el pasado chileno. El artículo 28° de su Ley Orgánica establecía que anualmen-
te un autor designado por el rector debía dar cuenta de "alguno de los hechos más señala-
dos de la Historia de Chile, apoyando los pormenores históricos en documentos
auténticos y desenvolviendo su carácter y consecuencias con imparcialidad y verdad".
Esta intención fue casi escrupulosamente respetada desde que José V. Lastarria presentó
en 1 844 sus Investigaciones sobre la Influencia social de la conquista i del Sistema colo-
nial de los españoles en Chile , intervención que, como se verá luego, más que un discur-
so de ocasión significó una verdadera tesis sobre el pasado colonial y sobre su aciaga
influencia en el presente. Aunque no de la misma envergadura, año tras año siguieron
presentándose obras de contenido histórico -salvo en el conflictivo 1 85 1, cuando se pro-
dujeron levantamientos contrarios a la designación de Montt como presidente-, las cua-
les fueron producidas y reconocidas académicamente bajo el género de Memorias ,9 Estos
trabajos fueron publicados, al menos parcialmente, én los Anales de la Universidad de
Chile , aunque muchos de ellos fueron también editados como libro o folleto. Asimismo,
también tuvieron cabida en los Anales otros ensayos históricos estimulados por la insti-
tución o avalados por la misma a través de la concesión de premios, a lo que se debe aña-
dir la publicación de los discursos de recepción de los nuevos miembros destinados a dar
cuenta de sus predecesores ya fallecidos y, así, del pasado más reciente.
De ese modo, el órgano oficial de la Universidad se transformó en un medio impor-
tantísimo de difusión de conocimientos sobre el pasado chileno.10 Ahora bien, la trascen-
dencia de esta producción no debe medirse tanto por su calidad, la cual fue muy despare-
ja y mereció no pocas críticas de sus contemporáneos, sino más bien por sus efectos en la
vida político-cultural chilena. En ese sentido, constituía un corpus que servía de referen-
te a la hora de dar cuenta del pasado chileno, en especial el del período independentista.
Pero estas obras no sólo dieron pie a debates históricos en los que se ponían en cuestión
sus contenidos, sino que también motivaron polémicas historiográficas referidas a cues-
tiones teóricas o metodológicas: qué fuentes utilizar, qué aspectos del pasado priorizar,
9 Las siguientes fueron: "Memoria sobre las primeras campañas de la guerra de la Independencia de
Chile", por D. J. Benavente, 1845; "Memoria sobre la primera Escuadra Nacional", por A. García
Reyes. 1846: "Memoria sobre el primer gobierno nacional", por Manuel A. Tocornal, 1847: "Memoria
sobre el servicio personal de los indígenas y su abolición", por José H. Salas, 1848; "Memoria históri-
co-crítica del Derecho público chileno", por Ramón Briseño. 1 849; "Chile desde la batalla de Chacabu-
co hasta Maipo", por Salvador Sanfuentes. 1850; "Historia de la enseñanza en Chile", por Valentín Gar-
cía. 1852: "La dictadura de O'Higgins". por Miguel L. Amunátegui. 1853: "La expedición al Perú en
1820". por Alejandro Reyes, 1854.
10 También se debe tener presente que en tanto rectora de la enseñanza en todos los niveles, la Universidad
encargó la redacción y la traducción de manuales de historia, ya sea chilena o universal: en 1845 Vicen-
te Fidel López publicó su Manual de istoria [sic] de Chile: en 1847 Jacinto Chacón publicó una Intro-
ducción al estudio de ta Edad Media", en 1848 Juan Bello tradujo el Compendio de Historia Moderna de
Michelet; en 1849 Sarmiento tradujo el Manual de la historia de los pueblos antiguos y modernos de
Levy Alvarez al que le agregó un breve anexo con la historia de Chile: y en 1850 Andrés Bello publicó
el Compendio de la historia de la literatura.
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cómo narrarlos, qué enfoque privilegiar. Entre todas estas discusiones, se destacaron las
polémicas desarrolladas en la década de 1 840 entre Andrés Bello por un lado y José V.
Lastarria y Jacinto Chacón por el otro. Las mismas tuvieron como eje de debate la con-
veniencia o necesidad de desarrollar una historia de raigambre filosófica o erudita, cues-
tión sobre la cual también se pronunciaron otros autores a lo largo de esos años (Colme-
nares 1997: 1-15; Woll 1974 y 1982). Pero para que esta y otras polémicas pudieran
llevarse a cabo, eran necesarias ciertas condiciones. Entre ellas, el reconocimiento de la
legitimidad del contrincante y la existencia de un terreno en común -ideológico e institu-
cional- en cuyo seno pudieran estar contenidas ambas posiciones." Como ya destaca-
mos, estas condiciones habían adquirido mayor arraigo en Chile que en el resto de His-
panoamérica. Es por eso que las polémicas se pueden considerar no sólo como una mera
expresión de diferentes opiniones, sino también como una práctica destinada a producir
consenso en el seno de las elites, ya que dentro de un marco común podían articular pro-
puestas alternativas -en este caso, históricas e historiográficas- que en otros contextos
serían irreductibles.
