Post on 05-Jun-2020
LOS
MOMENTOS
DE LA
VERDAD
John Huston, Dublineses (The dead, 1987). Con Dona! McCann y Anjelica Huston.
Hay una escena de Fat City (Fat City, 1971), una de las más grandes películas de John Huston, que define en su esencia el em
brión de Dublineses, su último y definitivo trabajo. Un ex-boxeador maduro, cansado y derrotado, y un ex-aspirante ya absorbido por el conformismo familiar y social, vuelven a encontrarse en un bar de carretera. Mientras toman un café juntos, y ante la impaciencia del más joven, que debe regresar junto a su mujer, el otro clava su mirada en el anciano camarero, que a duras penas puede moverse para servirles sus tazas. En un instante de abrumadora gracia cinematográfica, el mundo exterior se detiene, desaparece todo sonido y el personaje (el espectador) se encuentra cara a cara con su propio destino, un muerto en vida rodeado de muertos.
En Dublineses, hay otro momento de parecida intensidad, cuando D'Arcy canta la balada The Lass of Aughrim mientras Gretta la escucha paralizada. Huston resuelve el lance con aún mayor economía de medios que en Fat City: mantiene un piano fijo sobre el rostro enajenado de Anjelica Huston y deja que la canción se escuche en off Se trata, pues, de otro instante de paralización visual en el que el presente queda congelado y el reino de lo inmóvil, de lo muerto, impone sus leyes. Gretta debe aceptar que su pasado jamás volverá y que su existencia actual es sólo un reflejo estático de lo que pudo ser. Pero, al contrario que Fat City o que la igualmente espléndida Sangre sabia (Wise blood, 1979), Dublineses ya no es la crónica de cómo personajes vivos se convierten en muertos vivientes (uno de los temas favoritos del Huston maduro), sino la celebración de una ceremonia, a la vez irónica y desolada, al-
Los Cuadernos de la Actualidad
John Huston.
rededor de unas vidas dominadas por la muerte, la opresión de los recuerdos y la inexistencia del futuro. En este sentido, el título original de la película no sólo se refiere a los muertos que pueblan las conversaciones y las mentes de los vivos o, gracias a la indefinición numérica del idioma inglés, al muerto cuya evocación desencadena la secuencia final, sino también a esos vivos ya incapaces de vivir: Gretta, su marido Gabriel y todos los demás se convierten así en la versión definitiva e inmovilizada del patético boxeador de Fat City, el extravagante predicador de Sangre sabia e incluso los desarraigados de Vidas rebeldes (The misfits, 1960), que al final lograban infundirse mutuamente calor vital y escapar al frío helado de la muerte en vida.
Las películas de John Huston comparten, en su inmensa mayoría, un curioso punto de partida: la presentación de personajes que intentan dejar atrás su pasado y construirse un futuro más o menos confortable, más o menos inspirado en su propia imagen mental de la felicidad. Los buscadores de oro de El tesoro de Sierra Madre (The treasure ofthe Sierra Madre, 1947), el exsoldado y la chica de Cayo Largo (Key Largo, 1948), los oscuros delincuentes de La jungla del asfalto (The asphalt jungle, 1950), la extraña pareja Bogart-Hepburn de La Reina de A/rica (The African Queen, 1952), la desolada comunidad de La noche de la iguana (The night of the iguana, 1964) o los ya mencionados protagonistas de Vidas rebeldes, Fat City y Sangre sabia
99
son los máximos representantes de esta nutrida fauna. En Dublineses, por primera y última vez en la obra de Huston, no son las circunstancias presentes o el azar los que impiden el acceso a un futuro limpio de los magmas del pasado; es el propio pasado el que se cierne sobre el presente y lo ahoga, cerrando toda posible vía de escape o de esperanza.
En la primera parte, los recuerdos de los tiempos ya idos van tomando sutilmente cuerpo en forma de canciones, poemas o conversaciones que dejan a los personajes suspendidos en el vacío de un tiempo que ya no existe más que en la palabra o en la mirada. A partir del piano de Anjelica Huston escuchando ensimismada la balada de D'Arcy (verdadero momento y eje estructural del film), la película también se encierra en sí misma y reduce progresivamente su elenco (primero a dos personajes que dialogan, luego a uno solo que monologa, finalmente a imágenes de «naturalezas muertas» que ya no incluyen ningún ser viviente) a la vez que define su verdadero tema: la invasión del presente por parte del pasado, es decir, la completa y total confusión entre los muertos de otro tiempo y los vivos de ahora mismo («Y la nieve cae lentamente sobre los muertos y los vivos», dice más o menos Gabriel en su monólogo interior final).
