Post on 21-Jan-2018
Sr. Eleodoro Benel Zuloeta
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Eleodoro Benel para algunos el Robin Hood criollo y para otros el Pancho Villa Peruano; hombre acaudalado, dueño de haciendas, de tierras y de negocios, con hombres a su servicio, que circunstancialmente y pensando en un futuro promisorio tomó parte en el año 1924 de un movimiento político armado para derrocar al dictador Augusto B. Leguía junto a junto al doctor Arturo Osores y el coronel Samuel del Alcázar, durante varios años derrotó en las montañas de Chota, Cutervo y Santa Cruz a todos los gendarmes y tropas gubernamentales. Aqui se narra su azarosa vida, andanzas y hazañas a detalle.
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Mayo 2017
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AGRADECIMIENTO
Merecen nuestro especial agradecimiento todas aquellas personas que de manera
espontánea y coherente han contribuido con sus invalorables datos para lograr la reconstrucción
de las guerras de Benel, contenidas en el presente relato.
Estas personas son: Aurelio Acuña Villanueva, Carlos A. Vigil y Vigil; Segundo
Eleodoro Benel, Lucila, Donatilde, Eloy, Andrés y Demetrio Benel Bernal; Alejandro Contreras,
Amalia Coronado de Barboza; Vicente, Teodomiro y Alejandro Bustamante; Javier Malca, Arturo
Coronel Cubas, Javier Benel Cubas, Glicerio Villanueva, Sergio y Rodolfo Ordoñez Osores; Dr.
Britaldo Orrego, Artidoro Mejia e hijos, Zenovio Calderón, Tomás Alvarado, Roberto Delgado
(hijo), David Mondragón; Perpetua y Rosa Mondragón, Misael Vargas, Capitán E.P. Pedro
Quijano, Fidel Gallirgos (Soldado del B.I.L1 al mando del Comandante Valdeiglesias), José
Marcelo (soldado del Mayor Mauricio Cervantes) Julio Ortega Dongo (ex guardia civil) El
Sargento Chávez Morí, así como el cabo de la misma Próspero Arroyo A.; Manuel Pereda Ruiz,
Dr. Pedro Vilches Buendía, Dr. Miguel A. Puga, Dr. Lorenzo Orrego Vargas, Tomás Castañeda;
el bandido Raimundo Ramos e hijos, a quienes presté mis servicios profesionales durante mucho
tiempo, Segundo Tarrillo Marrufo (ex guardia Civil), Agustín Moreno Ugaz, Renán Orrego
Burga, Leoncio Villacorta Arana (exdiputado 1921 al 1930), Nepalí Díaz y su hermano Matías;
Salomón Vílchez Murga.
Hemos tenido que interrogar, además de las personas mencionadas en la relación anterior,
a más de tres centenares de gentes, directa o indirectamente vinculados a los acontecimientos,
para reconstruir la azarosa vida de Benel, tanto privada como pública. Y nuestra reconstrucción,
con todos sus defectos, se ha hecho en base a la tradición oral. Hemos tratado a sus adversarios
políticos y personales. Y lo hemos hecho con amigos y enemigos, grandes y chicos, del que fuera
jefe de revolucionarios del año 24 al 27; gentes que fecundan los campos, que pueblan los
villorrios, respetados y respetables, e igualmente con bandoleros fuera de actividad.
Años de tesonera labor nos ha costado el aderezo de este relato, por lo cual no nos hemos
disgustado ni menos arrepentido.
Todos los personajes que intervienen en él son auténticos, muchos de los cuales viven
esparcidos en las provincias de Cajamarca y Lambayeque, sobre todo en estas últimas. No hay
ficción. Los acontecimientos han ocurrido y constituyen hechos históricos hasta hoy desconocidos
para muchos. Es más. Lo poco que se sabe sobre la vida de este caudillo revolucionario ha sufrido
distorsiones motivadas por intereses políticos, que precisamente con este libro se trata de corregir.
Los diálogos las más de las veces son bruscos, enrevesados y violentos, hechura de gente
guerrera y acostumbrada al lenguaje duro, cargados de tacos de grueso calibre, sobre todo en
tratándose de los hombres de Benel. También se encuentra a cada instante, una variada gama de
giros expresivos castrenses.
Hemos consultado el valioso archivo de Demetrio Benel Bernal, en el que encontramos
invalorables documentos inéditos, así como recortes periodísticos que fueron conservados por sus
hijos para la posteridad. Hemos leído detenidamente la correspondencia epistolar, de preferencia
las cartas dirigidas por el General Oscar R. Benavides al caudillo.
Son particularmente importantes los testimonios sinceros de quienes supieron guardar leal
y profunda amistad al hacendado norteño.
Valiosos igualmente nos han sido los datos proporcionados por algunos de sus más
acérrimos e irreductibles opositores, tal el caso del cuatrero Ramos, y de muchos soldados a los
que indagamos.
La verdad histórica se impone en todo momento. No pretendemos ofender ni zaherir al
Ejército Nacional, ni a sus cuadros de jefes, oficiales y soldados, quienes según supimos por boca
de los mismos sublevados fueron tan valerosos como los civiles que perdieron la vida en las
batallas. Exponemos hechos solamente.
Es posible que la reconstrucción peque en algunos tramos de incoherente o inexacta. Ello
se debe a que las innumerables acciones fueron aisladas y alejadas unas de otras. Cada una de
ellas es una epopeya distinta que puede no encajar con precisión en el esquema general de la
narración, que por otro lado resultaría interminable.
Debemos dejar constancia, así mismo, que hemos marginado el aspecto mítico -obra de
gente sencilla, admiradores fervientes de Benel y de sus hombres-, a fin de consignar una
aproximación real de la recia personalidad del protagonista de esta historia.
Hemos empezado nuestro relato por la muerte del rebelde. Creemos que de este modo
lograremos mantener la atención del lector en el resto de las secuencias, en algunas de las cuales
se describen encarnizados combates acicateados por un odio cerval entre antagonistas.
Los pormenores de la acción los hemos conocido a través de nuestras andanzas y
vagabundeos inquisitorios.
Es de admirar la gran memoria evocativa de Segundo Benel, a quien debemos por lo
menos el 60 por ciento del relato, cuando durante noches enteras nos hacía sus narraciones y sus
croquis. Al oír contar sus numerosas peripecias a los hijos de Benel, algunas veces hemos
derramado lágrimas, al tiempo que hemos admirado su bravura.
Para finalizar, queremos enfatizar que este es un trabajo humilde, sencillo como dijimos
al principio: Una versión histórica veraz desprovista de mayores méritos literarios. Los críticos
están en lo cierto cuando afirman que la historia no se hace a base de literatura, y nosotros no
tenemos calidad de escritores. Verdad de Dios.
Es nuestro afán, solamente, reivindicar en algo el buen nombre de Benel, tan caro en el
norte del Perú, al que muchísima gente le adjudica el honroso distintivo de el “Pancho Villa" de
Cajamarca, tan venido a menos sin embargo por las interesadas y falsas versiones que personas
mezquinas y falsas han difundido.
Quiera Dios que su lectura no resulte faena tediosa ni monótona.
EL AUTOR
Benel y sus hijos Castinaldo y Segundo Eleodoro
LA OCUPACIÓN
Corrían los tiempos del segundo quinquenio de la década de los años veinte. Aquel día,
durante muchas horas, se hizo sentir la gran tormenta aullando sobre los tejados. El agua de la
lluvia chorreaba copiosa por los canales de los techos e inundaba las calles, discurriendo por sus
mal delineadas acequias.
Un sedimento arcilloso y rojizo, era testigo de que aún mayor volumen de líquido había
corrido horas antes.
Las comunicaciones estaban maltrechas, cortadas e interrumpidas, y algunos caminos
intransitables. De la plaza subía el croar lacerante de una raza de sapos, pequeñitos y viscosos;
era un extraño cantar como si el herrero machacara fierro sobre el yunque, que de cuando en
cuando se interrumpía por un silencio breve. Era un cantar lamentable y monótono.
La lluvia sólo detuvo su fuerza devastadora a las nueve de la noche. A esa hora, con cada
tañido de los esquilones crecía el silencio. Chota se encontraba sumida en una calma sepulcral.
Nubes negras iban pasando raudas, como sombras fantasmales. La luna, al desflecarse
por desidia una de ellas, ágil se encaramó en lo alto, bañando de lleno la ciudad, tranquila por
naturaleza.
Tres hombres se encontraban en una habitación de piso enmaderado y carcomido,
fumando silenciosos y escuchando posibles ajetreos o movimientos de civiles o soldados por la
calle, a pesar del enorme ruido que producía un chorro de agua que abastece al barrio.
Sin embargo, la ciudad parecía dormida, pese a que no era muy tarde. Empero no
acontecía así. Chota no podía conciliar el sueño. Las gentes rumiaban sus penas y dolores sin salir
de sus aposentos, Vivían una vida tensa y agitada. Vivían una vida llena de temor, de maldad y
de furia.
Un hombre larguirucho y desgarbado con el sombrero metido hasta las cejas, ocultando
su rostro en gruesa bufanda de lana que rodea dos veces el cuello y uno de cuyos extremos pende
por la espalda, embozado en poncho habano sobre el cual aún resbalan muchas gotas de lluvia,
pasó por la calle a tranco largo, y subrepticiamente dobló la esquina. Miró con desconfianza a
uno y otro lado y tocó la puerta con ligeros golpes de nudillos.
- ¿Quién anda ahí? - Se dejaron escuchar voces casi despavoridas.
- Yooo, Anaya, Juan Pablo... Ábrame, por favor.
La vieja puerta chirrió al girar sobre sus mohosos goznes entreabriéndose ligeramente
dando entrada al recién llegado. Tras terciar al hombro el húmedo poncho y juntar con rápidos
movimientos de pie, el barro que acarreaba entre sus dedos, pegó fuego a un cigarro ayudado por
la mortecina luz de una lámpara de querosene y arrellanóse sobre tosca banca de tiras de madera,
a lado de un anciano de cara arrugada y muy duras facciones.
Al fondo de la habitación se advertía un burdo rótulo de papel amarillento donde apenas
se podía leer en letra de molde:
Bueno... ¿Qué hay de nuevo, Colombo?, dijo calmoso el viejo de rostro arrugado.
¡Ya mataron a Benel, don Niditas!
¡¿Queeeeeé?! - ¡Estás loco, hombre de Dios! -, preguntó parpadeando receloso el abuelo.
- ¡Cierra el pico! -, continuó.
Lo que oye usté, don Leónidas. Le han dado muerte. De esto hacen tres días, En su
hacienda Silugán. Aseguran que la persecución ha sido recia y ha intervenido mucha tropa.
¿Cierto?... Si Benel ha tomado camino para el Ecuador, hombre ¿Crees que es algún
memo? Al menos, ese era su plan, yo creo.
Le aseguro, seño cómo que horita es de noche. Ya lo han liquidado.
¿Qué te parece, Pushuco? -, preguntó el viejo Cevallos con no poco asombro y profundo
pesar a uno de sus compañeros de tertulia.
Carlos Vigil dio una tremenda chupada a la colilla de su cigarro y la estrelló con violencia.
Dos lágrimas grandes y redondas rodaron por sus mejillas. Sintió un escalofrío recorrerle el
cuerpo y odió con toda su alma al portador de tan fatal noticia.
Eleodoro Benel — sentenció —, al fin descansarás en paz... Tu fortuna, tu caballerosidad;
tu hogar y familia, todo ha ido al naufragio por causa de la revolución... Te han perseguido,
calumniado y te han acorralado. Tengan por inequívoco el hecho que no ha podido hallar siquiera
una cabaña donde refugiarse para salvar su existencia, amenazada como si fuera la de una fiera.
Ahora, en tus despojos se cebarán los buitres.
El dueño del cuartucho sentado detrás de la mesa que fungía de escritorio habíase quedado
inmóvil, como atornillado a la silla. La impresión que le causó la noticia de la muerte de Eleodoro
Benel le había dejado enmudecido.
CESAR ADRIANO SANCHEZ
Agente Judicial
Al cabo de algunos minutos pudo reaccionar brevemente, pero sólo para exclamar con
incontenida desesperación: - ¡Hasta dónde hemos llegado! ... ¡Esto es el colmo, caray!
Silencioso volvió a tornarse el despacho que olía a humo de cigarro. Sumidos en
profundos pensamientos, los cuatro hombres no atinaban a reanudar su charla. Y así se pasaron
varios, minutos.
Bien, señores, dijo Vigil, intempestivamente y atusancho su bigote. Mañana tengo que
salir temprano para Santa Clara y me voy... Mejor me hubiere ido ignorante de todo, hombres de
Dios; pero, en fin, tarde que temprano me habría enterado, y mejor que haya sido hoy... ¡Pobre
don Eleodoro! Hasta luego, Sánchez. Buenas noches, don Leónidas.
Cenceño, con su negro bigote, grandes y verdes los ojos, calzado con botas de cuero, se
retiró con cautela hasta la posada, igual cosas hicieron los otros contertulios. Tras ellos se cerró
la puerta del despacho con entrecortado rumor de cerrojos.
Ruidos de culatas de fusiles que chocaban las lajas de la vereda en la esquina de su posada;
escuchó don Carlos momentos después. Extrayendo del bolsillo interior de la chaqueta una vieja
y desteñida cartera sentóse al filo de su alcoba en el rincón del cuarto; escogió un retrato de entre
los muchos que guardaba y lo contempló largo rato sin proferir palabra. Por su afiebrada mente
pasaron con velocidad asombrosa los veintidós años que había laborado al servicio de Benel.
Afuera oyóse el triste pitar de un silbato, y los soldados armados que hacían la ronda de
rutina, volvieron a golpear con lento paso la calle silenciosa.
Aquella frígida noche provinciana fue fatal para él. Pasó en vela hasta la madrugada
recordando con profunda emoción sus andanzas con el sublevado, a estas alturas caído, viejo león
andino que poseyó un corazón de fuego.
Los diarios capitalinos y provinciales por convicción, miedo, por conveniencia o por que
recibían gruesos estipendios, cotizando sus columnas a tanto por centímetro, eran
contrarrevolucionarios; extendían horrendas noticias, así como excitantes referencias del que
calificaban —sin el decoro requerido por el menester de la información, y por voluntad del
gobierno— “Bandolero Benel y su Pandilla”. Esto escribieron para obligar de tal modo al régimen
a mostrarse cruel y para inspirar espanto a las gentes sencillas.
Propalaban nuevas y abundantes noticias sobre las ultimas batallas y escaramuzas
sangrientas. La toma de las plazas fuertes de Chota y Cutervo, focos revolucionarios, así como la
reducción de los “facciosos” eran los temas del día. En ellos, generalmente, el cinismo de la
expresión compitió con la inmoralidad del pensamiento. Confiaron en que el terror podía, imponer
el silencio a los pueblos oprimidos ya por las bayonetas.
Difundían peores informaciones y detalles sobre actos de pillaje, asaltos a mano armada
y asesinatos macabros que parecían cuentos de pesadilla. Al fiero Norte, habiendo sido golpeado,
había que humillarlo a mansalva. Sus boletines informaban que el bandolero tal o el malhechor
cual cometían atroces matanzas; que en los campos aparecían cuerpos salvajemente mutilados;
que habían hombres desollados por doquier; que se encontraban manos cortadas con dedos
tronchados para sustraerles aros, anillos o sortijas, y que no a pocos se les habían extraído las
vísceras para comérselas o dárselas de alimento a los perros.
En fin, aparecían comentarios obligados sobre las fechorías del terrible Anselmo Díaz,
bandolero a sueldo del oficialismo; sobre el romántico revolucionario Paulino Díaz que fuera
fusilado sin más trámites la madrugada de un catorce de julio, junto a su esposa y menores hijos;
sobre el espeluznante jolgorio que improvisaron años atrás los ebrios enemigos de Gervasio Díaz,
cuyo cadáver, colgado de pies a un añoso árbol de sauce, a sus salvajes contrincantes les sirvió
de blanco.
Los nombres de los Vargas Díaz, de los Vargas Romero y otras bandas beligerantes,
ocupaban cuatro y seis columnas con la narración científicamente hipertrofiada de sus hazañas e
incursiones. Sin embargo, sectores importantes de opinión, sobre todo la juventud de la república,
veía con mucha simpatía la causa de la revolución.
Las gentes de la ciudad paladeaban el acíbar de la derrota y eran presas del más infernal
de los pánicos. Se hallaba en manos de la soldadesca ensoberbecida con su triunfo final, la que
cometía muchos abusos, violaciones y ataques a la persona humana.
Se trató de humillar al desgraciado pueblo por todos los medios.
Juan Rivera Santander, amante de la broma gruesa que llegaba hasta el insulto, hombre
recio, talludo, de rostro enérgico y capitán de tropas, galleaba a diestra y siniestra pisoteando a
todas las gentes. Le apodaban con justicia “El Gallo”. Y cuentan que cierta vez envió con su
ordenanza, soldadito cetrino, a un conocido mercader, como regalo de cumpleaños, un azafate de
astas de toro, cubiertos con el mantel que cogiera de una casa pobre, y que el aludido, al enterarse
del contenido de la remisión, replicó el cumplimiento del soldado, con grave firmeza no exenta
de cortesía. Gran jinete, puesto que cabalgaba al estilo de los mejores hombres de caballería,
penetraba en las tiendas de comercio y en algunas casas particulares haciendo caminar a su corcel
sobre las patas traseras solamente, y repartiendo foetazos por doquiera.
Un capitán, César Vargas, arisco soldado que tenía arremolinada la mente por el alcohol
ingerido, aquella vez se encaramó tambaleante sobre la mesa de billar de un centro social de
Chota, bajóse los pantalones y arrojó su deyección sobre el verde tablero de la misma, entre
blasfemias y despropósitos. Este acto dificultó uno de sus ascensos en el Congreso Nacional.
Algo más tarde, culminó su desgraciada y ultrajante exhibición, disparando con cierto
orgullo su pistola y utilizando de blanco el viejo reloj de la iglesia de la ciudad. Círculos mohosos,
ampliados cada vez más por la herrumbre se contemplan hasta hoy en la esfera, y quedan como
una acusación contra aquel soldado que debió ser en sus buenos tiempos un excelente tirador.
Otros, en fin, y entre ellos un chalaco, solían llevarse puñados de billetes y sencillo de las cajas y
cajones de muchos establecimientos comerciales ante la perplejidad de sus dueños.
Los soldados armados hasta los dientes y seguros de su impunidad, cumplían fielmente
las órdenes y consignas dadas a la tropa de ocupación, en el sentido brutal de la palabra, El pueblo
los bautizó con el significativo remoquete de “Matachotanos” con que se les conoció por mucho
tiempo.
No faltaban gentes que, por inmorales, inescrupulosas, esperaban con cierta malignidad
la llegada de mayores dotaciones de tropa. Con mucho placer ansiaban ver el cruel espectáculo
de azotar a sus enemigos, afiliados a la causa de la rebelión derrotada, en las plazas públicas de
las ciudades.
¿Quieren gendarmes? - preguntaban con satánica sonrisa… ¡Allí están! La vida
desdichada y melancólica giraba en torno de una piltrafa de pan. Tras faltar el querosene, la harina,
el azúcar, la sal, y hasta la leña, aparecieron un poco más de veinte ¡cadáveres de civiles
asesinados en los tenebrosos pasillos de la residencia de D. Emelina Osores, hermana de uno de
los caudillos de la revolución, y que se hallaba convertida en cuartel general de las tropas
gobiernistas.
Años después fueron exhumados troncos, brazos, piernas, y cráneos, así como toda clase
de indumentaria, buena y mala, incluyendo sombreros, en el traspatio de la mencionada
residencia. La familia Osores, en su totalidad y todo su linaje de sobrevenidos, o allegados, a la
voz de orden de perfiles asombrosos de: “¡Ningún Osores, ni sus perros!”, a punta de bayoneta
fueron violentamente expulsados de la ciudad sólo con lo que llevaban puestos y sin más dinero
que el que portara encima uno que se está bañando. Esto aconteció en los días inmediatamente
posteriores a la acción de Churucancha - Chuyabamba que fue favorable a los gubernamentales.
Un grupo de íncolas de la bella Cabracancha, planicie de verdes saucedas, ribazo de
polícromos chacarales y azules florestas, contemplaban con gran contrariedad el cadáver de
Arturo Acevedo, que acababa de ser ejecutado sin sumaria en el cementerio nuevo de Chota por
las tropas gubernamentales.
Hora tras hora se mataba a los prisioneros civiles, y sin espera de proceso se les colocaba
frente a los pelotones de ejecución.
Las gentes andaban preocupadas, y muchos ciudadanos de pacífico actuar, al caer
víctimas del plomo homicida, se llevaron el secreto de la causa de su sacrificio.
A todas estas cosas se sumó la osadía que tuvo Padrón, un oficial de consistencia fofa,
que calzaba un grave par de anteojos con montura de oro, de cargar con una normalista, que luego
apareció muerta —suicidio decían— en uno de los hoteles del puerto de Pacasmayo.
Las mozas que con tristeza contemplaban subrepticiamente las desiertas calles de la
ciudad, cerraban con violencia las puertas y ventanas de sus casas, al ver aparecer a los grupos de
soldados.
Calzados de gruesas botas y pisando fuerte caminaban los oficiales, golpeándose una
mano abierta con el puño cerrado de la otra: Los destacamentos de la Guardia Civil, hicieron su
aparición por primera vez en los escenarios cajamarquinos.
Los centinelas de los cuarteles paseábanse con el arma al hombro por todo lo largo de la
vereda de la vieja casona que les servía de refugio, con el rostro ceñudo y la mirada lejana;
mientras que otros con postura académica se plantaban en las puertas.
No faltaban alegres y bulliciosas juergas de oficiales ahumados y menudearon los
escándalos de los subalternos díscolos.
Los pocos rapaces que podían llegar a las calles y plazas miraban con suma atención y
miedo a los soldados. Pequeños grupos de los mismos que hacían comentarios según su
mentalidad, eran dispersados por los guardianes de turno, calada la bayoneta.
La niebla plomiza cubría gran extensión del cielo de la ciudad y su hermosa e
incomparable campiña.
Había en ella reflejos de luto, llanto y desolación.
BENEL ACOSADO
Con la cabeza gacha, Eleodoro Benel detúvose repentinamente. Colocó el dedo índice de
su mano izquierda entre los labios y púsose a cavilar.
Se acercaba una jauría, corriendo, olfateando, cruzándose golpes y tarascadas a todo
momento.
Detrás de los perros venía un bandido fusil en mano que estremecía de frío, y desde lejos
se oía el ruido de un pelotón de asesinos del remoto Pimpingos.
Había viento fuerte, huracanado. Barría las nubes de un lado y aglomerábalas en otro de
la zona visible.
Eran los últimos días de noviembre, y estaban ya empezadas las precipitaciones pluviales.
Benel arregló la correa de su Savage y reemprendió la marcha. Sus hijos al escuchar la orden de
reanudar el viaje, continuaron también la caminata.
Iban escabullendo los bohíos cercanos y caminando a campo traviesa. El bronco bramido
del viento arreció. Les era casi imposible continuar la marcha.
¡Segundo! ... ¡Encárgate de ese perro! -, dijo Benel frunciendo los labios con gesto de
amenaza. Acababa de llegar a la carrera un perrazo que saliendo de una espesura densa se quedó
parado frente a él y sus tres hijos que huían.
Aulló terriblemente, llamando al resto de la jauría, para abalanzarse sobre sus presas.
-Perrito-, exclamó el joven con sinceridad. - Ponte bien con Dios … Una bala dirigida
con destreza a la frente del perseguidor, acabó con la vida de éste.
El estrépito de la detonación hizo amainar la tenacidad de la persecución. Más aún, la
desorganizó momentáneamente por completo.
Los Benel, por largas horas no habían quemado un solo cartucho. Y cuando ellos
disparaban … el tiro era certero.
El bandolero y los restantes perros desandaron lo andado retrocediendo durante una hora
un kilómetro.
La noche caía casi con lentitud y se hacía cada vez más tranquila y silenciosa. Las
luciérnagas como ojos gigantescos rasgaban de canto en canto la oscuridad del cielo.
Las provisiones de boca y armas escasean en los Benel que fugan. Eran sólo añoranza las
fiambradas de sus buenos tiempos. Y se aburrían de comer tan sólo cítricos.
- ¡Naranja y naranja! -, súbitamente furioso, barbotó el desgarbado Andrés con su rostro
terroso. - No tenemos otra cosa que comer... Y los días van pasando de largo. ¡Ah, malhaya una
canchita!
El viejo revolucionario comenzaba a refunfuñar. Era síntoma de que andaba contrariado.
El camino cascajoso, seguía largo, difícil e interminable. Por un puentecilio de tablas cruzaron un
pequeño arroyo que se arqueaba crujiendo y rechinando mientras burbujea.
El adolescente de tez morena, Eloy, huye casi ciego. No atina a dar paso. Eran más de
seis días de trepar pendientes, sortear malpasos, cruzar quebradas, atravesar senderos, talar
bosquecillos, y se encontraba muy rendido. Caminaba y caminaba agobiado bajo el peso de su
fusil, casi a tientas, -llegando a caer en una ciénaga, hundido hasta la cintura, pálido y
desencajado.
- ¡Me muero, me muero, hermano! … ¡sálvame! -, dijo con espanto que le roía el corazón.
El pantano estaba cuajado de exóticos juncales. Avanzó, entonces, unos cuantos pasos tratando
de salir al terreno firme, empero, se hundía más y más en la extraña y blanduzca tierra que
temblaba como gelatina, tenía la superficie moteada de un tono verde amarilláceo y la forma
elíptica.
¡Psss, dañado, horita te tiro de los pelos! ¡Valiente animal! -, amenazó Segundo, héroe de
la jornada y empezó a tironear del brazo del caído.
Pisando tierra dura forcejeó largo rato para, salvarlo de la trampa pavorosa ayudado por
ramazón y cuerdas. En los intervalos de silencio, entre las explosiones de los rifles, se oía el
chapoteo del joven y la succión de la ciénaga...
MUERTE DE BENEL
Atravesaban un largo campo de troncos cubierto de musgo frente al bohío de Jesús
Cotrina, compadre de Benel, evitando ser vistos por éste, que además, integraba la banda de
desalmados que acosan al rebelde.
Pero ya, Antonio, vástago del anterior y ahijado de Benel, había recibido horas antes,
seiscientos soles para adquirir ropas, alimentos, municiones y otros pertrechos que faltaban a los
Benel, y con el dinero en la alforja se encaminaba a Cutervo.
Acamparon en una derruida cabaña, cuyos maderos hervían en termitas. Cada uno de ellos
debía alternarse en el servicio de vigilancia y seguridad. Un rústico lamparín a querosina
diseminaba su luz escasa que no permitía conocer las caras de los refugiados.
Benel colgó su Savage en una estaca clavada en la pared, y en la soledad le acechó un
sentimiento de duda.
Era largo el camino, pensó, y quizá le faltarían fuerzas para cruzarlo, o tal vez si él
alcanzaría la vida. El poncho rotoso apenas protegía del frío a Benel… tenía. además, el firme
convencimiento que ahora solo jefaturaba una pequeña hueste de fantasmas.
Al día siguiente, la caminata se reanudó. Se encontraban ya en el Arenal de la Merendana,
situado entre Callayuc y Cutervo.
Los Benel oían venir desde lejos rumores de voces y ladridos. El jefe de los que fugan,
sobreponiéndose con mucha hombría espió con gran cautela y fría mirada. Era terrible ver cómo
apretaba sus arcadas dentarias, y, en su demacrado semblante sobresalían sus ahora prominentes
pómulos, mientras de sus nigérrimos y vivarachos ojuelos se deslizan gruesas lágrimas.
Las diversas bandas de acoso y aniquilamiento habían recibido datos de Antonio Cotrina,
el ahijado de Benel, que éste y sus hijos deambulan muy cerca atinando apenas a dar paso. Su
capitán, entonces, ordenó acelerar la marcha del pelotón en el que caminaban en desorden
cuarentinueve desalmados asesinos aguijoneándole con procacidad.
¡Allastá, Benel! … ¡De hoy no pasa! ... ¡Adelante, sino quieren morir como liebres en
manos de Benel! ¡Adelante!; gritó con alegría incontenida al avistar a Eleodoro Benel.
¡Bala con ellos o prendedlos!, continuó ladrando. Una descarga producida detrás en una
eminencia cubierta hirió en el muslo al viejo revolucionario, a una distancia de doscientos metros.
Desde este momento quedaba casi imposibilitado para caminar. Al sentirse herido
mortalmente, volteó con furia y apuntando con velocidad su carabina, se tumbó, hiriendo a los
dos primeros hombres que se le pusieron a tiro. Se encogieron igual que lombrices y dieron de
bruces en el suelo.
Arreglóse todavía el pasador del zapato que lo tenía roto y presenció con mueca de
contento como el resto de la jauría perseguidora se ocultaba con gran estrépito entre las malezas
del campo llano.
Hizo un gesto con la cabeza, que a las claras indicaba que aquello terminaría muy mal.
Cuestión de minutos. Era ya imposible eludir el acoso.
Los alzados eran cuatro y los perseguidores cincuenta.
¡Ah, cobardes!, exclamó rabioso.
Caminaba cojeando, pausado y gacha la cabeza, tocando con su raído sombrero de palma.
Con una mano ansiaba taponearse la herida del muslo por la que manaba sangre a borbotones y
con la derecha empuñaba su amiga fiel, la carabina.
Sonriendo con cierto alivio, se dirigió resuelto a sus hijos con palabras entrecortadas y
quebrada voz:
Hijos, hijos míos, pobres hijos míos... Me siento muy mal... Grave es el boquete que tengo
abierto... El caso está ya perdido. Es hora que vayan y vean por su madre y la familia … No las
desamparen... Antes de caer preso y humillado, prefiero morir. Y elevando sus ojos al cielo
agregó:
¡Señor, Señor... Con tu furor nos has consumido y a causa de tu ira nos has conturbado...
He cumplido con mi deber. Y de esto quedo satisfecho!
La Savage de Benel tronó aulladora y el plomo le destrozó el cráneo. Su cuerpo inerte
rodó por el suelo y sirvió de marco a una pequeña laguna, con cuyas aguas se entremezcló la
sangre del rebelde.
Esto aconteció un veintisiete de noviembre de 1927.
Mayor soledad no podía haber en torno. Mientras que los hijos obedeciendo consignas de
su padre tomaban el camino a la hacienda Jancos, cuyo propietario era un hombre del leguiísmo,
Edilberto Castro Pol, gran amigo de Benel; ninguno de los perseguidores, por terror, osó acercarse
al lugar donde se escuchó la detonación que produjo la muerte del caudillo de los sublevados.
¡Aún le creían vivo, y Benel era temible! Tras largas horas de espera, el capitán de los
cuatreros envió a viva, fuerza a otro de nariz prominente, poncho rojizo, que calzaba ojotas, para
que explorara el terreno. Este aceptó a regañadientes, porque sabía bien claro que en ello le iba la
vida.
Alejandro Fonseca, bandolero vallino, de las bandas de un tal Grimanez Berríos y
Santiago Altamirano, al principio con temor, echó una mirada cautelosa. Caminaba deteniéndose
aquí, parapetándose allá y frunciendo el entrecejo con frecuencia. Temblaba como si estuviese
con escalofrío y empleó en ello veinte minutos exactos.
La jauría aguardaba con pánico y el bandolero Fonseca no se animaba adelantar un ápice.
Finalmente, decidióse. Oteó matorrales, malezas y excrecencias, y como poseído de una
furia satánica corrió silenciosa y desaforadamente.
Contempló por brevísimos instantes el cadáver de Benel y le arrancó de un diestro golpe
de daga el aro de matrimonio, tres grandes sortijas de brillantes y una hermosa y pesada leontina
de oro, prendas estas que Benel usaba hasta para barbechar sus campos. También se llevó…
¡Horror! la piel y las uñas de los dedos de Benel. ¡Cayó el bandolero! ¡Ya cayó el ladrón! ¡Cayó
el bandido! -, aulló con rabia furiosa Fonseca, verdadero atracador, y sentóse a horcajadas sobre
el inerte cuerpo de Benel. ¡Estás vencido bandolero!
- ¡Rá, rá rá!-, exclamaron unidos los del pelotón, todos los bandoleros y auxiliares. Mucho
trabajo, meses de persecución, habían empleado hasta cazar al heroico combatiente
revolucionario que hiciera temblar desde sus cimientos a la dictadura de entonces.
Algunos salteadores boquiabiertos, otros con la frente arrugada, éstos con calma siniestra,
aquellos hechizados, los de más allá con las faces de estúpidos y no pocos alegres y socarrones,
iban acercándose a donde se encontraba tendido el cadáver del caudillo de los alzados.
¡Cayó Benel, cayó Benel, cayó Benel!
¡Rá rá rá! - exclamaron jubilosos por segunda vez. A pesar de su mestizaje se reconocía
en muchos de ellos un substrato estructural homogéneo con caracteres somáticos que los
aproximan a los hombres prehistóricos. En otros era factibles observar caracteres de la raza
sudpacífica, tipo andino, tales como estatura media, cabeza corta, braquicéfalos, grande y ancha
la nariz de dorso corvo, pelo duro y liso, escasa pilosidad en el cuerpo robusto y la cara, piernas
cortas y piel oscura.
El viejo y adinerado revolucionario de otrora yacía tendido en el suelo vistiendo tres
pantalones de dril sobrepuestos, de calidad corriente, una camisa de tocuyo rayado, un calzoncillo
viejo, rotoso y sucio, y los zapatos desgastados por las largas caminatas; eso sí, conservaba aún
ciertas alhajas, no obstante, el despojo que le hiciera el vil asesino Fonseca.
Llevaba, además, cruzados en bandolera, un par de lujosos prismáticos de conocida marca
alemana, de los que solamente usaba el Estado Mayor teutón.
EL CORTEJO
El cadáver del caudillo fue liado con cuerdas de cabuya y arrastrado sobre la tierra
desigual y llena de preduscos, prieta y cascoja, por largo trecho.
Sus labios acusaban un gesto sin importancia; y es que a Benel no le importó la muerte.
Se le arrastró luego por entre el follaje de unos arbustos, y por último, se le hizo cabalgar sobre
un viejo mulo negro. Con el vientre sobre la montura, bocabajo, los pies balanceándose a un lado
y las manos arrastrándose por el otro, era conducido el sangrante cadáver de Benel por mucho
trecho.
El pelotón de salteadores detuvo su marcha cuando el jefe ordenó hacer alto.
Ha pescao frío nuestro muerto… Hay que abrigarlo en una parigüela, murmuró uno de
los bandidos a la vez que impartía órdenes sus subordinados que efectuaban la marcha un poco
rezagados. ¡A ver, alistar una parigüela, rápido!
Media hora consumieron en este menester los salteadores hasta que la tuvieron presta.
Benel fue acunado en ella para ser poco a poco conducido a la ciudad de Cutervo, entre un
murmullo de voces, risas y un balanceo monótono.
Después de combatir duro con los guerrilleros en los altos de Sedamano, donde los
guardias se desconcertaban ante la agilidad de los grupos enemigos, cansados, exhaustos y
famélicos en grado tal que ni siquiera pudieron llegar a su puesto. En Callayuc, descansaban
hombres, todos echados, al mando del teniente Temoche, sobre la grama de la plaza del
poblezuelo.
Entonces, por las gredas rojizas del panteón vieron venir a la carrera a un hombre armado.
Se trataba de Jesús Cotrina, componente de las bandas que perseguían a Benel. Al llegar ante los
guardias se limitó a decir: ¡Benel es ya cadáver!... Están en el Arenal de la Merendana.
Toribio Temoche, oficial cetrino, bajo de estatura y con facciones de auténtico yunga
ordenó la marcha de su tropilla. Al llegar al sitio indicado, se limitó a constatar la muerte del
insurgente y asimismo que el cadáver estaba atado y listo para su conducción.
Entretanto, el oficial y sus soldados observaban los restos del revolucionario caído. Poco
más tarde se percató de que el bandolero de Pimpingos tenía en su poder las joyas de Benel; dio
órdenes secas, luego arrancó de las ensangrentadas manos del bandido el oro del difunto, y con
sonrisa de satisfacción las enterró en el fondo del bolsillo de su polaca verdácea.
Menudearon tragos de caña, no pocos fueron los brindis por la muerte del revolucionario
y en seguida se reanudó la marcha. La persecución se había convertido en cortejo. En las cercanías
de Cutervo, los soldados limpiaron sus botas y zapatos. Algunos que portaban sus jarros de fierro
aporcelanado, cogían el agua fría de un arroyuelo y la vertían en sus cabezas y caras de sus
camaradas, para lavarse.
El cadáver de Benel con las uñas largas y grises, lastimeramente expuesto al aire, producía
una pesadilla abrumadora. Arrullados por gemidos de la parihuela llegaron los restos del alzado
a Cutervo.
Y cuando el artefacto que portaba los despojos del infortunado revolucionario hizo su
ingreso a la ciudad en hombros de los soldados, ante la expectante consternación de la masa
citadina, el coronel Valdeiglesias, Comandante en Jefe de las tropas gobiernistas en campaña, en
gesto que le dio honra, desenvainó su reluciente acero y vestido de gran parada, dijo con mucho
respeto, palabras espartanas:
¡Te saludo, Benel y te venero!
La fúnebre comitiva desfiló silenciosa. En aquella gran plaza del frígido Cutervo, no se
veía otra cosa que un río de gentes tocadas de luto. Contemplaban el calmo paso del desfile sin
pronunciar palabra. El ídolo revolucionario norteño fue colocado, en un lujoso ataúd caoba,
sufragado por las autoridades gubernamentales y puesto en capilla en el templo principal de la
ciudad por breves momentos.
Cuando se dispusieron a cargar el féretro con dirección al cementerio, la doliente
concurrencia se hizo la señal de la cruz y rezó una oración. Los muchachos andrajosos y sucios
saltaron con audacia la tapia de adobe que circunda el camposanto y se instalaron cómodamente
para presenciar el triste espectáculo de la inhumación.
La abigarrada multitud tropieza a cada instante y cuando el desfile se detuvo delante de
lo que debería ser la tumba de Benel, sintió estremecerse sus pechos.
Muchos prorrumpieron en llanto. El ataúd del revolucionario fue introducido en su nicho
mientras el corneta del ejército interpretaba las melancólicas notas del silencio. Digno entierro
para un digno contrincante. Un hombre esmirriado y barbicano, embozado en su poncho
amaranto, abrióse paso por entre la multitud y arrojó con decisión un puñado de tierra tras el
féretro. Los altos jefes militares y el subprefecto de la provincia le miraron desafiantes, pero no
pasó nada, y el silencio cubrió la multitud.
¡Mártir es Benel, porque murió con inocencia!, exclamó sollozando una modesta mujer
del pueblo. ¡Sus huesos han de ser reliquias alguna vez!
En sus palabras se encerraba una tremenda verdad, que nos ha sido hasta hoy, por muy
escamoteada, desconocida.
Benel murió a los cincuenticuatro años de edad.
EL PLEITO DE LOS JEFES
El frío mordía penetrante y sobre el desastre iba amontonándose la catástrofe. Sentado a
lado de la ventana de su despacho se encontraba, fumando nerviosamente, el coronel don Manuel
E. Valdeiglesias. Arrojó la colilla de su cigarro y púsose a leer un manojo de papeles que los iba
firmando uno a uno. Terminada que estuvo su tarea, llamó con gran estridencia a su asistente y
éste gritó:
¡Número! ¡Númeroooó!, repitió con mayor violencia. Un soldado se presentó a paso
ligero y cuadrándose militarmente farfulló:
¡A la orden, mi capitán!
¡Busca al teniente Temoche! ... ¡Hazle presente que el coronel Valdeiglesias quiere
hablarle!
Bien, mi capitán.
Al cabo de algunos minutos, luego de inquirir en los cuarteles de policía, regresó el
soldado, dando aviso a su jefe que el teniente Temoche no demoraría en presentarse. Y cuando
estuvo presente, habló el coronel con feroz elocuencia: Bien, teniente Temoche... Lo he llamado
para decirle a Ud. que es su deber entregar las joyas que fueron tomadas del cadáver de Benel.
Sabe Ud. que reglamentariamente sólo el jefe de los batallones del ejército puede guardar esto
para dar cuenta a la superioridad.
¿Me entiende? Hablaba Valdeiglesias, haciendo restallar las palabras como tiros de fusil.
¡La joyas son nuestra, coronel!... Yo he cazado a Benel, tenga eso en cuenta.
¡No me replique, y entregue Ud. las joyas!... ¡Es una orden!, tronó el coronel ya
visiblemente molesto. El asustado oficial de rostro cetrino, empezó a forcejear con los juicios y a
sorprender con la flojedad de sus argumentos, ello no obstante se tuvo que proceder al remedio
heroico de entregar el botín muy disciplinariamente.
Valdeiglesias tomó en guarda las joyas de Benel lo que motivó la airada protesta del
coronel Antenor Herrera, jefe de las fuerzas policiales, quien argumentaba su mayor derecho a
retenerlas. Germinaron los dimes y reventaron los diretes, y en muy poco tiempo, se vino abajo
la gloria y el bien ganado prestigio de algunos jefes y oficiales. Es fama que a intervención de
otros militares subalternos no permitió que en posteriores ocasiones se liaran a golpes los
comandantes de las fuerzas, y que, transcurridos algunos momentos de primer encontronazo,
mirándose con precaución, visiblemente contrariados y en silencio se iban retirando uno a uno los
gestores y los interventores en este famoso pleito.
Largas discusiones siguieron al pleito de los jefes por cuestión de las joyas. Se decidió
finalmente entregarlas al hermano de Benel, don Heriberto, quien para evitar molestias y
complicaciones cuando le interrogaban los oficiales sobre su apellido y conexiones, temblaba
visiblemente de terror hasta el engomado cuello que usaba, exclamando con su cara ancha y
huesuda:
¡Bendito sea Dios... Yo no soy Benel... Soy Heriberto Benelli. Y es que la naturaleza de
los hombres es bastante complicada y que se debe tener en cuenta que nunca hay dos toros iguales.
Consolidado el triunfo gobiernista con la muerte del alzado Benel, el Ayuntamiento
cutervino, leguiísta cien por cien, a fines de mil novecientos veintisiete colocó en el pecho del
valeroso Valdeiglesias una medalla de oro en mérito a su labor en pro de la pacificación de la
provincia.
EN UN PRINCIPIO
La mañana era espléndida y clara. Una ligera brisa que soplaba levemente balanceaba
casi con tranquilidad el follaje de los altos árboles de nogal que se erguían verticales: el uno frente
a la puerta de entrada del gran bazar que poseía Benel en La Samana, y el otro, frente a la salinera,
donde despachaba a un tumulto de gentes de los alrededores, con parsimonia e inclinado
ligeramente adelante, un joven de incipiente calvicie, Carlos Amadeo Vigil.
Allí vivió instalado y al servicio de Benel desde los primeros meses del año mil
novecientos, y había sido contratado como Administrador del fundo, maestro y contador.
En aquel gran patio no se veía otro arbusto. Abundaba un enano pastizal verde, salpicado
de juanalonsos, verbenas, chamicos y llantenes que crecían sobre la tierra apisonada y sequiza.
Casi a diario se oían diálogos curiosos, exigencias o peticiones apremiantes; cada uno
está obligado afrontar su vida de manera diferente; cada hogar constituye un universo distinto y
multiforme es el correr de la vida, esto lo palpamos a diario; empero la vida también es policorde,
y todo esto constituye ya un axioma.
Ño Carlitos, ño Carlitos... Onde mío no me ha despachao usté, ni la ha apuntao en mi
libreta... No sea malito, ño Carlos; Tengo velorio hoy día, de mi cholito, que se ha muerto con el
tabardillo. Despácheme usté breve,
-Allá te va tu ración, cholo, y vete con Dios. Saluda a la Pascuala. Tres varas de vichi y
seis de tocuyo de a veinte, pedía despachar otro.
Sal, azúcar, coca y aguardiente, patrón, exigía otro.
-Un cajón de muerto, pedía un tercero.
Y tantos años vivió allí aquel caballerete, que se decía hasta haber tejido su idilio con una
fresca campesina.
Recorría todos los oscuros rincones de la casa hacienda, desde la madrugada hasta la
noche, cuando no estaba entregado a las arduas tareas de la contabilidad general, o a la enseñanza
de los Benel menudos, o al recorrido para ejercer contralor y efectuar balances anuales en los bien
surtidos bazares que Benel poseía en Bambamarca, Chota y Santa Cruz,
-Oye, ratón ¿qué haces allí? ¿Qué hueles? ¿Qué has guardado?
¡Largo de allí!, - casi enojado cuentan que se volvía hacia un chicuelo campesino
pitañoso, que en mangas de camisa husmeaba por las porquerizas y que después sería uno de los
grandes fusileros de Benel, donde gruñían produciendo infernal ruido, más de doscientos
chanchos de fina ralea.
Ñade, ño Carlitos... Estabay aguaitando los coches.
Vete a llamar al cholo Blas, el porquerizo ¿Le conoces? Se lo necesita aquí para que cure
a los chanchos que se han mordisqueado ¡Corre!
En el atiborrado bazar, donde atendía personalmente don Eleodoro, había un hervidero
de gente haciendo compras. Circulaban, iban, venían y tornaban conversando sus problemas
íntimos, a través de la amplia acera con piso de madera, orillada de una luenga blaustrada que
recorría hasta el comedor.
Los samaneros se cruzaban de rato en rato, portando ya sea útiles de cocina, artefactos de
comercio o víveres para la manutención de los Benel y sus trabajadores.
Cuatro mujeres chaposas y melenudas, moradoras de los llanos y chacarales, así como de
las laderas vecinas cubiertas de vegetación, oficiaban de cocineras y estaban prontas para atender
a los niños, a los jóvenes y a los visitantes o viajeros que por allá pasaban una temporada o
solicitaban asilo en la casa de “El Triunfo” que así también se llamó a La Samana.
La cocina comunicaba con una amplia despensa, por un lado, y con el comedor por el
otro. En este último compartimiento se veía una larga mesa tallada y muebles pulidos en
profusión.
Delante de la colina de Changasirca, de suave pendiente y recubierta de pasto y maleza y
frente al patio trasero de la casa hacienda se encuentra un terreno llano con muchas cercas, en el
que abundan los eucaliptos que chirrían al mecerse con el viento, algunos álamos, alisos y arbustos
propios de la zona templada del Ande.
La capilla con su alta cumbrera y su portón de tosca labradura, sólo se abría para el rezo
del santo rosario sabatino y los días de gran jolgorio, es decir, cuando se celebraba la fiesta de los
santos patronos de la hacienda: Nuestra Señora de los Remedios y el Señor del Milagro; o el
cumpleaños de los propietarios —padres e hijos— ocasiones en las cuales era infaltable la
presencia del cura santacruceño y su bendito sacristán, quienes llegaban cabalgando tras cuatro o
más horas de duro trotar.
Acompañado por el traqueteo de sus vetustas ruedas y envuelto en nubes de polvo
aparecía de cuando en cuando, por un recodo del camino que conduce a Yauyucán, un veterano
carretón cargando alfalfa para alimentar a centenares de cabezas de ganado vacuno, caballar y
mular que Benel apacentaba en Sus praderas extensas.
El troj de la hacienda, cerrado y oscuro a pesar de sus dos ventanucos, estaba siempre
repleto de granos. Era un gran departamento que hacía honor a su nombre. Las rubias mazorcas
de maíz se podían admirar a montones, amén de infinidad de otras simientes. Tenía también su
larga balaustrada de torneados balaustres.
Un cuartucho que servía de calabozo, adyacente al granero, casi siempre se le veía vacío:
uno que otro cargante borrachín el martes de carnaval, o uno que otro cholo que zarandeaba duro
a su consorte.
En la carpintería y maestranza, gran compartimiento al cual daban acceso tres puertas,
había un tosco banco de carpintero con tornillo de hierro, un viejo yunque de herrería, su
respectiva fragua con fuelle, en cuyas palancas se veían las iniciales de Eleodoro Benel marcadas
al fuego. Diversidad de herramientas, instrumentos y materiales propios para el desempeño de la
carpintería y herrería, se veían alineados unos, y colgados otros en sus correspondientes ganchos.
En torno al banco y al yunque se encontraban siempre un par de fornidos cholazos,
serrucho en mano el uno, tenaza y martillo en ristre el otro, acompañados de sus respectivos
ayudantes o segundos, hombres jóvenes que trabajaban saboreando su faena y mirando de soslayo
a las chinas que pasaban por las puertas.
La enorme sala de recibo de los pisos bajos, con una bien labrada puerta y sus ventanales,
también se abría en ocasiones de fiesta. Diversidad de muebles finos, amén de grandes retratos
ampliados de familia, colgaban en las paredes de la sala sumida en la penumbra. Una artística
araña ornada de relucientes prismas de cristal y que funcionaba a querosina, pendía del centro del
cielo de la pieza.
El piso era entablado y revestían las paredes papeles de espaldar azul adornados con
caprichosos motivos negros.
Una rústica y empinada escalera provista de su brillante pasamano, conducía a los pisos
altos, que sólo estaban edificados en la parte central del pabellón de construcciones. A la izquierda
y en el extremo existían cinco dormitorios, el de los esposos Benel, y los de sus hijas.
Al centro de los pisos altos existía una segunda sala de recibo, casi igual a la de los bajos
y en el extremo derecho se encontraban los dormitorios que en número de tres, servían para los
jóvenes Benel.
Todos estos compartimientos comunicábanse entre sí, y el último dormitorio de éstos, por
medio de una portezuela desembocaba en un gran balcón corrido, característico de las tierras altas,
que miraba al patio trasero e igual a otro existente en el patio principal de la casa hacienda.
Del posterior balcón se avistaba la pequeña planicie, los setos, arboledas y la eminencia
de Changasirca.
Las habitaciones se agrupaban formando un solo y gran pabellón en forma de cruz griega,
uno de cuyos extremos, en el brazo superior, estaba dado por la capillita, y el otro por la despensa;
siendo el extremo inferior el sitio donde se encontraba la maestranza, en el primer piso, y los
dormitorios de los muchachos en el segundo.
Trabajo no faltaba en La Samana. Habían gentes que desempeñaban todas las labores:
unas fregaban y barrían el piso: otras limpiaban las manijas de bronce de las puertas; quienes
limpiaban el polvo de los cristales de las ventanas, quienes barrían las escaleras con escobas de
pichana, y nunca dejó de haber cholos que rajaban, a hachazo limpio, gruesos troncos de eucalipto
para proveerse de leña seca que alimentara las hornillas de la cocina.
Mientras unos araban el suelo, barbechaban o sembraban las simientes, otros se
entrenaban en el manejo y limpieza de las armas, otros lavaban la vajilla o aseaban la capillita en
la víspera de la llegada del cura cruceño para las misas de onomástico, los bautismos y
casamientos en serie de toda la población samanina.
Sembríos de maíz, papas, arvejas, frijoles y cebada, más otros productos jalquinos ora
verdes ora amarillentos según la época, rodeaban esta colmena de trabajo. Las abundantes
cosechas abastecían al paupérrimo centro poblado de Santa Cruz de Succhabamba de pocas tierras
feraces, al de Chota y no pocas veces al de Hualgayoc Mercaderes Chiclayanos, Chongoyapanos,
Sanmiguelinos, Llapinos, Sanpablinos y de otros distritos no faltaban en La Samana para adquirir
reses y otros ganados de la heredad.
Guardaba Benel gran veneración a su madre, doña María Zuloeta, cuyo enorme retrato
encuadrado en artístico marco pendía en lugar central y visible de la sala del piso bajo; como que
de ella heredó el extenso fundo de La Samana.
Cuando contemplaba con recogimiento aquella reliquia, rememoraba cierta vez que su
madre, acatando órdenes del jefe de la familia, el viejo Andrés, le había dicho con voz dulzona y
tirándole de las orejas:
- Me han dicho que te dé una buena paliza, porque eres demasiado malcriado y
desobediente… Pero, creo que te vas a componer ¿No es cierto?
- Sí, mamita, le contestó en aquella oportunidad Benel siendo aún niño.
- Bueno, entonces piénsalo dos veces cuando quieras hacer algo malo. Algún día y pronto
serás ya hombre mayor, y es bueno que vayas entrando en razón.
Benel heredó también de su madre el humanitarismo y la filantropía, caracteres innatos
en las personas. Era muy caritativo y un católico ferviente, cualidad que supo inculcar a sus hijos,
con la eficaz ayuda del maestro Vigil, en toda la línea.
-Mi madre era una gran vieja, exclamaba lleno de regocijo y cruzándose de brazos al
caminar por los patios de la casa hacienda en sus nocturnas y cuotidianas tertulias con Carlos
Vigil.
Del padre heredó la contracción al trabajo, la constancia y la perseverancia, así como la
bravura; por que Benel era corajudo hasta el límite máximo y en su iracundia llegaba, inclusive a
perder los estribos; pueden asegurarlo así los que le conocieron. Este hombre poseyó un corazón
de fuego... Y no podía ser de otro modo para vencer las asechanzas o la persecución desembozada
de aquellos tiempos felizmente superados.
La inmediata inferior —siguiendo costumbres ancestrales— en el manejo de los negocios
y hacienda era la esposa de Benel, doña Domitila Bernal, cruceña legítima, exorcizada, oleada y
sacramentada por cura cruceño.
Se levantaba muy de mañanita y luego de su rezo matinal, impartía órdenes en voz baja a
las samaneras.
- ¡Ay, mi Dios, dame paciencia!, cuentan que solía exclamar casi colérica cuando pillaba
a los samaneros con las muchachas de la cocina en picarescos ademanes o caracoleos amorosos.
- ¡Sabina, vete a tu cocina! Y la muchacha de sonrosadas mejillas y exuberantes formas,
cabizbaja, debía encaminarse al lugar indicado.
- ¡Tú, Ezequiel... A segar alfalfa, cholo haraganazo, inútil, galiparlo! Se dice que éste era
vástago de Carlos Vigil; por lo tanto hermano de don Adolfo.
Doña Domitila Bernal, era ama y señora del fundo Achiramayo, que con su matrimonio
vino en anexarse a la Samana.
Eleodoro Benel poseía, además, grandes fundos ubicados en la zona norte de la provincia
de Cutervo, limítrofes con el Chamaya, Sedamayo y Silugán.
Canciones de iglesia entonaban los Benel, hijos, todos a coro en la capillita de la hacienda
cuando había fiesta de cumpleaños. Como numerosos eran los hijos de Benel, variadas también
eran las canciones que interpretaban ayudados por don Carlos con su voz de bajo. Se decía misa
con sermón, estallaban cohetes, danzaban las pallas, no faltando la alegre diversión de la vaca
loca, almuerzo general en pailas para todos los trabajadores consistente en tamales, sancochado,
papa con cuy y botijones de chicha. Y como fin de fiesta, alegre baile en los salones del fundo
con los señoritos de los pueblos aledaños.
Durante todo el ciclo solar se celebraban santos: en mayo había uno, (el 6) de Segundo
Eleodoro, en abril (6) de Lucila, Julio (19) de Eloy Edmundo, en setiembre (5) de Andrés,
setiembre (16) de Donatilde, setiembre (13) de Margarita, setiembre (10) de Demetrio, octubre
(3) de Armandina, octubre (18) de Esther y diciembre (1) del pequeño Aníbal.
Muchos años [atrás], Benel se encontraba cursando el segundo año de instrucción media
en el Colegio Nacional de San Juan de Chota.
Por uno de esos azares del destino, un buen día por la tarde desaparecieron de la sala de
clases, tres mozalbetes audaces, dejando libros, cuadernos y todos los bártulos propios de gente
estudiosa; sin mayor consentimiento de sus padres y tras caminar seis días a pie se plantaron en
Chiclayo con el fin de buscar trabajo. Los tres socios eran Celso Guerrero, “Chusho Bances” y
Eleodoro Benel.
Aires de montonera encontraron estos jóvenes en la capital de Lambayeque, pues el
coronel pierolista don Teodoro Seminario y un señor Orozco, se hallaban sublevados. Con
inquebrantable fe y una ciega confianza en sus fuerzas, solicitaron y obtuvieron su alta como
soldados.
Oyeron el silbido aciago de las balas cruzárseles numerosas veces por las narices y
batallaron con fervor en Huajrajero, Chusgón Yuracpirca, Araqueda, en Hualgayoc y en Chota.
Después de algunos meses ya se le ve a Benel vestir el uniforme de teniente de
montoneros. Con este grado desempeñó el cargo de ayudante del coronel Seminario. El era pues
solícito encargado de hacer cumplir todas las disposiciones del jefe.
La montonera de Seminario vivaqueaba en Chota, escasa de víveres y sin blanca; por lo
que el jefe dispuso el apresamiento de algunos ciudadanos notables adversos a la causa, así como
el de otros adinerados, con el fin de imponerles cupos. Cayó entre ellos el cura Francisco de Paula
Grosso, párroco de Chota, y que después ocupara el solio episcopal de Cajamarca.
Cada exigencia del teniente Benel era contestada por una rotunda negativa del cura:
¡Suéltenme, bochincheros! exigía el sacerdote. ¡Reclamo respeto para un ministro del
Señor!
Primero, curita, el cupo, dice el coronel... Sino ¡Nones!
¡Déjenme libre! ¡Con los sacerdotes no se hace esto, poseídos del demonio!, pero seguía
el curita fregando el piso del cuartel y barriendo por varios días.
Es la orden, señor cura. No hay plata, no hay libertad. ¡Ya lo sabe!, Al clérigo le valió su
testarudez. Pero, mal hicieron según muchos pareceres y de buen juicio, entrando los montoneros
en líos con los curadores de almas. Al fin y al cabo, sólo consiguieron arrebatarle una hermosísima
mula blanca, de buen piso, suave y de gran alzada. Excelente, puesto que mula de sacerdote era.
Cuando Grosso vistió ya hábito de obispo, se acordó de Benel y no quiso saber nada de
tal terrateniente. Nunca le olvidó, y al hacer sus consabidas visitas pastorales por Santa Cruz y
Ninabamba, jamás pasó por su fundo.
Una frígida noche chotana asomaba por la ventana de la vieja habitación donde jugando
la pinta, se despellejaban Benel y el médico Coronado, de afamada habilidad profesional. Los
dados rodaban presurosos una vez y otra y otra, sobre un mantel listado de dobles perfecto y
cubriendo una pequeña mesa. El testigo dormitaba a la temblorosa luz de una bujía, y de rato en
rato asomaba la cabeza por encima del embozo de la bufanda para escuchar con cierto desasosiego
las tan temerarias apuestas.
Los dados constituyeron el gran vicio de Benel ¡Cubículos y cubilete!
Aquella noche anduvo con suerte. El médico tras duro batallar, perdió nada menos que
una bien surtida tienda de comercio en el primer tercio, sus joyas en el segundo, y sus restos en
el último.
¡Quédese, doctor, con sus restos!, exclamó Benel con socarronería. Déjeme lo demás.
Todo es mío.
- ¡Gracias, Benel!, dizque exclamó el médico, cuya figura, nada agradable, se movía
inquieta, de un lacio para otro en la temblorosa luz de la bujía, mientras que con la mano derecha
se ajustaba el nudo del corbatín. Su cabeza calva, grande y de pelo escaso, reflejaba los fulgores
de la mortecina luz.
En los poblados vecinos, gozaba Benel la fama de ser apostador y pintista redomado.
Caminaban tras él, legiones de curiosos, burropiés o ganchos para el amarre del juego, expertos
en chanchullos, y, tahúres pueblerinos tales como: “Mosco” Verástegui, Fidel Orrillo, el tuerto
Cabrera, Manuel Cieza y otros crúceños, chotanos, bambamarquinos, chiclayanos; no faltaba a su
lado abundante fauna de sinvergüenzas y vividores, que pasaban grandes temporadas a costillas
de Benel, gentes que cuando se sentaban a los festines devoraban tanto o más que Sardanápalo,
Heliogábalo o Nerón.
***
Enorme lote de madera del bosque de Santa Rosa de su propiedad colocó Benel durante
tres meses consecutivos, y a lomo de caballo, en la ciudad de Cajamarca.
Hallábanse en plena edificación del mayor, hasta ese entonces Centro Escolar de aquella
ciudad. Como le fuera tomada solamente madera escogida. Benel encontrábase aquella tarde
pensativo, casi colérico con una copa de licor que se había hecho servir, en la mano, cuando
ingresó a la habitación donde se encontraba en sus cavilaciones el R. P. Teodoro Bermejo, a la
sazón prior del Convento de San Francisco, que también se hallaba en construcción.
Despierta, hijo. Estás quedándote dormido, dijo con dulzura el franciscano.
Buenas tardes, y adelante reverendo padre ¿Cómo está Ud.? Pensaba nomás, padrecito.
Pensaba. Apresuróse a decir Benel, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo. ¿En qué
puedo servirlo, padre?
Quiero saludarte bien, darte mis bendiciones y también tengo conocimiento que dispones
de una cierta cantidad de madera sobrante de tu contrato con los constructores de la escuela, dijo
el humilde hermano de San Francisco de Asís.
- Sí, Reverendo. Es cierto.
- Bien ¿Por qué no me la vendes, hijo?... Yo la necesito con urgencia. Es para terminar la
construcción de nuestro convento.
- ¡Es suya, padre! ¡Llévesela toda!, apuntó Benel con regocijo.
- ¡Pero regalada, eh, regalada! ¡Con esto creo pagar ciertas cuentas pendientes que tengo
con la Santa Madre Iglesia -, agregó recordando talvez la forma como había tratado al cura Grosso
en su mocedad!
- ¡Gracias, hijo. Dios te dé largos años de vida, y que su santa misericordia vea siempre
por tí, hijo! ¡Muchas gracias!
Benel entró de golpe en el número de benefactores del Convento de Cajamarca. Asimismo
obsequió todo el maderamen del templo de la ciudad de Santa Cruz y contribuyó con su dinero al
progreso y embellecimiento urbano de la misma en aquel entonces.
Las mozas y los muchachos formaban corros durante el recreo. El rostro severo del
maestro “El Viejo” como le llamaban las chicas, vigilaba sin perderles de vista en sus juegos y
travesuras, a la par que les enseñaba con fe.
Con notoria intención de molestarle, que para eso están hechos los educandos, lanzábanle
ciertas indirectas que el maestro pretendía no oír.
- Juguemos en el bosque mientras el viejo lobo no está...
¡Lucilaaa!, llamaba con voz ronca el maestro.
- Don Carlos, replicaba la chiquilla.
- Ya estás yendo a curarte esas manos llenas de arañazos … ¿Qué has hecho?
- Nada, don Carlos... No me duelen, argumentaba despreciativa.
- ¡Diez azotes y arrodillada contra la pared! ¡Ya sabes!... ¡Una hora!, amenazaba.
El maestro agitando una campanilla daba por finalizado el recreo cuando llamaba: ¡Niños:
al salón!
Reunidos en la única aula de la escuela de la hacienda se encontraban todos los Benel,
hijos y otros chiquilines emparentados con ellos: Régulo y Rómulo Vargas, de Ninabamba,
Alindor y José del Carmen Cabrejo así como otros vecinitos. Para azuzarlos en su aprendizaje
hilvanaba comparaciones, y decía, por ejemplo: No hay caso, el mejor alumno que he tenido,
tanto en conducta como en aprovechamiento, ha sido Castinaldo... ¡El único!, exclamaba don
Carlos con admiración. Ustedes, les decía, al resto de chiquillos, son una tanda de completos
borricos… Jumentos, con orejas y todo.
A ver, Segundo Eleodoro continuaba, ¿Qué es la luz?
- La luz es... Bueno, la luz es...
Los escolares escuchaban con respeto y miedo al maestro Vigil cuando estaba colérico.
Pues, era sabido que la vez que los cogía, previo ultimátum, los retorcía a su modo, dándoles las
más de las veces unas cuantas nalgadas bien puestas o de seis a ocho azotes, cuando más.
Golpeaba insensiblemente su varilla de sauce con fruto de choloque incrustado en la
extremidad en sus huesudas rodillas agresivas empezaba a corregir al muchacho en coro.
- La luuuz... es un agente físicoooo que ilumina y nos permiteee.. . la visioón de los
objetoooos ... que nos rodeannnn, terminaba con fuerza.
- Veamos ¡Donatilde... A la pizarra! La chica, dicen, salía bostezando y cubriéndose la
boca con el puño cerrado, cogía un pedazo de tiza, dirigíase al pizarrón y empezaba a liar entre
sus dedos las tripas de la mota.
- Escribe un quince avo.
La chiquilina garabateaba a duras penas sobre la pizarra una cifra, al parecer, Cinco,
contrahecha e inclinada, precedida de otros signos muy similares a los caracteres egipcios.
- ¡Eso es un cinco y en seguida un rasguño de gallina, hijita linda!, tronaba ya el maestro
con rabia. ¡Un quince avo, te he dicho!
Tornaba a dibujar otros rasgos indescifrables y entonces era invitada a sentarse. La
mocosilla se retiraba a su carpetín haciendo un puchero para llorar.
- Yo, señor
- Yo, señor.
- Yo, señor Vigil, gritaba Rómulo Vargas levantando la mano.
- Pchssssst ¡Hablen más bajo, niños! ¡Silencio!
En el fondo de la escuelita se veían grandes retratos de Castilla, de San Martín, de Bolívar,
de Piérola y uno nuevo de Billinghurst. Todo esto relataba Segundo Benel.
Los jurados examinadores eran nominados especialmente y venían desde el poblado de
Santa Cruz a lomo de jacas samaninas que se les enviaba el día anterior. En Santa Cruz se
suscitaban fuertes disputas, entiéndase bien: disputas, y cada cual movía lo suyo para hacerse
nombrar miembro del jurado. Era sabida la magnanimidad de Benel, y era fama, asimismo, que
todos los Benel eran manirrotos de cuentas.
Los examinadores se aburrían tomando examen a los flacuchos Vargas, quienes de tanto
saber cometían yerros, a los Benel, hombres y mujeres... y terminaban otorgando diplomas a todos
los alumnos, así como otros premios, con gran contentamiento de los viejos y pese a las
escaramuzas y refunfuños del maestro Vigil, que no veía con agrado aquellos indebidos honores
a tales méritos. Un hombrecillo torcido y desgreñado era casi siempre el presidente del jurado.
Castinaldo, el primogénito, y Segundo Eleodoro fueron enviados al Colegio de Chota en
busca de nuevos aires de cultura. Su maestro los presentó a pruebas de revalidación, y resultó
Castinaldo asombrando al conjunto de jurados. No quedó atrás el colorado Segundo Eleodoro.
Terminado su cuarto de secundaria —antes Instrucción Medía— y después de muchos
ajetreos para los que no estaba hecho, menos dispuesto, el joven Castinaldo, de fisonomía muy
cercana a la de su padre, logró su ingreso en la antigua Escuela de Clases de Chorrillos, obligado
por sus mayores para seguir la carrera de las armas. Allí le fueron extraños la vida regimentada,
el burdo uniforme de jerga gris, el apretado correaje, la mala alimentación, la disciplina y más
que todo, el hecho de no estar acostumbrado a recibir órdenes de nadie.
Cuentan que, por no caer muerto de risa, se asió a la aldaba de una de las puertas del viejo
local de la Escuela, cuando un cabito, serrano del Centro él, flacucho, prieto, enfermizo y regañón
le ordenó cierta vez: - ¡Uye, tí: undi ti paras, no ti muivis!... ¡Oístes!
Castinaldo se carcajeó con áspera risa, según se cuenta.
