Post on 04-Jul-2022
La identidad y su relato imaginal: Tres banderas, tres momentos1 Cynthia Shuffer Mendoza Cynthia.shuffer@gmail.com Resumen.
El propósito de la presente ponencia es identificar algunos conceptos claves en torno a identidad, memoria y nación y su posible apertura a discusiones sobre la producción de imágenes de lo social. Nuestro objetivo será abordar críticamente las formas y límites de la identidad, la constitución de una memoria colectiva y los conflictos de poder reflejados en el imaginario del concepto nación. Luego, reflexionaremos sobre el relato imaginal −performativo− como representación de las experiencias sociales y culturales y su respectivo aparato normativo. Posteriormente analizaremos tres episodios de la historia reciente de Chile, los cuales han sido protagonizados por tres banderas de gran tamaño: Acto retorno a la democracia en el Estadio Nacional (1990), Celebración del Bicentenario en La Moneda (2010) y Movimiento Estudiantil (2011). Finalizaremos presentando nuestras apreciaciones sobre el estatuto de la imagen en la construcción de las prácticas y discursos sociales y su irrupción en el imaginario democrático de un país aún en plena transición.
Palabras claves: Identidad, Memoria, Producción Imaginaria, Transición en Chile.
1 Descripción de las fotografías (de izq. a der): i) La primera fotografía es del día 12 de Marzo de 1990, un día después del cambio de mando donde asume Patricio Aylwin. En el acto por el Retorno a la Democracia se despliega una bandera gigante que cubre toda el área de la cancha principal del que fue uno de los primeros centros de detención y tortura de la dictadura pinochetista; ii) La segunda fotografía corresponde al acto realizado para la celebración del Bicentenario donde se izó una enorme bandera frente a La Moneda. Mientras eso sucedía, cinco F-16 sobrevolaron la casa de gobierno cruzando el cielo en pleno acto; iii) La tercera fotografía corresponde al despliegue de la bandera nacional en las manifestaciones estudiantiles durante el año 2011.
[1]
1. Las transformaciones políticas y sociales en los escenarios de la transición, luego de
recuperada la democracia en Chile, provocaron una serie de modificaciones en la
construcción de una identidad nacional, basadas en la permanencia o desestimación
de las imágenes del pasado para la configuración de un imaginario universal.
Generalmente, dichas consolidaciones se encuentran atravesadas por ejes de
exclusión, que destacan algunos elementos culturales y políticos en detrimento de
otros –memorias e identidades subalternas−, con el fin de establecer un sentimiento
de pertenencia en la comunidad, una memoria colectiva y un conjunto de valores y
normas compartidas por los sujetos que habitan un mismo periodo histórico-político.
La instalación de discursos-imagen, publicitarios e ideológicos, acompañan este
proceso de reconstrucción histórica, social y cultural, con el fin de ir fijando en la
memoria nuevos referentes y signos de reconciliación y encuentro ciudadano. Para
esto, se seleccionan íconos lo suficientemente ecuánimes –como es el caso de la
bandera de Chile−, reduciendo jerarquías y niveles de pertenencia para conseguir
legitimar un proyecto político común. Estos símbolos son parte de un acto
performativo que instala en momentos decisivos las imágenes de una renovada
memoria nacional a la vez que instituye una nueva materialidad imaginal2 para las
experiencias colectivas.
De acuerdo a lo señalado anteriormente, resulta necesario identificar cómo se
constituyen y manifiestan los dispositivos de inclusión y exclusión, quiénes
determinan qué imágenes del pasado deben preservarse para la implementación de
un proyecto democrático y cómo se legitiman las narrativas del paisaje-nación.
Nuestro interés es profundizar sobre estas interrogantes, además de otras
relacionadas a la selección de los discursos-imagen, la producción imaginaria de lo
social y la cualidad representacional de deslocalización de espacios y símbolos
concretos para generar nuevos mensajes de nación o patria. Entenderemos este
concepto a partir de la continuidad en el tiempo del símbolo y su diferenciación con
otros respecto al presente.
