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H INRI H VON KL IST
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EL TERREMOTO E HILEKJGFCBA
L M UERTE DE UN PO ET
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JO S LU IS R IS S
M IG U EL S E N Z
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2008
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En Santiago, capital del reino de Chile, precisa-
mente en el momento del gran temblor de tierra de
1647, en el que perecieron muchos m iles de personas,
un joven espaol llamado Jernimo Rugera, acusado
de un delito, se encontraba junto a una columna de la
prisin donde lo haban encerrado, y ten a la in ten -
cin de ahorcarse. Haca aproximadamente un ao
que Don Henrico Asrern, uno de los nobles ms
ricos de la ciudad, lo haba echado de su casa, donde
estaba empleado como preceptor, por haber entabla-
do una relacin de cario con Doa Josefa, su nica
hija. Un mensaje secreto del que tuvo noticia por la
maliciosa vigilancia de su orgulloso hijo el anciano
caballero, que haba advertido expresamente a su hija,
lo indign de tal forma que la mand al convento de
carmelitas de Nues tra Seora de la Montaa.
Por una feliz casualidad, Jernimo pudo reanudar
su relacin
y,
una noche discreta, hizo del jardn del
convento el escenario de su dicha ms completa. Fue
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el da de Corpus Christi, y la solemne procesin de las
monjas, a las que seguan las novicias, acababa de co-
menzar cuando la desdichada Josefa, al sonar las cam-
panas, se derrumb en los escalones de la catedral con
lo s dolores del parto.
E l acontecimien to caus gran revuelo; sin conside-
racin por su estado, llevaron inmediatamente a la
joven pecadora a la prisin y, apenas pas el puerpe-
rio, la sometieron, por or en del arzobisp , a
riguroso de los procesos. En la ciudad se hablaba con
tan gran encono del escndalo, y las lenguas se ensa-
aban tanto con el convento entero en que se haba
producido, que ni la intercesin de la familia Asterri
ni los deseos de la propia abadesa, que haba tomado
cario a la joven por una conducta por lo dems inta-
chab le, pudieron suavizar la severidad con que la ame-
naz la ley eclesistica. Todo lo que poda ocurrir era
que la muerte en la hoguera, a la que haba sido con-
denada, fuera conmuta da por decisin del virrey, con
g ran indignacin de las matronas
y
doncellas de San-
t iago, por la decapitacin.
En las calles por donde haba de pasar la comitiva
de la ejecucin se alquilaron ventanas, se quitaron los
techos de las casas, y las piadosas hijas de la ciudad
invitaron a sus amigas a presenciar, como hermanas,
el espectculo de la venganza divina.
Jernimo, que entretanto haba sido puesto tam-
bin en prisin, crey perder el juicio al enterarse del
monstruoso giro que haban tomado los aconteci-
mientos. En vano pens en la salvacin: dondequiera
que lo llevaran las alas de sus pensamientos ms des-
medidos, tropezaba con cerrojos y muros, y un inten-
to de limar los barrotes de la ventana lo condujo, al
ser descubierto, a un encierro todava ms severo. Se
arrodill ante la imagen de la Santa Madre de Dios, y
le rez can infinito fervor, como si fuera la nica de la
que caba an esperar la salvacin.
Sin embargo, amaneci el da ms temido y, Con l,
la ntima conviccin del absoluto desamparo en que
se encontraba. Resonaron las campanas que acompa-
aban a Josefa al cadalso, y la desesperacin se apode-
r del alma del joven. La .da le eci
a orrecible ,
y decidi darse muerte con Una soga que el azar le
haba deparado. Como queda dicho, estaba precisa-
mente junto a una columna, asegurando a una abraza-
dera de hierro, incrustada en la cornisa misma, la soga
que deba arrebatado de aquel mundo abominable
cuando de pronto se hundi la mayor parte de la ciu-
dad, con gran estruendo, como si cayera el firmamen-
to enterrando bajo sus escombros todo cuanto respi-
raba. Jernimo Rugera qued paralizado de espanto;
y, como si su conciencia hubiera sido aniquilada, se
aferraba ahora, para no caerse, a la columna en la que
haba querido morir. El suelo vacilaba bajo sus pies,
todas las paredes se agrietaron, el edificio entero se
inclin para precipitarse en la calle, y slo la cada del
edificio de enfrente, que coincidi con su lenta cada,
impidi, al formarse una oportuna bveda, el de-
rrumbamiento to tal. Temb lando, con el cabello eriza-
do y unas rodillas que queran romperse baj o su cuer-
po, Jernimo se desliz por el suelo inclinado, hacia
la abertura que haba quedado en el muro delantero
de la prisin por la colisin de las dos casas.