Un puntapié en los fondillos fue la réplica del cabito, enfundado en su uniforme de jerga
gris.
Desde allí, Castinaldo comenzó a mirar afanoso puertas, ventanas y tapias, en procura de
la calle y, entre gallos y medianoche voló, dando su mortal naturaleza en el fundo La Samana, a
donde llegó caballero en brioso castaño de media sangre, acompañado de veinte cholos que habían
salido a recibirlo, y cuyos cabecillas eran: el Tuco Vera, los bravos Asenjo, Eduardo Mego y
Neptalí Roncal.
• • •
Era administrador —después de que lo fue José Félix Novoa— de un elegante bazar
situado en la plaza principal de Bambamarca, Aurelio Acuña Villanueva, hombre de talla media,
cara morena, surcada de algunas incipientes arrugas, moteada de lunares, bien afeitada y con la
mirada dulce, de vida quieta y reposada, piadoso y honesto.
Con este bazar tenía don Eleodoro otro adyacente a cargo de Mercedes Villanueva,
Papamesche, sastrecillo e imaginero pueblerino, cuyo infalible método consistía en inquirir la
edad del recurrente y luego extraer de su bien conservado archivo el molde adecuado para tal
cliente, ya sin darse el lujo de gastar inútilmente el tiempo en tomar la respectiva mesura.
La tienda de Chota la regentaba Julio Cadenillas Gálvez, de buena jaez de familias,
pariente a la sazón de Vigil, hombre moreno, calinoso, de poco temperamento, pero eso sí,
magnífico escribiente.
El bazar de Santa Cruz, tenía como jefe a un hombrecillo con cara de mosca que respondía
al nombre de Mardoqueo Calderón.
En la Samana, “El Tambo” según le llamaron los campesinos, estaba atendido por el
mismo Benel, que a veces era auxiliado por Vigil, cuando no tenía ocupación en la salinera, en la
escuelita o en la contabilidad.
En Silugán, fundo de la ceja de montaña en el caluroso valle Chamaya, la tienda estaba
encargada al rumboso joven Castinaldo, primer vástago de Benel. Muchas se sorprenden, otras se
irritan y algunas personas estallan en estrepitosas carcajada cuando les cuento lo ocurrido durante
la ceremonia del bautizo de mi hermano Adolfo. Castinaldo, en representación de su progenitor
apadrinó la ceremonia; hubo profusión de luces y de invitados, el baile fue realmente versallesco
según el medio, e buffet abundante, y el padrino arrojaba esterlinas y peruanas así como soles de
nueve décimos en forma tal, que hasta la linda madrina —Raquel Orlandini Verástegui mocita de
unos catorce años—, no vio inconveniente en guardarse algunas en el bolso, recogiéndolas del
suelo. La mayoría, la casi totalidad de las personas convidada al bautizo, coinciden en señalar que
ni siquiera llegaron a sentir las ondas de un furioso movimiento telúrico que se produjo aquella
alegrísima y ya lejana noche.
De gran estima por los hacendados gozó el señor Vigil, para don Eleodoro, Vigil era una
especie de caballito de batalla, un sábelotodo y arréglalo todo. Para la mestizada de los peones y
arrendadores del fundo, fue Vigil “cuñado de don Heriberto Benel”. En realidad, era sólo primo
de Domitila Vigil, que así se llamara la esposa del hermano de don Eleodoro Benel.
Para los muchachos, “el viejo Vigil”, retoño de tricentenarias familias de Chota, aunque
pobre de solemnidad, era el consejero, el amigo fiel y sin dobleces, el guíe el asesor diríamos
actualmente.
Se hizo el hombre indispensable, el factótum, a la vez agricultor, veterinario carpintero,
remendón, latonero, calafate, contador, abogado, ecónomo y hombre de armas. Se desempeñaba
en todo con eficacia y su patrón tenía la seguridad plena de que un hombre de tal raza resista los
rigores de la vida campesina.
Oficiaba tan pronto de capataz de campo, como maestro de capilla o maestrescuela;
representante de la contrata para el enganche de peones que Benel tenía en Cayaltí o tan presto
como contralor de las tiendas, a las cuales visitaba anualmente con Castinaldo y Segundo, hecho
ya contador en Lima, precedidos de mucho boato y con algunos hombres de armas, no menos de
seis, que acompañaban montándoles la guardia.
Triste y desventurado oficio desempeñan muchos ciudadanos en lo que respecta al tráfico
de trabajo humano, en el llamado “socorro de peones” a los grandes principados costeños; y
aunque tales palabras no suenen poéticas, ello, no obstante, son realidad. Estos modernos negreros
abundan hoy en día en todo el Perú, se han enriquecido a costa del sudor de los hombres que
explotan a sabiendas o no; pero se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que era un negocio
lícito por aquellos tiempos. Todos los hacendados del Ande lo practicaban... ¡Todos! sin
excepciones, además que solían poseer calabozo y hasta su propia fuerza armada.
Benel tenía gran visión para emprender los negocios. Era importador directo de variedad
de mercaderías de grandes firmas así europeas, así americanas. Su magnética personalidad, así
como su virilidad, eran los dones más notables que poseía. Le admiraban desde sus trabajadores,
era ídolo de las chiquillerías pueblerinas y hasta de gentes costeñas encumbradas, repartía a manos
llenas abundantes propinas a los rapaces, era rumboso como pocas y muchas, muchísimas mozas
suspiraron de amor por él.
Su acerada musculatura, templada en las rudas faenas agrícolas, a las que se dedicó desde
su juventud, le hacían aparecer vigoroso.
Sus hermosos ojos negros, de mirada penetrante, ubicados tras el ajimez de sus cejas finas,
le daban atractivo singular. La nariz recta y bien contorneada quedaba delimitada por un tupido y
gran bigote que le rebosaba las comisuras de los labios. Regular y sencillo era el dibujo de sus
labios. Tenía la frente espaciosa, cuya amplitud iba en aumento a medida que crecía la calvicie.
No había en su rostro moreno ninguna mueca de dureza, salvo en sus ratos de ira. Tirador eximio
era, y le obsesionaron todas las armas; también le deleitaban las herramientas extranjeras, prueba
es que en Chiclayo o en Lima se detenía a admirarlas en los escaparates y luego adquirirla para
sus múltiples necesidades.
Ingente era la actividad de Benel, grande y agotador su trabajo. Tras él siempre se veía a
su fiel colaborador y en toda circunstancia, de día o de noche, tarde o temprano, con lluvia o sin
ella, en guerra o en Paz. Tal era Carlos Vigil.
Desde su infancia demostró Benel apego al trabajo y a la rectitud. Era intransigente.
Eleodoro Benel Zuloeta, llegó así al día de su muerte, perseguido y acosado, después de duro
bregar en la trinchera y en el surco, durante cincuenticuatro año seguidos, pues según consta había
venido a este mundo en un cinco de agosto de mil ochocientos setenta y uno.
EL ASUNTO “LLAUCAN”
Desprendiéndose de la banda, se presentó ya avanzada cierta noche, en una casa del jirón
Lima en Chota, Raymundo Ramos, para entrevistarse con Régulo Regalado ciudadano éste de
rechoncha figura, nariz respingada y mejillas enormes a la par que rozagantes. Inclinada hacia
adelante la cabeza, tenía el paso corto e inseguro.
Era fama que andaba en tratos y conchabanzas con el diputado de entonces, Oswaldo
Hoyos Osores, y las gentes repetían muy seguido estos dichos al referirse a tales relaciones: “más
puede tetas que carretas” y “al buen entendedor pocas palabras”.
En el año mil novecientos doce, Regalado fue vencido en la puja por el remate de la
locación-conducción de la hacienda Llaucán, que por esos días había convocado la Junta
Económica de su propietario, el Colegio de San Juan, cuya buena pro y en decente pugna la había
obtenido Eleodoro Benel.
Metiendo la mano al bolsico interior del saco, extrajo un fajito de billetes —los paisanos
chotenses no se caracterizan por dadivosos— que rápidamente desapareció en manos del bandido
y cerró con llave desde adentro, la puerta de la habitación donde se encontraba.
- Bueno, Raymundo... Tú ya sabes lo que tienes que hacer. ¿No es cierto? -, empezó con
voz poco audible, Regalado. - Espero te desempeñes en la forma debida.
- Sí, señor don Régulo, - contestó animoso el abigeo. Tengo todas sus instrucciones... Las
cumpliremos sin más trámites. Esté usté seguro que así lo haremos. ¡Sin fallar!, siguió
argumentando el cholo Raymundo, sonriendo malignamente - Biamos estao esperando su
llamadita, según nos mandó usté carta.
Regalado despidió con no poca alegría al bandido palmoteándolo en el hombro, y éste
había venido resignado, pues, a venderse.
- Bien, mi don Raymundo. ‘No olvidar los detalles y consultar cualquier duda. Vete con
Dios y que te salga de primera... Te escribiré pronto.
- Hasta lueguito, mi señor don Régulo. Yo también le avisaré un destos días del resulta
de la operación - El bandolero Raymundo, alto, desgarbado, abandonó la casa con sus zancadas
poderosas que parecían las de una jirafa y desapareció por una de las abruptas calles de la ciudad.
TERRIBLE PREDICA
La sierpe plateada del río se contorsiona en ajustados meandros por en medio de los
pastizales de la llanada hasta confluir con un riacho, y el vuelo sereno de las quigüilas, marca en
el aire, la dirección de la corriente. Las chacras, las cabañas y alquerías, las cercas, las líneas de
eucaliptos y las tierras polícromas en ondulante sucesión llegan hasta el ribazo de las montañas.
En estas verdes y exquisitas planicies de Llaucán, en el ángulo de confluencia, a partir del
cual el río se interna por una garganta cincelada entre moles verticales ruiniformes, encontróse
Raymundo Ramos con sus hijos, hermanos y sobrinos. La tibia brisa de la llanura y la aparición
del jefe, tonificó en cierto modo el espíritu del grupo de bandidos, que se hallaba un tanto
desconcertado.
Depositó una alforja repleta sobre la grama verdusca y púsose a desatar un talego que
contenía algunos biscochos, pan y caña, que los repartió con equidad entre todos los componentes
de la banda.
- Tenemos que entrevistarnos hoy mesmo con ese hombre - apuntó con seguridad el jefe.
- ¿Y onde vive? -, inquirió el cholo Pancho.
- En el sitio de el Chorro Blanco-, contestó Raymundo - Pa allá tenemos que dir dejuro -
Tras informar mayormente al conjunto y mordisquear por algunos momentos sus frescos y
sabrosos biscochos, levantaron campamento y emprendieron camino por las riberas del arroyuelo
Pomagón, riacho tigre durante los inviernos, admirando el maravilloso paisaje, pero en completo
silencio. Los arrecifes de Pomagón son responsables de la muerte de rosarios de campesinos que
los domingos retan el paso de la corriente cogidos de las manos y en completo estado de ebriedad.
Se entendían los abigeos con la sola mirada, con la sonrisa, sin decirse palabra. No
anduvieron ni cincuenta minutos y se encontraron de manos a boca con el chozo de Emilio
Tarrillo, enclavado en los primeros contrafuertes roquizos que dan comienzo a elevadísima
montaña. Azules hilachas de humo brotaban por los resquicios del techado de la choza.
Tarrillo los recibió con cierto recelo; y aunque él también desempeñaba el triste y nada
edificante oficio de matar, sin embargo, se sintió incómodo en su propia casa, con la presencia de
tan terribles asesinos, cuya fama había traspasado ya más de cinco provincias. Alargóles la mano
e invitóles a tomar asiento:
-Pasen, señores Ramos, pasen… Lleguen nomá. Tarán aquí como en su propia casa.
-Aquí debe haber gente que nos informa a cada ratito de toos los movimientos de Benel,
y gente que tamién se mueva aquí entre los indios. Nosotro hemos venido pa acá pa impedir que
Benel tome posición del fundo. ¡Esa es la orden, y no hay más!... Así es que horitita mesmo vamo
a empezar a trabajar.
-Como ustedes saben, yo toy a sus órdenes. Uté bien lo repara ño Raymundo-, replicó
Emilio Tarrillo con su cara de ingenuidad, la barba negrísima partida y sus bigotes tan grandes
como los de Raymundo, que destacan en su faz enrojecida por el frío de la jalquilla. ¡Y qué buen
arriero fue de sus amigos y conocidos! Relució la botella y se desparramó la coca.
-Bien, entón... Hay que hacer repartir las voces que el que va a tomar la hacienda es un
pillo, es un ladrón. Que es un asesino deselmao. Que es un bandolero-, decía el bandido Ramos
enumerando con los diez dedos de sus manos. - Que es uno que va a subir los arriendos. Que va
a quitar las chacras. Que va a destruir las sembraduras. Que se va a empuñar la plata de las
limosnas del patrón San Francisco. Que los arriendos no se van a pagar cada año, sino es tres
veces en cada año ¡pero ustedes no deben abonarlos! Que va a tumbar la Iglesia de la hacienda.
Que va a apresar y a quemar las chozas de los indios que se han declarao de sus nemigos... En fin,
uté se va encargar de hacer decir lo que ellos quieran ¡Tratándose de joder a Benel, no pararse en
pelos!.
El bandolero garabateó apenas algunos jeroglíficos en la hoja amarillenta del viejo
cuadernito de uno de los pequeños de Tarrillo, y envió a éste a cumplir su misión de propaganda.
Emilio Tarrillo retornó a su bohío muy avanzada la noche y satisfecho de haber cumplido
con su trabajo. No quería caer en desgracia con Raymundo, y, en efecto, había repartido las
consignas respectivas entre quince cabecillas indios o cabezonados, yanaconas del fundo Llaucán.
Estos esparcieron con gran velocidad una concatenación de voces a toda la indiada —en especial
aquello de que no se paguen los arriendos— y el ambiente comenzó a agitarse de modo ostensible
contra Benel.
El trágico empecinamiento del indio de Llaucán, la obsesión de vivir pegado a la tierra
donde nacieron sus bisabuelos -aunque saben de sobra que no les pertenece- fue hábilmente
explotado por los cínicos agitadores.
Con esta terrible prédica que duró 24 meses, los mismos indios sirvieron de instrumentos
para propalar los falsos rumores y la calumnia. Benel quiso forzar la ocupación del fundo con el
apoyo de sus hombres, más hubo oposición de la Junta Económica del San Juan, la que mediante
reiteradas y “bien puestas” comunicaciones oficiales disuadió a Benel de su primitivo proyecto.
Los Ramos desde el primer día y al notar el éxito inicial de su obra, solamente se
dedicaron a tomar y a tomar aguardiente, brindando por fracaso y por la muerte de Benel, que
creían cercana; aunque de cuando en cuando charlaban nerviosamente, tejiendo sus cábalas y
comentarios de acuerdo a su oscuro trajín.
Sin embargo, el hacendado de La Samana también tenía partido entre los indios y
mestizos, cuyos jefes eran Gregorio Guayac, Manuel Guayac, Delfín Palma, Doroteo Tocas y
Casimiro Huamán, quienes tomaban acuerdos e intercambiaban opiniones e impresiones en la
sala grande de Aurelio Acuña, amigo de Benel.
LA MASACRE DE 1914
Lugar: la llanada delantera de la casa hacienda Llaucán.
Época: el 3 de diciembre de 1914.
Personajes: la indiada de Llaucán y la gendarmería de Ravines.
Cuatro mil indios, hombres y mujeres, mozos, niños y niñas, se encontraban aquella
aciaga tarde en la llanura cubierta de grama situada delante del portón de la derruida casa hacienda
Llaucán.
Esa tarde debía Benel tomar posesión del fundo.
Habían comprendido perfectamente la propaganda desplegada en silencio por los
cuatreros Ramos y allí estaban, en pie de guerra para defender “sus derechos” a la tierra y para
expulsar al “terrible bandolero y asesino, Eleodoro Benel”.
El Prefecto de Cajamarca, coronel Belisario Ravines —héroe de San Pablo— habíase
constituido por orden superior en la pampa de Llaucán, con el auxilio eficaz de doscientos
números de la gendarmería perfectamente equipados, a fin de dar posesión a Benel, que en buena
lid había obtenido el remate de la hacienda, ya que éste mismo había solicitado también garantías
ante la creciente e insidiosa campaña desplegada por los Ramos.
La tropa formada en doble fila, estaba dispuesta en semicírculo en la llanada. El coronel
Ravines con grueso capote y pistola al cinto, jinete en un grande corcel, fornido, saltador e
inquieto, recorría el campo de extremo a extremo, teniendo al frente la reunión de llaucanos.
La indiada a cien metros de distancia, pugnaba por contenerse. Rugía y aullaba,
produciendo un ruido ensordecedor. Sus gestos, ademanes, griterío y amenazas no tenían nada de
tranquilizadoras.
Sólo esperaban la aparición de Benel para cogerlo vivo y luego despedazarlo. Estaban
armados hasta los dientes con palos de chonta, garrotes, piedras, hondas, cartuchos de dinamita
con su provisión de guías, pedernales y acerados eslabones.
- No comprendo que es lo que ha pasado-, se decía así mismo el prefecto un tanto aterrado.
El semblante desencajado de los gendarmes, denotaba su tremendo disgusto y un miedo
profundo. La indiada enfurecida, a punto de hacer estallar sus iras, no es para poco: ni más ni
menos que para hacer temblar al hombre más aguerrido y valiente aún con gran acompañamiento
y armas.
A una intimación del prefecto, la turba pudo entrar en leve calma.
Volvió después a recrudecer el infernal griterío y la furiosa indiada comenzó avanzar
atropelladamente, paso a paso, durante algunos segundos,
Una segunda intimación del coronel fue ya incapaz de contener a la enardecida multitud.
El prefecto sentía el sudor correrle por el cuello y por la frente.
- ¡Alto, alto, deténganse, deténganseeee! ... ¡Voy a ordenar hacer fuego! -Arrolladora
avanzó la multitud enorme. Tras leve vacilación y luego de arengar a los rebeldes, una cabecilla
india apodada La Camacha, salvó corriendo, con su rostro prieto, surcado de leves arrugas, la
distancia que separaba la multitud del prefecto, y al llegar a donde él, se cogió de la brida del
caballazo que se movió asustado e inquieto.
- ¡Prifetu bribón... tú también vas a dar il Llaucan a un bandidu! - espetó con rabia que le
retorcía la faz la cabecilla india, al mismo tiempo que se abalanzaba sobre el prefecto, cruzándole
un latigazo por la mejilla que derribó al suelo al héroe de San Pablo.
- ¡India estúpida, carajo! - bramó el coronel, a tiempo que el capitán Ravines, hijo de
aquél, que también habíase hecho presente en el comando del destacamento de gendarmes, extrajo
su pistola como relámpago y disparó sobre la embravecida cabecilla por tres veces consecutivas.
La india Camacha, que así se le conocía a la valerosa Casimira Huamán de Camacho,
envuelta en su propia sangre como su bandera, mártir de su raza y mártir del engaño, rodó con
ímpetu, estrujándose el ensangrentado pecho. Cuenta mi madre que esta lideresa era de las más
elegantes y recatadas campesinas de Llaucán, pues vestía costosos vestidos poblanos y calzaba
zapatos de Chota adornados con cintillos que le formaban en el empeine.
El corcel se encogió por el esfuerzo y luego se encabritó parándose en sus patas traseras.
Centenas de palos cruzaron por el aire. Una tremenda salva de piedras hendió el espacio,
sembrando el pánico en las filas de Ravines.
- ¡Fuego al aire! -, incorporándose en los estribos de su cabalgadura, aulló el coronel, a la
vez que consultaba con su reloj.
Doscientos disparos atronaron el aire amenazante. Decenas de dinamitazos retumbaron
ensordecedores al chocar en el suelo cercano al lugar donde se ubica la tropa. Los indios tiraban
diestramente con la honda arrojando los cartuchos de dinamita con su guía ya encendida. Se vio
caer a un gendarme sin haber tenido tiempo para hacer la segunda descarga.
- ¡Circu, circu, circu! -, avanzaron gritando los llaucanos y ejecutando una maniobra
envolvente alrededor de la tropa. Miles de piedras volvieron a hender los aires.
- ¡Fuego al bultoooo! -, trono nuevamente el prefecto.
La respuesta inmediata fue dada por dos decenas de indios que quedaron tendidos en la
pampa, entre muertos, heridos y agonizantes.
Sin embargo, de las bajas en las huestes de la indiada, comenzó a generalizarse la pelea.
Varias decenas de indios volvían a caer sin vida. Siete soldados quedaron heridos levemente en
esta primera refriega.
La tropa volvió a cargar sus fusiles y disparó por tercera vez a bocajarro. Cinco decenas
de legítimos llaucanos murieron instantáneamente.
Otra descarga más, y ochenta indios cayeron inertes bocabajo. Conforme arreciaban las
oleadas de nuevos llaucanos eran barridos por las balas carniceras. Ya el desbande no se hizo
esperar en las filas de los indígenas. Atropellándose huían en distintas direcciones y la
gendarmería disparaba sobreseguro. Gritos, lamentos, maldiciones y blasfemias oíanse por
doquier; manchones de sangre se advertían en los caminos y el llanto reinó en casi todos los
bohíos.
Media hora había durado la desigual batalla, treinta minutos de infierno, de plomo y de
sangre, pero fue tiempo más que suficiente para que dejaran esta vida llena de pellejerías tres
centenares de indios. Doscientos infortunados llaucanos perecieron, más tarde, después que el
señor prefecto ordenó despiadada, cruel y tenaz persecución. Los infelices indígenas eran cazados
como fieras en las chacras, por los caminos, en los montes, en sus propios y precarios bohíos
traspasados a bayonetazos.
La indiada de Llaucán, mártir de la felonía, del engaño, de la envidia y del rencor de
personas ajenas a ella, apenas pudo sepultar sus muertos bajo el terror de la persecución. Ingente
montón de carne humana se había formado a escasos metros de la tropa en la pampa de Llaucán.
Durante años no se habló sino de esta injusta hecatombe. Los adversarios políticos de
Benel habían logrado uno de sus más caros objetivos. No se trataba de una lucha o reivindicación
agraria ¡no! Se trató simplemente de atajar a Benel a fin de que no tomara el fundo que lo había
ganado en limpia puja o remate, sin influencia política, como su contrincante. Pero la humanidad
tiene frágil memoria y ahora parece que se piensa y se grita a voz en cuello que aquella guerra fue
un lío entre los indígenas reivindicacionistas de su patrimonio agrario usurpado y un gamonal que
mantenía a millares de nativos bajo una rígida explotación colonial. La parcelación y venta de
lotes del referido fundo es ahora un hecho consumado, gracias a la prédica perenne y salvadora
de otros dos luchadores llaucanos: Lorenzo Guadaña y Andrés Avelino Mondragón.
El único soldado que cayó en la acción, el cajamarquino Zurita, víctima de una certera
pedrada, fue sepultado con categoría de héroe, esto es, con todos los honores que se estilan para
tales acontecimientos.
Benel y Vigil, bajo la presión y el consejo de prudentes amigos de Bambamarca, no
estuvieron presentes en la masacre de Llaucán. Tampoco se encontró Edilberto Prado, conductor
del anexo Gochadén, que había ofrecido a Benel un muy amplio apoyo y aún gente armada. Un
pequeño grupo de chotanos, Julio y Manuel Cadenillas, así como otras cuatro o cinco personas
amigas de Benel, al oír el ruido atronador de la batalla, voltearon riendas y picaron espuelas desde
la bajada de Las Huangas, antes de cruzar el Pomagón.
Los cínicos bandidos Ramos, brillaron por su ausencia también. Seguramente atónitos y
aterrados escucharon la noticia que Benel andaba por Bambamarca. Ello, no obstante, durante su
permanencia en los llanos, florestas y macizos de Llaucán, los hermanos Ramos se dedicaron
exclusivamente al latrocinio. Convirtieron a esa hermosa tierra en sitio de asaltos, muertes y
despojos. Fueron famosos la destrucción de sembraduras, incendio, saqueo y robo de diversos
ganados que sufrió Aurelio Acuña, amigo de Benel en su arriendo de El Enterrador.
LAS PIEDRAS GORDAS
Aquella tarde Carlos Vigil se encontraba sentado sobre el pasamano de la barandilla del
corredor de la casa hacienda. Las luces comenzaron a encenderse una a una. El Cholo Ezequiel,
de turno como samanero, pegaba fuego a las mechas de las linternas. La cocinera Dominga tañía
la vieja campana del fundo avisando llegada la hora de comer.
En ese instante apareció, viniendo del comedor, pesarosa y denotando gran contrariedad,
la dueña de la casa, envuelta en su amplio delantal con letras bordadas, dirigiéndose a Carlos
Vigil:
- Carlos… Mañana debe regresar Eleodoro, de Bambamarca y sé que los cholos Ramos
se están aprestando para salirle al encuentro. Me temo que le vaya a suceder algo.
- No tema nada, señora-, replicó confiado - Don Eleodoro sabe defenderse solo de toda la
cholería junta. Es lógico.
- Tengo detalles que los acabo de recibir, que se han reunido más de veinte hombres para
asaltar a Benel en la jalca. Cuñados, hijos, sobrinos, entenados y amigos han tenido asamblea hoy,
a las diez y media más o menos, en cierto sitio donde divergen Los Dos Caminos; y esperan el
día de mañana para completar su tarea.
Si en algo pueda servirla, señora, no tiene Ud. más que ordenar. Estoy a su disposición y
recaudo completamente.
- Eso es los que en justicia quería, Carlos... Escoja la mejor gente que Ud. conozca. Tomen
todo el armamento y munición que crean conveniente y que enseguida maten dos carneros para
el fiambre. Usted encárguese de abrir la tienda y habilite a las cocineras el arroz, la sal, el ají y
todo lo necesario. Lleven unas cuantas botellas de cañazo para el frío y monte Ud. en el alazán, y
los que tengan en que ir, que vayan a caballo, sino a pie. La jalca está cerca.
- Bien, señora. Así se hará. - Frotándose las manos. Vigil llamó - ¡China Olinda!
¡Olinda¡... ¡Samaneeeraaa!
- ¡¿Qué diste, ño Carlitos?!, apareció casi gritando por la puerta del comedor Olinda
Mondragón con su blusa rosa, ornada de grecas y blondas coloreadas, llevando polleras granate
de amplio vuelo.
- ¡La campana, toca la campana fuerte, para que se reúnan los arrendadores!
Tan tan tan ... Talalán talan talalaaaaaaannn, dejó escuchar el esquilón su penetrante
tañido. Los arrendadores fueron reuniéndose en aquel atardecer ventoso, en el patio de la casa,
unos tras otros hasta completar sesenta.
Cuchicheaban unos chacchando su coca; producían ruido ensordecedor, otros charlando
y riendo con sonoridad. Así transcurrieron treinta minutos.
- Bueno, caballeretes... ¡Al grano! -, comenzó a perorar Carlos Vigil con gesto sincero
encaramado sobre un banquito en el corredor de la casa.
- Los he hecho reunir aquí y a estas horas para salir mañana de madrugada al encuentro
de don Eleodoro que viene de Bambamarca … Sabemos de buenas fuentes de información que
los Ramos capitaneados por el Raymundo, están aprestándose, porque quieren cazar a nuestro
jefe, principal y amigo, arriba en las jalcas. ¡Quiero voluntarios! ¡Nadie se va obligado! ... ¿Me
entienden, y que conste? ¡A ver! - tronó don Carlos lanzando el fuego de su mirada a toda la gente
concentrada. - ¿Quién?
¿Quienes quieren ir?
Yo. Yo. Yooó. Yo también voy. Yo quiero ir. Yooó. Se oyó decir a un caudaloso torrente
de voces.
¡Bien. Así me gusta! - Por las mejillas del emocionado y antiguo servidor de La Samana
rodaron un par de gruesas lágrimas - ¡No hay caso, los cholos adoran a Benel! -, se dijo.
- ¡Voy a tener que escoger! ¡No todos pueden ir sino, quién hace los trabajos del campo!...
A ver, tú cholito, ven acá... Asenjo, César, acá. - El hombre se adelantó dos pasos con el poncho
terciado al hombro, y exclamando con alegría: - ¡Allá voy!
- Otro Asenjo más. Otro más... Tú, Roncal Mego, tú Rómulo Galarreta, tú Manuel Torres,
José Silva, Juan Requejo, Santos Mondragón... Tuco Vera, tú -. Y así siguió escogiendo valientes
hasta completar veinte.
- ¡Formen fila, y al armero a recibir cada cual su carabina!... ¡A las ocho de la noche todo
el mundo a la puerta de la cocina con sus platos y su respectivo talego o alforja para recibir el
fiambre!... ¡Mañana a las cinco de la madrugada, saldremos a esperar a don Eleodoro en Las
Piedras Gordas ¿Entendido?!... Los Ramos son cuarentones, pero tienen ochenta años para el
delito ¡Mucho ojo!
Todo se hizo conforme ordenó Vigil.
Los demás se retiraron casi ofendidos y protestando por haber sido rechazados,
prácticamente, en su oferta de integrar la tropilla.
Terminada la comida circuló el aguardiente de la región con generosa liberalidad. La
conversación giró ora sobre vacas que habían tenido dificultad en su parición, ora sobre bravíos
toros que lograron romper las alambradas, ora sobre la elección de las semillas de los zarcos
maíces, ora sobre si la luna, por su figura, anunciaba tiempos pluviosos o sequizos.
Aquella noche, se veían los peludos contornos de los montículos cercanos al patio,
cubiertos de yerba, alzarse como fantasmas…
La luna redonda y pequeña lucía en lo alto entre las inmóviles nubes. Un hombre que
chacchaba alegremente su coca, hacía chasquear los labios de rato en rato. A la luz rojiza de una
fogata encendida que expedía una columna de humo blanquecino, se sentaban estáticos otros
voluntarios.
El tuco Vera con reluciente cachete, lleno de saliva y de hojas de coca machacadas,
exclamó con risita burlona, golpeando el calabazo contra la uña de su pulgar izquierdo: - Dulce
está mi coca. Dejuro que mañana nos va bien, hombres... Está armando de lo lindo.
- Yo, Ídem.
- Yo también lo siento dulce -, exclamaron juntos, otros arrendadores,
Al fin de cuentas, a todos les fue bien en esa jornada. Todos salieron ilesos. No hubo
siquiera un rasguño que lamentar.
Recién llegó la madrugada. Había sido larga la espera, ya que los samaninos,
acostumbrados como estaban, despertaron muy temprano y comenzaron a hablar en voz alta,
César Asenjo trajo el alazán en que montaría don Carlos y lo ensilló. Igual hicieron
aquellos voluntarios que poseían cabalgaduras.
- Más seguro y más mejor se va uno a pata -, interrumpió un hombre joven con cara
rosadita y negras patillas, acariciando tiernamente su fusil.
-Y dejuro - exclamaron con solemnidad cuatro de la tropa.
Apareció entre el claroscuro de la madrugada Carlos Vigil, tocado con sombrero de
anchas alas de paja palma, calzando recias botas de cuero, y una pistola máuser enfundada,
pendiente del cinturón.
- Buenas, ño Carlos -, saludaron todos los voluntarios al igual que los escolares saludan
la entrada de su maestro en el aula de clase.
- ¡¿Listos?! -, preguntó.
- Falta el caldo, ño Carlitos. ¡Horita está! - dijeron a coro varios hombres. Les esperaba
un humeante plato del sabroso caldo verde de fragantes chamcas, cuajada y huevos, que había
mandado preparar exprofeso, Carlos Vigil.
- ¡¿Listos?! - preguntó nuevamente, cuando todos estaban reunidos.
- ¡Sííííí! - respondieron.
- ¡Bueno! ... ¡Adelante, pues!
Levantando una tempestad de polvo, se perdieron los voluntarios formados en columna
de a dos, seguidos de los que montaban a caballo, por el último recodo del camino que muestra
su rostro arenoso.
Tras una media hora de trepar la pendiente de tierras arcillosas y coloreadas, Vigil ordenó
silencio, ya que el ruido podía delatar la presencia de los expedicionarios.
De momento en momento, el jefe de la partida secaba su frente sudorosa y oteaba laderas,
cerros, hondonadas y cresterías. Así continuaron la marcha durante dos horas febriles entre el
verde primaveral de la vegetación.
Parado sobre una rugosa piedra piramidal, un viejo arrendador tocado de sombrero grande
y con pantalón negro de dril, remangado hasta media pierna, avisó a Vigil. - ¡Ya estamos en Las
Piedras Gordas! ... ¡ Aishito nomá está!
Efectivamente, los campesinos saben apreciar muy bien las distancias, de acuerdo a su
recia complexión y naturaleza. Faltaba para llegar al sitio que había señalado poco más de una
hora de caminata.
Al coronar las punas de Piedras Gordas, Carlos Vigil sofrenó con violencia su brioso
alazán y luego de describir un semicírculo, descabalgó veloz. Comenzaba a nublar, pero no eran
nubes de aguacero, y a corta distancia se oyó el retumbar de la tronada.
- ¡Aquí vamos a acampar! - gritó el jefe de los voluntarios - ¡Todos a despachar sus
fiambres, menos cuatro, ¡A ver, Eulogio, colócate allá! - y señaló hacia el norte, un pequeño
arbusto jalquino retorcido.
¡Allá, tú Rómulo! - era una gran roca revestida de musgos, que quedaba al sur, - ¡Allá, tú
Asenjo! había allí una hondonada cerca a un lagunajo, hacia el oeste. - ¡Tú, Mego, allá en aquella
lomita!, eminencia gris erizada de ichu y otros yuyos situada al este.
Los improvisados vigías, carabina en mano, ocuparon sus respectivos emplazamientos.
Salta a la vista que todos eran puntos estratégicos.
Las cresterías de las Punas, de Piedras Gordas, descienden insensiblemente hasta formar
un ancho pajonal, donde como único regalo de Dios, dominan las pajas bravas y las escorzoneras.
Profundo silencio impera en ellas. Ligeros golpecitos de las cucharas al entrechocar con
los platos de fierro aporcelanado en que comían con fe, interrumpían la quietud.
Gruesos nubarrones volvieron terrible y ennegrecieron el suelo, y la niebla cerró por
completo el desolado paraje.
Las Piedras Gordas, enormes rocas esferoidales, eran apenas visibles a causa de la niebla.
Soplaba del este un frígido viento que silba entre las pajas, amenazando tormenta.
Vigil terminó de comer su carne mechada, las tortillas, el arroz y las papas frías;
humedeció los labios con un largo sorbo de Jerez a pico de botella y fuese a remplazar al vigilante
del hondón del costado oeste.
Sentóse sobre una roca que circundaban las pajas, mirando el camino que zigzaguea allá
abajo con dirección a Bambamarca, y encendió un cigarro casero. De muy lejos llegó el
amenazador ladrido de un perrito jalquino.
-Allí están los Ramos - dijo pensativo Vigil. - ¡Tuco Vera! ... ¡Tuuucooo! ¡Ven acá! -,
llamó sin hacer ruido para no atraer la atención.
Corriendo se apareció el Juan Vera y recibió instrucciones precisas del jefe de la
expedición.
Había pasado largos minutos de espera, escuchando las quejas de viento, cuando de
repente vio aparecer a los bandidos silenciosos y despreocupados, en número de quince y a una
distancia de trescientos metros.
Los hombres de la Samana atrincherados con anticipación, estaban fuertes en sus
emplazamientos.
Una corazonada tuvo el bandolero Raymundo, y en breve consejillo, acordó con sus
hermanos, caminar con mucha precaución por la planicie, sobre un trecho poco atrayente de
tierras amarillas y maleza.
Vigil los esperó silenciosamente hasta tenerlos a tiro y luego ordenó con cólera
incontenible: - ¡Bala, bala a los cholos Ramos! ¡Hasta por el lado de montar, cholitos! -. Una recia
descarga de los samaninos, despachó a mejor vida a tres bandoleros del grupo de los Ramos,
sorprendiéndolos casi con las manos cruzadas.
El Pancho Ramos, bajo el apremio de la circunstancia, ordenó a su gente de un grito, -
¡Al suelo!, ¡El que está ahí no es Benel, es el chotano, el chotano Vigil! ¡Le conozco la voz!... ¡A
tumbar a ese espantajo!
Una segunda descarga arrancó el sombrero al jefe de la pandilla, el bandolero Raymundo.
Y otra del lado contrario, agujereó la copa del sombrerazo al señor Vigil.
El bando de los ramos reaccionando con violencia empezó el baleo terrible. Los chispazos
de las explosiones entre la niebla se mezclaban con los gritos y quejidos. Quince minutos duró en
total, empero como los salteadores habían sido sorprendidos en el raso y los samaninos estaban
al acecho en los roquedales de Piedra Gordas, aquellos comenzaron a ceder terreno, para terminar
en vergonzosa fuga.
- ¡Delen parejo! ¡Delen más a esos cholos truhanes! -, gritaba Vigil disparando su pistola
y parapetado tras la roca desde la cual avistó al enemigo. En el camino, los Ramos se rehicieron.
Habían dejado tres bajas en la Pampa de Piedras Gordas y ahora se las tenían que entender para
cargar cuatro heridos graves de entre sus huestes.
Cabizbajos y echando un mil y tres maldiciones contra Vigil, los Ramos tomaron el
camino de El Picacho.
Benel acababa de coronar El Picacho, rumbo a su fundo, y descendía tranquilamente el
zigzag del camino acompañado por su amigo don Aurelio, administrador del bazar que aquél tenía
en Bambamarca.
- Saque Ud. mi don Lelo, su coñac. El que lleva Ud. en la alforja y bebamos un trago.
Aunque yo soy de poco beber, pero este friecito me ha hecho desear. Así se hizo, Acuña saboreó
hasta tres, que los probó deliciosos con el frío.
- Creo conveniente que de aquí nomás se regrese a Bambamarca. Yo ya estoy cerca de
mi casa, y don Carlos, seguramente, que me debe estar aguardando con gente en la mitad del
camino. Ambos jinetes descabalgaron hablando de cosas sin importancia. Se encontraban en el
pajonal de Piedras Gordas, en su extremo sur. El viejo Acuña púsose arreglar la cincha de su
cabalgadura y tras breve silencio, dirigiendo una mirada cautelosa en dirección a los nublados
roquedales, se apresuró a decir:
- Oigo tiroteo, don Eleodoro... Si, baleo continuó aguzando el oído.
- ¿Qué va, y por dónde?
- Por allá parece, dijo señalando al noroeste.
- ¡Ah, ese es Carlos Vigil!. Y debe estar en apuros. Seguramente lo han atracado los
Ramos. Lo que es a mí me tienen jurapado.
Benel desató el rifle que llevaba a la grupa de su mulo, revisó la cacerina y la retuvo
algunos instantes en la mano derecha.
¿De modo que dentro de breves minutos los tendremos a los cholos a la vista? - preguntó.
-No sería raro, don Eleodoro.
El silencio se impuso nuevamente después de la refriega. Pasado algún tiempo, Benel
haciendo visera con la mano, miró la fila por un hueco de la niebla. Se caló los prismáticos y
exclamó - ¡Allá va! ... El cholo Pancho adelante, adelante, se va cojeando. Después va el cholo
Domingo. El Raymundo, tercero... y el Ramón al último, en el grupo de adelante... Más atracito,
vienen, el cholo Nico y cuatro más que no los distingo bien. Deben ser nuevos en la banda...
¡Ahhhh! espérese, espérese: uno de ellos parece el Dionisio Ventura. - Marchaban ayudándose
mutuamente por una comiza paralela a la fila azotada por fuertes rachas de viento.
Benel calculó distancias. Calibró su alza. Apuntó con cuidado y ¡pum! hizo rodar hacia
el llano, al primer disparo a un hombre pequeñito, que se venía ovillando como cuarenta metros
en la pendiente húmeda y resbaladiza del talud.
- ¡Ya cayó el cholo Domingo! ¡Ojalá que te quedes dormido para siempre diablo tataco!
¡Haz fregado mucho la paciencia! - Y siguió disparando imperturbable.
Los caballos relinchaban inquietos piafando.
Al ver rodar a su hermano, los bandidos Ramos desaparecieron en veloz carrera, como
perseguidos por el mismo Satán, unos por las crestas o la fila y un grupo pequeño por El Picacho,
cerca a donde pasa el camino a Bambamarca.
Benel rióse fuertemente, y de esto se contagió don Aurelio, cuando vieron levantarse
apenas y frotándose un brazo, al que creían difunto, y echar a correr.
- ¡Ah, cholo bribonazo, suerte haz tenido hoy día! ¿Qué si no, huummm, te ibas a freir
monos en cacerola de palo!
Domingo Ramos, había sentido solamente al plomo morderle el poncho, y tal era la jinda
que profesaba a Benel y a su endiablada puntería, que rodó veloz por la pendiente.
Acuña tuvo que regresar solo, a cuestas con su miedo de encontrar a los bandoleros que
aún bagabundeaban en número de ocho, y con su mancarrón que, para colmo de males, se echó
de cansancio en la fragosa cuesta de El Picacho.
Tras duro caminar y arreando su jamelgo, llegó a la Conga de Muya, echando maldiciones
contra sus amigos que no le habían acompañado, lugar aquel en que les encontró charlando,
fumando plácidamente y riendo.
General fue la risotada cuando éstos vieron aparecer asustado, a pie y hambriento a don
Aurelio.
- ¡Gallinas de porquería cobardes, de que se ríen?... Se ve que no han querido acompañar
a Benel, porque ustedes son amigos de los Ramos y sabían del asalto.
¿Recuerdas, tú, Lorenzo Guerrero, que ibas a entregar, un domingo pasado a Benel a los
Ramos? ¿Recuerdas que los tenías acuartelados en tu casa, dándoles de beber aguardiente y
azuzándolos? ¿No es cierto? ¡Responde como hombre! - Refunfuño con ira don Aurelio, para
luego continuar: - Pues, sepan que ha habido refriega con esos malhechores, de Carlos Vigil,
primero, y después con don Eleodoro.
- Cuando vemos algo que parece podrido ¿Por qué no indignarnos? -, arguyó
pausadamente José Félix Novoa.
Guerrero frunció el ceño ante las frases condenatorias del recién llegado. Hernández
demostró una absoluta falta dé interés de aquellas.
- ¡No es cierto, Aurelio! -, dijo Eloy López -, al menos en que a mí respecta. No sé si
pasará lo mismo con Lorenzo Guerrero y con Juan Hernández!... No sé. Ahí están ellos, que se
sinceren.
Los últimos nombrados permanecieron con la cabeza gacha y en profundo silencio.
- ¡Ojalá, Benel, llegue a saber la jugarreta que le están haciendo, para que les aplaste como
a ratas!... ¡Montones de basura!
ASALTO EN BAMBAMARCA
El día domingo, la Plaza de Bambamarca era un hervidero de gente.
Allí se reúnen, como hasta hoy lo hace, todos o la mayoría de los campesinos de los
alrededores, para vender sus productos agrícolas, ganados, aves o manufacturas caseras tales
como sombreros, reatas, sogas, monturas, jatos, bombos y tambores, quenas y flautas, amén de
esculturas regionales labradas a golpe de cuchillo; cuanta para adquirir variadas telas, la sal,
anilinas para la tinción de sus tejidos, pan, bizcochos, coca, cañazo, chicha y otros productos así
nacionales así extranjeros.
Allí se escuchan rústicos, pero interesantísimos diálogos; saludos cordiales y a brazos
alborozados; vénse por doquiera callosas manos de trabajadores y a las cholas lindas engalanadas
con sus mejores vestimentas; variadísimas, formas y colores de blusas adornadas con blondas y
grecas; amplísimas polleras o fondos tejidos de lana gruesa o castilla azules, rojos o granates. La
elegancia de la chola bambamarquina y su riqueza, se mide por el número y estado de las polleras
que la enfundan los domingos. Se ven innúmeros chales de bayeta multicolores y profusión de
pañolones azules con flecos que usan las más adineradas campesinas.
Entre bromas, burlas y no pocas violencias en el lenguaje se traman y se finiquitan los
negocios. El dinero corre como el Marañón en tiempo de riada.
Se observa por doquier robustos sujetos, sencillos y buenos, feas y hermosísimas cholas,
menudean los líos de beodos, y también no faltan sujetos maliciosos, traidores, villanos, vagos y
ladrones, así como los “siseros” arranchadores.
Don Aurelio después de oír su misa dominical de la siete, abrió el bazar y comenzó a
despachar al numeroso público —en su mayoría campesinos— que se congregaban en el
espacioso establecimiento que corresponde hoy a la tienda grande de la familia Hoyos Salazar,
hijas de Don Ezequiel Hoyos, a quien no conocimos.
Estaba muy ocupado, ya en avanzadas horas de la tarde, para percatarse de la entrada al
almacén de los malandrines Domingo y Raymundo Ramos, lo cuales daga en mano y machete al
cinto, se adueñaron de las dos puertas de acceso, mientras que Ramón, Pancho y el Nico, así como
otros acompañantes portadores de sendos puñales se colocaban en la calle, protegiendo la acción
de los anteriores.
Acuña no sin alarmarse, les dirigió una mirada de desdén a la vez que el bandolero
Raymundo gritaba con voz aguardentosa:
- ¡Naides se mueve, car... so pena de la vida!
- ¡Con tu borrachera a otra parte, cholo miserable! ¡Aquí no te has emborrachado! -,
replicó sereno don Aurelio.
- ¡Hemos venido arreglar cuentas con Carlos Vigil, que ha estao vanagloriándose que nos
ha correteyao como unos gualmishcos en las Piedras Gordas! ¡¿Ondestá?, prontito, pa que nos
aclare en nuestras propias majomas.! ¡Dañao, atatay!
- ¡Los Vigil son de Chota!... ¡Y bien que lo sabes, sino no lo buscarías aquí, zamarro! ¡Y
si estuviese ¿Qué hay?! ¡Lo que pasa con Vigil, va también conmigo! ¡Es mi casa, indio ladrón!
Los malhechores avanzaron resueltos, encendidos los ánimos por las libaciones izando
las dagas por encima de sus cabezas, decididos a victimar a don Aurelio.
- ¡Alto, cholos asesinos! -, tronó intempestivamente la joven Margot, esposa de Vigil, que
apareció por un rincón de la tienda empuñando reluciente carabina y un revólver 38 que pasó con
rapidez a don Aurelio.
- ¡Tío, tío, coja Ud. tío y hágase respetar!
- ¿Qué se han creído estos cholos grajientos! -, apareció tronando por otro ángulo doña
Hermelinda, esposa de Acuña, pistola en mano, enfilando el cañón hacia adelante, con el dedo en
el disparador y un gesto de resolución. - ¡Atrás, afuera! - gritó desaforadamente.
La apertura sorpresiva de tres frentes consecutivos, fue atroz para los asaltantes. La
desmoralización cundió instantáneamente en los jefes de la banda. Los Ramos que pretendieron
encontrar solo a don Aurelio, se vieron de pronto acorralados y con la gente que se arremolinaba
en la Plaza en torno a los asaltantes.
- ¡Los Ramos, los Ramos... han venido a matar a don Aurelio y a don Carlos Vigil! -,
decían las gentes amenazadoras.
El jefe de los bandidos bajó el brazo. Hizo lo propio su hermano. Estaban pálidos y
desencajados, jamás habían encontrado tal decisión. ¡Menos en mujeres! Ni se habían visto tan
cerca de la muerte, cara a cara, como en aquella oportunidad.
Él griterío de la chiquillada y el zumbido retador de las gentes arreció.
- ¡Atrás, afuera, afuera! seguían gritando irritadas las mujeres con los cañones de sus
armas en las proximidades de la nariz de los cuatreros, Aquí las cosas, apareció don Carmen
Tantaleán, llamado El Manco, carabina en mano, y dispuesto a ayudar a su vecino: - ¡Toma,
Aurelio defiéndete... Voy a armarme a mi casa. Luego vendré para actuar juntos!
El gentío renovó sus chillidos espantosos en la Plaza, en torno a los bandoleros,
Raymundo y Domingo se precipitaron bulliciosamente hacia afuera, huyendo en vergonzosa
escapada.
Dos mujeres de temple, habían puesto en fuga a una banda de siete redomados galafates,
con ayuda de la multitud que respetaba al honrado y probo Acuña.
- ¡Nos jodieron las mujeres! ¿Qué vergüenza, vámonos, vámonos! -, bramaba con
dificultad el cholo Pancho, jefe de la guardia exterior.
Los asaltantes corrieron despavoridos, acosados por una furiosa poblada, que no quería
ver hecho trizas al buen viejo que restauraba la iglesia junto con el celendino Valeriano Chávez
y Anaximandro Cubas, con su peculio y sus peones.
El Ramón tuvo aún tiempo para plantar con fuerza su puñal en la puerta del bazar, corvo
cachicuerno que quedó balanceándose en son de desafío.
Margarita y Hermelinda lo vieron vibrar en silencio por breves segundos, respirando con
dificultad, poseídas de una fortísima emoción.
Don Aurelio cogió el puñal y lo arrojó con redoblada impaciencia a la bulliciosa acequia
que corre delante del comercio, indiferente a todo lo que ocurrió ese día.
- ¡Merecen una copa para serenar los nervios! -, exclamó indignado el viejo Acuña, - ¡No
dude ni un instante de ustedes! Gracias don Carmen, es Ud. amigo dijo por todo comentario.
Cuando Margot retornó al domicilio particular de su tío, éste la envió a la modista, Haydée
Verástegui, con el mejor corte parisiense, que tenía en el bazar. Bien se lo merecía.
La historia nos ha revelado que la intervención de las mujeres suele ser indiscutible,
indiscutida e indispensable en muchos actos de la vida del hombre. Nos guían y nos atormentan,
son ángeles, pero a veces también demonios. Las mujeres juegan a las muñecas y asimismo a la
guerra, son irresolutas, pero en oportunidades actúan con incomparable valentía.
ATAQUE A LA SAMANA
En cierto modo, la venganza de los Ramos tenía su razón. Habían sido desarraigados de
sus bohíos por la violencia, y eso... bueno, eso tiene su precio.
El agente destacado por los bandidos, un carpintero yanacanchino, Manuel Goicochea,
en un abrir y cerrar de ojos, se vio haciendo compras en el tambo de Benel, en el corazón de la
casa hacienda La Samana.
El carpintero obtuvo datos olvidados que tenían mucha importancia. Repasó todos los
compartimientos del fundo, con el semblante pálido y emocionado, lleno de creciente angustia,
porque de ser descubierto ¡no contaba el cuento! Media hora de faena y estaba listo para elevar el
parte.
-Todo lo que quería saber ya lo tengo en la mollera... ¡No hay nada más que sumar! dijo
en voz baja el comisionado que los Ramos destacaron a observar la casa de Benel. - Tenemos
todas las de ganar... Ahora rendiré cuentas a mis compañeros, - finalizó con cierta alegría.
Raymundo al escuchar el informe oral de su cofrade, asentía con movimientos de cabeza
cada detalle enumerado: Cierto. - Cierto -, mascullaba.
-Eso es todo finalizó diciendo el enviado Goicochea.
La noche tenebrosa impedía ver los objetos a una cuarta de distancia.
- ¡Al amanecer, debemos tener too preparao! - apuntó violento el Raymundo. - Si alguien
tiene que reparar cualquier cosa que lo diga hoy mesmito -, y continuó- ¡Mañana ya no hay ñade
que hacer! ... Ustedes saben que el viejo Benel es un leyón muy avisao, y si nos pilla en descuido
¡joderse!
Presto, el cholo Domingo, cuchicheó con otros componentes de la banda. Estos esperaban
cumplir lo ordenado al amanecer del día siguiente.
-Los que no quieran ir... Que vayan pa sus casas ¡Es materia sólo de machos! - expresó
con fuerte voz el pequeño Domingo, el menos alto de los Ramos. - ¡Mucho cuidao que el viejo
Benel es muy fregao!
Eran las seis de la mañana del día veintinueve de noviembre de mil novecientos diecisiete,
cuando se produjo el asalto a la Samana.
Los Ramos habían esperado esa hora, como cuando el condenado a muerte espera el
pelotón de fusilamiento.
Pero estaban decididos al ataque. Sabían los riesgos que conllevaba, y no había ya nada
que discutir.
Los preliminares de este ataque - afirma Segundo Benel - fueron planeados el 21 de
noviembre, día de fiesta, cuando la fratía de los Ramos se encontraba en alegre francachela en la
casa del pequeño fundo Lidcán, durante la festividad de la Patrona de la minúscula hacienda. Los
Burga Guerrero, propietarios de la misma, habían declarado su enemistad ante los reiterados
reclamos de Benel, puesto que allí, en ese predio, fueron asesinados después de propinárseles una
recia e inmisericorde paliza dos sobrinos de ésta: Eulogio y Rómulo Galarreta. Centenas de
despiadados garrotazos, convirtieron después de algunos minutos de vapuleo, en masa
sanguinolenta e informe a esto dos familiares de Benel.
El día veintiocho cerca del anochecer, cuando se escondían en el horizonte los últimos
rayos del sol; lenta y silenciosamente descabalgaron en el patio de la hacienda, dos hombres
embozados en sendos ponchos habanos con sus rostros moreteados por el frío de la puna, haciendo
tintinear las roncadoras en el suelo apisonado.
Los ladridos insistentes del Otelo, del Roldán y del Huáscar, perros samaninos que
revolotean inquietos, avisaron a los dueños la presencia de huéspedes.
Las muchachas, arreglándose el cabello, precipitadamente salieron a observar a los recién
llegados.
- ¡Vaya un chasco! Ja ja ja - carraspeó Lucila, carcajeándose. ¡Creía que eran mozuelos y
son dos viejos! - afirmó, - ¡Papá papá... Don Herminio Segura y don Eladio Estela, de Hualgayoc!
- El chischás de las espuelas atronaba los ladrillos de las veredas de la casa.
Ágil, levantándose el viejo Benel de su asiento, saludó a los recién llegados. Ordenó,
luego a las cocineras preparar una merienda especial en honor de los visitantes, que la saborearon
momentos más tarde. Una hora transcurrió en la cena.
-Vamos, muchachos... Demos gracias a Dios por habernos permitido la vida y el pan el
día de hoy -, apuntó el dueño de la casa, elevándose bulliciosamente de su asiento. - Don Herminio
—continuó rascándose la barbilla—, quiero charlar mucho con Ud. Venga, vámonos a mi
despacho.
Largas horas conversaron allí, y de diferentes tópicos. Se tocaron aún asuntos de política,
a los cuales era tan adicto Benel, ya que sus votos pesaban en las elecciones, de su provincia. El
hacendado se declaró tenaz opositor a todo régimen antidemocrático, aquella noche.
Adujo argumentaciones largas y convincentes, más no lograba coincidir en los juicios con
su interlocutor, el que sabía aprovechar el tiempo chacchando febrilmente su coca.
Segura era el defensor de pleitos de Benel, con oficina bien montada en Hualgayoc.
Mientras, en el salón de los pisos altos, Estela se distraía con las chicas en el juego de la
brisca. La tertulia fue larga. Se desarrolló entre bocados de dulces y copas de suaves licores.
Rodeando la mesa, se contaban sus cosas lanzando exclamaciones y riendo.
Benel tuvo que dar por finalizada la charla con Segura —dieron ya la una de la
madrugada— y se dirigió al salón donde estaban sus hijas, a las cuales encontró aún en pie,
embebidas en el juego, conversando y riendo a mandíbula batiente.
- ¡¿Cómo, hasta este momento en el juego?! Ya es hora que deberían estar durmiendo -,
dijo Don Eleodoro abriendo mucho los ojos - ¿Supongo que ya arreglaron las camas de nuestros
huéspedes?
-Aún no, papá - contestó Lucila.
-Ponerse manos a la obra, hijita. Es tarde ya. Segura no ha querido salir todavía... Tiene
euforia. Está entusiasmadísimo con el bolo de coca.
Lucila en compañía de dos de sus hermanas se dirigieron a los pisos bajos a cumplir con
una de las obras de misericordia.
Aquella fue la última noche que pasaron con vida los visitantes.
Una cocinera madrugadora llenaba su cántaro de agua en el bullicioso arroyuelo cercano
a la casa hacienda, cuando oyó carreras y pasos precipitados. No sintió alarma alguna, pero sí
escuchó bufar a un hombre blanco, coloradote y vigoroso, de cabeza desproporcionada, con el
pelo revuelto y la cara abotagada yanacanchino de nacimiento, expresidiario y fugitivo de la cárcel
de Cajamarca, con el cachete reluciente lleno de coca macerada; barbudo, vestido de dril blanco,
fusil a la mano, que, arrojando un despreciativo escupitajo, refunfuñó.
- ¡Hey dentrao a mejores casas, contimás este palomarcito!
José Villa Uriarte, que así se llamaba este temible cuatrero, había concertado sociedad
para matar y robar con los salteadores Ramos. Militaban también estas filas Dionisio e Isabel
Ventura, dos hombres de rostros graves y tan malos como los Ramos; uno de los Mondrágón y
seis nativos de Llaucán. Los asaltantes eran quince en total.
Aún abrigada en su tibia cama, la esbelta Lucila, morena, de tipo bastante atrayente,
escuchó en los alrededores de la casa hacienda un disparo. El reloj marcaba las seis de la mañana,
ni un minuto más.
Había tenido un magnífico sueño y despertaba ahora ante una triste realidad.
- ¿Papá, papá, has oído ese disparo? - gritó a fin de que le oyese su padre.
-Si hija. Disparos... Y de fusil -, dijo el padre acrecentando su curiosidad, tal vez con un
dejo de amargura. Si hemos de sobrevivir, pensó, tenemos necesariamente que luchar, tenemos
que lidiar para proteger nuestras vidas.
-Es Juan Vera. Seguro que ha tirado a los perros rabiosos que están vagando a estas horas.
Intervino apaciguadora la esposa de Benel.
¡Pum!... ¡Pum! Reforzados por el eco retumbaron otros dos disparos.
Rompiendo súbitamente el portón de la hacienda desde afuera —con plomo y con
hachas— los asaltantes entraron de golpe.
El cholo Raymundo y el Isabel Ventura comenzaron a correr gritando:
- ¡Aquistá el viejo, aquistá el viejo! ¡Que no escape, que no escape!
El cuerpecillo débil, casi enano del Domingo —levantaba apenas ciento cincuenta
centímetros del suelo— masculló: ¡Hoy pela el ojo!
Al ladrido de los perros se sumaron las destempladas voces y maldiciones de los
asaltantes. Las nubes plomizas ahogaban al sol del amanecer.
Los disparos arreciaron multiplicándose en los pisos bajos. El huésped Estela abrió la
puerta de la habitación que le servía de dormitorio para curiosear el barullo y cayó al instante
fulminado por una bala en el corazón.
Petrificado de asombro y de terror, murió en su lecho Herminio Segura. No tuvo tiempo
siquiera de colocarse el pantalón. Fragmentos de su cráneo volaron a estrellarse contra la paredes
contigua a la cama.
Bruscamente estallaron cinco dinamitazos a la vez que los disparos granizan en el balcón.
- ¡Nos asaltaron los Ramos! - se apresuró a decir Benel, con aliento cortado por la
excitación y la voz alterada en medio de la reciedumbre de las detonaciones.
Recuperó la serenidad y observó por la ventana de su habitación. Todos los asaltantes
estaban tendidos en el suelo disparando ininterrumpidamente a diestra y siniestra.
Cogió su rifle, metió una carga de cartuchos y abrió puertas y ventanas. Estirándose para
ver mejor, empezó a disparar.
A los pocos minutos de lucha, fue herido levemente en la rodilla. El resto de los asaltantes
se acercaban más y más, juntábanse con los primeros y descargaban sus armas sin cesar.
Sentándose en una silla, el viejo Benel, jadeante exclamó:
- ¡Nos liquidaron los cholos!'... ¡Ellos son quince, estamos perdidos! ¡Presumo que esto
va acabar muy mal! - No cabe duda que iba a empeñarse una lucha desigual. No estaban presentes
los hijos de Benel, y don Carlos campeaba en Cayaltí como jefe de contrata.
¡Cállate, papá! -, ordenó Lucila, que a la sazón estaba ya vestida. Empuñó una Savage,
revisó el manubrio, cargó el arma y bruscamente abrió una claraboya que daba a la tienda, en
circunstancias en que algunos de los asaltantes, entre ellos los cinco hermanos Ramos, se repartían
una caja de libras esterlinas a mano llena, arrojaban al suelo los paquetes de billetes a los que no
les daban importancia y lanzaban al patio las mercaderías del bazar, que pensaban llevarlas
después de acabar con Benel.
Los Ramos disparaban rabiosamente a los altos de la tienda, cada vez que sentían pisadas
y todos gritaban al mismo tiempo.
Diez disparos seguidos de la brava mujer impusieron silencio en la tienda. Tres de los
asaltantes empezaron a correr; otro cogió resueltamente su carabina y también fugó; un tercero
arañaba con las manos el bazar apartando la mercadería, más un nuevo rugir de las balas le hizo
emprender la retirada, abandonando el cuantioso botín desparramado por el suelo.
Caótica era ya la situación en aquel instante para los cuatreros. Pero rehiciéronse
nuevamente los bandidos, mientras de Eleodoro Benel era vendada la herida, y seis de aquellos
comenzaron a romper a culatazos y certeros golpes de hacha, la puertecilla que obturaba la
escalera.
Rota ésta, se distribuyeron por los diferentes compartimientos, destrozando puertas y
ventanas de todos los dormitorios.
Benel, repuesto y a pesar de que las balas silbaban a su alrededor defendía con tenacidad
una puerta y su hija Lucila otra.
Aquí los hechos, el samanino Isabel Ventura, se encontraba golpeando con una hazuela
la puerta que defendía la joven Lucila. Hizo volar en astillas un cuadrado de aquella y apareció
un brazo del feroz asaltante, listo para tirar del picaporte.
Una bala diestramente dirigida atravesóle el tórax, destrozándole el pulmón. Haciendo
una extraña mueca de dolor y de miedo, soltó la hazuela y rodó ensangrentado por el piso. El
bandolero se estaba revolcando en su propia sangre. De la boca le chorreaba abundante el líquido
rojizo tratando de ahogarlo, pero no soltaba la carabina; aún seguía empuñándola con firmeza.
- ¡Papá, ya cayó uno! gritó Lucila irguiéndose.
- ¡Dale más, hija. Dale más. Dales! -, repitió automáticamente.
Los compañeros de Ventura, le llevaron arrastrado y zarandeándolo porque el tiempo
urgía; empero, para suerte del desventurado Ventura, sobrevivió lisiado y enfermo hasta los días
de su muerte, ocurrida por estos tiempos, en los que compraba terrenos a la misma hija de Benél
que lo hirió. La gallarda Lucila había ganado la partida en esta refriega.
El Otelo, el Roldán y el Huáscar acosaban a dentelladas a los asaltantes, ladrando y
gruñendo. Se sabe, que las Benel eran eximias fusileras, pues habían sido adiestradas, nada menos
que por un alférez Durand, comisario rural de aquellos pagos donde señoreó Benel. Junto con su
destacamento de gendarmes cobraban sueldos y obtenían manutención de La Samana. En el patio
los cholos se defendían a culatazos y puntapiés del colmillo de los canes.
- ¡Gua Gua Gua! - refunfuñaba colérica una nenita rechoncha, hija de una de las cocineras
de la hacienda, que dormía en el terrado.
Era que la chiquilla amenazaba al terrible José Villa Uriarte, que, trepando por uno de los
pilares del balcón, habíase encaramado en aquel lugar, máuser en mano y buscaba ansiosamente
a Benel para dispararle.
Miraba vigilando por todos los sitios, con inquietud, mientras don Eleodoro abría
silenciosamente una portezuela tras de aquél.
Al percibir ruido el bandolero Uriarte se volvió con violencia, pero encontróse solamente
con un plomazo de Benel, que le hizo precipitarse hasta el suelo.
- ¡Al diablo con este cholo carcama! - farfulló Benel, - ¡Creo que eso te ha sucedido por
andar en malas compañías! - agregó alegremente atusándose maquinalmente el bigote. - ¡Se cayó
como chipche! - explicó el viejo Benel a gritos a su hija. ¡Parece que va mejorando la situación!
Toda desgarrada y aspirando aire profundamente, Lucila pidió un vaso de agua para
beber. Los salteadores un tanto derrotados y muy baja la moral, nerviosos, se encerraron en
algunas habitaciones de los bajos que habían ocupado. El silencio comenzó a reinar.
La jauría irritada recorre afanosa los bohíos de sus gentes tirándoles del poncho y les
conducían en defensa de su amo en increíble demostración de inteligencia perruna. Misael Vargas,
Rosario Vargas, los Galarretas, Juan Vera, los Cotrinas y el resto de trabajadores, armados hasta
los dientes, empezaban a rodear la casa en pos de los Ramos para exigirles obediencia y
someterles sin piedad. Aquellos no habían esperado un ataque semejante; los habían cogido
desprevenidos.
Los asaltantes enclaustrados rehuían el combate franco. Benel y su hija solos los habían
reducido ya casi al silencio. Aun así permanecieron hasta las diez de la noche, y en el cambio
intermitente de disparos, murió uno de los Cotrina.
Benel envió “propios” o mensajeros especiales para solicitar la presencia de la
gendarmería a Santa Cruz y Hualgayoc. Esta solamente llegó al día siguiente, cuando ya de nuevo
campeaba la paz.
La copiosa lluvia y la cerrada neblina que principiaron a caer oscureciendo el día desde
las tres de la tarde, facilitaron la evasión de los Ramos. Con dinamita abrieron una oquedad y
entremezclados con los chanchos que por casualidad habían salido aquella noche, escaparon
indemnes.
Murió valientemente en acción el gran perro Otelo, hermoso animal de negro y brillante
pelaje, pecho blanco y recias extremidades, que llegara a imponerse a limpia tarascada sobre los
canes de Bambamarca, cuando allí vivió corriendo tras perrunas dulcineas. El Roldan, otro noble
y leal cánido quedó gravemente herido, casi muerto en la contienda.
Los Ramos y su fratía, diéronse la vuelta, salieron a la llanura, y les oyeron perderse allá
lejos, encima de una loma, en dirección desconocida.
PRISION Y FUGA DE BENEL
El Juez del Crimen de Cajamarca, doctor don José del Carmen Gallardo, con el apoyo de
cuarenta gendarmes se constituyeron en la hacienda La Samana a solicitud de Benel.
Circulaban comentarios aviesos y tendenciosos sobre la muerte de los hualgayoquinos
Segura y Estela; y era necesario —para demostrar inocencia— que sean los propios jueces los
que se enteren cabalmente del asunto, sobre terreno de los hechos y tras buena inspección ocular.
-Mi posición es limpia y clara, señor doctor repuso agresivo Benel, a una pregunta de
doble sentido del Juez. Aquél no contaba con que la política debía actuar, en este caso, en su
contra.
El señor Juez esperaba que la entrevista y las primeras diligencias fuesen borrascosas.
Pero, Benel, con la conciencia limpia y con muy evidente buen humor, no perdió los estribos.
Esto exasperó al Juez, quién terminó insinuando la responsabilidad del hacendado en la
muerte de los de Hualgayoc.
Habló atropelladamente, haciendo una serie de acusaciones contra Benel, alzando mucho
el tono de voz, a fin de que pudieran oírle todas las gentes que habían acudido a la casa hacienda
a presenciar el acto indagatorio.
Benel escuchó con dolorido asombro cuando finalizó el juez decretando auto de captura.
Sé mordió los labios y sin replicar palabra se dejó apresar en su propia casa, a sabiendas de su
inocencia, pues, todos tenían conocimiento que los verdaderos asesinos eran los de la banda de
Ramos.