2 El neologismo “imaginal” se refiere a la confluencia de lo social y las imágenes, el cual nos posibilita pensar críticamente sobre las experiencias de sentido en la vida presente. (Dipaola, 2011)
[2]
Las fotografías que encabezan el presente trabajo fueron escogidas de acuerdo a
ciertas particularidades que comparten. En primer lugar, se presentan como
momentos relevantes en la historia reciente de Chile: el retorno a la democracia en
(1990), la celebración de los 200 años (2010) y las movilizaciones estudiantiles y
sociales surgidas a partir del descontento generalizado por la permanencia del
modelo de la dictadura (2011). En segundo lugar, estos tres acontecimientos fueron
inaugurales de un proceso sin marcha atrás, es decir, se instalaron como un emblema
de identidad nacional y cultural, convocando a las masas ciudadanas. Por último, estos
tres episodios fueron protagonizados por banderas de gran envergadura como
símbolos de lo que pretendieron inmortalizar.
2. Es posible imaginar que el periodo transicional en Chile fue productor y
reproductor de nociones sobre identidad, memoria y nación. En un marco general,
podemos señalar que cada decenio transcurrido desde los años 90 tuvo una
motivación y recepción particular en dicho proceso de construcción: en un principio,
el retorno a la democracia estuvo marcado por un distanciamiento de las prácticas y
formas de la Dictadura, para luego instalar −a toda costa− un ideal de unidad y
progreso económico. Algunos años más tarde, estos acuerdos fueron interpelados por
las movilizaciones estudiantiles y sociales del 2011-2012, que exigían poner en
evidencia las herencias de la dictadura y replantear las condiciones materiales de
aquella supuesta unidad.
Estos tres escenarios propuestos se instalan como hitos relevantes en el relato
postdictatorial, poniendo en evidencia los objetivos y tiempos políticos del proyecto
democrático chileno. El caudal representacional, como huella testimonial de lo
presentado, se mueve en una suerte de actualización y pose para la constitución de
una identidad univoca. En ese sentido, “la producción, divulgación y naturalización de
cualquier versión de la identidad nacional se convierte en un ejercicio necesario para
la configuración y mantención en el poder de un constructo ideológico” (Jara,
2011:231). Cabe preguntarnos entonces, cómo se produce, divulga y naturaliza una
versión de la identidad y cuáles son los dispositivos que la implantan en el imaginario
colectivo y las prácticas sociales.
[3]
Algunas conceptualizaciones sobre identidad dirigen la mirada hacia procedimientos
de exclusión y diferenciación para la configuración de un sujeto ciudadano. En ese
sentido, “la identidad es un concepto […] que funciona «bajo borradura», en el
intervalo entre inversión y surgimiento” (Hall, 2011:14), es decir, se instala como un
doble acto: por un lado se desmarca de un objeto, mientras que por otro, se instituye
como unidad de sentido. Las lógicas de dominación y subordinación que fundan este
proceso otorgan niveles de legitimidad y pertenencia en las personas,
instrumentalizando aspectos simbólicos de nuestra convivencia y de lo que
compartimos.
Las imágenes irrumpen en el paisaje transicional como discursos alegóricos de amplio
alcance, dándole sentido a esa experiencia en la reconstrucción del entramado social.
Fue necesario proponer “estrategias de identificación para rearticular la relación
entre los sujetos y sus prácticas discursivas” (Hall, 2011:15) y así fundar las bases del
reconocimiento de un origen común con características y valores compartidos. Dicha
identificación no es constante, varía de acuerdo a la contingencia y las prácticas
sociales, modificando con el paso del tiempo las formas de pertenecer a un colectivo.
Se asume entonces como un proceso inconcluso y se define como una construcción
constante de significados y sus potenciales agencias políticas.
Sin duda, la identidad en Chile fue reinventada por la ideología nacionalista propia de
la Dictadura, que necesitaba la restitución de la unidad nacional con el fin de
proporcionar gobernabilidad y estabilidad mediante una hegemonía cultural. Para
esto fue necesario un blanqueamiento, no sólo de las identidades políticas resistentes,
[4]
sino también de las formas de la estética cotidiana –diferenciación e higiene social3−,
la invisibilización de los pueblos indígenas, los excluidos, etc.; imágenes que
desaparecen del discurso y la memoria oficial debido a la esencialización de un origen
común.