Apenas se encontr al aire libre, la calle, ya estre-
mecida, se hundi por completo a causa de un segun-
do movimiento de tierra. Sin saber cmo salvarse de
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aquella catstrofe general, Jernimo se apresur, pa-
sando por encima de escombros y vigas, mientras la
muerte lo acosaba por todas partes, hacia una de las
puertas ms prximas de la ciudad. All se derrumb
otra casa y, esparciendo los escombros por doquier, lo
empuj hacia una calle lateral. En ella, en medio de
nubes de humo, brotaban ya las llamas de todos los
abletes, por lo que, espantado se adentro en otra
calle. A ll vino hacia l, desbordado, el ro Mapocho,
que lo arrastr rugiendo hacia una tercera. All haba
un montn de muertos, all gema todava una voz
entre las ruinas, all gritaba la gente desde los tejados
en llamas, all luchaban hombres y bestias con las olas,
all se esforzaba un valiente por salvarlos, all haba
otro, plido como la muerte, que alzaba silenciosa-
mente al cielo sus manos temblorosas. Despus de al-
canzar la puerta y de subir a una colina que haba ms
all, Jernimo cay al suelo sin sentido.
Permaneci quiz un cuarto de hora en el ms pro-
fundo desvanecimiento, cuando por fin despert de
nuevo y, dando la espalda a la ciudad, se incorpor del
suelo. Se palp la frente y el pecho, sin saber qu
podra hacer, yLKJIHGFEDCBA acometi un indec ib le sentim ien to
de bienestar cuando un viento del oeste, que vena del
ocano, acarici su renovada vida, y sus ojos miraron
en todas direcciones, sobre la florida comarca de San-
tiago. Slo los grupos de personas alteradas que se
vean por todas partes le opriman el corazn; no
comprenda lo que poda haberlos llevado a ellos y a
l hasta all, y slo cuando se dio la vuelta y vio la ciu-
dad hundida a sus espaldas record los terribles
momentos que haba vivido. Se inclin tan profunda-
mente para dar gracias a Dios por su salvacin mila-
grasa que roz con la frente el suelo; y, como si la
espantosa impresin que se haba grabado en su alma
reprimiera todas las impresiones anteriores, llor de
alegra por el hecho de poder disfrutar an de la agra-
dable vida y de sus mltiples encantos.
Entonces, cuando se percat de que tena un anillo
en la mano, record de pronto a Josefa; y con ella
record su prisin, las campanas que haba odo y el
momento que haba precedido al derrumbamiento.
Una profunda melancola volvi a inundarle el pecho;
comenz a arrepentirse de su oracin y le pareci
terrible aquel ser que reinaba sobre las nubes. Se mez-
cl con la gente que, por todas partes, preocupada por
salvar sus propiedades, sala atropelladamente por las
puertas de la ciudad, y se atrevi a preguntar tmida-
mente por la hija de Astern, y si se la haba ejecuta-
do. Sin embargo, no hubo nadie que pudiera darle in-
formacin detallada. Una mujer que, con las espaldas
inclinadas casi hasta el suelo, transportaba una enor-
me carga de utensilios y llevaba dos nios colgados
del pecho le dij o al pasar, como si lo hu biera visto con
sus propios ojos, que la haban decapitado. Jernimo
se dio la vuelta, y dado que, si calculaba el tiempo, no
poda dudar de aquel final, se sent en un bosque
solitario y se abandon a su inmenso dolor. Dese
que el poder destructor de la Naturaleza volviera a
Caer sobre l. No comprenda por qu haba escapado
a la muerte que su alma miserable haba buscado en
aquellos instantes, porque le pareca liberadora en to-
dos los aspectos. Se propuso firmemente no venirse
abajo, aunque los robles estuvieran desarraigados y
sus copas cayeran sobre l. Una vez que se hubo desa-
hogado llorando y, en medio de las lgrimas ms ar-
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dientes, vio renacida su esperanza, se puso en pie y
recorri el campo en todas direcciones. Visit todas
las colinas en las que se haba reunido gente; todos los
caminos por los que la gente an hua en desbandada
lo vieron dirigirse a su encuentro; su paso vacilante lo
llev a todos los lugares donde ondeaba al viento
alguna prenda femenina. Sin embargo, ninguna cubra
a la amada hija de Astern. El sol se pona, y con l
volva a hundirse su esperanza, cuando lleg al borde
de una roca y se le ofreci el espectculo de un amplio
valle, slo frecuentado por algunas personas. Re-
corri, indeciso sobre lo que deba hacer, los distintos
