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MIS MEMORIAS
Por Patrick A. Corrigan Cummins, L.C.
INDICE
El inicio 2
Viaje en troca 14
Viaje a una comunidad 15
¿Cómo trabajamos pastoralmente entre los mayas? 17
Las comidas y las bebidas 19
Medios de transporte 24
Mis primeras navidades 29
La diversidad religiosa 42
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El inicio
El Santo Padre, Pablo Sexto, encomendó a los Legionarios de
Cristo el cuidado pastoral del entonces territorio de Quintana Roo.
Se dio el caso que en unas ocasiones anteriores a esa fecha, Padre Marcial Maciel nos había hecho mención de la posibilidad de que
fuera encomendado un territorio de misión. Tanto el Padre John Coady como yo, habíamos manifestado en público nuestro deseo
de ser misioneros dónde fuera. Cuando ya era segura la entrega
del centro de misión, fuimos los dos preparándonos poco a poco durante el año 1969 para ser ordenados al sacerdocio el 1 de
noviembre del 1970 Ese fue el mismo espíritu que inspiró al
Padre marcial Maciel L.C. a mandarnos a Q.Roo. en seguida después de la ordenación sacerdotal. De hecho el Mons. Jorge
Bernal Vargas y el padre John Coady se nos adelantaron llegando
a Chetumal el 21 de noviembre del mismo año 1970. Mientras tanto el Padre Alfonso Valencia Castellanos y yo seguimos luego.
La razón fue que las inyecciones contra la malaria (paludismo)
produjeron su efecto en mi organismo causando fiebre y diferentes trastornos. Sentí los primeros efectos pasando por
Dublín con la intención de hacer una visita a mi familia antes de
seguir para México. Logré quedarme de pie durante los pocos días en visita de relámpago a mis papás y hermanos. Ya pisando suelo
mexicano me caí en cama tres días con fiebre alta. Como nadie
sabía la situación del destino nuestro en orden a los servicios de salud, quisieron mis superiores asegurar de que estuviera lo
suficientemente saludable y fuerte como para enfrentar las
clemencias de la región semitropical de Q.Roo.
Llegando a Chetumal el 28 de noviembre del 1970, como todos, tuve que enfrentar todas las incomodidades. Sinceramente no
esperaba otra cosa sino lo peor. De manera que cuando me
presentaron con lo elemental como agua para ducharme, un refresco, una cama, electricidad, francamente no consideré esto
"las misiones" como mis sueños me las habían presentado. El
constante ataque de los mosquitos día y noche sin tregua me
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causó un estado de intranquilidad que luego pasó a irritación. Las
reflexiones sobre mi situación actual me hicieron reaccionar para
tomar una actitud de aceptación de estos insectos tropicales ya que me quedé con la idea que aquí me iba a quedar durante varios
años. De manera que tendría que vivir y convivir con estos
amigos de la naturaleza. A medida que pasaban los días y meses, dejé de prestarles la atención, ofreciendo los piquetes a Cristo por
la misión encomendada y haciendo el esfuerzo por dominar la reacción natural de hacer el gesto de dolor que luego de todas
maneras es seguido por el consuelo de la caricia de los dedos
sobre el punto afectado o de la palma de la mano para aliviar el dolor que produce el piquete . Todo esto de manera muy especial
cuando me tocaba hablar con una o varias personas o cuando tuve
que presentarme en público, como por ejemplo, a la hora de la santa misa. Gracias a Dios, el momento llegó en que el piquete
me causaba cosquilla más que dolor. Hice el experimento de
ponerme calcetines blancos y en mi opinión fueron menos los insectos que giraban por los alrededores de mis pies. El detalle de
ese descubrimiento fue que dejaba a la vista del pueblo la terrible
matanza que hubiera por las manchas de sangre en mis calcetines blancos. Las palmadas en la cara y en la frente, gestos de una
constante guerra que dejaba entremezcladas la sangre de
mosquitos muertos y el sudor del mediodía.
Pasando los primeros días me acuerdo que la sensación de aburrimiento me invadía. Comencé a limpiar y arreglar lo que se
me puso delante. Me puse a las ordenes del Mons. Jorge Bernal
para que me mandara a hacer algo. Creo entendió mi situación y me dio unas cartas para escribir y otras para completar, como
tarjetas a los Señores Obispos y a otras comunidades de la misma
congregación por lo de la navidad. Hice lo que pude. Me sentí encajonado, eso sí me acuerdo. No podía alegrarme en algo que
por demás sí estaba encantado de la novedad de todo, pero faltaba
el complemento. También, sí es cierto que vivíamos tranquilos, amontonados, según yo, y por mi parte sentí la frustración porque
no estaba en lo que debía.
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Me llamó un día, el Mons. Jorge Bernal y luego de una larga
platica, me lanzó el proyecto de tomar el cargo de la parroquia de
isla mujeres. Me puso al tanto de las carestías, la ausencia del apoyo de un seminarista o de otro sacerdote, sin más que la
bendición de Dios y el esfuerzo personal. Al final me preguntó si
estaría dispuesto a aceptar ser párroco de esa parroquia. Como respuesta a su pregunta, le dije que si podía con todo. Además,
me acuerdo que le respondí con la misma palabra de aliento que mi propio padre me dio al despedirse de mi cuando la familia me
visitó en el noviciado "si crees que no es para ti, regresas con
confianza porque aquí está tu casa". Así también le dije al Mons. Jorge Bernal, que si me resultaba imposible le avisaba. Con eso
se quedó satisfecho el Mons. Me dio quinientos pesos para mis
gastos. Fijamos una fecha para la salida para Isla Mujeres y comencé a empacar mis pertinencias
Como se acercaba el fin de semana me alisté para salir lo más
pronto posible. Salí a las siete de la mañana. Los camiones no se
clasificaba por primera o segunda Lo importante era que arrancaba y que hubiera espacio suficiente para poder estar en el
camión o sentado o de pie. Me tocó estar sentado un tiempo.
Entró una señora embarazada y pues le dí mi asiento. Me quedé de pie. La silla era tan dura que al final de cuentas me sentí mejor
de pie. El camionero no nos aburrirnos. En su afán de evitar los
baches, pasaba de un lado a otro del camino de terrrasería. Prácticamente consistía en un espacio entre las selva por un lado y
por otro. Daba la impresión que había sido un camino que usaba
el ganado, mulas o gente que trabajaba el chicle por las eternas curvas que nos mandaba de extremo a extremo. A un barco en el
mar le pasaba lo mismo. Las piedras golpeaban por debajo del
camión como si estuviera alguien tirandonos piedras. De repente un frenón. ¡ Agarrate ! Unos cuanto gritos. Los de pie se caen
unos sobre otros. Se acomodan de nuevo y esperan el siguiente. Y
así todo el camino. Bajaba el camionero de velocidad cuando veía venir de lejos a orto vehículo. El momento de querer dejar a uno y
al otro cruzar se convertía en todo un show. Pues quien de los dos
estuviera más cerca de una “islita” de tierra a un costado del camino servía para hacer la maniobra para poder seguir a camino
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de los dos. Ya llevábamos tres horas de viaje. Pasábamos en
diferentes tiempos del viaje cuando nos cubrían los árboles de la
selva. De miedo, pero espectacular. Un grito del camionero nos anunció la futura llegada de nuestro destino.
El camión me dejó en Felipe Carrillo Puerto donde subí luego a
otro camión para Valladolid y luego otro para Puerto Juárez.
Apenas llegando me encontré con un barco, “la Carmita”, anclado en el muelle rodeado de personas con actividades diversas: unas
acomodando bultos de todo tipo, unas preparándose para la salida a la hora que diga el capitán. Y de verdad, como dice el Señor
Jesús, nadie sabía ni la hora ni el minuto, hasta que de repente se
escuchaba el arranque del motor, es cuando todos se acomodaban para el despegue del barco. Quien se quedó se quedó. Seguir con
puntualidad la hora del reloj no existía. Fue mi primera reflexión
rápida. No hay horario fijo. Hay que estar media hora antes de la hora estipulada y simplemente estar al pendiente para que cuando
diga el capitán, esté dentro porque si no está uno en el momento
de quitar la soga del fierro donde queda anclado la soga en el muelle para que no se vaya el barco de su lugar, ningún
argumento vale ni la consideración del prójimo: lo único que
interesa es el estado emocional del capitán que considera que ya llegó el momento y, pues, vámonos.
Barco La Carmita
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Eran las dos de la tarde cuando finalmente arrancó el barco hacia
Isla Mujeres. Adelantándonos mar adentro, quien fuera capitán
del barco dejó el volante a otro muchacho y se me acercó con saludos de la mano y con un tono de amistad, sonrisas y muchas
preguntas. Me iba sacando toda la información posible. Me
convenía la conversación ya que así como le proporcionaba información que llenaba de satisfacción su curiosidad, de igual
manera me alimentaba con datos que de otra manera hubiera sido muy difícil para mí acumular tanto en tan poco tiempo.
Resultó ser el capitán del barco, que llevaba el nombre de
Alberto, el hermano de la señorita encargada de abrir y cerrar la
iglesia de la Isla en ausencia del párroco. Su nombre de ella es Librada. Alberto estaba con la idea de que llegaba para la misa de
gallo de la Virgen de Guadalupe. Con todo y olas y movimiento
del barco de un lado para otro, me acuerdo que estaba muy atento a todo lo que decía. Logré entender la palabra "gallo", pero del
tiro no me entraba el concepto de " misa de gallo". Vagaba mi
mente rápidamente pensando en que habría de comenzar la misa cuando algún gallo de patio cantaba. Luego me decía que todo el
pueblo cantaba las mañanitas a la virgen antes de la misa,
francamente me confundió más. Según lo que había entendido por la idea de mañana era amaneciendo, cinco o seis de la mañana.
Sin embargo, aquí me insinuaba de cantar a la virgen a las once o
doce de la noche. Después de los años, escuchando términos como estos, aceptados por todos, deducía que por eso surgió el
término "madruguete" ya que una persona anticipa una acción
antes de la hora prevista por el resto de la humanidad.
Bajando del barco el día 11 de dic. del año 1970 a las 4 de la tarde, me fui directamente al hotel Martínez cuyo dueño era el
papá del capitán del barco, Alberto. Su papá se llamaba Don
Mariano, muy agradable y pacífico. Escuchó pacientemente la información que le proporcionaba relativa a mi persona y el deseo
de ocupar la casa que había dejado el padre Maryknoll, Thomas
Mc Carthy. Llamó a su hija Librada quien se presentó muy amablemente en compañía de su mamá, doña Eleuteria. Cuando
comenzó a explicarme la Srita. Librada toda la historia de las
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llaves de la casa cural y de la iglesia, don Mariano me ofreció una
silla y luego me dieron de comer. Acepté la comida. Por una parte
que no había comido y por otra, así como estaban las cosas, a saber cuándo iba a comer la siguiente vez: Definitivamente, me
interesaba saber un poco del historial de mi futura parroquia.
Desde ese primer momento me sentí en mi casa. Pude saborear el ambiente de familia que experimenté a lo largo de los años de
apostolado por Quintana Roo.