El retorno a la democracia produjo un distanciamiento de las narrativas autoritarias
de representación, para reinventar una identidad nacional que permita componer la
cohesión social de la comunidad. De acuerdo con esto, la identidad se define y afirma
en la diferencia. Pero esta demarcación conlleva una particular relación con las
imágenes del pasado, debido a una doble diferenciación: el distanciamiento de la
dictadura, pero también del trauma. Esta forma de reminiscencia es lo que Todorov
(2000) define como memoria literal y memoria ejemplar. La primera sometida al
trauma y a la textualidad en la reconstrucción del pasado de un pueblo o una
comunidad, y la segunda, como alternativa superadora para el aleccionamiento a
futuro. El carácter ejemplar de la memoria para la reconstrucción de una identidad, en
manos de instituciones, gobiernos o partidos, propone otro tipo de nacionalismo4 que
afirma dos aspectos ideológicos: elementos culturales y políticos. Por un lado, esto
explica las estrategias de legitimación del sistema democrático, pero también apela al
arraigo de una identidad nacional estable, mediada por el principio de mayoría. Los
grupos de poder –élites y dirigentes− seleccionan un conjunto de símbolos y
representaciones en función de sus proyectos políticos para instalar una
homogeneidad cultural que elimine las identidades divergentes, institucionalizando
formas de opresión.
Las modalidades del poder y sus estrategias enunciativas modifican la experiencia y la
instituyen como producto de la diferencia y la exclusión, omitiendo su rol en la
organización y ruptura de un espacio en construcción y el despliegue de
representaciones. Esta clausura establece jerarquías violentas entre el sujeto
3 Con esto me refiero a las campañas de invisibilización de problemáticas sociales como la presencia de antisociales, vagabundaje y delincuencia. Un ejemplo de esto fue la prohibición de publicar fotografías o cualquier tipo de imagen durante septiembre y octubre de 1984. (Decreto exento 4559 : prohibición de informar sobre las jornadas de protestas) 4 Como menciona Montserrat Guibernau "el gran éxito del nacionalismo proviene de su capacidad para atraer a una población social y políticamente diversa y movilizarla” (Guibernau, 1996: 149)
[5]
ciudadano que se pretende imponer y el accidente restante que se presenta en
oposición al carácter esencial del primero (Hall, 2011:19). En ese sentido, “dicha
objetividad logra afirmarse parcialmente si reprime lo que la amenaza”5.
En el periodo transicional chileno, la representación de esta identidad se expresa a
través de la ritualidad de los acontecimientos que proponen una nueva forma de
relacionarse con el pasado −una renovación de la memoria− instalando un tipo de
espectacularización de lo nacional como producto de las operaciones de selección y
trasposición de hechos y rasgos elegidos según los proyectos de legitimación política
(García Canclini, 2005:183).
En ese sentido, la configuración de un relato imaginal6 implementado particularmente
en los actos del Retorno a la Democracia en el Estadio Nacional (1990) y la
Celebración del Bicentenario en La Moneda (2010), provocan un borramiento y
dislocación de los marcos espaciales y simbólicos en pos de un proyecto político
democrático. Por un lado, se utiliza un ex centro de detención y tortura como lugar
para la celebración de un acto cívico en el cual se despliega una enorme bandera del
perdón y la unidad. Por otro lado, en el marco de los festejos por el Bicentenario, se iza
una bandera gigante frente al Palacio de la Moneda, como signo del progreso y
prosperidad económica, mientras que cinco F-16 sobrevuelan la casa de gobierno.
Es ineludible reflexionar sobre la relación conflictiva entre las imágenes del pasado y
las nuevas significaciones impuestas como discurso renovado de una identidad. Estas
estrategias enunciativas representan un “proceso naturalizado y sobredeterminado
de cierre” (Hall, 2011:19) en la constitución de un imaginario social, sin dar cabida a la
memoria como material simbólico en los relatos institucionales.