grupos, cuando de pronto, junto a una fuente que
regaba la quebrada, vio a una mujer joven ocupada en
lavar a un nio en sus aguas. Y en ese instante le dio
un vuelco el corazn. Baj de las rocas con un fuerte
prese ntimiento y exclam: i Oh Madre de Dios ben-
dito , al reconocer a Josefa cuando, atemorizada por
el ruido, mir a su alrededor. Con qu felicidad se
abrazaron aquellos infelices, a los que un milagro del
c ie lo hab a salvado
En su camino hacia la muerte, Josefa estaba ya
muy cerca del cadalso cuando, por el estruendoso
derrumbam iento de los edificios, se dispers el corte-
jo de la ejecucin. Sus primeros pasos aterrorizados la
llevaron hacia la puerta de la ciudad ms prxima;
pero la reflexin le hizo dar la vuelta enseguida y se
dirigi apresuradamente hacia el convento, donde
haba quedado su nio desamparado. Encontr ya en
llamas todo el edificio, y a la abadesa, a la que, en
aquellos momentos que iban a ser sus ltimos, haba
encomendado el pequeo, de pie ante la puerta, pi-
diendo ayuda a gritos para salvarlo. Con denuedo, sin
temer el humo que iba a su encuentro, Josefa se pre-
cipit dentro del edificio, que se derrumbaba ya por
todas partes y, como si todos los ngeles del cielo la
protegieran, volvi a salir enseguida, ilesa, por la puer-
ta principal. Quiso echarse en brazos de la abadesa,
que tena las manos juntas so b re la cabeza, cuando,
con casi todas las mujeres del convento, la abadesa
muri de forma lamentable al carsele encima un
frontn del edificio. Josefa retrocedi temblorosa
ante el horrible espectculo, cerr rpidamente los
ojos de aqulla y huy, llena de espanto, para arreba-
tar a la muerte el querido nio que el cielo le haba
devuelto.
Apenas haba dado unos pasos, se encontr con el
cadver del arzobispo, al que acababan de sacar des-
trazado de los escombros de la catedral. El palacio del
virrey se haba hundido, el tribunal donde se haba
dictado la sentencia estaba en llamas, y en el lugar en
que haba estado el hogar paterno haba aparecido un
lago del que brotaba un hirviente vapor rojizo. Josefa
hizo acopio de fuerzas para no desfallecer. Alejando
el pesar de su pecho, avanz valientemente con su
botn, de calle en calle, y estaba ya prxima a la puer-
ta de la ciudad cuando vio tambin en ruinas la pri-
sin en que Jernimo se haba consumido. Al verla
vacil, y fue a dejarse caer sin conocimiento en un
rincn. Pero el derrumbe, a sus espaldas, de un edifi-
cio que los temblores haban estremecido ya, hizo que
volviera a levantarse fortalecida por el espanto. Bes
al nio, se limpi las lgrimas de los ojos y alcanz la
puerta, sin prestar ms atencin a los horrores que
la rodeaban. Cuando se vio al aire libre, lleg a la con-
clusin de que no todo el que haba vivido en uno de
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lo svutsrqponmlkjihgfedcbaZYXWVUTSRQPONMLKJIHGFEDCdificio s destruidos ten a que haber sid o aplastad o
necesariamente por l.
En la siguiente encrucijada se detuvo y esper para
ver si apareca aquel que, despus del pequeo Felipe,
era lo que ms quera en este mundo. Como no acuda
nadie y la multitud de personas no haca ms que cre-
cer, prosigui su camino, pero se volvi otra vez, y
esper de nuevo; y, derramando muchas lgrimas, se
adentro en un valle oscuro, som breado por pinos, para
rogar por el alma de l, que crea liberada de su cuerpo;
y fue all donde l
encontr
a su amada, en el valle, y
tambin felicidad, como si hubiera sido el valle del
Edn.
Todo eso contaba ahora emocionada a J ernimo, y
cuando hubo acabado, le dio al nio para que lo besa-
ra ... Jernimo lo cogi y acarici con inefable alegra
paterna, y, como el nio llorase ante aquel rostro des-
conocido, le sell la boca con caricias sin fin. En-
tretanto haba cado la noche ms hermosa, llena de
aromas suavsimos, tan silenciosa y plateada como
s l o podra soar un poeta. Por todas partes, a lo
largo del a rroyo del v alle, se hab an asentad o persona s,
al resplandor de la luna, y preparaban blandos lechos
de musgo y hojas para descansar de un da tan angus-
tioso. Y comoquiera que los pobres seguan la~en-
tndose, ste porq ue haba perdido su casa, el otro a
su esposa y su hijo,
LKJIHGFEDC
un tercero, todo, Jernirrio y
Josefa se ocultaron entre unos espesos arbustos para
no entristecer con su secreta alegra el nim o de nadie.