En suma, tanto el accionar directo del Estado, como el indirecto a través de la Uni-
versidad, fomentó el conocimiento ý la difusión del pasado chileno. Sin embargo, no fue
el estatal el único impulso para el desarrollo de representaciones del pasado. La prensa
periódica, por ejemplo, se transformó en un espacio de difusión y de discusión de diver-
sos aspectos de la historia -especialmente referidos a episodios puntuales o a la vida de
alguna personalidad-. A su vez, se desarrollaron otro tipo de iniciativas que tenían como
propósito referirse a figuras, muchas de ellas vivas o recientemente muertas, que habían
tenido un papel protagónico en el proceso independentista y en las luchas facciosas que
caracterizaron la vida política entre 1 8 1 0 y 1 830. Cabe destacar en ese sentido que las
biografías se constituyeron en el corpus más significativo a la hora de dar cuenta de ese
pasado, cuestión que debe entenderse tanto a la luz de las concepciones historiográficas
dominantes que se centraban en la vida de individuos eminentes o representativos, como
a la importancia que tenía en Chile la dimensión familiar tanto en el plano político y
social como en el identitario. Pero más allá de los diferentes registros en los que circula-
ban las representaciones del pasado y de las intenciones de sus autores, consideramos
que no podría entenderse dicha discursividad sin incorporar en el análisis la dimensión
estatal y el sentido dado por la misma, especialmente en lo que hacía a la conformación
de una identidad nacional.
1 1 No parece casual entonces que posiciones divergentes pudieran aparecer publicadas en un mismo libro.
Este fue el caso, por ejemplo, del debate que involucró un texto de Lastarria dedicado a analizar el desa-
rrollo político chileno entre 1810 y 1814 (Lastarria 1909b). El mismo había sido publicado en 1847 a
raíz de un concurso convocado por la Universidad destinado a dilucidar "un punto de la historia de
Chile", lo cual fue aprovechado por el autor para aplicar nuevamente su teoría filosófica de la historia.
Es por eso que la Comisión, partidaria de una historia más apegada a la reconstrucción empírica, lo
aprobó, si bien con reparos. Este dictamen originó una polémica con el prologuista y partidario del
método de Lastarria, el también profesor de la Universidad, Jacinto Chacón. Lo notable es que todas las
piezas fueron editadas en un mismo libro. Asimismo, el mismo generó a principios de 1848 una serie de
notables artículos de Bello en el periódico oficial El Araucano, en los cuales no sólo apoyó el dictamen
de la Comisión y criticó a Chacón, sino que también aprovecho el debate para exponer en detalle sus
posturas sobre cuáles eran las características que debía asumir la incipiente historiografía chilena (Bello
1957:219-261).
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"Las prendas jemales de nuestra sociedad" 1 5
Cabe plantearse entonces cuáles eran los contenidos y la estructura de los relatos
destinados a conformar una identidad nacional; es decir, ¿cómo imaginaban su pasado
las elites chilenas?, ¿quiénes (ya fueran individuos o grupos sociales) formaban parte
legítima del mismo?, ¿cómo creían que incidía la historia de Chile en su presente y en su
futuro? Sobre estas cuestiones nos detendremos en las siguientes páginas.
El legado indígena
Uno de los primeros aspectos que llaman la atención en el imaginario de las elites
chilenas es la ambigua valoración que hacían de la sociedad indígena, en especial en lo
referido a su pasado y a sus conflictivos vínculos con la sociedad blanca. Y si llama la
atención es porque, a diferencia de lo que cabría esperar, no eran pocos los letrados que,
al igual que en los años de la independencia, se referían elogiosamente a la misma o a
algunos de sus aspectos, al menos hasta fines de la década de 1 850 cuando comenzó a
plantearse con mayor fuerza la necesidad de expandir el dominio criollo hacia las tierras
dominadas por pueblos indígenas (Quijada 1 994: 47).
En líneas generales, se valoraban su espíritu de independencia y su carácter belicoso
que habían dificultado su conquista ya que, a diferencia de las de México o Perú, los
españoles se habían encontrado con pueblos de valientes que no estaban dispuestos a
resignar su autonomía.12 Asimismo, se aseguraba que ese afán de independencia había
signado una vida colonial caracterizada por constantes conflictos entre ambas poblacio-
nes, por lo que Chile era percibido como una sociedad de frontera en la que la guerra se
había transformado en una suerte de segunda naturaleza de sus habitantes. Pero esto no
era lo más importante ya que, más allá de que los chilenos republicanos pudieran vana-
gloriarse de algunos atributos de los pueblos indígenas que les habían permitido mante-
nerse refractarios al dominio blanco -generando a su vez una literatura que ya desde el
período colonial expresaba esa peculiaridad-, lo que en verdad suponían es que su carác-
ter belicoso, altanero y el amor a su tierra, se había trasladado a los pobladores criollos.