Benel no quiso valerse de su fuerza. En un exceso de generosidad se dejó conducir
mansamente hasta la cárcel departamental de Cajamarca, cuyas rejas se cerraron tras el por largos
meses.
Castinaldo comprendió algunos días después, que el viejo su padre, no saldría nunca de
la cárcel. Lo veía con perfecta nitidez y al mismo tiempo le cegaba el cariño hacia su progenitor.
Sospechó algo peor; que su padre sólo saldría muerto de la cautividad ¡Cosas de la política
peruana de antaño y de hogaño!... Benel era adversario calificado del gobierno de entonces.
-Tiene miedo que mi padre le impida dirigir todo lo que cogen los de arriba —decía
siempre el joven Benel.
¿Justicia?... ¡No podía esperar!
Reaccionando con el ardor de los años mozos, un buen día de aquellos, consultó con su
abogado, el doctor Zaldívar, y éste le dijo que su padre sólo saldría con un auto de libertad
provisional proveniente de las autoridades judiciales de Cajamarca.
Sin darse cuenta exacta de la empresa que iba a acometer, reunió un legajo de papeles con
infinidad de firmas, sellos, caligrafías, etc. y con ellos en la alforja emprendió viaje a Chiclayo.
Su lucha silenciosa duró exactamente treinta días. Su decisión se impuso rápidamente, y
al cabo de ellos, ya se encontraba en posesión de todos los sellos de las autoridades judiciales de
Cajamarca y de los de las autoridades políticas, mandados a confeccionar a fuerza de dinero en la
capital de Lambayeque, y firmaba sin ninguna diferencia apreciable igual a cinco o seis
potentados de la justicia, que presumiblemente pudiesen intervenir estampando su firma en el
auto de liberación.
Castinaldo Benel retornó a Cajamarca ya con la orden en el bolsillo, para liberar “por
cuenta suya” a su padre'
Insistente versión circula en el sentido de que el señor Vigil había tenido mucho que ver
en este delicado asunto.
Castinaldo esperaba imperturbable, en la puerta de la prisión, un poco cansado, junto con
diez o más amigos de su padre.
Las chicas enmudecieron instantáneamente, abriendo y cerrando convulsivamente las
manos. La madre vio cogerse a otra de sus hijas, llorando, de un pilar de la balaustrada.
Acercáronse en silencio dos de los samaneros, agitando sus manos en el vacío. La blanca
luna se ocultaba tras el tejado de los altos de la casa, rodeada de nubes grises.
Ahora las mujeres que estaban en el patio a la débil luz de una linterna, conversaban a
media voz, murmuraban sordamente, a veces sollozaban con violencia o gritaban, tratando de
reponerse en seguida.
-Ya llegará. Tengan paciencia... Mañana estará aquí - Admitió tranquilamente la esposa
de Benel. — Vamos a dormir. Es ya tarde.
Con andar pausado, unas tras otras subieron los escalones, sin producir ningún crujido y
se dirigieron a sus dormitorios.
Lucila temblaba de emoción... ¡Su padre llegaría al segundo día! Su sufrimiento trocábase
en alegría. Hacía varias semanas que estaba esperando que su padre saliese de la prisión y
regresara a sus antiguas querencias.
BENEL REGRESA DE LA PRISION
Jinete en braceador tordillo, el hacendado Benel quitándose cortés el sombrero y
levantándolo por sobre la calva cabeza, sofrenó su cabalgadura y desmontó con agilidad. Tras él
aparecieron por el portón de la hacienda: Enrique Tirado, caballero en un canelo albo, trotonzuelo,
casquilargo, embozado en su poncho granate rayado de amarillo y llevando sujeta su carabina a
la grupa del caballo. Capitaneaba una guerrilla de veinte samaninos colorados, alegres y
patilludos, como todos los hombres del lugar, que arma en bandolera, hacían su entrada dando
vivas a Benel.
- ¡Viva el patrón Eleodoro! - gritó un hombre barbado y cejijunto levantando en alto el
puño derecho.
- ¡Vivaaaa! - corearon los del grupo,
- ¡Viva Benel!
- ¡Vivaaaaa!
La esposa y los hijos de Benel se tropezaron unos a otros para abrazar y besar tiernamente
al recién llegado jefe de familia:
- ¡Allí tienen a su padre! - No pudo articular una palabra más, llena de emoción, doña
Domitila.
- Desde hoy en la tarde empezará nuestra vida como antes — afirmó orgulloso el viejo
Benel.
Habían llegado a La Samana después de caminar día y medio por los inmensos pajonales
existentes entre el pueblo de Llapa y los predios de Benel.
BENEL RELATA SU FUGA
-Cuenta Eleodoro, cuenta ¿Cuenta cómo fue? inquirió la esposa, cuando se encontraban
reunidos todos los familiares después de la merienda en el salón de los pisos altos; aquella misma
donde pasaron alegres horas en el juego de la brisca con el desaparecido Estela, algunos meses
atrás.
El viejo Benel sonrió ligeramente y cruzando con lentitud la pierna, repuso ajeno a todos
los alambicamientos universitarios:
- Ha pasado tanto tiempo desde aquella madrugada en que nos asaltaron los Ramos...
¿Recuerdan? Las chicas asintieron con un movimiento de cabeza. — Pero, allá va continuó
tomando un aspecto de mayor seriedad.
- Les juro que yo no estaba enterado. Castinaldo, parece que Carlos en Chiclayo y mi
abogado en Cajamarca, han preparado todo, sin descuidar detalle.
Yo no les he avisado nada sobre este asunto porque era una cosa muy delicada y seria.
Pero, felizmente, todo ha salido a pedir de boca.
Ustedes saben que a raíz de la muerte de Segura y de Eladio Estela, las gentes que
conmigo tienen enemistad, por un lado, los familiares de los difuntitos por otro, y los cholos
Ramos —los más interesados en que se me achaquen las muertes— por aquí; y algunas otras
personillas, que cuando me temen es porque algo me deben, me acusaron ¡a mí!... ¡A Eleodoro
Benel! de la muerte de esos caballeros, cosa en que yo no tuve que hacer... Fue muy cierto que
murieron aquí, en la casa; pero, también es cierto que yo no tengo mayor culpabilidad.
¡Los verdaderos asesinos, los únicos son los Ramos, que nos asaltaron en noviembre de
aquella vez! ¿Recuerdan?
Total... Fui yo quién resulté condecorado con la hermosa medalla de la prisión, con otra
gruesa calumnia y los malhechores andaban libres por donde les viene en gana.
Bien recordarán ustedes que primero fue lo de Llaucán, después el asalto a la casa, donde
murieron los de Hualgayoc, y luego la prisión de Eleodoro Benel. Tan bien habían urdido la res,
que yo, Eleodoro Benel, tuve que cargar con todo y dar con mis huesos en la cárcel tantos meses,
¡tantos meses!... ¿Y los Ramos? ¡Ni sus polvos!... Siempre asaltando, robando y matando con
impunidad. ¿Han visto ustedes ocurrencia igual?
Benel... ¿No es cierto?... Tiene mucho oro. Benel tiene plata. Tiene la triste fama de ser
malo. Benel puede pagar lo que se le pida. Comanda gentes de armas. Benel así y Benel asá. Tiene
comercios y tierras. Benel por aquí y Benel por allá… En fin, tuve que ser yo el que paga, pues,
por todo cargaba las inculpaciones... ¡No hay caso! Esto me hace recordar aquella vieja y famosa
canción mejicana “El mundo al revés”, por cuya precisa letra nos damos cuenta que hasta el preso
corre al juez ¡Y que bien que la entonan los ninabambinos! ¿Qué pecho, qué voz!
¡Lucila! — dijo el viejo Benel golpeando las dos manos sobre sus muslos. - A ver si nos
preparas un cafecito ... Pero de cántaro. De esos que solo tú sabes hacer, hija. ¿Ya?
- Bueno, papá... se apresuró a decir la aludida.
Anteayer —continuó Benel— se presentaron a la puerta de la celda donde ye estaba
recluido, un gendarme que era de confianza y el alcaide, y me llamaron aparte: señor Benel, señor
Benel... Yo estaba empezando a descabezar un sueñito y la llamada me despertó sobresaltado.
Que desea Ud., le dije colérico. Está Ud. libre, señor Benel. Mire la autorización de los
jueces y el oficio de las autoridades políticas... Le vamos a extrañar mucho, señor Benel Tan
bueno que ha sido Ud. con nosotros jamás lo olvidaremos.
¿Ah, sí?! le repliqué yo. A ver, a ver. Y me dispuse a leer para convencerme de la noticia.
Dos lágrimas se me escaparon, pero de alegría por mis mejillas, y me quedé tranquilo.
Sí, señor. Aquí está. Léala, y me la mostraron. Efectivamente era una orden auténtica;
exorcizada, oleada, sacramentada, firmada, fechada, decretada y con todos sus ajilimójilis
correspondientes.
En un tris tras, me vi fuera de la celda, Lié mis poquísimos bártulos, hice alforjas y ¡hasta
vernos Cristo mío!
Imagínense ustedes la alegría de Castinaldo, la de mis amigos de Cajamarca, del abogado
que me esperaban afuera, muchos de ellos, que yo no tuve otro remedio que invitarles una copa
de Cliquot.
Algunos gendarmes, pobrecitos ellos, me miraron largo rato y se despidieron con pena.
Bien —prosiguió el viejo su narración con suavidad—. De allí luego de los abrazos,
saludos y apretones de manos, les dije: ¡Estos actos de la vida merecen celebrarse! ¿Dónde
podemos tomar una copa de champán?... Donde Neyra, me contestaron, Aquí nomás. Allí
habremos estado tomando, conversando y riendo largo de media hora. Como teníamos ya los
caballos a la mano, nos despedimos de los amigos, Castinaldo y yo montamos rápidamente y
salimos al galope, casi corriendo.
Yo veía cierta preocupación en el rostro de mi hijo Castinaldo, y supuse algo fuera de lo
común. Estaríamos cabalgando cerca de una hora, cuando avisté a Enrique Tirado y a los peones
que me esperaban sentados en una travesía del cerro El Cumbe.
- ¿Y qué les ocurrió en el camino? - Interrogó la señora Domitila sonriendo.
- Prácticamente nada. Todo, hasta aquí fue miel sobre hojuelas -, carraspeó Benel,
encogiéndose de hombros — Atravesamos la jalca, tan larga ella, sin ninguna novedad. Un
poquito de frío, eso sí; y ya también entrada la noche llegamos al poblado de Llapa.
En la entrada del poblacho se nos cruzó un zorro... ¡Mal agüero! dijo Eduardo Mego, pero
no pasó nada felizmente.
Allí, en Llapa, llegué a tener la certeza, llegué a tener el firme convencimiento de que la
tal orden de libertad había sido fraguada.
Ya me encontraba en libertad y asunto concluido — finalizó con un brusco ademán.
Al segundo día nos levantamos con la aurora para venir acá y cuando íbamos a montar a
caballo, se me presentó el gobernador, Manuel Cieza, portando entre manos dos telegramas, en
los que le ordenaban perentoriamente mi captura. Mi recaptura, diré mejor. Firmaba un doctor ni
sé cuantos, su secretario, y el otro, el prefecto.
No recuerdo los nombres.
¿Y bien, mi amigo, qué va a hacer Ud.? le dije con serenidad. Nada, señor Benel, me
Contestó. Ud. ya sabe que soy su amigo y vengo, al contrario, a ponerme a sus órdenes.
Enteramente a sus órdenes.
Gracias, Cieza. Muchas gracias, le dije ¿Tomó Ud. ya desayuno? Ya, señor don Eleodoro.
Quería solamente saludarlo y poner a disposición de Ud. tanto mi amistad como a los dos
gendarmes, los únicos que tengo a mi mando. Quiero que acompañen a Ud. señor Benel hasta las
inmediaciones de su fundo. Gracias, don Manuel, nuevamente. No sé cuanto le agradezco. Poco
puedo hacer por Ud. Esperemos que se haga justicia en la forma debida y sean castigados los
verdaderos culpables... Bien, señor Benel, le deseo muchas felicidades por su camino. Salude a la
señora y cariños a sus hijos. Felicidades también por acá, mi querido Cieza. Ya sabe Ud., cuando
en algo pueda servirle, me tiene a su disposición. ¡Hasta la vista!
De un salto me puse en la silla. Lo mismo hicieron los otros y salimos montando una
zarabanda de los mil demonios... Y aquí me tienen.
Había terminado su pocillo de café entre sorbo y sorbo, paladeándolo con delicia, minutos
más tarde que el resto de sus familiares.
Finalizada que hubo su bebida, entregó rápidamente el depósito a su hija Lucila. Atusóse
el bigote y clavó la mirada en el cielo de la habitación por algunos instantes. En su pensamiento
rememoró lo pasado durante sus meses de cautividad…
LOS RECUERDOS FLUYEN
Tirado en su camastro, con el pensamiento fijo en su familia y en su hogar, dándose cuenta
exacta de la gravedad y trascendencia de su prisión, escuchó Benel, cómo los gendarmes con
vocerío agrio y destemplado —que le sacó de sus cavilaciones— ponía tras las rejas, entre
empujones e insultos, a un ciudadano aparentemente ebrio, agitado, pero con cierta sonrisa de
satisfacción en los labios.
Era corpulento, de buena talla, cabello grisáceo, revuelto en el que relucían algunas canas,
de facciones que irradiaban simpatía y de ojos claros. A la legua se veía que era de ascendencia
extranjera, es decir, tenía este caballero, sus visos de europeo, raza dinárice.
Benel tuvo la impresión de haberle conocido con anterioridad, pero no sabría decir dónde.
Quizá en Chiclayo, tal vez en Pacasmayo o en Lima.
- ¡Cachacos, cachacos! — exclamó limpiándose el polvo de la vestimenta. — ¡El placer
que tengo es que le he dado hasta el hartazgo a ese cabito, para que otra vez se abstenga de meterse
conmigo! ¡ahora ya sabrá quién es Lucich!
Pocos ignoraban quién era tal señor. En efecto, poseía buenas propiedades y cultivaba
hermosos arrozales en el valle de Jequetepeque, nada menos que en ese emporio de riqueza
llamado Tembladera, distrito de la provincia de Contumazá.
Dirigióse sin mucho rodeo a la celda donde se encontraba Benel y le espetó — ¡¿Usted
es Benel?!
A sus órdenes, señor… ¿Con quién tengo el gusto, caballero? le contestó confuso y
desconcertado el detenido Benel.
Soy Germán Lucich, de Tembladera. Desde ahora amigo suyo. ¿No es cierto?
- A la orden —, repuso con aplomo su interlocutor.
Entablaron charla largamente e hicieron rápida amistad y conocimiento. Llegada la noche
Lucich solicitó que le arreglaran cama en la misma celda que ocupaba Benel. El alcaide aceptó
gustoso; quería quedar bien con los dos magnates cajamarquinos: serrano el uno, medio costeño
el otro. Lucich había faltado de palabras y obra a un cabo de gendarmes y tenía para permanecer
en chirona, durante algún tiempecito, hasta que se agilizaran hilos, mecanismos y palancas para
conseguir su liberación.
Valgan verdades, el tinglado de la riña lo había armado exprofesamente, por conocer a
Benel, famoso por su riqueza, hombría, caballerosidad y por sus formidables apuestas en el juego
de la pinta.
El vallino Lucich no quedaba a la zaga. Era también singular apostador, casi costeño
como era; y ahora, se encontraban frente a frente dos gallos de tapada: La Samana de Hualgayoc
y Tembladera de Contumazá.
La noche cajamarquina, templada como nunca, iba arrebatando con lentitud las últimas
luces de la tarde.
- Y bien... Como quien se entretiene, amigo Benel ¿qué le parece si nos tomamos un
coñacito?... Yo, verdaderamente, necesito por lo menos dos.
- No está mal. Aunque yo bebo poco, mi amiguito, pero tratándose de Ud., del hecho de
haberlo conocido, venga el coñac.
El cielo estrellado de junio era visible apenas por, entre las rejas de la prisión.
-Oye, tú, compadre. Ven acá. Sé buenito.
El llamado golpeó fuertemente los tacos de los zapatos al colocarse delante del vallino,
reja de por medio.
-Toma, viejo, esto para ti — y le alargó un billete. — Y con este otro manda comprar
coñac del legítimo ¡Rápido!
-Gracias, señor. Así lo haré en el instante, ya que se trata de Ud. El coñac llegó veloz y
desapareció tras las rejas de la celda de los detenidos. Empezaron los amigos a libar en un solo
vaso, a la criolla, uno y otro trago. Al aumentar la ingestión del licor, el bullicio iba arreciando
con no poca admiración de los guardianes. En la puerta habían más de dos gendarmes que los
contemplaban curiosos. Eran entusiastas admiradores de Benel. Y así pasaron muchos minutos.
Benel se paseaba elástico y firme por el estrecho calabozo, y examinaba con interés a su
compañero. Se regocijaba pensar que ya tenía un colega de celda, por lo menos, con quien
intercambiar impresiones.
Lucich fumaba sin pausa un cigarrillo, con las manos en los bolsicos y una sonrisa
maliciosa en el rostro, sentado en el filo de su camastro.
-Está visto, que nada tenemos más que hacer aquí ¡Después de todo, que importa! - En
estos momentos, sin saberse cómo. — aparecieron en una de las manos del vallino un par de
muelas de Santa Apolonia, verdaderas obras de arte, que rodaron rápidamente sobre una
desvencijada mesilla, que yacía en el recinto, cayendo una de ellas al suelo.
- ¡Senas! — exclamó alegremente Lucich y recogiendo los dados para moverlos en la
mano, dirigióse a Benel, que hasta ese momento andaba distraído un poco con sus pensamientos:
- ¿Qué le parece, amigo Benel, si armamos una timba de padre y señor mío? Digamos, así, una
pinta.
A Benel le brillaron los ojos como dos lucecitas y arrugando la nariz, asintió golpeando
el puño sobre la pequeña mesa.
- ¡Hecho!
Presto tendió poncho y mantel perfectamente doblado sobre la mesita y corrieron los
dados —cubículos de hueso— cuyas cifras eran bellas incrustaciones de cuerno negro con las
aristas y ángulos triedros romos, para sortear, quien debía tirar primero.
- ¡Pinta! - refunfuñó Benel. - ¡Van mil soles!
- ¡Pagados! - espetó Lucich. Al primer tiro la suerte fue para Benel, que recogió los dados
para bambolearlos en la mano...
El tiempo marchaba inexorable, alterna la suerte con uno y otro, el juego se fue atizando
y las apuestas doblando su monto. Al cabo de diez horas de intensísimo juego, no cabían en la
mesilla un rimero de cosas, billetes arrugados y sucios, billeteras, restos de cigarros, objetos de
oro y plata, una pila de relucientes monedas del mismo metal y otras baratijas.
- ¡Llano, todo lo que tenga!
- ¡Se fue! -. La suerte se había coludido esa noche con Germán Lucich.
Efectivamente, el vallino se llevó lo último que le quedaba a Benel en Cajamarca: dos
mulas patapeñas de gran alzada, coloradas, con raya en la paletilla y de muy buen piso, que
estaban paciendo en un corral vecino. Redactó Benel la autorización para su reclamo, la que dobló
cuidadosamente Lucich y guardó en su billetera.
Había perdido sin pestañear más de mil libras esterlinas, un reloj de oro con su cadena de
eslabones cuyo peso se estimó en 500 gramos de oro fino cada uno, cuatro sortijas con diamantes,
un prendedor de corbata labrado en platino con una perla fina y tan grande como un choloquillo
y las dos mulas de Pátapo.
LA MUERTE DE CASTINALDO
LA TRANSFORMACION DE BENEL
Grave revés moral sufrió Benel al tener noticia del asesinato de su primogénito,
Castinaldo, a la sazón administrador general de sus negocios. En él tenía cifradas todas sus
esperanzas, y con justísima razón.
Benel, se encontraba en el fundo de la ceja de montaña, Siluján.
Segundo Eleodoro, al enterarse del contenido de una comunicación fechada en La Samana
estando en Bambamarca, enarcó las cejas, echóse atrás el pelo revuelto, comenzó aprontar alforjas
y organizar viaje a su fundo para el día siguiente.
Largas y tediosas horas empleó en el camino, y como todo un veterano llegó a La Samana
al atardecer. Fue recibido cariñosamente por su hermano Castinaldo, quién de sopetón y con
alegre voz le manifestó ciertos deseos: - ¿Qué tal, hermano?... Llegas bostezando.
- El camino. Es el camino tan largo y enrevesado, tú lo sabes — explicó Segundo.
- ¡Madre de Dios, ruega por nosotros!... Sabes, hermano, que mañana es imprescindible
mi viaje a Santa Cruz. Pues, Marcial Alvarado, el alcalde, ha nominado madrina de la colocación
de la primera piedra del parquecito de la ciudad a mamá; y yo —agregó rascándose el lóbulo de
la oreja y sonriendo maliciosamente— quiero ir a venerar y a brindarle flores a mi bienamada
Margarita... También debo decirte que Enrique Caballero ha nombrado a la mamá, madrina de
uno de sus hijos, de tal manera que habrá fiesta, y por partida doble.
- Bien hermano. Pero ¿qué vela tengo yo en este entierro?
- ¡Quedarte al frente de la hacienda!
- Ya que estoy acá, me tienes a tus órdenes. Estaba de Dios que permanezca aquí, y no
hay nada más que hablar.
Sucio por el polvo del camino se dirigió a lavarse y momentos más tarde, apareció
portando, porque ya oscurecía, un farol encendido para movilizarse al comedor.
Margarita Ugaz y Ugaz, era una de las lindas chicas cruceñas [de] aquel tiempo. Sabido
es que Santa Cruz fue famosa por sus bellas, animosas y liberales mujeres, herederas de la
hermosura española en Cajamarca.
Llegaron los Benel, madre e hijo, en dos negros brillosos y con el apoyo de cuatro
hombres armados, alrededor de la una de la tarde a Santa Cruz, y se alojaron en la residencia de
doña Vicenta Perales, tía de los Benel.
Esa tarde, el joven Castinaldo, se pasó charlando alegremente con amigos y familiares en
el lugar de su alojamiento. Tomaban café y fumaban. Benel experimentaba vivos deseos de ver a
su novia y por ello se pasó contando las horas.
A cada momento aumentaba su seguridad de que sólo la vería en la noche. En realidad,
casi deseaba prolongar aquella situación tan emocionante, pero al fin le venció el deseo de salir a
la calle.
Ofrecen un espectáculo nada consolador, las calles vacías de nuestros pequeños pueblos
andinos, hoy por hoy. Es de imaginarse, el que ofrendaban hace unos treintacinco o cuarenta años
atrás.
Vagó sin rumbo algunos minutos, y para no aburrirse, apresuró el paso dirigiéndose a la
tienda de José Olivera, conocido en Santa Cruz por el remoquete de Chergo. Allí se encontró con
el franciscano fraile y poeta, Tarcisilo Morí, y el clérigo Edmundo Guevara, párroco de Santa
Cruz y vehemente discípulo de Cupido; también se hallaba en la tertulia Fermín Arrascue, del
pueblo de Lajas, vecino de Santa Cruz, de rojiza faz, ancha nariz, macizo, de aire leonino e
inteligente.
Hacía rato que se encontraban libando copas de un buen aguardiente cruceño. A las 7 y
media de la noche, la oscuridad fría y el cielo sin estrellas tornaban más desiertas las calles del
poblado. Escucháronse algunos disparos, pero no les dieron mayor importancia; creían pues que
se quemaban cohetes de trueno.
- Creo que eso va acabar mal... Y aquí en Santa Cruz — susurró Arrascue.
- Santa Cruz cargaba las espaldas su famita -, arguyó el fraile franciscano tendiendo la
mano para despedirse.
Olivera terció en la conversación con su voz fina y palmoteando a Castinaldo en el
hombro, se apresuró a decirle:
- Hoy nos quedamos a comer aquí en la casa, por supuesto ¿Cierto?
- Pienso que no. Más bien, vamos a la casa de tía Vicenta, donde habrá baile, dentro de
un par de horas. Así es que por allá mejor los espero.
La noche era cada vez más oscura y silenciosa. Despidióse de sus contertulios y con paso
reposado, casi marcando el movimiento, tomó el camino del centro de la plaza, a cuya altura se
encontró con César Asenjo, Román Vera y Salvador Burga Orrego, con los que, sin interferencia
alguna, se encaminaron a la casa de la novia de Castinaldo para invitarla a la fiesta.
En casa de la muchacha sólo encontraron a una doméstica, que en voz baja y llamando
aparte al joven Benel, le avisó que Margarita se hallaba en el rezo.
¡Alto, quién va! — Tronó una voz áspera, en la puerta del templo, bien protegida la cara
por el embozo y encañonando a los circunstantes con una carabina.
Llegó una ráfaga de viento, mientras la oscuridad espantosa no permitía ver un palmo, a
vez que Castinaldo sereno contesto:
- Yoooo, Benel... Castinaldo Benel.
- ¡Abrirse! — tronó el embozado, disparando a quemarropa un proyectil que hirió de lleno
a Benel en la cadera. Exultando odio escapó Juan Aguinaga, que así llamó el asesino, en compañía
de otros malhechores, con las carabinas aún humeantes por en medio de las gentes asustadas del
templo, que se hallaban rezando, y se perdieron por la sacristía armando gran barullo.
Benel cayó tratando de empuñar su revólver. Pero no tuvo tiempo. Al chocar en el
empedrado suelo con violencia, — se hirió nuevamente los nudillos de la diestra que empuñaba
el arma, la que con el impacto del golpe rodó más lejos aún. Sus acompañantes habían huido
precipitadamente al notar que cayó el joven Benel.
El frío ventarrón volvió minutos más tarde con los acompañantes, ya armados, una vez
restablecida la calma y al encender sus cerillas contemplaron al mozo herido debatirse agónico,
materialmente imposibilitado de seguir viviendo, y así fue trasladado a casa de su tía.
Horas más tarde fue oído en confesión y recibió los santos óleos de manos del R. P Morí.
Empezaban ya a deslizarse las lágrimas de los familiares. La noche del veintiséis de setiembre,
había sido espantosa. Aquella fría oscuridad no la olvidarían nunca los amigos de Castinaldo
Benel. Fue traicionera como una serpiente, fue trágica como la muerte misma y tenía las órbitas
de los ojos muy grandes y muy negras tal un ancho socavón.
COMO SE GESTARON TALES HECHOS
Era comisario del pueblo, un hombrecillo de rostro duro, ojos oblicuos y mirada fría,
Fortunato Alvarado. Aquella noche ponía especial atención en perseguir a la chiquillada que hacía
ruido en la puerta de la iglesia, a fin de evitar que interrumpieran el rezo.
Habían salido a la calle a jugar un grupo de chiquilines, capitaneados por un hijo de
Anacleto Vargas, enemigo político del comisario, enemistad a la que se sumaban algebraicamente
ciertas rencillas tipo aldea.
Cuando el niño pasaba corriendo por la puerta de la iglesia fue cogido por el comisario y
recibió crueles latigazos, pues foete pesado empleó el señor comisario, a quién le apodaban El
Chino.
Sangrando abundantemente presentóse el chiquillo donde su padre, y a renglón seguido,
con lujo de detalles le narró lo sucedido.
Con estrépito, lleno de ira y embarullado, incapaz de contenerse por más tiempo de las
provocaciones del comisario, se presentó donde éste y le gruñó: ¡So, chino de porquería! ¡Has
creído que te sobra autoridad para flagelar a los niños! ¡Ahíte va para que no vuelvas a perseguir
a los muchachos, que sólo están jugando! ¡Métete con hombres, macaco ladrón! Y sonaron tres
disparos, y el comisario rodó exánime por el suelo.
- ¡Creo que esto te basta! -, vociferó descompuesto Anacleto Vargas, mientras enfundaba
su revólver y parsimoniosamente se retiró a su casa.
Recuperado del susto, el comisario comenzaba a levantarse. Las balas sólo le habían
mordido, produciéndole leves heridas, en el dorso de la mano y en la región pectoral, pero muy
superficialmente.
Con gesto violento incorporóse en forma total y masculló con rabia:
— ¡Nadie es, sino Castinaldo Benel! -. Sonrió de un modo extraño, sacudiéndose el polvo
de sus vestiduras y paso a paso, se dirigió a su casa a organizar el asesinato de Castinaldo Benel.
Misael Vargas, pequeñín, de rostro enjuto y valiente como un león, Manuel Galarreta y
el mayordomo de La Samana, Eduardo Mego, con cuarenticinco hombres armados hasta las
narices, comandados por Segundo Eleodoro Benel, penetraron a Santa Cruz al amanecer del
veintisiete de setiembre a tambor batiente.
Las gentes del pueblo se miraron un tanto asombradas. Nunca habían recibido visita
semejante. Parecía una revuelta armada.
- ¡Miserables, infelices! — refunfuñaba Segundo parpadeando con ira. Por su mente se
cruzaron absurdos pensamientos, mientras sus ojos no se apartan del hermano moribundo.
Retiróse silencioso y ordenó a sus guerrillas batida general. Los Benel, con la experiencia que
tenían de la justicia, ahora se iban a tomarla con la mano.
¡Esperen y verán como acaban! — gritaba.
La luz del sol encandilaba cuando salieron grupos armados a patrullar las calles a golpe
de las nueve de la mañana el tiroteo se hizo general y se cerraron las puertas de las casas. El herido
se revolvía inquieto en su lecho al oír los disparos ininterrumpidos. Segundo Benel se adueñó de
las calles de Santa Cruz en contados minutos, empero sus hombres recibían fuego graneado de
balcones, ventanas y techos de parte de los afiliados al bando de El Chino y sus hermanos,
Marcial, Jerónimo, Leopoldo y Víctor Alvarado.
- ¡Si ven un chino, especial atención... Ya saben. Es la orden! ¡Todo el que resista, acabar
con el enseguida! ¡Fuego y fuego!
El moribundo al oír en su lecho los aullidos de los hombres enfurecidos, los gritos de los
chiquillos y el retumbar de los disparos —toda una recia sinfonía de ruidos, traquidos de
explosiones y ayayeos— que acrecentaba al repetirse su eco en las paredes de las casas, hizo
llamar a su hermano, y díjole con voz ya sumamente debilitada:
- Segundo... La justicia de Dios es grande, e inexorables sus principios. Mi deseo es que
no haya nada... Sean más ecuánimes y no tomes ninguna represalia...
¡Retírate con la gente y dame tu palabra, Segundo Eleodoro! ¡Prométeme que habrá paz!
Segundo Benel con lágrimas en los ojos obedeció la última voluntad de su hermano. Sin
perder tiempo dio contraorden a sus guerrillas, aunque esto le pareciera absurdo, y tomó camino
a La Samana, a donde llegaron abatidos, tristes, desorientados. Un mensajero o “propio”, les
enteró allí del deceso de Castinaldo.
Manuel Galarreta también cayó víctima del plomo de las huestes de Alvarado; cuando
cruzaba con paso firme por frente a la muelle ondulación de una inverna.
. Castinaldo Benel junto con Manuel Galarreta recibieron cristiana sepultura en la
umbrosa capillita de la hacienda. Fuera de himnos, sólo se oían sollozos y llantos, gritos y
vehementes protestas de venganza.
Grande fue la ira y desmoralización de don Eleodoro Benel cuando se enteró del asesinato
de Castinaldo. Cargó culpas a la señora, de corazón sencillo, dotada de un juicioso y claro
concepto de la vida, y a Segundo, no apareciendo por El Triunfo o La Samana durante más de
cuarenticinco días, en los que se dedicó a la plática con la soledad, en los bosques y montañas
ardientes de Silugán.
Esta noticia hizo cambiar enormemente la personalidad de Benel. Hierático a veces,
hablaba solo otras. Pensaba continua y fijamente en su hijo desaparecido y esperó con paciencia
que las autoridades tomaran el debido interés por el asunto. Se abstuvo dé castigar con mano
férrea al autor y a los instigadores, y al poco tiempo sintió un enorme desaliento.
Se le veía gesticulando y hablando consigo mismo, y sobre todo descuidó
clamorosamente sus múltiples quehaceres.
- ¡Esperaré que se me haga justicia, por lo menos! ¡Qué no suceda como en el caso de los
Ramos! ¿o quieren guerra a muerte? - exclamaba casi a diario mesándose los pocos cabellos de
su cabeza.
Salía muy poco Eleodoro Benel. Constituyó un serio problema moral y síquico durante
mucho tiempo después del asesinato de su hijo.
A la vera de su desesperación se va advirtiendo en el ya al hombre que quiere
transformarlo todo, aunque desconfía de sí mismo debido a su poca preparación. Va adentrándose
en el terrateniente andino aquel convencimiento de que los problemas sociales y la injusticia se
agravan agudizando los contrastes que existen entre los hombres del Perú; y quizá sin entender
mucho de esto, abre las alas al apostolado de su espíritu generoso y paternalista —discriminado
indudablemente por los de “más arriba” — y va tomando el hilo conductor que lo ha de guiar
hacia la ejecución de los cambios que ha pensado.
Es cierto que lo deslumbran los más ricos que él, pero lo emociona también la apremiante
necesidad de defender a los pobres; para lo cual se encuentra provisto de todas las armas,
apercibido de todas las herramientas materiales, y sin saberlo, también constituye el centro de
acción de todos los ciudadanos en trance de rebeldía.
Los avezados políticos de aquel tiempo habíanlo tentado en repetidas oportunidades
anteriormente; es entonces ahora, que se encuentra víctima de la justicia, cuando se cree obligado
a protagonizar un acontecimiento de trascendencia nacional cuyo triunfo destruya con toda su
fuerza dramática, el abuso y la componenda, por decir lo menos.
Benel fue un hombre que cuando golpeaba puertas, de ellas brotaron guerrilleros cholos;
empero no era capaz de comprender las fuerzas actuantes de la historia. Su filosofía, seguramente,
estaba reducida a una serie de reminiscencias y aspiraciones confusas, así como sus actos serían
tal vez exclusivamente emocionales
Durante los años de su alzamiento, en el Perú todavía cristalizaban en el campo político
los sólidos planteamientos ideológicos y definitivos programas de acción que advinieron antes de
la década del treinta, con la visionaria lucidez del joven Haya de la Torre a la cabeza, mal nos
pese a muchos de nosotros, peruanos, con sencilla mentalidad de aldea.
EL ALZAMIENTO
LA CONSPIRACIÓN
Benel se levantó lentamente de su asiento en la penumbra de su despacho, con rostro
preocupado, pero en él se hacía más enérgica la expresión varonil.
- Esto no se pregunta, hijo. Pero, ya que te veo interesado desde hace algunos días en el
asunto -, dijo Benel frunciendo las cejas -, desde hoy me vas a prestar tu ayuda en decifrar ésto.
- ¿Y qué significa esto, papá? - Inquirió Segundo tamborileando los dedos sobre el viejo
escritorio, donde campeaban un montón de papeles.
- ¡¿Quéecé?... ¡Un código?! Ya verás que utilidad presta... Tarde que temprano tenías que
saber, y es mejor que la casualidad te haya hecho entrar en el negocio.
- Benel hablaba con voz sonora, sugestiva. Dióse vuelta y extrajo con prisa de lino de los
bolsillos de su saco, un papel firmado con caracteres precisos, bien delineados, de rasgos duros,
que indicaban la definida personalidad del firmante.
- Mira - Díjole a su vástago y púsole entre manos la carta.
Segundo Eleodoro se sintió confundido y pudo comprobar —haciendo grandes esfuerzos
para serenarse— que el que dirige la misiva, era nada menos que el general Oscar R. Benavides,
a la sazón expatriado por el despotismo de Leguía, y en ella enviaba a Benel determinadas
directivas de orden político.
-Vete en paz hijo, cuidado, cuidadito. ¡Y de esto ni media palabra a nadie! ¡Discreción de
discreciones! ¿Entendido?
Retiróse Segundo, cerrando silenciosamente la puerta del despacho de su padre, después
de hojear con sumo cuidado algunas páginas del libro de claves.
Días transcurrieron cuando “Pepe” —seudónimo con el que signó sus comunicaciones
Hermenegildo Ruiz, hombre de rostro cetrino y surcado de arrugas, agente de confianza y
empleado en la hacienda costeña de Tumán, latifundio agroindustrial de los Pardo— envió a Benel
tres sobres lacrados. Uno llevaba la firma del doctor Arturo Osores Cabrera, abogado, diplomático
y político chotano, también extrañado del territorio por el dictador y fechada en Quito; otro por
el general Benavides y el tercero por el coronel Samuel del Alcázar, aquél viejo héroe del 79,
militar que alzara su batallón No. 1 en el cuartel de San Francisco, en favor del Gobierno de Pardo,
y que sólo entregara su espada a un militar digno y que había regado su sangre por la Patria, el
mariscal Andrés A. Cáceres, quien fuera enviado ex profeso por Leguía.
“Pepe”, conocedor del medio, por sus años de trabajo, y de los peones serranos que con
él laboraban por el viejo sistema de los “socorros”, los envió a Benel con uno de los trabajadores,
que habiendo cumplido su contrato viajaba de regreso a su terruño, y a quién dio instrucciones
precisas en forma verbal, al principio con resistencias, luego de manera furtiva y al final con toda
franqueza.
Largos meses mantuvieron en ardua labor a los conspiradores, en este arriesgado ir y venir
de comunicaciones y pliegos. Por su parte, Benel mostró desde el principio sus grandes simpatías
por el alzamiento.
“Ha sonado la hora tremenda de la revolución —manifestaba en una de sus cartas el
general Benavides—. Hemos de tener presente, mi querido Benel, que solamente de nosotros
depende la decisión de nuestra suerte. Ojalá, y así confío, el pueblo peruano, sin excepciones, nos
preste su valiosísimo concurso, para así llegar más fácilmente a la meta que nos hemos trazado”.
Leía y releía la comunicación, aquella tarde en que paseábase por una loma cubierta de
pasto cercana a la casa hacienda. Y en llegando a su dormitorio, extendióse sobre la cama cuan
largo era.
Ruta de envío de comunicaciones políticas provenientes de La Samana y Chota era la de
Tumán. - Ecuador, casi siempre por intermedio de Hermenegildo Ruiz y de Pedro Coronado.
Se empleó, además, la vía que cruzando los Andes por la provincia piurana de Ayabaca,
donde poseía un extenso fundo denominado “San Pablo”, don Eduardo Merino, adversario
calificado de Leguía, daba en traer las comunicaciones a la hacienda de Benel, a la que en Cutervo
conducía Osores, y a Chota. Esta ruta se usó cuando únicamente se decidía hacer pasar pliegos de
gran responsabilidad, o para introducir subrepticiamente a los complotados que cruzaban la
frontera septentrional sin la observancia de los trámites reglamentarios.
Los enlaces andinos funcionaban a perfección. Casi no hubo pérdidas que lamentar.
Cuando eran prendidos por sospechas y luego sometidos a interrogación, no lograban arrancarles
declaración alguna, pese a las crueles torturas a que fueron sujetos por los esbirros. Resulta, pues,
que había facilidad para la remisión de comunicaciones que los agentes del gobierno trataban a
todo costo de interceptar.
Apaleamientos, azotainas, colgaduras en el cepo, infinitas y refinadas torturas; intentos
de soborno y promesas de grandes colocaciones —remedios heroicos de las dictaduras— no
fueron capaces de doblegar el retemplado espíritu del mestizo norteño. Mestizo que remonta los
Andes con su alforja fiambrera, llevando en latas de manteca de doble fondo, las Comunicaciones
en clave para Benel y otros futuros insurgentes.
Pedro Coronado, joven empleado de Tumán, corpulento, punzante e irritable, descifraba
también los pliegos que dirigían Benavides y los demás conspiradores deportados. Su esposa,
Amalia, se encargó de distribuir las directivas escritas en la capital costeña de Chiclayo, ciudad
de estrechas y tortuosas calles, del sol abrazador durante el día y del frío ventarrón nocturno,
polvoroso y enervante, donde hormigueros de gentes atan y desatan chismes y negocios, y donde
los mercaderes movilizándose a ratos en locas carreras y en arrobamientos místicos en las puertas
de los bancos, piensan en la perenne búsqueda del dinero.
Los abogados Vílchéz y Paredes, y el médico Barzallo, amigos e involucrados en la causa,
vieron extraer muchas veces los papeles del zapato de tacón de la dama de rostro agradable y
dulce moteado de pecas, de nariz respingada, negras las pupilas, largo el cabello y el vestido, y
esbelta la figura.
Era coordinador de todos los trabajos tendientes a encausar la rebelión el coronel
Beingolea, que, caído en desgracia, políticamente con Leguía, desempeñaba por aquel tiempo el
cargo de Viceadministrador de Turnan.
Benel y sus amigos, para enviar comunicaciones a dicha hacienda se valieron de los
peones “enganchados” que descienden de las tierras altas al cumplimiento de sus contratos. En
las encrucijadas andinas valiéronse también como enlaces, de los negociantes lugareños de
chancacas y aguardientes, que forman nutrido grupo en las quebradas profundas, acostumbrados
a trepar las altas e ingentes cordilleras ándicas como quien hace un juego de niños, sumidos en el
más completo anonimato, firmes en el andar, sin remordimientos, orillando senderos, o asimismo
venteando laderas en el decidor paisaje andino, acometidos por el irresistible deseo de servir a
Benel, el terrateniente que en las frígidas noches andinas dio posada y ración de comer a todos
los caminantes que cruzaban sus pagos.
“Es cuestión del pueblo peruano, él debe contestar, está obligado a contestar” con una
sublevación general. Porque es un hecho seguro e inequívoco, que, a nuestro levantamiento, el
gobierno responderá con un ataque inmediato en todo el frente que abramos; sin dar por
descontado, además, que puede adelantársenos”. Esto era lo que Benavides ponía en conocimiento
de Benel en otra de sus comunicaciones.
Don Eleodoro abrigó también esta esperanza, esperanza al fin, creía así y así le manifestó
en repetidas ocasiones a su hijo Segundo.
- ¡Llegará el día en que le hagamos una verdadera guerra al tirano Leguía!... ¡He allí
nuestro lema! ... ¡Ojalá que todos los peruanos libres nos apuntalen en esta jornada!
La revuelta se fraguó para los primeros meses del año veinticinco bajo la experimentada
dirección del general Benavides. Pero, en el entreacto, se precipitó una cadena de acontecimientos
que terminaron el adelanto de la fecha de la sublevación. Para aquel tiempo, además, se debía
contar, según aseguró Benavides, con el concurso de varios jefes militares de las guarniciones
acantonadas en las ciudades del norte del Perú, quienes tomarían parte en la rebelión.
En las postrimerías del preámbulo revolucionario, Benel recibió una carta, por la que tuvo
noticia que un joven militar, agente de Benavides y también exilado como aquel, tomaría contacto
con el acaudalado norteño, en el transcurso de brevísimos días.
Además de los hombres del cogollo civilista limeño, desplazados por Leguía, un viejo
político contumazino, Octavio Alva, actuaba, entre bastidores en las provincias del sur de
Cajamarca en ayuda de los principales complotados. Importante papel desempeñaron los
hermanos Pardo, de Tumán y sus empleados Ruiz y Coronado, Juan Aurich, de Ferreñafe;
asegurábase que en Lima conspiró el doctor Raúl O. Mata Osores, Vocal de la Suprema, algunos
miembros de la familia Aspíllaga, de Cayaltí; Juan Francisco Vilchez, Néstor Barzallo y Rómulo
Paredes, de Chiclayo; los hermanos Víctor y Mercedes Bazán, de la hacienda Minas sita en la
provincia de Cutervo; Arturo Montenegro, de Huambos; Alberto Cadenillas de Chota, así como
Benjamín Hoyos y Juan Fernández Zuloueta, notario Público y yerno de Benel; Raymundo Arana,
los Castañeda, de Querocotillo; los hermanos Francisco Fermín y Wenceslao Arrascue de Lajas,
don Roberto Delgado del mismo lugar, éste último caracterizado por ser un cauto y valeroso
lajeño, y por fin, el hacendado ayabaquino don Eduardo Merino con sus gentes de batalla,
aguardaban la señal para pronunciarse en armas contra la dictadura.
Leguía, pues como se sabe se autoeligió tras una maniobra fraudulenta, un simulacro
electoral, para un nuevo período de el “Perú Nuevo”, que empezaría el 12 de diciembre de 1924,
pasados tres días de la conmemoración del Centenario de la batalla de Ayacucho.
PEDRO MOYA O CARLOS BARREDA
Bajo el sol abrasador del temple, sentado en un poyo de la casa hacienda Silugán y
mientras escuchaba el crujir de las cañas que caían laminadas por los rodillos en la molienda
trapichera, percibiendo aromas penetrantes de alambiques, olor a bagazo recién exprimido y el
rumor de la miel burbujeante que ha de convertirse en chancaca, Segundo Benel, una tarde de
octubre del veinticuatro -apareciendo bruscamente por una pronunciada curva del camino- vio
venir a cierta distancia, un jinete montado en un caballo lanudo, pequeño y de pelaje pajizo.
Embozado en poncho ayabaquino, se detuvo a cien metros de la casa y descabalgó con
pereza, colocándose a la vera del polvoriento camino que bordea pequeñas elevaciones
alfombradas de floresta.
Por el callejón continuó avanzando lentamente hacia la casa, tirando con fuerza del bozal
de su jamelgo, con andares cansinos y dirigiéndose un tanto receloso al hombre sentado en el
poyo saludó:
- Tardes, ñor.
- Buenas las tenga, señor. Llegue Ud. Llegue Ud. nomás... Pase adelante, caballero, como
a su casa. Sin temor, pues, no hay perros bravos, todos están encadenados.
Era el visitante un joven moreno, de talla pequeña, barba y bigote crecidos, ojos alegres
y parduscos; calzaba recios zapatos con remaches y llevaba polainas negras sobre un viejo
pantalón de montar. No podía disimular la costumbre de su profesión y se hacían muy notorios
sus aires marciales. Era según malició Benel, un militar a las derechas, pero remiso a identificarse.
- Me diera usté una posadita señor, que la necesito... Vengo desde las serranías de
Ayabaca, y ya estoy camina y camina por cinco días seguidos. Mi Bayito está cansado, como usté
verá, y hambriento también, señor. - Dijo el recién llegado con voz de carácter tímido y encogido.
-Si, se vé. Se vé, señor. Pobre animalito. ¡Qué se ha chupado harto en el camino! ¿Cuánto
habrá caminado! ¡Jacinto, Jacintoooo! - Llamó Benel a uno de sus peones de facie palúdica,
vestido de mugrienta camisa y pantalón de trabajo, que acertaba cruzar por el patio de tierra
apelmazada de la casa. Este retrocedió contemplando al viandante con un dejo de curiosidad no
exenta de cierto desdén.
-Patrooon... Voy, patrón. - El Jacinto se dirigió a donde era llamado y tras romper una
cañamiel en el doblez de su rodilla, inquirió: - ¿Qué deséyaste, patrón?
A ver, cholo. Préstale una manito y ayuda a desensillar su matalón a este señor que dice
viajar de tan lejos. Pónlo a la inverna de La Tranca y después te vienes para que le arregles su
cama, allí en el cuarto chico. Sobre la banca larga del comedor hay unas frazadas y un colchoncito.
Allí que se acomode nuestro huésped a como de lugar.
-Bueno, patrón, - Dijo el trabajador retirándose suavemente. Cruzó por unos arbustos
marchitos por el calor y volteóse a mirar al desconocido por segunda vez.
- ¿Quién será este? - Murmuró entre dientes el peón que se aleja a cumplirlas indicaciones
del patrón. Faltaban algunos minutos para la hora de comer, que en los pagos de la “Jurisdicción”,
se sirve a la mesa cuando el sol está aún alto. Llámase jurisdicción, en las serranías de Cajamarca,
a los valles ardientes de los tributarios del Marañón en su curso bajo y al valle mismo del gran
río.
Llegada la hora de la merienda, el visitante fue invitado a sentarse a la mesa, en rústica
silla labrada a golpes certeros de machete, rústica y tosca como los hombres fuertes que las
confeccionan.
Conversación va conversación viene, saborearon los amigos -que empezaban a intimar-
una chochoca con rabadilla de cerdo y un pollo sancochado con la yuca templina alba y sabrosa,
que por efecto de la cocción se convierte en masa apetecible. Benel había mandado preparar
exprofeso estas viandas para agasajar a su huésped que intuyó no era un palurdo cualquiera.
Muy animosa, el recién llegado, llevó la conversación con acierto y en forma disimulada
al principio, para hacerla insinuante después y franca posteriormente, dominando siempre por los
terrenos de la política peruana. Se compadeció de la miseria de los campesinos oprimidos, por las
juntas viales y de los males de los obreros que morían de hambre, mientras se enriquecían los
funcionarios de tales juntas. Afirmó que nuevos ricos a millares proliferaban a costa del erario
nacional y que los hombres del gobierno dilapidaban el dinero sin ton ni son; hizo, además, una
descripción de los monstruosos tratados que ratificaban inmensas cesiones territoriales y la
entrega de las riquezas naturales a las potencias extranjeras, declarando también que la Patria
peruana era presa y botín de las ambiciones bastardas.
Discurseó con gran desenvoltura sobre la falta de libertades, sobre economía y finanzas,
habló de negociados, se refirió a los diversos peculados, de la corrupción del hombre por el dinero
del estado, conversó sobre las coimas, hizo hincapié en las corruptelas, el abuso, la componenda,
las inmoralidades y en cada asunto tocado, demostraba versación y dominio y todo esto, escuchó
anodado su contertulio. Finalizó la charla haciendo gala de sus conocimientos sobre política
internacional, a una altura tal, que Benel con muy buen tino, le escuchaba silencioso. Al referirse
al señor Leguía se desaba en furiosos improperios.
- ¿Sabe Ud. señor Benel, cuánto le cuesta al Perú mantener al dictador?... Todo esto da
fuerza o motivo para que las quejas de la noble juventud se estén impregnando de ideas de
avanzada.
Segundo se limitó hacer un ademán negativo moviendo la cabeza. Sorprendido por el filo
de la pregunta no chistó, se limitó solamente a mirarlo con amabilidad.
Cuando Benel encendió el lamparín de la saleta de piso enmaderado que servía también
de comedor, empezó Pedro Moya -nombre con que habíase presentado el viajero- a prender fuego
maquinalmente a un cigarrillo ecuatoriano, aspirando el humo en una primera bocanada con
deleite.
¿Dónde se pueden conseguir por acá algunas vaquitas lecheras?... Pero quisiera que
fueran de las mejores, señor Benel. Ud. debe saber desde horita, que soy enviado de mi patrón,
don Eduardo Merino, propietario de la hacienda San Pablo, a buscarlas por estas tierras... Lo
mismo que otras clases de ganados... Vacas de preferencia. Es por esto que le pregunto, puesto
que soy su mayordomo. Como le repito, mi nombre es Pedro Moya.
-Por aquí, por aquí..., pensó Benel rascándose la cabeza- casi no se encuentra. Pero, dónde
sí hay en abundancia y de calidad es en La Samana, fundo de mi padre, en el distrito de Santa
Cruz, de la provincia de Hualgayoc.
Larga siguió la conversación en este aspecto, empero, imperceptiblemente Pedro Moya
tomaba la ofensiva y volvía a hacer entrar en charla a Benel por otros terrenos. Segundo, callado
de tanto tanto; escuchaba el juego de palabras llenas de acción, sin lugareña entonación, a veces,
criollísima; vocablos alegres algunos y no poco picantes otras frases que pronunciaba su
interlocutor.
- ¿Conoce Ud. al general Benavides? Espetó de refilón y con severidad.
-He oído hablar de él, Tengo conocimiento de que está deportado en Ecuador
-Cierto, Muy cierto, mi señor.
Poderosamente, Pedro Moya, sentíase influenciado por un desmedido interés para
ahondar en determinada orientación su charla con Benel, pero se contuvo. El cigarrillo se
consumía lentamente y emanaba sus espirales de humo gris. El visitante dio una última chupada
a la vez que preguntó a Benel, arrojando el humo por la nariz:
- ¿En qué relación está el señor Benel, don Eleodoro, con el general Benavides?
-Son viejos amigos, y se escriben muy de continuo. Yo he tenido oportunidad de ver
algunas cartas.
¡¿Ah, sí no?! Interesante, muy interesante, interesantísimo... ¿Y en qué relación está el
señor Benel con Leguía?
-Mi padre, es adversario convicto y confeso de Leguía. Lo pregona a los cuatro vientos,
y esto le ha valido una casi encarcelada de por vida en Cajamarca, so pretexto de los asesinatos
que cometieron los hermanos Ramos, unos bandoleros muy conocidos, cuando asaltaron el fundo
de mi padre, matando a dos hualgayoquinos. Y así por el estilo una serie de otras cosillas más,
que tardaría mucho en contarlas, mi buen Moya.
-Sabe Ud., señor Benel... Yo traigo bastante interés para hablar con su padre... ¡Más claro!
Quiero hablar directamente con el señor don Eleodoro dijo Pedro Moya hinchando las venas del
cuello y respirando profundo. Tengo precisas recomendaciones de cierto personaje -, continuó.
- ¡Al grano, al grano, amigo, Pedro Moya! ¡No andarse con mucho rodeos!
¡Quién le envía a Ud.!
- ¡El General Oscar R. Benavides!
- ¡Por ahí hemos debido empezar! amigazo -. Dijo Benel con voz estentórea, pasándose
la mano por sobre los cabellos que se hallaban un tanto revueltos.
-No, mi amigo. Ante todo, cautela... Piso sobre terreno firme, y como soy militar, por allí
he terminado.
-Bueno entonces ¿Usted quién es? ¿Cómo se llama verdaderamente?
-Para que lo sepa, mi amigo, de una buena vez, soy el teniente Carlos Barrera Cante,
agente de Benavides, a sus órdenes... Esto para Ud. y nadie más. Conque, ya lo sabe, amigo Benel.
- ¡Vaya, vaya; eso me quita un gran peso de encima, teniente!... ¡Yo creí de firme que
usted era un espía que nos enviaban los ecuatorianos!
HACIA LA SAMANA
Tres días después, ya muy entrada la tarde, Segundo ordenó a las cocineras preparar los
fiambres en grandes ollas de barro. En este tiempo los dos amigos habíanse trazado ya su plan de
acción.
El teniente Barreda acercábase taconeando fuertemente sobre las tablas de la saleta de la
hacienda. Luego de conversaren voz baja con Benel algunos breves instantes, acordaron salir a
las seis de la tarde del día siguiente.
Al atardecer de la fecha señalada, arreglaron temprano sus impedimentas, entre las cuales
Barreda llevaba complicados aparatos e instrumental, y después de alimentarse con frugalidad,
porque el que va a viajar no tiene apetito, montaron a bestia,
El cholo Jacinto que los había atendido durante estos cuatro días, ya no sentía desdén por
Pedro Moya —que aun así seguía llamándose para él, el teniente Barreda—, ahora sentía un
remordimiento tardío, y esbozando una sonrisa, levantó en alto la mano, díjoles adiós cuando se
alejaban al trote de sus bestias.
Pasaron toda la noche caminando y sufriendo las peripecias del viaje.
El sol del segundo día, que comenzaba a elevarse por sobre los cerros ondulantes y
enhiestos del camino, quemaba más aún la broncínea cara del militar. Contemplaron durante tres
horas más, gentes atareadas trabajando en sus chacarales, escarbando la tierra con sus rústicos
arados de madera, bohíos alegres y humeantes, cerros, hondonadas y laderas interminables
cuadriculadas de barbechos y plantíos, caminos que reptan y senderos zigzagueantes, yerbazales
humedecidos por las lágrimas del rocío y hatos de ganados ora recorriendo las praderas ora
pastando sujetos por su lazo a las arboledas, a las cercas o a las estacas; gritos de los gañanes que
roturaban la tierra, moliendas numerosas y bandadas de tordos, cuculas y pericos que salían de
entre los bosquecillos y matorrales, hasta que llegaron a divisar, allá en la lejanía, al soberbio y
magestuoso Ilucán en cuya falda se arrecuesta el frígido Cutervo, lugar aquel por el que,
precisamente, tenían que pasar.
Pedro Moya, mayordomo de Silugán desde pocos días antes, y su patrón, Segundo
Eleodoro Benel, iban acercándose paulatinamente al poblado. Marcaba el reloj del oficial, las
nueve de la mañana.
Encajando más el sombrero hasta las cejas, Pedro Moya observó a Segundo, mientras éste
sofrenaba su caballejo.
Oiga, Benel... Yo conozco al Jefe Provincial de este pueblo. Y creo que, si me viese, va
a maliciar algo... ¿Qué le parece si vamos mejor por derecho, cortando camino por la orilla del
pueblo?
-Si Ud. lo dice, amigo, por algo será... En cuanto a mí, no tengo ningún reparo que hacer.
Yo creo también que es mejor irnos por el canto del pueblo... Total, avanzamos más,
A ambos costados de una apartada calleja, igual a la de todos los poblados de las tierras
altas, les veían pasar alígeros, gentes cutervinas sencillotas y sosegadas, con las caras enrojecidas
por el frío y las manos infaliblemente enfundadas en los bolsillos de sus pantalones.
PENAS EN EL CHANCAY
Trajinaban los viajeros por sendas pedregosas, llenas de altibajos y desarrollos, a la vera
de aromados sembríos de naranjos y cañaverales, soportando el calor sofocante del valle
chancayano, arrullados por la marcha de las bestias en el salvaje mutismo del camino, cuando ya
casi cerca de la media noche al cruzar el puente de Las Papayas, escucharon el rápido caminar de
una persona.
-Sola... Y a estas horas ¡Tate! -, dijo Barreda, - ¡Mucho cuidado!
-Si a mí me viene con lisuras… Yo le meto su balazo por las orejas y ahí acaba todo ¿Qué
dice Ud.; teniente? - Explicó Benel con firme seguridad.
-Detengámonos y volteemos riendas para ver quién es —Apuntó el militar — De repente
es un “sabueso”.
Ambos viajeros diéronse vuelta y retornaron hacia el puente.
La luna ilumina el -sombrío paisaje, y las aguas del río proceloso generan un ^ claro
murmullo al entrechocar contra las rocas discurriendo bajo la luz del rústico puente, pasadas el
cual forman un largo remanso.
- ¡Imposible! ... ¡No puede ser! -. Barreda sujetó bruscamente el caballo, tensos los
nervios. Lo propio hizo Benel.
Del hocico de las bestias comenzaba a emanar abundante espumarajo y se encabritaron
asustadísimas. Relinchaban horriblemente manoteando en el aire.
Veían venir sin tocar el suelo, vaporosa y ondulante, una nívea figura vestida de mujer
que, saliendo de un montón de rocas de caprichosas formas, llegó a paso lento hasta la mitad del
puente, justo a unos veinte metros de donde se encontraban los viajeros, terminando por acaparar
la atención -alterada por la nerviosidad- de los caminantes.
Abrió la figura espectral, pausadamente los brazos, inclinó la testa con ligereza, la volvió
a enderezar y carcajeóse con risa infernal, sarcástica, desconocida y fortísima que repercutió entre
las barrancas, durante algunos segundos.
Juntó nuevamente los brazos, y aquella visión desapareció a la carrera, recorriendo el
mismo camino por donde había venido.
-Regresemos a ver-. Apuntó Barreda sombrío.
-Vamos -. Contestó Benel. - ¿Y después, digan que no hay ánimas? -. Continuó. Los dos
viajeros se miraron algunos segundos, iluminadas sus caras por la luz plateada del satélite. Los
jamelgos negáronse a dar un sólo paso. Se revolvían agitados, temblorosos y bañados de sudor.
Entre los peñones de rudeza imponente empezaron a croar con insistencia las ranas y oíase más
aún el fuerte chasquear de las ondas del río. Barreda y Benel -no amamantados en la superstición,
y sin detenerse ante los mil interrogantes que acosan alrededor de la veracidad de la existencia de
los espíritus- tuvieron que acampar en aquel sitio y dormitar mano a la rienda, sentados y al abrigo
de los roquedales que orillan el camino.
MISA DE ANIVERSARIO
El sol había emergido por el oriente. Los viandantes escuchaban en horas tempranas de
la mañana el murmullo de las aguas del río, oían con deleite el silbido de los chuquiajes musicales
de ojo circundado por franja amarilla, del chilala, de algunos otros pajarillos templinos, y como
intentaban aullar el viento fresco entre los arbustos y malezas del camino.
Todavía era menester cabalgar a fin de llegar a su meta, a lo largo de una roquiza senda;
luego salvar la zona quechua de la cordillera para así arribar a la casa hacienda. A los pocos
momentos de haber reanudado la marcha, se metieron por apartados parajes, desapareciendo en
las cañadas sin dejar rastro.
Sólo cerca de las tres de la tarde se hicieron ver, apareciendo por el portón, Segundo
Eleodoro y su mayordomo Pedro Moya que aún continuaba llamándose Barreda, a fin de dar por
tierra cualquier signo de sospecha de algunas gentes usufructuarias del régimen imperante, y que
a pesar de ello, medraban no poco a lado de Benel, acabado adversario de Leguía.
En la hacienda había fiesta. ¡Y de las grandes!
Se conmemoraba por aquel día el primer, aniversario del asesinato de Castinaldo a manos
de Juan Aguinaga, y se había oficiado la misa de cabo de año con todo sus perendengues (27 de
setiembre de 1924).
Después que la familia arrojó la ropa negra al canastón de los trastos viejos, se dio
comienzo a un alegrísimo baile al son de la banda de músicos de Santa Cruz...
¡Fuerza de la costumbre!
Pedro Moya quitóse humildemente el sombrerito, apeóse en el portón de la casa y tiró del
bozal de su cabalgadura; llevándola paso entre paso a un lugar apartado del gran patio y lejos del
bullicio de la fiesta.
- ¿Para qué has venido, Segundo? - Extrañado inquirió don Eleodoro, después de haber
recibido el saludo de su hijo, viajero del temple cuando aquél se acercaba en compañía del cura
Guevara, cobrizo marrullero, parlanchín, despreocupado a no ser que se tratara de su buen vestir,
discípulo aprovechado de Cupido, a la sazón diputado regional adicto a Leguía, y, en suma, el
más elegante cura de las serranías.
- Asuntos de mucho interés, papá... De muchísimo interés-. Subrayó Segundo haciendo
un significativo guiño con el ojo derecho.
- Ajá... ¿Y se puede saber quién es ese señor que te acompaña?
- Cómo no, papá. Eso no es problema. Es un tal Pedro Moya, nuevo mayordomo de
Silugán, al que reciencito lo he contratado. ¿Te parece bien, padre?
No me opongo, hijo. Para eso ya eres mayorcito, responsable y sabes obrar bien en tus
asuntos. ¿Pero quién está al frente del fundo?
- El Jacinto, padre.
Las bulliciosas gentes, samaninas y cruceñas, que llenaban los corredores del casetón,
casi no dejaban oírse mutuamente en sus conversaciones, tenían que verse obligados a charlas a
gritos. Segundo quitóse el sombrero y secándose el sudor de la frente, veía como una abigarrada
multitud de jóvenes y viejos, hombres y mujeres, elegantemente ataviados según el lugar y la
costumbre de la comunidad de donde provenían, aparecen y se esfuman por las puertas del salón
donde se realiza la jarana. Llamó con disimulo a parte a su señor padre, y con la impresión de
darle gran noticia, le dijo en voz muy quedita:
- Papá: ese joven por el que te he dicho ser el mayordomo de Silugán, no es tal.
- ¿¡Pero quién es, hombre de Dios, acaba de una vez!?
- Ni más ni menos que el enviado del general Benavides... Es el teniente don Carlos
Barreda.
Benel venciendo con su fina voz el ruido de la fiesta, gritó con júbilo. - ¡Al fin; ya era
tiempo! -. Y luego continuó - Han demorado un poco, pero ya estamos en las puertas -. Cerró los
puños con fuerza, mientras el clérigo a cierta distancia rascábase la barbilla y espantaba los
mosquitos que le acosan insistentemente.
Esa misma tarde, Benel antes de ir a dejar a sus invitados hasta Santa Cruz, trato por todos
los medios de acabar con la fiesta. Pues, se aproximaban sucesos de gran trascendencia para él y
para el Perú entero; sin embargo, cuando los concurrentes se entusiasmaban, ni San Diego de
Alcalá ni el moro Muza son capaces de hacerlos olvidar de la danza, prolongándose la farra por
algunos momentos más.
Pedro Moya, o dicho, en otros términos, el teniente Barreda entre receloso y humilde, se
acercó a contemplar la fiesta desde una de las ventanas del salón. Volaban los corchos del
champán, repiquetean las copas, arreciaba el griterío, ríen alocadamente las mujeres y palmotean
alegres los jaranistas entre el denso humo de los cigarros. Se oía el chischás, de platos, el
entrechoque de los vasos, el canto de los jóvenes y la música de los instrumentos,
Así es, así es,
Cuatro días lloraré
Sí, mamita, ay sí, señora
lloraré tu ingratitud
¡Ay, árboles y parrales!
señora, de los caminos.
Sí, mamita, hay sí, señora;
y después llorarás tú.
La marinera hecha flor en los compases de la música del pueblo produjo el zapateó
prodigioso de las parejas andinas; mientras algunos viejos ricachos invitados de Benel y Benel
mismo, echábanles puñados de monedas de plata a los pies, y los infaltables arrapiezos en sus
zambullidas arrolladoras, por coger la sencilla; eran capaces de todo, aún de hacer perder el
equilibrio a los bailarines. En estos momentos Barreda fue invitado a pasar al salón por Segundo
Benel.
- Pase Ud. Entre, amigo Moya, no hay nada que temer... Venga y bailemos un momento,
después de que se aviente o un fuerte o lo que guste, mi amigo.
-No, señor Benel. No se moleste. Muchas gracias. Es demás lo que Ud. me dice. ¡Qué
voy a poder entrar a bailar con estas señoritas tan elegantes, yo que tan sólo soy un pobre y vulgar
mayordomo! -. Dijo estas frases el militar, desconocido por la mayoría de los Benel con aire
sarcástico y burlón golpeteando con los dedos de las manos los cristales de la ventana y fijos los
ojos en las parejas de la fiesta que ya estaba moribunda, y continuó mirando la farra. Esa tarde, la
jarana acabó in perpétuum en La Samana.
CON BENEL
Como era evidente que Pedro Moya tenía que permanecer algunos días en el fundo de
Benel, para llenar su cometido, comenzó a trabar relación amistosa con el resto de mayordomos.
-Viejitos... Somos del mismo cordel -. Les decía con gesto sonriente y pestañando. Yo les
voy a enseñar una serie de cositas que para ustedes son nuevas. Siempre y cuando las empleen
para servir a este viejo patriarca, que es nuestro común patrón, don Eleodoro -. Los mayordomos,
rusticazos, le contestaban también sonriendo; equivocábanse, a cada instante en el aprendizaje,
hasta que iban entrando poco en órbita. A última hora, no lograron comprender cabalmente el
significado de algunas palabras “griegas” y, en general, el lenguaje tan embrollado y raro,
lenguaje matemático y técnico, que hablaba el nuevo mayordomo.
Desde las orillas de las chacras, preguntábales, con las manos en la cintura haciendo
graciosos mohines:
- ¿Cuántas fanegadas tiene esta chacra? ¿Cuántas hectáreas tiene aquella otra? ¿Cuántos
hectolitros de semilla entran en el sembrío de aquesta? ¿Cuántos litros de leche produce el ordeño
de las vacas diariamente?
