Post on 30-Apr-2020
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Vicente D. Sierra
HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS EN ARGENTINA
Al Coronel
D. Juan Francisco Casteo,
amigo.
“El caso se reduce a lo siguiente. Usted encuentra a uno en la calle y le dice: Usted
es muy feo; pregunto: ¿Ese uno le dará a usted las gracias y le dirá a usted que es
bonito?, locura sería pensarlo; pues bien, aplique usted el cuento; yo digo a los
liberales: son ustedes muy feos. ¿Cómo diablos quiere que me lo sufran, y que me
den las gracias encima? Esto, sin embargo, como usted ve, no prueba nada, sino
que yo he puesto el dedo en donde debía ponerlo. Sin embargo, debo confesar
que mi libro ha salido a la luz fuera de tiempo. Ha salido antes, y debía haber
salido después del diluvio. En el diluvio se ahogarán todos menos yo; es decir, las
doctrinas de todos, menos las mías. Mi gran época no ha llegado, pero va a llegar.
Ya verá usted qué naufragio, y cómo todos los náufragos buscan refugio en mi
puerto. Aunque bien pudiera suceder (cosas como ésas se han visto) ni aun así le
quisieran, prefiriendo el mar salado. Cada uno tiene su gusto, y sobre gustos no hay
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nada escrito”. -DONOSO CORTÉS- Cartas inéditas, pág. 16 y 17.
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La vida y la realidad son historia y nada más
que historia. BENEDETTO CROCE
La historiografía ha servido en Argentina -en general en Hispanoamérica- para
determinar la pérdida de todo sentido histórico; la clásica, hija de la “Ilustración”,
por su pobreza interior, y la moderna, presuntivamente científica, por el
aniquilamiento de todos los misterios de la Historia, al reducirla, con
interpretaciones sin soplo de humanidad y libertad, que lograron separar al
argentino de toda tradición; hasta ser de él un ser extraño al destino de su
comunidad. No por despreocupación o desapego, sino por carencia de base, ya que
de su pasado sólo se le ha transmitido el polvo inconsciente de relatos manidos y
adocenados, sin ninguna vinculación con alguna forma concreta de la existencia.
Dice Croce: “la ciencia y la cultura históricas, en toda su detenida elaboración,
existen con el propósito de mantener y desarrollar la vida activa y civilizada de la
sociedad humana”.
El normalismo, gran factor de deformación de la cultura argentina, cree que para la
formación y mantenimiento de la conciencia nacional basta con dedicar un día a
honrar la bandera, recordar ciertos aniversarios, llenar las aulas con retratos de
próceres o visitar sus tumbas o monumentos, sin advertir que el sentimiento de
nacionalidad no se forja con cosas, aunque se exprese con ellas, pues solo valen
cuando la vemos con la conciencia de una unidad cultural, que tiene que ser
resultado de una relación estrecha, profunda y misteriosa, entre el hombre y lo
histórico. Dice Berdiaeff: “No es posible separar al hombre de la historia y
considerarlo de una manera abstracta, como tampoco es posible separar la historia
del hombre de un modo, por decirlo así, inhumano. Es imposible considerar al
hombre separado de la profundísima realidad histórica”. Y bien, la historiografía
argentina al uso ha hecho tal separación; ha apartado al argentino de la historia y a
la historia del argentino, reduciéndola al simple relato del mundo que llegamos a
conocer, limitando su extensión en el tiempo y en el espacio y aplicando
concepciones apriorísticas de carácter abstracto, que son de imposible relación con
la historia, que es una forma de conocimiento sorprendentemente concreta.
Los representantes del liberalismo subsistente, que tienen conciencia de su
falencia, pues no ignoran que la doctrina se mantiene mediante constantes
concesiones, se oponen tenazmente a lo que ha dado en llamarse “revisionismo
histórico”. La denominación no es muy feliz porque en Argentina no hay que revisar
la Historia; hay que hacerla. Lo que como tal circula con marchamo legal no es ni
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siquiera una falsificación; es apenas una crónica deficiente y apasionada, sin
sentido histórico pero con pasión de partido, de hechos expuestos con espíritu
periodístico; amor por el “papelismo”, que nada tiene que ver con la Historia como
medio de conocimiento del hombre en toda la plenitud concreta de su existencia
espiritual. La verdadera historia es un constante revisionismo, porque, como dice
Croce, “la historia en realidad, está en relación con la necesidades actuales y la
situación presente en que vibran los hechos”, y agrega: “el estado actual de mi
mente constituye el material, y, por consiguiente la documentación de un juicio
histórico, la documentación viva que yo llevo dentro de mí”.
El liberalismo carece de sentido histórico, porque gira en torno al error
fundamental de no dar importancia sino a las cuestiones de gobierno, que,
comparadas con las religiosas y sociales carecen de toda importancia. Lo que
explica su importancia cuando otras doctrinas proponen al mundo soluciones para
sus problemas, y nos lo muestran cediendo, en Francia, a las soluciones socialistas,
y, en Bélgica, a las católicas, por no tener ninguna propia, pues para él todo
depende de las formas de gobierno. Si el liberalismo argentino se opone a todo
“revisionismo histórico” es porque cree que podría ofrecer nuevos puntos de vista
sobre la época antiliberal de Rosas y, sintiéndose incapaz de combatirlos, prefiere
que subsista la falsedad pasional con que ha sido expuesta. Considera ese
liberalismo que también es necesario mantener poco menos que oculto el período
de casi tres siglos de dominación española, y si hay quien acepte que la historia del
país comience con el descubrimiento de América, ya no son tantos los que
comprenden que también el período hispano tiene historia, y que es
necesario remontarse un poco más lejos para encontrar las fuentes de esa
conciencia cultural que es la base de toda nación; problema vital para argentina
desde que aspira a constituir algo más que un estado rigiendo una simple
yuxtaposición de hombres y culturas, sin unidad armónica y creadora.
Cuanto más grandes son las naciones, más tradicionalistas se muestran. El
liberalismo nunca entendió la fuerza expansiva del tradicionalismo porque lo
confundió con conservadurismo y lo vio como un elemento contrario al progreso.
Se quedó en el “pienso, luego existo” del cartesianismo, sin comprender que la
función de pensar la posibilidad de pensar, surgía de que el hombre es un
microcosmos, no en el sentido natural, sino en el sentido histórico. No hay ninguna
“tabla rasa” antes del acto de pensar, pues de haberla, pensar sería imposible. Es
así como el liberalismo fue siempre incapaz de comprender la vinculación que une
a las cosas divinas con la humanas, ni vio lo que las cuestiones tienen de sociales y
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religiosas, ni la dependencia de todos los problemas relativos al gobierno de las
naciones de la idea de un legislador supremo. Mr. Proudhon ha escrito: “es cosa
que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas
tropezamos siempre con la teología”. El creador del socialismo francés tenía más
sentido histórico que cualquier liberal.
La historia de las ideas políticas en Argentina nos muestra de cómo el liberalismo
forjó el progreso material del país, pero determinó la disociación de su cultura, que
cada día ofrece mayores demostraciones de su pobreza creadora dentro de un
sentido auténticamente nacional. Ya Roca llamó a Buenos Aires “una provincia de
extranjeros”, y Lucio Mansilla dijo que éramos “un país sin ciudadanos”. La vida
argentina ha estado siendo corroída por un materialismo grosero y disociador, en
cuyo fuego se fue dejando quemar el alma tradicional de la nación mientras la
Historiografía cantaba loas a los que, por atizar el fuego, adquirieron estatuas,
negadas con singular empeño a quienes lucharon para que los elementos
tradicionales fueran vitales en la formación de un ideal de vida netamente nuestro.
En los comienzos de su actuación pública, el general Perón dijo: “Pensamos en una
nueva Argentina, profundamente cristiana y profundamente humanista”. Tiempo
después agregó: “Al impulso ciego de la fuerza, al impulso ciego del dinero, la
Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía
vivificante del espíritu”. He ahí un propósito y una consigna que el país debe
realizar si no quiere dejar de ser, pero que no logrará nunca por intermedio de
leyes, sino mediante una convivencia profunda con la verdad de su Historia.
Contribuimos a ella con este libro, que no es un llorar sobre ruinas sino un
evangelio de acción. La Historia, decía Goethe, nos permite librarnos de la historia,
es decir, nos señala la ruta por donde debemos seguir de acuerdo a nuestro yo,
hacia nuevas conquistas. La falta de Historia nos sumerge en el pasado. La Historia
al uso, de tipo patriótico, nacionalista, nos deja sin tener nada que hacer por el
porvenir, fuera de gozar los beneficios de la obra de “nuestros gigantes padres”. La
Historia debe servir para renovarnos, para rehacernos en cada avatar de la
existencia, pero siempre dentro del estilo propio de nuestro sentido de vida, de
nuestra conciencia de que la nacionalidad constituye una unidad amónica y
creadora de cultura. Porque lo que hace que el individuo no sea un ser
verdaderamente vacío, lamentable y perecedero, es su capacidad para asimilar la
experiencia histórica.
Argentina vive una hora de singulares afanes de recuperación, pero predomina, en
la mentalidad media, la falsa idea de que son los hechos económicos los más
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importantes; más importantes son los sociales, los religiosos y, en nuestro caso,
con su estrecha vinculación con sus posibles soluciones, los de su Historia, porque
solo por su Historia un país adquirirá concepto de su ser. Aún destruido el estado
polaco, Polonia siguió siendo una nación; aún bajo un solo estado, Austria fue una
nación y Hungría otra. En Hispanoamérica abundamos más en estados que en
naciones. La gran acción política que Argentina reclama consiste en forjarse una
conciencia histórica. No se trata de formas de gobierno, sino de modos de vida.