3. Antes de dar paso al análisis de los tres momentos propuestos en el argumento de la
presente ponencia, resulta necesario explorar sobre algunos aspectos de la imagen en
5LACLAU, Ernesto (1993) Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires: Nueva Visión. Citado en HALL, Stuart, DU GAY, Paul (comps.)(2011). Cuestiones de identidad cultural, Buenos Aires: Amorrortu editores. 6Las imágenes ya no tienen el estatuto de registro exclusivamente, sino que son entendidas como formas de interpretación y producción de nuestros lazos sociales.
[6]
relación con la institución imaginaria de la sociedad, los circuitos de recepción y
circulación y sus diversas materialidades.
Las relaciones entre lo simbólico y lo imaginario propuestas hace algún tiempo
(Castoriadis, 2010), dan cuenta que lo imaginario no puede entenderse como una
ficción, sino como un conjunto de imágenes y representaciones que construyen la
realidad, es decir, como ideas-imágenes que permiten establecer modelos en las
sociedades a partir de su caudal icónico. Esto se relaciona con lo mencionado
anteriormente sobre la producción imaginal7 (Dipaola, 2011), como forma de
reflexionar sobre aspectos sociales presentes desde su vínculo con las imágenes.
La historia está constituida principalmente por acontecimientos y hechos cargados de
un potente acervo representacional, cuya densidad de sentido aparece (Seel, 2010) −
temporalidad de la percepción− en la media que nos relacionamos con estos. Las
imágenes y los acontecimientos poseen tiempos e impresiones similares en la
construcción de una traza histórica. Suceden de forma intensa, concentrando su valor
simbólico en un tipo de explosividad visual que irrumpe en la cotidianidad.
Las imágenes de la transición conectadas al pasado ofrecen un testimonio sobre las
escenas del presente, abriendo las posibilidades de análisis, evitando su clausura. En
ese sentido, la imagen se presenta como una operación de realidad que permite dar
cuenta de los márgenes de lo visible y su relación con lo supuestamente residual y
7 “Comprender los lazos de sociabilidad desde su producción imaginal se corresponde con entender a las imágenes no simplemente como signos, es decir, bajo un carácter indicial y referente, sino en su condición creativa: las imágenes no son lo real sino su doble, esto es: crean lo real como imagen”(Dipaola, 2011:75)
[7]
contrapuesto a la realidad aparente. El recorte, entendido como escenario o
espectáculo, es parte de la producción y reproducción imaginal de lo social en la
acumulación de representaciones de lo vivido. Esto último posee una profunda arista
ideológica, debido a que el espectáculo puede ser entendido como “un modelo de
identificación social para las masas, expropiando la riqueza colectiva de la
experiencia” (Zúñiga, 2010).
La emancipación de los sujetos, entendida desde su rol de espectador y la
performatividad de su mirada, “comienza cuando se vuelve a cuestionar la oposición
entre mirar y actuar, cuando se comprende que las relaciones del decir, del ver y del
hacer pertenecen a formas de dominación y sujeción” (Rancière, 2010:19). De acuerdo
con esto, mirar es un acto que podría transformar la distribución de lo sensible en la
medida que los sujetos/espectadores puedan recomponer la realidad mediante sus
propias imágenes –históricas, poéticas, oníricas− abandonando la pasividad y
asimilación propias del espectáculo. La performatividad está relacionada con el papel
de las imágenes en esta mediación, donde se descarta la transmisión de lo idéntico y
de la identidad como causa y consecuencia.
La aparición de las imágenes como objeto de mediación entre subjetividades e
identidades, nos obliga a deconstruir las formas de percepción. Esto quiere decir que
los sujetos se presentan como agentes sociales constitutivos de los actos de
representación. En ese sentido, no podemos definirlos como unidades estables
−delimitadas por su carácter esencial−, sino como aquellas construidas mediante la
temporalidad y las prácticas sociales.