Encontraron un esplndido granado, que desplegaba
ampliam ente sus ramas, cargadas de frutos perfuma-
dos; y un ruiseor cantaba en la copa su voluptuosa
cancin. All se recost Jernimo junto al tronco,
Josefa a su lado y Felipe en el regazo de Josefa, cu-
biertos con la capa de aqul, y descansaron. La som-
bra del rbol se fue desplazando sobre ellos con sus
luces dispersas, y la luna volvi a palidecer ante la
aurora, antes de que se durmieran. Haban tenido
infinitas cosas que contarse del jardn del convento
y
de sus risiones, y de lo que haban sufrido el uno por
el otro, iY se conmovieron al pensar en cunta mise-
ria haba tenido que caer sobre el mundo para que
e llo s fu eran fe li ce s
Decidieron que en cuanto hubieran cesado lo s
temblores iran a La Concepcin, donde Josefa te-
n a una amiga n tim a y, con un pequeo prstamo que
esperaba conseguir de ella, se embarcaran hacia
Espaa, donde vivan los parientes maternos de
Jernimo, para pasar all felizmente el resto de sus
das. Despus de mucho besarse, se quedaron dor-
midos.
Cuando despertaron, el sol estaba ya alto en el
cielo, y vieron cerca de ellos a varias familias, ocupa-
das en preparar junto al fuego un pequeo desayuno.
Jernimo pensaba tambin en cmo conseguir comi-
da para los suyos, cuando un hombre joven y bien
vestido, con un nio en los brazos, se acerc a Josefa
y le pregunt, con aire comedido, si no podra, por
corto tiempo, dar el pecho a aquel pequen, cuya
madre yaca herida entre los rboles. Josefa se sinti
un tanto confusa, cuando advirti que se trataba
de un conocido. Sin embargo, l, que interpret mal
SU
confusin, continu diciendo: Es slo por unos
momentos, Doa Josefa; este nio, desde el mom ento
que nos hizo a todos tan desgraciados, no ha comido
nada; de forma que ella dijo: Slo callaba ... por
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otra razn, Don Fernando; en estos tiempos tan
horribles nadie se niega a compartir lo que posee; y
cogi al nio ajeno, mientras daba el propio al padre,
y se lo puso al pecho. Don Fernando agradeci mu-
cho aquella bondad y le pregunt si no quera unirse
al grupo que en aquel momento preparaba un peque-
o desayuno junto al fuego. Josefa respondi que
aceptara con gusto el ofrecim iento y, como Jernimo
tampoco tuvo nada que objetar, sigui a Don Fer-
nando hasta donde se encontraba su familia, y all
fue acogida de la forma ms entraable y cariosa por
las dos cuadas de Don Fernando, a las que conoca
como muy dignas dam iselas.
Cuando la esposa de Don Fernando, Doa Elvira,
que yaca en el suelo gravemente herida en las piernas,
vio que su afligido hijo tomaba el pecho de Josefa, la
invit amablemente a sentarse a su lado. Tambin
Don Pedro, su suegro, que estaba herido en un hom-
bro, la salud con la cabeza amablemente.
En el pecho de Jernimo y de Josefa se agitaban
pensamientos extraos. Al ser tratados con tanta con-
fianza y amabilidad, no saban qu pensar del pasado,
del cadalso, de la prisin y de las campanas; no seran
slo un sueo? Era como si los nimos, tras el terri-
ble golpe sufrido, se hubieran reconciliado. Sus re-
cuerdos no podan remontarse ms all de aquel
momento. y Doa Isabel, que haba sido invitada por
una amiga al espectculo de la maana anterior, pero
no haba aceptado el ofrecimiento, posaba de cuando
en cuando la mirada en Josefa, con ojos soadores.
Sin embargo, la noticia de alguna desgracia nueva y
horrible devolvi su alma a una realidad de la que
apenas haba podido escapar.
Se habl de cmo la ciudad, inmediatamente des-
pus del primer temblor importante, se llen de muje-
res que dieron a luz ante los ojos de los hombres; de
cmo los monjes, con el crucifijo en la mano, iban
de un lado a otro gritando:
LKJIHGFEDC
El fin del mundo ha lle-
gado ; de cmo una guardia que, por orden del
virrey, exiga que se abandonara una iglesia recibi
como respuesta: [Ya no hay virrey de Chile ; de
cmo el virrey, en los momentos ms terribles, tuvo
que levantar patbulos para poner coto al pillaje; y de
cmo un inocente, que se haba salvado atravesando
un edificio en llamas, fue precipitadamente capturado
por el propietario, y colgado al punto.