Esta perfecta corrrespondencia entre el piano ideológico y el formal (como dirían los profesores de estilística), este «vaciado» físico del escenario juega en favor de la producción de sensaciones en bru-
to, completamente elementales y primitivas pero a la vez capaces de sugerir el más complejo de los significados: cuando en la pantalla ya sólo quedan paisajes desolados y la dolorida voz del protagonista, lejos de resultar una burda ilustración del texto de Joyce, el cine de Huston alcanza su último y mayor momento de pureza. El final de Dublineses, al eliminar todo tipo de acción externa, elimina también el concepto de tiempo cinematográfico, y así el cine queda reducido a su mínima (y quizá más intensa) expresión: un fluir de palabras e imágenes cuya sola combinación, sin la ayuda de ningún otro elemento, es capaz de provocar emociones como las que se sienten, en palabras de Griffith -si no me equivoco-, al contemplar la belleza de las hojas movidas por el viento. Es de esta manera que una película como Dublineses puede combinar una última mirada a un universo (y una visión del mundo) en
Angélica Huston.
descomposición, y una acepc10n virginal, un retorno a las fuentes, del instrumento de esa mirada, el cine, que, como decía Truffaut -y perdonen, pero no puedo evitar esta segunda cita-, siempre será «más armonioso que la vida». Lo cual, evidentemente, no quiere decir mejor.
Carlos Losilla
Los Cuadernos de la Actualidad
LAS GUERRAS
DE LA
GUERRA
Félix Grande, La calumnia. Ed. Mondadori, Madrid.
A caso sea éste el momento más oportuno para reflexionar sobre la última obra de Félix Grande, pues, pasados ya unos
meses desde su publicación y a la vista de las reacciones -por acción y hasta por omisión- que ha provocado en la crítica, se pueden extraer algunas conclusiones sin el imperativo de la llamada actualidad. El largo subtítulo del libro («De cómo a Luis Rosales, por defender a Federico García Lorca, lo persiguieron hasta la muerte») habrá desanimado a algunos lectores que se veían ante otro libro sobre Lorca o ante otro libro sobre las miserias de la Guerra Civil. En efecto, con los temas «Lorca» y «Guerra Civil» parece ocurrir lo mismo que antaño ocurría con los deslices de las niñas bien: tras el espesísimo silencio que cubría el hecho, se dejaba paso a una extrema locuacidad (cuando la niña se casaba) para enseguida considerar de mal gusto andar revolviendo el pasado. Una vez que aquí supimos de las maldades de los dos bandos y se pudo «recuperar» a Lorca, borrón y a otra cosa.
Ahora bien, no sé si el silencio de algunos críticos ante la aparición del libro -y si no el silencio, sí cierta reticencia- haya obedecido tanto a que considerasen que el asunto no daba más de sí como a que La calumnia abordase además de la defensa de Rosales esa afición de la sociedad literaria al encizañamiento. Con el capítulo titulado «Los hechos», Félix Grande da por zanjada la cuestión, apoyándose, sobre todo, en las investigaciones de Gibson: Luis Rosales no sólo no perjudicó a su amigo Lorca sino que se jugó el tipo en su defensa. Pero no acaba ahí el libro. La lección continúa para explicarnos todos los mecanismos necesa-
. ríos para que una calumnia ( ese • «airecillo que, inasesible, sutil, li
geramente, dulcemente empieza asusurrar» como canta un calumnia-
100
Luis Rosales.
dor en El barbero de Rossini) pueda surtir los efectos pretendidos por la mente enferma que la lanzó. Frente a ella, de nada valen los hechos, la evidencia, y el calumniado suele bajar a la tumba con el sambenito puesto por más que la terca realidad le dé la razón. El propio Félix Grande lo sabe, y no tiene reparos en considerarse «un escritor que sabe que el libro que acaba de escribir es inútil» (p. 418). De ahí que el estilo adoptado para contarnos qué es la calumnia, cómo actúa, sus diferencias con el embuste, su sutilidad mortífera, sea el estilo de un escritor indignado. Ya sé que todo esto es inútil -parece pensar Félix Grande-, pero voy a patalear, a hablar por Luis Rosales y a exponerme, cómo no, a nuevas calumnias por defender a un antiguo falangista. Y para ello trae a cuento broncas personales, sucedidos con quienes seguían dudando -bien por desconocer los hechos o bien por la propia molicie que la calumnia parece traer consigo- y otros pormenores, heteróminos e historias «del otro bando». De modo que, salvo en el primer capítulo, el estilo no es otro que el cabreo profundo ante la imposibilidad de contender con la calumnia, por más que de ella se hable.