Proponemos pensar que las prácticas y vínculos sociales también se presentan como
imágenes. En ese sentido, “la imagen, lo imaginado, el imaginario […] son términos
que apuntan hacia algo verdaderamente crítico y nuevo en los procesos culturales
globales, [que ubican a la] imaginación como práctica social.” (Appadurai, 2001:29).
Es decir, se presenta como un campo de formas que manifiestan los síntomas de la
experiencia social y cultural, una especie de correlato visual que acontece en la
medida que surgen dichas experiencias, materializando un momento de las
sociedades contemporáneas. [8]
Las líneas de visibilidad en el orden postdictatorial nos llevan a pensar que “la imagen
nunca es una realidad sencilla” (Rancière, 2011). Las narrativas hegemónicas tienden
a protegerse de la ambigüedad de los signos, seleccionando y utilizando aquellos con
relativa neutralidad, capaces de convocar a la mayor cantidad de ciudadanos-
espectadores. Podemos decir que la bandera como tal, ostenta suficiente ecuanimidad;
lo interesante es analizar la teatralización de lo nacional (García Canclini, 2007:45), la
envergadura del signo y su localización. En ese sentido, el éxito de sus
representaciones simbólico-políticas reside en la sustitución de la materialidad de los
lugares −Estadio Nacional y La Moneda− por la apropiación y reconfiguración de su
significación, excluyendo otras representaciones y usos políticos.
Las movilizaciones estudiantiles y sociales del 2011 recuperan la bandera para
resignificarla desde su ocupación en las calles, instalando la consigna Educación
Pública, Gratuita y de Calidad como marco para diversas manifestaciones sociales. La
presencia visual –y material− del símbolo inevitablemente nos recuerda aquella
primera bandera de regreso a la democracia que representaba el fin de un modelo
opresor. Sin embargo, la bandera actual nos cuestiona sobre las herencias de la
dictadura, las que fueron administradas por los siguientes gobiernos democráticos.
La compleja relación entre imagen y experiencias sociales-culturales debe desestimar
las antiguas discusiones sobre la diferencia entre apariencia y realidad, para dar paso
a nuevos problemas que impregnan las visualidades contemporáneas, el impacto en la
configuración de identidades y el peso en el imaginario cultural y nacional.
[9]
4. El primer momento, organizado por el gobierno entrante del demócrata-cristiano
Patricio Aylwin, dio lugar a una concentración masiva en el Estadio Nacional con
motivo de celebrar el retorno a la democracia. El programa de discursos y testimonios,
tanto de familiares de detenidos desaparecidos como de figuras de la cultura
proscritas durante la dictadura, estuvo acompañado por el despliegue, en manos de
niños, niñas y jóvenes, de una enorme bandera que cubrió la cancha principal del
estadio. En dicha ceremonia se pretendió reconocer la prolongada etapa de
sufrimiento colectivo resignificando el campo de concentración donde el régimen
militar hizo desaparecer a cientos de presos durante el año 1973. El gobierno entrante
se mostró sensible a las dimensiones simbólicas de su papel histórico, y decidió
utilizar aquel lugar como acto de desagravio para la comunidad chilena, quienes
leyeron este gesto como el inicio de un periodo reparatorio.
Focalizando nuestra atención en el símbolo de la bandera y su relación con el trauma,
podemos señalar que esta operación busca –por necesidad− reinstaurar o reinventar
el pasado, en búsqueda de una nueva tradición. Resulta necesario preguntarse ¿qué
tradición se busca?, ¿qué pasado recuperamos? Como ya mencionamos anteriormente,
la construcción de la identidad nacional suele ser la “resultante de un proceso
hegemónico que elabora un conjunto de símbolos y jerarquiza las pertenencias
identitarias” (Paris, 1999:12), por tanto, el proceso de selección de símbolos que
busca potenciar los proyectos políticos no estaría en manos de quienes son
interpelados por estos. La búsqueda por instalar una tradición genera un acto violento
de exclusión y segregación de aquellos habitantes que fueron oprimidos,
desaparecidos y torturados, quienes no encuentran un referente representacional.