Terminada la comida me acompañó Librada a la casa cural. Sus explicaciones fueron muy valiosas ya que me sacaron de muchas
dudas. Afortunadamente me enseñó el pozo y el sistema que se
utilizaba para subir el agua que servía para el servicio de la casa. El agua no era del mar, pero sí, sin duda alguna, salada. Antes de
despedirnos, Librada me informó de los compromisos de la
iglesia. Ella se iba a encargar de abrir la iglesia arreglar el altar y estar pendiente. Le di las gracias, me dio la llave de la casa y me
puse a limpiar lo que sería mi centro de operaciones durante seis
años.
Parroquia de la Inmaculada Concepción, Isla Mujeres,Q.Roo
Por esas horas de la tarde, mi ropa, mi piel y el sudor era una sola
cosa. La humedad me llegó a afectar el centro de mi equilibrio mental a tal grado que mejor dejé las cosas un rato y me dediqué a
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rezar el Santo Rosario, mi Santo Breviario y el examen de
mediodía. El tiempo de oración me hizo volver a mi salud mental
de nuevo. Fue el primer choque con mi realidad y creo que los pensamientos de varias cosas se me juntaron de repente; el olor
del salitre, lo sucio y la humedad de la casa, de mi persona, la
misa de gallo en la noche sin saber ni lo que era, la Virgen de Guadalupe de quien tristemente no sabía nada, de un futuro sin
una seguridad económica que mejor ni lo pensaba y el acabóse fue el tener que enfrentar con un público con mis “súpers”
conocimientos del español. Ahora sí me encomendada a Cristo y
a la Santísima Virgen porque no podía más. Sentía todo tipo de mariposas en mi estómago; me fui al baño, me bañé y me dirigí a
la iglesia para comenzar mi labor apostólica en Isla Mujeres.
El cuadro físico de la iglesia no era como para animar el espíritu.
Pero no me quedaba otra que comenzar a sacudir las bancas por el tanto polvo que había. Desde luego, el consuelo era de tener una
iglesia tan grande, tan amplia en una isla en el caribe en los
últimos confines de México a mi disposición y de la comunidad isleña que evidentemente por el abandono en que se encontraba,
no apreciaba tal estructura. Durante los años venideros sentí esa
exigencia de parte de las almas ya que tenían a un sacerdote fijo y dispuesto a echar manos a la obra para servir a las almas a que se
acercaran a la casa de Dios, cosa que no tenían hasta ese
momento.
Afortunadamente se encontraban los ornamentos y vasos sagrados necesarios para iniciar mis actos litúrgicos. Las formas estaban en
una latita envueltas en un plástico. De hecho todo estaba en orden.
Las hostias en el sagrario eran frescas. Supe después que el padre Gerardo Green del instituto de los padres Maryknoll, quien se
encontraba en la isla de Cozumel, viajaba a la isla cada de vez en
cuando mientras se solucionaba la ausencia del padre Thomas con la presencia de otro padre. En lo particular tengo que agradecer a
Dios que hayan estado aquí los padres americanos antes que
nosotros llegamos porque nos preparaban a la gente con rasgos de su cultura que favorecía a nosotros en orden al apostolado y al
entendimiento de los sacramentos. Siempre se han caracterizado
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los padres de Maryknoll por el orden y disciplina, limpieza y
exigencia en todo. Así es que no tuve que enfrentar con la
desgracia de la falta ni de hostias ni de vino. Lo que a mí me tocaba era seguir y adaptarme a las nuevas posibilidades de las
almas, en integrarme en la comunidad isleña y aprender su
idiosincrasia. Ya por las diez y media de la noche del once de diciembre del 1970 estaba calentando la cabeza para enfrentar
con la situación de las mañanitas y la misa de gallo.
Parroquia de la Inmaculada Concepción, Isla Mujeres,Q.Roo
Preparado por todo lo que viniera, me quedé en un silencio de
oración esperando el momento para cumplir con mis obligaciones cuando mis tímpanos captaron los sonidos de un conjunto, los
gritos, las carcajadas que luego de un rato logré ver todo el
movimiento de humanidad en el parque. De repente dejó de tocar la música. Vi mi reloj. Ya llegó la hora. Alguien cerró las puertas
de la iglesia. Escuché sonido con sabor religioso al otro lado de la
puerta que deduje fue o fueron cantos a la Virgen de Guadalupe. La voz de hombre echó un grito para que se abriera la puerta.
Entraron. No quise ni ver cuánta gente, ni cómo venían porque el
aparente silencio relativo, al unísono del arrastre de sus chanclas por el piso aplastando la arena con un squik, squik, terminó de
derrumbar las paredes de mi estómago ya hecho trisas. Me quedé
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viendo el crucifijo un ratito más y luego me encaminé hacía el
altar. Iba a ser mi primera misa en la isla aunque a decir verdad
me sentí como que me iba subiendo al paredón para rezar mi última misa.
Entonaron el canto de entrada. La homilía, con puntos preparados
por escrito, consistía en unas consideraciones marianas sin
especificar algún dato especial de la Virgen de Guadalupe ya que no tenía conocimientos de las apariciones. Tomando en cuenta
mis problemas del español, un micrófono que más que nada parecía una reliquia de uno de los primeros que se utilizó en la
radio, los nervios a punto de desintegrarse, un estómago vacío,
delante de un auditorio que me quedaba viendo en silencio: actitud laudable en otras circunstancias, pero en ese momento me
fue motivo de diversas interpretaciones que cruzaron por mi
mente; la novedad del nuevo párroco, no escucharon nada y estaban esperando que desapareciera o me estaban checando para
ver si por lo menos servía para el recalentado.
Antes de terminar la misa me presenté dando mi nombre, origen y
el propósito de mi presencia como párroco. Algunas personas me saludaron después de la misa. Con la franca calidez humana típico
de los isleños, me sentía más tranquilo. Me hicieron todo tipo de
preguntas y como sabía que este diálogo me sirviera como portavoces para informar a los demás, hice todo lo posible para
contestar y elaborar todas las respuestas. De hecho, supe por
diferentes fuentes después que efectivamente se había comunicado a las familias la información dada.
Cerrada la iglesia, me encaminé hacía la casa cural. Mientras me
iba ubicando de nuevo, sentí el silencio de las calles, el
murmullo intermitente, programado de las olas. Me resultó impactante contemplar el mar por mi lado izquierdo y por la
derecha. La luz de la calle hacía resaltar el contraste de lo blanco
al romper las olas con la mancha negra al su alrededor. Me perdí por un momento y por instinto levanté mis ojos para encontrar un
techo limpio, negro, estrellado. Si Dios creó todo esto, debe de
estar presente. Consuelo que buscaba un corazón que en ese
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momento hubiera querido ser una estrella más y no un misionero
que estaba apunto de entrar en una casa sucia, húmeda, sin
comida, sin agua, con un olor pujante de salitre. Fue tanto la sensación que me dejó el tufo del salitre que hasta sentí que yo
mismo me estaba oxidando.
Ya dentro de la casa cural después de una lucha con la cerradura
que hasta eso pensé que hasta lo mejor no quería Dios que entrara. A lo mejor era una señal de que algún monstruo hubiera salido
del mar y estaba dentro esperando para devorarme. Pero luego pensé mientras batallaba con la llave, total, con lo que comí desde
que salí de Chetumal no se iba a llenar y hasta a lo mejor sería
que se regresaría al mar de pura decepción. Con la bendición de Dios prendieron dos focos con lo suficiente luz para ayudarme a
distinguir entre la puerta del baño y la del refrigerador.
Afortunadamente ya había rezado mi breviario y mi santo rosario antes de la misa y en el camino hacía la isla. De manera que me
quedaba las últimas oraciones. Quería sentarme, pero la mera
verdad es que como no alcazaba ver bien, y no sé si fue motivo del hambre, la sed, cansancio, las emociones, pero el caso es que
mis ojos veían cangrejos caminando sobre el sofá y para rematar
el ruido supersónico que nos acostumbramos a escuchar durante la noche en nuestros oídos, de repente cayó en silencio. Enseguida
sentí el dolor de un piquete de mosquito. Cuando di el manotazo
sentí un liquido pegajoso en la palma de la mano que cuando me acercaba lo más posible al espejo con la ayuda de la poca luz que
había para ver lo que era, me di cuanta que era sangre, mi sangre.
¡Madre, hasta vampiros hay! Esas últimas oraciones fueron mis primeras en la casa cural de isla mujeres. Posiblemente no me
examiné como era debido, pero sí hubo mucho diálogo con
Cristo, la Santísima Trinidad, todos los Santos y la Santísima Virgen.
La mañana siguiente fui a la Iglesia para inspeccionarla de día y
buscar qué hacer con mi vida. La Srita. Librada estuvo siempre al
pendiente para ver en qué me podía ayudar. Su interés llegó hasta la comida. De por sí ya había comprado un panecito y un refresco.
Cuando le dije que no tenía medios económicos para comer, me
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invitó a comer en el hotel de su papá. Durante varios días así fue.
Creo que ella hablaba a sus vecinos porque luego una prima de
ella que era dueña de un restaurante me invitó a comer para lo de medio día en otra ocasión. Así tuve la dicha de estar comiendo
todo tipo de marisco con una vista al muelle. Al principio me
daba pena, pero el hambre y el no tener otra opción fueron instrumentos de motivación que me ayudaban a superar mis
complejos. Agradezco siempre en mis oraciones esta ayuda tan grande de la familia Sánchez Magaña que me salvó del hambre.
Por las noches comía hot dogs o un panecito para matar el hambre
y contentar las lombrices hasta el día siguiente
A medida que iban pasando las semanas, la comunicación con la comunidad con motivo de los sacramentos en general y mi
aceptación de sus invitaciones a comer en sus casas con ocasión a
los bautizos a los quinceaños o simplemente a los cumpleaños de un miembro de la familia, fueron enlaces con la comunidad que
me servían para responder a las preguntas relacionadas a mi
origen, el por qué de mi presencia en una isla tan lejos de mi tierra etc. Cuando me preguntaron si comía en la casa o no y claro
cuando tocaron ese tema, aproveché la curiosidad para hacerles
entender que mis únicos recursos eran los que recibí de los fieles. Cuando les platicaba dónde comía y qué y dónde cenaba (en la
calle comiendo hotdogs, o lo que había) invariablemente
terminaba en un silencio y luego las propuestas de las señoras de pasar a sus restaurantes o casas a comer, cenar o en ocasiones de
llevarme algo para comer a la casa cural.
Durante mucho tiempo las horas de mis comidas, sobre todo de
mediodía, que de verdad el tiempo que tardaba era tanto que ya me acostumbraba a llevarme una revista o algo que leer mientras
esperaba la comida. Siempre fueron comidas deliciosas con una
variedad asombrosa tal que satisfacía hasta mis gustos melindrosos. Sin embargo, con el tiempo, mis nuevas actividades
chocaban con el tiempo que tardaban las comidas, de tal manera
que tuve que hacer mil maravillas para salir adelante con mis nuevas obligaciones de la tarde. La nueva tirada fue la de que me
llevara la comida a la casa para que así comiera con más rapidez y
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francamente con más sentido de religiosidad. Ya se me estaba
metiendo la idea en la cabeza del testimonio que estaba dando a
los demás. En fin, mis momentos históricos estaban cambiando y mis conocimientos tanto del idioma como del modo de pensar del
pueblo. Por eso también sentí que el momento había llegado de
reestructurar una fase de mi vida en la isla.
No tuve mucho tiempo para lamentar ni para desanimarme. Me dediqué a limpiar las bancas de la Iglesia, los muebles de la
sacristía, los registros de los sacramentos, sacar todo que había en los cajones del escritorio que existía y luego clasificar los
documentos hasta donde pude mientras me comunicaba con otro
padre que me sacara de las dudas.