Ellos nos darán la economía, la organización estatal, el orden social que el hombre
argentino necesita; una nueva Argentina “cristiana y humanista”, como ha dicho
Perón; y todo lo demás vendrá por añadidura. Contribución a ello en este libro, que
herirá mucho concepto adquirido, mucha idea consagrada, pero escrito con fe, con
fervor patriótico tanto como con la convicción de que, muchas veces, es necesario
destruir para edificar ¿Sale a tiempo? ¡Dios dirá! Aunque, recordando a Donoso
Cortés, pensamos que, probablemente la ceguera de los hombres es tanta, que hay
verdades que sólo deben decirse después del diluvio. ¡Dios querrá que no sean las
de este libro, porque Dios protege a la Argentina!
CAPITULO PRIMERO
1.- EL PROBLEMA HISTORICO DE LAS IDEAS POLITICAS EN AMERICA
La historiografía hispanoamericana sobre las ideas políticas de los pueblos
del continente ha sido escrita bajo el concepto de que la libertad política, que
alcanzó importancia en Atenas y en la Roma republicana, desapareció durante el
imperio hasta reaparecer en los últimos dos siglos. La mayoría de tales
comentaristas no se han planteado con rigor el sentido de los términos que
manejan, y así, al referirse a la democracia, parten del concepto que han recibido
del inmediato pasado político europeo, inspirado en un sentido individualista,
rechazando, por consiguiente, toda formulación que no se adapte al mismo. Tratase
de una posición que responde a un dado momento de una civilización, cuya crisis
vivimos y cuya desaparición comenzamos a asistir, basado en esa concepción
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ideológica del progreso que logró penetrar el espíritu de toda sociedad, desde los
conductores del pensamiento hasta los mismos políticos y hombres de negocio,
“que son siempre -como dice Christopher Dawson- los primeros en proclamar su
falta de confianza en idealismos y su hostilidad hacia las ideas abstractas”.
La idea del progreso fue aceptada por la historiografía liberal como un
principio de absoluta verdad y validez universal, evidente por sí misma; de manera
que, aun cuando los elementos formales de un juicio histórico demuestren que los
conquistadores de América poseían conceptos precisos sobre libertad política, su
estimación imparcial resulta difícil, porque el historiógrafo liberal se coloca fuera de
la época que estudia para medirla con el cartabón de la que vive. Cartabón que,
por cierto, se basa en ideas abstractas y determina una visión idealista del propio
presente, ya que la idea del progreso impone la necesidad de afirmar que los
conquistadores de América trajeron consigo un espíritu autoritario, como expresión
del ambiente político del mundo hispánico. Si así no fuera, la ley del progreso se
quebraría en la historias de las ideas políticas americanas, por lo cual todas se
inician con la afirmación del autoritarismo de los conquistadores; a pesar de que
los elementos formales de que el historiador dispone demuestran que se trata de
un disparate histórico en cuanto se lo considere como opuesto a todo sentido
democrático en la organización del Estado. Croce hace notar que los
requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia
carácter de “historia contemporánea”, por lejanos en el tiempo que puedan
parecer los hechos por ella referidos; es decir que el estado actual de la mente del
historiógrafo constituye el material mismo de un juicio histórico. En efecto, y el
ilustre filósofo lo dice, el documento por sí mismo de nada sirve, pues “si carezco
de sentimientos (así permanezcan latentes), de amor cristiano, de fe en salvación,
de honor caballeresco, de radicalismo jacobino o de reverencia por las antiguas
tradiciones, en vano escudriñaré las páginas de los Evangelios, de las epístolas de
San Pablo o de las epopeyas carolingias, o los discursos pronunciados en la
Convención Nacional, o las poesías, dramas y novelas en que el siglo XIX registró
su nostalgia de la Edad Media”.
La insensibilidad histórica del historiógrafo liberal, lo que también se advierte
en los de tendencia marxista, consiste en que si bien el hombre de hoy -como
agrega Croce- es un microcosmos en sentido histórico, es decir, un compendio de la
historia universal, lo cual explica, en parte, que sea la historiografía algo moderno,
-al punto que son muchos los que estiman que recién el siglo pasado es la era de la
Historia- han limitado las posibilidades de comprender el pasado por el afán de
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someter su proceso a los imperativos de férreas formulaciones o concepciones
apriorísticas. Incapaces de liberarse de las ideas vitales de su época, no pueden
comprender las del pretérito, posición de la que nos libra la circunstancia de vivir
un momento en que las ideas que forjaron el llamado mundo moderno, comienza
a perder su poder sobre el espíritu de la sociedad; como también se pierde la faz
de la civilización que caracterizaron, perdiendo valor la historiografía consagrada,
correspondiente a la misma.
Uno de esos conceptos, aceptado sin reservas, dice: “La Edad Media es la
época en la que impera la Iglesia de un modo casi absoluto”. Definida la posición
de la Iglesia Católica contra el liberalismo y aceptado el concepto, también “a
priori”, de que el liberalismo dotó al hombre de ideas de libertad política que nunca
había conocido, la deducción lógica conduce a la afirmación de que la Edad Media
sólo tuvo ideas contrarias a todo ideal democrático y, por consiguiente, los
conquistadores de América no pudieron traer al Nuevo Mundo otra cosa que ideas
afines a sus principios autoritarios o absolutistas de gobierno.
Es claro que, aun aceptando lo difícil que resulta desprenderse de los
conceptos de nuestra época, porque formamos parte integrante de la misma -por
lo cual hay más historiadores que historiógrafos-, un elemental principio de
metodología honesta basta para comprender la conveniencia de comenzar
demostrando hasta qué punto es exacto que la Iglesia imperó de un modo
absoluto durante la Edad Media, y luego, comprendiendo que la genealogía de las
ideas, por mucho que se crea en el carácter rectilíneo del progreso, dista de ser una
línea recta, investigar hasta qué punto el liberalismo ha formulado ideas originales
en materia de libertad política. Si los historiadores de ideología liberal se hubieran
tomado tal trabajo, es probable que, con comprensible desconsuelo, advirtieran lo
difícil de semejante demostración. Lo hizo, entre otros, Johannes Bühler, que no
pudo menos que referirse con ironía a quienes, partiendo de la posición
predominante asignada a la Iglesia, consideran a la Edad Media como la época de la
concepción católica del mundo y proceden a enjuiciar sumariamente su cultura con
arreglo al punto de vista personal en que el enjuiciador se coloca respecto del
catolicismo. Para peor, casi todos los que así proceden, consideran a la Iglesia
Católica del medioevo como si fuera la actual, pasando por alto sus sesenta años de
inquietudes teológicas y los veinte que consumió el Concilio de Trento, de la cual
salió reformada y reestructurada.
Si tal ocurre en cuanto a la Edad Media, en lo que a la comprensión del
liberalismo se refiere, todo se reduce en los historiadores a relatar de cómo los
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escritores franceses difundieron las ventajas del sentido británico de la libertad
política, callando la realidad, expuesta en obras serias, por escritores ingleses, de
que esas libertades surgían de las entrañas mismas de la Edad Media. Todavía hay
profesores que creen, y así lo enseñan algunos textos al uso, que los británicos
escribieron en la Carta Magna las libertades que querían obtener, cuando ese
documento expresa las que tenían y no querían perder.
Uno de los escritores políticos del pasado que más prestigio tiene entre los
historiadores de las ideas políticas en Hispanoamérica es Montesquieu,
probablemente más citado que leído, pues cuanto entró a meditar en torno a la
historia de las instituciones llegó a la convicción de que el absolutismo era el
resultado de una larga usurpación, advirtiendo las antiguas limitaciones del poder
real, lo que le condujo a admitir la existencia de rasgos de la humanidad verdadera
aún en instituciones consideradas bárbaras. Montesquieu llegó a la conclusión de
que el modelo y los fundamentos de la libertad estaban en el pasado, identificando
libertad y tradición feudal, por lo que reprochó al absolutismo haber aniquilado
viejas costumbres; posición ésta del autor de “El Espíritu de las leyes” que se
olvida con sospechosa regularidad.
Concretándonos a la historiografía hispanoamericana, vemos que actúan
contra ella dos factores importantes. El primero surge del armazón de mentiras
forjadas alrededor de la historia de España y de su acción en el Nuevo Mundo,
como manifestaciones de la “literatura de guerra” heredada del período de lucha
por la independencia. Alrededor de esta falsa historiografía se forjaron ideas
equívocas, que alcanzaron vigencia hasta mucho después de su nacimiento y de las
cuales es difícil desprender a pueblos a los que se impusieron normas plagiadas de
vida, desligadas de elementos tradicionales. Y como ha dicho Nicolás Berdiaeff: “El
conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica”. El segundo
factor consiste en hacer girar el proceso progresista alrededor de la literatura
política, filosófica o sociológica de moda, en Francia, en los distintos momentos de
los últimos dos siglos. Si a ambos factores añadimos la circunstancia particular de
que la historia, como actividad intelectual, ha estado en América -y continúa en
gran parte estándolo- , supeditada a propósitos antihistóricos, como los de llevar
agua al molino de formas políticas, como el liberalismo, o económicas, como el
capitalismo, bases ambas de las oligarquías dominantes en el Nuevo Mundo, las
que, por lo común, se sostienen por su enfeudamiento a algún gran imperialismo,
no es de extrañar que al exponer el desarrollo de las ideas políticas en el
continente se haya dicho tanta herejía como la emitida como si fuera buena
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moneda.