En nuestra sociedad literaria -tan amiga de la reducción, de laetiqueta- puede haber caído el libro que comento como otro más
sobre Lorca y las guerras de La Guerra. Se sigue así el didáctico camino que vamos andando en una literatura cada vez más descafeinada y ligth. Sin embargo el lector que termine el libro lo cerrará contagiado de una muy útil indignación en los suaves tiempos que corren, donde se nos obliga a comulgar con muy calumniosas ruedas de molino. En una palabra, el lector se dará cuenta de que Félix Grande ha tomado el camino de Flaubert: «Al escribir la biografía de un amigo, hay que hacerlo como si estuvieras vengándole».
Francisco García Pérez
LA SENCILLEZ
Y LA
VIGILANCIA
Tomás Salvador González, Aleda. Esperanza Ortega, Algún día. Christine Monot, La fruta y los pasos. Ediciones Portuguesas, Valladolid, 1988.
D- os recientes premios de
poesía -el «Hiperión»,concedido a Miguel Suárez, y el revalorizado «Provincia», a Ildefonso
Rodríguez- han vuelto a llamar la atención sobre el grupo de poetas castellano-leoneses al que, en alguna otra ocasión, me he referido como una «generación retardada». El marco cultural, la inedición y el olvido no han bastado para impedir una lenta y prolongada labor de escritura que solo recientemente ha empezado a ser pública. Entre los muchos caminos ensayados, se encuentra éste de la publicación minoritaria y artesanal al que se adscriben las Ediciones Portuguesas que cuida el propio M. Suárez.
Quizá casualmente, hay ciertos elementos afines entre los tres libros ahora aparecidos: la búsqueda por distintos medios de una sencillez expresiva, la mirada que se di- � rige al entorno cotidiano, la viveza � del mundo de los objetos, un deba- � te entre posiciones frente a lo exte- ci rior: ser y moverse, observar e in- _; terpretar, alegrarse y temer... ¡¡:¡
Los Cuadernos de la Actualidad
De estos tres poetas, sólo Tomás Salvador González (Zamora, 1952) había publicado antes un libro, La entrada en la cabeza (Endymion, Madrid, 1986). Su entrega de ahora, Aleda, es una crónica del paso de las estaciones, atravesada por un doble hilo de lectura que se plantea ya desde el primer poema; en él, se abre la naturaleza como un libro: los simples hechos, en su estar, son un sistema continuo de revelaciones, de cuya contemplación se deriva una tranquilidad, un abandono, un traslado de ese mundo a una concepción existencial: «Por ti cuidará del huerto la tormenta»; pero, al lado, las preguntas que se dejan en el aire, la sensación de que, mientras todos duermen, un misterio alienta y permite ese sueño. Nada en el libro tiene la forma de razonamiento y, así, ambos hilos, entrecruzándose, tejen un recorrido contradictorio, presidido por los contrastes y los cambios de ánimo, sin resolución.
En la primera vertiente, hay un esfuerzo continuo hacia la calma, hacia la anulación de todo impulso que busque producir sentido, incluso hasta el borde de una pérdida de identidad. Se propone la espera como actitud, visitada por momentos súbitos de revelación o de cambio que quien mira constata y recibe. Mientras, se ve pasar el tiempo, limitándose a nombrar lo que contiene.
El poema suele empezar con una frase breve y rotunda, a menudo sentenciosa; luego, en el discurrir de las cosas, va sufriendo una fragmentación que lo conduce al her-
101
metismo, por lo intangible de los sentidos que al final se dejan en el aire. De la misma manera, la incertidumbre, el desconocimiento, una carencia que late, cierran frecuentemente el poema; es el otro hilo del libro. Ahí interviene el miedo, descrito como una presencia invisible, que entorpece -en un efecto de niebla- la percepción. Así con las imágenes de la mirada se integran a veces las de la memoria o el sueño, construyendo un clima crecientemente enigmático: los personajes míticos -los durmientes, los mudos, el escondido-, el ambiente de rito extraño, los actos injustificados que parecen dirigidos a algo o alguien, de ese modo, «presente».