Preparándome para mi primer domingo en la Isla era como cavar por poquito a poquito mi propia tumba. Amaneciendo viernes, mi
estomago estaba vacío de cosas sólidas y lleno de mariposas que
con sus alas provocaron un constante viento frío. La búsqueda tanto en la casa cural como en la sacristía fue minuciosa ya que la
intención era tener ante mis ojos todo lo que existía y ver qué
hacer para buscar lo que faltara. Mientras estaba en este proceso, se me acercó una pareja informándome con la novedad de su
matrimonio el sábado por la noche a las siete. Por lo visto el P.
Gerardo Green había dejado todos los documentos para el matrimonio. Otra vez a volver a bucear entre los papeles y
documentos de los cajones para encontrar lo que supuestamente
ya estaba listo. Afortunadamente logré salir de ese bache .Años después, en un encuentro con la pareja, me comentaban que me
tuvieron que recordar que faltó la ceremonia de las palabras y de
los anillos y hasta el final de la misa se hizo el compromiso de la pareja. Lo que sí me acuerdo es que fue una sudada de nervios
para salir del paso de tantos detalles: el sistema de sonido que no
daba ni una, mi voz que no ayudaba y quién sabe si me entendieron el español que echaba. Además de toda esta
confusión, a la hora de las palabras de los anillos y de las arras,
hablaba, pero para salir del paso, pues no estaba consciente si en realidad lo que decía era lo que quería decir.
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Pasé todo el resto del mes de diciembre hice todo lo posible por
cumplir las exigencias de las almas en cuanto a los sacramentos,
al mismo tiempo que busqué la manera para mejorar las deficiencias en todos los aspectos de la parroquia. Y poco a poco
mi estómago se iba endureciendo cuando me salían que - tal y
cual costumbre se hacía antes y sería bonito seguirlo. Luego me salieron con la idea de las “posadas”. Informándome de qué se
traba, más o menos logré captar lo que me querían decir, opté por dejarme llevar por las indicaciones y me encomendaba al Espíritu
Santo por lo que pudiera faltar de mi parte. Claro, la novena fue
otro término y actividad importante que incrementó la nueva lista de mi vocabulario eclesiástico. No pudieron faltar las misas de
gallo tanto de la Navidad como del fin del año. Según yo, lo más
importante fueron los días 24 de diciembre, el 31 de diciembre y el primero de enero. Con el tiempo me dí cuenta que en México
se festejaba al festejado la tarde o noche antes de su día. Con tanta
cosa, me sentía como en el ring de boxeo, golpeado de una esquina a la otra, a veces tirado a la lona y luego levantándome
para seguir la pelea. Salí del ring, pasado el primero de enero para
poder tener tiempo de ubicarme y ver con calma lo que existía al mí alrededor.
VIAJE EN TROCA
El barco la “Carmita” salía de la isla a las siete de la mañana.
Como eso de las siete no era de aquí ni de allá sino del capitán del
barco, quienes por experiencia sabíamos, llegamos mínimo quince minutos antes de la hora para no perder el cruce. La
capacidad del barco era para seres humanos y bultos. La
camioneta que me transportaba a las comunidades estaba estacionada en Puerto Juárez. Desayunaba algo en una lonchería y
seguía mi camino hacía las comunidades que estaban en mi
agenda para hacer la visita pastoral que correspondían a los días de la semana entre lunes y jueves para regresar el mismo jueves a
la Isla que tenía como base.
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Esta vez me tocó visitar la isla de Holbox (mes de Mayo de
1971). Mi camioneta sólo llegó hasta el pueblo de Kantunilkin.
Desde allí hasta el Puerto de Chiquilá que era una distancia de cuarenta kilómetros, no había otra manera de llegar que por troca.
Consistía en unas tablas fijadas sobre unos fierros con cuatro
ruedas como de un tren, pero no tan anchos como las líneas de tren. Ya acomodada la gente como podía nos lanzábamos al viaje.
Me gustaba sentarme delante con los pies colgando al paso de la troca y haciendo plática con el señor que llevaba las riendas de la
mula que con toda su fuerza y estimulada por los insistentes
golpes del látigo nos jalaba a su velocidad, que hoy en día es de cuarenta minutos, entonces era de cuatro horas.
Por ambos lados de los rieles la selva expedía aromas de flores y
de plantas corriendo con el viento suave del mediodía bajo un sol
tropical, húmedo que provocaba la sensación de dejarse sin fuerzas y de llevarse a la locura. En el silencio de la selva y la
ronquera de las personas que viajaban en la troca, cruzaban
delante y encima de nosotros los pájaros azules, los tucanes, grupos de pericos y el constante aviso de las chachalacas
notificando a todos sus compañeros de la selva sobre la presencia
de unos intrusos humanos que pasaban por su territorio. Hasta unos venados tomando un poco agua que quedaban en la aguada,
me dejaban fascinado. No se movieron y pues pude verlos de
cerca. Cayó un chubasco que francamente no estaba en la orden del día y desde luego no tuve con qué cubrirme, pero me sirvió
para calmar el sudar agobiante. Faltó el jabón, pero la neblina
creada por el intenso sol después de la lluvia creó una nueva aroma para integrarse entre las variedades ya existentes en la
selva. Me dio tiempo para hacer mis oraciones correspondientes
antes de llegar finalmente al puerto de Chiquilá.
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Viaje a una comunidad
El día siguiente me tocó visitar la comunidad de San Francisco, la
gente de origen maya proveniente de diferentes partes de
Yucatán. Debido a la imposibilidad de entrar hasta el poblado por la falta de acceso carretero, dejé mí camioneta encomendada en el
terreno de una familia para seguir mi camino hacía mi destino.
Dos señores, Teófilo y Margarito, me estaban esperando con un caballo para que me sirviera en el viaje. El lomo del caballo
estaba finamente preparado con dos sacos de xotzquil, amarrados
con una soga para que no tuviera problemas de un resbalón en el camino.
Ya montado sobre el caballo me sentí más misionero.
Desafortunadamente no tenía cámara para marcar el momento
histórico de mi vida, perdido, quién sabe dónde, en el monte. Las riendas las tenían supuestamente para dirigir el caballo, pero al
final de cuentas el caballo me estaba llevando a mí, pues sabía
dónde dar las curvas y cómo bajar las cuestas entre las piedras con una seguridad sorprendente. A veces casi tocaba mi cabeza la
cola del caballo a las bajadas y todo lo contrario a las subidas,
cuidando la cabeza y las piernas de las ramas y de las rocas que cubrieron el paso por todos lados de los caminitos.
Aprovechando un sitio discreto y visible, hice señas a mis
acompañantes de hacer una parada técnica Con tanta chicoleada
del caballo, el sistema digestivo y urinario trabajaba a tal velocidad que ni el ojo le alcanzaba ver. El baño era público y
ecológico. Al paso que íbamos, ya no se veía a veces si era de día
o anocheciendo tal fue la densidad de la maleza. El caso es que finalmente logré descansar mi cabeza de nuevo. Preferí mejor
seguir el resto del camino a pie. Ya no soportaba más “la silla
especial “del caballo. Luego me entró un ardor al caminar con mis pantalones. Avanzando un poco más y ya andaba como vaquero
con las piernas de media luna. La parte interior de las piernas ya
rojas, escaldadas tuvieron como efecto el entumecimiento de mi mente que me producía un dolor constante cada paso que daba
hacía la comunidad de fieles que me esperaban.
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Mi misión es servir; ahora me ofrecí como misionero
ensangrentado antes de conocer a mis almas. ¡Qué lógica tan
distinta es la de Dios que la nuestra!.
Distraído como estaba y dejando el caballo que cargara la maleta, seguí caminando sin sombrero y con un calor de las dos de la
tarde sobre mi cabeza y con un estómago vacío, escuché el grito
de don Teófilo de “padre, no te muevas”. Me quedé como estatua. Tenía una pierna en alto listo para seguir el paso siguiente.
Viendo hacía abajo, alcancé ver una culebra. Don Teófilo se acercó lo suficientemente cerca para que con su machete la
decapitó con la misma rapidez y precisión de una culebra. La
sapiente pertenecía a la especie de las cuatro narices. Hay medicinas ahora contra su veneno. Pero en ese momento histórico
y en medio de la selva y tan distante como estábamos para buscar
ayuda a tiempo, la picadura en mi caso hubiera sido mortal.
Ya con los ojos pelados y quitado del sueño, del hambre y del calor me dediqué a fijar por dónde caminaba. De ahí deduje que
por eso la gente siempre veía mas hacia abajo y hacia enfrente y
muy poco hacia arriba. Alcanzando subir el siguiente cerrito se veía el pueblo de San Francisco ya cerca y el consuelo de saber
que iba a dormir la noche en una comunidad de seres humanos
aunque con las piernas escaldadas.
¿Cómo trabajamos pastoralmente entre los mayas?
Para poder planear algo, opté por visitar las comunidades, calcular distancias y tiempo. Luego, al mismo tiempo conocer las
comunidades, las personas y cómo lograr comunicarme.
Desde un principio noté que en cada pueblo se destacaban
personas que colaboraban de manera incondicional para apoyarme como representante de la Iglesia. Viendo la buena
voluntad de la gente, me puse a organizar personas para cuidar,
limpiar y preparar la Iglesia, Se interesaban por prepararse para los sacramentos. Así entró la urgencia de la formación de
catequistas. Se reunían cada año en Bacalar para formarse.
Mayormente eran muchachas.
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A medida que pasaban los días y semanas, me veía en la
necesidad de adquirir artículos religiosos para satisfacer las
crecientes necesidades y demandas de las almas de rosarios y libros de todo tipo. Pues, yo promovía el rezo del santo rosario y
la lectura y ni uno ni otro tenía a mi alcance para dar a la gente.
Investigando aquí y allá, pude resolver exigencia de los fieles pidiendo de la ciudad de México los artículos religiosos y
finalmente libros de oración, Biblias y temas para la doctrina. Resultó ser una cadena de inquietudes y necesidades creadas por
la evangelización. Un campo nuevo para mí. Colateral al
evangelio, pero que jugaba una parte integral del mismo.
Como antes de que llegáramos los Legionarios de Cristo no había un Obispo que visitara todas las comunidades. -De hecho la
Prelatura estaba dividida entre la diócesis de Yucatán y Campeche
-. Prácticamente ningún católico de los 32 primeras comunidades que me tocó había sido confirmado. En mi cuarto año apostólico
en la zona norte de Q. Roo – puerto Juárez y su colonia que ahora
es Cancún y hacia leona vicario y luego hacia la isla de Holbox, me programé con el Mons. Jorge Bernal a visitar las comunidades
ya preparadas para la confirmación. El itinerario se hizo para
quince días; dos y tres pueblos por día, calculando distancias y número de católicos. Además de lo anteriormente dicho también
se tuvo que dedicar tiempo para hacer el registro de cada
confirmado. Unos llevaban sus documentos de bautismo que facilitaba mucho para tomar los datos: otras personas de edades
avanzadas, como de setenta y ochenta y cinco de ochenta años
que no tenían sus boletas de bautismos fueron confirmados sin que fuera un impedimento el hecho de que no tuvieran los
documentos. Comunidades enteras salieron para ser confirmados.