Ese carácter de la historiografía americana se refleja en el afán de hacer de la
Historia una especie de tribunal del pasado, con relación a los fines ideales que se
quieren defender, sostener y ver triunfantes; y ante los cuales se cita a los
hombres que fueron, a que concurran a rendir cuenta de sus actos, alcanzando a
unos el premio y el estigma a otros. Dice Benedetto Croce: “Los que, presumiendo
de narradores de historia, se afanan por hacer justicia, condenando y absolviendo,
porque estiman que tal es el oficio de la historia, y toman su tribunal metafórico en
sentido material; están reconocidos unánimemente como faltos de sentido
histórico, aunque se llamen Alejandro Manzoni”. Tales opiniones no valen como
“juicios de valor”, puesto que no son sino meras “expresiones afectivas”, que se
forman con la exaltación de personajes y acciones del pasado o símbolos de
libertad y tiranía, de generosa bondad y de egoísmo, de santidad y de perfidia
diabólica, de fuerza y de flaqueza, de inteligencia elevada y de estupidez; de donde
se deriva, en la historiografía argentina, el odio a Rosas, el desprecio por Quiroga o
las mentiras difundida sobre Artigas, junto a la creación de mitos, como el de
Bernardino Rivadavia, en el que se llega a ver al “más grande hombre civil de la
tierra de los argentinos”; juicio que fue forjado, nutrido y difundido por Mitre, a fin
de dotar al partido liberal -de ideología extraña al sentido político tradicional de la
nación- de algún sostén histórico con que oponerlo a los altos valores tradicionales
de su contrincante, el Partido Federal, cuyos caudillos fueron, mediante la difusión
de una “leyenda roja” -especie semejante a la “leyenda negra” con que se
combatió todo tradicionalismo hispanista-, sumergidos en las expresiones más
antojadizas de una imaginaria barbarie.
Como así se lo enseñaron -magister dixit- así lo ha creído el argentino medio,
hasta que, en nuestros días, la crisis del liberalismo desarrollando el sentido
histórico del país lo que ocurre siempre en los perídos de encrucijada cuando la
angustia colectiva se trueca en interrogantes –admite la necesidad de un
revisionismo de lo que se viene enseñando con caracteres de dogma. Esa crisis del
liberalismo surge de la convicción de que su doctrina no asegura ninguna libertad
bajo el régimen económico capitalista, sino libertades aparentes. Los pueblos
empiezan a intuir el fondo de verdad de la afirmación de Harold Laski, cuando dice
que “tan preocupada estaba -la doctrina liberal- con las formas políticas que había
creado, que falló en darse cuenta de manera adecuada de su dependencia de las
bases económicas que ellas expresaban”: y es esa intuición la que alimenta dichos
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afanes revisionistas, sobre todo en Hispanoamérica, donde los valores de la
historia, que habían sido desechados, comienzan a adquirir jerarquía; porque es en
ellos donde los pueblos infieren poder encontrar las directivas para, dentro del
propio estilo, realizar lo que debe realizarse. Es así como la crisis que mina como el
cáncer el alma política de Hispanoamérica, se traduce en un movimiento de
profundo análisis de su historia, del que surge, como el Fénix de sus propias cenizas
donde los valores de la historia, de que surge, como el Fénix de sus propia cenizas,
una cada día más vigorosa afirmación de los contenidos esenciales de lo que
denominamos Hispanidad.
En 1942, en las páginas finales de nuestro libro El sentido misional de la conquista
de América -que fue un aldabonazo que contribuyó a despertar la conciencia
hispanista que, como fondo insobornable, se mantenía en el continente- decíamos:
“Respondemos de esta manera a una urgencia espiritual ineludible para los
pueblos de Hispanoamérica. Un siglo y medio de falsa tradición liberal a la
francesa, ha hecho que nuestros pueblos no tengan finalidades que no estén
sojuzgadas a determinadas normas institucionales. Y se diluye así el sentido de la
nacionalidad al hacer que la nación, en sus expresiones más profundas, sea la
finalidad de la nación; entelequia trágica que nos ha conducido en lo económico, a
ser simples factorías de imperialismos extraños; en lo político, un mundo de
incoherencias; en lo espiritual, algo que huele a prestado. Dijimos que era
necesario librarnos de los gobiernos antieconómicos y despóticos de la corona
española, y caímos en una economía que nos han enfeudado y nos pusimos
muchas veces, a la orden de los jefes más sombríos. Se quiso formar un continente
separado de todo sentido religioso, y el fracaso del racionalismo lo deja indefenso,
sin un estilo propio frente a una vida que debe aceptar tal como se la han
fabricado: débil para crear lo que corresponde. Mas en el fondo insobornable de
estos pueblos vive su propio estilo, y es la labor de descubrirlo, para que nos enseñe
que debemos hacer lo que hay que hacer -por necesario, por conveniente y por útil-
lo que intentamos con estas páginas, mediante una estrecha convivencia, real e
intuitiva, con el inagotable tesoro de nuestra historia”
No se trata de escribir la historia con finalidades nacionalistas, porque tanto ellas,
como cualquier otra que no responda a la severidad de formular juicios históricos,
es hacer falsa historiografía. Se trata de comprender el pasado en sus relaciones
con el presente para encontrar la ruta del destino. Labor que no es fácil. Para
entender el movimiento oscilante de la historia, cuyos altibajos marcan, a pesar de
todo, las etapas de un progreso moral, que se desenvuelve con mucha mayor
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lentitud que el material, es necesario realizar esfuerzos a fin de comprender los
tiempos pasados. Bienvenida la erudición, el papelismo, porque no se debe salir
de los límites de la verdad y los documentos son expresiones formales de ella, pero
¡pobre del que crea que en los papeles que poseemos está toda la realidad del
pasado! Porque la literatura picaresca española alcanza en un dado momento
cierto auge, por ahí andan centenares de páginas diciendo que fue
consecuencia de que proliferaban los pícaros, reverso de aquella grandeza de los
ideales, acuñado por la miseria que, según cierta historiografía, fue el signo
permanente de España. Sería lo mismo que si alguien digiera que la vida argentina
está representada o expuesta por la letra de los “tangos”, dada la difusión
alcanzada por las mismas. Con toda verdad ha escrito Ignacio Olaguer: “Aquellos
que no tengan imaginación, que no se ocupen de la historia. Es un terreno vedado
para ellos”. No se trata de la imaginación que tiende, mediante un proceso
confuso, a convertir su material palpitante en obra poética; sino aquella capaz de
sentir la vida del pasado más allá de cómo se la vivió, para presentarla como fruto
de un acto de pensamiento, es decir, como auténtica obra científica.
Por eso, en historia, es necesario ver más allá de las narices, o sea, más allá del
texto de los papeles. Es lo que en nuestro alcance, tratamos de hacer en nuestras
páginas, por lo cual comenzamos refiriéndonos a la Edad Media, bajo cuyas
influencias ideológicas se forjaron los ideales políticos de los conquistadores de
América. Si hasta no hace mucho la historiografía americana creía que bastaba con
iniciar la historia de cada uno de los pueblos en el que se atomizó el continente,
con el relato de las jornadas primigenias de su emancipación política, como un
verdadero progreso se aceptó luego que la era española, mal llamada colonial,
constituye nuestro pasado remoto; admitiéndose, inclusive, que las múltiples
contingencias del desarrollo histórico no ha podido borrar las huellas de sus pasos,
lo que algunos utilizaron para explicar por qué cada Argentina, o cada Perú, o cada
Ecuador, no es un Estados Unidos. Este progreso de la historiografía americana ha
obedecido a una mala intención: la de iniciar la historia americana con el
conquistador y el indio, como surgidos por generación espontánea, con un mundo
de ideas -hechas por los historiadores- de acuerdo a un determinado esquema
metodológico que acusa de intolerante, autoritario, feudalista, etc., al primero y
pinta, con ingenua concepción rousseauniana, la libertad del indio como saldo de
factores telúricos, de los que son más los que hablan que los que saben en qué
consiste. Algo similar a lo que ocurre con quienes estudian la economía americana
durante el período de dominación española, e invocan las leyes económicas
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denunciando sus constantes violaciones por parte de España, a pesar de que ésta
es la hora en que no hay quien pueda demostrar algo más que una supina
ignorancia respecto de las presuntas leyes de la economía actual como antigua.
El más remoto pasado americano es España, no el mal llamado período colonial;
salvo que se admita que este período no tuvo pasado. En algunos pueblos de
América, por el alto grado de mestizaje existente, no se puede desdeñar la
influencia de ciertos aspectos de las culturas indígenas pre-colombinas, pero
dándoles la importancia que tienen como elementos negativos de los conceptos de
libertad política. No en balde el comunismo, que siempre logra más adeptos en los
pueblos que no poseen un sentido concreto de la libertad política o en los grupos
que lo han perdido, por no ver sino la realidad económica, procura, en América,
adoptar posturas indigenistas, de un oportunismo que revela el bajo concepto que
tiene de los indios, aunque valoren su utilidad como carne de cañón. A su vez, los
grandes imperialismos capitalísticos, favorecen la misma tendencia. Capitalistas y
comunistas saben que hablar de hispanidad es hablar de liberación, y hacerlo de
indigenismo importa lo contrario. No solo el conquistador no trajo consigo el
autoritarismo, como síntesis de su ideario político, sino que el hecho histórico
concreto es que encontró el autoritarismo en el Nuevo Mundo, y que, a través de
los misioneros, trató de inculcar en los naturales el concepto de libertad de la
persona humana, esencial en la doctrina del catolicismo. Es el conquistador quien
importa conceptos sobre la libertad política, porque se trata de un ser que surge de
la Edad Media, o sea de un período de la historia en que el primero y fundamental
aspecto de su pensamiento político fue expresión de la justicia o, dicho de otra
manera, que entendía que más allá del derecho del estado, existe un derecho más
grande y más augusto: el derecho natural. Hasta Hobbes -por lo menos “tío carnal”
del liberalismo- nadie se había atrevido a sostener la doctrina de la soberanía
estatal absoluta. Mal podían los conquistadores españoles traer a América lo que
aún no existía en el viejo mundo, y que, en España, se impuso casi dos siglos
después de la empresa colombina.