Ahora bien, esta valoración no era en modo alguno patrimonio exclusivo de los
publicistas liberales -en ese sentido basta recordar que el periódico oficial del gobierno
conservador se denominaba El Araucano-, Tampoco puede considerarse que se tratara
de una mera referencia retórica -aunque en verdad, muchas veces sí lo fuera-, ya que
algunos publicistas llegaron a admitir la posibilidad de integrar la población indígena a
la nación chilena. Ese era el caso, por ejemplo, del polaco Ignacio Domeyko, miembro
destacado de la Universidad de Chile de la que sería rector años más tarde, quien hacia
1 845 dejó asentadas las impresiones que le causó un viaje con fines científicos y explo-
12 Los conquistadores "[...] recibieron un desengaño terrible que irritó i mortificó su orgullo en alto grado:
encontraron aquí hombres de bronce, en cuyos pechos rebotaban las balas de sus cañones [...]. En Chile
no existia el ¡ndíjena envilecido i pusilánime a quien bastaba engañar para vencer, mandar para esclavi-
zar. sino un pueblo altanero i valiente, que lejos de correr a ocultarse en los bosques, esperaba a su ene-
migo en el campo abierto, porque se sonreía con la seguridad de vencerlo i de hacerle sentir todo el peso
de su valor. Esta circunstancia tan notable influyó precisamente para diversificar la conquista de Chile
de la del resto de la América" (Lastarria 1909a: 36). En ésta y en todas las citas se respetó la ortografía
y la sintaxis de las fuentes de donde se las extrajo.
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ratorio de las posibilidades colonizadoras a la región de Arauco. En el texto elaborado
para dar cuenta de esa experiencia, y a través de tópicos ilustrados como el de considerar
a los indígenas como menores de edad a quienes se debía guiar, aseguraba que éstos
podrían ser integrados a través de la educación, la religión y la colonización. A su vez,
discutía los prejuicios que sostenían que los indígenas eran incapaces de incorporar los
valores católicos y republicanos de la sociedad criolla (Domeyko 1971 : 102 y 106).
Claro que esta posición, que iba mucho más allá de la valoración formal y retórica de los
indígenas, sufrió importantes críticas, entre otras, la de Andrés Bello, quien la calificó de
mera utopía filantrópica.
En suma, para un sector importante de la elite letrada chilena, el legado indígena -ya
sea histórico o como artificio retórico- era un componente importante de su identidad
como sociedad; lo cual la distinguía notoriamente de la del resto de Hispanoamérica en
ese período.13 Tal legado podía ser transmitido directamente, cuando se consideraban
herederos de algunas de sus cualidades; o, indirectamente, al destacar la impronta bélica
dejada por la presencia indígena en la experiencia colonial chilena. Ahora bien, ¿cómo se
representaban ese largo período?, ¿qué rasgos singulares encontraban en él, más allá del
aportado por la constante guerra fronteriza?
La sociedad colonial entre el pasado y el presente
En términos generales, había consenso entre las elites hispanoamericanas republica-
nas de la primera mitad del siglo xix en considerar el período colonial como un todo
repudiable. Esta visión, que había cobrado forma al calor de la lucha por la independen-
cia, sólo mereció críticas sistemáticas a fines de ese siglo y principios del siguiente,
cuando comenzó a reevaluarse el sentido histórico de la presencia española y de su lega-
do. En el caso chileno, sin embargo, esta apreciación debe ser matizada, ya que la carac-
terización del período colonial no fue uniforme y constituyó uno de los puntos de mayor
tensión entre las diversas interpretaciones del pasado.
Como cabría esperar, fueron los publicistas liberales quienes elaboraron la visión más
negativa de la sociedad colonial. Consideremos el que quizás constituya el texto emble-
mático de esa corriente: Investigaciones sobre la Influencia social de la conquista i del
Sistema colonial de los españoles en Chile de Lastarria, que constituye un verdadero
repertorio de los infinitos males causados -y legados- por el dominio español. Por eso, su
texto está recorrido por imágenes e ideas que remiten a la depredación, el fanatismo, la
13 Este contraste se hace más evidente al considerar las reflexiones de rioplatenses exiliados en Chile. Por
ejemplo. Sarmiento, en su reseña de las Investigaciones... de Lastarria. aseguraba que el indigenismo
del chileno era un resabio ideológico del proceso revolucionario, y consideraba absurdo reivindicar la
resistencia araucana a los españoles y seguir insistiendo en la leyenda negra. Y para que no quedara
duda alguna sobre sus sentimientos, aseguraba que se debía "[...] apartar de toda cuestión social ameri-
cana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para
nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán. no obstante los ropajes civilizados y nobles de que los revis-
tiera Ercilla. no son más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hechos colgar y mandaríamos
colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con
esacanalla" (Sarmiento 1948: 220).
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"Las prendas jeniales de nuestra sociedad" 1 7
Inquisición, la burocracia, la corrupción, la arbitrariedad, el monopolio, la ignorancia,
etcétera. Aunque no en forma tan sistematizada, estos tópicos pueden encontrarse en casi
cualquier autor de la época, incluso en obras que no tenían a la sociedad colonial como
objeto. Así, en una biografía de Andrés Bello publicada por los hermanos Amunátegui -y
contradiciendo notoriamente lo que el propio Bello pensaba al respecto-, se puede leer:
Durante los tres siglos que la América permaneció encorbada bajo el yugo de la metrópo-
li, la literatura no floreció en su suelo. Esos tres siglos forman un desierto literario de una ari-
dez i monotonía espantosas. Los pocos autores que se citan en prueba de lo contrario no
manifiestan fecundidad sino pobreza i esterilidad ¿Qué puede decirse de un período de tres-
cientos años que no ha producido sino tres o cuatro poetas mediocres (Amunátegui/Amunáte-
gui 1854: 110).