Por las circunstancias muy especiales que nos tocó evangelizar en estas tierras de quintana roo, hubieran concesiones de ese tipo que
con los años venideros se iban corrigiendo, mejorando y sobre
todo, logrando una mayor conciencia de la seriedad de la Palabra de Dios.
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Considero que uno de los aspectos de la pastoral que me
favoreció fue al caer en la cuenta del deseo de las almas que yo
les visitara. Me impresionó desde el principio su gran amor y respeto hacía el sacerdote. Entendí que además del sacerdote en el
altar y de los sacramentos, le querían por un amigo con quien se
le podría hablar y consultar sobre cualquier aspecto de la vida relacionada con su vida y con su salvación eterna.
Para mí, la mejor manera de identificarme con las almas era
aceptar la comida luego de un matrimonio o bautismo. Así iba conociendo mas personas y de manera mas personal. De manera
que cuando presentaba un plan de llevar las religiosas misioneras
a la comunidad, buscarles un lugar donde comer y alojamiento para el tiempo que tardara su misión, nunca hubo problemas para
encontrar todo tipo de soluciones y así se pudo promover la
expansión de la fe entre los hermanos católicos de las diferentes comunidades. Las veces que tuve que quedarme para aprovechar
las visitas y así evitar doble gasto de gasolina y ahorrar distancias,
la comunidad me facilitaban una casita con una cubeta de agua y una jícara para echarme el agua para mi baño.
LAS COMIDAS Y BEBIDAS
(Actualizad 23 febrero 2009. Mi propósito misionero de estar en
estas tierras nació de la intención espiritual de salvar almas, de
colaborar con la comunidad en su desarrollo social e espiritual. Por eso no me sentí decepcionado ni mortificado por las
incomodidades. La ausencia de comida y de agua a mi llegada no
me sorprendió en absoluto. Más bien creo que me hubiese impactado sobremanera si hubiera sido recibido con personas
dándome la bienvenida, con un platito de comida y un vaso de
agua para quitarme la sed de todo el viaje desde Chetumal y un traste con agua, un jabón para quitarme el sudor de las manos y de
la cara, luego que me hubiera dado alguien una toallita para secar
la parte refrescada de mi ser. ¡Te imaginas ¡ Menos mal que no me ilusioné de nada de eso. Esperar tantas cosas y no encontrar a
nada de lo imaginado sería causar una depresión terrible y
posiblemente un grito de ¡MAMÁ AYUDAME!
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El sudor, la sed, fue tan terrible la sensación que, luego de
escuchar algunos consejos de una señora, comencé a hervir el
agua de pozo que se encontraba en el solar de la casa a unos quince metros de la playa. Ya que se dejó hervir el agua, tenía que
quitar la capa blanca que se formó flotando sobre el agua hervida.
Luego tuve que sacar el agua con cuidado porque en el fondo de la olla estaba otra capa de “cosas”, que, por falta de tiempo y
como no era biólogo, no chequé bien los residuos. A veces pienso que gracias a esos bichitos, que durante tanto tiempo se hicieron
parte de mi organismo, se haya creado una capa defensiva contra
otras criaturas nocivas. Por lo menos puedo decir que hasta la fecha no me he enfermado gravemente del estómago. Tomando
en cuenta mi origen y las circunstancias en que de repente me
encontraba, es para pensar que mis intestinos se hubieren despedazado.
Como no hubo ni refrigerador ni hielo en la casa, simplemente
dejaba la olla tapada con un plato. Me sirvió bastante para cuando
compraba un hot dog en el parque después de la misa en la noche, pues, lo acompañaba con un vaso de agua isleña ultra purificada.
Para no estar pensando en una posible reacción biofísica, salía a la
parte posterior de la casa con vista al mar caribe. La brisa nocturna doblaba las palmera creando una danza sobre la playa,
girando la arena en círculos y aventándola sobre las piedras con la
aprobación de las olas que a su vez sirvieron como teatro donde la reina de la noche exhibía su vanidad reflejándose sobre las dóciles
sirvientas que respondía al flamante color blanquinaranja mientras
brincaba suavemente sobre sus súbditos. Así, entre consideración y reflexión, disfruté de las maravillas de Dios contemplando el
espectáculo visual del mar que se juntó con la tierra, mientras
daba mordidas a mi hot dog y le echaba sorbidos de agua con sabor de sal.
Ya poco a poco pude tener más comunicación con las familias y
gracias a su comprensión y generosidad, los tiempos de escasez
de comida pasaba. Gracias a su amabilidad, aprendí a comer diferentes tipos de guisos de pescado. En algunos casos
simplemente nunca los había probado. Al ver y al probar algunos
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platillos que me mandaban, me puse a pensar que a lo mejor ni los
reyes en sus grandes palacios habían probado ninguno de esos
variados tipos de mariscos, exquisitamente preparados por mujeres isleñas, expertas en el cuisine del mar, quienes tuvieron
que estar a la altura de sus maridos, hombres del mar con
paladares exigentes.
Nada más pensar en comer pulpo en mi tierra natal, hubiera sido motivo de chiste o de vacile. Ver al caracol moverse en el fondo
del mar en una película o documental, sería fascinante. Tenerlo en un platito delante de mí y comer a ese animalito hubiera sido
repugnante. Y ahora, el rey, comiendo todo eso y langosta a la
mantequilla, filete de tortuga, camarón al mojo de ajo ¡Ni los “high” de Londres o de Paris comieron platillos tan exóticos ¡ Fue
un cierto consuelo para el pobre misionero.
A medida que iba pasando el tiempo, el diálogo con las familias
sobre este tema tomó otro giro. Pues, al presentarlas el apuro de mí tiempo, cuando llegara el Mons. Bernal a visitarme o algún
otro padre, me resultaba difícil correr de un lado para otro para
buscar la comida. Por iniciativa de las señoras, Doña Chona (Isabel Magaña) y Doña Betty León se ofrecieron a llevar la
comida a la casa cural a una determinada hora. Para que no se
hiciera pesado el encargo a nadie, se optó por una familia al día durante la semana. Resultó una maravilla, ya que me iba
comprometiendo a diferentes actividades con niños y jóvenes por
las tardes. Gracias a Dios, las señoras no se cansaron a pesar de las indudables inconveniencias que habrán causado este servicio
“al padre güero”. Poco a poco me iba recuperando de mi época de
ayuno y abstinencia.
Todo esto sucedió en Isla Mujeres. Sin embargo, según las indicaciones del Padre Americano de los padres Maryknoll, el
Padre Roddy Green, me tocaba visitar unas comunidades camino
a Mérida y hasta Chiquilá, incluyendo la isla de Holbox. Logré cruzar para dar la misa con mi maleta a la Iglesia de Fátima de la
Col. Puerto Juárez. Otro día visité la Iglesia de Leona Vicario. En
otra ocasión, llegué hasta el poblado de 102. Durante mis viajes
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de subir y bajar de los camiones y estar pendientes de su llegada,
tomaba coca cola, ya que no había agua. En una ocasión, se me
deshizo el estómago. Fue la primera vez que sentí la turbulencia intestinal reaccionar tan feo contra mí. Luego de dos días
corriendo de un lado para otro, buscando cómo apartarme de
manera discreta, pero decidida porque, ahora sí, que no quedaba de otra, llegó la calma estomacal. Afortunadamente todo el
mundo buscaba monte, por cualquier cosa. Así aprendí a adaptarme a las circunstancias y a superar complejos de modestia
y de pudor cuando no había de otra. De manera que logré vencer
el primer impacto de la pena de que me fueran a ver. Finalmente, cuando el estómago no soportaba el peso, ya no me importaba si
había por allí algún paparazzi o no.
No pude más. Dediqué tiempo para localizar un médico quien me
dejó en claro la necesidad de tomar mucho agua y no refresco ni té. En realidad, pensé que cualquier líquido servía para cumplir
este requisito que no fuera refresco, entones me dejaba la
posibilidad de suplir el refresco por la chela, pero el médico especificó “agua”.
Afortunadamente, busqué los medios para poder viajar a las
comunidades más distantes de la isla. Los padres Maryknoll
habían hecho un magnífico trabajo apostólico. En la comunidad de Kantunilkin, población de unos dos mil almas y con raíces
mayas muy arraigadas. Precisamente por la formación espiritual
que dejó los padres Maryknoll, la petición para los sacramentos fue más que para otras comunidades donde no estuvieron.
Tenían la gente la bonita costumbre de invitarle al padre a
convivir con la o los festejados después de la misa, sobre todo por
motivo de un bautismo, quince años o de un matrimonio Fui a la casa. Entré. Me invitaron a sentarme a la mesa ya cubierta con un
mantel blanco, bordado con flores, de colores vivos, azul, verde y
rojo. El piso era de sascab, barrido, limpio. Los invitados buscaban un espacio dónde sentarse en las bancas ya pegadas a
las paredes. El misionero en el centro de la casa, sólo en la mesa,
servido primero y todos viendo y esperando que terminara el rey
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para poder luego el pueblo comer un bocado. Pensé que me iban a
acompañar, pero, no fue así. Al contrario, por algún motivo
histórico esta costumbre se respetó desde antaño. Desde luego, la novedad del la situación me sacó de honda. Sin embargo, el olor
del plato de escabeche con tortillas calientes del comal con un
refresco frío cayó como perla. La conversación con los invitados se redujo a lo mínimo. Con el tiempo, aprendí que todos comían y
no hablaban. Una razón podría ser para poder concentrar en lo que uno estaba haciendo. Y la otra, posiblemente, evitar escupir la
comida en la cara del prójimo cuando en realidad la comida es
para el interesado. Salí de la casa impresionado por todo el show, a la vez dando gracias a las almas por unas costumbres tan
preciosas y a las señoras por saber preparar unos guisos que no se
encuentra ni en los mejores restaurantes.
Los guisos variaban según los orígenes de la gente de la comunidad. Luego de terminar la misa como a las 8 de la noche,
una familia tabasqueña me invitó a cenar luego de bautizar a su
hijo. Prácticamente toda la comunidad era del mismo origen. Ya en la casa y buscando dónde sentarnos como pudimos, bajo la luz
de un quinqué, comimos tepezcuintle entomatado con sabor de
tortillas hechas por manos tabasqueñas. Como no hubo servilletas, terminamos la cena chupando los dedos. Total, como apenas
alcanzaba uno ver la cara del prójimo, nadie se daba cuenta de las
últimas chupadas. Delicias del pasado. Hasta en esas cosas hay que ser abusado porque si no se chupaba los dedos en ese
momento, ya al despedirse, lo que quedó en los dedos se
mezclaba con lo del prójimo y pues como ya no era igual.
La mayoría de las comunidades festejaban con la comida especial de “la cochinita” los eventos sean de la familia o sean para los
sacramentos en acción de gracias. En diferentes ocasiones me
tocó ser testigo de cómo lo hacían los señores encargados. Desde temprano en la misma mañana, se preparaba un hoyo en la tierra,
le echaban leña como base al fondo del hoyo. Ya luego de quemar
la leña, se depositaba la olla grande con el cochinito dentro ya muerto, despedazado y con todas sus partes. Claro, también el
chilito, las salsitas y todo lo demás. Encima de la olla se pusieron
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una lámina o maderas quemadas. Allí se queda todo hasta el
mediodía. Mientras tanto los señores, mientras trabajaban en esta
tarea, se animaban mutuamente platicando, cheleando y preparando unos compuestos propios de la comunidad y de
acuerdo a las habilidades del “barman” de momento. Las señoras,
por otra parte, dentro de las casas, se ocupaban en el qué hacer de las tortillas a por montones.