Doa Elvira, de cuyas heridas cuidaba con celo
Josefa, en un momento en que los relatos se entrecru-
zaban vivamente, aprovech la oportunidad para pre-
guntarle qu le haba ocurrido en aquel da horrible.
Y como Josefa, con el corazn oprimido, se lo cont
a rasgos generales, tuvo la dicha de ver cmo apare-
can las lgrimas en los ojos de la dama. Doa Elvira
la cogi de la mano, apretndosela, y le hizo gesto de
que guardara silencio. Josefa crey estar entre los bie-
naventurados. Un sentimiento que no pudo reprimir
le hizo comprender que el da transcurrido, por
mucho dolor que hubiera trado al mundo, era una
gracia como nunca se le haba concedido. Y realmen-
te, en medio de aquellos instantes horrorosos en los
que fueron destruidos todos los bienes terrenales de
los hombres y la Naturaleza entera corri el riesgo de
verse sepultada, el espritu humano pareca florecer.
En los campos, hasta donde alcanzaba la vista, se vea
mezcladas a personas de todos los estarnentos: prnci-
pes y mendigos, matronas y campesinas, funcionarios
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y jornaleros, monjes y monjas; compadecindose mu-
tuamen te, p res tndose ayuda recp roca, compar tien-
do con alegra lo que haban salvado para conservar la
vida, como si la desgracia general y todo lo que ha-
ba escapado de ella los hubieran convertido en una
sola familia.
En lugar de las conversaciones insustanciales para
las que el mundo haba suministrado alimento en las
mesas de t, se contaban ahora ejemplos de hechos
extraordinarios: personas a las que se haba prestado
normalmente poca atencin en la sociedad haban
mostrado una grandeza romana; multitud de ejem-
plos de intrepidez, de alegre desprecio del peligro, de
abnegacin y divino sacrificio, de ofrenda ilim itada
de la propia vida, como si, igual que un bien despre-
ciable, pudiera recuperarse en cualquier momento.
Efectivamente, como no haba nadie a quien no hu-
biera ocurrido en aquel da algo conmovedor o que
no hubiera realizado algo generoso, e dolor de todos
los pechos humanos se mezclaba a tanta dulzura que,
como se deca, no se poda saber si la suma de bienes-
tar general no haba aumentado tanto por un lado
como haba disminuido por otro.
Jernimo tom a Josefa de brazo, despus de
haberse en tregado en s ilencio a esas cons ideraciones ,
y la llev a pasear con indecible alegra, de un lado a
otro, bajo el espeso follaje del granada . l le dijo que,
dado e estado de nimo y el cambio de las circuns-
tancias, renunciaba a su decisin de embarcarse hacia
Europa; que si el virrey, que siempre se haba mostra-
do favorable a su causa, segua vivo, se arriesgara a
postrarse ante l; y que tena la esperanza (y le estam-
p un beso) de poder quedarse con ella en Chile. [o-
sefa le respondi que haba tenido pensamientos
parecidos; que tampoco dudaba de poder reconciliar-
se con su padre, si ste segua con vida; sin embargo,
en lugar de prosternarse, preferira ir a La Concep-
cin e iniciar desde all por escrito el proceso de
reconciliacin con el virrey; as estara en cualquier
caso cerca del puerto y, en el mejor de ellos, si el asun-
to tomaba el rumbo deseado, podra volver fcilmen-
te a Santiago. Tras reflexionar un instante, Jernimo
reconoci la sensatez de esa medida, recorri con JLKJ IHGFED
sefa an los paseos, imag inando los alegres momentos
futuros, y volvi con ella a reunirse con el grupo.
Entretanto haba llegado la tarde, y los nimos de
los refug iados que a ll e staban se hab an tranqu ilizado
un poco, al haber cesado los temblores de tierra,
cuando se difundi la noticia de que en la iglesia de
los Dominicos, la nica que el terremoto haba respe-
tado, el propio prelado del convento dira una misa
solemne para rogar al cielo que los protegiera de nue-
vas calamidades.