Sabido es que en las tierras altas aún se emplean antiguas medidas de superficie,
capacidad, volumen, longitud y peso, muchas de las cuales son de procedencia árabe o hispánica:
así se señala el almud de terreno, la botella de leche, el cántaro de leche, la vara de tocuyo y la
libra de sal. El misterioso mayordomo “bien lambido bien leído y bien escribido” al decir de los
trabajadores samaninos, producía estupefacción entre los rústicos mayordomos de Benel.
Extrañaban éstos al viejo Vigil, y así se lo hacían saber a Barreda.
-Si biese estao aquí ño Carlitos, con el dejuro, que van tas con tas.
Por estos tiempos Vigil se había retirado voluntariamente del servicio de Benel. Y Benel,
generoso y paternalista como siempre le otorgó en recompensa por sus años de trabajo, en las
épocas en que las llamadas leyes sociales estaban aún liadas en pañales, una alforja llena de
billetes y soles de buena ley, que Vigil hizo cargar en un mulo negro con dirección a Chota, y que
el propio Benel hízolo escoltar con cuatro de sus mejores fusileros.
Los pobres mayordomos creían que Barreda era un poco “falso de sentido”, escuchaban
atónitos sus largas disertaciones y no lograban acertar ninguna de las interrogantes que se les
formulara.
Sucedió que al regresar Benel de Santa Cruz, no titubeó para entablar conversación con
Pedro Moya. En el despacho sostuvieron largas horas de entrevista, a solas y encerrados a piedra
y lodo. Después de ella, Benel con una sonrisa a flor de labio, se encontraba ya en el bazar
bebiendo algunas copas de coñac con Pedro Moya.
- Salud por los mayordomos buenos.
- Gracias, Señor Benel y salud -. Contestaba con aplomo.
Ya lo sabe, amiguito. Está Ud. en su casa, y lo que necesite no tiene más que mandar.
Se aproximaba la hora del almuerzo, cuando Pedro Moya dirigiéndose a Segundo
Eleodoro, le dice. - Señor Benel ¿Habrá alguna persona que haga el favor de plancharme la ropa?
- Cómo no, mi amigo. Yo mismo me encargaré de ordenar que le sean cumplidos todos
sus deseos ¡Samanera! ¡Samanera! - gritó.
- ¿Qué deseya, patrón? - Apareció diciendo por una puerta semiabierta. Julia Romero.
-A ver chinita. Atiende al señor.
Moya, luego de charlar breves segundos con el viejo Benel y Segundo, retiróse al
dormitorio del último. Pasaban muchos días sin que la cara del oficial sintiese el ronroneo de la
cuchilla de afeitar. En esta ocasión se rasuró convenientemente, se trajeó como un caballero, y
con una sonrisa de felicidad y aspirando profundamente el humo de su cigarrillo, salió Pedro
Moya, irreconocible del dormitorio. Al bajar causó gran sensación.
- ¿Quién es?
- ¿Quién es? -. Decían pestañeando las gallardas hijas de Benel.
¡Segundo, Segundo!... ¿Quién es ese señor, quién es? ¿Por qué no me presentas al
caballero? -. Apresuróse a decir Andrés Benel. - Preséntamelo, hombre.
Segundo Eleodoro meneó la cabeza demostrando aprobación.
-Allí lo tienes... Amigo Moya: le voy a presentar a mi hermano... El señor Andrés Benel.
El señor Pedro Moya.
-Pedro Moya, un servidor de Ud. -. Replicó Barreda mostrando los dientes en una
prolongada sonrisa.
Ocho días permaneció en La Samaná el teniente Barreda. Durante este tiempo se dedicó
a trabajar con fe. Hizo el levantamiento topográfico de una extensa zona, so pretexto de ayudar a
los mayordomos y a la peonada en las labores agrícolas. Se le veía por días enteros en las cumbres
de las montañas, trazando cartas y tomando fotografías o haciendo acopio de datos diversos y
útiles para la guerra. Constantemente veíasele en el fondo de las hondonadas siguiendo el curso
de los arroyuelos, con su mira y teodolito; en los bosquecillos y en los barrancos, en las chacras
y en los prados, estudiando todo y anotándolo. Calculaba distancias, inquiría por los caminos,
averiguaba por el tiempo que se empleaba en los viajes sea a pie, sea a caballo y una infinidad de
datos interesantes para el objeto que se proponía.
-El plan está sumamente interesante comandante Benel. Por su parte, puede Ud. dar las
buenas noticias a los otros jefes.
En estos días tendremos seguramente algunas otras novedades, comandante. Tenemos
que organizar un centro rebelde en todo el norte del Perú, que estará en nuestras manos. El punto
de partida será éste, y lo que le acabo de manifestar, constituirá un golpe fatal para el gobierno.
Benel bebiendo plácidamente un poco de líquido que extrajo con sus manos de un ojo de
agua, refunfuñó con fina voz:
- ¡Tenemos que acabar con todo esto, y de una vez por todas! - Terminó la frase
sentándose sobre el pasto fresco de la llanura donde conversaban, mientras el militar aplastaba
insistentemente la yerba con los tacones de sus zapatos de soldado. - ¡Tras nuestro fusilamiento
o tras un pistoletazo que nos baga volar la tapa de los sesos, pienso que por lo menos, con el correr
de los años, habrán hombres que nos secunden, renunciando a toda la placidez de la vida... ¡Pero,
sobré todo, mi íntima convicción es confiar en jóvenes como Ud.! ¡La juventud, la juventud!
LOS EFECTIVOS
Cabalgando recios caballos, dos fuertes mocetones viajaron cinco días con tres de sus
noches hasta arribar en retorno a Silugán.
Rodeada de tierras arcillosas, resbaladizas, coloreadas y recubiertas de espeso montal
verdeoscuro, encuéntrase la casa hacienda La Colmena, erizada de eucaliptos de lúgubre aspecto.
Al momento de su arribo escudriñaron toda la casa frígida, solitaria y nubosa por la estación, y
cuyo patio delantero, de gran inclinación, se encontraba enlodado por la reciente lluvia. Trataban
de entrevistarse con los propietarios del fundo: Matías y Neptalí Díaz, vecinos de Llama.
Para hacer la guerra al tirano; cuyas coyundas eran largas y opresivas, caminaban en pos
de auxilio hacia los fundos de los hombres andinos ricos y acomodados, ayuda que se traduciría
en forma material, crematística y también moral.
No encontraron persona alguna en La Colmena, y cuando ya se disponían a salir,
topáronse con aquellos por los cuales indagaban, y en menos de lo que canta un gallo obtuvieron
promesa formal del envío al frente de batalla de unos cuantos guerrilleros armados y dinero en
efectivo.
Volvieron a reemprender su trajín caminando por frígidos parajes, solitarios y
desconocidos para el militar, o atravesando el quemante valle del río Chotano, en compañía de
don Neptalí.
Así llegaron a la hacienda Alianga. Continuaron luego por los fundos de Mamabamba y
Sinchimachi, de Pedro Miguel Montenegro, en el distrito de Huambos. Allá abajo en aquellos
escondidos valles los cañaverales esplenden remotos.
En Sillangate, hacienda cañavelera que el doctor Arturo Osores, el viejo, conducía en el
mismo valle, encontraron al hijo de éste, Arturo Osores Gálvez, quien ya estaba en autos de la
revuelta que se preparaba.
Cumplieron allí brillante cometido y tomaron dirección al poblezuelo de Callayuc situado
en el inicio de la amplia curva que forma el río para recibir las aguas del Huancabamba, pero
mucho antes de confluir con éste. Finalmente arribaron a Silugán, lugar desde el cual Barreda
pensaba reingresar clandestinamente al Ecuador.
El oficial al terminar la lectura de una carta que le había sido enviada a Silugan el fundo
de las tierras feraces, fechada en Guayaquil, se enteró de que el doctor Osores, el viejo, junto con
el coronel Samuel del Alcázar, habían traspasado la frontera y encontrábanse en la hacienda
Sauces, de Leopoldo Castañeda. Desde Ayabaca fueron acompañados por un mocetón alto,
moreno, de fuerte complexión, severa la mirada y valiente, que era hijo del dueño de Sauces y se
llama Tomás. Ambos caudillos cruzaron la frontera por La Tina e intentaban reunirse con el bravo
león andino, Eleodoro Benel. Es fama que los jefes de la rebelión ingresaron al territorio peruano
vistiendo el hábito de San Francisco, llegando a Sillangate el 15 de noviembre de 1924.
Barreda ató su caballo en un pilar de la casa hacienda, y después de releer la carta,
encogiéndose de hombros, de una manera brusca dio la noticia a sus acompañantes. La
comunicación cambió completamente el curso de la revolución.
Desde este momento, apremiando por las circunstancias imprevistas, un puñado de
varones iba a enfrentarse contra todo el peso de la dictadura de Leguía. Y ya caminaban tras este
sendero, hecho acción heroica e intempestiva, para seguir adelante, surgiendo desde el silencio
de la conspiración hasta el remoto final del triunfo.
Barreda y Segundo Eleodoro, se vieron precisados a tomar contacto con el grupo de jefes
revolucionarios. Sin pérdida del tiempo que comenzaba a galopar, se dirigieron a la hacienda de
La Llangua, de Epifanio Arrascue, en Huambos, donde obtuvieron el concurso de veinte
guerrilleros armados, con quienes viajaron finalmente a La Samana.
Camino a Sillangate, esta pequeña fuerza revolucionaria sostuvo un encuentro con un
destacamento de soldados de línea que había salido de Lambayeque comandado por el capitán
Manuel Guerrero. Ya Leguía, informado ampliamente por sus agentes, seguía los pasos a los jefes
de la rebelión y trataba de interceptar su viaje desde el momento que atravesaron la frontera, para
así matar la revolución en sus orígenes. Felizmente los caudillos supieron eludir la persecución.
Después de esta primera recia escaramuza, que constituyó para los rebeldes su bautismo
de fuego con las tropas gubernamentales en pleno bosque, el capitán Guerrero abandonó el campo
de batalla a los guerrilleros victoriosos en esta acción, dejando dos soldados muertos. Batido
decisivamente, retiróse a Lambayeque.
El pequeño ejército revolucionario iba in crescendo por los caminos del tránsito. Arturo
Osores, hijo, salió de Sillangate en compañía de Barreda, Benel hijo y las fuerzas rebeldes.
Por el camino de Huambos, sorteando agrestes serranías y pétreas moles andinas que
esconden su fiereza bajo un apacible y bonachón aspecto, llegaron a La Samana, lugar donde ya
se encontraban Alcázar y el viejo Osores, reunidos con don Eleodoro Benel.
LA CAMPAÑA
MARCHA A CHOTA
Sobre el ancho patio caminaban revoloteando gallinas, gallos y palomas. Cursaba la tarde
dulce y templada mientras un grupo de arrieros descargaba su recua.
Un centinela, cholo alto, ojizarco, barbirrucio, embozado en su viejo poncho colorado,
con el sombrero de palma de ancha cinta ladeado, guarda la puerta del despacho de Benel en
medio del bullicio de la casona.
El coronel Alcázar hablaba insistente, con voz sonora, calmada y de modo sugestivo. Sus
grandes bigotes tiemblan al movimiento de la boca. Su bonachón aspecto irradia simpatía. Sus
ojos alegres se dilatan cuando mira a sus interlocutores y se tornan ora resueltos.
Osores, hombre de rectas intenciones, intelectual, político, diplomático de jerarquía e
ideólogo de la revolución, con la pierna cruzada escuchaba atentamente al jefe militar, y Benel,
con seriedad, rascándose la barbilla, asentía con movimientos de cabeza las palabras del viejo
Alcázar.
Barreda, Segundo Eleodoro, Arturo, el hijo y muchos otros jóvenes, parados en la puerta
del despacho, escuchaban con suma atención la contundente exposición del coronel, y de rato en
rato hacían rechinar sus dientes con gran dureza.
- Tenemos que arriesgar el todo por el todo. Leguía ya está a nuestra caza. Está en nuestra
persecución con sus perros de presa y pretende imponernos otra deportación o el cautiverio, y eso,
ya no estamos en condiciones de permitir. Tenemos que ofrecer una resistencia a muerte, decisiva,
categórica y rotunda contra el tirano. - Finalizó dando gran énfasis a las últimas frases y aún tuvo
tiempo para decir: - ¡Es necesario ganar la iniciativa al gobierno que ya está sobre aviso!
¡Así se hará, coronel! -. Espetó el hacendado con su voz femenina. - ¡Por mi parte, yo
estoy decidido a luchar hasta la muerte! farfulló frunciendo la nariz.
- ¡He allí lo que tenemos que hacer, y con urgencia! -. Contestó el viejo abogado Osores,
con su cana y ondulada cabellera y su faz tranquila de profundas arrugas, entendiendo que una
vez principiada la revuelta había que hacerla terminar con felicidad.
Este grupo de valientes emprendió con energía la organización de milicias armadas para
luchar contra la dictadura. No era un grupo de mercenarios improvisados, de aquellos que daban
en alquilarse ¡no! Eran avezados combatientes, y se aprestaban para empezar la gran batalla.
A golpe de campana los guerrilleros de Benel iban llegando uno a uno desde sus bohíos,
portando su arma los que tenían y el machete al cinto. Pasan saludando y de frente a la cocina en
busca de ración y fiambre para el camino.
No, no eran bisoños para la pelea había en ellos una excelente disposición y era muy
conocido su inigualable valor combativo.
- ¡Mis cholos tienen en su sitio los pantalones! -. Exclamaba jubiloso Benel. Yo,
agregaría, y conocí a muchos que tenían también el cerebro, la vista, los nervios y los músculos
jóvenes y en su lugar.
El coronel Alcázar los veía llegar atusándose los bigotazos, con el cuello duro y recto de
su guerrera, su nariz romana, su amplísima frente, valiente, sereno y de apariencia simpática los
veía llegar alegres, dicharacheros, emponchados, patilludos la mayoría de ellos, y preguntando en
voz alta. - ¿Onde es la guerra?
Sesenta guerrilleros, llamados también montoneros, con sus comandantes y caudillos
menores, desfilaron al atardecer del diecinueve de noviembre del año veinticuatro encabezados
por los tres jefes rebeldes que no cesaban de admirarlos.
- ¡Ya nada nos ha de detener, coronel del Alcázar! Exclamó Benel.
- ¡Mañana de madrugada tomaremos Chota, comandante Benel! -. Repuso Alcázar... ¡Y
nos plantaremos allí con pie firme! - Cabalgaron los jefes y los capitanes y echaron a andar.
Cerrada era la noche.
Distinguíanse apenas el cintarajo del camino. Los sublevados en columna de a dos y al
paso de camino, total sesentitres hombres, alineaban sus ponchos, capotes militares algunos,
treinta pares de pies calzados y otros tantos o más de llanques, sus sombreros alones ora de palma
ora de juncos, pendientes del hombro las carabinas y fusiles, en el frío que congelaba, marchaban
gravemente.
Miraban con fijeza el cielo, tanto los jinetes cuanto las gentes de a pie. Las nubes
negreaban en el cielo anunciando tormenta. De cuando en cuando y en la lejanía de los páramos
jalquinos se oyen mugir algunos errantes vacunos, y el viento sibilante mece los pajonales
produciendo un penetrante silbido, contorsionándolos, encorvándolos, irguiéndolos y echándolos
sobre el suelo. Una que otra rojiza lucecilla de distantes y solitarios bohíos pestañaban mientras
se dibujan imprecisos los rasgos de los guerrilleros, de flácida figura unos, otros con aspecto de
seguridad, agradables de rostro muchos, firmes éstos, audaces aquéllos.
Se alzaban despreciando todas las fuerzas de la naturaleza que se iban desencadenando,
y se mantenían erguidos como las rocas de los macizos andinos. Su fabla estaba salpicada de tacos
viriles y plebeyos, de muy grueso calibre. Y caminaban, y marchaban incansables; pequeños en
la inmensidad de la puna.
Densísima niebla surgía rauda lamiendo los cerros, vertiginosa, desordenada y huidiza, y
el aguacero fuerte desde el comienzo, empezó a tupirse. Fue violentándose hasta ponerse cada
vez más furioso y machacador, y fue corriendo por el suelo y fue impregnando y haciendo
aumentar de peso los ponchos de los caminantes que hacían chapucear sus zapatos y los pies
desnudos de los que usaban ojotas en los lodazales del camino.
Caminan los rebeldes entre el fogonazo de los relámpagos que recortan la silueta de las
dentadas serranías.
Aquello duró toda la noche. Eran ocho leguas largas por la vía de Chugur. En la oscuridad
las cabalgaduras de los caudillos olfateaban la profundidad de los fangos y los cruzaban saltando
con ímpetu haciendo desechos. Los infantes orillaban el camino o brincaban sobre la tierra mojada
pero que aún no constituye lodo... Y siguieron caminando largo.
El cielo nubarroso y el viento frío de la amanecida que azotaban los últimos pajonales,
los plomizos peñascos llenos de piedras y gleba arcillosa, de grandeza indómita, producían terrible
influencia en el ánimo de los rebeldes que marchan a pie y a tranco largo. La lluvia se retiró
conforme vino, había, pues, cesado repentinamente.
Benel volteó su caballo, sofrenándolo con violencia y sobreparóse para escuchar con
íntimo regocijo, la voz a todo pecho de un sublevado samanino que cantaba al caminar en el ancho
espacio de la meseta, cada vez más alto y más alto.
Yo soy el tuuucooo,tuco amadooooor,
que entre las peñas cantaaabaaaaa,
Y con esa voz altivaaaaa,
de un sueño te recordaaabaaaaaaaa.
Tuuucoooo, tuuucooooo.
- Buena seña, coronel. Los cholos están alegres. Eso es una prueba palpable... Además,
tenemos lo suficiente, lo suficiente, como para tumbar al mal gobierno, El roano que montaba el
coronel fue sofrenado también. Osores venía un poco retrasado. Por el ondulante camino, marchan
los sublevados ahora ya desparramados y sin orden. El cantor, fresco por los vientos de la
amanecida, por largo trecho remató sus aires con una fuga alborozada y bulliciosa:
Que viva la guerra y muera la paz;
que viva la guerra y muera la paz;
tengo mi chola y no quiero más,
tengo mi chola y no quiero más.
Terminó con un feliz requiebro que hizo reír a los sublevados. El camino se curvó violento
y llegó a la fila. Al amanecer de aquel día coronaban las filas de Lingán, en las alturas de
Cabracancha, donde se detuvieron algunos instantes para contemplar el parpadeo de las luces de
la ciudad.
Hacia el frente, y sobre las faldas verde gay de una estribación surge la población. Las
argénticas moles de sus torres graciosas descuellan nítidas sobre el lomo del templo tal garapullos
de lujo en el morro de un toro corpulento. A medida que clareaba, enseñoreáronse con toda su
energía eglógica las multicolores pinceladas de la campiña vasta, cuadro maestro, inmenso,
ondulante, inalcanzable, poético y genial. - Cortado a veces a pico por la hebra de plata de algún
atrevido riachuelo tributario de el Chotano que surca contonéandose por el valle. Madrugan
muchas lucesitas vacilantes en las cabañas de rojizos techos desparramadas apretadamente en la
campiña. Crecía el alba por la lejana cumbre del Guairac, a la cual se encarama osado un caminejo
retorciéndose en veinte zig zags.
El Yuragachi con su cortejo de rutilantes estrellas se cobija en un recoveco del cielo. Las
rayas gualdas y escarlatas de los caminos se pierden lejanos en las montañas azules, y los cerros
elongados y blanquiscos y asavilqueños, de suave pendiente, hermanados con el desafiante
Condorcaga, atraen a los rebeldes hacia sus crestas pizarrosas. Por allí tal vez habrían de cruzar;
por allí quien sabe tendrían que batallar sincronizando espíritus y corazones, esfuerzo y sacrificio,
gloria y grandeza.
La vieja trocha a Cutervo asciende perezosa con recta monotonía, y los insurgentes
jóvenes, viejos y caudillos, ateridos, calados hasta la médula, erguidos siempre, olvidados de sus
pesares y preocupaciones, encadenados terriblemente a la tierra, iban cayendo vencidos por la
presencia neta de un nuevo terruño, florido, con verdor de maizales que empezaban a brincar en
el negro arañón del surco chacarero, por el ríspido cantar de los gallos que guillotinan al aire
tocando su albazo, y por el aroma penetrante de las flores de saúco que exornan las primeras
casucas de la bajada.
LA CAPTURA
La seis de la mañana del veinte de noviembre les dio a los sublevados cuando a travesaban
una verde llanura, la Pampa del Panteón, situada delante del Camposanto.
Por el callejón empedrado a cuya vera crecen majestuosos eucaliptos, bajaba evitando el
resbalón a esa temprana hora, María Bardales. Al llegar a la llanura, turbóse por la presencia de
gentes armadas. Miró de soslayo, localizando a Benel y a Osores, a los cuales acercóse en trance
de saludo, que fue efusivo, para luego, con dejo que denotaba sentimiento de pena, les explicó la
situación.
- ¡Anoche, señor Benel, el pueblo se llenó de fuerza! Están en el cuartel de Los Azules.
En la Cárcel.
El ejército rebelde no había tenido noticia de este suceso y sin enterarse de él, se acercaba
a Chota por el sur. En efecto, la noche anterior, un destacamento compuesto de sesenta soldados
de artillería al mando del alférez Zenón Noriega había irrumpido con violencia por las calles de
la ciudad.
Sesenta hombres perfectamente equipados ocuparon, pues, el cuartel de la gendarmería,
en los pisos bajos de la Casa Municipal. El Prefecto de Cajamarca, alertado por Luis A. Macciota,
y por orden superior despachó tropa para cercar a Osores, Alcázar y Benel.
- ¡Era lo que esperaba, justamente! -. Tronó Benel. Los guerrilleros cholos de La Samana,
los cutervinos y huambinos deseaban ardorosamente entrar en acción, querían matar, ansiaban
pelear como bravos, anhelaban morir sin dar paso atrás.
- ¡Bien, señores. Llegó la hora de la verdad! -. Exclamó Alcázar extrayendo de un morral
con ribetes de cuero repujado un plano de la ciudad, lo desenrolló, observólo con atención, algo
discutió con los otros caudillos, y presto comenzó a ordenar:
- ¡Juan Fernández Zuloeta, paso ligero!... ¡Con diez hombres, a reducir el cuartel de las
tropas! ¡Mucho cuidado Fernández, que esto es la base del triunfo!... ¡Ustedes son hombres de
pelea y no necesitan mayores recomendaciones!
- Bien, señor coronel.
- ¡Segundo Eleodoro! - Gritó el coronel - ¡A tomar el local de la Subprefectura y la oficina
de Correos y Telégrafos, con diez hombres!
- ¡Perfectamente, es una misión grata, mi coronel!
¡César Asenjo, con diez hombres hacerse fuerte ipso facto, en las torres de la nueva Iglesia
de la Plaza Principal!
- ¡Así se hará, señor coronel! -. Replicó el guerrillero de La Samana, cuadrándose.
- ¡Antonio Barrantes!
- ¡Allá va, coronel! -. Con voz ronca que parecía atacado de resfrío contestó el llamado.
- ¡Auxiliar al grupo de Fernández, atacando por la retaguardia del cuartel, por la casa de
Juan Mejía!... ¡El teniente Carlos Barreda, del Comando Revolucionario, colaborará con Ud.!
- ¡Neptalí Díaz, con otros diez hombres, prestar ayuda inmediata al grupo que crea más
conveniente hacerlo!... ¡Situarse en la plaza del Mercado, contigua al cuartel! ¡Sincronizar los
relojes! ... ¡El efecto de la sorpresa debe ser total!
Mientras tanto los capitanes de grupo iban escogiendo sus soldados, los que comentaban
en voz alta las futuras incidencias del combate. Los restantes milicianos armados fueron retenidos
por el Comando Revolucionario. Marchando a intervalos de cuarenta pasos iban los grupos de
guerrilleros callados, sombríos algunos y ascendiendo velozmente la grandiente del callejón
empedrado. La ofensiva comenzaba... ¡Y en regla!
Al grupo comandado por el notario Fernández Zuloeta le sorprendió la seis y treinta de
aquella mañana, cuando las gentes chotanas se desperezaban en sus lechos y cuando se
intercambiaron los primeros tiros con el centinela del cuartel.
Pronto dio éste la alarma a sus camaradas. En medio del griterío y el ruido de los disparos
de los rebeldes, oíanse voces de mando precipitadas y corretear de soldados en el interior del
cuartel para empuñar los fusiles, reponerse de la sorpresa y tomar sus emplazamientos de
combate.
El centinela, soldado bajito, nervioso y enfundado en su uniforme gris, fue el primero en
rendir cuentas a Dios. Los guerrilleros habían llegado furiosos y empezaron, de hecho, fuego
graneado, simultáneamente por dos frentes. La rabia de los sesenta soldados del Regimiento de
Artillería de Montaña I, ayudados por cinco decenas de gendarmes, se estrelló contra el firme y
decidido batallar de aquellos veinte valientes sublevados que formaban parte del ejército rebelde.
Denso humo de los disparos llenaba la calle anfractuosa. El aire se tornaba picante y se
hacía cada vez más irrespirable.
- ¡Quita diay, charanguito! que te vuelo los sesos de un solo tiro! - Desgreñado, la
respiración intermitente, los ojos saltados de rabia parapetado al borde de la acequia que corrían
en medio de la calle, cuyas losas se hallaban removidas, aulló un guerrillero vestido de dril
amarillento y enlodado en toda su extensión, dirigiéndose a un rapaz de facha deplorable, que con
la mayor tranquilidad se embolsaba los casquillos de los proyectiles disparados que recogía. El
chiquillo enmudeció al instante y corrió asustado por la amenaza proferida.
El tiroteo sigue recio, ininterrumpido, atronador. Los guerrilleros después de
transcurridas dos largas horas de combate; se miraron unos a otros. Adminrábanse de que durase
tanto la acción empeñada, cuya victoria se niega tozudamente favorecer bando alguno.
El grupo comandado por Barrantes — ante la negativa de Juan Mejía cuando se le insinuó
abrir voluntariamente el portón de la casa — a certeros golpes de hacha destrozó la gibosa puerta,
haciéndolo volar en astillas. Gritando, penetraron los combatientes y lograron encaramarse en los
techados que miran al cuartel, munidos de largas escaleras, piezadas de a dos con cuerdas de
cabuya.
- ¡No abro mi puerta, ya lo saben! ¡Rómpanla si quieren! -. Les había dicho Mejía. Sin
embargo, los guerrilleros apostados ya en los techos disparan a discreción sobre los defensores
del cuartel atrincherados en barricadas endebles.
Dos dinamitazos de explosión terrorífica determinaron la apertura de un enorme boquete
en la pared posterior del cuartel, Barreda, diestro en demoler construcciones, por algo era militar
y comandante en jefe de todos los grupos de atacantes, - ordenó a sus hombres penetrar por el
forado. Uno a uno y disparando sin cesar sobre el enemigo' que se defiende con bravura, se fueron
colando los guerrilleros, flanqueando así seriamente a los gubernamentales.
Primero uno con un tiro en el cráneo; luego otro con el pecho atravesado; otro manando
sangre por nariz y boca, y otro con las entrañas perforadas, fueron cayendo cuatro soldados; tres
quedaron gravemente heridos.
En la abertura practicada por Barreda, penetra decidido Andrés Chávez, fornido chasqui
apodado “El Tren” en persecución de uno de sus sobrinos y de otros chiquilines que se habían
introducido tras los combatientes, a curiosear las alternativas de la batalla, y en busca de casquillos
vacíos. Dirigióse sin sospecharlo en derechura a la muerte. Una certera bala en el estómago
disparada por un gubernamental, segó la vida del mensajero más veloz y más querido de Chota.
Es fama que este chasqui, o propio o mensajero recorría la distancia que separa Chota y
Chiclayo, en sólo tres días a pie; que de Cajamarca a Chota iba y regresaba en un solo día; y que
cierta vez, recibió de manos del general Cáceres, el soldado de la Breña y Presidente de la
República, un sol de oro como premio cuando se hizo presente en Lima portando pliegos de suma
importancia.
Y el combate proseguía.
PENETRAN LOS CAUDILLOS
A esta altura de los acontecimientos, once de la mañana, la triada de caudillos
revolucionarios: Alcázar, Osores y Benel penetró a la ciudad. A pesar de los rumores alarmantes
que hasta ellos llegaban, entraron impertérritos a la ciudad de las calles angostas, desiguales, de
amplia curvatura y espinadadas; de lustrosos, vetustos y resbaladizos empedrados; entre los que
brota un yerbajo reducido, canazos corridos o salientes balconcillos en trance de saltar a las
callejas: Todo este conjunto daba la impresión de soledad, abandono y descuido. Chota, era igual,
a casi todos los pueblos de la sierra; ahora parece que las cosas están cambiando.
Diez sublevados marchan detrás de sus caudillos por el jirón Cajamarca, dando
entusiastas vivas a la revolución, entre caras sonrientes, empellones y codazos de las gentes.
- ¡Abajo el tirano! ¡Muera Leguíaaaa! -. Gritó amenazador un viejo miliciano cutervino
de poblada barba entrecana, palpando con la diestra la funda de su machete.
- ¡Mueraaaa! - Contestaron a coro todos los demás, ayudados por los gritos de la
chiquillería y un abigarrado conjunto de hombres y mujeres que entusiastas se habían congregado
a recepcionar a los caudillos, y que luego abrazaría la causa de la rebelión.
- ¡Viva la revolución! -. Tronaba blandiendo solérico su carabina otro guerrillero joven
de La Samana. - ¡Viva don Eleodoro Benel!
- ¡Vivaaaaa!
- ¡Viva el doctor Osores!
- ¡Vivaaaa!
- ¡Viva el coronel Alcázar!
- ¡Vivaaaa! - Coreaba la multitud que se apretujaba delante de la cabalgata de los
caudillos.
Mientras, el asalto al cuartel de los del gobierno proseguía su punto crítico.
Arturo Osores Cabrera, abogado prestigioso, de gran talento y honrado a cabalidad, tenía
la virtud de no impresionar mucho a sus subordinados. Jerónimo Saldaña, El Chungo, corrió
abrazar entusiasmado al viejo caudillo chotano, y al tratar de hacerlo le hizo caer aparatosamente
del caballo en la esquina donde tenía su comercio un señor Mercedes Díaz, ese era su nombre.
- ¡Doctor, por Dios, discúlpeme! ¡Ruego me excuse, señor doctor! ... ¡Qué esta caída no
sea de mal agüero, doctorcito! Trataba de disculparse El Chungo, al ver que el abogado se erguía
a duras penas, ayudado por algunos manifestantes, llevando el sombrero a la izquierda y
reflejando en su rostro una contracción de disgusto.
No es nada. No es nada y gracias Saldaña. Muchas Gracias - Replicó el caudillo atacado
repentinamente de un fuerte hipo.
Benel rabioso de indignación, dirigiéndose a Osores apuntó:
- ¡No se confunda, doctor, no se confunda! ¡Monte usted y vamos! ¡Vamos, adelante!
¡Vamos ya!
Los jefes de la revuelta fueron desmontados por la multitud y luego hicieron su ingreso
al local de la subprefectura, que había sido capturada sin despliegue de mayor esfuerzo por
Segundo Benel, después de tomar la oficina de Correos y Telégrafos y detener al jefe Juan
Gamarra, que pretendió huir salvando una tapia para ganar la calle. Ayudaron a Benel en esta
acción Neptalí Díaz y algunos guerrilleros.
EN LA SUBPREFECTURA
Tras una roída mesa que fungía de escritorio, instalóse el coronel Alcázar, jefe militar del
levantamiento. Los disparos oíanse hasta aquel semipenumbroso despacho con olor acosas viejas.
Por la escalerilla que cruje al pisar cada peldaño subía presuroso para hacer el anuncio y garantizar
la rendición de las tropas, un hombre rollizo, picado de viruelas y prieto, que era el gobernador
leguiísta Miguel Coronado. Acudió al recinto de la autoridad revolucionaria llamado por el
coronel.
Sucedió que Carmen Anaya, El Venado, al verle ganar los últimos peldaños de la escalera,
descargóle tremenda y sonora bofetada en la mejilla que hizo trastabillar al gobernador. Este se
detuvo silencioso por breves segundos preñados de odio. Miró de soslayo la empuñadura del
revólver que sobresale de la funda en el cinto de el viejo Venado, continuó silencioso su camino
y fuese derecho a sentar queja por ante el coronel.
- ¡Oiga usted, Anaya! -. Le gritó amenazante Alcázar, firme en el hablar ¿Cómo osa Ud.
faltar a este señor que nos viene anunciar la rendición de las tropas?... ¡No ve que está Ud. echando
a perder todos nuestros esfuerzos y desvelos que casi culminan ya en este magnífico momento,
tan sólo por saciar odios de conventillos! -. Dijo éste cruzando los brazos, y puesto de pie, en
forma violenta, finalizó: - ¡Parece Ud. un mocoso, hombre de Dios! ¡¿Qué le pasa?!... ¡Retírese
antes de que mi cólera estalle, y compórtese como es debido y exige la situación!
El coronel con los ojos brillantes y severos siguió los movimientos de Anaya que se retira
con sus andares torpes, avergonzado y pensativo.
José María Villalobos, El Patache, acompañado de un hombrecito magro y pequeñín,
Chávelo Herrera, componente de un clan chotano numeroso; solicitaron entrevista con el jefe
militar de la rebelión. Los centinelas que guardan la entrada de la subprefectura al principio no
quisieron prestarles oídos, ni hablarles siquiera, mas su terca insistencia logro hacerles entrar en
la oficina situada por aquel tiempo en los pisos altos de la vieja casona de la familia Gálvez,
paisanos de estirpe libertaria, y que mira a la plaza de la ciudad.
- Soy Arana Gálvez Trató de explicar Villalobos, un tanto es y no es confundido, por tener
en mente el haber cometido delito de piratería de apellidos. - A la orden, señor coronel.
- Mucho gusto -. Retrucó Alcázar alargándole la mano. - Usted será el subprefecto de
Chota. Tengo muy buenas referencias de su persona -, continuó el militar en la creencia que se
trataba de Raymundo Arana escribano de estado.
- Agradecido, señor coronel... Además, titubeó Villalobos, pero luego serenándose
prosiguió - Queremos orden suya para proceder a romper puertas, señor coronel. Nosotros
sabemos quienes y quienes tienen dinero aquí en la población.
- ¡Nada de romper puertas, mi señor y amigo! ¡Nosotros no hemos venido aquí a robar ni
a saquear, ni a quitarles sus riquezas a nadie! Nuestro movimiento es exclusivamente contra el
gobierno despótico del señor Leguía ¿Estamos de acuerdo? ¡La plata está allá, en el cuartel! ¿Oye
Ud. los disparos?
- ¡Sí señor coronel! ¡Los oigo claramente y no les tengo miedo!
- Entonces bien... ¡Allá, allá! ¡Es con ellos, contra los que tenemos que pelear! ¡A
combatir pronto, pronto!
Villalobos y Herrera comprendieron que las palabras del militar contenían cierta
inculpación y abandonaron cabizbajos la oficina subprefectural disimulando su profundo
desagrado.
SIGUEN BATIENDOSE LOS SUBLEVADOS
Majestuoso torrente humano iba plegándose a la revolución. Las noticias de ellas se
habían propagado con notoria velocidad. La lucha proseguía aún implacable en el cuartel.
Oculto por la humareda de una violenta explosión y en medio del traqueteo de los
disparos, con la cabeza desnuda y chamuscados los pelos, la cara colorada, el notario Juan
Fernández rompió a golpes de hacha y culata la puerta del cuartel, y gritando con estridencia
azuzaba a sus huestes.
- ¡Adentro, muchachos, adentro! -. Bramaba Fernández al pisar el callejón empedrado,
salpicado de apelotonamientos de tierra reseca que conduce al patio del cuartel.
En ese instante sonaron las dos de la tarde. Los defensores acosados por dos frentes,
hambrientos y con la moral enteramente por los suelos, hicieron flamear una toalla blanca a guisa
de bandera, en señal de rendición, en el balcón del cuartel. Los guerrilleros penetraron
atropelladamente y se desparramaron en las oficinas, cuadras y patio. Encañonándoles con los
fusiles fueron arrinconados en un ángulo del patio en calidad de prisioneros el alférez Noriega, el
capitán Alvarez, así como todos los soldados y gendarmes sobrevivientes de la batalla.
Después de ordenar el desarme de los prisioneros, el notario sentóse en un banquito de
madera, colocando el fusil entre las rodillas. El capitán Alvarez cojeaba notoriamente; sucedió
que al tratar de bajar de un terrado donde estuvo escondido, sufrió la luxación del tobillo derecho,
dolencia que le impedía moverse libremente.
La densa humareda del combate iba disipándose paulatinamente, mientras el notario
recorría con la mirada a los vencidos. Uno de ellos se daba vueltas, presa de gran nerviosismo;
otro empezó a respirar profundamente; aquel desencajado y tembloroso desenganchaba las
hebillas de su correaje; un cuarto encogía violentamente los dedos contra la palma de sus manos;
y un quinto, sin polaca y sin kepí, fijaba insistente la mirada en el suelo. Todos iban colocando
sus armas contra la pared, rodeados de los guerrilleros que atentos vigilaban sus movimientos.
- ¡Muchachos, muchachos, que, no quede uno sólo con arma! -, y luego agregó; - ¡Darles
toda clase de facilidades para que retiren a sus heridos! -. Pegó fuego a un cigarrillo, que bien lo
necesitaba, a la vez que ordenó, arrojando el humo por la boca y nariz: - ¡Los que quieran ir libres,
libres están desde este momento. Pueden irse retirando cuando quieran!... ¡Los que deseen
plegarse a nuestra causa, que es justa bienvenidos serán! ¡Así es que ya lo saben señores y amigos!
Muchos soldados así lo hicieron, más de siete fueron los que cambiaron su bandera por
la de los revolucionarios. Ahora, el ejército rebelde había engrosado notablemente sus filas. Los
milicianos de Chota que no poseían armas, se las procuraron con la batalla.
Estos habían acudido a recepcionar a los caudillos y se incorporaron inmediatamente a
las fuerzas sublevadas.
Los revolucionarios se encontraron de este modo dueños de la ciudad. Ocho horas duró
el combate. La lucha había dejado profundas huellas en las caras de los atacantes, pero quedaron
orgullosos de la gran jornada que acababan de cumplir.
LOS PRISIONEROS
Una sola baja tuvo el día del combate la tropa de los sublevados: el mozo Cotrina,
guerrillero de Benel, cayó abatido por un disparo casual salido de la boca del fusil del prefecto
Anaya, cuando éste golpeaba con la culata de su arma una de las puertas del establecimiento
comercial de Catalino Coronado. Presidente a la sazón de la junta Vial, tratando de romperla.
Mucho se habló de tal señor, se le calificaba de ricacho cicatero, y es fama que era odiado y
temido en la ciudad y sus alrededores; se arguyó para ello la controvertida forma como aumentó
su hacienda y teneres, y se cuentan por centenas los despojos que cometió contra los pobres
campesinos.
El comando Revolucionario impartió órdenes de apresamiento e imposición de cupos de
monto variable contra diversos ciudadanos. Una hermana de Osores, doña Filomena esposa de un
notario listo, fue obligada a pagar —por profesar y expandir ideas contrarrevolucionarias,
seguramente bajo presión e influencia del cónyuge— ni más ni menos que la bonita suma de
doscientos soles fuertes ¡de aquellos tiempos!
Y al médico Coronado de afamada habilidad profesional, repetimos, ¡de afamada
sapiencia y tecnología médicas!, hombre que se había pasado toda la vida dedicado a la triste
labor de menospreciar a sus hermanos y parientes pobres, y en insensata desavenencia con el resto
de gentes de la ciudad, menos con la presunción y el arribismo de unos pocos entre ellos
sacerdotes desprestigiados y roñosos, le fue dada por cárcel su casa y los límites estrictos de la
ciudad, gracias a la influencia de Emelina Osores y por respeto a los vínculos de un cercano
parentesco consanguíneo.
Las gentes recuerdan sus inquietos paseos con las manos entrelazadas sobre la columna
sacra delante de la puerta de su casa -consultorio, y rememoran también como —con la marrajería
propia de un político provinciano, deslucido y maula— entre gallos y medianoche desapareció
de la ciudad y no volvió a vérsele sino cuando en compañía de los refuerzos de Villacorta —con
las tropas de Padrón y Rosas— se hicieron presentes primero en Churucancha, a favor del
gobierno y luego en su entrada triunfal a Chota,- la tarde el 28 de noviembre de 1924.
El subprefecto Martínez y el jefe Provincial fueron capturados sin mayores regateos.
En el atardecer, con la voz vibrante, llena de profunda indignación, cada vez más alta y
más alta. Benel ordenó sacaran de los calabozos al dueto de oficiales prisioneros, los que fueron
llevados a presencia del coronel Alcázar.
Alvarez, que estaba accidentado, se movilizó con la ayuda de Osores, hijo, quien le
llevaba casi cargado. Silenciosos y ante la multitud congregada, atravesaron toda la amplitud de
la plaza.
A Benel no le faltaron serias ganas de pasar por las armas al capitán de gendarmes
Benigno Alvarez, porque en fechas anteriores la gendarmería a su mando había asaltado los
parajes de Ushushque, predio de Misael Vargas, pariente del dueño de La Samana, en alianza con
la pandilla del bandolero Pedro Zuloeta y los Alvarado de Santa Cruz, todos enemigos políticos
de Benel. En esta ocasión, los Vargas Romero fueron auxiliados por la peonada en armas de Benel
y entre los dos agrupamientos pusieron en fuga a los gendarmes después de recia escaramuza. El
capitán Alvarez escapó milagrosamente y los azules fueron conducidos de regreso a Chota, atados
unos tras otros, en rosario, por Misael Vargas en persona y en calidad de prisioneros.
Tanteando el mango del revólver con la diestra y cogido el sombrero entre los dedos de
la siniestra, Benel daba grandes pasos en la sala de la subprefectura, con el rostro demudado,
después de recorrer tres o cuatro veces todo el largo de la oficina se dirigió al coronel.
- ¡Señor coronel: estos militares deben ser pasados por las armas sin mayores trámites de
proceso!... ¡Son los elementos que cometen las mayores atrocidades con la gente desvalida, y de
ellos se valen los tiranos para convertirlos en instrumentos de todo linaje de opresión!... ¡Me
consta y los acuso!
El Alférez Noriega, silencioso y con muestras de visible pánico, se iba despojando uno a
uno sus dorados galones. Benel entornando los párpados, examinó colérico al oficial de arriba
abajo, de derecha a izquierda, por debajo de sus pestañas arqueadas.
- ¡No comandante Benel, no todos los militares somos así! -. Repicó colérico Alcázar.
- ¡Pero la mayoría, señor coronel. No hay caso!
- ¡Le repito, en cuanto a su petición, señor comandante!... ¡Son militares de carrera y con
ellos hay que comportarse como caballeros y como exigen los reglamentos! ¡Son leyes de la
guerra, y tenemos que respetar a estos señores, Benel, aún! - Está bien, señor coronel. Creo que
no podemos seguir discutiendo. No serán fusilados… ¡Pero, recuerde señor coronel, y recuérdelo
bien! ... ¡Cuando usted o yo, o cualquiera de nosotros caigamos prisioneros en las manos de estos
caballeros según su afirmación estos mismos, a los que hoy les tiene compasión, ellos no 1o
tendrán por nosotros! ¡Recuérdelo bien, coronel!
- En el día del triunfo, Benel, los lamentos, y justificaciones valdrán menos que el viento.
Sabrán reconocer que fuimos generosos.
La sensación de vergüenza y de rabia oculta iba en aumento en los oficiales prisioneros.
La nuez de la garganta del alférez artillero, inútil en su impotencia, sufría visibles espasmos al
tragar su saliva viscosa y filante.
En el semblante austero y reposado del coronel se dibujó un síntoma de alegría. Algunos
días más tarde, las proféticas palabras de Benel se cumplieron, pero para desgracia mayor, en la
misma persona de Alcázar.
Después de discutirse la suerte de los prisioneros, Fermín Arrascue gestionóla libertad del
capitán de gendarmes. Alvarez y Noriega obtuvieron un lapso de horas para abandonar la ciudad,
lo que hicieron con el juez Alva. El mismo Arrascue y Benjamín Hoyos movieron todos los
resortes utilizables para obtener la libertad del artillero. La intranquilidad, la turbación, los nervios
y el subitáneo ataque de reiteradas y a veces dolorosas contracciones diafragmáticas de que fue
víctima Osores —hombre ya senil— le impidieron abandonar su lecho por seis días, tiempo
durante el cual no pudo resolver nada, pese al eficaz auxilio de su inseparable ayudante de campo,
el hacendado cutervino Víctor Bazán.
Paquetones de billetes de toda denominación, así como cantidad de monedas así fuertes,
así febles reposan bajo el cuidado, responsabilidad y la mirada atenta del viejo Osores. En su
mayor parte, casi en su totalidad, este voluminoso caudal fue oblado por terratenientes costeños
de Lambayeque, a quien Leguía los empujó del poder para detentarlo.
El Comando Revolucionario instaló sus oficinas, dependencias y cuarteles en la vieja
casona de Los Leones, situada en el centro de la cuadra que conforman el Colegio Nacional, la
casa que fue de Mavila Pino y la de José Isidro Sánchez. Era propiedad de la hermana del doctor
Osores, Emelina, habiendo sido anteriormente de D. José Ponciano Vigil y de la Tapia. - Pequeños
destacamentos de sublevados se instalaron en el cuartel capturado a las tropas del gobierno y en
el local del Colegio.
CUATROCIENTOS HOMBRES
A los tres días de la derrota de las fuerzas del gobierno, el ejército rebelde se componía
por lo menos de cuatrocientas plazas.
Largas filas de voluntarios solicitaban su alta en la oficina del Estado Mayor
Revolucionario. Un centinela cholo atornillado a la puerta del despacho de inscripción, armado
de reluciente y bien engrasado máuser, los hacía ingresar a enrolarse uno a uno.
- ¡No empujar, no empujar! -. Gritaba de tanto en tanto, agitando el brazo derecho, - ¡Para
todos hay lugar! ... ¡Calma, señores, calma!
Tosía insistente y con sonoridad el encargado de garrapatear las listas y anotar los datos
de los voluntarios. Era un guerrillero con el grado de alférez de ceño adusto y que incansable
anotaba las generales en grueso librajo. Fueron dados de alta de una u otra forma y entre muchos:
Juan Francisco Coronado, Vicente Bustamante, Teodomiro Bustamante, el escribano Víctor
Noriega, el padre de familia Arturo Acevedo, el empleado Pompeyo Coronado, el intelectual de
provincia Marino Rodríguez cuya inscripción se cuenta causó grita atropellada y risas socarronas,
cuando con voz muy calmada hizo su presentación este dizque gran matemático chotano.
También fue dado de alta el alcaide de la cárcel Francisco Vera, el zapatero César Herrera,
hombre pequeño y peleador según decía un montonero que enséñalos blancos dientes de la boca
al hablar y hace reverencias hasta el suelo cuando saluda, el sastre y pendolista José María
Villalobos o José María Arana Gálvez; el sargento segundo Pancho Alva, licenciado del ejército
peruano, y por entonces ejerciendo la carpintería, aunque también dedicado a otras faenas
campestres que por nocturnas eran ilícitas, el agricultor Diodoro Gavidia y su hermano el
comerciante Esteban, el colegial Antonio Sánchez Bustamante y otros que asombraron a los jefes
cuando se enlistaron, así tenemos. Teodoro Medina Estela, Julio Gavidia y Sergio Novoa
Palomino, los tres eran cornetas de la banda de guerra del Colegio de San Juan.
- ¡Ta bueno, ta bueno! -. Golpeando repetidamente su máuser en el piso y meneando con
los dedos el portafusil, explicó su admiración, el guerrillero centinela cuando estos jóvenes
hablaron para obtener su alta.
La fila seguía interminable, semejante a una serpiente multicolor que repta lentamente. A
la peonada en armas de Benel, a los batalladores de Huambos y a los cutervinos del valle, se
plegaban ahora estudiantes, empleados profesionales, artesanos, campesinos, obreros y padres de
familia chotanos, amén de un número regular de licenciados del ejército duchos ya en el manejo
de las armas.
Carecían de parque. No contaron más que con el armamento de Benel y el que adquirieron
después de la toma del cuartel. Los caudillos rebeldes esperaban una remesa de armas y
municiones, que por esos días debía hacerles el general Benavides.
Benel sonriendo en la portezuela de la subprefectura, con el compás de las piernas abierto,
dirigiéndose a una multitud de admiradores gritó:
- ¡Muchachos, muchachos: se necesitan gentes competentes para repartir las proclamas
de nuestra Revolución Restauradora, y pegarlas en todas las esquinas y en las puertas! ¡Qué las
hagan también circular por todos los campos y por todos los pueblos! ¡Rápido rápido!
Circuló por aquellos días enormemente en los pueblos del norte del Perú, el manifiesto
que los revolucionarios dirigían a la Nación, además de otra proclama firmada por el Comité
Revolucionario que jefaturó Benavides en el puerto de Guayaquil. Esta, casi igual, y con leves
diferencias a las que se estilan actualmente en cada alzamiento, circuló de manera especial en la
metrópoli limeña y en los pueblos urbes del litoral.
Por encima de las cabezas de los “rancheros” se abrían las gasas azules y blancas de
humos y vapores provenientes de fogones y pailas, así también las llamaradas de carbones y leños,
en magnífico acorde con las filas en que se hallaban dispuestos aquellos cremantes depósitos en
la calzada, desde la esquina de la familia Sánchez hasta el colegio “San Juan”, llenaban la Plaza
Grande repicando insistentes en los centros cerebrales de los soldados de la revolución,
despertándoles el apetito.
PANCHO ALVA
La cuatricentenaria Chota había anclado su corazón transido de profundo dolor, como el
de toda la patria, en la revolución. Chota se irguió como un sólo hombre contra la dictadura. El
levantamiento civil de las aguerridas provincias del norte de Cajamarca comenzaba a agitar el
caldeado ambiente político nacional.
Frescos y alegres rostros infantes, y lozanos cuerpos de adolescentes — hijos o allegados
de los rebeldes— ya solos ya en rondallas, se desplazaron por plazas y callejas portando el
bracelete bermellón, divisa revolucionaria.
La palabra revolución y la palabra partido parecieron adueñarse del corazón de Pancho
Alva; por ello, solicitó y obtuvo una plaza de sargento segundo, ya que con igual grado sirvió
como voluntario en el conflicto con el Ecuador, allá por los días del año diez.
Era el tal Pancho un redomado ladrón solitario, cuando más trajinaba en compañía de su
yerno, Cordellatas; y en sus raids asolaba más y mucho más de treinta provincias de los
departamentos del norte del Perú sin incluir algunos del oriente. Natural de Bambamarca,
embozado en su poncho tabaco, de grandes belfos violáceos, ancha y respingada nariz, grande
muy grande la boca, dentón barbilampiño y de cabello hirsuto, hábil y audaz, tahúr astuto, picante
y malicioso ¡Pucha, Diego; Satán en persona!
Con el sombrerito de falda ladeada, hízose anotar en la lista de los guerrilleros de manera
voluntaria. Venía ejecutando sabe Dios que proezas en la provincia de Cutervo, y trajo, además,
la noticia de la próxima llegada de los Vásquez, de Lanches y que aquella ciudad habíase plegado
a la rebelión.
Adiestraban a las milicias armadas en sus marchas, contramarchas, manejo de armas a los
poquísimos que lo ignoraban - pues, se sabe que la mayor parte de los norteños son gentes de
pelea - tiro y en las demás operaciones y ejercicios propios de los cuerpos de guerra y del arte de
la misma, el teniente Barreda, el teniente de guerrillas Carlos Rubio “Sarapico” algunos colegiales
chotanos, licenciados del ejército, así como varios soldados rendidos, el veinte de noviembre que
cambiaron bandera.
De todos aquellos momentos aprovechó Barrera para pintar lo intolerable de la tiranía
ante los ojos de los rebeldes —algunos de cabeza dura—, y lo hacía con pensamiento inconcuso
y clarísima exposición oral, método pedagógico preciso pero inhabitual en un soldado.
Una de aquellas ocasiones, esputó en el suelo a la par que dijo: - ¡He allí un escupitajo! -
Eso somos nosotros -, y luego restregándolo con su bota, añadió: - ¡He allí la dictadura, peor aún
la tiranía! ¡Así estamos nosotros bajo el vergonzoso oprobio de la tiranía! ¡Y eso ya no lo vamos
a consentir! -. Y los rebeldes exhalaron desacordes gruñidos de aprobación unos, miraban
ansiosos otros y enmudecían los demás.
¡Batallón... alto! … ¡De frente... march!... ¡Varíe a la derecha… derech!... ¡Siga variando!
Cosa sabida es que cada pelotón tenía sus respectivos jefes e instructores. Comandante
de uno de ellos era el licenciado Pancho Alva, quien con toda la pericia que el caso exige,
adiestraba también a sus subordinados, provistos de diversas clases de fusiles, carabinas y
escopetas.
- ¡Pelotoooon, franco derecho... derecho! ¡Pelotoooon, descanso…atención! …
¡Presenten, arm! ¡Un dos tres!
En este instante cundió un momento de inquietud entre oficiales y muchos voluntarios
rebeldes. Bisbiseos, vaivenes, tropel de caballos confusión parcial y miedo de los reclutas
timoratos. Basta decir que comenzó a notarse crecer el bullicio, que algunos rebeldes
prorrumpieron en exclamaciones de disgusto, que los jefes imponían silencio confundidos entre
grupos de voluntarios, y que en general, se turbó el orden.
Habíase filtrado la noticia de que las fuerzas del orden, uno o dos batallones
perfectamente equipados venían a recapturar la plaza y se encontraban a dos leguas de distancia,
por las inmediaciones del ramal de Samanga y, en el punto denominado Río Seco.
La oportunidad que para hacer de la suyas se le presentaba al “patriota” sargento había
que aprovecharla al máximo; sin entrar en muchos rodeos y con voz estentórea ordenó a su tropa
- ¡pelotoon; tropas enemigas a la vista!... ¡Sobre el hombro, arm!... ¡A cubrir el ala derecha, de
frente, march!
Obedeciendo a su sargento, los inexpertos soldados rebeldes marcharon por la calle de
los Sánchez así se la conoce hasta hoy, y continuaron al paso redoblado por la puerta de la botica
del honrado jefe, de un prolífico clan chotano, D. Juan Tantaleán. Pancho Alva, fusil al hombro,
con el aplomo del veterano siguió comandándolos hasta la esquina donde tenía su vivienda una
señora cruceña con altos quilates de usurera, alma de alcancía, de proverbial avaricia, con cara de
bruja y andares de pato que barría el suelo con sus amplísimas polleras, cargando item más, un
par de pendientes poco menos que la Cruz de Chalpón; escabullóse sin que se diere cuenta su
tropa y tomó las de Villadiego. Por el camino de Chimchim alejóse a gran velocidad en derechura
a su pueblo. Allí vendió el fusil al primer hijo de Adán que se le puso a tiro y lo vendió barato,
no sin antes pensar para sus adentros que “algo es algo, decía el diablo cuando se llevaba un
arzobispo bajo el brazo”.
No se puede pedir peras al olmo... Pancho Alva, redomado ladrón no tuvo alma de
revolucionario.
LOS LANCHINOS GENTE BRAVA
Cuatro días habían transcurrido desde la captura del cuartel y la rendición de las tropas
de línea, cuando casi al atardecer, entraron a galope tendido a través de la plaza de Armas de
Chota, espoleando febrilmente sus cabalgaduras y dando vivas a la revolución, Avelino, Asunción
y Tadeo Vásquez y su hermano materno el Cojo Flores, capitaneando una hueste de treintiseís y
valientísimos lanchinos que los seguían a pie y con el arma bajo el Poncho.
Los lanchinos son una raza de hombres fuertes, hazañeros y bragados de la provincia de
Cutervo que habían contraído compromiso político con Osores Cabrera.
Las gentes iban aproximándose de prisa a contemplar y admirar a la vez aquellos hombres
blancos, ojizarcos, bigotudos — con los bigotes coposos como la cola del zorro — de buena talla,
amplia caja toráxica, cejijuntos, ceñudos y fieros, sombreros a la pedrada, descalzos algunos de
ellos, embozados en habanos ponchos de hilo rico, calvos muchos de ellos; y que, además de su
respectiva carabina, llevaban un treintíocho al cinto.
Los centinelas de la Comandancia saludaron al capitán de los lanchinos.
La muchedumbre se agitó y empezó a cercar a Avelino, de blanco rostro, abundante ceja,
nariz poderosa, grandes bigotes y pelo negro en tupidos mechones, arreglados de cualquier modo,
recubiertos con un sombrero de grandes alas y a la pedrada. Vestía chupa chaleco y pantalón de
casinete plomo y camisa de tocuyo sin cuello, abrochada con gemelitos de cobre.
De vientre prominente y derramando ríos de sudor por todos los poros de la piel ajustóse
el cinturón cargado de proyectiles bajo el poncho.
Varios guerrilleros salieron del interior de su cuartel, hasta diez, dando muestras de gran
alegría.
- ¡Vivan los lanchinos! -. Exclamaron con arrebato.
- ¡Vivaaaaal Veintenas de voces corearon un grito:
Avelino Vásquez con mano enérgica tiró la rienda de su caballo y descabalgó ágilmente:
Lo propio hizo y con redoblada maestría el Cojo Flores.
Se abrieron paso entre la multitud que los seguía con animación y pusiéronse rápidamente
a órdenes del Comando Revolucionario:
- Avelino Vásquez y mi hermano Pedro Flores. A sus órdenes, señores... Hemos venido
en número de cuarenta, y aquí estamos -. Dijo el jefe de los cutervinos pestañeando.
Buenas tardes señores-. Saludaron a coro Alcázar y Benel - ¡Adelante, adelante
compañeros! ¡Sean muy bienvenidos... Los esperábamos, y ahora nos regocijamos de tenerlos a
nuestro lado!
- Gracias, señores Replicó el cojo muy serio restregándose el rostro brillante.
La casona con sus dependencias simétricas semioscuras, sus ventanas herméticas y las
gentes armadas ejercieron una especie de fascinación en los caudillos campesinos de Lanches.
Las dos figuras permanecieron silenciosas ante los jefes, hasta que Benel con una sonrisa brusca
aproximóse más a lados de ellos, con singular presteza, diciéndoles:
- Mis amigos: estamos en guerra. Y no debo ocultarles a Uds. todos los riesgos que la tal
conlleva. Hemos sentado plaza, y en esto nadie nos ha obligado, sabiendo que lucharemos por
nuestra causa que es justa y que es la de todos los peruanos buenos. La sabremos defender a
cualquier precio y pelearemos, en todas partes... La historia sabrá apuntar su dedo para
juzgarnos... ¿Sería bueno que nos expliquen si nos acompañarán hasta el último? Esto dijo como
si estaría tomándoles juramento.
- Más que nunca. Pa eso tamos aquí... Que dinó, taríamos en nuestra casa.
El cholo Avelino y el Cojo Flores, resueltos a luchar con los sublevados se miraron uno
a otro, y el primero de ellos tomó la palabra para explicar la situación:
- Un tal padrón, que es capitán de las tropas, ha estao persiguiendo dizque al contingente
del doctor Osores por Cutervo. Y fíjese, mi coronel, que se ha ido pa Lanches, que es nuestra
tierra y ha arrasao con las gentes y las viviendas de ahí... ¡Qué barbaridá de hombre!... Como que
hizo emplazar las metrallas en la puerta de la escuelita del pueblo y ordenó matanza de canto a
canto. Las metralladoras hicieron toíto lo demás. Mucho más de treinta entre hombres y mujeres,
cholos y chinas, chicos y maltones, todos de escuela, murieron ahí mesmo acribillados. A la
mestra Rivera la bandearon de codillo a codillo y treinta gentes más, hombres y mujeres ya de
eda, tan ya bien muertos y unas cuantas arrobas de tierra encima. Nuestros sobrinitos, nuestros
cuñaos, casi toa nuestra parentela han caído allá.
Po eso tamos aquí y sabremos luchar como machos y hasta el fin.
- ¡Bárbaros! -. Aulló el coronel. - ¿Ha visto temeridad y tanto sacrificio inútil comandante
Benel?
El aludido no chistó. Acariciándose la barbilla y fija la mirada en el suelo, recorrió tres
veces más el corredor del cuartel general.
- ¡Teniente Rubio! ¡Teniente Rubio! -. Haciendo una simpática mueca, ya repuesto de la
rabieta que le produjo la narración del lanchino, llamó el coronel:
-Presente, mi coronel Apareció diciendo Sarapico, que así apodaban a Carlos Rubio,
vallino del Chicama y valentón, dado de alta como teniente de milicias, taconeando por el piso
enladrillado de una saleta.
-Alojamiento para los soldados de Lanches! ... ¡Proporcióneles toda clase de
comodidades, inmediatamente!
-Así se hará, coronel Afirmó el miliciano, golpeando ruidosamente los tacones de sus
botas de cuero y ejecutando saludo y media vuelta con perfección de veterano. Los de Lanches
penetraron silenciosos para acomodarse en una cuadra.
Lanches es un paraje de insólita hermosura situado a cuatro leguas de la ciudad de
Cutervo, de extensa y fértiles tierras pobladas de paternales pero bizarros cholos, donde la vida
se siente palpitar en los rústicos bohíos que a veces se amodorran bajo los efectos del sol o de la
abundante lluvia. Relieva la índole de los de Lanches el tener la cualidad del sentido del efecto
sincero y sin dobleces. Son los lanchinos “amigos de los amigos”; empero suelen ser hombres
malos y con odiosidad enfermiza para con todos sus enemigos o cuando se les disgusta en algo
grave. Pertenecen a la categoría de hombres derechos que jamás perdonan la traición, ni aún la de
sus propios hermanos.
TOMA DE BAMBAMARCA
César Asenjo, capitán de guerrilleros samaninos, ojizarco, de buena presencia y
corpulento como un oso, presentóse en Bambamarca a las once de la mañana del veintidós de
noviembre con cincuenta sublevados, tomándola sin disparar un tiro. ¿Preparaba acaso el camino
para la marcha de los alzados a Cajamarca, Trujillo o a Lima? No se ha podido aclarar muy bien
este punto.
Segundo capitán de tal destacamento era Víctor Espinoza.
Emponchados, cinta roja al sombrero, distintivo revolucionario, con el fusil presto para
disparar y el gesto decidido corrían de puerta en puerta para cerciorarse de la presencia de algún
enemigo emboscado.
Al borde del barranco de la Pampa Grande —bellísima meseta de aluvión los capitanes
Asenjo y Espinoza observaron detalladamente muchas cosas interesantes Los demás guerrilleros
comenzaron a ubicarse alrededor de sus jefes, en el corredor de la arquería de Emeteria Paredes,
descendiente por línea materna de los Mego de La Samana.
Dos chiquilines desnudos, el uno más pequeñito, correteaban en los alfalfares después de
meter las piernecitas hasta los tobillos en las aguas del Malgasbamba, que discurre bullanguero
en la profundidad del angosto valle. Los maizales de los Tello flamean a la brisa sus glaucas y
cortantes envainadoras. Veíanse las arboledas y el pueblo situado en la planicie de la meseta
fronteriza, tranquilo y sosegado, con sus casitas blancas de grises techumbre, sus bien delineadas
y amplias calles — que trazara el coronel ingeniero D. Pablo Arguedas — conjunto que ejerció
fascinación en los guerrilleros.
Los gallinazos revoloteaban en vuelos perezosos alrededor del grueso torreón rojizo de la
iglesia, que emerge sobre los techos del poblado. Por encima de las cabezas de los guerrilleros
pasaron zumbando al cortar el aire una pareja de enamoradas chinalindas, que se perdieron raudas
por las lomas de don Juan. Un hato de vacas pacía errante por los ondulados y verdes pastizales
bordeados de eucaliptos, acercándose más a la vieja acequia que surte al pueblo.
- ¡La montonera, La montonera de Benel! -. Gritaban algunos bambamarquinos en tanto.
- ¡A esconderse! ... ¡Allí está César Asenjo! -, exclamaban y corrían a guarecerse.
Al llegar los guerrilleros a Bambamarca, quedaron inmediatamente instalados en las aulas
de la Escuela 76, que forma esquina en la Plaza Mayor.
Sucedió que un añoso chotano, Juan Tantaleán, dedicado a los menesteres de la orfebrería
y platería; abrazó en un abrir y cerrar de ojos la causa de la revolución. Supo que se aproximaban
las huestes de Benel — por que el personal destacado a Bambamarca era de benelistas legítimos
— salióles a recepcionar en las inmediaciones de la Pampa Grande.
Encorvado por los años, bajito de estatura; ojos plomizos, alegres y vivaces, barba cana
y raleada, terciado su raído poncho; al verles aparecer por un recodo del camino en la casa quinta
de Eulogio Campos, gritó levantando una blanca banderola y pregonando su orgullo de chotano.
- ¡Viva Chota y viva la revolución!
- ¡Vivaaaaaa! -. A una sola voz contestaron los samaninos. Asenjo levantó el y brazo
ordenando alto a los guerrilleros. Muchos de ellos empezaron a beber con avidez el agua
abundante que burbujea contra las piedras de la acequia canalizada, tendidos unos, o llevándola a
sus sedientos belfos en el hueco del sombrero impregnado de sudor otros.
- Juan Tantaleán, a la disposición de Ud., señor. Soy casado y con tres hijos... Mi alma es
romántica y tengo el presentimiento de que cualquier día de estos voy a morir. Y es mejor que me
atrape la muerte peleando; mis puños aún son recios y mi corazón todavía late con fuerza y
regularidad... No me arrepentiré de haberme incorporado a esta rebelión... He vivido hasta hoy
los años más felices de mi vida y quiero terminarlos con gloria... Tengo que manifestar a Ud. que
más soy conocido por Juan Doble; y me nombran así porque en mis buenos tiempos de sacristán
mozo, mi principal, el señor cura de la parroquia cuando deseaba un doble me llamaba a gritos
desde la sacristía diciéndome: Juan, Juan, dobla. Sí, señor.
La garrulería y sinceridad del orfebre llamó la atención de Asenjo, pero aun así le dejó
continuar:
Soy chotano de nación y la pobreza es mi inseparable compañera. Soy peleador y aquí
me tiene Ud., señor. Pregúnteme todo cuanto le venga en gana, amigo ¿Con quién tengo el gusto
de hablar, señor?
- Bueno, viejito, basta ya. Déjese de tanto rodeo y díganos ¿qué cosa hay en el pueblo? -
. Inquirió Asenjo, valiente, audaz y cauto mozalbete, gente de confianza de Benel. - ¿Existe tropa
o gente en armas contra nosotros?
- No espere Ud. de mí traición ni delación... Bajo pena de muerte, mire bien lo que le digo
capitán Asenjo. So pena de perder la vida, me comprometo a entregarle Bambamarca en paz y
tranquilidad, sin quemar, pero ni la mitad de un cartuchito miserable... Por primera providencia
le diré a Ud. que no hay gente del gobierno, y como cuestión segunda, debo manifestar a Ud. que
la ciudadanía ha acogido con regocijo el hecho de que Benel esté sobre las armas.
- Tenga mucho cuidado, abuelito... ¡Qué si nos hace trampa, vaya por adelantao
encomendando su almita a Dios! ¡Cuidadito!... ¡Cuatro varas de tierra encima de su cadáver, y
listo!