Contradictoriamente, la imagen de la bandera se instala como punto final, como un
sentimiento de pertenencia simbólica e histórica, distanciándose del pasado opresor,
pero también de los oprimidos. La doble diferenciación no presume neutralidad en un
[10]
proceso político que enuncia consignas de “irrestricta verdad, la vigencia del derecho
y búsqueda constante de justicia”8.
De igual manera, el signo en disputa y la ritualidad del gesto, imprimen en la
comunidad una imagen de la esperanza, forjando una nueva representación
condicional de la identidad, alineada a la contingencia, que por entonces sostenía
vigorosamente un sentido más que abandonarlo. De acuerdo con esto, por esos años,
se podía “ser chileno en la medida de lo posible”9.
El siguiente momento elegido es el acto conmemorativo por los 200 años del proceso
independentista de Chile, cuya celebración fue organizada por el gobierno de derecha
de Sebastián Piñera, el cual convocó a los presidentes de los gobiernos democráticos
de la transición para el solemne acto en el Palacio de La Moneda. Una parte
importante de la ceremonia fue el izamiento de la enorme bandera del Bicentenario
por un grupo de niños, mientras que sonaba el himno nacional. Una vez completo el
movimiento, una cuadrilla de F-16 –inquietante alusión a los Hawker Hunter que
bombardearon el mismo edificio en 1973− cruzó el cielo, sobre la casa de gobierno,
dejando una estela tricolor.
Los rituales civiles y la idea de transcendencia instalados en este momento, dejan
entrever una modificación significativa: el traspaso de la bandera de las manos al
mástil. En este caso, la imagen-bandera ha superado el conflicto de identidad y de
unidad, promulgándose como el símbolo de un “Chile unificado, que a pesar de las
adversidades y las divisiones del pasado, ha sabido reconstruirse y ponerse de pie”10.
El proceso de identificación se posiciona desde la exaltación del progreso, del modelo
económico neoliberal, instalando un discurso hegemónico nacional, un imaginario
8 Discurso de Patricio Aylwin del día 12 de Marzo en el Estadio Nacional. Última consulta 13/07/2014 http://www.memoriachilena.cl/602/w3-propertyvalue-127860.html
9 Nombre de una columna escrita por Gabriel Salazar (2010) Ser chileno en la medida de lo posible. Revista Qué Pasa. Ultima consulta 13/07/2014 http://www.quepasa.cl/articulo/1_4001_9_20.html
10 Discurso de Sebastián Piñera el día 17 de Septiembre de 2010. Ultima consulta 13/07/2014 http://www.prensapresidencia.cl/default.aspx?codigo=12422
[11]
social de opulencia y una figura internacional estable. Sin embargo, la imagen de la
enorme bandera intentó cubrir otra dimensión profunda heredada de la dictadura: la
violencia estructural y cotidiana llevada a cabo por una institucionalidad que segrega
y excluye.
El último momento seleccionado es el de las movilizaciones estudiantiles del año
2011, Las cuales se relacionan con el signo de manera muy diferente a las
mencionadas anteriormente. La bandera de gran tamaño se presenta nuevamente en
manos de jóvenes quienes se movilizan y marchan por las ciudades impactando el
escenario social con la potencia de su imagen. Además, esta bandera lleva escrita
sobre su superficie la emblemática consigna de las manifestaciones de universitarios y
secundarios, con el fin de evidenciar una demanda y no justificar una versión de la
historia.
La irrupción de este movimiento en el escenario social y político, cargado de enormes
descontentos, ha sido considerada como la más importante desde el retorno a la
democracia. La identificación de quienes participaban de este acontecimiento ya no
surge desde una diferenciación con el pasado, sino desde el profundo lugar del
desacuerdo. La oposición a la naturalización de un modelo institucional de exclusión,
la privatización de la educación y el lucro, no fueron cuestionamientos dirigidos
exclusivamente a quienes se manifestaban en contra, sino fueron interpelaciones
directas a quienes observaban desde la vereda contigua. La agudeza del gesto
demuestra “la obligación por develar los acontecimientos para desnaturalizar tanto su
identidad política como la de sus adversarios” (Schmucler, 2000). En ese sentido, el
levantamiento de los estudiantes provoca un cambio en la percepción del modelo
económico, apuntando directamente a los culpables de instalarlo y administrarlo.