La coexistencia de estas dos maneras de percibir y de concebir el mundo constituye también el lenguaje, pretendido como lugar de fusión «del ser y las sombras»: precisión y ambigüedad. Por un lado, los objetos naturales no funcionan analógicamente, sino con su peso de materia, en una operación de descargamiento de los simbolismos que históricamente se les hayan adherido. Por otro lado, siempre está sugerida una red de posibles lecturas; «en todo bulle un presentimiento, también en las palabras», se dice; asimismo «ni cuerpos ni palabras carecen de temblor»: es, lejos de un sistema simbólico tradicional, la voluntad de despertar nuevas fórmulas de vibración del texto, un intento de revisar el utillaje verbal de que la poesía dispone.
Las tres partes en que se divide Algún día parecen corresponder a tres propuestas de lenguaje que Esperanza Ortega (Palencia, 1954) ensaya, pero también a tiempos y atmósferas distintos; se evita, sin embargo, el entramado de una historia, toda deducción de sentido en la ordenación, al romper el rigor de ésta haciendo aparecer en cualquier momento trasuntos inesperados de las otras fases del libro, eludiendo cualquier final.
En la primera parte -«Otra orilla»- se confrontan dos planos bien deslindados. Los aflujos del pasado o una vida cotidiana con sabor de pesadilla producen un ahogo que sólo en el refugio familiar se supera; y se supera por entero, aunque cada vez temporalmente. Amor, dicha, alegría están ahí como entes completos, realidades absolutas. Entre ambos mundos no
hay comunicación, sus valores son antagónicos; salir de casa es acudir «adonde a nadie le parezco hermosa». En lúcida pirueta, vida íntima y viaje fantástico están del mismo lado frente a todo lo demás: así la cama tibia de la noche y el ba�co forman grupo frente al tren entre la niebla invernal. Quizá por eso es tan fácil el intercambio entrd lo descriptivo y lo analógico entre el n_ombre y la imagen, qu'e fluyen siempre mezclados.
En la segunda parte -«Dedicatorias»- el ámbito más íntimo se construye mediante un mundo de imágenes que remite a algunas ve-tas del 27: la ternura tal vez lo naif, una incipiente sugerencia em�lemática siempre transparente. La imagen se ramifica y entrelaza con un hilo de expresión directa en busca de definiciones exactas como la que denomina a los jóv�nes alumnos: «monótonas bandadas de luz». Cada poema alcanza fórmulas variadas de intensidad rítmica: repeticiones, exclamaciones y pre- � guntas, vehemencia en diferentes � registros de la sensilibidad... &:
El «Album familiar» de la terce- cira parte concreta aquella amenazadora visita del pasado en poemas _ �arrativos y extensos, fragmentarios, como hi�vanándose al compás de la memoria. «En los bolsillos / de los abrigos viejos / tememos encontrar a l_a desdicha», se dice, y en efecto el Juego de las niñas en la playa es interrumpido por la visión de los pies del ahogado· el vértigo y la angustia nacen tant� de la debilidad con que llega el recuerdo como del recuerdo mismo. La sintaxis, la tensión verbal lo transmiten; a��que falten los hechos que las ongmaron, las sensaciones se despliegan íntegras en el poema.
Christine Monot (París 1960) aporta ese especial tacto dd las pala�ras que distingue a algunos escritores que cambian de idioma· la pasión feliz de quien está des�ubriendo lo nuevo repercute en la sorpresa del lector ante la flexibilidad y la inocencia de su propia lengua que se hace otra.
En La fruta y los pasos verso Y prosa se combinan naturalmente -diferentes y homogéneos- sindar lugar a ninguna pregunta �obre su elección; en ambas formas reaparece una dualidad que, de algúnmodo, estaba también ,,presente en los otros poetas comentados. Porun lado, se dice: «nunca tuvimos maestros / pues la bondad de cora-
Los Cuadernos de la Actualidad
zón no se aprende / y parecía fácil r?bar imágenes / bastaban ojos dó• ctles // abandonarse a lo nimio requiere sencillez y vigilancia»: casi la formulación de una poética válida para mucho de lo que se ha dicho hasta aquí. Sin embargo, por otro lado: «pero la sospecha / los ojos / los pretextos», el querer saber, poner nombre, la duda.