Al igual que en la valoración del legado indígena, podría suponerse que esta condena
tenía un carácter retórico. Sin embargo, debe tenerse presente que, para muchos publicis-
tas y políticos, el problema no era tanto el pasado colonial, sino su incidencia en el pre-
sente. En ese sentido debe entenderse la intervención de Lastarria, cuya preocupación era
inventariar todo aquello que actuaba como una rémora que impedía avanzar a Chile en la
senda del progreso material y moral. Es que la caracterización crítica del pasado colonial,
era en verdad un modo de referirse en forma no siempre velada a un presente signado por
relaciones socioeconómicas fuertemente jerarquizadas y por el poder e influencia que
seguía detentando la Iglesia Católica -si bien el Estado mediatizaría y disminuiría cada
vez más su papel en áreas como la educación, sobre todo en la década de 1 850-.
Ahora bien, dentro de esta perspectiva crítica, pueden encontrarse algunos matices
en la obra de autores que, con mayor sentido histórico, se proponían entender las razones
que habían llevado a España a crear ese tipo de sociedad. Por ejemplo, para Hermojenes
de Irisarri:
El estudio de nuestra historia colonial a cada instante nos enseña en cada una de sus seve-
ras pájinas, cuantos fueron los desaciertos que se cometieron al principiarse la colonizacion y
con qué tesón se llevó a su término el despotismo más absoluto, el sistema de esclusivismo
mas contrario a los intereses coloniales y, de rechazo, mas perjudicial a los verdaderos y eter-
nos de la metrópoli. No pretendo hacer cargos injustos, no intento juzgar a los hombres de los
siglos pasados, por las ideas de hoi. Conozco la diferencia que existe entre las nociones que
aquellos tenian de la cosa pública y las que ahora dominan en las naciones civilizadas. Princi-
pios incontrovertibles entonces, son hoi mirados como absurdos. A aquellos hombres es nece-
sario juzgarlos con las luces de su siglo, con sus preocupaciones mismas, con sus usos, sus
costumbres y sus leyes (Desmadryl 1854: III).
Pero esto no lo alejaba demasiado de los propósitos de quiénes condenaban sin ate-
nuantes el dominio colonial, ya que inmediatamente resaltaba que su objetivo era enten-
der "nuestra constitución política y social, para ver hasta que punto aquellas ideas pudie-
ron influir en el desarrollo de nuestra revolución" (Desmadryl 1854: III).
Las diferencias en lo que hacía a la valoración de la experiencia colonial no siempre
eran de matices, sino que también se produjeron estudios y análisis críticos de esa pers-
pectiva antihispánica o, al menos, de algunos de sus aspectos. Más allá de las reflexiones
provenientes de sectores como la Iglesia Católica, que podía tener un interés especial en
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reivindicar aspectos de ese pasado, algunos letrados laicos, empezando por el propio
Andrés Bello, consideraban un error el rechazo en bloque del período colonial. Por eso,
aunque coincidía con muchas de las apreciaciones que había hecho Lastarria en sus
Investigaciones..., le criticaba que su visión sesgada le impedía apreciar que, si bien bajo
una modalidad singular, había sido España la introductora de la civilización en América.
De ese modo, se entiende por qué en sus escritos demuestra un creciente interés en las
obras que rescataban tanto aspectos de la sociedad colonial como su posible influencia
benéfica en el presente. Por ejemplo, en su reseña de la Memoria presentada a la Univer-
sidad en 1848 por el presbítero Salas, trazaba una suerte de larga genealogía de la liber-
tad en el pueblo chileno, por lo cual le atribuía al autor el mérito de ser de los primeros
en rastrearla en la época colonial. De esta forma, podía rebatir una idea generalizada
sobre el proceso revolucionario, según la cual la libertad y la república eran meras impor-
taciones que debieron implantarse con dificultad en suelo chileno. Más aún, le atribuía al
Cabildo ser depositario de esas ideas que serían retomadas en el proceso independentis-
ta, razón por la cual consideraba que era de sumo interés encarar estudios sobre esa insti-
tución (Bello 1957:311).
Quizás el texto más significativo en el que puede encontrarse una valoración positiva
del período colonial y de su influencia en el Chile republicano es la Historia fisica y polí-
tica de Chile de Claudio Gay, quien reivindica la calidad de los funcionarios imperiales y
los valores de honradez, probidad, sencillez, juicio y amor a la patria que distinguían a
los habitantes de este territorio marginal del imperio español. Esta caracterización permi-
te entender por qué, más allá de su estilo narrativo, su obra sufrió el rechazo de los jóve-
nes liberales. También explica la mayor facilidad cón la que pudo estructurar en su relato
el tránsito del período colonial al republicano, transición que constituyó un problema de
difícil resolución para los historiadores liberales ya que, de ser cierta su valoración nega-
tiva del período colonial, el desencadenamiento del proceso revolucionario sólo podía
ser el resultado de una acción exterior; situación que desdibujaría lo chileno en el perío-
do independentista.14 Y es en torno a este punto, el del posible accionar autónomo y con-
ciente de la sociedad chilena -o de algún sector de la misma- durante el proceso revolu-
cionario, donde se iban a producir importantes discrepancias que incidían en forma
dramática en cualquier consideración sobre la identidad nacional y su origen.