2.- EL CONCEPTO DE LA LIBERTAD POLITICA EN LA EDAD MEDIA.
Si hemos considerado un error de juicio histórico afirmar que durante la Edad
Media tuvo la iglesia una influencia absoluta aceptamos que otro sea asignar a la
época liberal un predominio también absoluto, de las ideas liberales. En efecto, el
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siglo XIX se caracteriza por una falta de unidad intelectual y espiritual que se
expresa en la actuación de distintas tendencias, algunas contradictorias entre sí.
Desgraciadamente, el pensamiento americano no supo sacar provecho de tales
circunstancias, porque se apegó con tal fuerza de inercia al pensamiento de
Francia, el menos universalista de Europa (aunque se lo disimula afirmando el
contenido universal de sus principios), que se redujo a una tarea imitativa sin
consistencia. Es así como el romanticismo, que pudo determinar una gran
curiosidad por el pasado, devolviéndonos los valores ecuménicos de nuestra
tradición, no pasó en América de algunos desaciertos poéticos y declaraciones
políticas intrascendentes por su lirismo, circunstancia comprensible si se tiene en
cuenta aquel seguir lo francés y no se olvida que una característica del genio
francés es buscar en sí mismo lo que sucede en los demás. Dice Olaguer: “Cuando
el viaje o el comercio con gentes extrañas a su medio no le han ensanchado el
espíritu -el francés- por exceso de ególatraía cae fácilmente en la tentación de
tomar a su ombligo por el epicentro del universo. Así, francés tenía que ser aquel
candidato a filósofo que hizo un viaje alrededor de su cuarto, o el magnífico Julio
Verne, que escribió sus aventuras tropicales sin haber traspasado jamás los
umbrales de su pueblo”. Fueron franceses los que pontificaron sobre todo el
mundo, sin salir de casa, y cuando se trató de España -país de muy difícil
comprensión para el francés-, difundieron las mayores patrañas, aceptadas como
verdades evidentes por la intelectualidad americana, sedienta de plagios
parisinos. Por Francia, a través de Montesquieu, se hizo creer que la libertad venía
del norte; por Francia, a través de Voltaire, se creyó que la Edad Media fue un
inmensa noche sin auroras; por Francia, a través de la Enciclopedia, se negó a
España y al catolicismo; y los historiadores americanos dieron por aceptada la
decadencia española porque Francia así lo había resuelto y se admitieron las
razones anticatólicas con los pensadores del boulevard explicaron racionalmente
“caso” español. Y es que a pesar de ser el europeo occidental un ser con profundo
sentido histórico, no encontró forma de expresarlo dentro del movimiento del
racionalismo científico hasta que se produjo en Alemania un movimiento de
reacción contra el racionalismo filosófico francés y contra el pragmatismo inglés,
que se reveló contra una concepción mecánica de la naturaleza y contra la idea
individualista y utilitaria de la sociedad. Por ese movimiento descubrieron los
germanos su propio pasado medioeval con el mismo entusiasmo que, siglos antes,
Italia descubriera los tesoros del paganismo y, por primera vez, señala Dawson,
desde el siglo XVI, el arte y la cultura de la Edad Media fue comprendido y
apreciado, provocando un movimiento de reacción contra la cultura de la época
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precedente. Entre las derivaciones de este movimiento se destaca la creación de la
escuela histórica alemana, iniciada por Niebuhr y Savigny. Este, conocido por Juan
Bautista Alberdi a través de un resumen, estuvo a punto, en 1837, de hacer que el
pensamiento de la juventud Argentina pudiera interpretar los fenómenos políticos
de su época con conciencia histórica. Si tal cosa hubiera ocurrido, es probable que
la historia política de argentina hubiera sufrido profundas modificaciones
favorables al desarrollo de su personalidad natural, pero la llegada de otros
resúmenes de París, referidos al romanticismo y al Saint-simonismo, hizo que
aquel movimiento terminara en el vulgar lagrimeo de un socialismo romántico, con
influencias burguesas; “pele-mele” tan pintoresco como inoperante. Los sucesores
leyeron a Guizot, a Roy Collard y a Adam Smith, porque la inteligencia argentina
perdió el sentido de que, en la historia, lo real es lo ideal, y no pudo entender a
Rosas porque le opuso no la realidad argentina, sino la ideología adquirida en la
lectura de conceptos extraños a ella. Así se ha escrito la historia de las ideas
políticas en Argentina. Mientras se ofrece como un hecho vital las expresiones de
un “prócer” cualquiera, suelto, que habla por su cuenta, se desdeña el ambiente
geográfico y el patrimonio racial, se dejan de lado las raíces que salen de la propia
tierra, y a los caudillos, que encarnan esas realidades, se los coloca fuera de la
historia, bajo el estigma de juzgarlos contrarios al devenir del país. Es el fruto del
error que señalara Hegel, de ver sólo la gloria de la idea reflejándose en la historia
del mundo; o la que se expresa en aquel “Candide”, para el cual la historia es una
agitación irracional de crueldad y destrucción, donde la única regla es el azar o la
fuerza.
Aquella floración del pensamiento germano determinó en toda Europa la
actuación de estudiosos que no se conformaron a dedicarse a cantar a la viejas
construcciones de la Edad Media por que eran viejas, como hicieron los
románticos en Francia, sino que se empeñaron en comprenderlas, desbrozando la
historiografía al uso de la maleza que cubría la verdad sobre el medioevo, tarea
que puso al descubierto la endeblez del pensamiento político desde Montesquieu
y Voltaire, pasando por los enciclopedistas, hasta los historiadores liberal-
burgueses de la Restauración y sus epígonos, por cierto menos talentosos.
Reconocer estos hechos era lo que correspondía a la historiografía
hispanoamericana a fin de hacer la verdadera historia del continente, y es lo que
hicieron algunos, aisladamente, comenzando a surgir juicios de calidad sobre la
labor de España en América, que son base de una escuela a la que ya nada podrá
detener en sus avances, a pesar de los esfuerzos con que todavía se mantienen los
14
repetidores de una historiografía hecha a base de loas de determinados próceres,
cuyo único mérito es haber sido expositores de segunda o tercera mano de las
ideas de moda en Francia, o gobernantes en cuya falsa gloria se apoyan las
oligarquías dominantes. Tan es así que, frente al movimiento de restauración
nacional que vive Argentina en los momentos que escribimos, las fuerzas
reaccionarias han hecho motivo esencial de su conducta política oponerse a todo
revisionismo histórico, hasta con el pretexto comiquísimo de que cualquier
restauración de la Hispanidad importa fortalecer el régimen que gobierna a
España, lo cual, de ser exacto, demostraría que se trata de un régimen
históricamente legítimo y lógico, ya que negarle a América la Hispanidad es negar la
razón misma de ser de los pueblos de Hispanoamérica.
Y bien, lo primero que se advierte al entrar a considerar el tema de este libro es
que el conquistador importa en América conceptos claros sobre libertad política,
por lo mismo que se trata de un representativo de la Edad Media, período durante
el cual impera el principio de que toda autoridad humana es limitada; concepto
originario del derecho romano que adquiere singular importancia durante el
medioevo, por influencia del cristianismo, significando que no había ni podía haber
nada semejante a una autoridad política absoluta. El segundo principio de la teoría
política que recibió la Edad Media del derecho romano es el de que sólo podía
haber una fuente de autoridad política, y que esta era la misma comunidad. Mas, si
en la Roma de los emperadores pudieron estos a llegar a gobernar de manera
absoluta, por delegación del pueblo, que según una ley, les otorgaba el Imperium,
durante la Edad Media tal uso no fue posible, porque el príncipe no se colocó por
encima del derecho. Había entrado a actuar el elemento religioso que afirmaba
que la potestad regia venía de Dios, estaba constituida por él y por el derecho
natural. El rey aparece entonces constituido por la misma comunidad, es ella la
que crea al rey, al que no le transfiere la potestad, sino la propia autoridad, pues la
potestad es de Dios, como dirá más tarde el P. Francisco de Vitoria.
El pensamiento político de la Edad Media expresado por el teólogo inglés
Bracton, en su obra “De Legibus” (m.9, 3.) dice que la autoridad del rey es la
autoridad del derecho (o de la justicia) y no de la injusticia. Como vicario y servidor
de Dios, debe ejercer la autoridad justa, porque sólo esa es la autoridad de Dios; la
de obrar mal corresponde al demonio y el rey es servidor de aquel cuya obra
realiza; cuando hace justicia es vicario del rey eterno, pero es siervo del demonio
cuando vuelve la espalda a aquella y comete
desafueros. Por consiguiente su autoridad debe estar restringida por el derecho,
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que es el freno de la autoridad; debe vivir conforme a la ley.