E�te dualismo abre el libro y lo pres�d�, pero apenas será recogido exphcttamente. Los poemas tienen una _textura como de imagen surreahsta, que no puede sentirse así sino como descripción de una rea: lidad inverosímil para todos menos para la voz que narra. La mirada no distorsiona ni cae en alucinaciones percibe la totalidad de los matice� y los vínculos, desconoce cualquier tópico que pudiera nublarla y posee una poderosa y despreocupada capacidad para dar nombres· los personajes que se mueven en 'el libro, vistos por esos ojos, reúnen facultades prodigiosas, su ser se instala en la maravilla. No hay sin embargo, unidimensionalidad: el mundo está hecho de capas autónomas, todas son planas evidentes; al tiempo, se excluye�, se niegai:i, se desconocen. Hay una mujer qmeta en la ventana («vida de caracol / corazón de topo»), mientras por las calles pasan «los hijos del azar». El libro mismo, en su estructura, en el ritmo de su articulación conserva fresca esa naturaleza d� hojaldre, ese origen azaroso en la selección y el orden. Sin argumento, todo corte practicado en él lo contiene completo.
Miguel Casado
102
LA MIRADA
DE
GUELBENZU
José María Guelbenzu La mirada.
Alianza Tres, 1987.
La obra narrativa de José María Guelbenzu es una obra en constante evolución. Pero no se trata de una evolución meramen-
te formal, porque en este aspecto resulta más bien conservadora o mejor dicho, fiel a unos principio� estéticos y técnicos, característicos del narrador, que señala el catedrático José M. Martínez Cachero en su libro La novela española entre1936 y 1980: «El novelista continúa mostrando un amoroso cuidado de las palabras y de la estructura». La etapa más o menos experimentalista quedó resuelta en El mercurio, y Guelbenzu no volvió sobre esos pasos. A partir de El río de la lunase hace stendhaliano, aunque con un tratamiento muy personal y moderno de su material narrativo. Más intimista que lírico Guelbenzu pone su espejo al bo�de del camino (dicho que no es de Stendhal sino de Saint-Real: Stendhal lo uti: liza como frontispicio de uno de lo� capítulos de El rojo y el negro), y d,eJa que las cosas transcurran por si solas. Desde este punto de vista es el más objetivo de los novelista� españoles actuales, suficientemente bien educado como para no interferirse en el comportamiento ni en el destino de sus personajes.
Mas la evolución narrativa la «obra en marcha» de Guelbe�zu no permite que nos refiramos a su� novelas del pasado sino en cualquier caso, a la i�mediatamente anterior. Si no fuera por el pulso y por el punto de vista, dos obras como Ef espera�o y La mirada no parecerian es�ritas por la misma persona: la primera de las mencionadas es una novela de iniciación· la segunda, que es, hasta el mom�nto, la última de Guelbenzu es una historia de punto y final: ' alguien llegó al extremo de la cuerda y la cuerda no puede estirarse más. Por ello, la estructura de El esperado es circular, o más bien redonda el clima cálido, el lenguaje barr;co no en sí mismo sino en los mucho� as-
pectas, las muchas relaciones, las distintas «miradas» que va revelando; en cambio, el relato de La mirada es lineal, el ambiente frío, la prosa escueta, porque nada hay más allá de las apariencias y lo que se relata ha de tener la concisión de un informe notarial, solo que redactado bajo un cielo plomizo: «Hay días que nacen con un signo aciago en su cielo».
El personaje de La mirada comete su acto aparentemente gratuito bajo un cielo sombrío, al contrario que el personaje de El extranjero, de Albert Camus, que lo hace bajo el sol abrasador de Argel: pero en ambos casos el resultado es un asesinato. Ambos personajes, por lo demás, creen que están pasando por una mala racha, pero en realidad, son unos vencidos: «La suerte huye de los vencidos como la agudeza de la costumbre», escribe Guelbenzu. Hasta aquí, su relación con la novela, también breve, de Camus. Pero lúcido, aunque no impasible, en Guelbenzu no hay sentimiento de culpa. Para ello, el autor evita la narración en primera persona. El relato de La mirada es en tercera: el autor va anotando cada uno de los gestos, cada uno de los movimientos, cada una de las palabras de su personaje durante su jornada atroz; pero también reproduce sus pensamientos. Volvemos a encontrarnos, como antaño, con el autor omnisciente, que lo ve todo, que lo observa todo, que está atento a todo lo que ocurre para escribirlo. Pero, iojo!, este autor no se equipara a Dios como en las novelas del pasado: Guelbenzu no juzga.