La sociedad chilena y el proceso de emancipación
Entre los historiadores más renombrados de Chile, se destacaron Diego Barros Arana,
Miguel Luis Amunátegui y Benjamín Vicuña Mackenna, cuyas obras, si bien compartían
14 Esto no hacía más que reforzar otro aspecto del pasado colonial que dificultaba la elaboración de una
identidad chilena: la falta de marcas sociales, culturales, económicas o políticas que pudieran distinguir
a un pueblo americano de otro. Así, para Lastarria. "[...] por mas que desee circunscribirme a nuestra
patria, no me será posible dejar de referirme a toda la América española, porque en la época del colo-
niaje. cuya historia examino, éramos un mismo pueblo todos los americanos, un pueblo homojéneo. que
partia de un mismo oríjen i se encaminaba a un mismo fin [...]" (Lastarria 1 909a: 64). Es por eso que en
cada oportunidad en la que señalaba la existencia de alguna particularidad chilena, inmediatamente la
desvalorizaba para dejarla subsumida en la problemática del dominio colonial.
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presupuestos fundamentales, cobraron diversas formas, sobre todo en lo que hace a sus
estilos expositivos. Así, mientras que Barros Arana se convirtió en el historiador que exhi-
bió con mayor precisión su oficio, Vicuña Mackenna fue quien logró dotar de mayor colo-
rido a sus narraciones históricas. Esto se puede corroborar, por ejemplo, en su biografía
del libertador O'Higgins, donde describía de este modo a la sociedad colonial chilena:
En una cama de pellones, con un burdo rebozo de bayeta echado a la cabeza, que le tapa-
ba las sienes i la vista, el alma remojada en agua bendita i los lábios húmedos de vaporoso
chacolí, dormia Chile, jóven i jigante, manso i gordo huaso, semi-bárbaro i beato, su siesta
de colono, echado entre viñas i sandiales, el vientre repleto de trigo, para no sentir el hambre
del trabajo, la almohada henchida de novenas y reliquias para no tener miedo al diablo i a los
espíritus en su lóbrega noche de reposo. No habia por toda la tierra una sola señal de vida, y sí
solo de hartura i de pereza (Vicuña Mackenna 1 860: 83).
Más allá del énfasis pintoresco, así solía ser percibida la sociedad colonial -y en gran
medida su heredera republicana- por los publicistas liberales. Ahora bien, si era verdad
que la sociedad chilena en el período colonial había vivido en estado de sopor, cabe pre-
guntarse cómo pudo producirse el proceso emancipador, dónde encontró fuerzas que lo
impulsaran. No es de extrañar, entonces, que las explicaciones del proceso independen-
tista se centraran en una serie de acontecimientos fortuitos o externos, motivo por el cual
se veía disminuido el papel de sus protagonistas o, en el mejor de los casos, debía apelar-
se a una argumentación intrincada para poder explicar ese proceso. Esta última fue la
opción elegida por Lastarria en su respuesta a quienes le criticaban que su caracteriza-
ción de la sociedad colonial impedía que de su seno hubieran surgido las fuerzas destina-
das a combatirla para dar a luz el proceso republicano e independentista. En una nota que
agregó a sus Investigaciones... argüía en defensa de su interpretación la existencia de un
sustrato de valores y derechos inalienables propios de la condición humana, por lo que
consideraba que la objeción que se le hacía
[...] carece de filosofía i desconoce el poder rehabilitador, rejenerador, que la justicia i la ver-
dad tienen cuando aparecen triunfantes en una revolución. Si la de la independencia, concebi-
da i realizada por unos pocos nobles espíritus, halló virtudes en un pueblo profundamente
envilecido, fué porque ella las despertó con su golpe eléctrico, nó porque existieran; i si pudo
despertarlas fué porque el envilecimiento de la naturaleza humana jamas estingue, aunqe apa-
gue por largo tiempo, el poder de desarrollo intelectual i moral que es conjénito e inherente al
hombre (Lastarria 1909a: 79-80).
Si bien no explica cuáles eran esas virtudes, esto no parece grave, ya que las mismas
pueden imaginarse con facilidad: patriotismo, coraje, sentimiento de justicia. Los proble-
mas que deja sin resolver su análisis son otros: si esas virtudes no existían, cómo fue que se
despertaron; y si existían, desde cuándo considera que estaban envilecidas, si toda la etapa
colonial y no sólo una parte de la misma había producido a esa sociedad. Por eso, páginas
más adelante desarrolla con mayor franqueza el problema cuya resolución consideraba de
vital importancia para dotar de sentido tanto al pasado como al presente de Chile:
Atendamos lo que fué nuestra sociedad para ver lo que debe ser i lo que será ¿Estaba o no
preparada para entrar a nueva vida i someterse a un sistema diametralmente opuesto al que la
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rijió tres siglos, i bajo el cual se desenvolvió su existencia? Nó por cierto: el colono habia
sido precisamente educado para vivir siempre ligado a la servidumbre, i para no desear ni
conocer siquiera una condicion mejor que aquella a que estaba sometido; las leyes i las cos-
tumbres conspiraban de consuno a ocultárle su importancia moral i a destruir su individuali-
dad; el colono, en fin, no tenia conciencia de si mismo i todo él, su vida i sus intereses esta-
ban absorbidos en el poder real i teocrático, del cual dependía íntegramente. El sistema
colonial se apoyaba, pues, en las costumbres i marchaba con ellas en la íntima unidad i per-