Mas, ¿qué entiende por derecho un hombre de la Edad Media? El pensamiento
político medioeval alcanza su madurez con la aparición del “Decretum Gratiani”
hacia 1150, en la que Graciano, derivando sus ideas de los juristas que hicieron la
legislación justiniana y de las “Etimologías”, de San Isidoro de Sevilla, identifica el
derecho natural con la ley de Dios y establece que, tras la voluntad declarada de la
comunidad, está la autoridad de la costumbre; todo derecho positivo es, para él,
costumbre. Agrega que las leyes quedan establecidas cuando se promulgan, pero
tienen que ser confirmadas por las costumbres de quienes viven bajo ellas. Es
decir, no basta la voluntad del príncipe, aunque se le reconociera la facultad
legislativa, siendo los hábitos de vida de la comunidad la fuente misma del
derecho, y si bien, al final de la Edad Media, no fue la comunidad siempre la que
determinó qué era lo que constituía o no derecho consuetudinario, sino la corte
del rey y los jueces del rey, la corte era, como lo señala A. J. Carlyle, un cuerpo
imparcial no ligado a las órdenes y voluntades personales del soberano y se la
suponía encargada de hacer efectivo el derecho, incluso contra la voluntad de la
corona. En apoyo en que así ocurrían las cosas hasta los siglos XV y XVI, cita las
opiniones de Fortescue, para Inglaterra y las de Gresson, De Seyssel y Maquiavelo
para Francia, llegando a la siguiente conclusión: “La forma primera y más
importante de la concepción de la libertad política en la Edad Media era, pues, la
supremacía del derecho, no en cuanto creado por el príncipe o cualquier otro
legislador, sino como expresión de los hábitos y costumbres de la vida de la
comunidad; es esto -agrega- lo que hace que sea un mero absurdo la concepción de
que en la Edad Media el derecho fuera creado a voluntad del monarca, absurdo
que no sostuvieron más que algunos romanistas, tan absortos en el estudio del
CORPUS JURIS CIVILIS, que se olvidaron del mundo en que vivían”. Este principio
de la sociedad política fue expresado por Bracton al decir que el rey tenía dos
superiores: Dios y el derecho.
Salvador Lissarrague Novoa dice que es probable que una detenida meditación
sobre estos temas “nos lleve a establecer que el absolutismo, forma que adopta el
estado creado en la Edad Moderna, por constituir la primera gran manifestación de
una tesis política, racionalista e individualista, tenga más afinidad con las tesis
democráticas, tal como nos han sido dadas por la reciente historia europea, que los
conceptos escolásticos acerca de la sociedad civil. Es evidente, sin embargo -
agrega-, que a partir del siglo XVI, merced al voluntarismo individualista que va
acentuando poco a poco su perfil democrático desde Marsilio de Padua, con
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altibajos considerables y contradicciones aparentes, pero que alcanza su rotunda y
definitiva madurez expresiva tras la escuela racionalista del siglo XVII hasta el siglo
XVIII, cuando aparece el “CONTRATO SOCIAL” de Rousseau, el libro clásico y
fundamental de la democracia individualista, de la que, matizada con elementos
de otra procedencia, vive la política europea hasta nuestros días”. La observación es
feliz pues, en los conceptos escolásticos acerca de la sociedad civil, se está lejos, en
la Edad Media, de admitir el derecho divino y natural de la potestad real.
Lissarrague al citar a Marsilio de Padua advierte el surgir de una corriente
individualista. Marsilio de Padua en su tratado “Defensor Pacis”, que apareció en
1324, enseña que el único legislador en el Estado es el pueblo en su conjunto, es
decir, la mayoría, considerando a ésta desde el punto de vista de cada estamento.
Marsilio distingue el poder legislativo del ejecutivo, diciendo que aunque el
segundo dependa del primero son esencialmente distintos, apareciendo el origen
de una idea de la teoría democrática posterior. Guillermo de Ockham escribió que
en el estado de naturaleza todos los hombres eran libres y la propiedad común,
pero los hombres cayeron de ese estado de inocencia y fue necesario fundar el
Estado para beneficio común de todos. A esto se llegó mediante un contrato
general de la sociedad humana. Se eligió un príncipe y los miembros de la
colectividad se ofrecieron a seguirle mientras sus órdenes respondían al bien
común. Se dejó al individuo toda la libertad compatible con el bien común, de
manera que todos los hombres tuvieron derecho a participar en la elaboración de
las leyes, por ser materia que a todos toca. Más pueden delegar su función,
termina diciendo Ockham, en el príncipe, aunque este no pueda excederse de los
derechos que le han sido otorgados. En el siglo XVI, Nicolás de Cusa, en “De
Concordantia Catholica”, dice que todo imperio y reino ordenado tiene su origen
en la elección; se reconoce como divina toda autoridad que surge del acuerdo
común de los súbditos. Las leyes de un país deberían ser proyectadas, dice, por
hombres sabios, escogidos para ese propósito; pero esos sabios no deben tener,
agrega, poder coactivo sobre los remisos, por lo cual los gobernantes, así como las
leyes, sólo pueden surgir del consentimiento de los súbditos.
Dicen estas citas no sólo de la poca originalidad de los principios esenciales del
liberalismo, sino de cómo durante la Edad Media se fue operando un proceso de
desintegración de los principios políticos escolásticos, que respondían a un sentido
particular de la democracia social, hasta las formas de la democracia individualista,
a la par que la propia escolástica sufría los contragolpes de tendencias que la llevan
hacia formulas heréticas. Marsilio sostiene que al emperador le corresponde un
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poder coercitivo sobre el Papa, por lo cual no es extraño que su tesis democrática
terminara afirmando el origen divino del emperador.
Tanto él como Ockham piensan que el imperio es originariamente humano y no
divino, a pesar de lo cual Marsilio ve en el emperador al vicario de Dios, en un
sentido mucho más pleno de lo que pueda serlo el Papa. Si no caen en el
absolutismo es porque les preocupa el aspecto utilitario, es decir, la existencia
misma del Estado como institución humana.
Sin penetrar más en estas cuestiones, es lo cierto, desde el plano de los hechos
históricos, advertimos que en el hombre de la Edad Media existe un concepto de
libertad política extraño al poder absoluto; una idea de libertad política que se
vincula a las libertades de la comunidad, la que posee un agudo sentido social que
la hace defensora de sus componentes. Predomina como concepto de derecho, la
costumbre, el uso, es decir, un elemento tangible, efectivo, real, que determina el
sentimiento de libertad que se percibe en el vivir cotidiano del medioevo
expresado en la obra de sus artistas, que se destacaron por su amor por las
expresiones costumbristas.
Si nos hemos detenido en este punto es por un hecho notorio de la perduración
de las ideologías medievales en América. Una de las muestras de la endeblez del
sentido histórico del siglo pasado es la división de la historia en compartimentos
estancos, llamados períodos que se fijan dentro de fechas precisas. Así, se dice que
la Edad Media termina con la entrada de los turcos en Constantinopla. Tal división
carece de seriedad científica y, como ha señalado Spengler, nos ofrece un
esqueleto de la historia increíblemente mezquino, que no tiene sentido.
Aparte de que la Edad Media ofrece diferencias substanciales de una región a
otra de Europa, es notorio que, aunque muchas de sus instituciones
desaparecieron, su ideología se mantuvo por más tiempo que en otras zonas de
Europa, en España, y por su influencia, en América. Esta perduración de lo medieval
en el Nuevo Mundo ha sido sistemáticamente desdeñado por quienes se dieron a
explicar las luchas internas con mezquinos antecedentes históricos,
caprichosamente interpretados, a fin de destacar el genio singular de algunos
lectores de pocos libros franceses, los que fueron transformados en númenes de las
ideas políticas y hasta filosóficas de América. Y cuando no se produjo ese
desdeñar, como en el caso de José Ingenieros, que a cuanto se opuso a estos
lectores lo considero reaccionario, por medioeval, se parte de una doble
falsificación; valor efectivo de los que aquellos lectores habían leído y el que
corresponde a una leal interpretación de la Edad Media. Y es que el problema de
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historiografía progresista se había propuesto, consistía en demostrar que la
libertad política recién apareció en América como reflejo de la revolución de 1789,
confundiendo las ideas con las instituciones, mediante la transformación en historia
de aquellas, lo que no es sino crónica de éstas.
3.- EL CONCEPTO DEL PUEBLO Y LA FUNCIÓN DE LAS CLASES EN LA EDAD
MEDIA.
Como argumento contra el valor de los conceptos políticos medioevales se señala
que por pueblo se entiende, entonces, a los representantes de determinadas clases
sociales, predominando los intereses de los estamentos, con exclusión del
proletariado. En realidad, el régimen liberal considera pueblo a los representantes
de los partidos políticos, mucho menos representativos de los intereses de la
comunidad que los gremios de la Edad Media. Sin embargo, es notorio que el
concepto de muchedumbre que hoy
caracteriza lo popular es extraño a aquella época, como lo fue para los liberales de
la Restauración o los Constituyentes de los Estados Unidos, que crearon formas
estatales que hicieron poco menos que imposible el predominio de las mayorías,
afirmando que ellas pueden ser tiránicas igual que cualquier déspota aislado. Es así
como, mediante el juego de los partidos, de las representaciones proporcionales y
de respeto a las minorías, se evita que, siendo la democracia liberal el reinado de
las mayorías, existan las mayorías que puedan llegar a apoderarse del gobierno.
El concepto de pueblo separado de un concepto de hombre conduce por malos
caminos. Bajo el régimen individualista el hombre es objeto de grandes
adulaciones, pero la permanencia del sistema de contrato, esencial en el
liberalismo, demuestra que se trata de palabras. La dignidad del hombre está
defendida por la Edad Media por la religión, en lo espiritual, por el gremio, en lo
material. Además cuando se habla de proletariado de la Edad Media se lo hace de
una clase inexistente. El artesano se encontraba amparado por su organización
corporativa o por sus cofradías de mayor eficiencia que el obrero por sus sindicatos
de la época liberal, que constituyen, en esencia, organizaciones defensivas de los
males del liberalismo. El propio Rousseau, en el “CONTRATO SOCIAL”, dice que “el
pueblo inglés imagínase libre, y se engaña formidablemente. Sólo es libre durante
la elección de los parlamentarios; elegidos éstos, vive en servidumbre, ya no es
nada”. Con razón comentaba Vázquez de Mella: “Aquí responde más un
19
funcionario de ferrocarriles por perder una maleta, que un ministro por perder las
colonias”. La opinión que tiene el liberalismo del pueblo fue dada por aquel
alcalde español que acostumbraba a ponerse al frente de todos los motines para
evitar desmanes; y es que el liberalismo no sólo carece de un concepto humano del
pueblo, sino que ha falsificado el exacto concepto del mismo, pues no ignora -
¡cómo pueden ignorarlo sus doctores!- que a la esencia de la verdad le son
indiferentes las alternativas del sufragio universal.