Las técnicas del nouveau roman, pueden acudir al recuerdo leyendo La mirada, pero sólo acuden, no permanecen. Los objetos y los movimientos tienen una importancia
Los Cuadernos de la Actualidad
capital en esta historia; pero es que Guelbenzu ha descubierto que «los objetos pasan la noche despiertos y es en la mañana cuando cobran toda la ventaja sobre sus dueños». La referencia literaria más aproximada a La mirada es, a mi modo de ver, el capítulo VII de la primera parte de Crimen y castigo, de Fedor Dostoiewski: Raskólnikof acaba de asesinar a la usurera y a su hermana a hachazos, está solo en el piso y se dispone a salir. Aunque el personaje de Guelbenzu no se dispone a salir: está solo, y experimenta una cierta complacencia entre aquellos muebles que fueron testigos de su crimen, al lado del cadáver. Y cuando sale a la calle y a la noche, no decae la angustia: «La oscura madrugada cubría los pasos ciegos del hombre a través de las calles desiertas».
Una novela anterior de Guelbenzu, breve como ésta, La noche en casa, acaso aporte datos que enriquezcan la lectura de La mirada. En ésta como en aquella, dos antiguos compañeros de Universidad se encuentran, el marido o amante de la mujer está lejos, el hombre, Chéspir en La noche en casa, está sin rumbo, el relato transcurre en una noche sin esperanzas y en un interior. Solo que en La mirada la mujer está muerta, las puertas están cerradas, no hay otra luz que la penumbra de la habitación ni otro remedio que quedarse «como quien se ha sentado a contemplar el paso de la eternidad».
José Ignacio Gracia Noriega
EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE FLORENTINO
E1 pequeño escribiente florentino» es uno de los cuentos mensuales que se incluyen en Corazón, el celebérrimo libro de
Edmondo de Amicis. La historia que relata debe ser conocida por muchos lectores: es la de un grácil florentino de doce años, primogé-
103
Colección
MERIDIANOS
Títulos aparecidos
1) BAILE EN FAMILIADavid Leavitt
2) SABOR A MUERTEP.D. James
3) EL LENGUAJEPERDIDO DE LASGRUASDavid Leavitt
4) FINAL FELIZFrancesca Duranti
5) UN IMPULSOCRIMINALP.D. James
6) PALAIS-ROYALRichard Sennett
7) LA EDAD DELA AFLICCIONJane Smiley
8) LAS VIDAS DEZUCKERMANPhilip Roth
9) MARYA.UNA VIDAJoyce Carol Oates
10) EL TERCERENROQUE DEBERNARD FOYLars Gustafsson
Ediciones
VERSAL Solicite catálogo:
Apartado-14. 632 Ref. D de C.28080 Madrid Comercializa t Grupo Dístríbuídor Editorial.
1�:
Don Ramón de la Cruz,67 28001 Madrid. Tel. 401 12 OO.
nito de una numerosa y modesta familia que, gracias a los desvelos del padre ferroviario, asiste a la escuela con aplicación y provecho, para orgullo de todos. Pero el padre debe complementar su trabajo de día con otro de noche: escribir en las fajas de papel los nombres y direcciones de los suscriptores de una editorial de novelas por entregas, a razón de tres liras el medio millar. El pequeño pronto repara en el sacrificio del padre, y una noche decide levantarse una vez éste se acuesta para continuar la tarea. Así pasan varias semanas, sin que el padre advierta otra cosa que los mayores ingresos que obtiene de su trabajo por la noche, el mayor consumo de petróleo que hay en la casa y la creciente desgana de su hijo por los estudios; el pequeño bosteza, se duerme, no se aplica ya como antes. El propio maestro considera que no atiende, que cabecea a menudo, que no hace todo lo que su inteligencia le permitiría hacer. El padre se va distanciando del hijo, al que le reprocha amargamente su falta de responsabilidad, su desapego hacia él y hacia el resto de la familia, su desprecio por los sacrificios que se ve obligado a realizar, hasta que acaba por desentenderse de él. El hijo, desgarrado entre sus dos deberes, no puede hacer nada: ni confesarle la verdad a su padre, lo que tal vez sería avergonzarle, ni apljcarse más en los estudios si quiere seguir escribiendo las fajas. Cuando, por fin, una noche, el padre descubre por sí mismo la verdad, se produce una escena tiernísima entre ambos, que le pone el corazón en un puño al más pintado.