- ¡Sígame, amigo y convénzase quien es su Juan Doble, para que se cerciore y no esté
razonando así por qué así!
Caviloso caminaba Asenjo con sus guerrilleros. Benel le había indicado, además, que en
Bambamarca habían tres hombres qué poseían armas: Eloy López, Juan Hernández y los
hermanos Salazar, quizá también los Orrillo; en fin, de los únicos que habíase de confiar era de
los Salazar ya que a los otros se les podía controlar fácilmente.
Bambamarca, en efecto, no se movió a la entrada de los sublevados. De su
acuartelamiento salieron muchos guerrilleros a saludar a la esposa de Carlos Vigil y al viejo
Acuña, antiguas amistades y protegidos de Benel. El Pueblo quedó tranquilo como siempre.
Pero, aconteció que Lucía Omontes, llegó de Hualgayoc a las pocas horas de ocupada
Bambamarca, portando noticias que parecían tremendas para los guerrilleros.
- ¡Hoy, segurito, que acaban con la montonera! -. Un hondo estremecimiento sacudía la
fragilidad de su cuerpo al pronunciar estas palabras. - ¡Viene el subprefecto con cien
hualgayoquinos armados hasta los dientes! También traen mucha dinamita de la que usan en los
socavones, y... ¡ay, Diosito, llega además, el Zafarrancho!... ¡el más terrible hombre de la
provincia entera! ¡Qué sujeto tan guapo, por Dios y María Santísima!
Contaba doña Lucía fantásticas historias de las hazañas y aventuras del ciudadano más
valiente, temible y temido matasiete de Hualgayoc, desde luego con su correspondiente agregado
de sal y pimienta; vale decir contenían las narraciones mucho, mucho de exageración. Venía —
según ella— el cruel e inmisericorde Zafarrancho a practicar una degollina con los pobrecitos
montoneros.
- ¡Total, a mi nadie pone la mano encima, señoras!... ¡Menos uno de Hualgayo! ... ¡Y
ojalá que asomen la cabeza los capacheritos, pa hacerles tragar unas cuantas onzas de plomo! -
Exclamó César Asenjo después de haber tenido la paciencia de oír por más de veinte minutos
pregonar la valentía y diabluras del feroz hualgayoquino.
El capitán de guerrillas presto despachó comisión a la hacienda Chala, situada al pie de
elevada montaña con perfil de hombre barbado y tras unos cerros redondos y obesos, con el fin
de imponer cupo a los propietarios y para que los proveyera de algunas carabinas.
Ordenó, además, formación de combate a su guerrilla para esperar en regla a los de
Hualgayoc. - ¡Con Zafarrancho o sin Zafarrancho!
-La expedición punitiva de los cerrinos se hizo presente, pero sólo llegó acampar a un
kilómetro del pueblo, coronando las alturas del cerro de la Cruz Verde y su contiguo hermano
trasero, el mogote Relator, vigilantes canteras de Bambamarca.
Asenjo no conocía a Zafarrancho, solamente de oídas; empero se lo imaginaba. Al calarse
el catalejo divisó un grupo de enteleridos cerreños, emponchados que — tales limaduras del hierro
atraídas por el imán — se disponían en fila en las cumbres de los cerros y luego se sentaban con
tranquilidad pasmosa, a contemplar la dura belleza del panorama que ofrece la ciudad y sus
alrededores.
Sólo uno de ellos permaneció de pies, ejecutando ciertos ademanes tal si impartiera
órdenes, pero nadie se movió. Era ni más ni menos, el terrorífico Zafarrancho, un minero
hiperglobúlico y coloradote de astrosas vestiduras, algo encorvado, tocado de un sombrero
vetusto, raído y grasoso, con dos filas de dientes multicariados y escasísima pelambre en la barba.
Dos guerrilleros se aprestaron a disparar sus fusiles, que por lo demás ya los tenían
apuntados, dispuestos a liquidar a un par de chiquillos bambamarquinos que, tras haber salido a
curiosear en las filas de los expedicionarios gobiernistas, regresaban por los esguinces del camino
dando tumbos y a gran velocidad a la población.
Haciendo un gesto desesperado, el bondadoso viejo Acuña dirigióse a César Asenjo y le
observó en tono de súplica: - ¡Asenjo, hombre ... ¡No puedes permitir que sacrifiquen a esas dos
pobres criaturitas! ¡Sería una crueldad! ¿No te parece?... ¡Detenlos, hombre de Dios, tu eres el
jefe!
- ¡Bien, don Aurellito! ... ¡Por usté lo hago; que conste! -. Luego dirigióse a los fusileros
y con violento ademán apuntó: - ¡No les tiren, no les tiren! ¡Descanso a las carabinas!... Pero, eso
sí, vayan y tráiganme a ese par de landosos, quiero conocerlos.
Los rapaces una vez a disposición del capitán de guerrillas dieron respuestas satisfactorias
a todas las interrogantes que leí plantearon:
- Pa deciles la verdá francamente, les mos oído decir que no tienen deseyos de entrar al
pueblo, hasta cuando ustedes se manden cambiar... Tan con hartísimo miedo... Al menos hay uno
que lo dicen el Gutiérrez, tá que se zurra en los pantalones.
Asenjo y su guerrilla, cumplida la misión que le encargasen y después de haber; ocupado
el pueblo durante seis horas cargaron con el dinero del cupo y dos mulos llenos de armamento,
dispuestos a retornar a su base de operaciones.
Consiguieron enrolarse unos cuantos bambamarquinos, junto con Neptalí Romero, el
“León de Puna”, que ebrio como una cuba, eructando cañazo, embozado con gran bufanda de lana
gris y cabalgando negro mulo, divisa revolucionaria al sombrero, recorría esa tarde las calles del
poblado. Sin reparar en la seriedad de la cosa, pues él la tomó a broma, tocado con un sombrerazo
de paja palma encajado hasta las cejas, penetró cabalgando, su bestia al cuartel de los rebeldes,
dando vivas a la revolución.
- ¡Cargar con el ancianito para Chota!... ¡Con mulo y todo! ¡Nada de lisonjas pa que otra
vez no desafine! ¡Andando! -. Ordenó el segundo jefe de la tropilla, Víctor Espinoza.
Incorporado definitivamente a la guerrilla, resignado cuando se le iban ya los humos del
alcohol ingerido, marchó a combatir por los sublevados. No se sabe a punto fijo cual fue la parte
que le tocó desempeñar al anciano recluta, amo y señor de Yanacancha, lo cierto es que las tropas
del gobierno le requisaron su ganado y propiedades dos semanas más tarde.
Trascurrieron tres horas desde la partida del capitán samanino,y ya cuando reinó completa
tranquilidad en el poblado, invadieron las fuerzas que secundaban el terrible Zafarrancho y el
guapo franco - Cerrino Pancho Casaux; ocuparon el mismo cuartel que los rebeldes retuvieron
anteriormente, y un grupo, promoviendo tremenda algazara, se encaminó a la oficina de telégrafos
donde dirigieron al .Supremo Gobierno los telegramas de adhesión que se estilan para tales
ocasiones. Son, por supuesto, telegramas de planilla.
Excmo. Presidente República Mingobierno Prefecto
Cajamarca Múltiple
Leal pueblo hualgayoquino capturó ocupó Bambamarca
después tenaz lucha Stop Ganada batalla perseguimos
facciosos hasta inmediaciones Chota Stop Reina paz
tranquilidad toda provincia Hualgayoc Stop Espíritu lucha
hualgayoquinos superior todo elogio Stop Presentamos
nuestra adhesión incondicional política constructiva
progresista gobierno.
Respetuosamente Macciota Subprefecto.
CAMPAÑA DE ZAVALA
INCENDIO DE LA SAMANA
Un soldado de la tropa, sacudiendo las greñas, gritó a la vez que ajustaba una de las
gruesas bandas que envolvían sus pantorrillas:
- ¡La Samana, La Samana a la vista! ... ¡Allá! Y señaló con el dedo.
¡Allásta! -. Delante de él, marchaban a paso de camino, los guías o baqueanos de las
tropas, Anselmo Díaz y su pandilla de malhechores.
Mientras los sublevados ocupaban Chota, de su Cuartel General en Lambayeque se
movilizó un batallón de infantería el, II, encaminándose a las tierras altas de la provincia de
Hualgayoc, donde tenía sus fundos Eleodoro Benel; en el ínterin, otros efectivos avanzaban —al
mando de Rosas Morán— sobre Lanches tras los hermanos Vásquez.
Enfilaron por la roquiza vía que serpentea a orillas del tumultuoso Chancay y luego de
vivaquear en Santa Cruz, lugar donde dejaron un pequeño destacamento, asaltaron de madrugada
la casa de Benel.
A las tropas gobiernistas, plegáronse los cruceños Fortunato Alvarado, Juan y Noé
Aguinaga, Pedro Zuloeta, Vidal Avellaneada capitán de bandidos de Polulo y la banda del
sanguinario Aselmo Díaz, amén de cien hombres más, todos a soldada del régimen.
Los efectivos del batallón, temerosos de que Benel hubiese dejado aguerrida guardia para
custodiar y defender su casa hacienda, desplegáronse silenciosamente adoptando disposiciones
de ataque, en la penumbra del amanecer del veinticinco de noviembre de mil novecientos
veinticuatro.
A una voz del comandante Zavala, la metralla comenzó a tamborilear sobre las
encalaminadas techumbres de la casa hacienda.
Los viejos peones y guardianes que había dejado Benel al ir a Chota, acompañado por el
formidable ruido de las detonaciones y el tintineo de las hojas de zinc. El reloj de Zavala marcaba
las cinco y treinta de la madrugada.
Tuvieron la idea de que las casas se habían desplomado y apenas salieron a cerciorarse
del origen del ruido; tres de ellos cayeron segados por una ráfaga de ametralladora, cuyo nido se
asentaba, con sus respectivos sirvientes tras unas matas de altamizas, escaramujos y motuyes.
Otros peones no bien se repusieron del susto, echaron a correr precipitadamente en busca de la
protección de las arboledas, setos y sembríos; tres descargas seguidas de fusilería dieron fin a la
vida de ellos. Una inocente samanina gemía dolorida y arrinconada debajo de un viejo muro,
herida mortalmente, mientras un soldado exultando ira corriendo hacia ella, la remató en seguida
con un feroz golpe de culata.
Desde aquel instante reinó el silencio total en la casa hacienda.
Pasaron unas cuantas nubes frías, rodando por el cielo y el día iba avanzando con
prontitud Zavala oculto bajo la maleza, aguzando el oído, se convenció definitivamente que
resistencia en aquel lugar no podía haber. Y así era, en efecto.
- ¡Adelánteee! -. Ordenó nuevamente haciendo un violento ademán con el brazo derecho
en cuya mano porta su catalejo. Los soldados pasaron tranquilamente a la vera de la mujer cuyo
pecho había destrozado la metralla y el cráneo hendido por la culata. Uno de ellos asió de la trenza
y tironeó fuertemente.
- ¡Qué no quede nada, pero ni rastros de esta casa maldita! - Ordenó con voz estentórea
el comandante. Nadie contestó. Pero brazadas de leña iban rodando y apilándose ruidosamente
alrededor de todo el pabellón de habitaciones.
Los bandoleros Díaz, los Alvarado y el resto de mercenarios rompían las puertas y
ventanas, procediendo a saquear con mucho método y amontonado los géneros y mercaderías del
tambo en el patio de la hacienda.
Las hojas de calamina de las techumbres volaron una a una por audaces golpes de palanca
o martillo, y las iban despachando a Santa Cruz; allí servirían para rematar las casas de los
Alvarado y de otros. Centenares de chanchos salían gruñendo de sus chiqueros y centenas de
cabezas de vacunos abandonaban atropelladamente las invernas azuzadas por el fiero látigo de
los bandoleros de Uticyacu.
De pie, radiante y con la felicidad dibujada en el rostro, dando órdenes de tanto en tanto,
fumando alegremente, Zavala, encasquetado, vio encenderse la fogata inmensa. Las llamaradas
crepitantes comenzaron a llamear rabiosamente las paredes y techos de la casa de Benel. Los
leños encendidos chisporroteaban avivados por el viento, lo mismo que vigas, pilares y
barandales. Estallan los cristales de las ventanas como tiros de fusil. Las tejas caldeadas surcan el
aire unas tras otras mientras los soldados atizaban la hoguera aquí y acullá arrojando leña, algunos
muebles, tallos secos y pajas de los rastrojos, así como montones de hojarasca.
Una muy densa y negra humareda que teñía el cielo y se podía contemplar en dos leguas
a la redonda, iba denunciando a los campos que La Samana ardía por todas partes.
Las llamas se hinchaban lenta o bruscamente estremecidas por cortas o súbitas ráfagas de
viento, y brillaban como si fueran metálicas. El aire recalentado invade hasta el suelo, y el humo
giraba de tanto en tanto en espiral o se precipitaba adelante o a los lados de la quemazón,
esperándose y amarilleando, por entre el cual irrumpen llamaradas rojizas o anaranjadas que
zumban, gimotean y vibran.
Los samaninos, peones y arrendadores de Benel, enmudecidos e impotentes en su
indignación, encaramados en los alcores y en las cercas miraban el tristísimo final de la casa del
patrón.
Zavala parecía ya aburrirse mientras en la soldadesca va surgiendo interés por los licores
que habían extraído los bandoleros del tambo. Aquella fue la última mañana que se sostuvieron
en pie las casas de Benel. Al cabo de cuatro horas de pertinaz incendio van reposando las flamas
insensiblemente sus alas trémulas; solamente quedó indemne la vieja capilla, y parcialmente
quemado, el techo del comedor, que aun arrojaba columnas de amarillento humo por sus dos
ventanucos.
Resonaron cánticos, estrépito, disparos de alegría, silbidos, frases provistas de mucha
procacidad y ademanes brutales y obscenos cuando acabaron por desplomarse produciendo
infernal ruido las paredes y los restos de los techos al explotar diez cargas de demolición.
En medio de aquel torbellino, muchos oficiales lucharon a brazo partido para mantener la
disciplina, que ya daba síntomas de comenzar a resquebrajarse. Después de la bebendurria de toda
la tarde y parte de la noche hubo inamovilidad hasta el día siguiente en que el batallón marchó
con rumbo a Chota para vivaquear en Churucancha.
GARRAS Y PLOMO
Era capitán — de pandilleros — el Cholo Anselmo Díaz.
En las asperezas de Cajamarca, a todo cristiano que no sea retoño de conocidas familias
y en general, a todo habitante de los campos, es costumbre inveterada endilgárseles el calificativo
de cholos. Son los andinos de cierta laya muy adictos a cholear a medio género humano, aunque
los tales cholos fuesen blancos de color y de dorada cabellera, como sucede con los macizos
naturales de Chugur, Ticyacu, Olmos, los de Polulo y los ninabambinos vozarrones y galleros,
entre cuyas gentes abundan hermosísimas mujeres, eso sí de pie en tierra.
En sus primeros tiempos tuvo como tenientes a sus hermanos Tomás y Gervasio, que,
aunque mayores que él, obedecían sus órdenes. En la época de las guerras de Benel y, en
inferioridad jerárquica estaba otro menor hermano, el Bernardino, y conformaban además esta
minúscula gavilla de trúhanes, tres primos más: Domingo, Vicente y Ernesto Díaz, de rostros
ovalados con barbas espesas y duras el Zenón Flores, los “Coloraos” Moisés y Rosendo
Mondragón, Floreano Vargas, el Cholo Calixto Zamora, los Gonzales de Lajas Altas con su jefe
Nataniel, el Dionisio y su hermano Isabel Ventura, viejo enemigo de Benel y que también
perteneciera a la hueste de los hermanos Ramos, Visitación y Gonzalo García, el grupo de los
Avellaneda de Polulo que capitaneaban el Vidal y el Moisés y secundaban el Tarcilo, Cabrejo,
los Veras -el viejo Hipólito, padre, y sus dos hijos; Rosendo, Pedro y Juan Zuloeta; Miguel y
Mercedes Díaz; Juan Sánchez, Baldomero y su hermano Abraham Linares; los dos hijos de
Alcibiades Vargas, los dos hijos de Abel Vásquez; los dos Ruices y el “Bomba” José Vásquez
con sus hijos ¡Todos hombres de presa!
Eran fuertes y raposos, escurridizos y rudos, expertos en allanamientos y maquinaciones.
Eternos dominadores de las moles andinas, guiaban a las tropas que combatían a Benel, que estaba
alzado; y su ayuda a los batallones se condicionaban seguramente, y por lo que se veía -y eso a
todo el mundo le consta- a que les dejasen robar, asaltar y saquear con impunidad.
De hermosos y blancos rostros eran dueños Anselmo y Tomás; un poco más de severidad
acusaba el del Gervacio. Mechones de pelo castaño les caían por la frente anchurosa. Ojos verdes
expresivos y pobladísima ceja que traza una sola línea de principio a fin, contribuía a realzar la
belleza de sus faces curtidas que les dieran tan triste celebridad.
Cuando se desplazaban por los caminos de la cordillera, marjales, valles y marañas,
aguzaban los ojos para ver, henchían de coca sus mejillas, usaban ponchos rojizos ribeteados de
chocolate, y debajo de ellos las 44, prestas a vomitar mortífero plomo. Calzaban gruesos llanques
de cuero de res con correas del mismo material. Cuando se endomingaban… ¡pues, el poncho al
rincón de la posada!, bien acicalados y con crujientes zapatazos de cordobán chotano, amarillos,
de los que acostumbraban a venderse los domingos por almudes, salgan más derechos que
izquierdos, de estaquillado cerco y la puntera mirando al cielo, caminaban balanceándose por las
calles de los pueblos que tocaban o irrumpían.
Vestían cortas chupas y pantalones canutos de dril, chalequito con abotonadura de fierro
y camisa de vichi con botoncitos de nácar.
Dos de ellos se rasuraban la barba y mostacho, solo el Gervasio usaba coposísimo bigote
como la cola del zorro. Dos de ellos eran leídos, sólo el Gervasio era iletrado ¡analfabeto de punta
a punta! Dos de ellos eran malos ¡el Gervasio era terrible! El Anselmo y el Tomás fueron grandes
conversadores; su hermano mayor, muy adusto, difícil y reservado. Los Díaz, bandidos
uticyaquinos, destacaron como excelentes tiradores. En los combates politiqueros pueblerinos que
empeñaban -cotizando sus servicios a tanto por día- los enemigos huían sólo al mirarles en actitud
de tocarse las cabezas con grandes pañuelos bermejos estampados con figuras de toros y otros
ornamentos. Era señal fija que caerían en la contienda “muchos venados con cabeza negra y
poncho”, al decir de ellos mismos.
Con las ramazones venosas de las sienes hinchadas y los ojos que parecían quererles saltar
de las órbitas, echando llamas por ellos-, tiraban frenéticos sus carabinas con endiablada puntería.
Tipos clasificados entre la ralea de gentes que actúan por dinero, eran duchos conocedores
de las miserias y debilidades de los hombres. Clasificábanlos con la mirada, sonreían luego del
trato sin abochornarse, y casi nunca se equivocaban. Las gentes les odiaban, aunque también les
temían. La vida de los cholos Díaz estaba jalonada de una larguísima estela de crímenes.
El juez López Albújar ha inmortalizado a un célebre tirador huanuqueño, identificándolo
como Juan Jorge en su “Campeón de la muerte”. Este Juan Jorge es un aprendiz a lado de Anselmo
Díaz, Juan Jorge era un malhechor taimado y mataba a traición por paga. El Anselmo se batía a
campo raso, y se batía con diez, y a los diez los ponía en fuga, aullando, gesticulando, maldiciendo
y renegando, también por paga.
En los viejos tiempos de la lucha entre Villacortas y Montoyas, que se disputaban la
representación por Chota para dormitar en los salones del Congreso Nacional, el cholo
Hermógenes y el Venshe Barturén, macilentos, de apariencia grotesca, bandoleros a órdenes del
Anselmo, al valiente cholito Tayca, de Sogos, de ojos sombríos y mentón firme, completaban tan
temible Sexteto con Tomás y Gervasio. En los tiempos de Benel, estos dos últimos forajidos
andan ya merodeando por el país de las calaveras.
Hozaban la tierra buscando el botín, gastaban dinero en armas y empleaban legiones de
espías. Se burlaban impunemente de las leyes, no conocían la cautividad, y en sus etílicas
corajinas guapeaban a todo el mundo, armaban pendencia y... ¡sálvese quien pueda!
Todas estas gentes olfateaban las huellas del enemigo como perros de presa. Eran amos
por los tiempos en que hasta las mujeres ‘lisiaban” a los gendarmes; por lo demás gendarmes
estos, encostalados en sus uniformes azules con franja verdes al pantalón, regordetes como toreros
antiguos, rústicos e inexpertos, que devinieron posteriormente en guardaespaldas, carceleros y
“comisionados”. Eran conocidos por todas las gentes de los pueblos con el mote de “Los Azules”,
mientras que a los soldados de línea les denominaban “Los Oques”, según el color gris de su
uniforme.
Sólo las matanzas y el terror implantado —después del armisticio— por los
gubernamentales que lidiaban con Benel, sobre sus antiguos aliados, pudo detener a estas hordas
de miserables.
EL CERCO DE CHURUCANCHA
ZAVALA SE DESPLAZA A CHOTA
Tras cinco horas de recorrido los infantes que comandaba Raúl Zavala llegaron al villorrio
de Uticyacu, guarida de los Díaz. Los naturales anduvieron asustados con la presencia de los de
la tropa, porque en puridad de certezas, era ésta la primera oportunidad que los veían por allí,
hacían de vez en cuando, sus correrías solamente los Azules.
Los bandoleros escanciaron entre pecho y espalda varias botellas de caña, y, antiguos
baqueanos de los senderos norteños, fueron guiando a la tropa en su avance.
Se preparaban ya las fuerzas de Zavala para el ataque a Chota, lugar donde se habían
hecho fuertes los insurgentes, para lo cual tuvieron que verse obligados a pensar seriamente en la
ocupación de la casa hacienda Churucancha a cuatro kilómetros al norte de Chota.
Atravesaron los caminos de Lajas —allí durmieron— y a paso lento, a eso del medio día,
llegaron al punto que debían ocupar Churucancha, conjunto de apartamentos dispuestos en cuadro
formando un amplio patio, está situada debajo de un agreste acantilado, que se continúa oblicuo
hacia el norte por una elevada crestería que remata en los pétreos y verticales farallones de
Condorcaga.
Marcaban los relojes, las once de la mañana del veintisiete de noviembre del veinticuatro.
Quitándose el casco y desabrochándose el alto cuello de su guerrera gris, Zavala, después de
santiguarse, ordena con voz ronca, mientras un asistente retiene de la brida al caballazo canelo.
- ¡Segundo Jefe, imparta todas las órdenes convenientes para vivaquear en este lugar...
Vigilancia certera de la tropa, y que no les haga falta nada... Disponga puestos, vigías y centinelas
en los lugares más apropiados, y siempre alerta!
- Bien mi comandante -. Contestó su segundo, saludando.
Instaláronse allí los infantes, ya que los dueños del fundo habían abandonado la casa sabe
Dios si con motivo de la revuelta.
Saliendo de Cajamarca el mayor Elias Rosas y el capitán Padrón con un destacamento de
ciento cincuenta hombres de a caballo y artillería —después de dar un gran rodeo por pueblos,
villorrios, campos y de su raid a Lanches— llegó a la hacienda Chetilla, con el fin de entenderse
con el propietario Wenceslao Villacorta Vigil, hombre de recia complexión, de bien conservados
bigotes, de buena talla y mejores familias, pero eso sí, de mucha presunción, personalidad
controvertida y cacique político provincial, uno de cuyos hijos, Leoncio, era diputado regional, a
la sazón.
Conocido el valor combativo de los revolucionarios, especialmente de la gente de Benel,
y vallinos de Cutervo eran de urgente necesidad mayores refuerzos para doblegarlos.
CHURUCANCHA
Alcázar, sabedor de la presencia de las tropas gobiernistas, tras breve acuerdo con los
otros dos jefes de la rebelión, ordenó marchar a los sublevados al encuentro de aquellas. Los
revolucionarios abandonaron Chota por la anchurosa alameda “José Ponciano Vigil”, marchando
en silencio, en columna de a tres, y jineteando con destreza sus chúcaros los hombres de a caballo.
Al cabo de veinte minutos de marcha —en el camino que cruza por entre grises roquedales
y duros asperones, desde donde se divisa la confluencia de el Chotano y Doñana, que serpean tan
argentadas cintas por en medio de sauces llorones y retorcidos, glaucos maizales y limoneros,
floridos huertos, naranjales y jardines, y van abriéndose paso por la planicie del amplio valle—
el coronel Alcázar ordenó la participación de las fuerzas sublevadas en tres grupos:
1. - Los lanchinos, con Segundo Benel de comandante y con Avelino Vásquez y el Cojo
Flores como segundos, tras vadear el río Doñana y recorrer su hermoso valle en gran extensión,
se internaron por las abruptas crestas plomizas de yasavilca, llegando a ocupar las frígidas alturas
de Marcopampa, con el fin de hostigar a las tropas de Zavala por ese lado e impedirles una posible
retirada hacia Cutervo.
2. - El segundo agrupamiento, capitaneado por el hacendado Benel en persona, tenía como
estratega al teniente de ingenieros, Barreda, y como capitanes a los Díaz, de Llama, Matías y
Neptalí, a Epifánio Arrascue, Roberto Delgado, Francisco y Wenceslao Arrascue. Su objetivo:
ocupar las alturas de La Jayua, para impedir la retirada a las tropas gubernamentales hacia
Montán, Cochabamba o Santa Cruz.
3. - El tercer grupo comandado por Alcázar y el abogado Osores, tenía como capitanes a
Arturo Osores Gálvez y a un valeroso chiguiripano de apellido Rojas. Sus efectivos estaban
constituidos por la mayoría de voluntarios chotanos, y su misión, la de ocupar la casa hacienda
Churucancha, hostilizar a la tropa y obligarla, a presentar batalla.
Algún tiempo de marcha por caminos cada vez más empinados llevaron a los dos
primeros grupos a ocupar sus objetivos. Alcázar maniobraba en la llanura de Chuyabamba con
sus efectivos desplegados. A la vista de la casa hacienda, los cornetas sanjuanistas Medina,
Gavidia y Novoa empezaron sus toques, alternándose.
Zavala avistó el despliegue de los sublevados que comanda Alcázar y precipitadamente
abandonó con sus fuerzas y en completo desorden la casa hacienda, trepando por un tortuoso
sendero hasta coronar los farallones de Condorcaga. Al llegar a la cumbre se reorganizaron
nuevamente, ya que la anfractuosidad del terreno impedía cualquier maniobra de amplitud.
Zavala tosía para no demostrar la angustia que se apoderó de él. El bandido Díaz se
posesionó, ínter tanto, de las alturas de El Rejo.
Los sublevados ocuparon la llanura que corta vertical el acantilado Condorcaga, mientras,
Osores y Alcázar instalábanse en la casa hacienda para dirigir las operaciones, después de la huida
de Zavala.
Sentado, inmóvil, los codos en las rodillas y las manos sujetando la cabeza, los ojos
oscuros y brillosos debajo de las cejas, sobre su ovalado rostro moreno, veía como decenas de
guerrilleros excavaban afanosamente toda una red de atrincheramientos donde parapetarse.
El sol estaba ocupando el cénit y despedía intensas oleadas de calor, mientras otros
guerrilleros, carabina en mano, recorrían a grandes zancadas a lo largo de los parapetos. La
abundante luz se difunde por el extenso campo donde la hora del combate se acerca inexorable.
Veíanse en el hueco de las trincheras ora una mejilla hundida y sin rasurar, ora un pelo
greñudo y un traje remendado, ora un par de sombríos ojos que centellean debajo de tupidas cejas,
ora un rostro tranquilo y risueño, ora denotando indescriptible tención.
Por sobre la cabeza de los sublevados pasaron como un soplo de viento varias ráfagas de
ametralladoras. Su débil traqueteo se oye segundos después como el tambor en un desfile. Los
guerrilleros se tumbaron pesadamente cuan largos eran guareciéndose en las excavaciones.
Desde la cima del Condorcaga empezaron a tabletear seguido las ametralladoras. Un poco
más hacia el lado izquierdo vomitaba mortal fuego otra, y por el lado derecho dejóse escuchar
una cuarta ametralladora. Del mismo centro del cerro rugió el trueno de un dinamitazo. Oíanse
intermitentemente varias descargas de fusilería.
Los rebeldes mostrando los dientes, principiaban a localizar a los enemigos aún invisibles
por la distancia, allá en la cumbre del cerro. El aire se iba cubriendo con el humo rojizo de las
descargas de los fusileros. Las balas pasan ululando por sobre las cabezas de los soldados de línea.
Después de un breve, pero profundo silencio, las metrallas repiquetearon más
amenazadoramente y sus proyectiles al entrechocar con el suelo descascaraban la tierra de las
trincheras.
Dando ejemplo de valor, algunos caudillos rebeldes del agrupamiento seguían caminando
al descubierto: Más y más balas, más y más detonaciones por ambos bandos, más polvo, más
tierra y más humo. Las hojas espinosas de los setos de agaves y el follaje de algunos árboles y
arbustos tiritan con insistencia al ser tocados y desgajados por los proyectiles. Cayó atravesado el
pecho por un plomazo, el primer hombre en morir en la acción, el cholo Barrera, lajeño nato, en
las líneas delanteras de parapetos.
- ¡Bala a los cachacos! -. Gritaban casi ahogándose el chiguiripano Rojas. Los estudiantes
y voluntarios chotanos, así como los combatientes de otras provincias disparaban firmes en sus
trincheras. El tiroteo, de resultados inciertos, por la distancia, espaciado ya, siguió durante todo
el resto del día veintisiete. Los rebeldes acusaban una sola baja en sus filas por este frente.
Desde las ondulaciones de la jalquilla de Marcopampa que se destaca al norte de
Condorcaga y un poco más a lo alto al amanecer del veintisiete bajaban Segundo Benel y sus
lanchinos, no menos de cuarenta, con dirección a Condorcaga: Comenzaba a estrecharse el cerco
por flanqueamiento. Los rebeldes destacados en las redondas elevaciones de la Jayua, avanzaron
lentamente apretando el cinturón contra los soldados de Zavala.
Sereno, comandaba Segundo Benel a sus fieros lanchinos. Ordenó una recia descarga
contra un compacto núcleo de soldados que salían con intención de detenerlos en su avance.
Varios disparos atronaron al unísono los aires frígidos de Marcopampa. El primer soldado de
Zavala rodó por entre las pajas de la ladera. Como mudo testigo de esta batalla, se eleva, tallado
en piedra y esculpidas sus figuras estilizadas el santuario chavinoide de Condorcaga, vestigio de
grandezas remotas. Una hora más de refriega bastó para que los soldados se retiraran maltrechados
a reunirse con el grueso de las tropas que se estacionaba un poco más abajo.
Completamente descontrolado, con los ojos abiertísimos y sanguinolentos, temblorosos,
daba vueltas entre sus oficiales, gritando y gesticulando: - ¡Desgracia, desgracia franca! ¡Estamos
perdidos! ¡Es una vergüenza que nos hayan de vencer estos civiles desgraciados! Zavala ya
preveía el desenlace de la batalla que estaba empeñándose. Todo el campo de la lid, que ahora ya
resulta corto por la maniobra envolvente ejecutada por orden de Alcázar, sonaba, temblaba, gemía
y retumbaba. Detrás de la quebrada guarnecida por arbustos encorvados, matas y piedras filudas
de caprichosas formas, volvieron aparecer las cabezas de los lanchinos. Cuarenta testas tocadas
de sombreros de ala pedrada disparando reciamente avanzaban y avanzaban sin parar. Otro grupo
de soldados huía a la disparada, y luego se tiraban al suelo para proteger sus cuerpos de la furia
de las balas de los de Lanches.
El agolpamiento que comandó el viejo Benel, con voluntad reconcentrada, irrumpió
bulliciosamente por la izquierda de las tropas de Zavala. Alrededor de éste reuniéronse a un
llamado los oficiales. El examen de la situación se inició durando breves instantes.
Inmediatamente los soldados recibieron la orden de hacer lo único que podía hacer el jefe del
batallón en tales circunstancias: rendir sus armas.
En el acto, un soldado de los gubernamentales izó blanca bandera. Efectuaba la maniobra
cuando aún las balas silban a su alrededor. De la plana de oficiales que acompañan a Zavala, sólo
uno porfiaba su negativa a la rendición: - ¡No se rinda, mi comandante. No se rinda! ... ¡Los de
Chetilla ya llegan, es cuestión sólo de minutos. No se rinda! Los guerrilleros al ver flamear en el
aire la bandera blanca, enardecidos prorrumpieron en desenfrenado griterío. Muchos de ellos
bailotean blandiendo carabinas y fusiles.
- ¡Ra Ra Ra! -. Tronaban.
- ¡Ra Ra Ra! - ¡viva la revolución!
- ¡Vivaaa! - Dando saltos y desgañitándose un pequeño combatiente, estudiante chotano
de castaña cabellera, ojos claros y corto pantalón bufaba. Los guerrilleros de pura alegría
prorrumpieron en ruidosas carcajadas. Serias discrepancias existían entre los caudillos
revolucionarios sobre la suerte a correr por las tropas de Zavala.
- ¡Debemos acabar con ellos, coronel, si no, ellos acabarán con nosotros! ¡Hay que darles
hasta por el lado de montar, coronel! ¡Ataquemos la derecha de la tropa!
- ¡De ninguna manera, comandante Benel! ¡Imposible! - Replicó el reposado Alcázar. -
No es necesario terminar con ellos. Hay que ahorrar vidas, Benel... ¡Nos interesa! ¡Hay que evitar,
Benel inútiles derramamientos de sangre! ... Además, están ya rendidos, y falta solamente
formalizar el acto de la rendición y pactar asimismo sus condiciones ¡coronel! - intervino Benel
en tono de súplica y de amenaza, ¡Otórgueme el comando de las tropas por dos horitas, un par de
horitas, coronel, nada más!... Hummm ¡Y va usted a ver cómo los hago volar a toditos como
golondrinas... Para ganar una batalla no sólo se necesitan mapas y escuela, -coronel; también se
necesitan pantalones ¡y bien sujetos!
- ¡Es inútil, Benel, ni pensarlo. No insistan!
El abogado Osores titubeó para dar su decisión sobre el particular en la sala de
Churucancha, y Benel para expresar su reluctancia ante la actitud del otro jefe en momentos tan
apremiantes, le dijo:
- ¡Con un jefe como usted, doctor Osores, no llegaremos a ninguna parte, señores! ¡Es
inútil! Tronó Benel. Osores limpiándose la cara sudorosa con un pañuelo retiróse pensativo.
Los sublevados pasaron esa noche alegres y tranquilos, diseminados por el llano,
contemplando las estrellas. El silencio se hizo profundo, de una profundidad tal que oíase el cantar
del nocturno pachetuco en el chirimoyal. Los búhos y las lechuzas desde sus nidos —centinelas
de la pampa y la oscuridad— canturrean para los combatientes. Los pétreos farallones de
Condorcaga reforzaban los compases de la música agorera.
Colocaron sus fusiles sobre la planicie del campo de batalla formando pabellones.
Rascábanse unos con gran contentamiento; otros recostados sobre la yerba escudriñaban el cielo;
mientras que otros dedicábanse a fumar plácidamente. La rendición del enemigo está asegurada.
No hay nada ya que temer.
En lo alto, los cuernos de la luna rielaban apenas perceptibles.
ELIAS ROSAS Y CHETILLA
Al amanecer del veintiocho de noviembre atacaron sorpresivamente la casa hacienda
Churucancha y sus alrededores tres centenas de hombres entre soldados de tropa, y guapos
bandidos chetillanos al mando del mayor Rosas Morán. El cholo Anselmo y su pandilla
presintieron peligro al percatarse la sola presencia de los chetillanos, y como su ayuda a la tropa
estaba condicionada, según se podía apreciar a que les dejasen actuar impunemente; separóse de
las filas de Zavala y furtivamente fuese con dirección a Montán. Es el caso que Villacorta y
Anselmo Díaz no habían logrado hacer amistades.
Fermín Arrascue y Clodomiro Bustamante, de guardia hasta ese amanecer, fueron
intempestivamente avisados por una moza churucanchina bajita, chaposa, piernas regordetas y
enrojecidas tal las tienen las torcazas, que los soldados de Rosas y gentes armadas de Chetilla se
encontraban por la hondonada.
- ¡Ño Fermi, ño Fermi, por aicito nomastá la juerza del gobierno, ño Fermi!
-Anda, china zonza ¿Cierto es lo que me dices, cholita?
Y dejuro. Mapes váyaste a verlos.
En efecto, Arrascue después de cerciorarse de la veracidad de la noticia avisó alarmado
al doctor Osores, que aún no había salido del cuarto donde pernoctaba.
- ¡Doctor, doctor, ya están allí los chetillanos con la tropa de Rosas!
- ¿Qué dice? Contestó contrayendo el rostro en una mueca de profundo desagrado -
¡Todas son mentiras, hombre!… ¡¿Ud. cree también eso?!
- ¡Es cierto, doctor. Los acabo de ver con mis propios ojos! ¡Están desplegados en lineal
de batalla por la quebrada, doctor, y ya han empezado a avanzar!
- ¡Mi amigo, hoy reacciona Zavala, y estamos perdidos! ¡Haga que traigan las bestias,
rápido, rápido! -. Osores se levantó apresuradamente de la silla donde estaba sentado.
Arrascue, Bustamante y un puñado de guerrilleros se lanzaron a defender la casa hacienda
con resolución. Principiaron a batirse denodadamente. Desde el hueco de la quebrada se oían los
estampidos de los fusiles. En contados instantes la casa se transformó en un reducto y los
sublevados disparando desde puertas, ventanas, corredores y techos, mantenían a raya a los
refuerzos.
Mientras éstos iban progresando con lentitud y haciendo fuego graneado, Osores fue el
primero en huir. Arrascue le acompañaba tendido prácticamente, sobre el mulo en que fugaba,
resistiendo rociada tras rociada de plomo sin recibir siquiera un rasguño.
Enfermo casi siempre con el persistente hipo, y consumido, el doctor Osores vadeo el rio,
ascendió las empinadas cuestas de El Pirujo, por las faldas de Lajas pasó a Cadmalca y
encaminóse a Chumbil, fundo del cajamarquino Lorenzo Sousa, en el distrito de San Pablo.
Acompañaban a Osores, su hijo Arturo, Alberto Cadenillas y Raymundo Arana. Arrascue quedo
por los alrededores de su pueblo natal, Lajas.
El tercer destacamento que comando Alcázar era completamente desorganizado, de el
solo quedaron reliquias miserables, habíase pues reducido a la nulidad: ¡Pura zorrería!... Pues, la
mayoría de voluntarios comenzó a huir sembrando desconcierto. Abandonando los cadáveres de
sus compañeros, muchos corrieron presurosos a ponerse a las órdenes de nuevos amos.
Murieron en esta acción que no duró mayormente, Desiderio Asenjo, del destacamento
del viejo Benel, y Nazario Medina y herido de cierta consideración quedaron Matías Díaz,
Evaristo Meléndez y Marcial Flores.
Benel, con algunos sublevados huyeron hacia Achiramayo después de ser persuadido que
toda resistencia era ya inútil, pues, Zavala se rehízo al notar la llegada de Rosas y bajó de
Condorcaga donde estaba confinado, a barrer los restos del destacamento que vagabundean
dispersos por la llanura. Desastrosa fue para los rebeldes la batalla de Churucancha. Decenas de
cadáveres quedaron regados en el llano, testigos irrecusables de la acción.
ALCAZAR Y BARREDA PRISIONEROS
Alcázar y Barreda iban quedando rezagados del grupo en que fuga Benel. Cabalgando en
recias mulas sorteaban los taludes del Paso de Montán. Pensaban que su lucha no era por el amor
estéril de la gloria militar, sino para lograr el triunfo de un ideal válido en todos los tiempos: el
imperio de la democracia.
Veinte cholos armados coronaban las filas de Montán. El coronel siguió avanzando y
derecho dirigióse a ellos creyendo encontrar a un grupo de guerrilleros vencidos.
¡¿Alto, quien va?!
- ¡Alcázar, coronel del Comando Revolucionario!
Titubea el viento para sacudir y castigar a los hombres indefensos. De entre las pajas de
unos roquedales salieron los pumas: cuatro hombres arma en ristre. El cuatrero Anselmo Díaz, su
hermano Bernardino, el cholo “Colorao” de rostro sombrío y un salteador más. Se oyó confusión
de voces y relinchar de mulos de los fugitivos.
- ¡Dense presos, más vale! Dijo el cholo Anselmo tanteando la culata de su carabina con
los dedos y remojando con la lengua los labios resecos para lubrificarlos con saliva.
Los bandidos rodearon con rapidez y destreza a los militares, estiraron las manos a una
señal de su jefe y los fueron despojando de sus armas, joyas, relojes y finalmente de sus
cabalgaduras. Ante la protesta airada del coronel, los cholos se carcajearon bulliciosamente...
Habían caído como ovejas en medio de lobos; como pacíficos elementos humanos en medio de
las bestias feroces. Fueron conducidos a la hoyada del Chotano.
Muchas ofensas y muchas injusticias humanas debió sentir acumuladas en su pensamiento
y en su corazón, César Campos. Desaseado, vestido con andrajos de campo, aunque de rostro
agradable, morena la tez, pero convertido de repente en fiera, se ofreció voluntario para trasladar
a Chota a los prisioneros, ya que los bandidos uteyaquinos se veían impedidos de hacerlo por
temor a los Villacorta, a la sazón en la ciudad, con su fuerza armada.
Al filo de la madrugada abandonó su guarida, Montán, recibiendo órdenes del médico
Coronado, e hizo llegar al trote de sus caballos al viejo militar vencido y al teniente Barreda.
El doctor José Hermógenes Coronado Vigil, en Sus posteriores campañas electorales —
ya al lado de Eguiguren en 1936, ya con el F.D.N. en 1945— que nunca pudo culminar en triunfo,
jamás supo levantar éste, y otros numerosos cargos que le hicieron públicamente sus contrincantes
ni en forma verbal menos escrita, dando así cabalidad de certeza a aquel viejo adagio que estatuye
que: “quien calla, otorga”, y pasemos a otra cosa.
Las tropas gobiernistas —soldados y bandidos— el veintinueve a las tres, ocuparon la
ciudad de Chota con gran algarada, no exenta de insolencia. A los pocos momentos de ocupada,
empezó el saqueo metódico y sistemático del establecimiento comercial de Benel. Todos los
vieron... ¡Y nadie protestó!
Este caudillo arribó a La Samana con los hermanos Díaz, de Llama, Epifanio Mego y
Andrés Benel.
Grande fue la desolación que encontró el rebelde en sus pagos: La casa arrasada, sus
campos incendiados, los ranchos de sus trabajadores asolados, no pocas cabezas humanas
pendientes de la ramazón de los árboles, silencio y soledad por doquiera. Bajó de un salto de su
mula y con mano temblorosa por la emoción ajustóse las botas, gesticulando luego con las manos.
- ¡Poco me importa la vida que la he perder. Ni el dinero tampoco! … ¡Pero desde, ahora
no voy a tener compasión ni piedad con estos cachacos piojosos!
Se traslucía seria amenaza en sus palabras. Sus acompañantes, al oír estos juicios se
enderezaron como si estuvieran en una revista militar.
- ¡Piojosos son, y de por vida!... ¡Pueden contemplar la obra que han hecho, señores, y
puede estar escrita o no en los códigos de la guerra. Lo ignoro! Y miraba observando la desolación
a su alrededor. - ¡Ahora, quizá han de desear cariño... ¡Pues, cariño les voy a brindar y del
bueno!... ¡Sí, cariño! ... ¡Tienen que vérselas conmigo, y lo han de ver!
Brillaban sus ojillos trasluciendo la rabia sorda. Los párpados de Andrés estaban
hinchados y húmedos de llanto. Vaga y turbia era la mirada de sus ojos. Sus ideas se dispersaron
por todas partes, mientras los llaminos empezaban a fumar nerviosamente. Rasgaron apenas las
cerillas en la superficie de frotación del receptáculo. El añoso Epifanio escupió repetidas veces
en el suelo, y cuando se le secó la boca, sentóse a la vera de una tierra que en otro tiempo fue
sembradura. El yerbazal ahogaba los sembríos y las alimañas devoraban las plantas útiles.
- ¿Qué será de nuestro buen coronel? -. Inquirió.
¡No tardará! -. Contestó Benel, escondiendo el forro roto de su chaqueta - ¿Qué será de
la vida de mi hijo, Segundo? Creo que en Chota no hay sitio para él.
CHUYABAMBA
Segundo Eleodoro bajaba despacio a la llana de Chuyabamba, acompañado de su perro
Fósforo, cuando escuchó la estampida atronadora y dantesca de varias cargas de dinamita.
Descendía confiado y notó que las fuerzas de Zavala caían también a la planicie.
Movió los labios señalando a los soldados que descendían en desorden, desabrochadas
sus guerreras grises, hacia Churucancha. Pensó que la batalla había terminado y que los
gubernamentales estaban rendidos, pues no tenía enlaces. Eso era todo.
Las once de la mañana. Y del grupo de los que creyó rendidos partió una voz estridente:
- ¡Párate, mariconcito! ¡Párate, jijuna!
- ¡¿Un Benel, maricón?! ¡Infeliz, te equivocas! ¡Chambonazo, ustedes los soldados de a
cinco por medio! -. Retrucó Benel gritando. Los lanchinos abrieron fuego contra la fuerza y aquí
fue Troya.
- ¡A degüello, a degüello a los cachacos... Ya verán! -. Amenazó Natalio Chávez, profesor
normalista combatiente en las filas de los de Lanches y sobrino de Osores, a la vez que disparaba
con furia su fusil. Compacta masa de soldados avanza parapetándose en las cercas y en las
rugosidades del terreno hacia el emplazamiento de los guerrilleros de Segundo Benel.
Lluvia torrencial de balas por todas partes. Los lanchinos se miraban con avidez y
angustia. Unos tras otros fueron cayendo hasta ocho guerrilleros, y tres de los cuatro frentes
estaban ocupados por gubernamentales que disparan sin cesar.
Al joven Natalio Chávez le corren las lágrimas por las mejillas, pero no se desprende de
su fusil, tiraba y seguía adherido fuertemente a la tierra. En fin, se deslizó hacia adelante buscando
parapetarse tras un montículo al tiempo de gritar: - ¡Abajo el tirano!, cuando una bala gobiernista
le partió el corazón.
Benel atisbo que el sacrificio era inútil y ordeno la retirada. Muchos lanchinos tomaron
camino a Cutervo, mientras Segundo Eleodoro extenuado, mirando a un lado y a otro, desalentado
y triste, tomó camino hacia Doñana. Largos minutos empleó en la travesía. Un perro negro,
menudito y lanudo ladrábale con terca insistencia. El Fósforo se limitaba simplemente a
olisquearlo.
- Cholita... Estoy desbaratado, pero aún tengo fuerzas para continuar -. Díjole Benel a
Carmela Sausedo, amiga y cliente de la tienda de Chota, cuando llegó al bohío de ésta. - Dame
de beber un poco de tu agua, chinita. - Continuó jadeante.
- Pase usté niño, de todo hay en esta casa. Puede llegar con libertá. - Mientras bebía con
ansias el agua fría del río y seguía el calor sofocante que se precipita en densas oleadas, oyó decir
a la campesina: Allá bajo hay un gente con carabina, que está echao de la pampita del río.
- Vete chinita y observa quien es... Pues, si el tal es Chetillano, avísame para despacharlo,
y si es compañero que venga acá. Dile que aquí estoy yo, y que nos abriremos paso como sea.
Con la cara embadurnada de humo, tierra y sudor, impetuoso y gesticulando presentóse
Daniel Díaz, borrascoso y valiente cerreño, esto es, de Hualgayoc, apodado El Terror II.
- No hay que apurarnos Segundito. Por aquí no hay tropas... nos iremos a pocos,
caminando despacio, como quien no dice nada. Saber que con la paciencia se gana la gloria.
Tarde llegó el Juan Saucedo, dueño del bohío y se prestó gustoso para acompañar a los
vencidos la noche del veintiocho. Por los atajos, atravezando chacarales y huyendo de los caminos
llegaron a un sitio sobre la planta de luz eléctrica de Cabracancha.
Pasaron silenciosos por entre la caballada que pace sueltos por todos los sembríos del
cerro Calvario, cuesta abajo, así como por las playas y arboledas del “Bocón”, tomando las alturas
de Olmos, luego para internarse en las jalcas de Perlamayo con destino a La Samana, hacienda de
Benel.
ASESINATO DEL CORONEL SAMUEL DEL ALCAZAR
Conducido a Chota los prisioneros Coronel Samuel del Alcázar y su ayudante Teniente
del E. P. Carlos Barreda, fueron entregados por el vil traidor César Campos, al comandante
Zavala, quien en esos momentos se encontraba celebrando el triunfo de la derrota de los
revolucionarios, en casa del Dr. Hermógenes Coronado, acompañado por un grupo de oficiales,
Segundo Villacorta Arana, hijo de Wenceslao Villacorta hacendado de Chetillay Lascán, quien
diera el triunfo a Zavala, atacando por la espalda a los insurrectos.
No hubo ni discursos ni consejo de guerra.
El coronel del Alcázar era conducido de la Alameda, sin ingresar a la población, hasta el
mercado de Abastos, porque al decir de sus capturadores “era un traidor que no merecía pisar el
cuartel”.
Los vencidos siempre son traidores, en la defensa de las causas nobles... Ya frente al
pelotón de soldados que habían de darle muerte, el valiente coronel, solicitó decir cuatro palabras
y fumar un cigarrillo.
El teniente Barreda, había sido conducido, desde el cuartel de gendarmes, despojado de
sus prendas personales, así mismo después de haber sido apaleado por orden de su antiguo
compañero y condiscípulo el teniente Padrón, quien le mostraba insultándolo los efectos
experimentados en el edificio del cuartel por el ataque de los rebeldes, en el que participara el
infortunado prisionero, al mismo lugar donde estaba disponiéndose a morir su jefe.
EL COMANDANTE ZAVALA NIEGA SU ULTIMA PETICION A
LA VICTIMA
Contraviniendo a todas las peticiones militares, mancillando sus galones de militar, para
mostrarse a la altura de cualquier cabecilla de bandoleros sanguinarios, el comandante Zavala
interrumpió la petición del coronel Alcázar, con estas palabras pronunciadas en violento tono:
- “SILENCIO”
- “QUE ESPERAN PARA MATAR A ESTE VIEJO TRAIDOR!...
Y le negó la última voluntad al prisionero.
En este momento los prisioneros atados de las manos, fueron arrimados contra el muro.
El teniente Barreda tuvo una fuerte reacción nerviosa, pero el coronel Alcázar exclamó: “NO
TEMEMOS A LA MUERTE, TENIENTE, COLOQUESE JUNTO A MI”...
Los soldados colocaron al teniente juntó a su jefe, a escasos centímetros de separación,
de manera que ambos quedaban ofreciendo un solo blanco a los disparos. El comandante Zavala
interrumpió las últimas palabras de sus víctimas, con la orden perentoria: SOLDADOS, UNA,
DOS Y TRES, FUEGO…
Una descarga inmediata hizo rodar por tierra mortalmente heridos, a los dos mártires de
la reacción. Como se ve no hubo tiempo de que el coronel Samuel del Alcázar, muerto
gloriosamente en defensa de las libertades ciudadanas y el imperio de las leyes pronunciara
ningún discurso. Barreda cayó fulminado por los impactos de las balas, no así el viejo coronel.
Sus largos bigotes se empaparon con una bocanada de sangre, a la vez que su traje
chocolate rayado con el que asistió sereno al último acto de su vida se impregnaba también de
rojo, por el tibio fluido que le brotaban de las múltiples heridas. Alcázar rodó aún con los
exteriores de la muerte, su expresión serena, su respiración era boqueante.
Cuentan que un soldadito magro, de rostro de absurda expresión de maldad, aproximóse
cerca del agonizante, buscó algo a su alrededor del caído coronel y encontrando una piedra, la
elevó sin escrúpulos para dejarla caer violentamente, con gesto bestial, sobre la testa encanecida
del anciano coronel. Náuseas y horror debió provocar este terrible, primitivo y cruel espectáculo.
Se oyó crujir los huesos de la masa craneana del jefe rebelde, mientras Zavala, horriblemente feo,
burlón, con su diabólica sonrisa, movía aprobatoriamente la cabeza.
Como hemos visto, ni siquiera le dieron el tiro de gracia, pues al acercarse el jefe del
pelotón de fusilamiento al cadáver del infortunado coronel, comprobó con satisfacción que estaba
muerto. Aquella asoleda tarde chotana, Alcázar y Barreda fueron victimados con alevosía.
De repente se le evaporaron los humos del wisky al morocho jefe. Pero ya el asesinato de
los militares estaba consumado. El crimen cometido con Alcázar y Barreda, lamentable, doloroso,
trágico, concebidas por mentalidades obnubiladas por el odio y el alcohol fue el principio del fin
del comandante de las tropas. A partir de este momento crueles remordimientos acosaron
implacablemente su conciencia. Sabía que muchos de sus subalternos sentían desprecio, por él; y
que no pocos militares de conciencia, oficiales de esta o de la otra graduación y jerarquía le
enrostraban cada vez que les era posible su vileza y villanía.
Después de seguir cometiendo crímenes, saqueos en la tienda de Benel en Chota,
fusilamientos a granel, la mayor parte de gente inocente, porque los revolucionarios que
acompañaron a Benel, Alcázar y Osores habían huido; el comandante Zavala fue trasladado a
Lima y reemplazado por el coronel Baldeyglesias.
En Lima fue el hazmerreír de sus propios compañeros, jefes y oficiales le daban la espalda
cuando trataba de entablar alguna conversación. El gobierno lo mandó a Francia, pero su
remordimiento siempre lo persiguió, al fin murió loco.
TERROR: EL ACIBAR DE LA DERROTA
Los guerrilleros vencidos en esta jornada iban difluyendo por las amplias campiñas-,
aberraban por los poblados andinos y en los valles costeños, para guarecerse de la furia de Zavala.
Arreció la persecución para todos los combatientes. Osores y sus acompañantes cayeron
en manos de un pelotón que comandaba el teniente coronel Antonio Silva Santisteban. Se cuenta
que le cupo destacada actuación en el apresamiento a un militar chotano, el teniente Alejandro
Saldaña, en la hacienda Chumbil. Los caudales de la revolución que custodiaba por este tiempo
Cadenillas, quedaron escondidos en una cerca de la casa hacienda, y meses después fueron
descubiertos por el mayordomo Anduaga, que laboraba en aqueste fundo.
En el puerto de Pacasmayo, Osores y su hijo abordaron un avión con gran
acompañamiento de tropas, para ser trasladados a Lima. Con posterioridad, Cadenillas y los
demás fugitivos, ya en poder de los gubernamentales, fueron transportados al Callao en un viejo
mercante. Largos años de prisión les esperaban en el peñón desolado de San Lorenzo, presidio de
la durísima represión de Leguía.
Antonio Sánchez Bustamante trataba desesperada e insistentemente de refugiarse en el
cuartucho de un pariente, carpintero de oficio, más conocido por allá como el “mestrito Abner”,
en los precisos instantes que el pelotón de ejecución terminaba con los dos militares sublevados.
Temía volver la cabeza y encontrarse con las patrullas que recorren la población, cuyos
ojos escrutadores hurgaban a todos los ciudadanos que transitan por las calles. Guerrillero preso
era hombre muerto. Ecos de silencio en todas las calles, a pesar de ser domingo, menos en una,
en la cual el bullicio era extraordinario.
-Te ruego por lo que más quieras, cholito. No comprometas mi casa... ¡Mándate mudar a
un sitio donde estés a buen recaudo, hombre de Dios! Aquí... Nada, ni pensarlo. - Empapado de
sudor frío, mirando hacia la calle y con angustia creciente argumentó el pobre carpintero.
-Un ratito no más, tío. Luego me escapo. Hasta que pase el barullo, tiíto.
-Sólo así... sino, aquí nos ejecutan a los dos, y a todos. ¡A toditos! ¿Puedes tú reclamar
por tanta bestialidad?
En el negro chiribitil, repleto de virutas, escondido tras una división empapelada con
viejos diarios amarillentos y sucios, desvestíase apresuradamente.
Sánchez, salió momentos después irreconocible del tugurio del carpintero. Ataviado a la
usanza campesina, con gruesas polleras de lana granate, blusa azulina ornada de blondas en puños
y cuello, y embozado su chal de bayeta sujeto a uno de los hombros con grueso imperdible,
llevando, además, un huso en la mano con su copo de lana y atravesada una rueca por el fajín de
la cintura. Este disfraz, que bien podía haber servido de mortaja, estaba dispuesto con negligencia,
y habría bastado un ligero tirón para descubrir el rostro del cuasi difunto. Prepresentaba, pues, a
juicio de muchos, ni más ni menos que una auténtica cuyumalquina. Abandonaba su momentáneo
refugio los minutos en que la soldadesca bebida, prepotente, desenfrenada, vociferando con
entusiasmo, conducía en burdos ataúdes a los ejecutados, por la tortuosa calle de Cajamarca, con
dirección al Cementerio.
Sus piernas no le obedecieron por el terror. Liábase con los zapatos y trastabilló al
caminar. A punto de rodar estuvo muchas veces, mientras llegaba a la casa del sastre Poncho
Vásquez, en el jirón antes dicho.
- ¡Muera la revolución! ¡Abajo los picaros y los bandoleros! ... ¡Viva Leguía! -. Gritaba
sudoroso un cabito, tirando al suelo su kepí y babeando espumarajos . - ¡Al diablo con estas
gentes!-, y mirando a su alrededor tornó a gritar con mayor estridencia - ¡Muera la revolución!
- ¡Muera! -. Armando gran batahola contestaban los soldados.
- ¡Doblar por la esquina! -. Explicó a sus subordinados al cabo Chiroque, mochica
de faz cobriza y pómulos salientes, mostrando su prognatismo acentuado. La canalla que
acompaña a los soldados grita también enfurecida.
Cuando la bulliciosa zaragata tomaba cuesta abajo rumbo al camposanto, el fugitivo
guerrillero oyó como se le cerraban las puertas en las narices. Empujó sin embargo con decisión
y con furia hasta que logró penetrar en la casa del sastre. Guarecióse allí breves instantes y después
emprendía rumbo desconocido.
Echóse sombras Zavala. Sabía que obraba mal y para salvar responsabilidades, con
morbosa pasión, pretendió hacer desaparecer los cadáveres de los ejecutados. Quería borrar a todo
trance su nefando proceder.
Unos sobre otro fueron sepultados en una fosa que había sido abierta para recibir los
despojos de un campesino. Los soldados rellenaron a medias un metro de profundidad de la fosa
tras algunas paladas de tierra arcillosa negra y húmeda. Luego tiraron el cadáver del hombre para
el que había sido excavado el sepulcro.
El mosconeo violento de los soldados sigue en el cementerio. Roncan unos, vociferan
otros y decían blasfemias y maldiciones aquellos. Los bultitos de los arrapiezos entre las saucedas
y los carrizos, entre los zarzales y las altamizas, se escabullían, bajaban y subían para fisgar el
entierro de los rebeldes.
Los cabracanchinos se alejaban silenciosos a sus cabañas aquella tarde del trágico
domingo. Las borrosas luces de la campiña venían desde la giba de los cerros lejanos.
El viejo Carmen Anaya que se sumara a las fuerzas revolucionarias la mañana triunfal del
20 de noviembre, aún ostentaba un abultado hematoma en el ojo izquierdo a consecuencia del
golpe que recibiera de un sublevado, pariente del joven Cotrina, muerto en las puertas de Catalino
Coronado, que se sostiene hasta hoy, haber abultado más aún las luchas durante el régimen de
Leguía con el asunto crematístico de la Vial.
Un sargento erecto como un poste vigila la entrada del despacho de Zavala. Adulador, el
anciano Anaya trató de arrimarse a la cola de aquél para medrar a su costa, con las migajas que él
despreciara. Llevándose la mano hacia el ala del sombrero, saludó al comandante de las fuerzas
de ocupación.
-Buenos días, tenga usté, mi comandante.
Zavala ni siquiera le miró. El viejo Venado sintió escalofrío.
-Yo he dado muerte a un montonero, mí comandante. Vengo a ponerme a sus órdenes.
Soy de los leales al gobierno.
Los fríos ojos de Zavala adquirieron un brillo siniestro. Presta saltó su ira y al pobre
exguerrillero se le encogió el corazón.
- ¡Ah! ¡Granuja! ¡Valiente pícaro! ... ¡¿Soy yo Juan Lanas, acaso? ¡¿Crees que no conozco
tus andanzas en el campo contrario, pedazo de animal?! -. Al mismo tiempo que consulta su reloj
con cadena, llamó al sargento que estaba vigilando la puerta: - ¡Sargento Quichimbo... Paso
Ligero!
- ¡Presente, mi comandante!
- ¡Al paredón a este bribonazo... Inmediatamente... Tres números a tu mando!
El pobre viejo retrocedió horrorizado tropezando con los muebles. Intentó buscar refugio
ensartando incoherencias con palabras entrecortadas, intentó entablar conversación suplicatoria,
mas, Zavala se encerró en un mutismo roedor. Le miraba sonriendo, con expresión horrible que
le daba el aspecto de loco.
El sargento ejecutó con perfección el saludo, extrajo a viva fuerza cogido del cuello al
guerrillero y se alejó llevándole a rastras.
Junto a la cerca de la casuca del difunto “Tren” sonaron cinco disparos y el viejo Anaya
dejaba de gritar para siempre. Es fama que se le mandó cortar la lengua, siendo después colocada
en la espina terminal de la hoja carnosa de una penca, donde exhibióse por muchos días.
Zavala se arrellanó en su sillón para echar algunas cabezadas.
A pesar de todos los horrores de la ocupación, del desastre y la huida, aconteció que
habiendo pasado muchos días con sus noches, las chotanas con Lucila Carvajal, garrida esposa
de un sublevado que hallábase ya en prisión, asistieron en conjunto a la santa misa mandada
oficiar en honra de la memoria de los caídos.
Llegaban a la iglesia, tomaban asiento y empezaban a rezar sin preocuparse mayormente
de la ferocidad de la represión.
Y si alguien reparaba en los hombres que también asistieron, habría visto que tenían un
aire triste, inquieto y desosegado. Efectuóse luego una romería al cementerio.
Las gentes acudieron de luto a llorar y a rogar por los muertos.
Zavala esperó que terminara todo, para reprimir con persecución a los hombres con
consigna de matanza, y ordenó colocar fuerte guardia en las casas de los devotas chotanas.
PERDURABLE RECUERDO
Las tropas chilenas al mando del coronel D. Ramón Carvallo O. cuando ocuparon Chota,
el 29 de agosto del año 1882, no cometieron tantas atrocidades como las fuerzas gubernamentales.
Sobrada razón tuvo una maestra tacabambina, Abstrejilda Rodríguez, cuando afirmó en
artículo periodístico aparecido en uno de los diarios de Cajamarca de aquel tiempo, algunos meses
después:
“Los chilenos quedan cortos ante los desmanes que cometieron las fuerzas del gobierno,
sólo en el Colegio de “San Juan’’, emporio de cultura…”
A Zavala, en efecto, no le importó nada la conservación del local del Colegio que fundara
el soldado de la ley y estadista Ramón Castilla.
Tras la penosa angustia de la derrota de los sublevados, Chota toda sintió el peso de la
bota militar y el oprobio del desastre. Ceñidos en sus guerreras grises, ajustados dentro de sus
correajes, unos gordos, otros delgados, unos blancos, otros cholos y otros indios, se veían a
muchos de los oficiales bebiendo tras los vidrios del Colegio.
Los caballos, rozagantes los de aquí, cojeando los de allá, arrastraban sus extremidades
impotentes por el entablado piso de las aulas. Estos mordisqueaban yerba crecida en los patios,
aquellos revolcábanse relinchando entre montones de estiércol, y los demás se solazaban en los
salones de clase.
Manchas de suciedad por todas partes y por todas las paredes, algunas derruidas y
garabateadas de insultos procaces y frases groseras, así como dibujos obscenos y primitivos. Altos
de pasto reseco y maloliente llenaban las veredas y pasadizos lodosos. Los mapas y los pizarrones
andaban descolgados, confundidos por los suelos con la orina de la caballada, los retretes
impenetrables por la hediondez, y montones de basura por doquier.
Los jefes de cocina y sus pinches habían sentado reales en un gran salón, cuyas carpetillas
metálicas unipersonales, de manufactura americana, servían de bancos donde se picaban los
bulbos de cebollas, el ají, los repollos, las carnes, las yucas y otros comestibles. Y su director era
el doctor José H. Coronado V.
Pasaban semanas y todo estaba igual el día de los exámenes promocionales. Sucedió
entonces que Ester Bernasconi, mestiza suizo-chotana, logró habilitar su caserón para que
rindiesen sus pruebas finales los sanjuanistas, alguno de los cuales, los más aguerridos, batallaron
en Churucancha.
La posesión de armas entre los campesinos sencillos despertaba sospechas en caso de
registro, y, por ende, debían enfrentarse al muro de fusilamiento.
El término terror, como se sabe, es referido al temor, al espanto, consternación y asombro;
a aquella perturbación angustiosa del ánimo por la presencia de peligros reales o imaginarios, que
se llama miedo; al sobresalto y a la represión; al temor a los excesos que se comete —en casos de
alteración de lo que se da en llamar “o den público” — sea rebelión civil, sea cuartelada o motín,
cuando uno de los bandos que contienden trata de imponer por la fuerza sus ideas, ética,
programas de acción o cambios profundos del armazón de las sociedades ya en decadencia, o
simplemente para conservar la normalidad, el orden proclamado por los expoliadores.
El deforme Jesús Salazar, símbolo de la autoridad suprema y Ministro de Gobierno del
régimen tiránico, como afirmásemos antes, asumió la responsabilidad de todas las tropelías. La
gringa soportaba las insolencias y gracejos de algunos soldadotes, mordiéndose los labios y
aparentándoles amistad.
Al principio quedóse perpleja, luego intentó reírse, para después mirar en silencio el
regalo que le hacía uno de ellos el día de su santo. Era ni más ni menos que un bacín de fierro
aporcelanado que adquirió el oferente en uno de los comercios de la ciudad, lleno con el contenido
de dos botellas de cerveza sobre el que navega a la deriva media vara de salchicha que había
obtenido en una de las chinganas de humilde categoría.
Y aconteció también que una tarde turbia, con llovizna persistente y molestosa, estando
en el cafetín de Eulogio Torres “Gallito”, este mismo capitán su distintivo principal: una nariz
formidable, cuyo lóbulo enrojecido pugna por llegar al mentón, le arrebató su pechera y puños
engomados de los que se usaron en aquel tiempo, porque se le había ocurrido la feliz idea de hacer
firmar a todos los oficiales que acudieron a beber con aquél, gratis en la cantina.
Otro tabernero de baja estatura, muy erguido, muy serio, y fumando incansable su cigarro
en la boquilla, miraba fijamente a los oficiales en su “nocturno”, abierto después de que se le
sacaba la llave a la fuerza, y bebiendo el contenido de sus botellas que una tras otra bajaban
incansables de sus andamios. Y las bebían con alegría, haciendo enorme algarada para luego
ahuecar el ala, no sin antes argüir que ¡El Gobierno paga todo!... Y se iban sin “endiñar el parné”.