fecta armonia. Esta verdad nos da a conocer cuán absurdo seria considerar nuestra revolución
como un efecto de nuestra civilización i de nuestras costumbres, tal como puede considerarse
la de Norte-América i hasta cierto punto la de Francia [...] Era necesario que acontecimientos
enteramente estraños i casuales para los colonos vinieran a despertarlos del letargo i a presen-
tarles una ocasion feliz para emanciparse.15
La única respuesta posible era entonces atribuir el movimiento a unos pocos esclare-
cidos que supieron entender la oportunidad histórica que se presentaba. Es por eso que
esta última interpretación se transformó en un lugar común a la hora de entender el pro-
ceso revolucionario. Más aún, también solía sostenerse que muchos de los revoluciona-
rios tampoco alcanzaban a percibir del todo la situación, ya que se contentaban con
lograr una mayor presencia de criollos en la administración y con la introducción de
algunas mejoras en la misma, pero no aspiraban a la separación de la metrópoli. Por
ejemplo, en su biografía de Camilo Henriquez, Miguel L. Amunátegui sostenía que el
proyecto de emancipación les habría causado pesadillas a los proceres, ya que éstos se
contentaban con obtener algunas reformas e incrementar sus derechos, razón por la cual
exaltaba la figura de su biografiado, quien fue el primero en sostener públicamente la
necesidad de independizarse (Desmadryl 1854: 25-6).16
Otro aspecto que aparece en numerosos relatos y que también pone en cuestión cuá-
les habían sido los objetivos de los revolucionarios, es la supuesta ineptitud del presiden-
te Carrasco, máxima autoridad en Chile hacia 1810, cuyo torpe accionar fue el que habría
provocado la convocatoria a una Junta Gubernativa el 1 8 de septiembre de 1810. Con lo
cual se reintroducía el problema de la conciencia de los revolucionarios: si verdadera-
mente lo habían sido; si la adhesión a Fernando VII, el monarca cautivo de Napoleón,
era tan sólo una máscara; si actuaban de ese modo para no apurar un proceso que carecía
aún de adhesión social.17 En ese sentido, Lastarria resumía muy bien las preocupaciones
al respecto al señalar en sus Investigaciones ... que
Es para mí todavía un problema si en este modo de proceder influyó la prudencia de los
autores de nuestra revolución, o el temor de chocar bruscamente con las preocupaciones sin
tener elementos para vencerlas o bien la limitación de sus aspiraciones, reducidas tal vez úni-
camente al bien de no ser gobernados por un poder extraño que no estaba revestido de la
15 Estos acontecimientos eran la abdicación de Bayona y el subimiento de Juntas en España y en Améri-
ca, que habían despertado a algunos chilenos de su apatía (Lastarria 1909a: 129 y 131).
16 Del mismo modo. Barros Arana sostenía: "Si se hablaba en 18 Í0 de la segregación de la metrópoli, se la
consideraba una idea hipotética de imposible consecución, que no hallaría eco en ninguna cabeza"
(Barros Arana 1854: 55).
17 Problemas similares se presentan en los análisis que numerosos letrados rioplatenses hacían de la Revo-
lución de Mayo durante la primera mitad del siglo xix. Al respecto cfr. mi trabajo Wasserman (2001).
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"Las prendas jeniales de nuestra sociedad'" 2 1
majestad de los reyes. Curioso i en gran manera útil seria investigar para resolver esta cues-
tión cuál de esos móviles o si todos ellos simultáneamente produjeron la conducta de nuestros
revolucionarios; pero yo no me detendré en ello, porque lo espuesto basta a mi propósito de
manifestar la influencia del sistema colonial en los primeros actos de la revolución de nuestra
independencia. Como quiera que sea, estoi persuadido de que ésta fué lenta i progresiva, par-
cial i no radical, obra de unos pocos varones ilustres i no nacional, precisamente a causa de
este influjo. No estando preparada la sociedad para recibir el impulso rejenerador, era de con-
secuencia fatal que se ciñera únicamente a combatir por su libertad política, porque si se
hubiese avanzado a romper bruscamente con el pasado, a proclamar su completa rejenera-
cion, aun teniendo jenios elevados que la dirijieran en su santa empresa, se habría estrellado
en mil resistencias poderosas i no habría alcanzado su triunfo; sino con un completo estermi-
nio i derramando proporcionalmente mas sangre que la que costó la revolución de Francia
(Lastarria 1909a: 133-4).
Es decir que a pesar de que los letrados chilenos se volcaban hacia el pasado revolu-
cionario buscando en él algunas claves que permitieran estructurar una conciencia o una
identidad nacional, se encontraban con que el mismo ofrecía en no pocas ocasiones más
problemas que soluciones. En ese sentido, se destaca una posición que pone en cuestión
las relaciones entre la conciencia de los actores y la Revolución. En algunos de sus incon-
tables escritos, Vicuña Mackenna abogó por suplantar la fecha patria del 18 de septiem-
bre de 1810 por la del 1 de abril de 1811 cuando, tras el fracaso de un motín pro-español,
se abrió paso a una postura claramente independentista. Y si bien su propuesta que ponía
en duda cuál debía ser la fecha patria no encontró eco, permite visualizar algunos de los
problemas que se les planteaban a las elites chilenas a la hora de representarse el proceso
revolucionario y, más aún, a la hora de filiar en él su identidad.