Ya llegada la hora de la comida, los tacos se repartían por platos o
por tandas. Me daba mucho trabajo comer la cochinita. Pues, la tortilla se me despedazaba, la carne se caía por cachitos sobre mi
pantalón. Descubrí una movida de los señores: dejaban sus
piernas abiertas para que así tanto el líquido como los cachitos de carne encontraban el mismo destino, el piso. Como era fiesta del
pueblo y de la familia entera, hasta los perros fueron invitados
implícitamente. Desde luego resultaba ser muy conveniente su presencia. Comían todo lo que caía de la mesa o de la boca de los
invitados. En pocas palabras, no quedaba nada de la cochinita al
final del día, ni siquiera en el piso.
Al final de la comida se servía un poco de agua en vasos y los interesados limpiaban sus bocas y gargantas y luego de los
gargajos echaban todo en el piso de sascab. Servía para la doble
función; evitar el polvo, provocado por la sequedad del sascab y para los perritos en momentos de sed.
Las experiencias vividas y compartidas con la comunidad es lo
que hace uno ser sensible ante lo bonito y diferente para saber
apreciar todo y gozar de una época que no regresa.
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MEDIOS DE TRANSPORTE
El primero año de mi estancia en Isla Mujeres fue una dedicación
al arreglo, acomodo de mi persona a mis posibilidades de la casa.
Además, iba saliendo muchas cosas elementales referentes a la organización administrativa de la oficina parroquial que la hacía
falta mucha atención. Prefería dedicarme desde el principio a
dejar lo más arreglado posible mi centro de trabajo antes de lanzarme a hacer otros tipos de actividades que de igual manera
me iban a absorber. Sin embargo, sí salía de la isla para atender a la Iglesia de Fátima de la Colonia Puerto Juárez. La primera vez
que hice el cruce fue a las dos de la tarde. Llegando a puerto
Juárez, no había más que una tienda que vendía lo necesario de latería y otras cosas como galletas y refrescos.
Esperando con mucha paciencia, llegó finalmente el camión que
tenía como destino la Colonia Puerto Juárez. Bajando del camión
me dirigí a la Iglesia de Fátima. Las dimensiones del terreno eran veinte de ancho y por cuarenta de largo. La estructura de la misma
Iglesia ya existente era de ocho por quince con un techo de lámina
de zinc y un piso de cemento. Además de la puerta principal, tenía dos ventanas de madera a los costados. Claro, en ese momento no
había nadie presente, más que una familia vecina que hizo el
favor del cuidado y el mantenimiento de la misma.
Luego de dialogar con la señora, me enteré que otra familia que se interesaba también de la Iglesia vivía en una casa que con el
tiempo se convirtió en el primer cine de la colonia. Me
comprometí visitar la comunidad cada semana. El día siguiente me fui a la comunidad de 102 y hasta llegué a Kantunilkin. El
proceso del viaje fue: bajar del camión, ir a la Iglesia, dar la misa
y espera que pasara el camión de regreso para Puerto Juárez. A veces me quedaba hasta una hora debajo de un árbol, en una casa,
en una tiendita, mi maleta me servía de sombrilla cuando no había
otra cosa más para defenderme del sol ardiente caribeño. Al final de cuentas sólo podía visitar una Iglesia por día y si estaba muy
lejos de Puerto Juárez, hasta el día siguiente regresaba del viaje
sin hacer otra cosa de tipo pastoral.
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Mi programa era llegar a la Isla los jueves: me dedicaba a las
actividades de la parroquia. Aproveché para platicar con las
familias de mis necesidades para poder servir a las comunidades, y afortunadamente, la respuesta cristalizó en la persona de Don
Manuel Castillo. Durante una boda de Gerardo (Calalo) Magaña,
en la cual acepté la invitación para estar presente en la fiesta, ya que había oficiado su misa. Estando yo platicando con los
invitados, me invitó Don Manuel a acompañarlo a pasar de mesa a mesa para explicar mi necesidad de un vehículo que tendría el
fin de trasladarme de pueblo en pueblo y así apoyar mi labor
apostólica entre las comunidades. A decir verdad, me dio muchísima pena. Sentí mi estómago dando vueltas. Pero pensé
rápido: este señor me está haciendo un gran favor y, a la hora de
la hora, lo que pedía, no era para mi beneficio personal. Así que, subí mis pantalones, respiré hondamente y me aventé con el
Poder del Altísimo a dar la cara y ver qué iba a pasar. Varios de
los señores allí presentes se ofrecieron de inmediato. Me pidieron el costo del vehículo para ver hasta qué cantidad podrían
colaborar. Uno de los señores me dio el tip de comunicarme con
un chofer de la línea camionera que transitaba de Mérida a Puerto Juárez.
Con los datos que me fueron dados, logré entablar una
conversación con el dueño de la camioneta. Al final de cuentas
me la vendió en treinta y cinco mil pesos. La marca era Ford, pick-up, modelo 1968. Me quedé con el dueño de la camioneta,
que sería el martes en el mes de mayo. Ya desde hacía cuatro
meses había vuelto a platicar con los señores que se habían ofrecido a apoyarme para la compra de la camioneta. Con la
ayuda de otras personas se hicieron varias rifas y Kermeses. En
fin, con la generosidad y la caridad de tantas personas que tuvieron una visión de la misión de apoyar a su párroco en su
labor apostólica en las comunidades, se logró juntar la cantidad
que fue pedido. Fui a Mérida para comprar la camioneta. La siguiente fase fue llevar la camioneta a Chetumal.
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Para que no manejara sólo, me acompañó un compañero
seminarista Irlandés. A decir la mera verdad, no sabía yo cómo
manejar. Iba a ser la primera vez en mi vida que llevara un vehículo. Los dos nos fuimos a platicar con el dueño de la
camioneta. Le entregamos el dinero. Nos hizo el favor de darnos
una lección “Light” sobre los aspectos fundamentales de la camioneta y enseguida me entregó las llaves. De repente, llegué a
ser dueño de una camioneta, sin saber manejar, sin licencia, acompañado por uno que estaba en las mismas que yo. La
sugerencia de mi acompañante fue la de salir lo más temprano
posible para alcanzar el barco de Puerto Juárez.
En ese momento, me pareció excelente la idea, pero ya pasando el tiempo y reflexionando sobre los acontecimientos vividos, me
pareció de mucho tacto político de parte de mi compañero de
aventuras. En realidad quería comenzar el viaje de vuelta al salir el sol para evitar todo tipo de tráfico y creo yo también porque le
comenzaron a traicionar los nervios. De hecho así fue. Nos
lanzamos a las cinco de la mañana de la casa de los padres Maryknoll en la García Gineres, de la ciudad de Mérida, Yucatán.
Desde la noche anterior me estacioné de tal forma que la salida
sería única, sin complicaciones, sin golpes contra la pared. Me recuerdo que al lograr pasar entre los postes del portón, hubo un
silencio pesado entre los dos y seguido por un respiro hondo.
Luego de llegar a la calle, gritamos juntos ¡Gracias a Dios¡
Mientras viajábamos por la avenida principal de la Itzaes, de vez en cuando frenaba y comenzaba el cambio de velocidades, en plan
de práctica, para no dejarme sin recursos en un momento de tener
que dar un alto repentino. Claro, a mi pobre compañero cada parada de ese tipo se lo hizo volver más y más histérico. Fue el
preludio para la parte que siguió. Pues para poder salir de la
ciudad, tuve que entrar por las calles que eran estrechas, sobre todo la 69 que tomamos como salida para Chetumal, con coches
estacionados en los dos lados. Se dio las malas que venía un
coche en dirección opuesta. Tuve que buscar el centro entre el coche que venía y el coche estacionado a mi derecho. Busqué uno
de los pedales para frenar un poco y resulta que fue el acelerador.
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Sin pensar en otra cosa que llegar a pasar el vehículo, aceleré
más y luego escuché un ruido como que hubiera pegado a algo.
Quise ver hacía atrás cuando escuché el grito de mi compañero, ya de plano histérico, una cara roja y muerto de la risa,
gritándome que no importaba, que siguiera; y que bajara la
velocidad. Me dio trabajo entenderlo porque estaba una bola de neurosis. En viajes posteriores, me di cuenta de que había volaba
altos y topes en esa misma calle. Bendito sea a Dios que no encontramos con más vehículos ni con policías.
Ya sobre la carretera principal hacía Puerto Juárez, hice varios
ejercicios con los frenos y la aceleración, los cambios de
velocidad con la palanca larga que me daba mucho trabajo buscar su lugar correspondiente. Bañados en sudor, nerviosos,
hambrientos y fijando en la aguja que nos decía que la camioneta
estaba pidiendo gasolina. Nos acordamos de parar el siguiente pueblo para preguntar sobre el vital líquido. Según yo, había
bajado la velocidad, cuando de repente mi compañero me echó el
grito de ¡cuidado ¡ Como no vi nada, puse mi pie sobre el freno que como la vez anterior resultó ser el acelerador, y me llevé dos
gallinas. Me fijé por el espejo y vi el espectáculo de las plumas
volando por el aire detrás de la camioneta. Cuando le pregunté a mi compañero si nos parábamos para recoger las gallinas muertas,
le entró un histerismo de risa, gesticulando con uno de sus deditos
que me fuera por delante y entre las palabras casi ininteligibles que salieron de su boca, me bañaba con la poca saliva que le
quedaba. Encontramos gasolina en una comunidad y finalmente
logré estacionar la camioneta en el solar de una familia que conocí en Puerto Juárez.
El domingo siguiente, notifiqué a la comunidad de la Isla durante
la misa que había adquirido la camioneta, gracias al apoyo de
todos. Hubo un pequeño aplauso de reconocimiento. Todo esto sucedió un día del mes de Mayo del año 1973.
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Debido a su alto consumo de gasolina, tuve que venderla para
adquirir un vehículo más apropiado a mis circunstancias, un
safari. El mismo que utilizaron los alemanes durante la segunda guerra mundial. Bueno, el mismo modelo. Fue un coche ideal
para mi tipo de trabajo misional. Podría entrar en las comunidades
más apartadas pasando por encima de las piedras, el lodo y los enormes cráteres creados por la lluvia. Precisamente por lo alto
que era y al mismo tiempo protegido por una lámina por abajo que defendía las partes mecánicas al tocar piedras o cuando
rozaba contra las hierba, resultó ser el vehículo ideal en ese
momento histórico de la misión. No había problema de cristalazos, pues, las ventanas eran de plástico. Me servía para los
tiempos de lluvia. Pero en los tiempos de calor, simplemente abría
la ventana. Climas en coches no existían por entonces. No había mucho caso en querer instalar en radio ya que no llegaban las
ondas satelitales a nuestra parte del mundo todavía.
No fue un coche de lujo. No tenía amortiguadores. Cuando caía
en un bache, el golpe era seco, sin piedad. Cimbraban las vértebras de la espina dorsal y chicoleaban los riñones. De todos
modos, entre montar un caballo con garrapatas y oliendo a todo
menos agradable y un safari, me quedo siempre con el segundo. Además, por las distancias tan enormes, el deseo de servir
puntualmente a las almas; llevar una agenda de actividades a
favor de la fe del pueblo, con un caballo o un burro no iba a llegar con la misma rapidez y puntualidad. Ni iba a poder cargar el
equipaje que me servía para poder instruir a las almas.
