Post on 30-Nov-2018
Mientras Esther leía un libro y escuchaba música en su ipod, Javier se
perdió por ese limpio y exquisito Mediterráneo, observando esos
fondos de roca que tan bien conocía.
El agua estaba tibia, cristalina, y numerosos peces acompañaron su
nadar. Una vez más volvió a disfrutar como cuando era joven y todo
su mundo y sus anhelos se encontraban en el submarinismo.
Su sorpresa llegó cuando salió del agua y se encontró, tumbados
junto a Esther, a Carlos y a Marga.
Una sensación de desasosiego invadió su cuerpo. Las gafas se le
escurrieron entre los dedos, y sintió casi que se caía al suelo.
Marga y su escultural cuerpo descansaban junto a Esther. Llevaba un
biquini blanco, resaltando el bronceado de su húmeda piel, y
dibujaban una silueta difícil de dejar de mirar.
Intentando apartar la mirada de su cuerpo observó cómo varios
vecinos de playa no podían hacer como él y la devoraban
literalmente.
No supo reaccionar. No se atrevía a mirarla por miedo a descubrir
unos aterradores sentimientos que le empezaban a volver loco y que
sabía que no conseguía aún dominar.
Era tan hermosa que dolía a la vista. Y cada día dolía más… y ella ya
lo sabía.
Oculto tras sus gafas de sol observó cada parte de ese cuerpo que ya
pronto le pertenecería.
Esther, robando miradas de los furtivos que vigilaban a su amiga, se
deshizo del sujetador del biquini mostrando sus preciosas tetas. Los
hombres allí congregados no pudieron mas que sucumbir ante el
magnetismo de su peso y forma.
Le encantaba que la miraran.
Después pidió a Javier que le untara crema sobre su reseca piel,
castigada por un sol que caía sobre ellos con mucha fuerza.
Javier, sentado sobre las piernas de Esther, derramó la crema blanca
sobre su espalda, perdiendo el líquido viscoso sobre su piel aún
blanquecina.
Mientras sus dedos paseaban por el atlas de su espalda, sus ojos –
siempre ocultos tras las gafas – grababan cada parte del cuerpo de
esa diosa que ya había hechizado su alma y que dormitaba a su lado.
A pesar de las gafas el brillo del sol hizo que pudiera ver los ojos de
Marga con claridad. No le quitaba ojo, y miraba disimuladamente su
torso y su cuerpo. Eso le emocionó tanto como le descompuso.
- ¿quieres que Javier te eche crema, Marga? – preguntó Esther,
dejando a ambos descolocados, y sin saber qué decir
- ¿qué?
- Venga Javier, échale crema a Marga. Aprovecha ahora que Carlos
no está y no se pondrá celoso.
Además, chica – le dijo a su amiga – tiene unas manos que son una
auténtica delicia… Ya lo verás
- no sé – Marga seguía aún descolocada, como el propio Javier
- venga hombre, échale crema a mi amiga – le dijo Esther, dándole la
crema, mientras cogía sus auriculares y buscaba sus canciones
favoritas.
Sin mediar palabra alguna Marga se giró colocando su cara sobre la
toalla roja con el escudo del equipo de la ciudad. Con sus manos
temblorosas desabrochó el sujetador dejando su espalda libre. Sus
turgentes senos se aplastaron sobre la toalla. Era toda suya por fin.
Fue cuando Esther se dejó caer sobre su toalla mirando para otro
lado, cuando ambos se sintieron mejor, y dispuestos para el masaje.
Javier se sonrojó de nuevo.
Hacía mucho tiempo que no le pasaba, pero volvía a no dominar
todas las partes de su anatomía.
Marga estaba tumbada, casi desnuda, ante él, tal y como había
estado soñando las últimas semanas...
Mirando ese precioso cuerpo sólo quería dejarse llevar, dar libertad a
sus manos, y que fueran ellas quienes hablaran… que fueran ellas
quienes le hicieran el amor sin hacer parada alguna hasta conseguir
llevarla al goce máximo.
Allí, sobre ese lecho de carne dejaría de pensar, y olvidaría quienes
eran, si es que eran… porque él, allí, sentía que era sin ser…
Su pelo recogido sobre una cola enseñaba un cuello sedoso y que
besaría encantado.
Su espalda era plana, rota su planicie por dos paletillas sobresalidas,
un costado de seda y huesos, y una espina que se dibujaba para
perderse bajo una braga blanca incapaz de ocultar esos mofletes
redondeados bajo los cuales nacían sus muslos y piernas.