£1 proceso revolucionario y los conflictos facciosos
El complejo proceso político que se desarrolló a partir de la descomposición del
orden colonial dificultaba la construcción de un pasado en el cual reconocerse con facili-
dad, no sólo por las dudas sobre las verdaderas intenciones de sus protagonistas, sino
también por haber dado lugar a una lucha entre facciones que dividiría por largos años a
las elites chilenas, lo cual se manifestaría en la existencia de un sector moderado partida-
rio de O'Higgins, y de otro radicalizado, partidario de los hermanos Carrera.18
En relación a estos conflictos resulta de sumo interés la lectura de la Galería
Nacional (Desmadryl 1 854 y 1 859), ya que allí aparecen representadas las distintas posi-
ciones que existían al respecto. Más aún, llama la atención el hecho de que en un mismo
libro se reproduzcan posturas tan diversas sobre el período revolucionario y sus protago-
nistas, lo cual no podía ser de otro modo, ya que todas las biografías eran laudatorias del
personaje en cuestión. Los ejemplos más notorios de estas divergencias aparecen con
18 Otra cuestión problemática en ese sentido, y que aquí no podemos desarrollar, era el reconocimiento de
que por momentos la guerra de independencia había sido en verdad una guerra civil, ya que ambos ejér-
citos estaban conformados por chilenos que, para peor, se pasaban de bando según fueran sus conve-
niencias circunstanciales.
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gran nitidez en las dedicadas a figuras que se habían enfrentado entre sí como O'Hig-
gins, José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez. Así, Juan Bello, el biògrafo del primero,
lo exculpa de la muerte de los otros dos y de las acusaciones de concentrar el poder que
produjeron su caída en 1 823, mientras que Diego José Benavente, el biógrafo de Carrera,
y Guillermo Matta, el de Rodríguez, no hacen más que cu lpabi tizarlo de esos crímenes.
Pese a todo, Matta intenta resolver el dilema de contar con proceres no sólo enfrenta-
dos, sino acusados de perpetrar actos condenables desde todo punto de vista. Para ello,*
admite que no pueden obviarse los males de los proceres, pero afirma que el hecho de
haber luchado por la emancipación y la regeneración los convertía en patriotas. Pero su
mayor interés no era restablecer la verdad histórica, sino apaciguar las disputas que se
habían prolongado por varias décadas entre los seguidores de ambos líderes. Por eso ase-
guraba, aunque esto fuera fácilmente rebatible, que el odio entre O'Higgins y Carrera no
había sido mayor que el que tenían sus herederos (Desmadryl 1854: 116). Para Matta,
entonces, todas esas personalidades habían contribuido a la emancipación de Chile y por
eso sólo debían ser reconocidas en tanto proceres. Esto le permitía, si no exculparlos, al
menos re-situar la discusión sobre el pasado en un plano que no afectara su presente al
dividir agriamente la opinión de las elites. De ese modo, la Revolución y la guerra de
independencia debían transformarse en verdaderas prendas de unidad, en tanto dadoras
de sentido a una experiencia comunitaria, más allá de las divergencias y los odios de sus
miembros.
Ahora bien, esta experiencia tenía la particularidad de aparecer como un emprendi-
miento que excedía a sus actores, sin que éstos hubieran podido dominarlo o dirigirlo.19
Por eso, no parece extraño que muchas biografías de esa colección dejaran entrever que
en verdad debía considerarse a la Revolución como el verdadero sujeto productor de la
Historia y, de ese modo, era ella misma la que había generado a sus protagonistas. Esta
noción se explicita fundamentalmente en las biografías de aquellos que, por no pertene-
cer a familias de primer orden, hubieran estado destinados a permanecer en la oscuridad
de no haberse producido esa transformación política. En el caso de O'Higgins, esto se
debía a su condición de hijo natural de un virrey, que lo habría condenado para siempre a
ser una figura secundaria en una sociedad como la chilena. También se lo puede percibir
en la biografía de José Ignacio Zenteno realizada por Antonio García Reyes, quien resal-
taba que fue la Revolución la que produjo muchos hombres eminentes, como era el caso
de su biografiado que no pertenecía a ninguna familia importante. O en la de Ramón
Freire, escrita por Pío Varas, quien comienza su relato destacando que sin la Revolución,
su personaje habría llevado la vida oscura de la Colonia.
Del mismo modo, la Revolución cobraba un carácter que excedía el de haber produ-
cido una mera transformación política, para convertirse no sólo en la dadora de nuevo
sentido a la vida de muchas personas, sino también en la forjadora de una nueva socie-
dad o, más bien, de una nueva nación. Con esto se reforzaba y re-significaba la aso-
19 De ahí la apelación a metáforas o imágenes de fenómenos naturales que no podían ser controlados y
quizás tampoco previstos por los hombres: "Nuestra independencia fué. pues, una de esas grandes ava-
lanchas, cuyo oríjen es un pequeño copo de nieve, pero que, acrecentada en su caida, derriba cuanto
encuentra en la llanura" (Barros Arana 1854: 55). Para un análisis de tópicos naturales a modo de expli-
cación o descripción del proceso revolucionario en el Río de la Plata, cfr. Wasserman (2001 : 60).