Unos pocos oficiales, felizmente, no soñaban más que en comer, ya que la comida y la
bebida parece que ejercían un poder milagroso sobre ellos. Eran charlatanes, sablistas de gran
cartel y aficionados a la narración de cuentos subidos de color. La viveza criolla tuvo en ellos a
sus mejores gonfaloneros.
La incapacidad de aquel viejo puñado para ejercer contralor sobre su propia conducta nos
recuerda llanamente esa proverbial frase de “Vae victis”, que siempre estamos obligados aludir
cuando queremos significar el abuso de la fuerza. Peligroso es decirlo ahora, pero más peligroso
será manifestarlo mañana; y si vamos a ir a la hoguera por no ser hipócritas, tanto mejor,
moriremos así en olor de “santidad”.
Un anciano de apellido Herrera, zapatero de oficio y padre de numerosos hijuelos, sobre
una vieja plancha desprovista de mango y sobre su fuerte muslo, machacaba trozos de suela.
Martillaba y martillaba cuando un grupo de soldados de ronda acertó a pasar por su cuartucho. El
viejo “Chabelo” sintió pánico al fijar la vista en ellos cuando reparaban en un raído capote militar
pendiente de su perchero.
Bruscamente los soldados traspusieron la puerta. Se dispuso a huir, empero ya no hubo
caso. Fue extraído a rastras y malamente golpeado.
- ¿Ajá, conque montonerito, no? … ¡Arza, afuera el remendón!
- ¡Escúchenme, por favor!... ¿Cuál es la culpabilidad que tengo yo, señores?
Tienen que creerme lo que les manifiesto: el capote es de uno de mis hijos, por Dios
que les juro, que ha servido a la patria, igual que ustedes en Lambayeque ha sido soldado
de infantería . . .
- ¡Afuera de una buena vez!-. Gritó otro número.
- ¡Nada, nada! ... ¡Tú, seguramente te has comido a un camarada, y afuera! -. Espetó el
jefe de la patrulla. - ¡No queremos saber nada, y sal rápido! - agregó … - ¡Si insistes en quedarte,
pues te ejecutamos aquí, y asunto concluido. Vamos, afuera!
El zapatero sollozaba. Y pese a sus protestas y al llanto desgarrador de sus hijos, Amadeo
Herrera fue asesinado en la puerta de su habitación.
El sargento flacucho, patizambo, mulato de pelo ensortijado, se encargó de hacer pasar a
mejor vida al zapatero humilde, que se estremeció a los impactos de pies a cabeza, le brillaron los
ojos y cayó fulminado por cinco disparos de fusil.
El alcaide Vera, soldado de la revolución, corrió suerte parecida.
Una chica, tendría sus veinte años, morena ella y hermana de un combatiente cuyo
apellido no anotamos por razones obvias, tuvo que arriar banderas ante las exigencias del más
alto de los jefes para salvar a su hermano de la ejecución, pues, éste, vencido en Churucancha y
hecho prisionero junto con muchos otros, aquella misma tarde, se encontraba detenido en los
calabozos del cuartel.
Y en el crepúsculo del atardecer, la ciudad llena de tristeza, exhalaba un olor a muerte y
a velorios pobres. Y los ejecutados estaban tan muertos como clavos de puerta, alumbrados por
vacilants velas. Y los soldados que en la semioscuridad de las calles semejaban movedizos
fantasmas. Y en medio de gritos, carcajadas, silbidos y lisuras, terciaban los fusiles al hombro o
enfundaban sus armas cortas, después de macabras tareas, y alejabánse taconeando.
LO DEL NEGRO NOVOA
A lo largo del camino que atraviesa los páramos de La Pajuela; rumbo a Cajamarca, fue
hecho prisionero cuando huía, un moreno palomilla de andares cansinos. Cuatro gendarmes le
trajeron atado fuertemente a Bambamarca.
Su pensamiento no se concretaba de manera categórica en lo que iría a acontecerá.
-Si me matan, bien... Si no me matan, tan bien… Además, muerto yo, muerto un perro-.
Filosofaba bizqueando los ojos, con la cara enflaquecida, el excorneta de las fuerzas rebeldes
vencidas en Churucancha.
Mientras los azules preparaban viaje a Chota, el negro Novoa arrellanóse en una banqueta
del cuartel de gendarmes, y con mano segura encendió cuatro velas de a veinte que mandó
comprar con Chuchoreja. Dispúsolas dos a cada costado de la banqueta, y por voluntad propia
colocóse en capilla ardiente, que en verdad de verdades lograba impresionar. Pitaba de rato en
rato su cigarro y escanciaba la botella que agotóse una y otra vez.
Cara mustia, barba y cabello crecidos, la camisa hecha trizas, los zapatos rotosos por
donde asoman sus cabezas los dedos desnudos, los labios resecos por el frío cortante de la
cordillera, abriendo tamaños ojos, el excorneta velóse por espacio de un día completo.
Los gendarmes entre serios y sonrientes, permitieron a las buenas gentes poblanas, entrar
libremente a la oficina donde se velaba el moreno, quien, con la seriedad de un viejo, recibía toda
clase de últimos auxilios, desde la visita y los santos óleos del señor cura, hasta media docena de
cascos de caña, amén de una enormidad de comidas.
Borracho, enteramente borracho, marcando 250 Fahrenheit lo condujeron a Chota.
Cuando iba engrillado en medio de la gendarmería gritó con toda la fuerza de sus pulmones, entre
aplausos de las gentes que acudieron a despedirlo: - ¡Adiós, comisario Guerrero, hijo de mala
madre! ¡Adiós, viejo ladrón y malaje!
Pero es el caso que el negro Novoa no se enfrentó al pelotón de ejecución, como todos
esperaban. Un su pariente, el abogado Muñoz, le hizo liberar, gracias a activísimas gestiones.
LA FUERZA AEREA
Se ve que no fue una revolución de juguete, pues hubo intenso movimiento y grandes
ajetreos militares.
La aviación peruana, que aún encontrábase en estado embrionario, alistó parte de sus
efectivos bajo el comando del capitán Carlos Gilardi. Tres bombarderos De Havilland - A9
tuvieron como base de operaciones el puerto de Pacasmayo. El capitán Baltazar Montoya y el
alférez Alejandro Velasco Astete fueron los otros pilotos integrantes de la escuadrilla. La plana
menor la conformaron los mecánicos Espejo, Icaza y Tavernié.
Otro hidroavión de la Marina, un Curtiss HS 2L, bajo el mando del comandante Juan
Leguía, y que llevaba como mecánico a Mogollón operó entre Chimbóte y Pacasmayo, La
superioridad había ordenado también a la cañonera “Lima” zarpar rumbo al norte con repuestos
además de personal de mecánicos y carpinteros para las labores de mantenimiento.
Toda la movilización y ajetreos se concentraron en unos cuantos vuelos de observación
muy lejos del teatro de las operaciones.
Leguía tuvo que verse obligado a viajar en ferrocarril de Pacasmayo a Chilete, y luego a
lomo de mula hasta Cajamarca, lugar desde el cual vióse precisado a retornar a la capital, porque
los ambientes andinos “retrasados y mediocres”, según declaraciones propias, seguramente no le
cuadraron al díscolo hijo del tirano, y lo peor del caso, es que sin haber podido cumplir la misión
que le encargase su padre. Sólo el calor de los adulones de siempre, sólo el fuego de los
comechados de turno pudo calentar la frigidez de su alma.
ANDABAMBA
TIROS Y APLAUSOS
El acerado temple de Benel no se doblega aún.
Con la cara grasosa y brillante del sudor que le corría, afirmaba con gran convicción:
- Vendrán, vendrán... Tendrán que venir ¡Y a toditos me los voy a chupar como a confites!
... ¡Ahora sí sabrán quien es Eleodoro Benel! ¡Nada hemos perdido! —agregó— ¡Y hay balanza!
Finalizó haciendo rechinar los dictes y apretando con rabia los puños. Tragó saliva y púsose a
esperar…
Destacados de Chota, cien hombres de caballería sumados otra vez al grupo de bandidos
del cholo Anselmo, comandados por Ezequiel Padrón, llegaron al alegre villorrio de Andabamba,
en las cercanías de los predios de Benel, arrasados por aquel tiempo. Los soldados de caballería
despojándose de sus capotes militares marchaban lentamente. Pica el calorcito.
Tras ellos trotaba un hombre blancote, maduro y con anteojos.
Andabamba entregóse a la sola presencia de los soldados. Creían éstos que Benel y los
suyos se encontraban reducidos a un puñado de valientes y sin ánimo para combatir. Pero
anduvieron equivocados.
Un chiquillo lunarejo, rosadito, la camisa hecha jirones y pantalón a media pierna, salía
corriendo desesperadamente hacia La Samana, reducida a escombros por Zavala, mirando de rato
en rato hacia atrás, escondiéndose entre las piedras, en los vallados, acequias y matorrales, para
dar datos a Benel, que eran alrededor de un centenar de hombres los que se encontraban en el
villorrio.
Su corazoncito medroso latía con fuerza cuando en recompensa de las noticias recibió
unas monedas del viejo Benel.
-Han matao, patrón, a ño Nazario Chulés... Anoche, bien de noche llegaron los
maldiciaos, como prencipiar a forzar a las chinas.
- ¿El agente municipal? -. Inquirió Eleodoro Benel con asombro.
- Sí, patrón... Y también lo despacharon a ño José Requejo, el teñente de gobernador. Más
tarde, patroncito, los pelaron a dos hombres más que en la descuridá, no los llegué a reconocerlos
bien, patrón.
-Gracias, cholito… Toma para ti, pero para que las guarde tu madre que está sola y bien
las necesita... Pero, quédate un momento por acá. No sea cosa que te vayan a matar... ¡Hoy, seguro
que los desbaratamos a todos esos hombrecicos!... ¿Qué cosa se han crído?
Benel avanzó hacia el villorrio, dispuso sus gentes en línea de combate, los municionó, y
de amanecida acometieron a Padrón en Andabamba.
Animóse la acción cuando las tropas oyeron los primeros disparos de los sublevados.
Siete cholos de Benel comenzaron por encerrar en una casa cuyo dueño era adicto a su caudillo,
a todos los sospechosos de colaboración con los gubernamentales. - Los demás corrieron a
silenciar a los francotiradores del gobierno que, tras apresurado abandono de la cama, se hallaban
apostados en las casucas del poblado. Todo el villorrio puesto en pie por la violencia de las
detonaciones aplaudía ruidosamente a las huestes de Benel.
- ¡Cholitos de mi corazón: no gastar mucha munición en estos mostrencos grajientos!...
¡Soldado visto, soldado tumbado! ... ¡Ya lo saben! -. Ordenó Benel así, teniendo en cuenta las
matanzas que habían cometido con sus camaradas de rebelión.
Generalizóse el tiroteo que duró todo el día hasta el anochecer. Un soldado que apenas
puso un pie en un balconcito, cayó pesadamente sobre un montón de haces de leña, al recibir un
disparo en la frente.
Por la muchedumbre de curiosos corrió un murmullo de aprobación.
- ¡Cuatro hombres aquí, conmigo! -. Volvió a ordenar Benel agitando la diestra que
portaban una reluciente carabina . - ¡No disparar sino en caso de urgente necesidad. Creo que ya
lo entiende bien!
Los benelistas se movían con gran precisión y disparaban de rato en rato, con mayor
precisión aún. Las balas hendían el aire zumbando. Silenciado un francotirador pugnaban por
derribar a otro. Uno a uno y tras asaltar varias casas fueron cayendo hasta nueve soldados de la
tropa.
- ¡El capitán, el capitán!... ¡A ese no lo dejen escapar! -. Gritó gesticulando Benel,
mientras los rebeldes tenían a un primer hombre lacerado. El Félix Cubas, era malamente herido
en el brazo derecho que casi le fue descuajado.
Algunos jinetes que habían salido a explorar el campo o a forrajear, murieron de certeros
disparos con todos sus caballos cuando galopaban en dirección al villorrio.
La noche brumosa y húmeda, impregnada por el humo irrespirable de la pólvora, prestó
ayuda al resto de la tropa a escapar, dejando en manos de Benel, toda la caballada sobreviviente
con su respectivo equipo intacto.
A esta hora, los ojos fríos, opacos y endurecidos del guerrillero mal herido presentaba
todos los síntomas de la agonía, boqueaba jadeante y exhausto. Se había desangrado por largo
tiempo, sin auxilio inmediato. Su cuerpo completamente exangüe entregó el alivia a Dios
pronunciando palabras de alerta: - Cuidao, patrón… Tenga mucho cuidao... No le dejarán
tranquiló los del gobierno.
Por las afueras del villorrio Benel sóltó sonora carcajada cuando sintió al capitán caer
atollado en un barrizal mientras era perseguido.
¡Tráiganlo a ese coche, tráiganlo a ese coche! -. Gritaba y gritaba riendo a más no poder,
en tanto que sus guerrilleros hurgaban las chacras, las cercas y dos senderos.
Salpicado de barro y con el terror reflejado en su rostro, el miope oficial ya sin espejuelos
huía topeteándose, perdiéndose en dirección ignorada,
Grupo de tropas que combatieron la revolución de Chota. Al fondo, las haciendas de Benel
incendiadas y las ruinas humeantes de los caseríos, donde se creyó amigos de los rebeldes.
LA INCURSION GARATE
Durante dos semanas los Benel y los benelistas —que moran en chozas improvisadas con
pajas y varillas— tuvieron paz juntos con todas las gentes de los alrededores.
Sucedió que, pasado este tiempo, los llanos de La Samana vieron turbadas su pasajera
tranquilidad por el nuevo asalto de un escuadrón de caballería, que obedecía órdenes del teniente
Gárate, quien pretendió extinguir las guerrillas de Benel, viniendo desde su acantonamiento en
Santa Cruz.
- ¡Qué sin son curtidos estos marranos! -. Exclamó Benel con su voz femenil dirigiéndose
a sus hijos. - ¿Qué será lo que andarán husmeando por acá?
Sin recelo alguno dejaron aproximarse al destacamento de jinetes hasta tenerlo a caza.
Atrincherados tras las pircas derruidas, bastaron algunas descargas de los fusileros samaninos
para que la caballería huyese al galope tendido. Algunos soldados que habían desmontado
retomaron las riendas de sus cabalgaduras. Un sargento que cruzó a la carrera de un álamo
piramidal que se cimbrea hacia un eucalipto de bajas ramas ondulantes, a guarecerse bajo su
grueso tronco escamoso, vio tronchada su vida por un proyectil benelista que se le alojó a la altura
de la tetilla izquierda.
Benel, por vez segunda volvió a proveerse de caballos y armamento, y resolvió estar en
guardia permanente. Se sentía un airecillo fresco y el olor a alfalfa recién cortada que los soldados
habían tomado para alimentar a sus fornidos caballos.
La sorpresa que habían pretendido dar a Benel, habíase convertido en otra vergonzosa
huida. Los caballos en su impetuosa carrera tumbábanse unos a otros, empezaron a tropezar,
encabritarse, relinchar y revolcarse en el suelo. Los sublevados sonrientes o secos tiraban de los
caballazos. La acción duró apenas escasos minutos. Nada más.
DE JOSE A JOSE
El colmenar de soldados en el cuartel de Lambayeque rebullía. El comandante Manuel E.
Valdeiglesias titubeó un segundo, arreglóse el cuello de su guerrera, titubeó otro segundo, suspiró
hondo y blanqueó los ojos cuando recibió la orden —fatídica invitación— de reducir a Benel.
Estaba con indignación, experimentaba tristeza y sentíase alegre a la vez. Le invadió un
sentimiento asaz inexplicable. Recorría la oficina de su comandancia a grandes zancadas, y
bruscamente se rehízo de la impresión... Es que tenía conocimiento que Benel era ¡un hombre! en
el sentido lato de la palabra.
El rebelde también reconoció mucha valentía en su adversario Valdeiglesias. Era éste un
soldado cuzqueño bajito, trejo, moreno, de ojos severos, que aparecía las más de las veces un
poco seco y gris. Se cuenta que aventajaba a muchos en valor y reciedumbre.
-A Valdeiglesias es al único cachaco que le tengo un poquitito de respeto... Los demás
son una tanda de dañados... ¡Ese Valdeiglesias, ese sí que es templado! Es el militar que tiene un
lúcido desempeño en la guerra-. Afirmaba Benel en los finales de su alzamiento.
La marejada de la vida que ensoberbece, sublimiza o retacea en mil pedazos, les deparaba,
desde entonces —por predestinación o fatalidad, quién lo sabe— la primera ocasión para
medirse... Y lo hicieron de hombre a hombre, de poder a poder, o de “josé a josé”, como dicen en
Chiclayo.
Valdeiglesias dejó Lambayeque, y ya en Chongoyape tuvo que soportar la deserción de
varios de sus soldados, que abandonaron filas porque conocían muy de cerca al terrateniente en
cuestión: - ‘‘No queríamos morir acribillados por el español”, confesaban después en sus lejanos
pagos. Luego presentóse en Santa Cruz, a redoble de tambores, comandando el batallón de
infantes número 11, fuerte de cuatrocientas plazas que se reclutan en las provincias del norte de
Cajamarca, a los que siempre se sumaban la gavilla de hombres de presa que capitaneaba el
bandolero Anselmo Díaz y otras bandas gobiernistas sospechosas de inmoralidad. Viajaron a La
Samana el veinte de enero de mil novecientos veinticinco.
Fueron avistados en filas aparentemente interminables, cuando se encontraban aún a gran
distancia, por los vigías de Benel que estaban apostados en la colina de Changasirca, por la
madrugada, y que habían hecho guardia desde la medianoche hasta las seis.
- ¡Patrón, patrón!... ¡ya están porai los soldaos!... ¡Vienen hartísimos!... ¡Un batallón
completito!
- ¿Por dónde estarán más o menos?
- Tuavía tan lejitos, patrón... Apenitas se devisan... Tan como que vinieran del pueblo de
Santa Cruz, patroncito... ¿Y hoy quiacemos?
- ¿Qué que hacemos? ... ¡Pelear, pues cojudazo! ¿No te parece bien? La muerte está hecha
a la medida de todos.
-Sí, patrón. Así será, dejuro... Usté lo ha dicho, pero no me moteje tan feyo, patrón.
Cien guerrilleros de mirada dura y palabra áspera, ocuparon silenciosos pero decididos la
colina de Changasirca y penetraron en la red de trincheras y túneles que Benel había hecho
perforar con antelación, sabiendo que vendrían una vez y otra vez las fuerzas gubernamentales.
Las 2 hijas mayores del hacendado: Lucila y Donatilde ocuparon también sus
emplazamientos, y en las líneas delanteras. Demetrio, mocosillo aún, empuñó su fusil aquella vez.
Se dejó escuchar un toque de corneta.
Benel provisto de sus prismáticos vio como los efectivos de la tropa se diseminaban en
grupos por los chacarales, los baldíos y por los caminos de Santa Cruz y Yauyucán.
Montado en un caballo blanco y dando ejemplo a sus subordinados, Valdeiglesias
avanzaba delante de su tropa, ejecutando de rato en rato movimientos insistentes con el brazo
derecho. Detúvose de repente y descabalgó con rapidez, mientras, un asistente retiraba el corcel.
Tuvo concejillo con algunos de sus oficiales y después de una breve pausa se escuchó nuevamente
otro toque de clarín, ordenando el ataque.
Ruido formidable produjeron las ráfagas simultáneas de las ametralladoras qué vomitaron
fuego con dirección a las ruinas de La Samana. Los guerrilleros apostados en sus líneas de
trincheras dejaron también oír como réplica descargas de fusilería que quitaron a Valdeiglesias la
posibilidad de saber con seguridad de dónde provenían.
Las considerables fuerzas de Valdeiglesias iban acercándose aún más, y las
ametralladoras atronaban el espacio e iban ocupando nidos más avanzados. Benel permanecía
firme en sus atrincheramientos.
Valdeiglesias con sus gritos y movimientos evidenciaba su alto grado de combatividad,
cosa que apreció al instante Benel.
- ¡Ah, carajo! ¡Este sí que es guapito! ¡No hay caso, es un soldado que se las trae!
Los gubernamentales abandonaban por tercera vez sus posiciones para seguir avanzando
impulsados por las palabras de aliento, gestos, ademanes y gritos de su comandante. Y avanzaban
resueltos y disparando con dirección a los parapetos de la colina.
Con furiosas granizadas de metralla y descargas incansables de fusilería, las tropas
intentaban abrirse paso hacia el collado. Catalejo en mano, a través del polvo que levantaban las
descargas al tocar el suelo, Benel escudriñaba el avance penoso de las fuerzas de Valdeiglesias.
Los guerrilleros benelistas se mantenían disparando erguidos en las excavaciones, bajo el fuego
mortal de la metralla. Así, entre explosiones, derrumbes, polvo, gritos, quejidos y ayes de dolor y
muerte de muchos soldados de la tropa transcurrió aquella trágica mañana.
- ¡No gastar los cartuchos sin ton ni son! -. Rugía Benel dirigiéndose a sus guerrilleros. -
¡Estamos bajos de balas! -, decía, a la vez que daba aviso a sus hijos que los camilleros estaban
bastante activos.
- ¡Los sanitarios están dándole parejo en la evacuación de hombres! ¡Prueba de que hay
muchos muertos y heridos!... ¡A ver, tú, cholo chico: te vas horitita para Santa Cruz y me
averiguas cómo se llama el jefe de este batallón que ha venido a jorobarnos la paciencia!…
¡Rápido!... ¡Y si hay más tropa de refresco!
Los soldados miraban con angustia la irreductible eminencia, cuya llanura situada a sus
pies era batida incansablemente por los guerrilleros y servía de tumba, hasta ese momento, a más
de cien números de tropa.
Se oían ya poco más distanciados, pero aún recios los tamborileos de las ametralladoras
y disparos aislados de fusil.
De pronto, silencio profundo medió en la batalla. Algo distante se oyó la voz ronca y
pujante del valeroso Valdeiglesias, atronar el espacio, llamando la atención de su corneta de
órdenes:
- ¡Isidroooooo!...
¡Isidrooooooooooooo! Contestóle el eco reflejando su potente voz en las laderas de la
colina changasirqueña.
- ¡A la bayoneeeetaaaaaaa!
¡Bayoneeetaaaaaaaaaaaaa! Fundiéronse las últimas ondas reflejas del eco de aquellas
palabras con los disparos de los guerrilleros que sembraron la muerte en la primera oleada de
asaltantes, inclusive oficiales, que corrían a tomar los atrincheramientos con la bayoneta calada.
Los últimos en llegar al filo de las excavaciones fueron cayendo unos tras otros, mordidos por el
plomo de los insurgentes.
Coronel Samuel del Alcázar, estratega de la revolución.
- ¡No ceder ni un ápice de terreno!... ¡Ni una pulgada, ni una pulgada al cachaco! -.
Vociferaba Benel con la cara enrojecida y la brillante cabeza calva, recorriendo las trincheras
donde se batían como bravas sus guerrillas, como si aquel grito tratara de mellar el filo de las
bayonetas.
Los soldados, de rostro juvenil, valerosos, inaccesibles al miedo, avanzaban bajo el fuego
cruzado de propios y enemigos. Oíanse gritos salvajes, tiros, explosión de granadas, fuertes
pisadas de decenas de soldados, y veíanse sangre y muertos desparramados en la llanura; los
árboles caían tronchados o temblaban por efecto de las explosiones, como si todo esto fuera el
triste presagio del enorme desastre de los del gobierno.
Los hombres de Benel respiraban ruidosamente. Las mujeres agitaban con desesperación
los brazos reclamando munición. Los sublevados continuaban silenciando, con su endiablada
puntería, una a una las dotaciones de las ametralladoras.
Trotaba el caudillo en su Tragaleguas, caballo negro frontino, recorriendo los
atrincheramientos y repartiendo lo único que queda de munición por partes iguales a sus
combatientes. Los benelistas tenían hasta el instante once bajas. Un disparo mató al equino
preferido de Benel en el campo de batalla.
- ¡Ay ay ay! ¡Me tiraron el caballo estos malditos! -. Con pena y con rabia farfulló el
viejo y continuó, llamando a uno de sus guerrilleros: - ¡Cholo Silva!... ¡José Silva!... ¡Vete a
traerme el caballo Rayo, ese que me regalaron los Aspíllagas!... ¡Prontito, cholo! -, continuó
echando lumbre por los ojos.
Tornó a cabalgar en el alazán y seguía infundiéndoles ánimo a sus combatientes. Los
disparos continúan iguales. Sucedió que uno de ellos destrozó los binóculos de Benel cuando
oteaba el campo de batalla, haciéndolos volar hechos añicos e hiriendo a Benel en el dorso de la
mano.
- ¡Ah, caray! ... ¡Estos cabezas huecas, primero me matan el caballo, y antes de liquidarme
a mí, me quieren dejar ciego!... ¡Qué tales cosas! ¿¡Habráse visto ocurrencia igual!? -. Benel
chorreando sangre de la mano orinó sobre su herida y la dio por curada.
A pesar del valor de grupos aislados, el batallón completamente diezmado, no tenía
condiciones para seguir combatiendo con éxito. Unos tras otros eran rechazados los terribles
embates del ejército. Los guerrilleros castigaban ferozmente las raleadas filas de Valdeiglesias,
las que no pudieron — con toda pujanza y el valor de su comandante — quebrar la resistencia de
los sublevados menos rebasar sus líneas, pues, éstos permanecieron hasta el último en sus
posiciones.
Casi al mismo instante divisaron los guerrilleros aparecer por el flanco una nube de polvo,
y tras ella, un nuevo grupo de asaltantes. Las mujeres se batían bizarramente.
- ¡Firmes, firmes! ... ¡Pararse bien! -. Oyóse decir al comandante con todas las fuerzas de
sus pulmones. El corneta continuaba sus toques sin detenerse un solo instante, mientras los
soldados se volvían a plantar cerca de las líneas de los rebeldes.
Abriendo los brazos, pero empuñando el fusil caían por tierra acribillados. Valdeiglesias,
convencido de que cualquier nuevo asalto era un suicidio, en el momento de mayor tensión para
Benel, ordenó el repliegue de los poquísimos efectivos que aún le restaban, y batidos se retiraron
a las siete de la noche, al campo samanino quedó tapizado de muertos gubernamentales que
lucharon con instintiva disciplina, lealtad inalterable y mortal heroísmo.
Al oscurecer se dejaron oír cánticos andinos en los atrincheramientos de Benel. Treinta
calabazos eran provistos de su ración de cal. Los combatientes, vencedores en la jornada,
empezaban sudorosos, a escoger los palitos y semillas entre un puñado de hojas de coca.
- ¡A eso se llama pelear! Con regusto pronunciaba el viejo Benel las palabras, como
saboreándolas y sonriendo, a la vez que hacía un guiño con el ojo a sus hijas en la luz de un faro
. - ¡Estas sí que son mozas guapas!... ¡Se han portado como debe portarse un Benel!
Los guerrilleros miraron a las muchachas aprobatoriamente. César Asenjo, capitán de
guerrillas, de andares leoninos, se abrió paso entre ellos y abrazó a las Benel. Tenían las faldas
desgarradas, las blusas llenas de tierra, las caras tiznadas, y Lucila, el sombrero atravesado por
dos proyectiles. Durante algunos instantes pusieron las cabezas sobre el pecho de su padre, quién
las acariciaba orgulloso.
- Papá -. Preguntó Segundo, cuando se dirigían ya después del combate a las chozas donde
habitaban . - ¿Cuántas bajas hemos tenido nosotros?-. Parece que, por parte de ellos, no ha
quedado un solo número para llevar la noticia de su derrota.
El corazón de los combatientes latió con violencia, y el caudillo Benel enumeró sombrío.
-Total, dieciocho muertos: el Marcial Flores, el Matías Meléndez, el José Silva, el
Conrado Campos, el Agapito Requejo, el Santos Mondragón, el Agustín Vásquez, el Juan
Requejo, la Rosita Huamán con doce años de edad, el Martín Vásquez, el Manuel Torres, el
Ezequiel Guevara, el Miqueas Fernández, el Edmundo Gómez, el Eladio Mejía, y tres más que
tienen los rostros desfigurados por las esquirlas de las granadas. Ya los voy a mandar traer para
hacerles su funeral en regla y como se merecen los bravos. Los enterraremos a la media noche.
Hizo entender, luego, a sus oyentes, que tan valerosos eran todos los muertos — civiles
y soldados — que yacían en los campos de La Samana como los supérstites que allí combatieron.
Hubo ternura en sus palabras, y cerca de las ocho, los guerrilleros bajo una densa bruma se
retiraron cantando muy triste, pero en plan de vencedores.
Los muertos de la tropa fueron sepultados en los apartados campos de La Samana. Los
oficiales, se afirma, lo fueron en el cementerio de Santa Cruz al día siguiente.
Divididos en grupos y temerosos de encontrarse con los sublevados, los gubernamentales
se encaminaron a la costa.
Los Vargas Romero, benelistas al mando de Misael Vargas, con cuarenta hombres
resguardaba las alturas de La Esperanza, por la zona de Chaquil; más propiamente, estaban
apostados en los altos del marco de la muda cordillera Condorsamana.
Y no atacaron a Valdeiglesias por retaguardia, conforme habían planeado con Benel,
porque con los datos que obtuvo de sus espías, creyó que todo el acompañamiento del caudillo
había perecido en el combate feral con las tropas.
EL EXODO
Benel, aliviado, porque no le restaban municiones, cargando con toda su familia, sesenta
guerrilleros fidelísimos y más de doscientas personas entre mujeres de los combatientes, sus hijos
e hijas, así como las viudas de los caídos, se encaminaron a La Esperanza en jacas o hacaneos y
en borricos duros y sobrios. Atravesaron la cordillera de Huambos, tocaron en Mamabamba,
Callayuc y se internaron por las montañas y bosques de Silugán.
Cuatro días emplearon en esta penosa jornada. Cuatro días con cortos descansos parecidos
a los rezos, en que seis decenas de guerrilleros con sus familias, caminaban por los recovecos
roquizos, por desfiladeros, rompiendo las malezas, por entre las piedras; marchaban con su
caudillo en línea recta, estrechándose contra los peñones, haciendo desechos, ebrios de lucha y de
camino.
Se escucharon dos disparos en la retaguardia. Unos cuantos guerrilleros se separaron del
grupo a la velocidad del relámpago e hicieron aprestos para la defensa; a lo lejos se oía el débil
mugido de unas vacas.
El viejo Benel sonrió satisfecho. Probaba el valor combativo de sus soldados; pues, había
destacado a uno de ellos para disparar, y saber si estaban alertas o con las armas prontas.
Los caballejos en que montaban las mujeres de los guerrilleros relinchaban agudamente.
Con gran bullicio corrían los cánidos de los alzados ladrando y saltando de alegría; y salvo un
pequeño tiroteo con los de la banda gobiernista de Manuel Alarcón, en Chabarbamba, no hubo
mayores contratiempos en el éxodo.
BENEL SALE A LA COSTA
LA MARCHA A NIEPOS
Benel en Silugán acostumbraba enviar patrullas de reconocimiento a fin de que
observaran el terreno en el que había posibilidad de acción. Allí vivió cerca de un año con relativa
tranquilidad.
Los sublevados colgaron sus fusiles y dedicáronse a labrar la tierra en busca de sus frutos.
Se estaban ya pegando a ella. Sin embargo, recibieron de Benavides diez o veinte mil tiros calibre
44, máuser, 30-30 y otras, amén de la esperanza de que hoy, mañana o pasado se sublevarían las
guarniciones del norte.
Y aconteció después de esto, es decir, que encontrándose Benel en Silugán, recibió
pliegos de Hermenegildo Ruiz con carta de Benavides, en la que este militar instaba a Benel “que
prosiguiese en estado de armas”, pues, era cuestión de horas, el levantamiento de varias
dotaciones de tropas adictas en el norte y en el sur; y que habían salido del Ecuador, para unirse
al hacendado en armas, los coroneles Ramos, Beingolea y Teobaldo González, quienes tomarían
el comando de las tropas revolucionarias, y asimismo que emprendiese marcha hacia Chiclayo
con carácter de urgencia.
-Vale la pena el sacrificio-, dijo el viejo Benel levantando la cara, después de leer el
documento.
Al instante despachó chasquis, organizó sus huestes, y un buen día de marzo, el once para
ser precisos, del veinticinco, abandona Silugán acompañado de sus hijos, capitanes
revolucionarios Eloy y Andrés, Anatolio Rodríguez y los hermanos Barón, seguidos de veinte
lanchinos.
Y conocemos que toda esta gente no tenía otro fin que pelear, y veremos más adelante
como los de Lanches pleitearon solos hasta mil novecientos veintisiete.
COCHABAMBA
- ¡Eleodoro Benel! -. Exclamaron los soldados, boquiabiertos unos y despavoridos otros
por la sorpresa, en el poblado vallino de Cochabamba, cuando vieron que el rebelde seguido de
veinticinco guerrilleros cholos incluyendo sus capitanes, se alejaba por la cuesta gris amarillácea
y pedregosa.
- ¡Benel!
- ¡Es Benel, qué jodido!
- ¡Puta madre, el mismo viejo diablo!
- ¿Benel, qué va hombre? ¡No puede ser!
- ¡Sí, es Benel! Exclamaron estupefactos los soldados y gentes del pueblo.
- Benel mismito... Cómo que le he visto con mis ojos pasar al trote con sus bandidos...
Con veinticinco hombres, cuando menos... Ya está subiendo la cuesta ¡Miren, por allá trepa!
¡Qué laya de viejo, por Dios! ¡A esa sí que llamo hombría, qué duda cabe!
Muchos soldados lanzaron estas y otras bravatas sin pasar de allí.
El caudillo ascendía vertiginoso la empinada cuesta con dirección a La Samana. El jefe
de la guarnición, mudo, frío e inmóvil por la sorpresa no atinó a dar siquiera una orden. Se oían
ya lejos el ruido de las pezuñas de los caballazos en los que montan algunos guerrilleros y que los
habían arrebatado a la tropa en dos tropiezos.
El “Niño”, perro de los rebeldes de pelaje color del fuego y pequeñas manchas negruzcas,
corpulento y fiero, como buen perro de gente montaraz, ladraba amenazador, deteniéndose aquí
y allá, en todos los montículos, ganando siempre altura y fijando sus miradas en el pequeño
poblado que iba retirándose a medida que los combatientes trepaban a la cumbre. .
Ceñidas sus cananas a la cintura, caminaban rezagados del grupo, dos guerrilleros
pendientes del hombro los máuseres, uno de ellos cargando su retoño que recién había aprendido
andar, y que venía a entregar para su cuidado, a los familiares de la esposa muerta, mientras él
siguiese combatiendo.
Pensativos y silenciosos, cruzaban ya el puente de Cochabamba, cuando fueron
interceptados por dos números de la guarnición del pueblo, donde fungía de comisario,
“Sarapico”, exteniente de rebeldes y ahora a lado de las tropas gubernamentales.
- El sol abrasador de la playa caía en llamaradas que sofocan incesantes.
-Vete, tú, adelante con tu hijo, hermano... Yo me entiendo con este par de cachaquitos.
Hoy día hago un revoltijo con ellos.
- ¡Alto! -. Incorporándose, gritaron los soldados.
Con voz clara y recia, sin pizca de vanidad, el guerrillero de anchos hombros, contestó
sin alterarse: -
- ¡Gente de Benel, qué hay!
Los troperos andaban desarmados, desabrochadas sus guerreras, un tanto chispos, y uno
de ellos se abanicaba, kepí a la mano. La negra boca del máuser se abrió torva delante de los
números de la tropa.
- Pasa tú, primero... Camina, camina breve-. Con un ademán de cabeza indicó a su
compañero que tenía ya a su cachorro asido de la manecita y el fusil en bandolera. Alto, rubicundo,
pecoso, raleada la barba y con el poncho enrollado y cruzado por el pecho, lleva también a las
espaldas el remoquete de Plátano Mosqueado.
- ¡Tan estorbando aquí! ¡¿No?!... ¡Abrirse, antes que desaparezcan!
Golpes nutridos con la punta del cañón y tempestad de culatazos soportaron los soldados
al ser arremetidos por el guerrillero Faustino Soberón. Uno de ellos rodó hasta el río, mientras el
otro quedaba tendido en el puente, golpeado y maltrecho. El benelista y su perro Blanco, de suave
pelambre y ascendencia desconocida, mantuvieron a raya al vencido, amagándolo con el fusil y
feroces tarascadas.
A campo traviesa marcharon los rezagados, por entre naranjos y frutales y, a la altura de
Sogos, se reunieron con el resto de las fuerzas sublevadas.
No cerraba mucho todavía la oscuridad de la Sierra cuando los rebeldes culminaron las
últimas agresividades del Ande, bronco, amenazante y bravío. Al amparo de sus fusiles y cuando
todo estaba, sumido en la oscuridad dormitaron protegidos entre los peñascales cercanos al
villorrio de Andabamba.
Aún hasta esa madrugada, los lugareños que divisaron los guerrilleros poco más abajo del
puente, continuaban arreando, provistos de ramazones, por entre dos paredes de chungos,
champas y chamizas, los pejerreyes y las lisas, que iban derecho a desembocar en el cono de un
garlito tejido de carrizos.
CASORIO Y EXPOLIACION
Fortunato Alvarado se encontraba en vísperas de contraer enlace con la chiclayana
Vinces, que ocioseaba en el villorrio de Andabamba, buscando aires que, por lo menos, atenuaran
su constante expectoración, su remiso estado febril y la palidez de su demacrada faz. Hizo correr
bando, el tal Alvarado, comisario de esos pagos, en el sentido de que todos los pobladores, sin
excepción, contribuyeran de grado o fuerza a la celebración de la boda con gallinas, cuyes,
carneros, chivos, huevos, leche, papas, quesos, cuajadas, etc., etc. — espectacular arrebatiña de
artículos — que debían entregar al desalmado Rosendo Mondragón, compadre del comisario, y
que capitaneaba una comisión de bandidos encargados del recojo.
Benel, entre gallos y medianoche resultó apoderándose del poblacho por segunda vez, y
esa misma madrugada impartió órdenes precisas para prender a todos los expoliadores. Pero
sucedió que no faltando quien les avisara de la presencia del rebelde y sus guerrilleros, aquellos
dijeron “pies para os queremos” y se ahuyentaron. En la persecución de los fugitivos fueron
muertos dos sujetos.
En La Samana, Fidel Vásquez, mayordomo nombrado por Alvarado, en una barraca
impartía las últimas disposiciones a la comisión de foragidos que llevarían el cargamento de
choclos, papas, chiuches y zapallos para el matrimonio. Los benelistas llegaron marchando
silenciosamente en fila india, y llenos de estupefacción al principio, al ver como disponían de lo
ajeno como propio, miraron las recuas listas para partir, dieron una vuelta cautelosa en torno a lo
que fue la casa hacienda y luego corrieron dentro de las ruinas con el ojo alerta y las armas prontas.
- ¡Hola, Fidel Vásquez, cholo matrero, jefe de la podredumbre y de la corrupción! dijo el
caudillo. - ¡Bien podrás mandar en tu guarida, cholo marrajo! ¡Has soñado con medrar a mis
costillas! ¡¿No?!... ¡Por ahora, contéstame con demostrar fortaleza y serenidad! -. Luego de esta
prelusión se oyeron ruido y vocerío de los guerrilleros, los que supieron ejecutar las órdenes de
su jefe. Fidel Vásquez fue acribillado por las balas. Diez tiros en el pecho, y le dejaron en paz.
Finalizado el drama, el rebelde ordenó: - ¡Sepúltenlo en el acto, en menos de cinco minutos! ¡Los
de su calaña se pudren rápidamente! -. Luego los benelistas voltearon el villorrio.
EL MAYOR FLORES SALE AL ENCUENTRO
Pánico produjo en Santa Cruz la noticia de que Benel y veinticinco hombres se encontraba
nuevamente en La Samana. El comando de la guarnición del pueblo ordenó la salida de cien
infantes a órdenes del mayor Gerardo Flores. Al mayor Flores, más conocido como “Huachano”,
por ser oriundo del puerto de Huacho, se le agregaron, como siempre, Juan y Noé Aguinaga, el
archifamoso Pedro Zuloeta, las gentes de los Chinos, y los bandidos de Uticyacu, inseparables de
las tropas.
Los espías de Benel desparramados en toda la región avisaron al caudillo la partida de
fuerzas gubernamentales con el objeto de combatirlo, y es entonces cuando él se dirige a la
hacienda La Lúcuma,
Cincuenta bandoleros comandados por Vidal Avellaneda y su hijo Moisés, por órdenes
de los jefes de la guarnición de Santa Cruz, salen decididos a cerrar el paso y acabar con Benel.
Nutrido tiroteo se inicia entre los benelistas y los bandoleros de Polulo. Rodilla en tierra,
firmes o cambiando de abrigo en los setos, entre las piedras y en las acequias o zanjones avanzan
resueltos los benelistas hacia el emplazamiento de los enemigos, apostados en los huecos de las
laderas.
Repentinamente Benel, dirigiéndose a un cholo grueso, ojos cafés, cargado de espaldas,
cuellicorto, manos cuadradas, muy seguro de sí, combatiente de sus filas, le gritó:
- ¡Párate, cholo Chuquimango. Párate como macho!
El plomo bandolero levantó nubes de polvo alrededor del benelista. Sin esperar medio
segundo más, éste apuntó su fusil y disparó gritando:
- ¡Ahí va uno, patrón! ¡El cabecilla!
El Moisés Avellaneda, bravo capitán de bandidos, rodó por el suelo arrastrando su fémur
dividido y hecho astillas, ayayeando lastimeramente. Las certeras balas de los lanchinos dieron
inmediata cuenta de otros tres bandidos, y el resto huía precipitadamente mordiendo el polvo de
la derrota.
Benel, se encontró de pronto en el camino libre. Montaron a caballo los de a caballo, y
siguieron a pie los infantes rebeldes, y enrumbaron por los pajonales de Quilcate. Durante el
crepúsculo acamparon en las cuevas de Garay, galerías naturales que tienen la entrada bajo la
eficiente protección del ichu y están provistas de respiraderos de muy fácil defensa.
Al abrigo del viento que remolinea en la puna chillando contra las fauces de las galerías,
dos de los guerrilleros se apresuran a tender sus ponchos doblados de a dos, mientras el resto de
benelistas con su caudillo a la cabeza, sentándose en el frío suelo se disponían alrededor de la
improvisada mesa. Papas coloradas, presas de cuy, carne mechada abundante, cuajadas frescas de
La Samana, frangollo y una montaña de cancha aplacan el hambre de los guerreros caminantes.
Ya con las fuerzas renovadas empiezan a conversar y los recuerdos fluyen.
- ¿Te acuerdas de Yanayacu?
-Ya no mucho... Pero, ah, maldito cholo ese tal Venshe Flores... ¡Era un verdadero
maldiciao... Mucho, mucho lo perseguía al patrón. ¡Hasta de noche, el bandido!... Pero, quienes
y quienes tamién pue se jueron a pegarles a esos malvaos: ño César Asenjo, el cholo Neptalí
Roncal y ño Antoño Barrantes ¡Semejantes hombrazos!
Disqué los vecinos de Yauyucán vinieron a llórale y suplicale al patrón Eleodoro pa que
los ampare disque de los abusos de semejantes bandidos. Les tumbaba sus casitas, les prendía
candela a las chozas, les arrasaba sus sembraos y los mataba a los pobres pa quedarse con sus
tierritas y hacer más grande la chacra del... ¡Qué barbaridá!
Y entón, el patrón les dijo a los Yauyucán, tal día toy poray con mi gente, y ese día se
jué... Pa que te cuento, cholo.
Le oíamos claritito en la peleya cuando aullaba... ¡Bala, bala mierdas! ¡¿No ven cómo nos
ataca la puta de Benel?!
Y lo jueron rodeando al Venshe Flores y a sus malvaos. Cuando reparó parriba, parao en
una piedra grande lo tarifó a su hermanito del Arturo Coronel, el cholito Campos... Este cholito
tendría pue sus diecisiete añitos, cuando más; y le dijo: ¿Tú quién eres? Y el cholito le respondió:
¡Soy tu compañero! Dejuro que no lo reconoció y cuando se volteyó confíao a seguir echando
bala, el cholo chico de un solo tiro lo dejó en el sitio... Así murió el Venshe ¿Tú lo has conocido?
- Preguntó el guerrillero del cuento al que estaba a su derecha y éste le respondió: -Dejuro. Me
parece que lo estuviera viendo... Era chiquito, fiero, feyazo, mostroso, pelao de barba, indio cholo
emponchao y andaba como un castillo, es decir tenía puñal, machete, pistola y carabina, y era
malazo.
El interior de la cueva olía a humedad y a tabaco. La conversación iba decreciendo ya y
empezaron los guerrilleros a descabezar un sueño arrullados por el prolongado y lejano ladrido
de un pastorcillo cordillerano que se confabula con las tinieblas que llenan la cueva. Se
arrebujaron en sus costillas, acomodando sus osamentas unos junto a otros para así abrigarse
mutuamente.
El mayor Flores seguía al rebelde por detrás y a gran distancia.
En los bosques de La Lúcuma friolentes y umbríos, donde grandes mechones de bejucos
aprisionan toda suerte de árboles de queñoal, propios de la zona situada entre los 3,500 y 4,500
metros, encontrábanse sentados, chacchando su coca y escuchándose mutuamente sus relatos,
diez cholos benelistas, que sabedo es que su patrón proseguía en estado de armas y batallando por
esos pagos, querían incorporarse a sus filas. Fue cuando escucharon ruido de disparos por las
cercanías.
- Estos maldiciaos se van en su tras del patrón, seguro.
- Es decir, pensarán irse, porque de aquí no pasan.
- Hay que atajarlos, dejuro.
- Y diay… Golpe con estos soldaos... ¡Vientre en tierra y cuidarse que los arañe el plomo!
-, dijo el que parecía el jefe.
A poco rato empeñóse la refriega que duró pocos minutos. Los despojos de un sargento
y dos troperos tendidos entre los queñoales. El mayor Flores, desistió de la persecución, y sólo se
dirigió a la hacienda Quilcate, donde hizo sepultar sus bajas y curar sus heridos.
NIEPOS
Al atardecer del día tercero de caminata, Benel penetró a la localidad de Niepos.
El pueblo recibe a la ruidosa cabalgata y a las gentes de a pie con gran júbilo. Benel,
caballero en bellísimo corcel tropero atraviesa las calles, rienda a la derecha y a la cintura la
izquierda, su carabina Savage colgada al basto trasero de la montura. Allí encuentra gentes prestas
a pelear por la causa. Clemente Mendoza, sus hermanos, Guillermo Díaz, el cura Portal y algunos
otros ciudadanos principales. Juntóse pues mucha gente. Cuatro días permanecieron los benelistas
alojados en la casa del cura párroco. Benel aguardaba el propio que había despachado a Tumán,
a revientacaballos, para cerciorarse de la situación que le pintaba el general Benavides.
Grave descalabro moral constituyó para el rebelde las noticias que recibiera Con los ojos
que echaban chispas, estrujando violentamente los papeles que tenía en la mano y recorriendo la
sala del señor cura a grandes zancadas cavilaba, razonaba y sacaba conclusiones con mal
reprimida rabia. Fue enterado allí de que los militares que debían acompañarlo habíanse vuelto al
Ecuador, por encontrarse unos de ellos enfermo, después de haber traspuesto la frontera; que el
resto del Perú se hallaba tranquilo y que no había el pronunciamiento castrense del que le aludiera
Benavides.
Benel bostezó largamente y concluyó por dormirse pensando que solamente así aplacaría
la excitación.
- Es curioso masculló ya en definitivo plan de aburrimiento.
El caudillo enteramente desilusionado, pero, ya empezando a vislumbrar el increíble
hecho de sentirse defraudado, enrumbó a Chota, contando en sus filas sesenta guerrilleros que
ocuparon Churucancha. Y en el camino aún, Benel no podía afirmar a cabalidad que estuviese
equivocado, tal vez ofuscado, empero se le hacía difícil creer que los políticos limeños le habían
escogido solamente por que posee riquezas y era guapo.
Se dirige a Cutervo y prefiere vivaquear a media legua de la ciudad.
La guarnición escapa al enterarse de la presencia de Benel y sus bravos guerrilleros; a
pesar de este acontecimiento, se decide tomar el camino a Silugán. Quería vivir tranquilo con los
suyos, sin tener que soportar los azares de las continuas mudanzas. Allá, señaló parcelas a todos
sus hombres y familias y hubo acuerdo tácito en que éstos no pagasen nada por la tenencia de la
tierra, y él tampoco abonase suma alguna por concepto de jornales. Entonces los hombres labraron
sus tierras, gozaron de sus frutos, la amaron y la defendieron con el arma en la mano. Esto ya
representa un atisbo de el avance qué sobrevendría más tarde con respecto al problema de la tierra.
Y aconteció aquella noche que Benel oraba en Voz alta seguido de un bullicioso coro de
combatientes alrededor de una chisporroteante fogata. Levantaba el rostro hacia el cielo
tachonado de estrellas y pedía protección de todos sus enemigos:
- En Dios alabaré su palabra: en Jehová alabaré su palabra.
En Dios he confiado: no temeré lo que me haga el hombre.
Sobre mí, oh Dios, están tus votos. Te tributaré alabanzas. Porque has librado mi vida de
la muerte; y mis pies de caída. Para que ande delante de Dios, en la luz de los que viven.
¡Ten misericordia de mí, oh Dios, ten misericordia de mí; porque en tí he confiado mi
alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos! Amén.
Conforme a la orden del rebelde, los vigías y centinelas estaban en sus puestos. Mas, al
día siguiente, desde el alba empezaron a enfrentarse al duro camino, sin interrupciones ni
reproches, y jugueteando por los páramos y pajonales, por entre la tupida vegetación y los vallados
de abrojos, por entre las breñas y las aristas rocosas multiformes y fantásticas.
FLANQUEAMIENTO Y CERCO
Corría el año veinticinco.
Benel, precavido como era, hizo volar con cargas de dinamita los puentecillos de los
diversos senderos, había hecho obstruir los caminejos con grandes acopios de rocas, y tenía
informantes por los treintidos puntos cardinales.
Un batallón de infantería comandado por el mayor Mauricio Cervantes y un regimiento
de caballería que jefaturaba el comandante Hernán Delgado, penetraron a Cutervo en el mes de
junio con miras a atacar el refugio del revolucionario: la hacienda Silugán.
La fuerza siempre —quiera que no— ha inspirado respeto, además de un miedo instintivo.
Respeto y miedo que se hacían más tangibles cuando pasaban y pasaban centenas de soldados con
su equipo reglamentario en disciplinadas columnas, y avanzaban a paso redoblado o al paso de
camino, al son de músicas marciales o atronadores redobles de tambores. Golpeaban sin cesar sus
zapatazos los cantos o losas del pavimento de las calles de los pueblos andinos; o cuando las
pezuñas de acero de los corceles martillaban el piso, si era la caballería, dividiendo siempre
opiniones: loas y vítores, por un lado, y anatemas por otro de las gentes que se aglomeraban en
las veredas.
Cervantes y Delgado ordenaron al apresamiento de Mercedes Salazar, para que sirviese
como guía o baqueano entre los vericuetos, malpasos y veriles tortuosos de la ruta a Silugán.
Pero, el orgullo de Salazar no estaba vencido. Entre paso y paso en su tétrica prisión,
irónicamente reía ante los otros prisioneros; esperó al mozalbete que lo avituallaba, y con él hizo
decir a su hija que se pusiera en marcha a fin de avisar a Benel, que dos cuerpos de tropas se
preparaban para batirlo.
La muchacha, en silencio, embozada su pañolón azul con flecos, sin dudar un instante,
emprendió viaje; y la travesía la realizó en la noche y sin importarle un bledo. Sabía, además, que
ni siquiera se fijarían en ella. Pese a la helada, a la oscuridad y al viento no cejaba de caminar; se
guareció momentáneamente en un cobertizo de paja que encontró abandonado y reemprendió la
caminata. Al llegar al sitio donde Benel vivaqueaba, se sintió bastante aliviada. Benel comprobó
que había ojeras alrededor de sus bellos ojos, señales de una noche interminable y llena de
angustia. Aún la humedad impregnaba sus guedejas de cabellos colgantes.
- Gracias, chica. Muchas gracias. Saluda a tu padre y dile que los soldados se llevarán su
merecido... Ya tendrán noticias.
El aviso que recibiera Benel vino a sacudir la monotonía de su vida y a distraer en poco
su atención. A lado de él, un grueso guerrillero — Juan Roncal — masticaba el rizoma carnoso
de un helecho rico en fécula. Los milicianos armados en grupo rodeaban a Benel. Vociferaban,
hablaban a gritos, algunos echaban en sarta las maldiciones, y uno de ellos canturreaba sentado y
en voz baja. Con el sombrero en la mano, el viejo Benel recibió los informes de la muchacha.
Los gritos despertaron inconscientemente ciertas ideas olvidadas del caudillo. El viento
rizó las aguas del arroyuelo a cuya orilla se encontraban y agitó las hojas de los árboles.
En tanto, la infantería y la caballería marchaban penosamente, y juntas emprendieron la
ofensiva a lo largo del camino que conduce a Silugán. Demora tuvieron en el viaje por los
infernales caminos. Emplearon más de dos días para recorrer la distancia desde Cutervo hasta el
lugar donde Benel los sorprendió dándoles cruda guerra.
- ¡A ver... los Barón! ¡Con un destacamento de sus gentes, a cubrir el pasaje de Palo Solo
o Palo Quemado en la hacienda Cuchea!... ¡Cuarenta hombres decididos! -. Ordenó Benel
atusándose los bigotazos, hoy más crecidos que antes.
¡Tú, Juan Fernández Zuloeta! -, dirigiéndose a su yerno, - ¡Con cuarenta más, a detener a
toda costa, atajar como sea a los soldados, arriba en la fila de Salsipuedes!
¡Yo, con veinte hombres, iré por el centro de ustedes los dos jefes de los grupos!
Después de beber un jarro de agua, preparó su Savage y con la cabeza erguida y la actitud
valerosa arengó a sus guerrilleros:
- ¡Flanqueamiento y cerco!... ¡Gran movilidad, muchachos!... ¡No dar importancia a las
balas, cholos!... ¡Si le toca a uno, pues, que le toque! ¡Si los citan a pelear cuerpo a cuerpo! ...
¡Tanto mejor, saquen a relucir sus machetes, sus puñales y sus bayonetas! ... ¡Qué cada hombre
sea una fortaleza, que cada hombre sea un reducto! ... ¡Procedan según el mejor entender de cada
cuál, actúen con certero instinto y busquen la manera de quedar vivos!... ¡Eso sí, procuren pillarlos
en descuido a los soldados!... ¡Vamos, pues, adelante muchachos!
Los tres destacamentos de sublevados disemináronse por las montuosidades boscosas de
Cuchea, atravesando terrenos sombreados por penachos de filicíneas. Enfurecidos, saltando
cercas y vadeando quebradas ocuparon sus líneas en los lugares señalados por su comandante.
Allí esperaron en silencio muchas horas, cubiertos por las excrecencias del terreno, por el tupido
follaje de los árboles, por los montales menores, por las rocas, cuerpo en tierra, el seis de julio de
mil novecientos Veinticinco.
El plan de ataque de las guerrillas fue muy audaz. Tenía por objeto obligar a los soldados
a dividir la potencia de su fuego, y en ese entonces, Benel, conocía muchos de los secretos de
fortificación, de las trampas para la caballería y la distribución de fuerzas.
Las tropas habían emprendido la marcha al noroeste en pleno sol de julio, molestadas en
el trayecto por un polvo fastidioso; y cuando aparecieron en medio de los bosques del Palo
Quemado las primera patrullas exploradoras de la caballería, fueron atacadas súbitamente por los
fusileros rebeldes. Estos llenaron de insultos mordaces el aire: con sus barbudas caras apuntaban
cuidadosamente, y bien disimulados en el bosque, hacían rodar unos tras otros a los soldados. Los
proyectiles a veces se incrustaban en los gruesos troncos de los árboles. Los gubernamentales no
dejaban de mirar con angustia los montículos recubiertos de bosque, de entre los cuáles seguían
disparando imperturbables los guerrilleros, y señalándoles el sendero de la muerte.
Los jinetes desaparecían como tragados por la tierra. Y los Barón que habían empezado
la batalla, chillando por los móntales, llamaban la atención de las tropas para luego disparar
seguido sus fusiles sobre ellas; éstas, no obstante su disposición para la pelea, pusieron en
evidencia desde el principio el más profundo desorden en el combate.
Los cholos de Benel a más de aguerridos, conocedores del campo, atronaban el aire con
sus silbidos, su grita y sus detonaciones. No dejaron avanzar un solo paso a los jinetes, ni a los
infantes que mientras pugnaban por infiltrarse en uno de los flancos, eran atacados por otros
grupos de insurgentes por la retaguardia.
Era Florencio Paquirachín, un pequeño guerrillero que alternaba los sinsabores de las
batallas con el regusto que le proporcionaba su afición a componer coplas.
Se encargaba de conducir, asido de la manita, a un vástago de Benel, niño aún, llamado
Demetrio, en las postrimerías de la resistencia.
Gozaba entre los guerrilleros, de gran ascendiente; pues, además, de ser en medio de tanta
gente ruda, el guerrillero poeta, entonaba sus letras con músicas tristes que él se las ingeniaba
para componer, y era tirador de excepcional categoría.
De faz aguileña, y acentuaba sus facciones varoniles un cutis oscuro que había sido
tostado, más aún, por la lluvia, el viento y el sol. Sus ojos eran vivarachos y negros. Un ancho
cinturón le circundaba el talle y de él pendía una cartuchera de suela llena de proyectiles. Sobre
su impedimenta de guerra cargaba siempre y por doquiera su guitarra chiclayana.
Y por el atardecer, entre tanto el combate seguía, en un intervalo de calma, la suave voz
del guerrillero poeta —sentado en un atrincheramiento, congregado con otros camaradas de
combate, a la vez que limpiaba su fusil— rasgó el aire con un yaraví cuya letra y música llevaba
su firma:
Oiga usté señor soldado
¿De la guerra viene usté?
Sí, señora, de allí vengo,
¿Qué se le ofrece a usté?
***
¿No lo ha visto a mi marido
que a la guerra él se fue?
Sí, señora, de allí vengo,
¿Qué se le ofrece a usté?
***
Mi marido es Félix Blanco,
Félix Blanco Carbonel,
y en el centro de las armas
lleva el nombre de Benel.
***
Sí, señora, ya me acuerdo,
hace un mes lo sepulté;
y en su testamento dice,
que me case con usté.
***
No permita mi Dios Santo,
ni el dichoso San Andrés;
que una viuda como yo,
se case por segunda vez.
Y un velo de niebla muy baja, muy baja cubría casi todo el risco donde se ubican los
refugios, y soplaba de manera impertinente un viento forzudo.
Sonora carcajada y conato de lágrimas rubricaron el final del yaraví.
- Te oí cantar ¿Sabes, cholito Florencio?... Y deberás que ha gustado la letra de tu
versada... ¿Cómo la has titulado? -. Aparecióse bruscamente Eloy Benel y palmoteó en el hombro
al guerrillero.
-A la verdá, patrón, tuavía no le echao nombre... Primero, hay que desocuparnos deste
zipizape. Después será.
-Canta, cholo, canta... Quizá esto sea lo último que oigamos antes de reempezar el
combate.
Y el combate se reanudó.
El bosque volvió a resonar con el estruendo de las ametralladoras y volvía a caer
destrozada otra patrulla de caballería. Vanos se hacían los intentos de la oficialidad para poner
orden en las filas y obligar a los soldados a pelear en regla.
De cada árbol, de cada rama, de cada piedra, de cada montículo salían los disparos con
regularidad. El ala derecha del ejército comenzaba a vacilar y se replegó hacia el sur; a la vez que
el ala izquierda, por el continuo desmoronamiento de sus huestes, quedaba desguarnecida.
La batalla comenzó a las dos de la tarde y hasta las siete de la noche de aquella fecha, los
rebeldes habían tomado cuarenta caballos con sus flamantes aperos, sin contar los muertos y el
equipo capturado, inclusive decenas de fusiles y armas automáticas.
Ambos pasaron la noche en sus respectivas posiciones.
En la madrugada reanudóse la batalla. Los soldados quisieron sorprender, pero resultaron
nuevamente sorprendidos; y los rebeldes, además de contar con el triunfo asegurado recibieron
un refuerzo del destacamento del notario Fernández, que combatió flanqueando y dando otra vez
muestras de gran valentía.
Eleodoro Benel, apostrafando a los soldados, irrumpió bulliciosamente tratando de acabar
con la resistencia, y ellos, sin ceder en su porfía.
- ¡Más vale que se manden cambiar! -, tronaba el caudillo contra la tropa. - ¡Ni un minuto
de paz!... ¡Todos quedan advertidos... pena de muerte al que no cumpla las consignas! - les gritaba
a sus guerreros.
La violencia del tiroteo no decrecía un instante. Era cortado sólo por las órdenes secas de
los jefes en el lado de las tropas y por las exclamaciones cargadas de pólvora en el lado de los
sublevados.
Los soldados hacían grandes esfuerzos por salir de aquella cerca tempestuosa de fuego.
El viejo Benel pensó que muy pocos serían los que quedaban aun combatiendo. Los heridos
dejaban escuchar sus desgarradores ayayeos. Se veían soldados tendidos en el lugar de la batalla,
muchos ultimados a culatazos y puntapiés por los insurgentes.
Los proyectiles rebotaban levantando polvo alrededor de los gubernamentales. El teniente
Pedro Quijano, de la caballería, incorporábase un poco en los estribos gritando voces de aliento,
y vio a su alrededor los cuerpos inmóviles de varios subalternos; un poco más lejos se encontraban
muchos fusiles desparramados. El traqueteo de la metralla avasalló el bronco rumor del combate;
los fusilazos forcejeaban para dejarse escuchar cuando cacareaban las ametralladoras.
El oficial sintió morder el plomo rebelde la cara anterior de su tibia. Los proyectiles de
los sublevados batían constantemente el espacio de terreno descubierto en que aquél fuera herido.
Probó mover su pierna y sintió un agudo dolor. Notaba cómo aún sobre la granadera le fluía la
sangre caliente. Desde aquel día quedaba invalidado.
Los grupos de retaguardia empujados por el avance arrollador de los guerrilleros,
empezaron a reconocerse perdidos y a emprender la retirada como podían.
Hasta las tres de la tardé del día siguiente en que terminó el combate, los sublevados
habían arrebatado otros treinta caballos, todo un tren de pertrechos y eran cadáveres más de
doscientos soldados de línea, infantes y jinetes, sin contar los que quedaron prisioneros, a los
cuales Benel los hizo trabajar duro en sus sembríos y los licenció cuando creía más conveniente.
Los soldados durante el combate no tuvieron posibilidades ni de comer, ni de dormir. Los rebeldes
perdieron dieciseis hombres. Los rezagos de aquellas fuerzas, con el capitán Silvestre Acevedo a
su mando, se abrieron paso por el valle y llegaron a Cutervo, acosados por las guerrillas que les
hostigaron continuamente, en completa derrota y extenuados.
Demacrados, hambrientos y desorientados —unido al agotamiento físico el desplome de
su moral— vagabundeaban por las alturas de Cuchea seis soldados ya sin ganas de batallar. El
Juan Roncal, forzudo y grandote como un titán, mestizo con musculatura de acero, por lo que se
le apodaba “El Toro”, a una señal del comandante Benel, se encargó de despojarlos de sus fusiles
y de una ametralladora que portaban.
-A ver, Juan Toro... Te vas a encargar de juguetear con estos cachaquitos. Pobrecicos, ya
no pueden ni lamberse... ¿O quieres llevarlos a Lambayeque?
Conducirlos a Lambayeque, equivalía, en buen romance, a despenar a los soldados.
-Muy lejazos, patrón. Déjemelos de mi cuenta nomá... Yo sabré que hacer con ellos... Y
mire, lo mejor de hoy: esta tartamuda-, dijo examinando la ametralladora. .
Cuentan que los hizo batir barro por algunos días y luego los licenció, estando en Silugán.
A otros prisioneros los usaba para que le enseñen el manejo de los ZB 30 a del material Hotchiss;
cuentan que los unció para hacerlos trabajar por menos un día, en los terrenos laborables del
fundo, y luego enviarlos a sus lejanas tierras.
Los guerrilleros pensaron en la captura de Cutervo ya que habían vencido a dos cuerpos
de ejército, pero se desilusionaron un tanto cuando Benel los hizo retirarse a la hacienda Silugán.
Grave error táctico, —se sostenía por aquellos tiempos— cometió el caudillo, no muy ducho en
el arte de la guerra, desventaja que suplía con su valor a toda prueba y la fidelidad y valentía de
sus combatientes.
En la plaza fuerte de Cutervo, los oficiales del ejército ya estaban convencidos que la
lucha no era contra un bandolero. Batallaban, y de esto estaban seguros, contra un caudillo
revolucionario, que jefaturaba una causa justa. Pero, hete aquí, que empezaron los cambios de
colocación intempestivos entre la oficialidad que estaba imbuida de este conocimiento.
Acamparon en una fértil vega a orillas del arroyo Supay. Pan mohoso y carne vieja fue el
almuerzo del día. Apiñados alrededor de una ringla de árboles corpulentos, sobre la tierra fresca
y limpia dormitaban, y fue allí cuando sintieron que la tierra empezó a temblar.
-He ahí la cólera de Dios afirmó Tadeo Vances.
- ¡Aplaca tu ira, Amito! -musitó un guerrillero zanquilargo crispando las manos.
Chirriaron gemebundos los gruesos troncos de árboles viejos, se sacudieron sus ramas,
las hojas se desprendieron, y entonces pareció como si todo el mundo se desintegrara.
Como si algún monstruo antediluviano, mitológico y protervo que morase en el seno de
la tierra, se desperezase somnoliento o roncara o rugiese, se oyó el ruido subterráneo.
Mudos, aprisionados bajo el miedo de las fuerzas sobrenaturales, balbuciendo rezos e
invocaciones escuchaban cómo los estertores terráqueos se iban alejando paulatinamente para dar
paso al caracoleo sibilante de un fortísimo ventarrón que barrió las hojas, los ponchos y morrales
de los guerrilleros, dejando ver los remiendos y parches de las chupas y pantalones. Lo vieron
lanzarse más allá de los campos de cultivo, girando veloz como una peonza. Y mucho más allá,
en el remanso del arroyo, se esbozan ondulaciones que terminan chasqueando su ósculo en los
graníticos zócalos que encajonan las aguas, y flota en el aire la fragancia de millares de flores
silvestres de vividos colores.
- Una bandada de garzas se destacó nítida sobre la diafanidad azul del cielo. Sosegado y
lento era el vuelo de las zancudas que se dirigen al poniente, hacia la costa, donde les esperan sus
nidos ancestrales, remotos y escondidos en algún paraje de rocas, playeros juncales o tal vez
dunas.
Los guerrilleros se volvieron hacia ellas, las contemplaron un instante en silencio, y en
seguida se oyó a uno de ellos dar muestras de su elocuente sabiduría campesina.
- Serena y tranquila ha quedao la campiña después del temblor y del violento rugir de la
turbonada... Ambas son obras de las inspiradas manos de Dios...