Javier, con cuidado, se puso de rodillas a su lado y dejó caer la crema
sobre su espalda.
El dibujo era inmenso. Sus manos se deslizaron rápidamente por
entre la crema, tímidamente, pero sus ojos se perdían en el dibujo de
esos dos senos apretados contra el suelo.
Ella no se atrevía a mirarle.
Lentamente la crema cayó sobre su piel, y Javier comenzó a aplicar el
amasamiento con ayuda de toda la mano, cogiendo y estrujando cada
parta de su cuerpo por donde extendía la crema.
Ella, al recibir el primer contacto de sus dedos, se estremeció. Tanto
que no pudo pasar desapercibido para Javier, que intentaba poner en
orden unas ideas que iban y venían, desconcertándole más.
Estar con ella era como estar sin ella, y todo por culpa de ese amor
que él creyó imposible, pero que empezaba a desenredarse y a verse
con menor oscuridad.
Con ayuda de las dos manos, dibujó letras imaginarias en esa espalda
a la que tenía tanto que decir. Con claridad escribió un “te amo”, y
ella pareció entenderlo.
- No podía ser – pensó aún convulsionada por ese maravilloso
contacto.
Alternando continuamente la labor de presionar y soltar, siempre con
sumo cuidado de no lastimar su piel, ni sus músculos, la hizo
disfrutar de ese secreto que Esther había compartido siempre con
ella.
- Las manos de Javier son mágicas – le decía siempre su amiga.
Con Javier sentado sobre sus muslos ella podía sentir toda su fuerza,
notando perfectamente el aumento de su flujo sanguíneo y el propio
despegue de las diferentes capas de su piel.
Con ayuda de las yemas de sus dedos Javier iba dibujando pequeños
círculos en diferentes sentidos, y fue ahí donde el placer empezó a
dejar de ser meramente físico.
Cuando giraba los dedos hacia la derecha podía notar como se
difuminaban las pequeñas molestias, y cuando lo hacía hacia la
izquierda notaba cómo tonificaban.
- ¡Dios! – exclamó sin apenas poder controlarlo. Se sonrojó.
Javier sonrió y se emocionó.
Sus manos eran rodillos circulantes ejerciendo una ligera aspiración
sobre la piel, y poco a poco fueron adentrándose en zonas delicadas
con dermis fina como la cara interna de los muslos.
Suave y homogéneamente sus dedos siguieron dibujando extrañas
gráficas sobre su baja espalda, paseando también por su costado
desnudo, lo que hizo que Marga se ruborizara porque el cosquilleo
que tenía en el cuerpo ya no era solo físico. Iba más allá.
- Ya está bien – dijo muy seria, colocándose el sujetador,
levantándose y corriendo hasta el agua.
Javier no dejó de mirarla mientras caminaba hasta el agua.
Ella nadó, y tampoco podía dejar de mirarle desde el agua.
Para tranquilizarse prefirió esconderse tras unas rocas.
Allí, apoyada y descansando, notó la fuerza de su respiración, cómo
se le hinchaban los pechos, y cómo sentía un extraño latigazo en su
vientre… de excitación.
- ¿Qué te está pasando Marga? – se preguntaba temblando – tienes
que olvidar todo lo que estás pensando. Es el marido de tu amiga…
de tu mejor amiga.
Para su sorpresa unas manos conocidas acariciaron su espalda desde
atrás.
Había nadado hasta ella y no le había escuchado.
No sabía qué hacer. Sentía tanto miedo como excitación… y prefirió
no darse la vuelta para no romper el maravilloso momento.
Las manos acariciaban su espalda, en silencio, y ella luchaba contra
su deseo de alejarse de allí, y contra el de girarse y dejar que le
besara y le hiciera el amor allí mismo.
La excitación era tal que podía notar como el agua cambiaba de
temperatura a su alrededor.
Fue cuando sintió sus labios sobre su espalda cuando se sintió morir.
Ella seguía con los ojos cerrados, temerosa, excitada como nunca…
- ¿Qué haces aquí guapa? ¿me estabas buscando?
- sí – dijo más asustada aún, incluso algo defraudada.
Por suerte – o por desgracia - ese su amante que había nadado hasta
ella no era el principesco marido de su amiga.
- ¿Volvemos a la orilla?
- Carlos… - intentó convencerle para que se quedara un poquito y
calmara sus extraños nervios
- ¿qué? – preguntó inocentemente, no esperando que su esposa, esa
mujer fría y casi asexuada, estuviera dispuesta a jugar con él en un
sitio como ese
- nada… nada…
y, para su desgracia, eso hicieron. Nadar.