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ciación del carácter chileno a lo bélico que, se sostenía, provenía de la Conquista y la
Colonia. Nuevamente, sería Vicuña Mackenna quien expondría la visión más original al
respecto al reivindicar el verdadero desastre que habían sufrido las armas patriotas hacia
1814 en Rancagua -batalla que determinó el fin de la Patria Vieja y la recuperación de
Chile para las fuerzas realistas-, ya que consideraba que en ese combate se había forjado
la conciencia nacional chilena y la necesidad de su independencia. Es que a pesar de las
divergencias entre Carreras y O'Higgins, que habían coadyuvado a ese desastre, el pue-
blo había tenido un comportamiento que, más que heroico, fue propio de un mártir, lo
cual hizo dejar de lado las luchas facciosas sentando las bases de su libertad al poner en
claro la existencia de dos alternativas: seguir siendo colonia o emanciparse (Vicuña
Mackenna 1860: 206-229).
Consideraciones finales
Más allá de los problemas que planteaba poder determinar cuáles habían sido las
metas de los revolucionarios, qué grado de conciencia tenían del proceso que habían pro-
tagonizado y cuál había sido la participación de la población en esa gesta, para la elite
chilena era evidente que el proceso revolucionario e independentista había hecho cobrar
forma a una nueva nación con destino de grandeza y edificada sobre un conjunto de
valores que la destacaban frente a las repúblicas vecinas y sobre los cuales, más allá de
algunas diferencias, se había producido un importante consenso, fundamentalmente en
lo que hacía a la conformación de la identidad nacional chilena.
Pero este consenso no puede ocultar la presencia de algunas dudas sobre cómo termi-
naría de cobrar forma la misma, planteadas sobre todos por aquellos que se mostraban
críticos respecto del orden sociopolítico vigente. En ese sentido se nos ocurre de interés
retomar algunas reflexiones de Lastarria relativas al carácter nacional chileno. En sus
Investigaciones... argumentaba que dicho carácter era el resultado del mestizaje produci-
do por el encuentro de la sociedad colonial con la indígena, a lo que también añadía la
existencia de determinaciones geográficas, para lo cual citaba la autoridad de Herder. Sin
embargo, no estaba del todo seguro de que esa identidad pudiera ser fácilmente aprensi-
ble dada la poca densidad histórica de la experiencia chilena y la falta de criterios defini-
tivos sobre cómo valorarla, entre otros motivos, por no haberse terminado de operar del
todo la transición entre lo que había sido la sociedad colonial y lo que debía ser la repu-
blicana.20 Dicho de otra manera: el pasado colonial todavía formaba parte de su presente
20 "[...] no seria posible diseñar bien a las claras los rasgos peculiares de este carácter, aunque se pueda
fijar el oríjen de las preocupaciones i la tendencia de la costumbre de las jenerac iones criollas que se
han sucedido hasta nuestros dias; i la razón de esta imposibilidad se encuentra en varias circunstancias,
entre las cuales figuran como las primeras la corta edad de nuestra nación i la reacción casi violenta que
ha obrado en ella la revolución de nuestra independencia. La época de transición en que nos hallamos,
hace, pues demasiado difícil este estudio, aunque no hasta el grado de impedirnos vislumbrar algunas
modificaciones de nuestra nacionalidad. Procuremos investigar: observemos al araucano, infatigable
viajero, ciego amante de su independencia: veamos su carácter soberbio, independiente, valeroso,
inconstante, disimulado, irritable, poco jovial i siempre taciturno: i preguntémonos si jeneralmente
hablando no se descubren estos mismo rasgos en todo nuestro pueblo i particularmente en el mestizo.
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y, seguramente, seguiría incidiendo en el futuro inmediato. De ahí la necesidad del cono-
cimiento histórico ya que, más allá de las valoraciones diversas que pudieran hacerse
sobre el pasado, no cabía duda de que el mismo no podía ser ignorado si se querían dilu-
cidar las características de esa sociedad para poder así incidir en su desarrollo. En ese
sentido debe entenderse la relación que Lastarria buscaba establecer entre el pasado y los
elementos que debían conformar la identidad nacional chilena, aunque la misma no
hubiera madurado aún del todo, motivo por el cual creía hacia 1 844 que
[...] la época de transición en que nos hallamos i la poca luz que la historia de nuestro pasado
arroja sobre este punto, hacen que nos sea difícil, si no imposible por ahora, observar a punto
fijo las prendas jeniales de nuestra sociedad (Lastarria 1909a: 126).
Esa dificultad o imposibilidad de fijar en forma definitiva los atributos que debían
constituir la identidad nacional chilena procuraría ser resuelta durante esos años. En ese
sentido debe entenderse la vasta producción discursiva que, alentada en gran medida por
la existencia y el accionar del Estado nacional, hizo del pasado y de su relación con el
presente el centro de su interés y que, como quisimos destacar a lo largo del artículo, dis-
tinguió la vida cultural chilena de mediados del siglo xix.
Atendamos por otra parte a la influencia del sistema colonial i al conocido carácter español, i encontra-
remos un medio lójico de esplicar en nuestra sociedad el fanatismo, la intolerancia, el disimulo, o mas
bien, la hipocresía con que se encubren las emociones mas tiernas del corazon i las opiniones mas justas
i lejítimas por temores quiméricos; esplicaremos finalmente esa lealtad y nobleza de espíritu, esa cor-
dial fraternidad, ese entusiasta amor a la patria, esa feliz docilidad sin abatimiento que siempre han
caracterizado nuestra nacionalidad" (Lastarria 1909a: 125).
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