En 1351, el rey de Castilla, Pedro I, promulga el denominado “ORDENAMIENTO DE
MENESTRALES” en el que se enumeran los peones, obreros, jornaleros, quintetos,
mesegueros, tejadores, costureras, podadores, espadadores, carpentros, alfayates,
tundidores, acecaladores, orizes, zapateros, ferreros, armeros, pastores, freneros,
selleros, pellejeros, viñaderos y canteros, en cuyas disposiciones se establecen los
precios y jornales de cada ramo con el criterio de tipo social que predomina en las
directivas económicas de la época. El hombre libre de la ciudad interviene en la
vida política nacional, pero aisladamente o en contacto con los habitantes de otras
ciudades o en peticiones a los procuradores del consejo. No hay muchedumbres, no
hay jefes populares que se encaran con las autoridades para declarar medidas de
gobierno, pero cuando los hombres libres actúan lo hacen con un sentido social y
no privado. Influyen para que así sea, un conjunto de normas morales, de origen
religioso, que son efectivas en la conducta de los hombres, y que si no se tienen en
cuenta no se comprende aquella época; como no se comprenderá a los cabildos
americanos, que fueron quienes prolongaron tales conceptos en nuestro
continente durante casi tres siglos. Ese sentido social, unido al predominio del
derecho consuetudinario determina que el hombre de la Edad Media no se interese
por quien haga la ley, sino si ella está de acuerdo con la costumbre. Estándolo, no
es contraria al pueblo y la respeta. En el caso contrario se opone. El odio de los
absolutistas ingleses a la Compañía de Jesús, empresa española por cierto, se basó,
especialmente, en la doctrina de la resistencia al príncipe cuando éste legislaba
contra los verdaderos intereses del pueblo. Alfonso el Sabio, dice en sus
“PARTIDAS”: “embargar no pueden ninguna cosa las leyes, que no hayan la fuerza
y el poder que habemos dicho, sino tres cosas. La primera, uso. La segunda,
costumbre. La tercera, fuero. Éstas nacen una de otras e han derecho natural en
si…” No son muchos los que saben que la ley del trabajo de ocho horas fue obra
de Felipe II, el calumniado por católico, quién en una real orden decía: “todos los
obreros de las fortificaciones y de las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro
por la mañana y cuatro por la tarde…” Fue quien estableció las vacaciones de
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empleados y obreros y ordenó que se les paguen hasta los días de fiesta, entonces
tan numerosos. La igualdad ante la ley fue principio que tuvo en América vigencia
excepcional y que Felipe II hizo cumplir con rigor. Se cuenta que en cierta ocasión
hizo enjuiciar a un predicador que en su presencia dijo: “todos los hombres son
responsables ante Dios, menos Vuestra Majestad”. Debió retractarse el sacerdote
en el mismo lugar público, y ante el rey, diciendo: “porque señor, es de fe, que
Vuestra Majestad, es tan responsable ante Dios de sus acciones, como el último
vasallo”
Negar a la Edad Media la posesión de un concepto sobre el pueblo es un error. Lo
que no posee aquella edad es un concepto tan absurdo como confundir al pueblo
con la masa. La masa surge como reacción al individualismo de la sociedad liberal,
mientras que el pueblo es anterior a la masa, que no tiene posibilidad de surgir en
una sociedad donde predominan normas sociales de vida, o sea, un sentido
solidarista inspirado en la procura del bien común. La influencia de los factores
morales, la inspiración religiosa, provenientes de una Iglesia que coloca lo humano
por encima de lo terreno, hace que la proclamación del valor de la Persona
Humana no haga posible la formación de masas políticas, porque ellas son una
degeneración en cuanto a expresión de lo popular. Basar en la masa la democracia
constituye el gran equívoco del liberalismo, y no lo decimos nosotros, sino
Winston Churchill, quien ha escrito: “lo que menos representa a la democracia es la
ley de las multitudes”.
La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masa.
Las minorías son individuos o grupos de individuos calificados; es decir, de
hombres que han logrado separarse de la masa, que, como dice Ortega y Gasset, se
caracteriza por repetir en sí un tipo genérico. Y para que al hablar de minorías no se
crea que caemos en selecciones de tipo clasista, diremos, con el citado escritor, que
por minorías entendemos las integradas por aquellos que se exigen mucho y
acumulan sobre sí muchas dificultades y deberes, en contraposición al hombre de
la muchedumbre que no se exige nada especial, siendo para él vivir igual que ser
en cada instante, lo que ya es un esfuerzo de perfección en sí mismo. No división en
clases sociales sino en clases de hombres.
Es evidente que en la realidad de la historia esta división de la sociedad en clases
de hombres no es fácil y ha tomado un sentido gremial. Con todo, en esta materia
se ha envenenado tanto la palabra “clase”, que su concepto auténtico se ha
perdido. Se dice que la separación por clases establecida durante la Edad Media
21
con arreglo al nacimiento, determinando la posición social y jurídica asignada al
individuo dentro de las grandes comunidades del pueblo o del Estado, constituye
un hecho contrario a un concepto democrático del pueblo, y contrario al espíritu
mismo de la religión católica. Podríamos decir que el sistema no existirá hoy en las
apariencias legislativas, pero es más efectivo de lo que se supone en la verdad de
los hechos. La iglesia del medioevo no creó tal sistema, sino que se apoyó en él
porque nada pudo hacer para destruirlo, utilizándolo a los fines de estructurar una
sociedad basada en un sistema particular de equilibrio social. “Romper la
continuidad del pasado, querer comenzar de nuevo -dice Ortega y Gasset-, es
aspirar a descender y plagiar al orangután”, y reproduce la opinión de Dupont
White, quien hacia 1860 se atrevió a clamar: “La continuité est un droit de
l’homme; elle est un hommage á tout ce qui le distingue de la béte”. La iglesia
encontró las clases y logró organizarlas para que sirvieran a altos fines. Una
mentalidad de hoy no concibe aquel tipo de organización -aunque comienza a
intuirla- pero el hombre de la Edad Media, que sabía que “todo el mundo” es,
normalmente, la unidad compleja de muchedumbre y minorías discrepantes, se
sentía socialmente seguro bajo aquel régimen. Para una mentalidad moderna, que
tiene un concepto equivocado de la individualidad, desde que no la relaciona con
la personalidad, aquella sujeción del individuo a su clase le resulta atentatoria de la
libertad. Bien es cierto que el hombre de hoy, que ha perdido la noción de la
persona humana, no posee un concepto preciso de la libertad; por eso advierte lo
que el hombre de la Edad Media -que poseía el sentido de la persona humana- no
veía, ni nadie ha demostrado que pudiera ver, que el régimen entorpeciera tanto
como creen los que aplican a la comprensión del medioevo las ideas actuales, el
desenvolvimiento de la propia personalidad, ni que constituyera, por lo tanto, una
traba muy grande para el individualismo. Como dice Johannes Bühler, “eran mucho
más poderosas las barreras que oponían al hombre, en ese sentido, las condiciones
económicas y de otra clase, que todavía hoy trazan a la mayoría de los individuos
sus posibilidades de cultura y el desarrollo de sus dotes puramente personales. El
apoyo que el individuo encontraba en las gentes de su clase, el dique que oponían a
la libre concurrencia la vinculación hereditaria de la inmensa mayoría de la
propiedad inmobiliaria del campo y el régimen gremial en las ciudades, favorecían
el desarrollo del espíritu, por lo menos dentro de los límites trazados por la clase
social y la profesión de cada uno”
En realidad, un obrero de hoy, al entregar su fuerza de trabajo a una fábrica, tiene
menos posibilidades de desenvolver su personalidad que el artesano de la Edad
Media. La riqueza creadora de este artesano, comparada con la incapacidad
22
creadora del proletariado moderno es concluyente. Acercarse a una catedral
gótica, por ejemplo, obra del pueblo, de los gremios, es hacerlo a un verdadero
monumento a la libertad creadora del hombre; así como de una gran potencialidad
económica colectiva insospechable para los que no se detienen a pensar que
muchas se levantan en ciudades que, hoy día, no podrían realizar un esfuerzo
semejante.
El socialismo ha difundido en materia de clases sociales tal serie de disparates,
mediante la tesis historicista del marxismo, que hasta llegó al absurdo de suponer
el proceso histórico un simple derivado de la lucha de clases.
Desgraciadamente, uno de los signos del proceso histórico que si los hombres
analizaran a fondo los conduciría a poseer un concepto más religioso en sentido de
la historia es que, una fatalidad inevitable en las cosas humanas es la de ir
apartándose de un sentido originario, “la de ir pasando -dice J. Bernhard-, desde el
orden primitivo de conexión a otro enteramente distinto y aún opuesto”. Lo que
empieza en el campo de la mística termina siempre en el de la política. El hecho de
que las clases no fueran de profesiones con igual rendimiento económico hizo que
algunas enriquecieran, desvirtuándose su concepto originario, al dar paso a la idea
de que la fortuna constituía un signo de distinción.