En fin. Doy gracias a Dios por tantas almas que llevaron en sus
corazones el Espíritu Santo con un criterio misional que colaboraron de manera tan generosamente para apoyar el
misionero en su labor de llegar a las almas por medio de los
modernos transportes que sirven para la evangelización.
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MIS PRIMERAS NAVIDADES
Todo me vino encima tan de repente que apenas tuve un respiro
entre un ciclo de actividad como fue la fiesta de la Inmaculada
Concepción, La fiesta Guadalupana, el inicio de las posadas y
finalmente el Nacimiento del Señor.
Luego de pedir un poco de explicación sobre las posadas, me iba
con todos y cuando me indicaba que me tocaba rezar una oración
o dar una bendición, accedía sin discusión. Ya por el tercer día iba
más preparado. Poco a poco me iba fijando en el proceso que se
daba para el desarrollo de la posada. Es más, a la quinta noche,
pues, las posadas salían de la Iglesia luego de la celebración de la
misa, las caras y las personas ya me llegaron a ser conocidas, No
así las casas. Las calles oscuras, cuidándome que no tropezaran
mis pies en la arena o que golpeara a uno de los muchos niños que
acompañaban los cantos y las visitas de posada a las casas, no me
dejaba espacio para poder ubicarme. Algunas partes donde
pasamos tenían acceso de vehículos que aplastaban la arena y que
a su vez crearon solidez para pisar, pero inseguridad por las partes
profundas, como olas por toda la calle. De día, como quiera, de
noche, una odisea para no dar un pie en falso y terminar gateando.
Poco a poco mis ojos iban acostumbrando a la oscuridad hasta
poder encontrar cómo vivir con la realidad de la noche. Las luces
de las casas que con las puertas abiertas alumbraba la penumbra
del grupo que cantaban las alabanzas del Niño Jesús. Me
acostumbré a fijar mis ojos hacía abajo para evitar caer en las
trampas antes mencionadas. De hecho vi que unos niños se
revolcaron por lo mismo en dos ocasiones y claro, los demás
amigos les echaron todo tipo de gritos y silbidos que al final de
cuentas se volvió ser todo un show.
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La novena de la séptima noche resultó ser iluminadora por los
sentimientos que comenzaron a aflorar: era el día 22 de
diciembre, yo, un misionero Irlandés, en una isla del Caribe, a las
8.20 de la noche, rodeado por personas, almas, fieles de mi
parroquia, cantando y alabándole al Niño Jesús que estaba a punto
de nacer; protegido por un techo inmenso que nos alegraba con
los foquitos chispeando en una interminable danza, un calor
tropical de acuerdo con su geografía y distante de la nieve, frío,
neblina del norte de Europa.
Aprendí el método de las posadas que tuvo como punto final el
rezo de las oraciones de la última noche en la casa ya programada
con anticipación. Los peregrinos (toda la comunidad que
caminamos por las calles pidiendo posada), al llegar a la puerta ya
cerrada de la familia que nos iba a recibir, se inició el diálogo del
canto para pedir posada. De esta manera recordamos como María
y José tocaban a las puertas de las casas de Belén en su búsqueda
de un lugar para que naciera el Niño Jesús en un lugar decente. Al
finalizar el canto todos entraban con el unísono de “Entren santos
peregrinos, peregrinos, reciben este rincón”. La familia preparaba
todo con mucho amor para recibir a los peregrinos. Pero
honestamente, el tamaño de la casa no daba para toda la
comunidad de peregrinos.
Algunas sillas estaban pegadas contra la pared. Mayormente
fueron ocupadas por las señoras mayores o las señoras
embarazadas. Ya calculando un tiempo de silencio, la rezadora
comenzaba con voz recia: “en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo”. De repente un silencio. Impresionante como
estas palabras pudieran servir como señal para que todos
automáticamente callaran. Simplemente no hacía falta gritar ni
regañar ni hacer más referencia sobre el tema. Todos prestaban la
debida atención a las oraciones y participaban en los cantos al
Niño que iba a nacer. Finalmente, la familia repartía lo que tenía
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preparada para que comiera los peregrinos. A veces se daba
horchata, tamales, dulces, refrescos, pastel, una piñata para los
niños y no tan niños que por arte de magia todos queríamos ser
niños de nuevo.
Lo que sí me daba cuenta durante mi itinerario por calles y la
visita a las familias de las posadas fue el fenómeno de otros
grupos de posadas que hacía lo mismo, pero ajeno a la
espiritualidad de la Iglesia. Como en ese momento no tenía algo
que sirviera como punto de unión para todos, hice todo lo que
pude para apoyar a los organizadores de las diferentes actividades
de la Iglesia con el fin de conocer a las personas que más ganas
echaban y lograr luego un diálogo posterior para ver en qué se
podría mejorar lo que se llevaba a cabo por costumbre y
realmente de manera excelente. Pues, en realidad, los fieles
realizaban todo por iniciativa propia y con el deseo de no perder
las devociones y las novenas que se habían aprendido de algún
misionero o religiosa que se encontraba en la Isla y que haya
tenido la paciencia y celo apostólico para enseñar estas
actividades a los líderes de la comunidad.
Mi inquietud de cómo unificar los grupos de peregrinos de la Isla
quedó clavada como una espina en mi cerebro durante mis visitas
a las comunidades de Naranjal, km.102, San Francisco, Nuevo
Xcán y tantas otras. En ocasiones caminaban para llegar a los
ranchos o a las comunidades que estaban del tiro muy lejos o
porque nada más así se pudo entrar por ser tan tupida la maleza.
Otras veces el viaje lo hacía por vehículo. En muy pocas
ocasiones lo hacía por caballo: una razón fue por lo duro que sentí
el lomo del caballo y la otra por lo peligroso, ya que los caminos
pedregosos provocaron al pobre animal a resbalar y el jinete tenía
que defenderse como podía.
34
Fue precisamente cuando daba mis vueltas en una de esas
comunidades que me prendió el foco en mi mente y se iluminó mi
cerebro para dar una solución a mi inquietud navideña. Se me
puso prácticamente en frente y por si no lo fuera a ver, comenzó
brezando su “hi ha, hi ha”. Claro, eso es: UN BURRO.
Ya caliente mi cerebro, visualicé la posibilidad de llevarlo a la
Isla. Para ello tuve que entablar un cambio constante de opinión e
con el dueño de una camioneta de tres toneladas. Como todo
proceso de coordinación, tardé como unos cuatro meses para
poder llegar a estructurar el proyecto, coordinando un continuo
diálogo entre las partes interesadas y considerar el tiempo que
tarda entre el poblado y Puerto Juárez desde donde partía la
embarcación hacía Isla Mujeres. Tampoco era un experto, que
digamos, para el manejo de un vehículo de esa capacidad. Al
final de cuentas la pura emoción me animó a lanzarme a unir los
fieles de una comunidad y si para eso fuera necesario aprender a
conducir la camioneta, lo más seguro era que Dios estaba
abriendo brecha para que yo pusiera de mi parte.
Se llamaba Juan Sánchez, el propietario de la camioneta. El,
carnicero por oficio, viajaba mucho entre las comunidades. Sabía
por el nombre, la comunidad en que se encontró el burrito. Una
ventaja grande ya que no se sorprendió por lo distante del pueblo
en que se encontraba el animal. No conoció el nombre del dueño
del burrito quien muy amablemente me lo prestó cuando supo de
la finalidad que pretendía dar al animalito de su rancho. El
nombre de la comunidad es Xcan, Yucatán
Todo el plan fue programado para el lunes antes de comenzar la
novena de la posada. Con tiempo cumplí con mis compromisos de
las fiestas en honor de Nuestra Señora de Guadalupe de tal
manera que no tuviera un contratiempo para realizar mi aventura
para llevar el burrito a la Isla. Para eso, salí de la Isla en el barco
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“la carmita” en su primer viaje de la mañana. Llegando a Puerto
Juárez, desayuné un refresco y unas galletas en la tiendita. La
mera verdad es que mi estómago no estaba como para aguantar
más, cada vez que se me cruzaba por la mente todo lo que tenía
que hacer y la novedad de todo.
Encontré la camioneta de tres toneladas en el estacionamiento.
Prendí el motor. Lo dejé calentar un rato mientras rezaba mis
oraciones de encomiendas a la Santísima Virgen y a todos los
santos de arriba por lo de mi viaje. Iba saliendo despacio
buscando cómo sentir la monstruosidad de peso que traía y cada
vez que hacía más ruido mis ojos echaban flechazos para ver si no
se quedó la mitad por el camino o que hubiera dado un golpe a
algo. En fin, ya en el camino con poco tráfico en el mes de
diciembre del año 1972, logré controlar la camioneta y llegar con
un suspiro a la comunidad que fue mi destino.
Afortunadamente el dueño del burrito, Don Francisco Batum,
estaba pendiente. Nos dimos a la tarea de subir al animal más
inteligente sobre la tierra a la camioneta de rediles. Retrocedí la
camioneta lo más que pude a una lomita de tierra desde la cual
pensamos pasar el burrito a la camioneta. El burrito no pensaba
igual como nosotros. Entre jalar las riendas e empujar sus
extremidades, se logró subirlo sobre la lomita. Faltó un brinco
para la camioneta. Don Francisco dio la solución usando un
objeto que cuando cayó sobre la parte posterior del animal, voló
por los aires a la cama de la camioneta sin pensar ni dos veces en
qué opciones le quedaba. Cerramos el redil de detrás. Se le
amarró bien. Se le dejó hierba y cosas por el estilo para comer en
el camino. Ya se le había dado agua. Digo esto por los de la
protección de los animales. Yo también quiero a los burritos.
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Nada más que en esos tiempos no habíamos logrado un sistema
de lenguaje común entre el burrito y nosotros y fue necesario
expresar las ideas de forma inteligible para todos. Además
estábamos muy apurados.
Calculé llegar a las dos de la tarde para poder cruzar en “la
Sultana”, barco más grande que la “carmita”. El capitán, que se
llamaba Tito estaba al tanto de lo que iba a llevar.
Afortunadamente, los jóvenes que acompañaban al capitán en el
barco fueron todos conocidos y cuando vieron al burrito y
supieron para qué iba a servir, con más razón me echaban la
mano. Primero el relajo fue cómo bajarlo de la camioneta. Pues,
sin más, rápidamente los chavos acomodaron unos tablas del
mismo barco y las pusieron de tal manera que lo único que tenía
que hacer el burrito era deslizarse hacía abajo. Claro, los jóvenes
le animaron al burrito de diferentes maneras para ayudarlo a
superar su miedo y su terquedad.
El espectáculo había comenzado. Con gritos y silbidos, jalones e
empujones, el burrito llegó al barco y con las mismas tablas, los
jóvenes hicieron el mismo ejercicio para que subiera al barco. Allí
lo amarraron en la popa del barco. Gracias a esa ayuda, le informé
al capitán que iba a dejar la camioneta en el estacionamiento. Me
apuré para ver cómo estaba el animal. Subí al barco para tomar mi
lugar. Los turistas, niños y gente de la Isla estaban viendo algo
inaudito: un burrito balanceando con el apoyo de una soga,
extendiendo sus patas como buscando como conservar el
equilibrio. Cuando finalmente nos encaminamos mar adentro con
dirección a la Isla, el barco recibía los golpes de las olas, bajaba y
subía, como cuando viaja en coche subiendo y bajando las
montañas. Con la diferencia de que las olas golpeaban y con cada
golpe y bajada entre las olas, que a su vez salpicaban con el agua
salada, sacudía a todos y a todas las cosas, hasta mi burrito.