La gente acuda ya desde todos los puntos, diri-
gindose en masa hacia la ciudad. En el grupo de Don
Fernando se suscit la cuestin de si no deberan par-
t icipar ello s tamb in en la celebrac in y un ir se a l co r-
te jo gene ra l. Doa Isabel reco rd , con cier ta angustia,
la desgracia que le haba ocurrido el da anterior en la
iglesia, y d ijo que esas ceremon ias de agradecimiento
se repetiran, y que entonces se podra asistir a ellas
con tanta mayor alegra y tranquilidad, puesto que el
pelig ro hab ra quedado atrs . Josefa mani fes t, levan -
tndose enseguida con entusiasmo, que nunca haba
sentido ms vivamente el impulso de postrarse ante el
Creador que entonces, cuando ste haba mostrado su
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sublime e inescrutable poder. Doa Elvira declar
con viveza que era de la misma opinin que Josefa.
Insisti en que asistieran a la misa, y pidi a Don Fer-
~. ;..
nando que condujera al grupo, y entonces todos, tam-
bin Doa Isabel, se levantaron de sus asientos. Sin
embargo, como esta ltima, suspirando profunda-
mente, vacilaba al hacer los preparativos para salir y,
a la regunta de qu le pasaba, res ondi que tena no
s qu presentim iento infeliz, Doa Elvira la tranqui-
liz, pidindole que se quedara con ella y con su
padre enfermo. Josefa dijo: As, Doa Isabel, se cui-
dar de ese pequeito que, como ve, ha vuelto a en-
contrarse conmigo. Sin embargo, como ste se puso
a llorar lastimosamente por la injusticia que se le ha-
ca, y no quera en absoluto, Josefa dijo sonriendo
que lo mantendra a su lado, y lo bes hasta que vol-
vi a callarse. Entonces Don Fernando, a quien agra-
daba mucho la dignidad y el nimo de su conducta, le
ofreci el brazo; Josefa, que llevaba al pequeo Feli-
pe, se lo ofreci a Doa Constanza; los siguieron los
otros miembros del grupo; y, en ese orden, la comiti-
va se dirigi a la ciudad.
Apenas se haban alejado cincuenta pasos cuando
se oy a Doa Isabel, que haba mantenido una ani-
mada y secreta conversacin con Doa Elvira, gritar:
Don Fernando , y se la vio acercarse a la comitiva
con paso inquieto. Don Fernando se detuvo y se vol-
vi; la esper sin soltar a Josefa del brazo, y, como-
quiera que Doa Isabel se detuvo a cierta distancia
como si esperara que l fuera a su encuentro, le pre-
gunt qu deseaba. Doa Isabel se acerc a l, con
cierta renuencia, y le murmur unas palabras al odo,
aunque de forma que Josefa no pudiera orlas. En-
tonces pregunt Don Fernando: Y qu desgracia
podra ocurrir?. Doa Isabel volvi a cuchichearle al
odo, con rostro preocupado. A Don Fernando se le
arrebol el rostro de indignacin y respondi que
todo estaba bien y que Doa Elvira deba tranquili-
zarse; y prosigui su camino con la dama ...
Cuando llegaron a la iglesia de los Dominicos, se
oa ya el rgano con musical es lendor, y una multi-
tud inconmensurable se agitaba dentro de ella. El
gento se extenda mucho ms all del portal, por la
explanada de la iglesia, y subidos a las paredes, en los
marcos de las pinturas, haba muchachos que, con la
gorra en la mano, miraban con ojos expectantes.
Todos los candelabros irradiaban luz; las columnas, al
caer el crepsculo, arrojaban sombras misteriosas; el
gran rosetn de la pared posterior de la iglesia arda
como el propio sol del atardecer que lo iluminaba; y,
dado que el rgano callaba, reinaba el silencio en toda
la congregacin, como si ningn pecho fuera capaz de
emitir sonido alguno. Nunca haba surgido de una ca-
tedral catlica tal llama de fervor hacia el cielo como
aquel da, en la catedral de los Dominicos de Santiago;
y en ningn pecho humano haba una ascua ms
ardiente que en el de Jernimo y Josefa
La ceremonia se inici con un sermn, pronuncia-
do desde el plpito por el ms anciano de los canni-
gos, revestido de pontifical. C omenz con alabanzas,
elogio y agradecimiento, alzando hacia el cielo sus
manos trmulas, ampliamente envueltas en la sobre-
pelliz, por el hecho de que an hubiera personas que,
en aquella parte del mundo en ruinas, fueran capaces
de alzar sus voces temblorosas a Dios. Describi lo
que haba ocurrido a una seal del Todopoderoso; el
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juicio final no poda ser m s horrible; y cuando, sea-
lando una grieta que se haba producido en la cate-
dral, calific el terrem oto del da anterior de sim ple
presagio, un estrem ecim iento recorri la congrega-
cin. Luego, llevado por su sacerdotal elocuencia,
habl de la corrupcin de las costum bres de la ciudad;
se haban castigado en ella horrores com o no conocie-
ron Sodoma y Gomorra; y atribuy slo a la infinita
longanim idad de Dios que no hubiera sido totalm en-
te aniquilada de la faz de la tierra.