A principios del siglo XIII escribía el Abad Cesáreo de Heinsterbach: “La fe religiosa
trajo consigo las riquezas, pero éstas sepultaron a la fe”. En efecto, aquella
transformación del espíritu de las clases medioevales coincide con una
disminución de la fe religiosa en las clases enriquecidas, circunstancia esencial para
comprender el proceso que determina el pase de la Edad Media a la denominada
Edad Moderna, en el cual, el concepto de la vida ha quedado limitado a lo
económico y a lo político. Es un proceso dialéctico que hace que a las leyes
implacables del progreso cultural pertenezcan el nacimiento del enemigo incubado
en su seno, y es así como del hombre de la Edad Media surge ese hombre
moderno, a pesar de que aquel tenía de la vida una concepción tan amplia que
hubiera considerado un absurdo inconcebible hacer girar lo esencial de su
existencia alrededor de los problemas políticos o económicos.
Lejos estamos de decir que el régimen político de la Edad Media fuese un ideal,
porque éste no ha existido ni ha de existir nunca vivo en la sociedad; pero era un
régimen de paz y ventura que fue degenerando, entre otras cosas, por exceso en el
espíritu de cuerpo de las corporaciones, hasta considerarse lucha por la libertad su
eliminación. El artesano derivó entonces en proletariado, sin amparo alguno,
23
librado a la explotación de los dueños de los instrumentos de trabajo y de las
materias primas, hasta que ese proletariado vuelve, bajo las normas del
sindicalismo, a encontrar en su organización gremial el instrumento de defensa que
necesita. Ese sindicalista que cree haber creado algo, no ha hecho sino “recordar”
que así fueron atendidos sus antepasados en la Edad Media.
El liberalismo ha suprimido los títulos de nobleza, pero no ha suprimido a los
multimillonarios, que constituyen la nobleza actual o, por lo menos, quienes
ocupan el lugar que pertenecía a la nobleza. Y la verdad es que entre un
multimillonario y un noble existe, históricamente, diferencias esenciales. Por de
pronto, es preciso tener en cuenta que el Estado de la Edad Media era, en gran
parte, creación de la nobleza como corporación. El lector debe tener en cuenta que
durante la Edad Media no existe un concepto de Estado similar al actual, ni
tampoco una organización estatal parecida. El conquistador de América actúa en
nombre del rey, no del Estado Español. El Estado medioeval tiene funciones muy
limitadas y así carece de poderes para inmiscuirse, en circunstancias normales, en
la vida social y cultural. Bajo este aspecto, la acción de las corporaciones o gremios
era mucho más activa que la de un sindicato de hoy porque la sociedad misma no
era otra cosa que las clases unidas en organizaciones defensivas.
Por eso el Estado podía dictar leyes pero no crear un nuevo derecho, aunque
sí para legislar para conservar el vigente, que aseguraba tanto al individuo como a
las corporaciones con extraordinaria rigidez,
por lo cual dice Bühler: “Todo esto hacía que, en ciertos respetos, el estado
medioeval tomase más en cuenta al individuo y a las corporaciones que el estado
moderno y les concediese mayores libertades. Y como, a su vez, tanto el individuo
como las corporaciones gozaban de su régimen de derecho propio, coexistente con
el del estado, se les reconocía también, en principio, el DERECHO DE RESISTENCIA
frente a las autoridades de éste, cuando lesionaban los derechos garantidos al
propio individuo o a cualquier otro miembros de la corporación”. Es así como en
las PARTIDAS se lee que la ley puede ser enmendada, “…e no debe haber
vergüenza en mudar e enmendar sus leyes, cuando entendiere, o lo mostraren -al
rey- la razón porque lo deba facer; que gran derecho es, que el que a los otros ha
de enderezar, e enmendar, que lo sepa hacer a sí mismo cuando errare”. Cuando el
funcionario del período español en América, acata una real orden, pero no la
cumple, no comete acto de desobediencia, sino legal, si responde al
convencimiento de que lo ordenado puede ser perjudicial a la comunidad. Que era
norma de derecho que la ley, para ser cumplida, debía ser justa y conveniente.
24
El hombre moderno que habla de libertad sin comprender que ha pasado a la
categoría de súbdito del Estado, no tiene títulos para enjuiciar el pasado, sin
analizarlo hasta comprenderlo. Durante la Edad Media no es el Estado quien
coacciona al hombre, sino el propio grupo de que forma parte, el cual, a su vez, está
coaccionado por otros y todos ellos por la fuerza espiritual de las normas morales
de la Iglesia, como resultado de una larga evolución de la que es la nobleza uno de
sus productos ¿De qué servirían la ley y el derecho si no podían ser defendidos por
una mano armada? Pues bien, la fuerza, o sea la espada, estaba en manos de una
sola clase: la nobleza. El oficio de las armas se consideraba como una profesión que
correspondía a determinada clase o grupo, cuya actividad le ganó una aureola de
particular prestigio. Dice Bühler: “era lógico que los representantes de esta
profesión -precisamente porque el brazo armado intervenía tan directamente en
todo- se sintiesen tentados a hacer cuanto les antojaba, a sostener en sus manos
la balanza de la justicia y a inclinar sus platillos en el sentido que mejor les
pareciera, a convertir el trabajo de los que manejaban el arado o el telar, en vez de
protegerlo, en fuente de tributos para su propio y personal provecho, o incluso a
entrar a saco por él, simplemente por capricho. La nobleza sentíase también
tentada, y sucumbía no pocas veces a esa tentación, por el impulso de abusar
ignominiosamente de su poder. Y si la violencia brutal y la arbitrariedad no se
convirtieron, por lo menos, en un ideal, sino que por el contrario se consideraba
como una de las grandes misiones de la nobleza el proteger la ley y la justicia y el
amparar a los oprimidos y a los pobres; si noble era sinónimo de audaz y soberbio,
acepciones asociadas ya en la antigüedad y bajo el germanismo al concepto de la
aristocracia y a la profesión de las armas, sino que tenía además el sentido de la
nobleza moral que todavía hoy conserva, ello se debió principalmente al
cristianismo y a la Iglesia”.
Dungern estima que la nobleza Alemana de la Edad Media constituyó el ideal de
elevación y de concentración de la fuerza popular. Se le estimaba como elemento
protector y directriz, rebelándose el sentido religioso de la profesión en las
ceremonias para “armar caballero”.
El concepto medioeval del honor, cultivado por los nobles, nada tiene que ver con
el afán de fama de los hombres de épocas posteriores. Aquel concepto del honor se
orienta hacia un sentido del deber que hace que sea el noble el primero en
comprender el valor de hacer una obra buena por la obra misma.
Del juego de todos estos elementos surgen conclusiones que es preciso apreciar
para valorar el verdadero sentido de las ideas políticas de la Edad Media. Nada hay
25
en el hombre de entonces que lo empuje a fortalecer el Estado; el régimen
estamental crea una conciencia social que supera el egoísmo individual, aunque
despierta, en cambio, el egoísmo corporativo, y la Iglesia mantiene la idea de que la
elevación a los altos cargos terrenales de nada sirve para la salvación de las almas.
Y si no se tiene en cuenta la noble fuerza coactiva del temor al infierno hay que
renunciar a entender a ese pasado. Es así como la nobleza se siente más tentada
por el honor que por el dinero, habiéndose habituado a ocuparse -dada su
profesión- de un modo preferente de las cosas de este mundo. Semejante
situación determina que, cuando en los siglos XV y XVI, empieza a operarse el
cambio hacia las formas del estado moderno, los reyes encontrarán en la nobleza
los antecesores de los actuales funcionarios públicos. Solo la nobleza ofrece
elementos fieles y desinteresados que no existen, prácticamente, en las otras
clases, que carecen del sentimiento desinteresado del servicio al Estado. Los
conquistadores de América actúan a nombre de la corona, lo que hace suponer a
más de un historiador displicente que así expresan al autoritarismo real; cómoda
manera de resolver un problema no comprendido. Es notorio que en la
administración americana del período español –que no llamamos colonial, porque
América no fue considerada “colonia” por España hasta la llegada de políticos
liberales y progresistas, sino parte integrante del Imperio español- se advierten
muestras de corrupción, siendo común las malversaciones y los sobornos.
El hecho era expresión de un fenómeno semejante en todas las naciones de
Europa, como consecuencia de que el hombre corriente carecía de un concepto
exacto de las razones de estado. Señala el ya citado Bühler, “el verdadero elemento
dinámico de la época, que no dejaba que la cultura que había surgido de la VIRTUD
burguesa y se hallaba saturada de ella se estancase, eran los príncipes”; lo que en
parte explica que el tránsito de la Edad Media al estado liberal moderno, pasara
por un período de agudo absolutismo cuyas manifestaciones recién se expresan en
hechos durante el siglo XVII.
Todos estos elementos, a veces contradictorios, se proyectan en la vida americana
de tal manera y con tal perdurabilidad que sin su comprensión, muchos de los
hechos esenciales de la vida política de estos pueblos no pueden ser explicados,
como han fracasado todas las explicaciones basadas en los hechos mismos.
4.- LOS FUEROS EN LA LEGISLACION DE CASTILLA Y LEON.
La Edad Media no fue, en muchos de los aspectos esenciales, semejante en
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todas las regiones de Europa. Ni en Inglaterra ni en España, por ejemplo, arraigó
mayormente el feudalismo, y en cuanto a España, la circunstancia de haber sido
invadida por los árabes determinó la guerra civil de siglos, durante la cual, el
sentido del estado nacional y el fortalecimiento de la monarquía frente a las
tendencias absorbentes de la nobleza, determinaron un desarrollo tal de las
libertades municipales que su vigencia alcanzó a constituir un fenómeno típico, sin
parangón en el resto del continente. El dio lugar a otro, de singular importancia,
consiste en que, mientras en el resto de Europa el sentido de la libertad política se
relacionó con la organización estamental de las clases, en España lo fue alrededor
de los centros urbanos.