37
Fue tanta la marejada que sentía las ganas de correr y asegurar el
burrito con mis brazos para que no se me fuera a caer al agua.
Pero luego pensé de nuevo de que si se fuera a caer al agua, mis
bracitos no lo iban a salvar y además me iba a arrastrarme a mí
también. Entonces sí que iba a hacer todo un show para los
visitantes. Cada vez que venía las olas grandes me tapaba los ojos
y pedía a Diosito que lo cuidara. Hasta pensé en lo peor: y si algo
le pasara, cuánto me iba a costar comprar otro burrito para el
señor Francisco. Hasta llegué a pensar que a lo mejor tendría que
vender hasta la Iglesia para devolverlo el dinero como precio del
burrito. Supe después que su valor era cómo de doscientos pesos.
Buscando consuelo, pensé juntar el dinero durante uno o dos
domingos para salir de la deuda y así buscaba como
tranquilizarme en mi angustia.
Celulares no existían en aquellos años porque si hubiera sido así
el muelle de la Isla se hubiera llenado de niños. De todos modos,
nada más pegó el barco al muelle, comenzó el grito de “burrito
del padre” y se juntaron muchos para ver el fenómeno. Si la
puesta del burro al barco fue todo un evento, el pasarlo del barco
al muelle fue extraplanetario. El mismo proceso de las tablas fue
empleado con el apoyo de los gritos, silbidos de la gente y de los
jalones de las riendas hasta que finalmente pisó el burrito tierra
firme al mismo tiempo que su colita daba vueltas de alegría.
Como no tenía dónde dejarlo, me lo llevé al espacio detrás de la
casa cural. Le dejé agua para tomar y ramón para comer. Les pedí
a los niños que me acompañaban que buscara algo para que
comiera el burrito el día siguiente. Cuando terminé de dar la misa
de la siete de la noche, busqué algo que comer. Regresé para
bañarme con tranquilidad con agua fría, pues no había de otra. Me
puse a rezar mi Santo Breviario antes de dormir y de darle gracias
a Dios que la misión de traer el burrito se logró.
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Los niños y las niñas que visitaron la casa cural o que entraron
por la playa, fueron, al final de cuentas, quienes comunicaron el
mensaje a todas las familias de la Isla. Ya después de la misa del
día siguiente, se reunieron las familias que iban a recibir la
novena. Querían saber si iba haber algún cambio en el proceso
normal de las visitas a las casas antes de llegar a la casa anfitriona
ya que el burrito iba a ingresar en las filas de los asistentes. Hice
lo posible por explicarles que únicamente nos iba a acompañar el
animal para darle realce a las novenas.
En medio de las opiniones que surgieron, una fue la de vestir un
joven como San José y una Joven como la Virgen María para que
no se quedara simplemente el burrito sin un acompañante. Entre
plática y plática salió el tema de parte de los jóvenes si no sería
bueno que la representante d la Virgen María montara al burrito
durante la procesión al salir de la Iglesia, haciendo las
correspondientes posadas a las casas asignadas para llegar
finalmente a la casa donde se iba a recibir la posada. Todos
estuvieron de acuerdo con la propuesta y así se hizo. Se juntaron
buen grupo para escuchar la discusión y entre risas y vaciles se
pudo convencer a una joven y un joven para inaugurar la novena
viviente del Niño Jesús. Como varios querían ser José y María, se
llegó al acuerdo que fuera una pareja diferente todas las noches
para así darle chance a nueve parejas.
Luego de la misa de la noche siguiente, vestidos las pareja de José
y María, pasamos todos a la puerta principal de la Iglesia donde
nos estaba esperando pacientemente el burrito, custodiado por un
equipo de niños, fascinados por la tarea de cuidar a este animal
terrestre que nunca habían visto ni palpado. Hasta ahí, se podría
decir que todo iba bien, pero cuando se trató de que la muchacha
montara al burrito, empezó el relajo. El burrito ni se movía. La
María se cayó en una convulsión de risas y movimientos
histéricos que nos costó más trabajo controlarle para que se
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sentara en la espalda del manso animal. Ahora resultaba ser más
complicado domarle a la María que al burrito. El papá de la María
intentó montarla la primera vez. Se movió el burrito. La María
brincó de nervios y se cayó por el costado opuesto. Patas al aire,
la María se fue, cabeza primero, aclamado por el unísono de
silbidos, gritos, risas, chillidos de susto y a su pobre mamá casi le
da un infarto. Afortunadamente un muchacho fuerte estaba
pendiente por cualquier cosa y la recibió en sus brazos. A la
tercera, comenzamos la caminata. Por cosas de la historia, a nadie
se le ocurrió sacar fotos de este gran acontecimiento. Nadie tenía
una cámara. No existían en la comunidad.
Como no sabía qué tipo de reacción pudiera tener el burrito en
tales circunstancias y en medio de tanta gente cuando en realidad
era burro de pueblo, me puse tenso y pendiente por cualquier
indicio en el cambio de su comportamiento. Además, conociendo
a los chamacos, sabía que serían capaces de hacer una travesura,
opté por ponerle una soga alrededor del cuello del burrito e irlo
jalando poco a poco, guiándolo por las calles, camino hacía la
primera posada, volteando cada tantos pasos para constar la
reacción del burrito y para asegurar que la María todavía seguía
sobre el animal. La emoción, el miedo, el calor, los chamacos que
cada vez más se me acercaba para pedir chance de agarrar la soga
y el pendiente de llegar salvo y sano a la casa de la posada, me
hizo sudar a chorros.
Ya por la segunda casa donde se le tocaba pedir posada, la María
se había habilitado en el arte de montar el burrito. Por esos
momentos ya la noticia del personaje de las cuatro patas había
llegado a los hogares más lejanos. De las unos treinta personas
que estuvieron presentes al principio de la peregrinación, aumentó
de manera gradual a casa cien personas. Espectacular por ser la
primera noche. Bajo mi punto de vista pastoral, que fue lo de
unificar todas las actividades alrededor de una posada, se había
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logrado en la primera noche. Sin embargo, no fue sino hasta
entrar en la casa de la familia donde se iba a llegar la posada es
cuando me dí cuenta de un problema que yo había creado. Fue
tanta la gente que la familia tenía previsto “la tóox” para un
número de gente mucho inferior. De ahí nació sentimientos
contrarios en la isla; alegría por el burrito y pavor en las familias
que iban a recibir las posadas debido al derrame económico que
suponía. Pues antes, era cualquier cosa de unas personas; ahora
familias enteras acompañaban los peregrinos.
Tratando de componer un poco la tensión que causé a la familia,
me metí hasta la cocina para apoyar a los dueños de la casa a
distribuir los platitos multiplicados a los invitados. Pues, la idea
era dar un sándwich a cada persona, pero por el susto, se les fue
dando la mitad; a la horchata se le echó más agua; la ensalada fría
fue menos y las galletas soda suplieron los trinches de plástico. A
cada rato que entraba para más la pobre señora me veía con una
mirada suplicante de “ya”, con la mano derecha envuelta con su
mandil, llevándolo a su cara, no sé si para secar el sudor o para
limpiar las lagrimas provocadas por la pura emoción de escuchar
los villancicos al Niño Dios y al mismo tiempo de estar
enfrascada en una situación tal que jamás había experimentado en
su vida. Terminado todo, le dimos las gracias a la familia, la
señora ahora sonriente, y nos encaminamos hacía la parroquia de
nuevo.
A pesar de la hora de la noche, las nueve y media, los niños y
jóvenes me acompañaron hasta el lugar donde se iba a quedar el
burrito. El primer día simplemente brillante.
Al quinto día le tocó a Doña Chona Magaña de Sulub quien por
su juventud y figura robusta, alegre de carácter y aguantadora en
todo y por todo, estaba preparada para recibir la posada con
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mucha expectación. Su familia le apoyó para recibir a todos los
peregrinos.
Conocida, además por sus cualidades de cocina y renombrada en
la isla por sus deliciosas pasteles de chocolate, animó aún más la
presencia de los peregrinos, sobre todo los niños quienes, sin
duda, iban por Jesús, pero, desde luego, también por “la tóox” de
Doña Chona.
Dejé a varios de los jóvenes mayores para que cuidaran al burrito
mientras echaba la mano con la oración y la distribución de la
toox. La casa no daba abasto para todos. Quienes lograron una
silla fueron las señoras mayores o las embarazadas. Los demás se
quedaron en la calle cantando y esperando su porción del
convívio. Otros se divertían con lo que hacían los chamacos con
el burrito. Entre vacile y vacile, el animal se cansó y dando un
fuerte alarido, tiró una espectacular patada a quien le estaba
fastidiando. Fue suficiente. Todos se alejaron. Se hizo un circulo
a su alrededor. Por la forma que rebuznaba y por el tiempo que
tardó, daba la impresión que estaba llorando. Se estaba volviendo
más arisco que nunca. No me quedaba más que despedirme de la
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familia, agradeciéndola por sus atenciones y con la misma, medio
calmar al burrito para llevarlo a tomar agua. Terminado de comer
un poco de ramón.
Los muchachos y yo que estábamos allí nos dimos cuenta que
estaba el burrito más tranquilo porque de repente nos enseñó sus
dientes. Francamente no muy bonitos, que digamos, pero si así el
animal quiso expresar su gratitud, para mí, encantado. Los
jóvenes se fueron a descansar. Fui a rezar mis oraciones y calmar
mis nervios con un poco de sueño.
El último día le tocó a la familia Romeo y Ester Magaña; pareja
que nos acompañaba en las recorridas de las noches anteriores y,
desde luego, conscientes de lo que les esperaba para su noche de
posada. Pues, iba de aumento el número de fieles a la misa antes
de la salida de la posada y los que esperaban María, José y el
burrito en su camino pidiendo posada para finalmente llegar a la
casa anfitriona con un número redondo de trescientas personas.
En parte se debió al hecho de que las posadas pequeñas de
amistades o de familias que se habían formado en diferentes
partes de la Isla, se reunía con la de la Iglesia y el famoso burrito.
La familia Romeo y Esther con su hija Blanca, se portaban a la
altura del momento. A pesar del número de los asistentes, las
oraciones de la novena, la romería de todos los presentes, el
rebuzno constante del burrito, la familia Romeo y Esther llevaban
el semblante de alegría e entusiasmo que se les caracterizaban en
ocasiones como estas cuando era para servir a la comunidad.
Además del “tóox”, la alegría fue desbordante por ser la última
posada de Navidad. La experiencia, el ambiente, la confianza
había producido la aparición de panderas, guitarras, más variedad
de villancicos, de tal manera que seguía un buen rato más por ser
la Noche de Navidad.
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Como unos jóvenes se habían responsabilizados del burrito, allí
mismo terminada la novena, me puse a subir unos niños y niñas al
burrito para darles un chance de montarlo ya que el mismo 26 mi
compromiso era devolverlo a su dueño en Xcán, Yucatán.