S in embargo, fue com o un pual que atravesara los
. corazones ya desgarrados por el serm n de nuestros
d os in fortu nados el q ue el eclesistico, en esa o casin,
m encionara con todo detalle el crim en com etido en el
jardn de las carm elitas; tach de im pa la indulgencia
que haba encontrado en el m undo y, en una digresin
llena de m aldiciones, entreg las alm as de los delin-
cuentes, a los que mencion expresamente, a todos
los prn cipes del In fierno M ien tras ap retab a el b ra zo
de Don Jernim o, Doa Constanza grit:LKJIHGFEDC
[ cn
Fer-
nando . Sin embargo, ste respondi tan clara y tan
discretam ente com o puedan com paginarse am bas co-
sas: Guardad silencio, seora, no m ovis ni un pr-
pado y haced com o si os desm ayarais; entonces aban-
donarem os la iglesia. Sin em bargo, antes de que D oa
C onstanza hubiera podido adoptar aquella ingeniosa
m edida de salvacin, se oy una voz que interrum pa
el sermn del cannigo: [Apartaos, ciudadanos de
Santiago, que aqu estn esas personas
impas .
Y
otra voz llena de espanto pregunt, m ientras se for-
maba a su alrededor un crculo ms amplio: Dn-
de?.
[Aqu ,
repuso un tercero que, lleno de santa
ruindad, agarr de los cabellos a J osefa, de form a que
habra cado al suelo con el hijo de Don Fernando si
ste no la hu bie ra sostenido.
- Estis locos? -grit el joven, rodeando con el
brazo a Josefa-. Soy Don Fernando Orrnez, hijo del
com andante de la ciudad, al que todos conocis.
Don Fernando Ormez?, grit muy cerca de l
un zapatero remendn que haba trabajado para J
sefa y la conoca tan bien com o conoca sus pequeos
pies. Quin es el padre de ese
nio?,
d ij o v o lv i n -
dose con descaro hacia la hija de Astern. Don Fer-
nando palideci ante la pregunta. M ir tm idam ente
ora a Jernimo ora a la gente congregada, para ver si
alguien lo conoca. Josefa, em pujada por la espantosa
situacin, exclam: ste no es m i hijo, maestro
Pedrillo, com o crees; m ientras, con m iedo infinito
en el alma, m iraba a Don Fernando: [Este joven ca-
ballero es Don Fernando Orm ez, hijo del comandan-
te de la ciudad, al que todos ccnocis . E l zapatero
pregunt: Quin de vosotros, ciudadanos, conoce a
ese joven? . Y varios de los circunstantes repitieron:
Quin conoce a Jernimo Rugera? Que d un paso
adelante . Ocurri entonces que, en ese m om ento, el
pequeo Juan, asustado por el tumulto, quiso pasar a
los brazos de Don Fernando, apartndose del pecho
de Josefa. E ntonces grit una voz: l es el padre
,
y
o tra: ,, l es Jern im o R ugera ; y un a tercera:
jEllcs
son los blasfem os ; y toda la cristiandad congregada
e n e l te mp lo d e Je s s: L ap id ad lo s L ap id ad lo s .
E nt on ce s J er n imo d ijo : A lt o Mo ns tr uo s S i b us -
cis a Jernim o Rugera,
[aqu
lo te n is S olta d a e se
h om bre , q ue e s in oc en te ...
La furiosa multitud, confusa por la declaracin de
Jernimo, se detuvo; muchas manos soltaron a Don
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Fernando; y como en aquel momento un oficial de la
Armada de alto rango lleg apresuradamente y,
abrindose paso entre el gento, pregunt:
LKJIHGFEDCj o n
Fer-
nando Ormez Qu os ha pasado ?, ste, totalmente
libre ahora, respondi con una serenidad realmen-
te heroica:
-Ya veis, Don Alon so, estos crimin ales Yo hab ra
estado perdido si este hombre respetable, para tran-
quilizar a la furiosa multitud, no se hubi ra hecho
pasar por Jernimo Rugera. Llveselo, tenga la bon-
dad, y a esta joven dama, para seguridad de ambos; y
tambin a ese hombre indigno -dijo agarrando al
maestro Pedri llo:
-Que es el causante del tumulto
E l zapatero grit:
Don
Alonso Onoreja, os los pregunto por vues-
tra conciencia: no es esta joven Josefa Astern?