La ciudad fue la célula madre de cuyo seno surgió el estado argentino, punto
de partida de la Revolución de Mayo que denuncia un claro origen hispano. Desde
el siglo XIII los reinos de Castilla y León tienen en cuenta a las ciudades en la
constitución de las Cortes. El hecho tiene un gran valor historiográfico para la
comprensión de la realidad política americana, en cuanto diferencia de manera
sensible el proceso de evolución de las instituciones hispánicas de las francesas,
pues mientras Francia e Inglaterra organizan un sistema representativo en base a
los estamentos, en España se lo hace en base a las autonomías comunales, es
decir, sobre un régimen de fueros y privilegios locales.
Si consideramos la significación que el derecho consuetudinario adquiere
durante aquella época en la formación del derecho positivo, se advierte de como la
organización política de Castilla y León se lleva a cabo sobre las bases del respeto a
las idiosincrasias locales. Tanto en Inglaterra como en Francia las ciudades fueron,
ante todo, un conjunto de corporaciones de oficios, mientras en España, las
ciudades y villas fueron por sí mismas verdaderas corporaciones políticas, por lo
cual fueron sus Cortes las únicas de Europa integradas con representantes de
dichos centros urbanos. Y este sentido especial de la organización política llega
hasta las Cortes de Cádiz con el nombre de Ciudades con voto en Cortes.
Todos los jurisconsultos españoles han señalado la importancia que los
fueros municipales alcanzaron en Castilla y León. Como dice Salvador Minguijón,
“en el orden político el respeto al pasado era garantía de la libertad de los
pueblos. Las normas reducidas a escritos en los fueros municipales eran, la mayoría
de las veces, de esencia consuetudinaria”. ¿Qué eran estos fueros? Eran privilegios
a cartas otorgadas por los reyes, por los señores, o por unos y otros, conteniendo
normas para la vida jurídica de la comunidad favorecidas por ellos. Tomada en un
sentido más amplio la denominación se refiere, además, a todos los documentos
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dados para reglar la vida de las diversas ciudades o villas.
Con el nombre de Cartas - Puebla, o cartas de población, se conocen las
dadas a las poblaciones que se iban formando en las fronteras con los moros, a
medida que la reconquista iba avanzando. Se trataba con ellas de traer pobladores.
Los Fueros correspondían a poblaciones ya formadas. En esas Cartas y en esos
Fueros se establecían determinadas ventajas, exenciones de tributos, tierras,
casas, y aprovechamiento en montes y prados. Los primeros fueros provienen de
los siglos VIII, IX y X y contienen reducido número de disposiciones, pues el sentido
de la autonomía municipal no había alcanzado mayor desarrollo.
¿Qué es en síntesis, lo que encontramos en España como esencia de su
legislación foral? El mexicano T. Esquivel Obregón contesta: “Las leyes propendían
a dejar a los pueblos que se gobernaran por sus antiguas costumbres, con tal de
que ellas no estuvieran abiertamente en pugna con las normas imperativas del
derecho público. Merced a esa libertad los pueblos conservaron sus instituciones
tradicionales o las modificaban en cada lugar, y adoptando nuevas reglas, según
ellos entendían sus propios negocios”. Recuerda las leyes de Alfonso XI, Enrique II,
Juan I, Juan II, Fernando e Isabel, que luego pasaron a la Nueva Recopilación y
finalmente, a la Novísima, y ordenaron: “A las ciudades, villas y lugares de nuestros
reinos le sean guardados los privilegios que han tenido de los reyes nuestros
antepasados, los cuales confirmamos, y que les sean guardadas sus libertades y
franquezas y bienes, usos y costumbres, según que les fueron otorgados y por nos
fueron confirmados y jurados”
Si la historia del municipio medieval es uno de los capítulos más interesantes
y fecundos de la historia de la civilización europea, el del municipio castellano
tiene singular importancia como precursor del estado moderno. Como dice
Hinojosa: “El suprimió las trabas jurídicas que separan las varias clases sociales y
daban carácter de privilegio a la libertad civil y la participación de la vida pública”,
y agrega: “Los grandes principios que informan la vida política contemporánea, la
libertad de la persona, la unidad de fuero, la igualdad de derechos civiles y
políticos, en suma, tuvieron su primera realización práctica en la esfera limitada
por los muros del Municipio”.
Se vincula al municipio gran parte de la emancipación de los siervos,
fenómeno que se produce en Castilla antes que en parte alguna de Europa, de
manera que en el siglo XIII apenas quedaban vestigios de su existencia. Los fueros
de las poblaciones de fronteras, a fin de atraer pobladores declaraban libres a los
que se avecindaran en ellos, lo que determinó un éxodo que obligó a los señores a
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conceder igual franquicia para evitar que los siervos los abandonaran. Durante los
siglos XII y XIII se advierte que la vida municipal determina una extensión cada vez
mayor de la libertad civil y aparecen las primeras manifestaciones orgánicas del
gobernarse así mismas de parte de las poblaciones, lo cual alcanza en Castilla una
importancia que no se advierte en otros pueblos del continente europeo, en los
mismos momentos; lo que se explica porque el municipio leonés y castellano es
esencialmente democrático, puesto que el gobierno de la ciudad radica en el
consejo abierto o asamblea de vecinos, congregada el domingo, a son de campana,
para tratar y resolver los asuntos de interés general. Posteriormente, esto es, hacia
fines del siglo XIII, comienza a surgir el Concejo Municipal o Ayuntamiento, que
absorbe por intermedio de representantes a la asamblea popular.
Sin embargo, la permanencia de las viejas fórmulas es tanta que, en nuestros días,
el sistema de la asamblea popular se registra en ciertas aldeas de España. Elías
López Morán, en la colección de los trabajos de Joaquín Costa, incluye referencias
sobre costumbres de los pueblos de las montañas de León y Asturias que así lo
demuestran. A pesar de las nuevas leyes, habituados estos pueblos a la democracia
directa, es costumbre que el regidor quiera reunir concejo, toque la campana de la
Iglesia tres veces y dé vuelta alrededor de ésta en unión de los primeros tres
vecinos que concurren, llamando a los demás bajo penas diversas para los reacios.
Y dice López Morán: “Las leyes de Madrid disponiendo las cosas de distinta manera
o no se cumplen del todo, o si se cumplen es sólo formalmente y los pueblos siguen
celebrando sus consejos, tomando sus acuerdos y ejecutándolos como si tal cosa”.
5.- EL CONCEPTO DE LA LIBERTAD POLÍTICA EN LA ESPAÑA MEDIOEVAL.
Nada más ajeno a la mentalidad española que el absolutismo. Es doctrina
importada de la península, cosa no extraña si se consideran sus raíces liberales y
anticristianas, en las que tienen particular importancia la herejía protestante. Para
el español, el Estado no es un ente superior al hombre, con lo que demuestra la
esencia de su catolicidad. La importancia que en su historia tienen los Concilios y
las Cortes son, además de una prueba de ello, valiosos antecedentes de su
degeneración en el parlamentarismo moderno. Las cortes castellanas estaban
integradas por el clero y la nobleza, pero no había verdaderas cortes sin el brazo
popular, que debe considerarse, dice Minguijón, como el elemento constante y
necesario. Hasta mitad del siglo XV puede colegirse que los representantes
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del brazo popular se elegían en asamblea del pueblo. El sistema comienza a decaer
cuando se substituye ese sistema por otros, tales como el sorteo. Pero no se trata
de que surjan los conceptos absolutistas; lo que surge es el Estado unido, con fines
nacionales, hecho que en toda Europa coincide con la decadencia del feudalismo,
la debilidad del Papado y el crecimiento del poder civil. La decadencia de las Cortes
españolas fue consecuencia, aunque no lo crean los que confunden las ideas con
las instituciones, de que tendieron a defender el pasado que importaba la
supervivencia de los elementos feudales, a pesar de que el pueblo se había unido a
la monarquía para extirparlos. Las Cortes se habían convertido en parapeto de los
poderosos, señores de vasallos, que habían declarado guerra sorda a los Reyes, por
lo cual Fernando intentó unas veces un servicio particular, no del Reino en forma de
Corte, sino particularmente, o que algunos Brazos le sirvieran. Para crear la Nación
española había que abatir el poderío político de la nobleza, y por eso en las Cortes
de Madrigal, en 1476, y de Toledo, en 1480, solo fue citado el Estado llano, con la
exclusión de las otras clases privilegiadas, que ni reclamaron y protestaron. Las
Cortes subsiguientes ya no tuvieron la importancia de aquellas. Como Regente,
Fernando las reunió en Madrid, en 1510; en Burgos, los dos años siguientes, y en la
misma ciudad, las últimas por él convocadas, el año 1515. Siete veces la reunió en
Aragón, una en Valencia y seis en Cataluña, y tres las generales de los tres estados
de la Corona.
Pero mientras el proceso de formación de los estados nacionales coincide con un
reblandecimiento de la fuerza represiva de las normas morales de la Iglesia, que
han mantenido a la economía sujeta al interés social. En España no ocurre lo
mismo, lo cual basta con explicar por qué tarda en imponerse en ella la monarquía
absoluta. En tal sentido el hombre de la Edad Media en general, y el español
durante más tiempo que el inglés o el francés, tiene un concepto de la libertad
política más agudizado y exacto que el de un liberal del siglo pasado, puesto que
sabe que su trabajo no es una mercancía, no se cotiza en ningún mercado, no está
sujeto a leyes de la oferta y la demanda, o sea, sabe que la energía creadora del
hombre no se mide con dinero. Los marxistas para esquivar esta verdad, siguieron
a la falsa historiografía liberal en su pintura tétrica de la Edad Media, a fin de
ofrecer una lucha de clases, con proletariado y capitalistas de adopción, que