Afortunadamente, unos papás se habían echado la mano al ver la
avalancha de niños que se tiraban para montar el burrito. Se logró
hacer unas filas para evitar un percance triste al momento alegre
que todos vivíamos. Les encargué a los jóvenes y unos señores el
cuidado del burrito; que lo diera su agua y su ramón. Luego me
hicieran el favor de llevarlo al patio detrás de la casa cural.
Mientras tanto, le di las gracias a la familia Romeo y Esther
Magaña y me fui a preparar para la misa de gallo. En el camino,
topaba con las familias que me preguntaban si la misa iba a ser a
las 11 o a las 12 de la noche. Ya con mis experiencias
fenomenales de lenguaje, les preguntaba que “a qué hora el gallo
cantaba”, pues, a esa misma hora iba a cantar yo la misa, fue mi
respuesta. Caminando por la calle Juárez y pasando por el Bar el
Quitapón, de donde salía todas las tardes a la hora de siesta las
mismas canciones de los Angelitos Verdes a todo volumen de la
rockola, se me cruzaban los pensamientos fascinantes del impacto
que pueda lograr un animal, obra de Dios, sin saberlo y al mismo
tiempo servir a Dios, uniendo a todas las familias de la Isla de
posada en posada, llevándonos todos al nacimiento del Niño Jesús
con María, José y el burrito.
LA DIVERSIDAD RELIGIOSA
Nunca fue para mí un problema la fe del pueblo. Las
comunidades que me tocaron atender a partir del noviembre del
año 1970, presentaron una orientación hacía la fe católica. Estoy
hablando de Isla Mujeres, la costa con el primer poblado de la
Colonia Puerto Juárez, donde oficiaba la misa en una Iglesia que
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llevaba el nombre de Nra. Sra. de Fátima, que actualmente es
donde está construida la parroquia de Nra. Sra. de Guadalupe. De
allí, no había nada hasta la comunidad de Leona Vicaria;
siguiendo más adelante todas las comunidades existentes hasta
llegar a la garita aduanal que aproximaba a una comunidad que
lleva el nombre El Ideal. Dando la vuelta a la derecha, al norte, y
ya camino a la comunidad cabecera de Kantunilkin. Luego
Chiquilá y finalmente cruzando en una chalana a la isla de
Holbox. El número de comunidades en total, incluyendo las dos
islas, sumaba veintidós.
En ninguna de todas estas comunidades que me tocó visitar
durante esos primeros años de mi vida sacerdotal, existió un
edificio que clasificamos como “templo” de los “hermanos
separados”. Sin embargo, lo que sí me acuerdo es que ocupaban
las casas particulares para sus reuniones. Mayormente, por lo que
se decía, el jefe de la familia, un papá, cantaba y leía la Santa
Biblia. Los casos aislados que se daban fueron tales que no se
consideraba su presencia en la comunidad como un perjuicio.
En toda esta zona la población no era mucha. Los medios
carreteros de comunicación fueron tan pobres y malos que no se
animaba la gente a transitar de un lado para otro. La mayoría de la
gente se quedaba en sus comunidades. Salvo una emergencia o
motivos de compra buscaban cómo ir y llegar de nuevo a su casa.
Una razón infalible de lanzarse a los caminos pedregosos y
polvorientos sería la fiesta del patrón de una Iglesia.
Toda la gente vivía de la milpa o en el caso de las islas, de la
pesca y un poco de turismo que recalaba de repente. Su capacidad
económica fue tan escasa que no dejaba lugar para más. Por eso
mismo, las comunidades, hasta cierto punto y derivada de las
razones anteriormente mencionadas, no conocían un mundo que
no fuera los límites de su ejido. Todas las comunidades tenían su
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Iglesia. A veces fue de una construcción de material, o de huano.
En ese momento histórico, tomando en cuanta los factores en
cuestión, no existían ni los “hermanos separados” ni, por
consiguientemente, los “templos”
Con el derrame económico del gobierno federal a partir del año
1975, se mejoraron los medios de comunicación entre la ciudad
de Mérida, Yucatán y la Colonia Puerto Juárez o Cancún, como
ya lo conocemos. Las construcciones urgían la mano de obra. De
día a día la demanda aumentaba. La gente dormía como pudieron
y en donde el patrón les dejaba amarrar sus hamacas. La época del
boom tardó unos diez años durante los cuales se traían las
familias enteras, de manera especial del estado limítrofe de
Yucatán.
Se formaba pequeños centros de viviendas en que cada padre de
familia, además de su trabajo durante el día, buscaba cómo
también construir su propia casa. En algunos casos familias
enteras de comunidades de Yucatán se instalaron para crear su
nueva comunidad en Cancún. Si pertenecían a un grupo religioso
como los Pentecostales, los Sabatistas o los Testigos de Jehová se
apoyaban entre ellos mismos para construir su propio templo. Así
es como iba apareciendo los grupos de diversas denominaciones
en el ámbito social de la parte norte de Quintana Roo. A medida
que más gente se ocupaba en las obras, corrió la voz en muchas
entidades de la república, creció más la población con la
consecuencia de la formación de una comunidad multicultural en
gestación. Esto, a su vez, trajo las innovaciones multireligiosas,
incluyendo muchas familias Tabasqueñas.
Diferente fue la situación en las comunidades de Bacalar que me
tocó servir a partir del año 1976 hasta el año 1988. Aquí, fueron
más las comunidades que me tocó evangelizar. En total,
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incluyendo Bacalar y tres campamentos de refugiados
Guatemaltecos, llegó a cuarenta y cuatro.
Algunas comunidades ya tenían sus templos construidos de
material. Lo que sí es de notar es que cuanto más cerca las vías de
carretera moderna, más templos. Mientras las comunidades
internadas en la selva no tuvieron la misma atención. Todo el
contrario al sistema de evangelizar de la Iglesia Católica. Pues
mientras nosotros atendíamos a todos por iguales, quienes
manejaban los hermanos separados, crearon sus distinciones. Se
podría decir que hasta buscaban lo más fácil. Nuestro servicio fue
universal, organizado e infatigable para llevar de la mano los
agentes de pastoral a un desarrollo sucesivo con conocimiento de
la Palabra de Dios. Se creó una conciencia entre la comunidad
que el edificio de la Iglesia era de todos. Su mantenimiento y
cuidado era responsabilidad de todos. No así los templos ya que
sus dueños eran personas físicas y de una familia. Si el jefe de la
familia había sido de un grupo de la Iglesia Católica y que tenía
cierta facilidad para hablar de la Biblia, se le consideraba como
rey entre los ciegos. Su familia, sus amigos serían los primeros
invitados y si tenía pege, hasta los vecinos llegaban a formar parte
del grupo. Claro, entonces al jefe se nombraba”pastor” con sede
en la construcción nueva que se realizaba, gracias al diezmo de la
congregación. El se quedaba con el templo por la simple razón de
que estaba construida en su terreno, mientras las Iglesias de la
Iglesia Católica no son propiedad del sacerdote sino de la
comunidad. Es el caso en que se cambia un sacerdote y viene
otro. Pues el que llega, sigue la labor evangelizadora en las
mismas Iglesias que el sacerdote anterior.
Cada templo es una congregación distinta, sin ninguna relación
con la otra. Nunca pude hacer un contacto con los pastores porque
a cado uno nada más le interesaba a su propio grupo. Lograr un
encuentro ecuménico no fue posible ya que tal concepto ni lo
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entendía. La formación ecuménica que daban los pastores a su
congregación fue la de rechazo a la Iglesia Católica como el anti-
cristo, al Santo Padre como el demonio y a los sacerdotes como a
los soldados del mismo demonio. Cuando los protestantes
visitaban las casas, gritaban insultos a las imágenes que se
encontraban en las casas, aunque fuera de la Cruz de Cristo o la
Santísima Virgen María. Sus sentimientos de coraje contra los
sacerdotes se expresaban por sus calumnias y comentarios
insidiosos, de juicios tan negativos que hasta la misma gente
sentía su agresión verbal. De hecho, así es hasta el día de hoy. Es
la misma táctica de violencia contra la Iglesia Católica y todo lo
que contiene.
Indudablemente, se podría decir que numéricamente son más los
templos que las construcciones de la Iglesia Católica. Sin
embargo, si consideramos que el concepto de una institución es la
estructura que lleva, entonces la Iglesia Católica, estadísticamente
hablando tiene mucho más construcciones ya que los templos no
tienen estructura sino son simplemente edificios autónomos, uno
del otro, cuyos dirigentes no han recibido una formación de
estudios previos que los ayudara a orientar a sus congregación
hacía una meta. Cada grupo de personas con su pastor y su
edificio es independiente de todos los demás. No llevan registros
de sus actividades pastorales ni económicas. No tienen que rendir
cuentas de sus labores a nadie. Por consiguientemente, digo yo,
que cada edificio es un número UNO. La razón es que la Iglesia
Católica es un concepto a la cual todas las Iglesias pertenecen. En
cambio, el caso de los templos protestantes, cada templo es un
concepto a lo cual ningún otro templo está ligado.
Los templos estudian la Biblia, Si quienes hacen las estadísticas
supieron un poco más de la religión y se metieron más a fondo
sobre los grupos y para qué sirven cada edificio como tal, los
números también cambiarían. Desde luego el uso primordial del
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edificio de la Iglesia Católica es para oficiar la Santa Misa y
realizar los sacramentos. También se le utiliza para los grupos de
catecismo, ensayo de coros, círculos bíblicos, ensayo de acólitos,
pláticas de los sacramento. En los salones de las Iglesias también
se reúnen grupos como la Legión de María, Renovación
Carismática, Movimiento Familiar Cristiano, Dinámicas
Matrimoniales y otros muchos grupos más. En las casas
particulares también hay grupos que reúnen como parte de su
actividad. Ahora, yo digo, que si el grupo de personas de la
congregación es de treinta personas o por ahí, cada uno de los
grupos de la misma Iglesia está compuesto de congregaciones
equivalentes a un templo. La diferencia está en que no lo
llamamos una Iglesia sino un salón que usamos para diferentes
grupos de manera coordinada e organizada. Si a cada uno de los
grupos que existen en todas las Iglesias de la Iglesia Católica en
Q. Roo., se le pusiera el nombre de una Iglesia, de acuerdo con el
concepto y uso que se da el pastor en el templo, sería multiplicar
la Iglesia principal, que llamamos en la Iglesia Católica, con el
nombre de “parroquia”, por un promedio de 30 por 55 y sale
1650, más los 55 parroquias, más las Iglesias en las comunidades
que pertenecen a las parroquias de dichas Iglesias que son 272,
más sus grupos que son 544. Sumando todos los edificios con sus
grupos que sería lo mismo que congregación, según los templos
protestantes, la cantidad de templos nominales que deben de tener
la Iglesia Católica en su estadística es de un total de 2,521
templos católicos en Q. Roo.
Lo que se les caracterizaba a los primeros cristianos fue la
caridad. Todos se apoyaban. Nadie hablaba mal de nadie. Cada
uno se dedicaba a sus ocupaciones sin perjudicar a los demás. La
convivencia humana resultó ser dinámico y sustentable. En el
ámbito social, se llevaba el evangelio de Jesús a crear en la mente
de la gente una ambición cristiana de paz, de desarrollo humano
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para el bien común. Cristo pidió a su Padre Celestial la unión
entre los que profesamos el nombre de Jesús. Dios quiere que así
sea para nosotros que predicamos Su Santa Palabra en Q. Roo.