Pues bien, en la edición de su Obra poética (1963-1983), publicada bajo el título genérico de Memoria y deseo (Seix Barral, Barcelona, 1986), Manuel Vázquez Montalbán incluye una postdata donde me hace el honor de citarme, llamándome precisamente «el pequeño escribiente florentino». Bueno, la cita exacta sería ésta: «Batlló trabajaba de oficinista de día para poder ser nuestro editor de noche, siempre a medio camino entre el personaje infantil de Cuore (El pequeño escribiente florentino) y la famosa rosa de Alejandría, colorada de noche y blanca de día.»
Y o no sé si al identificarme, ni que sea a medias, con «el pequeño escribiente florentino» Vázquez Montalbán se ha sentido condicio-
Los Cuadernos de la Actualidad
nado por mi menguada estatura, pero el caso es que, si no es por eso, no puedo entender qué rasgos de mi personalidad o de mi actuación como editor de poetas pudo traerle a la memoria el conmovedor y un tanto cursi personaje de Corazón. En primer lugar, y que esto quede claro, mi trabajo como editor de poetas nunca le ha proporcionado un duro a nadie (ni siquiera a mí mismo); antes al contrario: más de una vez he sableado a la gente para poder seguir haciendo lo que hacía (iy lo que sigo haciendo, santos del cielo!). Muchas veces he pensado que, para quienes han apreciado mi trabajo y han enterrado en él algunos de sus ahorros, les hubiera salido más a cuenta proporcionarme una sinecura sindicada para que me estuviera quietecito y no tuviera ideas geniales para ampliar y elevar la cultura poética del país. Cierto que la realización de este trabajo, que desde luego nunca fue tan importante como el de nuestro pequeño escribiente, ha motivado que en más de una ocasión descuidara el otro, el que me permitía, mal que bien, ir-
104
me ganando la vida y sacar a la familia adelante, como suele decirse. Pero la figura del padre no aparece por parte alguna, y en el cuento de
· Amicis la figura del padre es esencial, por cuanto representa a la generación que se sacrifica para quelas siguientes vivan en un mundomás culto, más sabio, más rico,más justo, mejor. Es decir, representa la noción del verdadero progreso, tal como la concebían losbienintencionados demócrata-cristianos, avant la lettre, de la segundamitad del siglo XIX. Tampoco micapacidad de sacrificio hubiera llegado tan lejos como la del pequeñoescribiente. Al primer reproche, alprimer síntoma que me hicierasentir menospreciado o preterido,hubiera soltado toda la verdad decarretilla, sin importarme un pepino avergonzar a mi padre o al propio Alá. De hecho, es lo que hagoen mi vida cotidiana.
Mucho me temo, por tanto, queVázquez Montalbán haya sufridoun lapsus y que en su fuero internocon quien me identificaba era onStardi. Sí, Stardi, el que llega a serel segundo de la clase, cuando aprincipio de curso su padre le habíaarrastrado a la escuela y se lo habíapresentado al maestro diciéndole:«Tenga mucha paciencia con él,porque es muy duro de mollera».Todos le tomaron por un alcornoque, pero él se dijo: «O lo consigoo reviento -y se puso a estudiar como una fiera, de día, de noche, enclase, de paseo, con los dientesapretados y los puños cerrados, paciente como un buey, terco comouna mula, y así, a fuerza de machacar, sin preocuparse por las bromasy lanzando patadas a los inoportunos, ha pasado por delante de losotros, ese cabezota.»
Sí, sí. Mi personaje es el de Stardi, y no el del pequeño escribiente florentino. Incluso mi padre, de poder verme ahora, diría algo muy parecido a lo que le dice el suyo a Stardi, asombrado ante la medalla conseguida por su hijo: «Estupendo, muy bien, mi pequeño tarugo.»
Finalmente debo confesar que la referencia a la rosa de Alejandría no la entiendo en absoluto. Ni siquiera sé qué rosa pueda ser esa, mal que le pesen a mis diez años de trabajo como jardinero y a que ese fue el único oficio de mi padre desde los catorce años hasta el mismo momento de su muerte, cuando ya se acercaba a los setenta.
José Batlló