Su potencia tiene siempre de mucho y de grande... Él nos manda la tempesta así como la
bonanza, la hartura y la pobreza. Todo es de Él. La enramada que nos cobija, el afecto que nos
une y la esperanza del mañana... La salú, el trabajo y el sustento, la ayuda amistosa que nos
empriestan estos paisanos, todo es de Él…
Nustro hoy y nustro mañana está en sus manos; aunque tamién hay que saber que es nustro
inseparable compañero en la guerra y en la paz... Po la madrugada y po la noche es beneficioso
aplícale una buena plegaria... ¿Quién, pudiera tener la facultá maravillosa de podelo ver y pedile
de frente salú y cosas?... Dicen que es un ancianito apacible y bueno que sabe perdonar de todo.
- Onde quiera que váyamos, nos hallamos rodeaos de onde Él... A onde mío me gusta
aguaitar las estrellas manifestó muy serio el guerrillero zanquilargo.
- Nunca se me ha ocurrió escrutar en la profundidá, en la gran profundidá de las cosas
aseguró otro de nariz respingona y lunarejo.
-Así como dice ño Benito Delgao... Así nomá es pue-, dijo aquel otro de estatura
imponente jugueteando con el cerrojo de su rifle.
-Lo que es a onde mío me gusta el silencio... Quisiera hablar sólo de él explicó el más
joven del grupo.
En esto aparece Benel y les grita:
- ¡Basta de divagaciones, malos rezadores!... ¡En marcha, viejos farsantes!
La columna del mayor Jenaro Matos — el batallón de Colonización número 1 —
compuesta de más de trescientos hombres, abandonó Cajamarca, vivaqueó en Bambamarca, y
caminando a lo largo de la ruta llegó a Cutervo, distante unas veintiocho leguas de aquella, el
veintidós de julio del veinticinco. Dos cañones de montaña completaban el equipo de tal fuerza
que venía con dispersión para acabar aquella raza de héroes: Benel y sus guerrillas.
En Huambos, campeaba un destacamento de trasmisiones al mando del subteniente
López, que con el de Febres de Cochabamba, estaban en conexión con los jinetes del teniente
Llerena en Carhuaquero.
Las huestes de Benel en número creciente eran prácticamente dueñas de una gran parte
de la provincia de Cutervo.
En las agresividades de Callacate, saliendo de entre el follaje, bajo el brazo el sombrero,
un campesino no muy maduro, canoso, zanquilargo y acompañado de su hijo, inquiría a uno de
los vigías guerrilleros de La Samana, que sentado sobre un grueso tronco de sauce yacente a los
pies de un roquedal fantasmagórico, en alternancia, miraba al suelo y al cielo.
-Tardes, ñor - dijo esforzándose por conseguir serenarse, y luego sin esperar contestación
agregó - ¿Quién es el jefe aquí, señor? ¿Aquistá el señor Benel?
- ¿De qué se trata, mayorcito? Diga nomá con confianza. Nosotros los montoneros semo
su garantía.
El campesino dando un fuerte salivazo escupió su coca y alargando la mano farfulló: - Mi
nombre es Pedro Rimarachín, señor, y este chagnipao es mi hijo Acab... Queremos dentrar a
enrolarlos en esta montonera, señor. Sabemos manejar bien la carabina y conocemos tamién que
Benel es un valiente, y de juro queremos apuntalarlo en alguito... Nos han parlao adimás que
peleya por buena causa. Así es que aquí estamos, señor.
- ¿Y ustedes tienen armamento?
-Carabina de ninguna clase, señorcito... Pero eso no le hace. Eso das das lo conseguimo,
señor, y estamos dispuestos a todo.
-Güeno ¿I de onde son ustedes?
-Del lao allá del pueblo de Cutervo, amigo... Y contéstenos pue breve, señor.
Desengáñenos de una vez por todas ¿Qué nos responde usté?
- ¡Qué sin son tercos los paisanos!... Y bien, sepan que la vida es dura y la muerte violenta,
la comida escasa, y muy escasa, ni pellejos ni pullos pa dormire, y se expone el cuero a que las
balas o las bayonetas le abran ojales en el sitio menos pensao y en cualquier rato... ¡No
respondemos nada, por siacaso! Pero, si se porfían, es porque en deveras lo quieren.
-Tengo buenos papeles, amiguito. Y aquí están.
-La cosa cambia de aspecto - dijo el guerrillero empuñando el sobre, para luego gritar con
alegría: - ¡Adentro Jiménez! ¡Adentro y con dulce, hombrecito empecinado, compadre de mi
alma! ¡Y así son los hombres valientes! ¡Viva Cutervo!
-Y dejuro.
- ¡Este par de zancudos pelotillas no serán acaso espías? - Inquirió Asunción Vásquez,
capitán de guerrilleros, que apareció repentinamente ante el vigía de avanzada, con vendas en la
cabeza, chupando con furia un pucho, mientras sacudía los puños. Aquel le pasó el sobre y éste
lo enterró en el fondo de su bolsillo.
-Oiga, amigazo -, replicó el recién llegado campesino dándole palmaditas en el hombro-.
Nosotros, catay, que nos priesentamos por nustra pura voluntade. Naides nos exige, señor... Y pa
preba, le diremos a usté, que mos encontrao por los caminos a un tal mayor Matos, así lo dicen...
Anda porai a caballo adelante de sus gentes. Ha estao haciendo mucho tiempo ejercicios de tiro y
maniobras, y tamién ha requisao armas y caballos. Ansimismo lo mos reparao en el pueblo al 11
y al 1 de infantería. Dizque en Chota anda el 3 de caballería, dejuro. Y ese tal Matos está que dá
y dá bandos, dá y dá órdenes.
- ¿Mucha gente?
-Harto soldao.
- ¡Mucha, mucha gente?
- ¡Uffffff! ... ¡Por Nuestra Señora de la Asunción, que soldadería!... Y tamién traen dos
cañones flamantitos. desarmaos en las mulas. Bajan y suben por los cerros en filas interminables
como culebras.
- ¿Siiií, y por onde tarán?
-Como a legua y media tuavía. Y un poco más quiensabe... Nosotros mos venido escoteros
y enderezando camino.
Después de un embarazoso silencio, Rimarachín agregó contundente: - ¿Ahora me dá usté
mi armamento, amigazo? ¿Puedo dentrar de montonero?
- ¡Allí lo tiene, hombre! Hay que saber empléala bien nomá, compañero... Ya lo sabe.
-Mi hijo Acab puede servir en cualquier cosa aquí en la hueste. De preferencia en cosas
de cocinería, cuando haya lugar, zurcido y remiendo;
El campesino arrancó el fusil de las manos del guerrillero; éste se contentó con decir: -
Yo gestionaré otra pa onde mío.
El alzado Benel al saber la noticia y con el ánimo de disputar el terreno a los del gobierno
exclamó: - Cuentan que el general Belgrano dijo una vez: “Aun hay sol en las barbas y hay un
Dios que nos proteja”… Entonces vamos a darles guerra a los soldados.
Y de nuevo el campo de batalla.
Actuando de consuno Benel, los Vásquez, los Barón y Juan Fernández Zuloeta,
apresuráronse, como en anteriores ocasiones, a disponer sus efectivos, el quince de agosto de mil
novecientos veinticinco.
Los cubrenucas de las argelinas flameaban a lo lejos tal resplandecientes banderas en la
cerviz de los del gobierno.
Cuando en un raso se dejaron ver los jinetes —detrás los oficiales, delante los soldados—
marchando desordenadamente, en tropel, los guerrilleros juntos se pusieron a mirarlos desde sus
posiciones —igual que en Cuchea — calibrando sus armas. Tornaron a aparecer otros grupos y
otros más. Benel levantaba lentamente la mano y esperó que se acercaran aún más.
- ¡Fuego! - Ordenó secamente bajando ágil la mano.
El oficial sorprendido mandó con premura hacer alto a su tropa. Tras el griterío de los
soldados, cayeron cadáveres muchos de ellos. Los mulos que quedaron vivos, sin jinetes, salieron
corriendo espantados y relinchando. El sonido discordante de aquellos relinchos y bufidos de
mulos y caballos que se revolvían llenos de pánico ensordecían los oídos. La aparente cercanía
de diversos obstáculos hacía olvidar a otros soldados toda precaución, y con demasiada temeridad
y resolución avanzaban contra los guerrilleros hallando la muerte.
Avelino Vásquez enfilaba con el grupo de lanchinos por un terreno pantanoso para
flanquear con su destacamento a las tropas, obligando a parte de ellas, venir hacia el. Los esperó
a pie firme, parapetado tras las arboledas, disparando casi a bocajarro. Un zaino frente blanca con
su jinete, encabritóse rodando por el suelo y muriendo al instante.
Los mozos lanchinos, fornidos y tostados por el sol, seguían enviando descarga tras
descarga, mientras el destacamento militar huía apresuradamente.
Los hermanos Vásquez habían avanzado. Los militares volteaban a veces para disparar
sus armas a la carrera. Metidos los de Lanches por unos zanjones arcillosos rodearon a veinticinco
soldados que trataban de abrirse paso.
- ¡Ríndanse! -. Gritaba el Avelino con gesto fiero.
El jefe de aquellos soltó la rienda y en silencio se dejaba llevar por el caballo, los ojos
fijos en Avelino. El resto de soldados no se movieron ni respondieron nada.
- ¡Rendirse, carajo! -. Volvió a tronar el capitán de guerrilleros.
- ¡Estamos ya rendidos! -. Asustada chilló la voz de un soldado. - ¡Di lo que quieres que
hagamos!
- ¡Hacia allá! ... ¡Todos! -. Señaló con el dedo una cerca. -, ¡Pongan las armas en el
suelo!... ¡A naides le empacha tragarse a estos cachaquitos! ¡Aura verán!
Con semejantes enemigos, los soldados prisioneros perdieron toda posibilidad de salir
con vida del penoso trance en que se encontraban.
¡Po las buenas no se hace ñade! ¡A ver, a ver!... ¡Colocarse delante de esa pirca! ¡En fila!
... ¡Vamos! -. gritó incitado por la batalla y sintiendo el olor de sangre. Los soldados temblaron
ante la muerte... Se resistieron por eso a salir.
- ¡Vamos diuna vez! ¡En fila hey dicho!
- ¡Salvajes, bestias! Apuntó un soldado con sensación mezcla de terror e indignación. -
¿Qué van hacer con nosotros? - agregó. El número despojado de su kepí aparecía desencajado.
Cuatro más crispaban los dedos de las manos y a muchos les castañeteaban los dientes.
- ¿No es nada, no es nada, jijunas!... ¡Pararse sin miedo! -, carraspeaba el Avelino con la
cara sombría.
- ¡No, no es necesario que hagas esto! ¡Mucha ha sido tu osadía!... Podemos entendernos
de otra manera... Aguárdate un momentito hasta que venga el comandante Benel... El puede
salvarnos ¡Quizá él pueda arreglar esto!
- ¡Fuego de fila !
A una voz del capitán lanchino sonaron las descargas de los terribles guerrilleros de
Lanches. Los grupos de soldados que debían seguir a esta primera ejecución sufrían indescriptible
terror. Lloraban, clamaban y suplicaban arrodillados, pero es cosa sabida que los lanchinos eran
inmisericorde enemigos.
El conjunto de los veinticinco soldados — de cinco en cinco — iba poco a poco cayendo
vencido por las balas de los de Lanches. Las formas de sus cuerpos yacían entremezclados sobre
la yerba o los guijarros, descansaban para siempre bocabajo, de costado o de espaldas. Sus pechos,
espaldares o fornituras se veían destrozadas por los proyectiles y sus uniformes manchados de
sudor y de sangre.
Los rudos guerrilleros miraron el coposo bigote y la nariz aguileña del Avelino y callaron.
Sus cuerpo de campesinos exhalaban olor a tierra y a sangre, y les subía desde los pies hasta la
cabeza un odio inmensurable, térmico, roquizo...
En otros frentes, mientras el sol caldeaba implacablemente el campo de batalla, Benel y
su yerno no cejaban de apretar el gatillo de sus armas juntos con el grueso de milicianos, y sus
alaridos resbalaban por las anfractuosidades del terreno, y sus balas se clavaban en el corazón de
los soldados. Cien números del ejército quedaron desparramados en la acción de Callacate.
Los gubernamentales al huir, en un enredo incalificable, eran arrollados por las galgas
que cerraban todas las vías de su salvación. Y las galgas que dan muerte como el plomo ruedan
desde las cumbres del despeñadero. Enormes peñascos rolan rebotando por la pendiente, causando
más víctimas. Entre tanto, los disparos provenientes del lado opuesto, atravesaban el espacio
silbando por sobre las cabezas de los fugitivos y haciendo blanco en muchos de ellos.
Por escapar de las galgas y de los proyectiles de los alzados, iban rodando en cadena al
abismo. En la orilla abrupta, un montón de rocas desprendidas de los cerros obstruía el camino de
escape de las tropas. En la profundidad, en donde el río no tiene riberas, la blanca espuma de su
torrente se debate contra las aristas de verticales paredes rocallosas, como poseída de un ataque
de demencia.
El cojo Flores encaramado en los bloques de basalto que había hecho dinamitar. abierto
el compás de sus desiguales piernas —enorme, soberbio, monumental y feroz— apuntaba con el
cañón de su ametralladora; lleno de regocijo y mascullando maldiciones hacía rodar por parvadas
a los soldados. Su puntería era diabólica, y el miedo de los troperos se trocaba en pavor. En su
alma rebullió el ansia del desquite.
Dueño del camino, se acordó de la matanza de Lanches, y por eso, no dejo enemigo vivo
en toda la zona que abarca con la vista y domina con el arma... ¡No daba cuartel!
Al fondo del barranco, cortado y vertical, yacía el corneta de la tropa aún aferrado
fuertemente a su achatado clarín, aplastado por la muerte desesperada y brutal, el cráneo hecho
añicos y su cabello sumergido en la corriente marcando el compás de los golpes del agua.
No es posible reproducir tantos inútiles y trágicos esfuerzos para incorporarse de los
heridos graves de ambos bandos en contienda; ni el quejido constantes, creciente y el anheloso
respirar boqueante de seres humanos que sienten las agudas zarpas del dolor terebrante en sus
laceradas carnes; menos aquellos embrutecidos rostros de hombres que en trance de caer en la
inconsciencia, miran alelados, con ojos brillosos, sus extremidades descuajadas; tampoco las
heridas rezumantes de líquido escarlata; ni de los moribundos que, en fin, se revuelcan y se
contorsionan murmurando palabras ininteligibles, paralíticas y confusas olvidados del trozo de
plomo que se ha alojado en sus pulmones o el bayonetazo que ha perforado sus intestinos…
El cojo Flores se retiró sintiendo el alma igual que fiel de una balanza. La justicia la había
tomado con su propia mano... Súbitamente se enmudeció e1 ruido infernal de la batalla.
Los sublevados detuviéronse al borde del abismo y comenzaron a encender sus chuscos
que liaban a una sola mano con papelitos recortados de diarios viejos. Yantaron algo, regoldaron
y empezó a invadirles una modorra que presionaba los párpados de los ojos y les oscurecía
paulatinamente el entendimiento. Sucios de polvo y de sangre, optaron por quedarse
profundamente dormidos. Vagabundeaban algunos vencidos con los labios resecos y cubiertos de
tierra o de barro sanguinolento, con una desesperación más profundamente clavada que las balas.
La acción había durado cuatro larguísimas horas. Y se retiraron las reliquias de la tropa a
Cutervo. El batallón de Colonización había sido deshecho, y todo lo que no pudieron llevarse
quedó destruido.
Con el crepúsculo, el cielo se encendió con todos los matices del azul, naranja, púrpura y
violado; cerros ampulosos, crestas en oleadas y filudos breñales se recorran en el cielo flamígero.
- ¿Por qué has ejecutado de tan mala forma a esos pobres soldaditos, Avelino? ... No es
justo ni es legal como has obrado, hombre de Dios... Hay que batirlos en regla. Como mandan los
cánones... ¡De varón a varón! ¡De pecho a pecho!... Pero nunca así, hombre. Van a creer que
somos unos desalmados-. Habló Benel recriminando la ferocidad de Avelino-. Te aconsejo que
para lo venidero no te dejes llevar por la ira, Avelino Vásquez-, continuó. - Empleas refinamientos
orientales... ¡No, hombre! ¿A qué tanta barbarie? ¿A qué tanto encarnizamiento y ferocidad? -
finalizó el caudillo en un esfuerzo por devolver la serenidad al capitán de los lanchinos.
- ¡Ta bueno, buenazo! -, Con tonillo zumbón empezó el lanchino . - Hace nomá un ratito
que han dentrao al caserío de Callacate y lo han arrasao... Diay, sin qué ni a qué, han despenao a
treinta mujeres, mucho hombres viejos y ancianos que na han empuñao en toa su vida la carabina,
y que no pueden ni arar la tierra... Y tamién hartazos chagnipas, han quemao las viviendas, ¿y
nosotros no les vamo hacer ñade? ... ¿Gua, no hay lugar a la piedá?... Han hecho una matanza
triste, muy triste, que no les dá gloria ni menos resultados... Tá bueno, buenazo .. . ¡Gañote abajo
y bien muertos que se han quédao! ¡Les hey bebió la sangre pa que se acuerden otra vez!... ¡Y a
los otros prisioneros los voy a mutilar dedo por dedo, y a diario, hasta que vegay la muerte y borre
todos su padecimientos!
Vestido con una gruesa camisa de tocuyo rayadillo, metida entre el negro pantalón de dril,
sentóse pesadamente sobre una roca, con el poncho remangado y su máuser colocado entre las
rodillas; mientras, Benel escudriñaba con sus binóculos por todos los alrededores. Al poco rato
vio densa humareda en dirección al caserío, y silencioso ejecutó varios movimientos de cabeza
como desaprobando todo lo ocurrido.
Dr. Arturo Osores C.
Jefe de la Revolución
UN TRAGICO EMPATE
Alejandro Rivera apagó su lamparín, se frotó los fatigados ojos y razonó cuidadosamente
sobre las órdenes que acababa de recibir.
- Piensa que ello no traiga mayores consecuencias. Son elementos real y verdaderamente
inservibles que han escandalizado al país con sus fechorías —le dijo un enlace—, Es peor, el
Gobierno vería con agrado la desaparición de Benel, sus hijos o su yerno, por cualquier medio; o
mejor aún si desapareciesen todos juntos a la vez... Usted es la persona indicada. Sabremos
recompensar sus servicios y confiamos en su valiosa ayuda.
Esto había ordenado el subprefecto de Cutervo.
El notario Juan Fernández en el poblado de Callayuc, después de restregar el pucho de un
pitillo de los de mayto, únicos que disponía, empezó la redacción de una carta sobre él tablero de
la rústica mesa de saucecillo del cuartucho. Al revisar la escritura, que aún se encontraba
inconclusa, penetraba silenciosamente en la habitación un hombre pequeño, flacucho, de corva
nariz, y echóse sobre el notario hundiéndole el puñal en la espalda. La punta del arma se vio
aparecer por el pecho del escribiente. El rostro de Fernández adquirió una expresión de dolor y
desesperación al sentir el frío acero ¡calandrándole la carne.
Por su mente se le atravesaron céleres las imágenes de su esposa y sus retoños.
“Campeche” cayó con la inercia del moribundo. Con las manos tintas en sangre caliente, buscó
con apresuramiento en el cinturón. Musitaba Voces incoherentes por la agonía, pero apuntó con
decisión a su atacante que pretendía huir cobarde, y descargó con fiera maestría dos disparos que
atravesaron el corazón del que fugaba tratando de ganar la calleja.
En el quicio de la puerta, muerto quedó instantáneamente Alejandro Rivera, mientras el
notario duraba seis minutos aún. Estiró el brazo, dejó caer ruidosamente el revólver y dobló la
cabeza para siempre.
Era el distrito de Callayuc, igual que otros poblados miserables, un villorrio situado en
las laderas que caen hacia el valle de El Chotano, en el amplísimo arco que forma este río para
confluir con el Huancabamba. De clima caluroso, y un puñado casucas con alta techumbre de
bagazo las más y con tejado las menos, forman, si cabe la palabra, tres callejas llenas de baches y
una plazuela alfombrada de grama y polvo, con sus altibajos y sin calzadas.
Los bordes de los techos parecen tocarse de vereda a vereda, y se encuentra circundado
de lozanos cafetales. Hacia Cutervo viborea un camino retador y pendenciero, que se retuerce por
las vertientes andinas, ascendiendo y bajando, lleno de escalones; infernal y resbaladizo en
invierno, polvoriento y encalaminado en el estío. Es poblacho de gentes adineradas.
AL TRAIDOR POR LA ESPALDA
Tan pronto como llegó a descubrir la traición de uno de sus hombres: José Vásquez, Benel
miró con sus vivaces ojillos, le señaló con el dedo y al punto ordenó a ríos de sus guerreros que
parloteaban animadamente en la plaza de Callayuc.
- ¡A ver... Dos hombres, pronto!... ¡Por la espalda a este cholo veleta, zamarro, traidor!
¡Al muro de ejecución!
Los dos hombres ayudados por otros más tomaron del brazo a José Vásquez, lo
escupieron, lo estrujaron, le dieron puñadas y puntapiés, le remangaron el poncho, lo desarmaron
y colocaron por fin de cara a una pared del lado oeste.
Cuando el imponente Vásquez, idos ya los humos de la borrachera, entendió deberás lo
que harían con él, lloró de buena gana y trató de razonar... Todo fue ya inútil: tres balazos le
hicieron doblar las rodillas y abrir tamaña boca en un intento de no ahogarse con su propia sangre.
Había pretendido asesinar a su patrón.
EL ARMISTICIO
DESARME Y MATANZA DE BANDIDOS
Sentado en un banquito de magüey, en el patio de su casa de Silugán, encontraron a Benel
el mayor Cervantes —moreno y menudito— y el viejo clérigo cruceño Britaldo Orrego, de afilada
nariz, pigmentada la tez tal bandera bicolor, y los labios contraídos en un mohín singular.
Los familiares de Benel deambulaban silenciosos por los compartimentos de la casa
hacienda, mientras el cura despojábase el fino poncho de hilo con flecos coloreado de marrón a
listas blancas.
Por los alrededores y a lo largo del camino se veían huertos con limoneros, naranjales,
limas y otras frutas propias del temple; grandes pastizales para los ganados y cuadrículos de
terreno con sembríos de caña de azúcar.
Dando vueltas a los trapiches que mueven cuatro bueyes esclavos, un peón imberbe,
palúdico y larguirucho azuzábalos de rato en rato, haciendo girar entre sus manos melosas un
latiguillo de mimbre. Colgada en una estaca se divisa una carabina Savage. Displicentemente
camina de un extremo a otro de una larga varilla incrustada en la pared, a la derecha de donde
cuelga la carabina, una vieja lora qué no se le ocurría gritar las veinticuatro horas del día sino sólo
lo que había oído decir en lós largos y turbulentos años de las guerras de Benel.
-Benel... Grrrrr, sordaos arriba. Benel... Grrrrr, sordaos abajo.
Un asistente sujetó la rienda del caballo. El Mayor esperaba turno tocado de casco nuevo
y pistola al cinto, mientras el viejo cura saludaba refraneando a Benel.
- ¡Eleodoro, dichosos los ojos! ¡Cuánto gusto, hombre!
- ¿Cómo está usted, padre cura? Sabe que ésta es su casa y creo está demás recalcar ¿no
es cierto?... Desmonte, señor cura. Baje con su amigo.
-Gracias, hijo, gracias. Y ahora sabrás que yo con el señor... mayor Cervantes ... Mauricio
Cervantes recalcó el taita cura haciendo una señal con la mano... ¿Seguro que le conoces?
- Sí, sí. Claro que sí. De oídas, curita. De oídas solamente.
- ¿Cómo que de oídas? Pues, yo creía que …
- En verdad, taitito, en verdad -. Interrumpió Benel. - Le vi de tras, en el Palo Solo, en
Cuchea ... ¿Recuerda, señor mayor? -; Explicó Benel con malicia dirigiéndose al militar, a la vez
que le alargaba cordialmente la diestra y sonriendo -. Benel, un servidor de Ud., señor mayor.
Está Ud. en su casa.
- Cho gusto, señor Benel.
- Bueno, bien prosiguió el sacerdote; después de largo rato de chanzas, protestas de
amistad y un poco de conversación intrascendente, en el saloncito, la cosa se puso en punto. -
Como te repito, yo y el señor mayor somos portadores de unos pliegos que por encargo del
Supremo Gobierno y del Comandante General de la Primera Región, señor Rivero de la Guarda,
hemos firmado, garantizando su cumplimiento por parte tuya, Miguel Puga y yo... Aquí los tienes.
El señor cura arreglóse los pantalones, zamaqueando toda su naturaleza y con ambas
manos en el cinturón tosió tres o cuatro veces y extrajo un grueso sobre lacrado, que puso en las
manos de Benel.
El alzado, después de romper calmosamente la oblea, desdobló los papeles y sólo leyó la
parte dispositiva’ en voz alta. Sus ojos como dos llamitas resbalaban por los renglones escritos.
El militar se le quedaba mirando con asombro. El contenido de los documentos decía más o menos
así:
1. Dar amplias garantías a Eleodoro Benel Zuloeta, a sus hijos y a sus gentes armadas.
Por medio de un salvoconducto podrán traficar libremente en la zona ocupada por las
tropas y por cualquier lugar de la República.
2. Eleodoro Benel obligárase a entregar las armas y todo el parke tomados al Estado.
3. El Gobierno se compromete hacer justicia por el asesinato de su hijo Castinaldo.
4. El Gobierno se compromete a restituir las mercaderías incautadas en Chota, al
establecimiento comercial de Eleodoro Benel.
5. El Gobierno se compromete a entregar, personalmente o a sus representantes, a
Eleodoro Benel todos sus bienes inmuebles.
6. El Gobierno se compromete a desarmar a todas las bandas armadas de enemigos de
Benel en sus respectivas jurisdicciones. Estaba fechado el 12 de octubre de 1925.
- ¡Trampa! -balbuceó Benel. Pero luego de pensarlo un poco mejor, resolvió entregar la
caballada que aún mantenía en su poder, pues muchos ejemplares habían sucumbido de viejos,
otros en combates; devolvió también algunos cientos de fusiles, y envió en su representación a un
cruceño para recibir el fundo La Samana, del poder del gobierno.
Para Benel, el punto quinto del documento de tregua, estaba incluido con cierta malicia.
- Quieren que salga de aquí para apresarme -. Explicaba a su esposa, lejos de los enviados.
En efecto, la tregua duró poco, sólo seis meses.
Todo el resto de aquel día y por la noche, Benel conversó animadamente con el militar,
bajo más bien de talla, moreno, estudioso y capacitado, hombre de talento en fin y aficionado a
degustar la cerveza.
Hablaba con plácida tonalidad, sonriendo y enseñando sus bien conservados dientes,
sentado ora con las manos sobre las rodillas agresivas, ora gesticulando con vehemencia.
Discutieron a veces con calor defendiendo cada cuál sus posiciones. Charlaban alegres, se sentían
libres y fuertes. El soldado vio como veneraban a su jefe los guerrilleros. Estos dos hombres tan
disímiles, comprobaban a veces, que eran muy parecidos en algunos modos de pensar y de sentir.
Vio como los guerrilleros le debían a Benel aquella vida maravillosa de la guerra, apta
para el genio de los serranos norteños. Vio como Benel era valiente, atrevido, de simpática
apariencia. Ningún otro hubiera podido ser adalid de aquellos fieros y rudos guerrilleros.
Cantaban, caminaban a solas o agrupados en pequeños núcleos, pero siempre con las
armas prestas. Ya tarde de la noche, fatigados de parlamentar, silenciaron la conversación.
Al día siguiente, los plenipotenciarios con su escolta emprendieron camino de regreso a
sus respectivos lugares de destino, Cervantes y el señor cura.
Durante todo el tiempo que duró la estada de los parlamentarios, los Benel no
desprendieron la vigilante mirada de encima del militar. Se redoblaron los servicios de centinelas
y vigías en lugares estratégicos del fundo y se tomaron las debidas precauciones de combate. A
Benel se le dio en pensar — habida cuenta que solicitó garantías al gobierno — que los hombres
del poder le tendían una red, ya que por los bosques de Silugán nadie había osado internarse. Pero
también estaba complacido. Tantas batallas había ganado a las tropas y este acto era el primer
reconocimiento público de su valía.
Autoridades, soldados y “auxiliares", en el acto de capturar a seis indefensos indígenas que los
habían invitado a comer en sus propiedades. Estos que aparecen atados, fueron obligados a
cavar sus sepulturas y luego fusilados por sus capturadores, en presencia de sus hijos menores
y de sus mujeres, que clamaban piedad para los inocentes. El que aparece al centro, en primer
término, es un niño; sin embargo, los plumíferos asalariados por el tirano, hablan de la captura
y fusilamiento de "bandoleros empedernidos".
EL BANDO DEL DESARME
Matos pensó también que se liquidaría a la revuelta por medio del desarme.
El 25 de octubre de 1925, dictó un bando en cuyo contenido se ordenaba el desarme
general ¡Y a treinta días fecha! en las provincias de Cutervo, Chota y Hualgayoc.
Las fuerzas del mayor don Luis Brambilla, segundo de los jefes del Batallón de
Colonización 1, el mismo 25 de octubre ocuparon sorpresivamente La Samana, Ninabamba,
Polulo, Uticyacu, Chancay, Montan y Santa Cruz. Tenía a su disposición las tropas montadas de
Morales, las compañías Pachas y Acevedo, y las tropas del teniente Ortega, para el decomiso de
las armas.
Pachas con sus jinetes tuvo que pelear duro con el bandido Gonzalo García y seis
seguidores que se habían hecho fuertes en La Samana.
Al poco tiempo Matos fue relevado del mando, por discrepancias con el Comando, siendo
remplazado por el comandante Raúl Zavala.
-Vaya Ud., don Narciso, y encárguese de recibir el fundo La Samana y sus anexos de
manos de los militares-. Esta fue la orden final, pues Benel había empleado un tono muy
convincente y un método muy adecuado para lograr que Narciso Perales Santoyo, emprendiese
viaje.
Bajito de cuerpo, frisando en unos cuarenta años, poblada la barba y el cabello cano, de
gran afición por las ciencias médicas, este amigo de Benel se constituyó en La Samana con el fin
de entenderse con los tenientes Corzo y Cáceres.
Todo marchaba sobre ruedas. Recibió el fundo con su respectiva documentación, firmó
el acta correspondiente de acuerdo a los términos del armisticio propuesto por el gobierno, y se
dispuso aguardar órdenes de Benel.
Por aquel tiempo existían en La Samana cuatro grandes campamentos de tropa, montados
en postes de madera y techados de calamina. Vio don Narciso como aquel avispero humano se
deshacía y desfilaban los guardianes hacia otras bases, pero órdenes de Benel no tuvo ninguna.
Emprendió entonces marcha a Cutervo, recabando su salvo conducto del mayor Emilio
Vega, de la Guardia Civil, recién llegada a Santa Cruz. El alférez Sevilla, en Cutervo, le autoriza
proseguir viaje a Silugán, donde informa detalladamente a Benel de su actuación.
La cosa empezó por poco. Transcurrieron algunos meses y llegaron sus hijos Manuel y
Leoncio, discentes del “San José”, de Chiclayo, proveídos también de su salvoconducto. Allí
vivieron con tranquilidad muchos días, pensando siempre en el momento del retorno, pero
aconteció que la fatalidad les cercó por los treintidós puntos cardinales, pues, empezó a gravitar
la recidividad de los ataques de las fuerzas del gobierno, lo que impidió su regreso. Fue entonces
que ante lo irremediable, el joven Manuel se dio de alta en los ejércitos rebeldes con el grado de
teniente de guerrillas.
Segundo Benel, de tranquila apariencia, coloradote, de nariz aguileña, llegó ese día de
Silugán, a Chota, y es que existían garantías luego de la tregua.
Aficionado a las reuniones y a alternar con amigos, invitóles una rueda de copas de licor.
-Venga una botella de coñac. Del bueno -. Dijo con la frente arrugada y la boca
entreabierta, pensando en que hay que hacer frente a la vida y al destino con la sonrisa en los
labios.
El café de el “Gallito” era el otro de su clase que señoreaban en Chota por aquellas edades.
-Salud, salud Segundo - dijo un mozalbete listo y rubicundo.
-Salud, señor Benel -, corearon con entusiasmo los demás concurrentes. El licor
humedecía los labios de los amigos cuando penetró al salón el médico leguiísta de aspecto untuoso
y faz desagradable, un tanto gibado, casi desierta la cabeza, del cual hay pocas gentes, poquísimas,
que recuerden rasgos o acciones y palabras de bondad y de cariño, que luego de saludar a
Segundo, le llamó aparte y susurróle:
-Oye, Segundo... En este momento he despachado comisión con órdenes precisas para
dar cuenta de Paulino Díaz.
-Ah, sí, doctor. Por tan buenas noticias le doy las gracias... Tan habitual me es el aspecto
de la muerte, que ya no me causa espanto, doctor -, burlón con la espalda inclinada y la palma de
la zurda apretada replicó Segundo Eleodoro . - Creerá que le tengo miedo -, dijo para sí el joven
Benel. Arrojó su sobretodo a un banco, plantóse en la puerta del salón y entonces llamó: - ¡A ver:
uno que quiera ganar dinero!
-Yo. Yo. Yooo -. contestaron a coro varias voces de chicos y campesinos que se habían
detenido a contemplar la reunión.
-El que se sienta más valiente, pues irá. ¡Qué caray!
Habló entonces un campesino desarrapado levantando el poncho en la mano, que
refunfuñó: - ¡¿Miedo, yo?!
-Bien, bien. Tienes que viajar a Olmos... ¿Entiendes? ... Preguntas por la casa de Paulino
Díaz, y cuando le veas, le dices que el doctor Coronado Vigil ha enviado guardia armada para que
lo fusilen... ¿Qué se ponga en el minuto a buen recaudo! Nada más.
El hombre partió a la carrera y desapareció sin ruido, igual que un fantasma. Era tarde ya
cuando se marchó el mensajero: Paulino Díaz había sido cobardemente asesinado en la madrugada
de aquel catorce de julio, junto con su digna compañera y cinco chiquillos de muy tierna edad.
Puesta la proa de las tropas en otra dirección momentáneamente, rompieron fuegos con
sus viejos amigos y baqueanos. El bando del 25 de octubre lo autorizaba y no había vuelta que
darle: se revolvió la tortilla para el bandolerismo.
Empezaron a perseguir al grupo de cuatreros que capitanea el Anselmo Díaz y el Vidal
Avellaneda, aquél mismo bandido que los ricos de Lima, durante los días de Leguía, alojaron en
el Hotel Palacio y apostaron en las naves de la catedral de Lima, con el fin de dar muerte al
mencionado mandatario. Pero lo real es que el bandido al llegar a Lima, se asustó, “fuése y no
hubo nada”.
Como es sabido estos bandoleros habían saqueado con repugnante ferocidad. Trágicas
semanas de dura persecución, acoso y derribo —como en los toros— sufrirían a partir del instante
del armisticio, las gavillas de bandidos. Los soldados con prisa y sin pausa iban enviando, con
todos sus atabales, al mundo de las ánimas benditas al Rosendo Mondragón, al cholo Balcázar, al
Vidal Avellaneda, por las cuestas de Quilcate; más tarde al Tarcilo Cabrejo, así como a la mayoría
de los enemigos de Benel y sus bandas armadas, muchas de las cuales ante la persecución tuvieron
que verse obligados a emigrar a las haciendas costeñas y a las tierras cálidas de Jaén, casi
impenetrables por esos tiempos.
Otros innúmeros desalmados que asolaron los caminos de Cutervo, los bosques lóbregos
de Guarimarca, las cumbres y pasos de Montan y Chancay, los yermos de Coymolache, las
quebradas de Yanacancha y Los Carbones, los peligrosos caminos de Santa Cruz, las filas de
Samangay, y los bosques de La Palma, fueron asimismo eliminados.
Siguiendo una vieja costumbre del pasado, moros y cristianos surgían intempestivamente
a los caminos para robar o asesinar a pacíficos transeúntes, quienes, por su parte, sabían el lugar
de su origen, más ignoraban su destino final.
Después del armisticio, en noviembre del año veinticinco, las tropas se retiraron de
Cutervo, y organizóse entonces la llamada Guardia Urbana, puñado de hombres sin potencialidad
suficiente para contener el ataque de un núcleo benelista producido el 31 de diciembre. Allí
perecieron varias personas.
Leguía, sabedor que Benel resistíase a salir de Silugán para que le fuesen entregadas sus
haciendas de La Samana y Achiramayo, sintióse invadido de cierto desasosiego.
-La cosa anda mal -. Habíale dicho cierta vez a D. Jesús Salazar, contrahecho Ministro de
Gobierno.
-Yo creo que es conveniente poner precio a la cabeza de Benel y a la de sus seguidores
¿Usted qué piensa, Señor presidente?
- ¿Cree Ud.? -. Replicó el presidente iracundo, incorporándose violentamente de su sillón.
Benel, creo yo, tiene singular mérito, y no dudo sea procedente hacer semejante cosa. Nuestra
actitud debe ser más ecuánime. Lo que Ud., propone traspasa los límites de la decencia.
-Muchos dolores de cabeza nos está ocasionando, Señor presidente... Observe bien: tres
años de continua guerra y cuánto estamos perdiendo, en hombres y en pertrechos... Hay que
decidirnos a asestar golpes contundentes... Al pueblo no le podemos seguir engañando con la
invención del bandolerismo. Todo el mundo sabe, según tengo informes, que Benel está en armas
contra el gobierno, y que Benavides está de por medio.
-Con todo. Con todo... En fin, déjeme pensar mejor... Ya veremos. Ya veremos.
Este y otros diálogos se repetían en los acostumbrados corrillos vespertinos de las calles
céntricas de la metrópoli limeña.
- ¡Es la ley del soldao, del verdadero soldao! ... Mañana partimos a peleyar con Benel.
El licor los había ido transformando. Conforme iba consumiéndose la rubia chicha, el
entusiasmo de los borrachínes crecía. Completamente ebrios, un conjunto de tres soldados
celebraba su despedida en un expendio de chicha y piqueos, semioscura y gris, de la silenciosa
ciudad evocadora de Lambayeque.
-Yo ya he estao en guerra afirmó un mozo con cierta petulancia... Me he batido tamién
con Benel, pa que lo sepan -. Finalizó hipando. La chicha abunda y los checos repiquetean con
los brindis. Todo lo que buenamente les habían dado, que no llegaba a diez pesos, teníanlo
dispuesto gastarlos en su despedida. También les preocupaba un poco eso de ir a las serranías
donde campea Benel y entregar sus almas al golpe certero de un disparo de los benelistas, cosa
que no era improbable. Los bebedores iban aumentando de número, y de la noche a la mañana,
eran ya seis en la reunión.
- ¿Ton, quiere decir que tú eres veterano ya?-. Hablaba inquisitivo el chacarero mirando
con benevolencia a su interlocutor.
- Y claro -. Movió afirmativamente la cabeza el soldado a la vez que alisábase la greñuda
cabellera. - Y soy serrano legítimo también... He peleyao en La Samana junto con mi coronel
Valdeiglesias cuando él eray comandante. Pa tu gobierno ¿Y tú quién eres?
-También yo he sido soldado. Pero soldado de otra clase. De una laya mejor... ¿Yo?
¡Guapo! No flojonazo cagandando como ustedes, que los Benel los abaten por gusto y a toda hora.
- ¡¿Te callas o te rompo el hocico?! ¡Mentecato, palangana!
- ¡A mi nadies me asienta la mano, caray! ¡Yo soy más valiente que tú, cualquier rato, y
también sé liarme a puñadas. No creas que no!
Entre tartamudeos e hipos, el soldado accionando con incoordenados ademanes, afirmó
categórico: - Nuestro deber es salvar a la patria de los bandoleros.
-Bandoleros no ¡Revolucionarios! -. Replicó el destripaterrones.'
- ¡Bandidos! -, argumentó el soldado.
- ¡Montoneros, he dicho y se acabó! ¡Fui sanjosefino y no me puedes engañar!
-Sea como sea... Al fin de cuentas, el juicio de la patria será severo con nosotros. Tenemos
fe profunda en nuestros jefes, y tengan en cuenta que con voluntá engendraremos prodigios...
-Calla, compadre. No digas dislates. Hablemos de otras cosas superiores.
Prorrumpieron luego en bufonadas todos los bebedores; se ocuparon de las mozas: de las
honradas y de las de la cuerda, llámese esta la Pata de yuca, la Bicicleta, la Nariz con timbre o la
Pacorana; se ocuparon también de las nuevas canciones, del box, del fútbol a veces.
Entre el tumulto oíase a ratos la voz seca de la dueña de la chichería llamando al orden al
grupo de ebrios que empezaban la camorra por quítame allá estas pajas. Los contertulios
súbitamente poníanse de pie para hacer transar a los beligerantes, al agricultor licenciado y al
soldadito beodo, porque ya el lío fuerte se avecinaba, y a grandes zancadas.
La dueña reclutó a dos de sus únicos domésticos y conminó a todos por igual a salir del
establecimiento. Para felicidad de ella, nadie protestó.
- ¡Son cotejas, son cotejas! ¡Abran cancha y déjenlos que se mechen! -. Aseguró a su vez
un; uniformado costeño y parlanchín, lustrosa piel de ébano, achaparrado, que pasaba por
enfrente.
- ¡Qué pleitos, ni pleitos!... ¡Borrachos afuera! ¡Vienen tan sólo a molestar!
La vivandera y sus mozos cerraron con impaciencia la puerta, mientras el grupo salía a la
calle y tras breve controversia desmadejóse en la esquina. Los soldados canturreando viejos
yaravíes y aires de su terruño, abrazados se alejaron con dirección a su cuartel. Los civiles se
perdieron por una calleja para errabundear sin rumbo fijo.
El mayor Julián Gensollén partió de Lambayeque —fuerte con más de doscientos
hombres— con dirección a Santa Cruz. Pasó por el frígido Huambos, y sorteando los farallones
de la agreste hondonada de Huamboyaco, cruzó las tumultuosas e insolentes aguas de el Chotano,
que a estas coordenadas acarrea ya un verdadero caudal que avanza tronando y centellea por
cañones tortuosos y estrechos rápidos, para llegar a Querocoto. Volvió a vadearlo y se detuvo en
el poblezuelo de Querocotillo.
Es cosa de valientes, no conociendo la región, aventurarse por aquellas rugosidades
andinas y caminos tenebrosos llenos de peligros.
Sabido es que ellas parecen haber sido creadas a propósito para la guerra. La superficie
es quebrada y agreste, ofreciendo muchos lugares de escondite; los vericuetos, atajos y caminos
que están sepultados entre peñascos elevados recubiertos de bosques o maleza desempeñan el
oficio de fosos; una red laberíntica de caminos transversales confunde y extravía a las tropas;
vallados y tapias de piedras, agaves u otros espinos circundan los campos y ocultan a los que están
en acecho en el interior, sirven de atrincheramientos; existen, entre otros accidentes, bosques,
lagunas, pantanos, marjales traiciones y mortales, antros, cárcavas, quebrajas y acequias ocultas
por la vegetación...
Pero, no hay caso. La llama que encendía el entusiasmo y alentaba el esfuerzo de sus
seguidores era Eleodoro Benel.
Loa hombres de Benel conocían el teatro de operaciones tanto como la palma de su mano;
y más aún, eran exactamente iguales que los gatos, porque hasta veían de noche. Diferenciaban
con claridad el ruido que produce entre el follaje un animal al reptar o al escurrirse y el hombre
al atisbar sus enemigos.
Eran capaces de ver a un soldado o a un grupo de ellos a kilómetros de distancia y por
entre los breñales. También tenían la bella cualidad de absorberse en extática contemplación de
la naturaleza.
Raza fuerte y obstinada de guerreros de pulmones d^ acero, cruzaban los ríos y riachos a
la carrera por primitivos puentecillos de una sola viga o escalaban verticales peñascos — ¡serranos
al fin!— sin más ayuda que sus huesudas manos y fortísimos pies. Caminaban siempre pensando
en la lucha, y a la lid nunca le regatearon el cuerpo.
Sobre todo, el ojo, el ojo de los cholos era terrible. Tan igual que el del gran cóndor que
sesga el azul andino, del águila fiera y cosmopolita o del noctámbulo y agorero búho.
Parados con firmeza sobre sus pies descalzos, separados, con amplitud de sostén,
intimidantes, combatientes por herencia, se les veía terríficos.
Convivían con el dolor y la fatiga. No tomaban alimento sino cuando era estrictamente
necesario y muchas veces se alimentaban de raíces, frutos y tallos silvestres que mordisqueaban
en los bosques, Se tiraban en el suelo o entre las rocas para quedarse dormidos. El colchón fue
para ellos desconocido en la guerra, pues, no sintieron las delicias ni siquiera de una barbacoa, un
pullo, una manta o un colchón.
El viento, la lluvia y el sol hacían que las barbas de los sublevados aparezcan enmarañadas
como lianas y tuviesen un tinte amarillo verdoso por efecto de la coca y por la cal. Olían a tierra,
a tabaco, a coca, a ganado, a pólvora, en fin ¡a hombres valientes!
El tráfago de la guerra no menguaba su valentía ni disminuía sus fuerzas ni humillaba su
altivez. En las trincheras, en los caminos, en el campo raso, al abrigo de los troncos y bajo la
sombra de los árboles frondosos que tapizan los montes y bordean los ríos y quebradas paseaban
con arrogancia majestuosa los montoneros de Benel. Retumbaron sus gritos en las altas cumbres
de las montañas, en los valles profundos y en las cañadas. Ardorosos en las lides, morían con
muerte que les hacía ganar la gloria de la inmortalidad. Brillaban sus carabinas bajo la fragua
alegre del sol mañanero y sus acerados músculos y osamentas sentían el cruel latigazo de la
tormenta andina. No existió para ellos la rigidez de la disciplina del cuartel y abandonaban la vida
simbolizando la fuerza y la libertad.
Sobre sus rústicas Sepulturas — cuando las tenían o había lugar para el entierro — se
levantaban verdes cruces de tallos jóvenes en las que crecían bejucos y hermosas florecillas
silvestres.
Pero también sabían llorar, y lloraban por ellos, por sus dolores y penas, por sus mujeres
e hijos, por sus novias o enamoradas, por desahogar sus propios pesares.
Desnudos y a nado atravesaban los ríos portando atados de ropa y sus fusiles a la cabeza,
sin mojarse. Chacchaban su coca con avidez y con deleite; nunca cobraron soldada, y curaban sus
heridas igual que el cao, con yerbas de los valles, de las florestas y punas.
Agitaban sus ponchos en los cálidos vientos musicales de los “temples” y en los aires
fríos de la puna, para avisar por señales convenidas de antemano la presencia de algún enemigo
o la realización de un encuentro.
Dejando en paz la carabina fumaban rústicos cigarros, ora de un buen tabaco jienense ora
de espinosas hojas de zarzales. Se conservaron intactos en el campo desierto y en las ruinas. Los
montoneros de Benel, jamás dieron muestra de decaimiento, de pesadumbre o de cansancio... ¡Los
guerrilleros de Benel eran machos!
***
Gensollén teniendo como base de operaciones el pueblo de Querocotillo, desplegó sus
efectivos en dos direcciones.
El, en persona, capitaneó el ataque a Sillangate.
Sillangate, es un fundo que el abogado Arturo Osores — a la sazón ya recluido en los
calabozos del islote de San Lorenzo como uno de los jefes del alzamiento — conducía, en calidad
de locador, pues, su legítima dueña era Sara Pérez Carrión viuda de Matta, limeña de nacimiento,
de ascendencia chotana.
Forman la casa hacienda un grupo de casuchas apelotonadas en cuadrilátero, techadas de
broza y de paredes bajas, uno de cuyos lados lo forma una antigua barda con su portón fungoso,
que da acceso al camino que viaja hacia Querocotillo, y que se encontraba en trance de perder la
última oblicuidad de sus muros.
Dos sauces añosos, tristones y jorobados comunican una lenta alegría al conjunto de casas
rodeado de extensos gramalotales y potreros numerosos.
Saliendo hacia el lado de la playa, encuéntrase el sitio denominado El Molino, donde
Osores había instalado un modesto ingenio para la fabricación de azúcar y donde la calidad de
caña producida era insuperable.
El caluroso viento templino batió el follaje de las arboledas y arbustos de los alrededores
de la casa hacienda, que ya se distinguía de lejos. Provisto de su cántaro, un labrador esquelético
hacía su provisión de agua en un riachuelo, mientras las tropas se aproximaban con todo sigilo a
un lugar, donde desparramados en el plano, se erguían los bohíos de los trabajadores, techados
también de bagazo y sus paredes hechas de delgadas varillas.
Gcnsollén oteando montículos y salvando plantíos, hizo aproximar a su tropa más aún.
Ordenó a sus soldados recoger un gran montón de bagazo. Dispuso también que se proveyeran de
antorchas trabajadas con trapos inservibles que los hombres obtuvieron de las chozas de la
peonada, cuyos vivientes fueron competidos a huir a punta de bayoneta de la presencia de los
gubernamentales.
Los de un grupo, cuando todo estuvo listo, encendieron teas, y corriendo alrededor de las
chozas iban pegándoles fuego. Otro grupo incendiaba, sí, incendiaba El Molino y destruía la
maquinaria dinamitándola, y luego, toda la tropa concentrada hizo arder la casa hacienda.
Los soldados aullando esparcían en el interior de los cuartuchos brazadas de broza que
eran quemadas con meticulosidad. Un viento polvoroso que sopló por el lado derecho hizo
chisporrotear las casas que ardían. La quemazón no se prolongó por mucho tiempo dada la calidad
del material de que estaban hechas las pobres viviendas. La quincha, el carrizo, la broza, horcones
y varillas revocadas de barro no opusieron seria resistencia al fuego. Las llamas se encrespaban,
giraban y se retorcían avanzando crepitantes.
El armazón del techo de las casas —de madera poco más resistente al fuego— por efecto
de las llamas resplandecía como el conjunto esquelético de un desaparecido titanótero terciario
tumbado sobre el costillar. Algunos soldados de Gensollén, aplomados en las partes prominentes
del campo, contemplaban perplejos aquella visión de pesadilla, aquellos ardientes escombros.
Otros que tenían el viento en contra soportaban los embates del fuego respirando
trabajosamente la densa humareda negra y tenían los ojos llorosos y enrojecidos.
A la grita de los soldados siguió gran borrachera de guarapo, mosto y aguardiente. De
trecho en trecho se encontraban soldados tendidos en el suelo, inconscientes por la ingestión del
mosto.
Al cabo de treinta minutos, Sillangate era un montón de escombros y cenizas. El aire
caliente, ennegrecido, tóxico e irrespirable embotaba más y más la mollera de los soldados.
Bandadas de loros cabezas rojizas, eternos gustadores de las chocladas, pasaban sobre el
batallón pifiándoles con tremenda algazara.
De atardecida, los peones sillangatinos que aguaitaban el desastre de la casa hacienda
sentados en las ondulaciones de los cerros cercanos, vieron como los soldados se llevaban
arrastradas a las mujeres segadoras de grama y a sus hijas maltonas para forzarlas o desflorarlas.
Al comienzo de la noche se encendieron unas cuantas linternas. Las tropas de Gensollén
vivaqueaban en el llano. Los zancudos zumbadores ahitos con la sangre de los soldados,
explotaban en el aire, pagando con la muerte su extremada gula, y la mañana llegó
apresuradamente.
***
Las tropas móviles, comandadas por el capitán Manuel Morales, asaltaron la hacienda,
Minas, cuyos propietarios Mercedes y Víctor Bazán, también eran de la causa rebelde, ni más ni
menos que benelistas desde el comienzo de la rebelión.
Las casucas de la hacienda eran bastante feas, casi enanas y con sus gruesos muros de
adobón, en los que se abrían dos o tres ventanucos, y, estaban, en general, más de un poco
descuidadas. Los cerdos gruñían sueltos y las gallinas batían las alas.
Allí descansan algunos guerrilleros de Benel.
Aquel día, casi desde la madrugada, se escucharon los sones de la mejor banda de quenas
en cinco leguas a la redonda. Se oían las voces del bombo, del redoblante y el cantar de zorzales
lugareños. El cañazo, el guarapo y la chicha iban produciendo un calorcito endiablado, y los
bailadores se exaltaban hasta el frenesí, al aire el pañuelo y las caras humedecidas por el sudor:
Los sauces de la alameda
los voy a mandar cortar,
porque es entretenimiento
de los que van a lavar …
¡Y no era para menos!... Había connubio, y de gente grande. Bullicio, risas, chasquear de
labios y luego bordoneo de guitarras campesinas que llegaron un poco más tarde.
El cura Pérez, don Carlos, después que leyó a los novios la epístola de San Pablo, bebía
sus vasos de amarillento líquido. El padrino, un señor Carlos Muñoz, dizque tomaba muy en serio
el papel de tal. Mientras César Asenjo prendía fuego a un chusco, la novia muy elegante, con
elegancia campesina, casi silvestre, era objeto de muchísimas atenciones: reinaba como
coheredera del pequeño predio, pues, hija de Víctor Bazán era la moza, alta, lozana, de pelo
castaño, de bonito perfil, ojos granadilla, amigable sonrisa, curvas pronunciadas, pierna larga y
firme, y en general bizarra.
Antonio Asenjo, guerrillero y novio de la muchacha, ya casi marido, se encontraba un
tantico ebrio. Dirigiéndose a su hermano murmuró con cierta aprensión:
-Oigo baleo, hermano ¡Por dónde será?... Pero cercano se oye.
-No es nada, hombre. Te ha parecido, seguro; son cosas de las copas. Catay, que yo no
oigo nada. Absolutamente.
Un perol de tamales vaporizaba su agua desparramando penetrante fragancia, ochenta
cuyes salados ya y partidos en canal se oreaban pendientes y balanceándose dé de una cuerda, y
un almud de papas hervían en tres grandes ollas de barro que descansan su redondez sobre tullpas
y leños encendidos. Por último, un benelista con el rifle al alcance de la mano, despresaba una
ternera colgada de los cuartos traseros a un gran gancho de fierro.
Volaron algunos instantes, y mientras la fiesta recién estaba subiendo de punto,
resoplando con toda fuerza, hizo violenta irrupción a veinte metros de las casucas, el capitán
Morales, seguido de los hombres de su tropa móvil, lo que significaba un paso más en el progreso
del ejército en su contienda con Benel. Sumaban cien, y algo más, en total.
El manco Huamán, chótano de las alturas de Montan, por lo tanto, de las vecindades del
ciclo, guapo de los dueños del fundo, gritaba detrás de unos péncales que hacían camino hacia las
casuchas.
- ¡Patrón, patrón, ahí vienen los soldaos!
Quemaba balas como un endemoniado e iba batiéndose en retroceso hacia el conjunto, de
viviendas, mirando con ojos desmesuradamente abiertos el numeroso destacamento de troperos.
Morales avanzaba al trote tendido a través de los últimos metros para llegar a la casa. Sus
hombres le siguieron. Desmontaron algunos como relámpagos y entre todos rodearon la casa en
un amén. Un guerrillero que guardaba 1a entrada a la casa hacienda cayó atravesado por la
templada hoja del sable del oficial. Rápido como el rayo, un soldado le despojó del fusil al
moribundo:
- ¡Trae acá, so indio bestia!... ¡Nada te hace falta ya!
- ¡Jijunas, cachacos! ¡¿Otra vez por aquí, ño?! ... ¡Hoy día se joden con nosotros! -. César
Asenjo, capitán benelista y peleador recio, entraba en batalla disparando su treintiocho a diestra
y siniestra . - ¡Qué pasó, carajo! -, bufó destilando rabia por todos los poros, pero en vano.
Morales le ganó la partida tirando con gesto satánico al interior de la habitación donde se
realizaba la fiesta. Varios disparos enviados de direcciones diferentes completaron los del oficial.
Uno de ellos dio de lleno en el pecho del guerrillero, que rodó exánime, firme el revólver en la
mano. La frente de otro guerrillero quedó hendida, sobre la nariz y el mostacho grisáceo, entre
coágulos de sangre roja oscura, la masa encefálica temblaba gris y gelatinosa. Otros veinte
guerrilleros, que estaban de parranda, cayeron después de ser colocados, entre gritos y
maldiciones, de pecho contra las paredes de las casas. Sus cadáveres retorcidos, irreconocibles,
las ropas ensangrentadas y en desorden descansaban entre un hacinamiento de rústicos muebles.
-De la terrible carnicería sólo salvábase Carlos Muñoz; es fama que era amigo del jefe del
destacamento de tropas móviles, el que, al verle en la fila, listo para ser ejecutado, díjole: - ¡Con
usted, nada, señor! ¡Con ellos va la cosa! Ud. tiene sus documentos en regla.
Y es que habíase negado Carlos Muñoz, por miedo a los soldados, auxiliar a los
combatientes benelistas, que batallaban denodadamente por esos tiempos, con un poco de yucas
para el rancho.
Decenas de caras de espanto, mujeres solteras, casadas, embarazadas, niños de pecho e
infantes, sin atinar a defenderse del súbito y violento ataque porque no tenían armas, fugaban sin
pronunciar palabra. Algunas fueron desalojadas a golpes de culata o a bayonetazos, y los hombres
fieramente perseguidos hasta la madrugada.
Con su cara angulosa, entre alegre y socarrón, Morales recorrió con la mirada a todos los
hombres de su tropa... Ni un arañón. Ni una caída. Ni una sola baja. Todos estaban allí.
- ¡Buenaza les hemos pegado a los cholos! ¡De la que se han librado!
-Así es, mi capitán. No ha quedao ninguno Asentía su segundo sudoroso y cansado
después de algunos segundos de hacer vagar su imaginación por lugares ignotos.
Eran dos cadenas de montañas lamelosas, llenas de surcos y fisuras, grises y pétreas, que
desprendiéndose de un grueso tronco andino cubierto de bosque, corrían paralelas de Este a Oeste,
disminuyendo insensiblemente de altura y formando una encañada rocosa, abrupta, estrecha y
vertical
En las ásperas rocas de la cresta norte, se hallaba el grueso de los montoneros de Benel.
Los soldados serranos que obedecían a Gensollén agobiados por el peso de sus equipos
detuviéronse momentáneamente a escuchar con melancolía los tristes aires del yaraví que
entonaba, allá arriba, uno de los rústicos combatientes de la resistencia revolucionaria. Sabido es
que, en el silencio y soledad del campo, es factible oír hasta los diálogos caseros a gran distancia.
El benelista Paquirachín, embozado en poncho tabaco y el fusil colgante del hombro,
hacía retumbar las montañas con su potente, fantasmal, oscilante y nostálgica voz. Con paso
menudo efectúa la marcha y canta a la vez:
Catorce de julio,
salió guardia armada,
con muchos chotanos
para fusilar.
Allí victimaron
a Paulino Díaz,
dejando cinco hijos
de muy tierna edad.
También fusilaron
a su digna esposa,
ay, dejando cinco hijos
de muy tierna edad.
Que cuadro tan triste
de aquellos chiquillos,
besan a su madre
al verla expirar.,
En el panteón de Ninabamba,
allí lo enterraron,
A Paulino Díaz
por la libertad.
- ¡Atatay, gualmishcos, no se corran! ¡Atatay, mariquitas, pa qué valen!... Jiuuuuu
Juiiuuuuu . - Silbidos agudos de burla cruzaban por las escarpas mientras los soldados volvían a
emprender la marcha silenciosos, rumiando la pena de su tierra trágica y lejana, pensando tal vez
que si esta pelea con sus propios hermanos los iba a mejorar de suerte a todos.
En lontananza, los cactos columnares de las crestas, erguidos en filas o en grupos, que
emergen en áreas esteparias con herbazal gramíneo, parecían para los de la tropa como otros
tantos centenares de combatientes.
- ¡Pa qué lloras, cholo blandengo! ... ¡Semejante ciprasique! ... ¡Basta que seyas poeta pa
que seyas llorón! -. Dirigiéndose al guerrillero que acababa de entonar el yaraví, espetó un viejo
y barbudo sublevado de cabello hirsuto, mostrando una hilera doble de dientes paradentósicos.
-Es que me hey acordao de mi tierra, tayta, Lule -, y agregó con voz deshilachada: -La
tierra de uno, dejuro, que puede más que la juerza del gobierno.
El viejo supo adivinar la morriña que arrasaba el cerebro del guerrillero cantor y poeta, y
sin echar leña al fuego, siguió su viaje silencioso, vigilando a las tropas de Gensollén.
Al mirar en torno descubrid un corpulento úrsido de anteojos, ancha la cabeza, hocico
punteagudo y de muy espesa pelambre que rondaba lentamente por un claro sin intenciones de
pillaje, gruñendo y estornudando. Cuando empezó a lamerse una mano, seguramente lastimada,
le disparó un tiro y su osuna corpulencia rodó cuesta abajo.
- ¡Rancho pa la montonera!... ¡Viva Lorenzo Gutiérrez! ¡Viva Florencio Paquirachín!
¡Viva el cholo Lechuza! gritó con entusiasmo el sublevado barbudo de cabello hirsuto.
Brillaba la calva cabeza de Benel al encontrarse sentado a la orilla de un arro- yuelo que
alimenta al Chotano. Resecas ramazones desnudan sus tallos en el aire. Las aguas bulliciosas
lamentándose de ser tan exiguas corren por entre redondas y verdosas piedras alisadas a fuerza de
rodar tanto por ramblas y arroyadas.
Benel, solitario, lavábase los pies. En la orilla estaban sus zapatos con remaches muy
desgastados por el continuo trajín, la carabina Savage tendida sobre la yerba, al alcance de su
mano y un morral de proyectiles.
- ¡Coronel Benel, coronel Benel! Acezando por la carrera, acercábase un hombre armado
de las guerrillas a la vez que se pasaba iteradamente la mano por la frente sudorosa.
-A ver ¿Qué de nuevas nos traes, hijo?... Auguro que nada bueno ha de ser.. . ¡Vamos, al
grano! -. Replicó Benel con su voz femenil y volteando la cabeza.
-Ayer tarde, coronel, la cachaquería ha quemao Sillangate, y otro grupo de nemigos han
asaltao la casa de ño Mercedes Bazán... Nos han mandao a decir horitita. Catay, que porái está
tuavía el propio... Han matao a ño César Asenjo y a otras veinte personas.
Un poco más allá, se podía observar la superficie del agua tapizada de una densa alfombra
de camalotes violados, que además de su belleza son tozudos y de maligna persistencia. Mientras
Benel calzábase las medias y los zapatos, demostrando gran tristeza por la muerte de su capitán
de guerrillas, iba ordenando automáticamente:
- ¡La mitad de las fuerzas, que vayan aposesionarse del Portachuelo Grande!... ¡La otra
mitad, conmigo, al Portachuelo Chico! ¡A ver si entran estos cojuditos! ... ¡Ya lo saben, si se
acercan a merodear por allí, no dejarles, pero ni pelos, que caray! ¿Entendido? -, dijo ya
definitivamente atufado.
-Así les diré, dejuro, a los capitanes, señor coronel... Me voy corriendito pa allá.
-Voy por tras tuyo, cholo. Pero, primero, alcánzame la carabina y el morral.
Benel alejóse pensativo del arroyuelo, a paso largo, llegando a perderse por un
bosquecillo donde tremolan alegres, abundantes acerillos de durísima madera, gráciles arbustos
de chonta con su penacho de ramas, gruesos troncos de cedro de coposo follaje, obesos y
viejísimos robles de perforados tallos, las bellas y exóticas sadas, plantas símiles a los helechos,
e infinidad de otros árboles seculares, verdes y tupidos; espesos maticales, helechos multiformes,
grandes árboles parasitados por tuyos, y otras lianas o bejucos, guedejas de salvajes, saucecillos,
lúcumos, cacaucillos, quinuas, cascarillas, conchanas, babillas, guayos, paucos, chuspas y
chuquiles infestados de mosquitos y plagados de enfermedades, donde se escucha con frecuencia
los rugidos del puma, los chillidos de los monos, el grito del caprimúlgido guácharo, la algara de
los loros, y donde el clima ardoroso enerva la energía del hombre.
La maniobra de Benel impidió a Gensollén que atacara la hacienda Silugán. Sabedor el
militar de la bravura de Benel y sus guerrilleros, caminaba silenciosamente por la depresión
gigantesca de unos mil metros de profundidad, sobre herbosas alfombras, suelos caolínicos y
matojos, sin quemar un cartucho, mientras Benel seguía dirección paralela por las crestas de las
serranías. El día hallábase desfalleciente cuando la chirapa blanqueó la cara polvorosa de los
benelistas.
Cada depresión, cada montículo podía tornarse en tumba segura para Gensollén. Así lo
creía éste, y por eso anduvo con cuidado. Lejos ya de los benelistas, espoleó con furia los ijares
de su blanco y se alejó veloz.
El y su tropa llegaron con felicidad a su cuartel de Lambayeque, sin mayores altibajos.
En todo el camino los soldados se referían mutuamente su participación en la jornada.
EL GUERRILLERO “LECHUZA”
No cabía duda que “Lechuza”, Clodomiro Guevara —sangre española, de peso, pinta y
robustez— fue, además, de un buen guerrillero, magnífico enamorado.
-Eres la mejor mujer del mundo —aseguraba acariciando los cabellos de la muchacha—
Y no solamente superas a todas las mujeres en los oficios propios dellas, sino que tamién eres
muy inteligentaza y la más güenamoza de toítas.
Los separaba un vallado, entremezcla de alambres y ramosos maticales.
El auditorio de los otros sus compañeros quedó poco menos que estupefacto ante tan
encendido elogio a la mujer cutervina.
¡Qué ojos de mujer! Eran como dos mágicos ventanales pintandos de gris que iluminaban
la vida azarosa del guerrillero Lechuza. Ella le abastecía de proyectiles que los sabía esconder
entre las cañas de su bohío.
Y Ana Clemencia García Zambrano cuidaba el misterioso hechizo de sus ojos y acentuaba
el embrujo de sus cabellos con hojas y zumos de raíces.
- ¡¿A qué no pides a la Ana Clerna, cumpa Clodo?! casi ordenó Javier Benel Cubas al
guerrillero Lechuza.
- ¡Bah! contestó Clodomiro. - Dende que tengo pantalones... Dende que soy montonero
... Dende que tego carabina... Y dende que tego con qué... ¡Hagamos la petición, está claro!
En el matrimonio no es tan importante elegir la pareja cuanto llegar a ser el idóneo
compañero, y Lechuza creía estar bien seguro de llegar a serlo.
Hechos los saludos, invitados a sentarse y finalizados algunos mendrugos y cuajada seca,
vituallas únicas que portaban los alzados en camaradería propia de hombres de guerra, empieza
otro discurso de Clodomiro Guevara, el guerrillero que veía muy bien en la oscuridad.
-La única cosa que estoy dispuesto a comunícale hoy, ña Guillermina, es que quiero hacer
el casorio con su güenamoza, la Ana Cleme... Nos entendemos, y eso basta... Vengo a pedile a
usté el título de propiedá.
- ¡Cholo mostrenco, escandaloso, altrajante, asolapao! … ¡Esto se acabó! ¡Lo que quieres
es montar, únicamente!... ¡Qué le vas a dar de comer a la Cleme? ¿Plomo, acaso? ¿Sabes tirar
lampa, o empuñar el arao, o quieres que yo te mantenga, semejante cholo guajalote?... ¡Aquí
tienes el título de propiedá, y vete!