Como Don Alonso, que conoca muy bien a
Josefa, dudara entonces en su respuesta, y varias vo-
ces, de nuevo encendidas de ira, gritaran: S lo es
S lo es , y: Matadla , Josefa dej al pequeo Fe-
lipe, al que Jernimo haba llevado hasta entonces, y
al pequeo Juan en brazos de Don Fernando, y dijo:
Don Fernando, salvad a vuestros dos hijos y aban-
donadnos a nuestro d e stino .
Don Fernando cogi a los nios y dijo que prefe-
ra morir a consentir que quienes lo acompaaban
sufrieran dao alguno. Despus de pedir la espada al
oficial de la Armada, ofreci su brazo a Josefa y pidi
a la otra pareja que los siguiera. Lograron salir de la
iglesia, porque, ante esa actitud, les abrieron amplio
paso con respeto, y se creyeron ya salvados. Sin em-
bargo, apenas haban llegado a la explanada de la igle-
sia, igualmente llena de gente, cuando una voz de la
furiosa multitud que los haba seguido grit: se es
Jernimo Rugera, ciudadanos, pues yo soy su propio
padr e , y lo derrib al lado de Doa Constanza con
un tremendo golpe de maza. Jess, Mara y Jos
grit Doa Constanza, huyendo hacia su cuado;
Trotaconventos , se oy sin embargo entonces, y
otro mazazo de otro lado, que la derrib sin vida junto
J o. Mo os , 1 u s o o O.
Era Doa Constanza Xares por qu nos mien-
ten entonces ?, respondi el zapatero.
jBuscad
a la
verdadera y matadla . Don Fernando, al ver el cad-
ver de Doa Constanza, ardi de clera; desenvain
la espada y, blandindola, dio un golpe que hubiera
partido en dos al fantico asesino que haba causado
aquella atrocidad, de no haber esquivado ste el furio-
so tajo. Sin embargo, como no poda contener a la
multitud que se abalanzaba hacia l, Doa Josefa gri-
t:
[Adis,
Don Fernando, cuidad de nuestros hi-
jos , y: Matadme, tigres sedientos de sangre , pre-
cipitndose voluntariamente sobre ellos para poner
fin a la lucha. El maestro Pedrillo la derrib de un
golpe de maza. Luego, salpicado de' sangre, grit:
[Enviad con ella al Infierno a ese bastardo , y se
abalanz de nuevo hacia delante, con instinto asesino
no aplacado.
Don Fernando, aquel hroe divino, estaba ahora
con la espalda apoyada en la iglesia; con la mano
izquierda sostena a los nios, con la derecha la espa-
da. Con cada golpe fulminaba a alguien; un len no se
defendera mejor. Siete perros sedientos de sangre
yacan muertos ante l, y hasta el prncipe de la sat-
nica jaura estaba herido. Sin embargo, el maestro
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Pedrillo no descans hasta arrancarle del pecho a uno
de los nios, cogindolo por las piernas y, hacindolo
girar en el aire, estrellarlo contra una de las columnas
de la iglesia. Entonces se hizo el silencio y todos se
alejaron. Don Fernando, al ver a su pequeo Juan
ante s con los sesos saliendo de la cabeza, alz los
ojos al cielo con un dolo r in descriptible.
El oficial de la Armada acudi de nuevo, trat de
consolado y le asegur que lamentaba su propia pasi-
vidad ante aque la desgracia, aunque justi icada por
muchos motivos. No obstante, Don Fernando le dijo
que no se le poda reprochar nada, y le rog que lo
ayudara a llevarse los cadveres. Los llevaron a todos,
en la oscuridad de la noche que caa, a casa de Don
Alonso, adonde los sigui Don Fernando, llorando a
lgrima viva sobre el rostro del pequeo Felipe. Pas
la noche tambin en casa de Don Alonso, y retras
largo tiempo, con falsas excusas, informar a su esposa
de todo el alcance de la desgracia. Por una parte, por-
que ella estaba enferma, y por otra porque no saba
cmo juzgara su comportamiento en aquella ocasin.
Sin embargo, poco tiempo despus, informada casual-
mente de todo por una visita, aquella dama excelente
llor en silencio su dolor maternal, y una maana,
con las ltimas lgrimas brillando en sus ojos, se lan-
z a su cuello y lo bes. Don Fernando y Doa Elvira
adoptaron como hijo al pequeo; y cuando Don
Fernando comparaba a Felipe con Juan, y pensaba en
cmo haban llegado los dos a l, le pareca casi que
deba alegrarse.EDC
T r a du c c i n i g ue l S e nz