La presencia visual de la bandera generó un caudal importante de imágenes que
fueron reproducidas por las redes sociales y los medios de comunicación. A su vez, las
estrategias narrativas, visuales y documentales que desplegó el movimiento
estudiantil permitieron construir una estética visual con alto rendimiento político.
[12]
Por otro lado, la localización de la imagen-bandera en diversos lugares claves11 del
país generó una recuperación y reapropiación de su significación, inundando cada
espacio con una experiencia particular. En ese sentido, la performatividad de la
imagen depende de su capacidad por repartirse en distintos contextos, repitiendo la
transmisión de un acuerdo, produciendo aquello que enuncia.
La reconstrucción de la identidad nacional y cultural que presentan estos tres
momentos, se encuentra atravesada por dimensiones temporales, colectivas,
discursivas e imaginales. La identidad se fragmenta o fractura de acuerdo a los
acontecimientos y prácticas políticas que las enmarcan: el tiempo se hace
incompatible con las deudas pendientes (fragmentación) y las personas le pierden la
pista a la voluntad de pertenecer (fractura); la presencia de un poder institucional
como fuente de sentidos y el relato simbólico como representación de las prácticas
que condicionan el sentir de las personas.
5. Consideramos la memoria como una dimensión constitutiva para todo proceso de
identificación entre los sujetos y sus prácticas discursivas (Hall, 2011:14), quienes de
acuerdo a su pasado, localización e imaginario colectivo, instituyen su límite simbólico
desde un afuera, diferenciándose y excluyéndose de aquello que excede a sus
acuerdos. En ese sentido, la ausencia o pérdida de memoria puede llevarnos a graves
distorsiones en cuanto a la identidad colectiva de una nación (Le Goff, 1991). La
mediatización y el marcado giro hacia el pasado, particularmente con la
conmemoración de los 40 años de la dictadura chilena, nos traen interrogantes que
abarcan dimensiones políticas y éticas. ¿Qué intenta recuperar o construir la
memoria?, y si la perdemos ¿en qué podríamos convertirnos?
Las imágenes del pasado constituyen un espacio productivo para reflexionar sobre los
conflictos de los que son objeto las memorias. El relato visual materializa el recuerdo
de un acontecimiento concreto, el cual puede ser puesto en escena frente a otro
contexto específico. El acto performativo de la imagen se origina cuando pierde su
11 Congreso Nacional de Valparaíso, frontis de la Universidad de Chile, Avenida Libertador Bernardo O´Higgins, frente al Palacio de La Moneda y el recién inaugurado centro comercial Costanera Center, sin mencionar, tomas, universidades y liceos a lo largo de Chile.
[13]
estatuto de registro y se incorpora como una experiencia de realidad, como una
interpretación de nuestros lazos sociales. Una especie de producción entre las
imágenes.
Las políticas de los sentidos son establecidas por quienes rigen los modelos de
producción e interpretación de lo simbólico, determinado su circulación, como es el
caso de las dos primeras banderas; no obstante, las transformaciones de la
experiencia relacional que consideran a la memoria como principal movilizador, es
decir, lo simbólico expuesto al cambio, podrían recuperar esa función de sentido para
restituir el valor de sus manifestaciones, como en el caso de la última bandera.
El poder político de las imágenes y la apropiación de este nos devela cómo los
recursos representativos de la visualidad tienen la capacidad de generar imaginarios
sobre los acontecimientos con una enérgica imposición simbólica, la cual impregna su
capacidad de intervención y aceleración de los procesos de identificación en pro o en
contra de las construcciones de carácter hegemónico.
Así como las imágenes se interpretan y a su vez son formas de interpretación, el relato
imaginal se funde con la construcción de la identidad, como un recurso más, una
materialidad simbólica, que por un lado presenta una estrategia de enunciación,
mientras que por otro es una representación de nosotros mismos y de nuestras
prácticas sociales.
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