No hubo más. La iracunda suegrá o casi suegra se levantó del suelo como una tromba.
Una oleada de sangre encendió su cara, y dando un espectáculo verdaderamente pasmoso de
agilidad y fuerzas felinas, practicó la difícil cuan peligrosa operación de desarmar a “todo un
señor guerrillero de Benel”, y encajarle luego, por espalda y riñones, cuatro disciplinazos y un
diluvio de puñetes. Lechuza se debatió tratando librarse de la acometida subitánea de la vieja, que
si no fuera por la intervención del afamado cantor y poeta, Florencio Paquirachín, niño mimado
de la región, Guevara hubiese ido derecho al panteón de Callayuc.
- Si, señora Guillermina,
con el amor no se abusa;
y Ud. lo ha dejao en ruina
al montonero “Lechuza”
Así recitó el compositor de faz aguileña y tez cobriza haciendo cabrillear los ojillos
vivarachos y obteniendo el beneplácito de los presentes.
-Pacencia, ña Guillerma. No se desequilubre -. Intervino apaciguador Juan “Toro”.
-Paz y concordia... Pa que tanta garambaina-, dijo Benel Cubas separando a los
contendientes.
- Te recompensaré muy pronto Florencio-, repuso Clodomiro Guevara y luego dirigiéndose a la
suegra afirmó: - ¡Máteme, máteme mamita! ... Pero la quiero a la Ana Cleme con todo el calor de
mi cuerpo, y al fin de la jornada, usté será mi suegra, y ella mi adorada prenda. No hay más-.
Postrado ya de hinojos dijo Lechuza.
- Ana Cleme ¿estás segura de la decisión que vas a tomar?
-Sí, mama. Y satisfecha tamién -. Retrucó cruzando los brazos y la barbilla ésta con aire
triunfal.
-Eres testaruda como tu agüela, que en paz descanse. No hay nada que agregar.
La paliza era signo muy indicativo de que el novio había sido aceptado oficialmente.
Al término del ceremonial doña Guillermina jadeante, esbozó una sonrisa al guerrillero
Lechuza con mucho disimulo y despidió a todo el acompañamiento alargándoles la mano.
Lechuza, el valiente guerrillero, escoltado por el grupo de jóvenes compañeros de la
avanzadilla, sonrió a su quebradero de cabeza, echó un vistazo alrededor del bohío, y se alejó por
un camino festoneado de exuberante carrizal, donde cabrillea el sol del mediodía, comentando y
riendo de las incidencias del suceso.
SOPAYACO LA GUARDIA CIVIL
La omnipresencia del quechua en la toponimia, a todo lo largo y ancho del territorio
peruano, nos revela pues la profundidad de un rasgo cultural cuya difusión ha alcanzado contornos
de una mayor área de edad, condición por la cual le podemos asignar una muy remota antigüedad.
Se conviene que tan sugestivo nombre: SOPAYACO —regional alteración fonemática
de Supay Yacu— significa agua del diablo, quien sabe agua diabólica ¿Y por que no podría tener
una interpretación más poética tal como la de fuente infernal?... Cosa de lingüistas.
Por una empinada rampa boscosa desciende un hilillo de agua de hediondez insoportable,
que inesperadamente se abre en un plano lleno de pedruscos. Quien bebe esas aguas, se dice por
allí, es un candidato seguro a las alteraciones mentales, que la cabeza da vueltas, que esto, que lo
otro y lo de más allá...
Venía galopando el caballazo del mayordomo. Era uno de los capturados a la tropa. El
ruido de la hacienda se cortó en seco; se oía el cuchicheo de las hijas de Benel al preguntarse el
porqué de aquella intempestiva reunión.
- ¡Muchachos, todos a armarse!... Por los datos que acabo de recibir de Rafa Gallo, viene
gente nueva-. Rápidamente se aprestaron todas las gentes de armas de Silugán. Empuñaron sus
carabinas listos para sorprender y salieron con dirección a Sopayaco.
La Guardia Civil, empleada como cofactor potencializante, hacía su debut en las
postrimerías de la resistencia heroica de los guerrilleros. Un escuadrón de caballería comandado
por el mayor Emilio Vega, venido de Santa Cruz de Succhabamba, dando un largo rodeo por el
valle de Sócota y Santo Tomás llegaba a la hacienda Sopayaco, retaguardia de Benel.
En el villorrio miserable de Pimpingos, obtuvo, el auxilio de los desalmados de la región:
los bandoleros Fonseca, y al medio día del veintiocho de julio del año veintisiete, ocupaban la
hacienda Sedamayo, propiedad de Benel, donde éste se encontraba después de largos años de
recio batallar.
Y he aquí que Benel conocedor que la guardia venía por la pampa, ordenó la
concentración de sus efectivos en aquella llanura.
- ¿Cuál de ustedes conoce la Pampa de Sopayaco? -. Inquirió el viejo guerrillero.
- ¡Yo voy, papá! -. Espetó Demetrio.
- ¿Cómo, tu conoces mocoso del diablo?
- Sí, papá, y bien... Y he recorrido también el camino que va para el cerro. He ido para
allá a buscar los panales de miel, que los hay bien sabrosos.
- ¡Capitán Castañeda! -. Llamó al oficial guerrillero haciendo un gesto con la mano
izquierda. .
- ¡Presente, mi coronel!
- ¡Veinte hombres con usted y a tomar el cerro de Sopayaco. Mi hijo los guiará! -. Y
dirigiéndose al mocosillo con un sentimiento de pena, pero con cierta autoridad paternal, le dijo:
- ¡Arrodíllate, hijo... Qué el Espíritu del Gran Dios te proteja! ... ¡Vayan con bien!
Y se alejaron los guerrilleros. Momentos después, luego de haber desbrozado el negro
camino, estremecidos por el viento, jadeantes, coronaron las cumbres de Sopayaco.
Gran sorpresa se llevaron los rebeldes, acostumbrados solamente a pelear con los
regulares, hombres del ejército, cuando avistaron al primer guardia civil caminero, sombrero de
ala, forradas las piernas con negras polainas y con capote rojiazul, que venía seguido de gran
acompañamiento.
- ¡Guailulo, guailulo! -. Exclamaban llenos de regocijo. - ¡Vengan a reparar a los
guailulos, corran, corran muchachos!
-Francamente hablando, no pensaba que nos atacasen hoy. Es el día de la Patria -.
Exclamó entre triste y furioso Segundo Benel.
Se sabe que el guailulo es la semilla de una planta de caluroso clima, de inflorescencia
dehiscente y la familia de las leguminosas. Esta semilla, por lo demás, pequeña, tiene su pericarpio
bicolor, exactamente igual a los antiguos capotes de la Guardia Civil.
A lo lejos iban apareciendo pequeños grupos de jinetes enemigos que emergían de la fila,
pero los guerrilleros, al principio, con firme decisión los rechazaban uno a uno. Los Benel y sus
guerrilleros estaban apostados en el interior de pequeños refugios excavados a la guerra y
parapetados tras el pedrerío del cerro. Una torcaza reclamaba a su compañera en campo abierto.
Puguuu, puguuu.
Relinchos penetrantes y lejanos advirtieron que en las inmediaciones habían caballos,
foráneos. Una lluvia de balas surgió de la yungla. Disparaban sobre las sombras difusas que
aparecían aquí y allá. Los proyectiles unos tras otros buscaban los cuerpos de los jinetes mientras
los alaridos de los guerrilleros los desconcertaban.
Los guardias fueron sorprendidos en hacinamiento, casi incapaces para defenderse y
desplegarse en combate en espacio reducido. Pero aparecían y aparecían compactos grupos a
entablar combate. Era indubitable que se aproximaba una gran fuerza; en torno a los guardias la
tierra retumbaba al paso de los corceles.
El insurgente Castañeda que se batía con ardor vio como los guardias pugnaban por difluir
en los bosquecillos y otros grupos seguían apareciendo por la fila al trote. El oficial de guerrillas
en su afán de ofrecer resistencia desesperada, y supersticioso al fin, orinó y con el chorrillo
caliente y corvo dibujó una cruz en el suelo.
- ¡Demetrio, Demetrio!; Gritaba el capitán. - ¡Corre y dile a tu papá que envíe más
refuerzos, y que si logramos contenerlos un momento más la victoria será nuetra!
Se oyeron varias detonaciones seguidas, y cuando los fragmentos cesaron de caer se vio
a Florencio Paquirachín, el guerrillero poeta, como le habían pulverizado la masa encefálica,
algunos de cuyos pedazos cayeron en los labios del pequeño Benel. Este en el azar de la carrera
para cumplir la orden del bravo capitán, fue herido por un fragmento de granada que explotó a
cierta distancia y le atravesó la pierna. Aún sangrante y cojeando seguía veloz. Su madre al verle
llegar herido se desmayó. Tenía el rostro pálido y agitado. El teniente Manuel Perales, con otros
guerrilleros resguardaban los bajíos de la playa.
Hasta los atacantes llegaban los aullidos de los rebeldes que luchan con denuedo, pero ya
en retirada en las montañas. Y a partir de aquí, los días subsiguientes serían los más precarios.
Los alaridos guerrilleros se fueron haciendo más y más débiles mientras se alejaban. Se iban,
pues, retirando para reorganizarse y atacar de nuevo. Hicieron una finta por el norte y escaparon
por el sur.
Los guardias los empujaron con brío ganando la bajada. A los breves momentos el campo
quedaba desierto y despejado.
Los refuerzos no llegaron y los rebelados tuvieron pues que ceder combatiendo. Los
Benel se refugiaron primero en Las Lagunas, cristalinas charcas de bordes bajos,
' donde mezclados en amistosa armonía viven muchas especies de animalillos en aparente
paz, o por lo menos, en suspenso momentáneo su lucha por la supervivencia.
Después del combate y de la huida, los guerrilleros tendieron sus ponchos y se distrajeron
jugando la pinta y la baraja.
Desde ese instante Benel experimentó mucha preocupación. Hablaba para sí: -Hemos
ganado todas las batallas. No nos han podido vencer hasta ahora... Pero, esto tiene trazas de nunca
acabar-. Algo malo presentía ya, y desfilaban raudos ante sus ojos los episodios de su bizarra
resistencia. Su corazón se debatía entre la duda y el desaliento, el dolor y la angustia. Cuatro años
de guerra habían pasado, un mero parpadeo de la historia...
Y es que, seguramente, Benel ¡hombre duro! estaba volviéndose viejo, y por ende gruñón.
Comenzaba a enflaquecer, la barba y el bigote le crecían día a día y su cara veíase aún más surcada
de arrugas. Sin pronunciar palabra, revisaba siempre el cerrojo de su carabina, la reserva de
proyectiles que cada vez disminuyen, pero sonreía cuando sus diezmadas fuerzas dormitaban bajo
su cuidado a la sombra de los árboles.
- Duerman, cholos duerman... Mientras Eleodoro Benel viva, él será el centinela de sus
sueños.
De sus desharrapados guerrilleros, fieles hasta el último, estaba orgulloso Benel. De ellos
no esperaba una traición ya, ni una ofensa, ni una delación. Sus bravos benelistas se batieron por
él como leones. Le causaba pena licenciarlos, empero, ya forzado por las circunstancias, poco a
poco, tuvo que verse obligado hacerlo. El noble coronel de guerrillas .se desprendía de sus pocos
centavos que le quedan para gratificar a sus guerrilleros... Los fusiles comenzaban ya a dejar sentir
su peso en el hombro de los combatientes.
POR LOS PEÑONES DE SEDAMAYO
Por las aristas rocallosas de los peñones de Sedamayo, caminaban materialmente
vencidos alguno de los hijos de Benel y Tomás Castañeda. Avanzaban con mucho cuidado por
los senderos peligrosos, pero aún con corazón para proseguir la lucha. Pegaban y corrían.
Golpeaban y fugaban.
Castañeda, herido en el hombro en Sopayaco, y los Benel sentían zumbar por sus cabezas
y rebotar en el suelo los disparos de sus ya lejanos perseguidores. Estos evolucionaban alrededor
de aquellos como halcones hambrientos tras sus presas.
Algunos días después, las tropas llegaron a enterarse que Castañeda encontráse aun
reponiendo de la herida, en el sitio de Juana Lapa, junto con un núcleo de guerrilleros. Los
gubernamentales atacaron a los rebeldes bajo el mando del teniente Ochoa, oficial subalterno
eficiente, que había realizado una gran labor de tanteo y exploración por la comarca.
Un estallido dejó sin ojos al militar cuando oteaba con su catalejo el emplazamiento de
los rebeldes. La persecución arreció y los acompañantes del guerrillero iban cayendo diezmados.
Castañeda, pudo al fin, escapar a Chiclayo, de donde logró fugar a Guayaquil con el auxilio del
Prefecto Russo.
El fundo Sauces y sus alrededores fueron puestos a saco e incendio, su ganado requisado
y trasladado a Cutervo para rancho de los batallones; su comercio de Querocotillo sufrió las
consecuencias irremediables del saqueo y las mercaderías fueron rematadas en las calles por la
soldadesca.
Leopoldo Castañeda, padre del guerrillero Tomás, se encontraba por entonces en
Chiclayo, en condición de preso político, “por sospechas de encontrarse comprometido en actos
subversivos”
EL CUENTO DEL CEMENTERIO
Y habló entonces Antonio Estela a todos sus compañeros diciendo:
-Esto me lo contaron en Niepos, y en lo que a mí toca, he aquí que sólo voy a repetir el
relato...
Se encontraban en la cumbre de un anónimo peñasco bañado de sol, amontonados a la
espalda de una mole roquiza cuboidea. Huían de los campos, en todas direcciones, caminos
extraños plagados de centenas de soldados, y a lo lejos se difuminan azules las montañas. Eran
hombres que empezaban a sentirse vencidos, y esto también lo habían comentado antes con
emocionada gravedad.
- ¿A qué te apuesto que no te vas al panteón? -, siguió diciendo el guerrillero Estela. - Así
le dijo una de las personas de la reunión a ño Rubén Verástiga, en Bambamarca. Y este señor
contestó: ¿Yo? ¡Claro que voy! ¿Por qué no he de hacerlo? No hay por que tenerle miedo a la
quietá de los dijuntos. Cierto es que los cementerios me infunde respeto, que caray, pero diay no
pasa … Yo, dejuro, dijo ño Verástiga, me largo allá mesmo, envalentonao con unos cuantos
tragos.
Pero, dizque siguieron burlándose y haciéndole pulías, y entón ño Rubén, amargo yay se
jondeyó pal panteón, a la tumba de uno bien conocío, ño Domingo Mejía, que había peleyao en
San Pablo contra los chilenos.
El frío dizque apuraba y tamién la oscurana, así es que cazaron las apuestas, y ño
Verástiga se fue tapao su güen poncho... Eso sí, se marchó bien armadazo con las copas.
-Bueno ¿y qué pasó? - inquirió Arturo Coronel.
-Pasó que el aullido del viento lo hacía temblar a ño Verástiga. Empujó la reja, y ya en
dentro del cementerio, escogió la tumba y depositó la corona de flores de papel en la cruz del que
peleyó en San Pablo, que estaba medio ladeyadita, pa que lo veyan los otros al siguiente el día,
entón pa pagar la apuesta que era de diez pesos juertes, y das das volteyó al pueblo ... Pero sucedió
que no pudo dar paso. Lo tenían empuñao, y entón comenzó agarrarlo el miedo que iba
aumentando y aumentando. Gritó, llamó y naides le hizo caso. Forcejeyó bastante, bastante hasta
que se resolvió dejar poncho, sombrero y todo y salir carrera abierta.
Al llegar al pueblo contó aquella horrible pesadilla, muerto de miedo y de frío, y al día
siguiente, se jueron ajustar la apuesta. La corona estaba ahí, pero no eray la ánima la que le había
pescao el poncho. Eray otra cosá. Allí estabay aquel poncho, enganchao en un clavo de la mesma
cruz que servía pa colocar ofrendas... Esto me lo contaron en Niepos, y tal y conforme les cuento.
En el atardecer veían esfumarse los picachos de la Cordillera Norteña bajo espesos bancos
de nieblas.
EL CORONEL HERRERA, ANDRES BARON Y EL CUENTO DE
LA DELACION
Diseminadas en sus cuarteles y en los alrededores, llevando una vida monótona y de
desenfreno, las tropas del gobierno preparábanse para el asalto al bastión, que sería penúltimo, de
Benel.
Muy asustado llegó a la prisión, por orden del coronel Herrera que campeaba como jefe
de las tropas de la Guardia Civil en Cutervo, un jovencito cenceño, de vivaces ojos, blanca la tez,
pequeñín, muy decidor él, amigo de Benel y benelista empedernido. Era ni más ni menos que
Andrés Barón Berríos, vencedor de Cervantes y Delgado en Cuchea y de Matos en Callacate.
Balanceándose entre los guardias que le oprimían, estrujan y jalonean, llegó ante la
presencia del coronel, quien ordenó su inmediata ejecución. Era un tiempo de continuas
incursiones de la Guardia Civil.
Andresillo recuperó la serenidad y tornóse reilón y parlanchín, como era su genio. Ante
la inminencia de su ajusticiamiento, los familiares pidieron clemencia para él, y es entonces
cuando acude a su mente una idea salvadora. Pesó y sopesó el pro y el contra de la cuestión, y
luego arriesgóse a poner en práctica su plan.
Luego de las primeras gestiones, del calabozo fue llamado por el señor coronel.
- ¿Qué desea exponer? -. Díjole receloso, aunque parecía interesarse vivamente en lo que
iba a decirle el prisionero.
- Mi coronel... Quiero exponerle un plan ¡Qué le parece? . .. Me comprometo a entregar
a Benel, vivo y con todo su parke, sin más trámites. Y este ofrecimiento lo hago sin que sobre mi
persona se ejerza presión de clase alguna.
- ¿Y quién le garantiza a Ud. del cumplimiento del plan que ofrece ejecutar?
-Mi palabra de varón, solamente. Por algo, mi coronel, me apellido Barón... Yo entrego a
Benel, señor. Conozco los lugares, las pachacas, las guaridas, los atrincheramientos... Sé también
dónde y dónde acampan a dormir cada día de la semana; sé dónde se proveen de víveres y quiénes
forman la organización de su abastecimiento, sea de víveres o de municiones que penetran desde
Chiclayo o desde el Ecuador... Y, en fin, mi coronel, toda una serie de datos más, muy
provechosos para Ud.... Bien entendido que si no cumplo con lo que ofrezco, Ud. procederá de
inmediato a mandar fusilarme.
- ¿Está Ud. seguro, amiguito, de lo que acaba de manifestar? ¡No le pese luego!
-Bien seguro, coronel.
-Muy bien, muy bien amiguito. Será debidamente recompensado... En nombre del
Gobierno legalmente constituido le doy las gracias. Ud. era la persona que necesitábamos, y
utilizaremos sus servicios, valiosos desde luego, en nombre de la Nación... La Patria se lo
agradecerá.
El coronel hizo algunas disquisiciones con varios de sus oficiales, y metidas las manos en
los bolsillos, con los ojos fijos en el cielo raso del despacho, ordenó se le vistiera al preso igual
que cualquiera de los guradias civiles.
Barón marchó con la tropa hacia el fundo de su propiedad, La Yerbabuena, sin mayores
anomalías. En el viaje, ganóse la estimación de la tropa y oficiales, por lo menos, en apariencia.
Ordenó se sacrificarán dos novillotes para el rancho de los efectivos e hizo cosechar yucas, así
como segar forraje para la caballada.
-Mi coronel... Falta grande que les hace un poquito del buen llonque para la pobre tropa,
que con seguridad está rendida ¡Un trago, y espíritu «levantado!
Pero, esto es imposible, aunque muy bien lo merecen, hombre... Ud. ve que los
reglamentos... Los reglamentos.
-No se preocupe. Yo puedo proporcionarles, mi coronel. Al frente, en el otro fundo mío,
tengo en existencia varias barricas que dejé el otro día... ¿Si Ud. gusta, que se sirva acompañarme
un guardia, o dos o tres? No tenga desconfianza de mí.
-Pues, se dijo y se hizo ¡Conforme! Eso es hacer patria.
Barón y sus custodios llegaron al fundo de Chumbicate, y aquél penetró por una puerta y
desapareció por la trasera.
-Tiempo tarda este sujeto Exclamó el guardia que le vigilaba, con cierta impaciencia. Los
campesinos que servían en el fundo se echaron a reír.
Búsqueda inútil hizo el guardia y presentáronse a su coronel en La Yerbabuem ¡El pájaro,
osado y audaz, escapóseles de las manos!
Unióse Barón a los rebeldes que se encontraban media legua más al norte y les informó
en detalle todo lo que había visto, el número de efectivos, nombres de los jefes que marcharían a
combatirlos, armamentos, etc.
Una tromba de negros pensamientos y de rabia precipitóse en la mente de Herrera. Presto
ordenó poner a saco y quemazón los fundos del prófugo: Miradores, La Yerbabuena, y
Chumbicate. Requisaron equinos y vacunos, y no quedó casucha en pie. El furor de Herrera no
conoció fronteras, se ensañó hasta con el grupo de perros que echados en los alrededores de la
casa fingían dormir y guitarreaban rascándose las pulgas, para así morder mejor a los incursores.
El antes dicho Barón, vive aún; le conocimos en Chiclayo.
EL ULTIMO REDUCTO DE BENEL
El último reducto de Benel — Silugán — permanece todavía inconquistable.
El día era gris y deprimente, cubierto de nieblas bajas. Quizá pronto descargaría la lluvia.
Cada brizna de hierba y los vegetales de la yungla aparecían adornados con gargantillas y rosarios
formados por gotas de escarcha.
Las tropas hicieron su irrupción, con aire retador, por todas las lomas que rodean la casa
hacienda. En breve asamblea de familiares y el resto de los sublevados, decidieron defenderse
como lo saben hacer los valientes. Empero, tenían la desventaja de haber quedado reducidos a
número tal de hombres, que no cabían en la palma de la mano. Era sólo un núcleo minúsculo de
combatientes que no llegan a veinte, y aunque su valor combativo era recio, las provisiones, los
cartuchos y el dinero escasean ya.
Valdeiglesias, a la sazón coronel —el bravo soldado ascendió después de su derrota en
Changasirca, donde se batió como tigre— cumpliendo un plan trazado de antemano, atacó con el
coronel Herrera, la hacienda Silugán, en una maniobra envolvente. Mil hombres se esparcieron
por elongadas elevaciones y montículos.
Pensaron encontrar seria resistencia en este reducto, mas, anduvieron equivocados. Una
hora de combate bastó para que el puñado de valientes constituido por quince guerrilleros, entre
los que se cuentan los Benel, dejaran el campo a un batallón de infantes y a un agrupamiento
copioso de caballería de la Guardia Civil, a los que se sumaron los bandoleros de Pimpingos -
igual que al principio de las guerras que encabezaba el cuatrero Alejandrino Fonseca, cuya ayuda
estuvo estipendiada por todos los ganados que tuviesen Benel y sus amigos en los campos, amén
del nombramiento de comisario de la comarca colindante con la provincia de Jaén, y carta blanca
para cometer a su antojo tropelías, abusos, carnicerías y robar sin riesgo ni castigo, que le
otorgaron las autoridades.
Eloy Benel comandó a los quince sublevados que se baten en sus atrincheramientos por
los alrededores de la casa. Los rebeldes impedidos aún de sacar la cabeza bajo el nutrido fuego
del enemigo, se las ingeniaban para disparar de rato en rato. En la mañana nublada, en las líneas
avanzadas de los gubernamentales, se veían los chispazos de los fusiles, y entremezclados con los
velos de niebla se oyen las invectivas. .
- ¡A tres fuegos nos, han empuñao los soldaos! Dijo el Antonio Estela disparando su
máuser. - ¡Ahí van dos! Gritó desaforadamente.
- ¡Ah caray, aguaita como nos tiran bala de todas las lomadas! -. Farfulló otro combatiente
cuando se rasgaban en jirones las nubosidades de la mañana. En verdad, que todo aquello parecía
un ebullente vórtice.
- ¡Vamos a ver, tú, cholo! -. Ordenaba nervioso Eloy Benel. - ¡Vé y dile a mi papá si es
su voluntad que nos quedemos plantados aquí o escapamos el bulto; que son como mil los
atacantes; que nos están golpeando fuerte; que estamos rodeados aunque todavía no hay bajas!
El viejo Benel en inteligencia de que se combatía con encarnizamiento y que la situación
del puñado de hombres bajo el fuego reconcentrado de los asaltantes era insostenible, ordenó la
retirada. Los sublevados escaparon por la playa del caserío de Tablabamba bajo la presión
constante de las balas gobiernistas. En un recodo del camino, Juan Roncal, encontró un hombre
en actitud sospechosa; en efecto, era espía de los gubernamentales. Después de gritarle con su
vozarrón y dando muestras de su agresividad le descerrajó un tiro en el pecho que le encaminó al
otro mundo.
A las pocas semanas el Juan Toro se remontó por los cerros de Ayanchacra, en los altos
de Querocoto.
¡AL VENCEDOR EL BOTIN! LA BARBARIE
Las tropas combinadas sólo se retiraron de Silugán después de haber sembrado muerte y
desolación en todas direcciones. Incendiaron la casa hacienda y los bohíos de la peonada,
quemaron las sembraduras de caña, talaron los cafetales, los huertos de frutales, los extensos
cacaotales, y finalmente desmantelaron los trapiches e instalaciones para destilar aguardiente y
fabricar chancaca. Los ancianos peones templinos de rostros enjutos, anémicos y tostados por el
sol fueron asesinados en su totalidad, unos en sus chozas y otros cosidos a bayonetazos por entre
las chacras, montes, caminos y quebradas.
Alejandrino Fonseca, feroz, indoblegable y de fláccida figura, emanaba por todas partes
repulsión. No se adivinaba en su rostro, ni un rasgó, ni un pensamiento de bondad.
- ¡Vaca, vaca, vaca! … ¡Pas, vaca!
- ¡Toro, tesa! … ¡Tesa, toro … Tesaaa!
- ¿Sube, sube toroo!... ¿Aaaaaa- Aaaaaap... Caballoooooo!
Entre mugidos de vacas, bramidos de toros y la grita de los bandoleros, tan presto las
reses se reunían en un sitio acosadas por los jinetes, como tan luego salían corriendo de atropellada
por diferentes lugares, entre el alboroto de los soldados o de los bandidos rodeadores, para
terminar, congregándose en el camino.
Con la punta del cañón de las carabinas, los Fonseca, hincaban las ancas de las reses y las
excitaban para salvar cercas, atravesar zanjones y encaminarlas hacia sus corrales situados en
apartadísimos rincones: ¡Al vencedor, el botín!
Nacidos para hacer el mal eran desafiantes y despreciativos. El Alejo Fonseca, capitán de
su banda, creíase vivir en el centro del universo. El pelo erizado, los ojos saltones y duros,
convirtióse en el amo de esos parajes. Armado hasta los dientes, con su jauría de potros, junto con
sus Secuaces y vomitando odio penetraba en las chozas de los hombres amigos o trabajadores de
Benel.
- ¡Muérdelo, muérdelo! ¡Arrástralo pa afuera!
El amo azuzaba la jauría con un alarido en la voz y se golpeaba los muslos con las manos.
Guau Guau Guau … Guau Guau Guau.
Ladraban incesantemente los canes rabiosos, absurdamente excitados, a la vez que
atropellándose tiraban del cholo indefenso, caído e impotente. Buscaban a los guerrilleros
hurgando con la punta de sus carabinas en los montes y en las pilas de hojarasca, en las cuevas,
en los hoyos y en los matorrales. En su afanosa brega no dejaron un rincón sin inspeccionar, ya
que a todos los conocían a palmo; con sus pupilas inyectadas amenazaba la muerte inminente.
Aquella región ubérrima, restos de bosques, recuerdos de hermosas chacras de tiempos
señoriales, aquellas salvajes laderas cubiertas de vegetación testaruda, quedaron como mudos
testigos de la destrucción. Arboles mutilados, umbríos y monstruosos que desafiaban al cielo y
con ellos se mezclaban los rumores de la tarde.
Después de caer la noche se veían en la oscuridad lenguas de fuego que retaban las alturas
en dos leguas a la redonda. Los bohíos de los benelistas ardían... Toda casuca en la que no
flamease el blanco banderín estaba de hecho condenada al incendio. Todo hombre o mujer
caminante y que no portase salvoconducto, era asesinado sin piedad. Entre las paredes simples
caña y barro de las habitaciones oscuras veíanse quemadas las guayungas aún atadas con
guanshiles, y sus granos desparramados unos, y transformados en cancha otros por acción del
fuego. Las palas, las lampas, las barretas y los picos yacían retorcidos por el calor de la fusión y
mohosos por el tiempo que están abandonados. Arados, peines y toscas cucharas, artezas de
madera y cestos de fibra entretejida chamuscados. No fue perdonada ni la vejez ni el sexo. Los
niños eran requisados y enviados a Cutervo u otras guarniciones para repartirlos entre la
oficialidad, muchos fueron remitidos a las familias de aquellos militares en los centros urbanos
costeños; más de una rabona y las trotaconventos solicitaban de una a dos muchachitas para la
servidumbre … ¡Gajes de la dominación y de la conquista! Los tiernos niños, huérfanos de todo,
sin techo y sin pan, sirviendo a los victimarios de sus progenitores.
A la llegada de las noches, furtivas sombras de familiares movían entre los cadáveres
abandonados, en pertinaz búsqueda de sus hijos, esposos, compañeras o padres ametrallados. El
guerrillero Antonio Estela nos relató en Chiclayo que también fueron sorprendidas dolientes
madres que rezan con sus hijos muertos entre los brazos, ya excavando sepulturas ya silabeando
mimos o entonando lamentables cantares de cuna, faltas totalmente de razón, y como si sus
retoños estuviesen adormitados o bajo el efecto paralizante de la narcosis y no ojalados sus
cuerpos por la punta de las bayonestas.
Decenas de hombres fueron transportados hacia Cutervo y victimados en medio de
espectáculos terroríficos, grotescos y escalofriantes. Cuando lograban eliminarlos en los cerros o
en los caminos, sólo eran llevados a la ciudad las testas de los infelices ejecutados.
La cabeza de Pancho Pérez, con los ojos desmesuradamente abiertos, la cara
ensangrentada, raleada la barba y demostrando en su rostro el terror que sintió al momento de su
muerte, fue paseada en una pica —como las de Gonzalo y Carvajal— por calles y plaza de
Cutervo.
Benel y los suyos, huyeron a refugiarse en el bosque de las montañas de Tarros, llamadas
así porque uno de sus primeros propietarios, el de mayor antigüedad, se llamó Joaquín Tarros.
LA HUIDA
- ¡Perros! Chilló Benel cuando se encaminaba a las montañas. - ¡Tienen para acordarse
de mí hasta en el día de su muerte!
La canción de los pumas, ágil e inquietante, desgarraba por las noches el silencio ominoso
de la yungla. Pareció al principio un rugido desesperado, cada vez más furioso, hasta que se
interrumpió de pronto, antes de finalizar, en un rugido innoble. De cerro en cerro retumbaba el
eco.
- Está herido ese puma -. Se oyó decir a Benel en la gruta donde se refugiaba. - Alguien
le ha tirado su balazo.
Por entre la maleza, apartando el follaje atisbo Benel, no pudiendo percibir nada en la
oscuridad. Caminaba con confianza hacia la quebrada, dirigiéndose a buscar al félido en la
negrura de la noche, pues de allí parecía provenir el rugido.
A lo lejos, los ladridos de los perros semejaban ruidos de campanas. La luna inmóvil
derramaba desde el cielo su luz sepulcral por entre las rasgaduras libres del follaje.
A estas alturas sólo acompañaban a Benel siete guerrilleros, cinco de los cuales eran
hermanos maternos, de las vecindades de La Samana, además de Juan Toro. Taciturnos y casi
aniquilados por la larga campaña se encontraban: Javier Benel Cubas, hijo del caudillo de los
guerrilleros, el Artemio Campos Cubas, el César Camilos Cubas, el Darío Campos Cubas y el
Arturo Coronel Cubas. Su estado era lastimoso, se les veía sucios, con hambre y harapientos;
huesos y músculos bajo la piel de dos de ellos.
Los Benel se nutrían del sabroso jugo de las achupallas, de algunos rizomas de palmeras,
frutos y raíces silvestres, y bebían el agua que se deposita entre las tubulares hojas de los grandes
tuyos.
Transcurrían semanas sin que llegasen a probar sal. Aquí Benel licenció a otro rezago de
guerrilleros. Era hondo el tormento que experimentaba al despedir a sus hombres de armas;
sollozaba a ratos en medio de la yungla, brava, rumorosa, implacable y bárbara
Mientras un centinela vigilaba desde las, alturas los movimientos de las tropas, los
guerrilleros sufrían viendo, el doloroso cuadro de su caudillo abatido.
- Patrooon -. Empezó diciendo un hombre Corpulento, coloradote, de macizas espaldas,
uno de los pocos que se rasuraba la barba y el bigote de pelo negro lacio, cara redonda y la mirada
apacible. Apretaba lleno de angustia la mano de Benel a la vez que engañaba al estómago con
unos dulces frutillos de lanche — de zorro y de cristiano también — que guarda repletos en uno
de los bolsillos del saco. - Y cuándo nos toque ir, patrón ¿nos llevaremos las armas?
- Las llevarán, claro está... Conserven las armas, les han de ser muy útiles… Por si acaso
resérvenlas, resérvenlas con dos proyectiles: uno para el enemigo que acosa y otro para uno
mismo... No hay que dejarse coger vivos. En mi persona todavía no se ha cumplido la última
desventura de un jefe, cual es la de no gozar de la ciega obediencia del subordinado.
El Arturo Coronel, inmóvil, lleno de estupor y admiración, enmudecido, decidió seguir
aún sin apartarse del lado de su coronel.
Por las noches, los exiguos guerrilleros en acción —por más que estuviesen bien armados
no podían olvidar el hambre— bajaban furtivamente, hacia; los pocos sembríos de yucas del
patrón o de los vecinos, reptando; a gatas, escabulléndose, arrastrando sus fusiles, a desenterrar
la liliácea, y llevándose también los tallos de hojas ensiformes, mientras los soldados guardianes
roncaban, plácidamente por decenas alrededor de las chacras arrullados por los ruidos nocturnos
de los bosques.
TAMBIEN LLORAN LOS VALIENTES
Y por las noches decían también alabanzas al Creador. La esposa de Benel dirigía el rezo
y los capitanes, los benelistas y el resto de familiares de Benel elevaban su corazón hacia Dios,
en alta voz; el conjunto de rezadores producía un zumbido igual al vuelo de los moscardones, en
medio de la exuberante vegetación.
Y entonces dudaban el lugar del refugio; a veces subían al sitio de El Mineral, a veces
hacia Los Ventarrones; y sucedía que dormitaban los cuerpos tendidos sobre el duro suelo y las
cabezas apoyadas sobre los troncos de los móntales.
Y así anduvieron seis meses. Demetrio cargando la Savage de su padre, sin que nadie
pudiera impedírselo.
Y un día de esos en el que llovió en abundancia tal que las aguas corrían a torrentes,
enlodando hasta el sitio donde, se sentaban las mujeres, el viejo Benel “lloró de sus ojos”,
conjurando en el aire confusos rumores, incoherentes murmullos del pesar y de tristeza, gemidos
de indescriptible melancolía; lloró sincera, espontánea y tristemente, con majestad y decoro,
mientras las mujeres buscaron el amparo y se acurrucaban en la sombra negra de un grueso tronco
añoso con ramazón y hojarasca, apretujáronse allí, y el aguacero sin trazas de acabar.
Benel enjugaba sus lágrimas con el pañuelo en el silencio de la tarde y las gotas caían
también de las hojas de los árboles. Se veía ya en él la sombra de la muerte. Lento, grave, sin
levantar los ojos, dirigiéndose a los Cubas, dijo:
- Ustedes, necesito que me acompañen... Parece mentira, pero nunca nos hemos visto en
esta situación. Mal sobre mal se ha cernido sobre nosotros, en estos días, sobre todo, más nunca
hemos dejado de clamar a Dios… Hasta con hambre vivimos... Y mi esposa, y mis hijos, y
ustedes… Pobres, en medio de tanto infortunio, y contra el cuál no se puede oponer otra cosa que
estoicismo.
Los guerrilleros taciturnos parecían espectros.
- ¿Qué hacer pue patrón?... Hay que aguantar la leche o los ocho reales-. Replicó el Arturo
Coronel. Y agregó para olvidar su mortificación - Patrón Benel... Lo ques, nosotros vamos con
usté hasta el último.
Y la tarde pluvial iba desembocando en la tenebrosa caverna de la noche.
A la Mañana siguiente los despertaron lejanos tiros de fusil.
Oscar R. Benavides - Protegió a Benel con armas y dinero
LOS DIABÓLICOS VÁSQUEZ
PAYAC
Nubarrones de polvo levantaban los andares cansinos de un millar de hombres sobre las
armas —que después de arrasar Silugán y vivaquear en Cutervo por diez días— bajo el comando
de Valdeiglesias y Herrera marcharon hacia Payac, lugar donde se encontraban los rebeldes
reorganizados, en la margen izquierda1 del río Chotano.
Una columna mandada por Herrera, atacaría por la tierra brava de Lanches, y la otra con
Valdeiglesias operaría por la retaguardia, sea dicho mejor, por Callacate, bloqueando la comarca
donde se ubica un resto de alzados.
Los Vásquez no disponían arriba de veinte combatientes. La jornada había empezado
algunos días antes con el Cojo Flores —que sombrero a la siniestra, abanicándose el rostro y el
máuser en la diestra— mandaba excavar atrincheramientos a todos sus hombres en el camino,
que conduce a, Cutervo. Jadeantes y nerviosos recordaban que existe comida sólo para pocos días.
Avelino, con los otros diez restantes, trataba de defender, apostado en lugares
estratégicos, la entrada a Callacate. El viento soplaba ruidosamente sobre el follaje de los árboles.
El Cojo aspiraba con deleité por sus fosas dilatadas el suave y húmedo aroma del amanecer. De
pronto exclamó desde su atalaya:
- ¡Ah, ja ja! . . . ¡Alla van por toos los laós! ... ¡Son muchos, muchísimos! ¡Estos caguetas
por hoy tienen la juerza!... ¡Nosotros los pantalones!
A dos centenares de metros se estiraban, se encogían, avanzaban y se protegían más de
cuatrocientos gubernamentales del batallón 9 de infantería; número menor de guardias atacaban,
por otra dirección al puñado de bravos de Avelino. Aquel ocho de agosto de 1927; cerca de un
millar de, regulares —entre soldados de línea y guardias— más los baqueanos combatían con
reciedumbre contra veinte guerrilleras de Lanches, combate que sería el último de las guerras de
Benel.
Empezaba hacer calor, el peso del sol se siente, a las espaldas ellas transpiran a través de
las viejas camisas y chaquetillas de dril de los de Lanches. Una ligera brisa agitaba la maleza y
mientras las quinas, los alisos y otros árboles coposos rayaban el aire con sus flexibles ramazones,
iban avanzando entre descargas y correndillas, y cayendo heridos los troperos unos tras otros.
Penetrar allí era igual que meterse al infierno: disparos, ruidos, derrumbes, voces, gritos y
chillidos en extraña competencia. Los soldados estaban hasta cierto punto paralizados en su
avance, y muchos, de ellos, simples y supersticiosos, creían que los Vásquez tenían cuernos y
cola como Satanás, o que poseían el cuerpo velludo, cuernos, cola y pies de cabra como el dios
Pan, pero que en lugar del pastoral e infaltable caramillo, emisor de sonidos musicales, les
acompañaba un buen rifle que sólo regüelda plomo. ‘
Los infantes del 9 se vieron pues así imposibilitaros dé avanzar un ápice ante el continuo
martilleo de las. balas.
Herrera ordenó y condujo el ataque de sus fuerzas por tres flancos, y en todos encontró
muy enconada resistencia. Descubrió, a fuerza de pegar duro, que los sublevados habían
construido una red casi perfecta de atrincheramientos y cubiertas, así intercomunicantes para los
taludes, parapetos, escarpas y glacis principales y secundarios, así para lograr el escape hacia la
floresta.
E iba observando el jefe de la fuerza policial la gran movilidad de los guerrilleros y su
potencia de fuego. Corrían de obstáculo en obstáculo, y de abrigo en abrigo, siempre golpeando.
El sargento Rimache puso pie en un atrincheramiento que tomó, con sus seguidores y a
bayoneta calada, encontrando para mayor sorpresa tan sólo un muerto de los rebeldes. Y lo hizo
con mucho coraje; bahía presenciado la muerte de uno de sus guardias, de apellido Rojas, quien
durante un pequeño resuello de los que suele dar el combate comía un bizcocho, a la vez que se
manifestaba alegre; —Si me han de matar hoy día, pues, que me maten de un tiro—. Y como en
la canción mejicana, el disparo llegó, justo a la boca, cuando finalizó de hablar.
El ruido aumentaba y las horas transcurrían fugaces. Tantas bocas de fuego ni el cacareo
de las ametralladoras habían podido lacerar a otro solo de los guerrilleros de Lanches.
Los Vásquez extenuados por la intensidad del combate, sin municiones, logran alcanzar
la primera hilera de árboles de la yungla y se van introduciendo en el bosque. Caminaron hasta el
crepúsculo, y al anochecer, ya lejos, en los leños encendidos de una fogata, asaron un caldo de
cecinas, descubrieron un puquio de agua fresca y yantaron su cancha hasta la saciedad. De pronto
se quedaron amodorrados.
A las ocho de la noche, el sargento y sus hombres penetraron en la casa hacienda Payac.
Iban, allá confluyendo a partir de esa hora, diversos grupos de guardias. El combate había durado
la mañana, por la tarde y parte de la noche. Las bajas de la Guardia Civil y de los soldados de
línea fueron retirados al día siguiente.
Continuó la desolación, el saqueo y el incendio. Ahora les tocó el turno al fundo Camse,
de Juan Montenegro, y Mamabamba, de Fidel Guerrero. Aquel atardecer, los labriegos que son
los primeros en acostarse en sus bohíos, empezaron a hablar de su desgracia. Un campesino ágil
y forzudo, picado de viruelas, se esforzaba en asegurar que su mujer era la más linda de la
comarca, y que no le importaba haberse quedado sin choza por el incendio, teniendo a su lado
semejante preciosidad.
Otro labriego guiñaba maliciosamente. Un pequeñín agitaba sus bracitos en el ¡suelo,
acostado en su blando lecho, un pellejo de cabra y dos mantas viejas.
MUERTE DE AVELINO Y DE OTROS SEGUIDORES
Avelino Vásquez, vencedor en mil jornadas, se mostró desde el principio reacio a las
ventajas otorgadas por el gobierno en su anterior arreglo con Benel.
Lo veía y no lo creía. Pero al fin cedió… Fue cuando los jefes militares con el subprefecto
Moreno, le atrajeron a sus redes, y le atraparon para aniquilarle junto con algunos de sus
lugartenientes, los fieros lanchinos, temerosos aún de que volvieran a las andadas.
“Contra ustedes no hay nada —le escribían constantemente a su refugio—. El asunto es
sólo con Benel. Si ustedes tendrían la gentileza de darnos razón del paradero de Benel y sus
familiares, mayor afecto cobraremos por ustedes…” Y la carta seguía larga.
Desde este momento Avelino entró en la ciudad, en paz con Dios y su conciencia, gozó
de amplias y al parecer efectivas garantías. Pero sólo era cuestión de tiempo: días más días menos.
Paseábase por la ciudad, adquirió mercaderías, proveíase de víveres y ejecutó una serie
de movimientos en completa libertad de acción.
Avelino Vásquez, totalmente innocuo por este lapso, ya casi finalizado todo asomo de
resistencia revolucionaria y Benel todavía acosado ferozmente, notábase completa evolución, en
sus modales, en su atuendo y hasta en su fabla. Calzaba ahora zapatos de finos cueros, usaba en
sus trajes sedosas lanas inglesas y tocábase la cabeza con ladeada sarita. ¡No podía ser menos un
bravo capitán de lanchinos!
Hasta tomó secretario. Puso a su servicio a un eficaz hombre del pueblo, un tal Dolores
Medina, reputado tinterillo, que leía y redactaba sus comunicaciones, así como cualquier otro tipo
de documento. Gozaba del prestigio de ser el más entendido pendolista de Cutervo; se parecía a
todos los hombres de su ralea, tenía la conciencia como la del escribiente don Dimas de la Tijereta
de que nos habla Palma; y eso sí, redactando solicitudes, actas, memoriales, demandas y
contrademandas, citando artículos e incisos legales y extralegales, nadie le ponía la mano.
Le estaban dando confianza al fuerte Avelino, y el estratagema resultó perfecto. Dando
formidables chupadas a su chusco y musitando para sí, el Cojo Flores dirigíase por una calleja
quebrada: - ¡Qué banquete ni que mula muerta! ... Yo mesmito quise ser de la montonera sabiendo
a lo que me exponía... Así es que, agarrarse con las uñas... ¡Hasta vernos patones poblanos!
Y mientras el Cojo cazurro se alejó con el tórax pendulando notoriamente hacia sus
querencias, resonaba aún en la mollera de Avelino las severas advertencias de su hermano
materno: - No te vayas, hermano, a ese banquete... Mira que es una tretilla pa’ agarrarnos... Si te
pesca, vete despidiendo de esta vida de negras pellejerías... ¡Acuérdate!
Yo, lo qués, no voy por ningún dinero. Me huele mal, muy mal la cosa.
-No, hermano. Ni pensar, no creas tal... Ya ves que yo confío enteramente en todos los
ofrecimientos del Subprefecto Moreno ¿Crees posible que nos engañe?
-Eres tú, hombre de edad y terco como mula tucumana. Sabrás lo que haces... Te vuelvo
a observar. Yo me mando al vuelito, dejuro.
Y el cojo Flores hizo bien. Entregóse al trabajo perdido por sus encrucijadas de insólita
fermosura y se olvidó de la azarosa vida del guerrillero.
Una cincuentena o más de invitados se encontraban reunidos en un almuerzo que
especialmente había organizado para sus amigos políticos, el subprefecto de Cutervo. Claro está
que no podía faltar de ninguna manera Avelino Vásquez.
La baraúnda estaba en su punto cuando el subprefecto empezó un discurso lleno de
fárrago. Era la señal convenida para atrapar a los guerrilleros.
- ¡Manos arriba!
- ¡Dénse presos facinerosos, algún día tenía que llegarles la hora, y les llegó!
Con la velocidad del relámpago se movilizaron los soldados disfrazados de civiles y
apresaron al jefe de Lanches y a otros guerrilleros sin que éstos ofrecieran resistencia o trataran
de defenderse.
- ¡Buena laya de ser amigos! -. Farfulló con rabia. Luego el montonero dejó escapar un
sordo gruñido. Su cerebro era una turbamulta de pensamientos. Demasiado tarde ya para darse
cuenta de que había sido engañado. La sorpresa le atornilló los pies al suelo. Tieso como un riel,
clavado en medio de la habitación, abriendo tamaños ojos, rodeado de bocas prestas a vomitar
plomo, fue vejado e insultado. Fieros destellos brillaron en sus ojos, pero se apagaron de pronto.
Toda su ira la vomitó en estas palabras, que les dirigió mirando a su alrededor:
- ¡Traicioneros, cobardes, jijunasgranputas! ¡No han podido pillarnos de frente por que
seguro nos tiemblan, y porque en todas las guerras les hemos dao hasta po él trasero,
gualmishcos!
Lanzó enseguida otra avalancha de peores palabras vulgares, sarcásticas, descabelladas;
insultólos con la mirada feroz, y destiló hiel con su sardónica sonrisa.
En medio de la algarabía de los circunstantes, paso entre paso, se encaminaron al
camposanto. Decenas de curiosos seguían la marcha de los que iban a ser ajusticiados. El capitán
Avelino Vásquez y otros doce lanchinos tenían que ser, debían ser fusilados después de su
asistencia al festín. Sudor, angustia, miedo, ansiedad les recorrían por los cuerpos.
Ya en el cementerio, Herrera dirigiéndose al capitán de guerrilleros, preguntó:
- ¿Por quién mueres tú?
- ¡Por defender a un hombre! ¡Eleodoro Benel! -. Contestó ya más dueño de sí, Avelino
Vásquez.
- ¡¿No te arrepientes!?
- ¡No, no me arrepiento. Pienso solamente en mi hijo!
En la revolución no es posible el arrepentimiento; para los hombres del régimen su
expiación se hacía indispensable.
Junto a él iba a ser victimado un niño de cinco años de edad.
Cara a cara con sus verdugos, cayeron al suelo, rechinando los dientes al sentir los
impactos. Los cadáveres quedaron insepultos, y cuatro hombres del pueblo fueron contratados
por los familiares de los lanchinos para que arrastraran los trece cuerpos a las fosas excavadas
con apresuramiento. Ganaron quince reales por la faena, y una vez que la concluyeron se volvió
a ordenar la ejecución de estos cuatro inocentes, contra los muros del cementerio.
EL TERROR SIGUE
Hurgaban con las bayonetas el pequeño cuerpo tembloroso de un hombre sesentón de
cabello cano, Epifanio Arrascue. Desnudo completamente, fue conducido sobre su propio mulo
al cementerio y ejecutado sin piedad.
Enternecedoras lágrimas derramaron sus amigos ante el inmisericorde soldado, en súplica
desesperada por salvarle... ¡Inútil, imposible!
- ¡Con salvoconducto o sin el, tiene que morir y morirá! -. Remarcando las sílabas
pronunció su inapelable sentencia el coronel Antenor Herrera.
El anciano Arrascue había llegado a Cutervo por cuestiones de su laboreo agrícola, pero
ya no tenía participación activa en la resistencia de los benelistas. Así lo probó con los documentos
que portaba. Sus alforjas llenas de dinero — sencillo y billetes — desaparecieron en un abrir y
cerrar de ojos. El ladrido lejano de los perros selló el triste final del que combatiera contra Zavala
en Churucancha tres años atrás.
Lejos de la soberbia y de los abusos de la soldadesca, a la vista de su choza improvisada
con chirriantes varillas, por el calor, sin desconcierto se enfrentaban a la realidad. Narciso Perales,
alejado de Chiclayo donde residió, encontrábase con un peón lisiado, el cojo Laureano Torres,
excavando el suelo de una chacra de Benel para extraer algunas yucas. El cojo renqueaba, y a
causa de ello, hacía su tarea con lentitud.
Don Narciso era el médico de toda la población campesina que dispersa y aislada vivía
en aquellos terrenos montañosos o cuasi selváticos de muy difícil acceso. Era también el médico
de los guerrilleros. Los despojaba de sus ropas ensangrentadas, trataba de contener sus efusiones
sanguíneas, vendaba las heridas y aplicaba torniquetes, restañaba la sangre y administraba
pócimas caseras y remedios de botica, detenía dolencias y calmaba padecimientos tratando con
ternura y compasión a guerrilleros duros que usan amuletos y creen todavía en brujería y
sortilegios, así como ignoran muchas de las elementales normas de higiene y salubridad.
Intimados con un ronco ¡Dénse presos!, caminaron luego alelados hacia sus captores,
convencidos de que les era llegada la hora fatal. El mayor Vega al tenerlos en su poder, ordenó
para ellos las peores torturas, inclusive se les amputaron los testículos; exhaustos por el bárbaro
castigo, casi cadáveres fueron colgados en los árboles y victimados junto con otros catorce
campesinos, por el delito de no tener el obligatorio salvoconducto.
- Si viéramos ganao la guerra —decía el Cojo Flores en sus montañas— todos los
peruanos estuvieran de nuestros amigos, los mesmos que hoy nos persiguen... Tengan cuenta que
nos mos levantao pa defender los derechos... Si a mí me agarran, ahí mesmito me fusilan por
traidor a la patria, como se nos presenta en toas partes, como mentecatos, como locos o
bandoleros. ¡Qué más dá! ... Todo el mundo se apresura a tirar su piedra al caído.
La malicia de campesino serrano, le salvó al Cojo Flores de una muerte segura. Vive aún
este cojo guerrillero en la estancia de Lanches, transformada ahora en alegre villorrio. Achacoso,
pero erecto siempre, por lo menos así le conocimos, labra aún su tierra que huele a humedad, con
el mismo denuedo con que antes tiraba la carabina. El manejo del arado y de la lampa le sirven
de lenitivo a sus arrestos peleadores.
AMOR, MUERTE Y LOCURA
Era joven y bonita. Bonita de falda larga, zapatón con hebilla y medias de muselina;
morena de ojos claros, de cabello endrino y de seno túrgido. Era una gitanilla verdadera la que
vivía en el poblacho de Colasay, de la provincia de Jaén. Manuelita Jiménez era su nombre, y
tenía encalabrinado a un mozo de nombre también Manuel, pero Barreda de apellido.
Arrastrada por el cariño del mozalbete, concluyó por huir con él hacia la casa de un
hermano del raptor, llamado José. Y encontrábanse en ajetreos para que el famoso Cura Pérez les
leyese la epístola de San Pablo; pero aconteció que “Shingo Mojao”, un teniente de la Guardia
Civil, exteniente de gendarmes y jefe del destacamento de policía acantonado en Colasay para
perseguir a Benel, hizo conocimiento del rapto.
Embriagado, con cruel cinismo e indignidad, acompañado de cuatro de sus guardias,
apresa a los dos hermanos Barreda y hace conducir a la novia a su despacho.
Allí, con malignidad, el oficial Shingo Mojao, odiado por sus abusos y tropelías desde
sus tiempos de gendarme, guiñó a sus subalternos, y éstos llevaron a las afueras del poblacho a
los dos hermanos Barreda. Minutos después, atronaron el aire varios disparos de máuser, y en el
puente que cruza el río cerca al poblado, entre gritos y llantos de los vecinos, los dos cadáveres
fueron separadamente arrojados a las turbulentas aguas.
Augusto Montoya Batanero, más conocido por el motete de “Shingo Mojao”, y shingo
equivale a gallinazo, hace sucumbir a la desventurada joven entre sus arrestos de sátiro. Esto es
que la chica fue violada.
Al amanecer del segundo día se produjo grandísimo alboroto: dos cadáveres de hombres
jóvenes, estrechados en un fortísimo abrazo fraterno fueron encontrados y extraídos de las aguas
del río a cierta distancia de Colasay, circunstancia que llegó a causar gran estupor. No era para
menos.
Meses después, “Shingo Mojao”, el pervertido oficial, muere en el puerto del Callao en
trance de esquizofrenia, viendo en sus continuas alucinaciones las imágenes de los hermanos
Barreda abrazados, y mirándole fijamente con ojos fieros y desafiantes.
FIN DE LA REVOLUCIÓN
BENEL ABANDONA SU REFUGIO
Los Benel levantaron campamento, y sin pensarlo dos veces, abandonaron el bosque del
Cerro de Tarros. Contra ellos había orden perentoria de acoso y aniquilamiento.
Eleodoro Benel había contendido infructuosamente, al menos él lo creyó, así, durante
cuatro años, sólo con sus hijos y sus milicias armadas contra toda la maquinaria del régimen de
un Leguía omnipotente. Habíase enfrentado en vano contra la corruptela, contra la tiranía, por la
libertad ciudadana, y se encontraba convencido de que solo, nunca se gana la guerra, por más
valientes que fuesen los del puñado de seguidores.
Esperó año tras año el levantamiento de las guarniciones militares y del pueblo peruano
en general —según se lo prometió Benavides— pero ese momento jamás llegó y no llegaría
nunca. Ignoramos las causas u obstáculos. Toda resistencia devenía suicidio y cualquier sacrificio
inútil.
Caminaba silencioso, pero tranquilo. Tosía de rato en rato y le acompañaban sus hijos
extenuados, pálidos y con la preocupación pintada en sus rostros.
Delante iban sus hijas, su esposa y sus hijos menores.
Al oscurecer el día, con la luz rojiza del crepúsculo, llegaron a la hacienda Mamabamba;
en cuyas ruinas resolvieron pasar la noche. Al amanecer del día siguiente, Benel despedíase de
sus familiares, abrazándolos y besándolos con mucho cariño a la par que tristeza.
- Qué él Señor les libre y les favorezca en la travesía … Vayan hijos con Dios…Vete, tú,
también, mi digna, sufrida y valiente esposa, compañera de toda mi vida, y que el Señor te ampare
en todos sus caminos... Encomiéndame siempre en tus oraciones-. Y después de una pausa agregó
con los belfos secos y adoloridos: -El el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Con la mano derecha, el viejo paladín trazó con unción el signo de la cruz, con el que dio
la última bendición a sus familiares que parten con dirección a Jancos, mientras Andrés lloraba
suplicante.
- ¡Quiero ir con mi madre, quiero ir junto con mi madre! -. Decía entre sollozos, cegado
por las lágrimas. El viejo león que tuvo corazón de fuego, cerró los ojos, calló enternecido y
exhaló un profundo suspiro. Se sobrepuso, sin embargo, y respondió tranquilamente: - ¡Ay, hijo…
Hijo mío, hijo mío... Hemos vivido una vida azarosa, llena de sobresaltos y de angustias sin fin…
Yo sufro y he sufrido horriblemente, hijo; pero te suplico que te quedes conmigo!... ¡Permanece
tú conmigo, hasta el último!, ¡Un mozo guapo como tú no debe derramar lágrimas! -. Exclamó
muy quedo el viejo moviendo la cabeza. En la semioscuridad del amanecer apreciaba las doloridas
siluetas de su esposa, sus pequeños y sus hijas mayores, que se alejaban silenciosas, derramando
gruesas lágrimas sobre la tierra dura y el viento que ululaba entre las aristas de los montes y
caminos.
Benel con sus tres hijos y dos guerrillleros, Antonio Estela y Arturo Coronel, que para
aquél constituyeron el símbolo de la lealtad, anduvieron por aquellos meses a salto de mata. El
Antonio Estela caminaba inseparable de su máuser, y el Arturo Coronel se hacía justicia con su
25-20.
Coronel y Estela cumplieron aún más de lo que habían prometido. Hicieron cuanto habían
dicho y más, muchísimo, más. A los pocos días, licenció Benel a sus dos últimos combatientes.
La situación se tornaba cada vez más insostenible y anduvo, con sus dos hijos, sin rumbo
determinado. Avanzan y retroceden, unos pierden el compás, otros lo retornan, y todos juntos dan
vueltas y más vueltas por el campo, desdeñando a veces el reposo.
El campo era un manchón en el claroscuro de la madrugada. Miró fijamente a su hijo,
sentado entre unas matas, y le dice calmoso:
-Me haces rememorar, hijo, este día, cuando por primera vez te hablé de la libertad, y
luego cuando me pedistes una carabina... ¡Recuerdas!
Segundo Eleodoro asintió con la cabeza pensativo, y repondió: -Tantos años hacen de
todo esto.
-No me extrañó tu pedido... Sabía que eras valiente… Tu hermano Castinaldo hizo lo
propio, hijo. Estoy orgulloso de todos ustedes… Te hice notar, y esto me lo decía don Carlos, que,
en torno a libertades, hay un abismo de realidad entre la verdadera libertad y la tiranía. La libertad,
hijo mío, no implica prerrogativas, desenfreno, abuso o licencia ni para los gobernantes ni para
los gobernados ni para los de arriba ni para los de abajo... Tampoco significa subordinación para
nadie.
Con libertad — continuó —, se puede decir, creer y obrar, vender o comprar por sí o por
representantes, así como también podemos profesar en público una religión, la que se quiera, o
hacerlo de la manera contraria-. Hablaba Benel, entrecortadamente, como siempre, sin,
complejidades, volcando todo lo que sabía y prosiguió: - La libertad nos obliga al cumplimiento
del deber y a responsabilidad, también al respeto de los que no piensan igual que nosotros, y hay
que saber, mi buen hijo, que por la libertad se mata, que por la libertad se muere.
Semejante ejercicio político debe proporcionar a todos los ciudadanos una superior
escuela democrática. La libertad es la escuela donde debemos aprender todos los peruanos a
gobernar nuestros futuros intereses. . .
-En esta tremenda lucha, nosotros hemos encarnado la libertad, hijo mío, sin embargo,
millones de peruanos ni siquiera conocen nuestro nombre... En estos días trágicos en que la
adversidad nos acosa, pero que tocan a su fin, hemos sido “hombres sin patria”, malos peruanos;
traidores y condenados a muerte por el tirano y el usurpador. No obstante, nuestra fuerza, nuestra
fe y firmeza estuvieran a punto de abatir a un gobierno entero… La libertad es fundamental, y
hay que saber sostenerla y defenderla, aún con el arma en la mano... Este es el precio que estamos
pagando por la libertad, y, la brega que hemos sostenido, se considera santa aquí, allá y én todos
los ámbitos y en todos los tiempos…
Su carabina Savage descansaba oblicua, reluciente como las palabras que acababa de
pronunciar con brillante sencillez, y recostada sobre un viejo y rugoso tronco de sauce a cuya
sombra se habían acogido, Y luego exclamó ensombrecido, después de algunos segundos de
meditación:
- Terminó la revolución... Dejamos atrás un surco de cuatro años de guerra, y el sacrificio
de nuestras vidas y propiedades, que será prenuncio de nuevas luchas... Yo no viviré para
contemplar otro amanecer… ¡Esa tarea les corresponde a los jóvenes del Perú!
——— FIN ———
Desmintiendo la odiosidad y la fama de hombre fuera de la ley, que el tirano Leguía y sus
plumarios trataron de echar sobre don Eleodoro Benel, aquí podemos ver cómo se le rindieron
honores militares al cadáver del valiente guerrillero y el respeto con que la población se
descubría al paso del cortejo.
INFORMACIÓN ADICIONAL
SOBRE EL AUTOR
Dr. Juan D. Vigil
Nació en Bambamarca en 1923. Estudio en el colegio San Juan de Chota, promoción
1940. Se graduó de odontólogo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Su
producción literaria: “La rebelión del caudillo andino” (novela sobre Eleodoro Benel
Zuloeta y la revolución de chota de 1924), fue publicada en 1979. Con su hermano Adolfo
escribieron una maravillosa obra: “El Pueblo en la llanura” (relatos sobre Bambamarca,
1984). Así mismo ha publicado: Hablillas de la tierra pueblo (1991) y Tetrámetro del
hombre justo (1998). Del Blog Cesar Mejía Lozano
TERMINOLOGÍA
Regionalismos y vocablos poco usuales empleados en este libro:
• Gualmishco: flaco, débil. • Malhaya: expresa disconformidad, disgusto o molestia con algo. • Savage: marca de fusil. • Querosina: queroseno, kerosene, querosene. • Parigüela: parihuela, cama portátil o camilla • Pitañoso:que tiene legañas en los ojos. • Ñade: nada. • Onde: donde. • Naides: nadie. • ¿Ondestá?: ¿Dónde está? • Sisero: Empleado que se encargaba de cobrar el impuesto de la sisa. • Grajiento: Persona sucia, desaseada. Generalmente se empleacomo insulto de poca
monta. • Dañao: persona incapaz,sin fuerzas. • Bolsico: bolsillo. • Atatay: que asco. • Majoma: cabeza • Tullpa / Tulpa:piedras que sirven para hacer una fogata y poner las ollas. • Wayunga/ Guayunga: mazorcas de maíz maduro, que se cuelgan en las vigas de las
casas para que sequen bien y se pueda consumir cuando se necesite. • Bayeta: manta que llevan las mujeres. • Cumbrera: parte superior del techo. • De juro: seguro, de verdad.
• Lamber: lamer. • Laya: calidad. • Maltón: de mediana edad o de mediano tamaño. • Mesmo: mismo. • Jijuna: hijo de puta, maldito, desgraciado.
DEFINICIONES ÚTILES
ASESINO: El que mata alevosamente por dinero, o con premeditación a una
persona.
BANDIDO: Persona fugitiva de la justicia. Persona perversa y desenfrenada,
engañadora o estafadora, granuja, truhan, que roba en forma individual y solitaria
en los pequeños pueblos y caminos. No tiene jefe quien lo mande.
BANDOLERO: Salteador de caminos y pequeños pueblos. Hombre dedicado
al asalto y robo pero de una forma organizada y en grupo, actúa en banda,
obedece a las normas de su jefe. Comúnmente son sanguinarios y arremeten
contra todo.
BANDOLERISMO: Existencia continuada de bandoleros en un territorio.
Forma de delincuencia caracterizada por el robo a mano armada y el secuestro,
generalmente en despoblado, realizado por una cuadrilla en situación de
rebeldía.
CACIQUE: Persona que ejerce excesiva influencia en asuntos políticos o
administrativos en un pueblo o colectividad, valiéndose de su poder o riqueza.
CAUDILLO: Jefe o guía de un ejército o de un grupo de gente de guerra. El
que dirige algún gremio o comunidad.
CRIMEN: Delito grave, comúnmente el que conlleva derramamiento de
sangre.
CUATRERO: Dícese del ladrón de ganado.
DICTADOR: El que concreta en sí todos los poderes; amo absoluto. Persona
que abusa de su autoridad o trata con dureza a los demás.
ENGANCHE: Mano de obra andina para los latifundios azucareros de
Lambayeque.
ENGANCHADORES: Contratistas de mano de obra, quienes eran los
comerciantes o hacendados, gozando de varios beneficios.
GAMONAL: Término que se origina de la palabra gamonito, un parásito
chupador que crece cerca de las raíces de la vid y otras plantas, absorbiendo la
savia destinada a alimentar el fruto. Propietario de hacienda que explotaba a sus
trabajadores.
GUERRILLERO: Persona armada que, contando con algún apoyo de la
población autóctona, lleva a cabo acciones coordinadas en el territorio dominado
por el adversario, mediante la guerra de hostigamiento o emboscada. Los
guerrilleros son tiradores que formados en grupos hostilizan frecuentemente al
enemigo con ataques por sorpresa con el fin de obtener el poder o lograr
reivindicaciones sociales.
INSURGENTE: Levantado o sublevado contra la autoridad.
INSURRECCIÓN: Levantamiento, sublevación o rebelión de un pueblo,
nación, etc.
LÍDER: Dirigente, jefe, especialmente de un partido político.
MONTONERA: Grupo de jinetes, que enfrentan a tropas enemigas
ocasionándoles bajas y destrucción. No pueden sostener una lucha cuerpo a
cuerpo, la provoca cuando está rodeado de sus cómplices y es más rebelde y
desorganizada.
MONTONERO: Individuo que sólo provoca una lucha cuando está rodeado
de sus partidarios.
REBELIÓN: Delito que comete quien se alza contra los poderes del Estado,
para derrocarlos y sustituirlos por otros.
REVOLUCIONARIO: Alborotador, turbulento. Innovador. Perturbador del
orden, que produce un cambio brusco y violento en las instituciones políticas de
una nación.
SEDICIÓN: levantamiento contra la autoridad, menos grave que la rebelión.
SUBLEVADO: Alzado en rebeldía o motín contra la autoridad, el orden
público o la disciplina militar, sin llegar a la gravedad de la rebelión. Excitado,
indignado, promueve sentimientos de ira o protesta: las injusticias sublevan.
TERRORISMO: Forma violenta de lucha política. Sucesión de actos violentos
con el fin de dominar por el terror.
Extraido de: ELEODORO BENEL ZULOETA Y ANDRES AVELINO VASQUEZ MUÑOZ
¿BANDOLEROS O REVOLUCIONARIOS? - Víctor Arturo de los Ríos Delgado.