Post on 06-Nov-2019
Míster Taylor-Augusto Monterroso (Guatemala/Honduras) https://ciudadseva.com/texto/mister-taylor/
Memorias de un paraguas-Manuel Gutiérrez Nájera (México) http://cuentosdelatinoamerica.blogspot.com/2011/06/memorias-de-un-paraguas-
manuel.html
Gustavo Adolfo Bécquer (España)
"El Miserere".
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Horacio Quiroga (Uruguay) "El hombre muerto"
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“La luz es como el agua”
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Míster Taylor [Cuento - Texto completo.]
Augusto Monterroso
-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr.
Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu
hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del
Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre
no hace falta recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como “el gringo
pobre”, y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras
cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la
humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras
Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no
deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además,
como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de
Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes
internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para
alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro,
cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo
observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr.
Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como
si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
–Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro
que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que
traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como
aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el
inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca
arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por
el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente
el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición.
El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote,
y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por
aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en
seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío
suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había
revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos
hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su
importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió
gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo “tenía
mucho agrado en satisfacer sus deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras
diez. Mr. Taylor se sintió “halagadísimo de poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes
aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada
sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba
haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender
en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como
nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y
remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las
vendería lo mejor que pudiera en su país.
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero
Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph
Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso
necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años.
Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que
aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego
estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una
pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica
él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo
intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres
días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas
reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella
popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más
pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de
semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron
los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser
considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los
verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna,
si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con
bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue
obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio
millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural,
tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita
alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día
de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy
serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se
presentó la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió
sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el
pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la
mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que
no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas
y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la
horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una
conversación banal, alguien, por puro descuido, decía “Hace mucho calor”, y
posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era
para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas,
correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades
a los dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada
por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían
veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo
tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como
parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente
indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el
rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo
varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en
ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más
glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer
término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se
dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente
comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la
melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas
cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito,
desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un
lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón
de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua
reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez
reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del
Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual,
contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el
último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no
deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos.
Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban
quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho
esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la
guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en
escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la
segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta
rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue
posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a
alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se
apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las
cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos
optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si
acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras
una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues
durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el
vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con
dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente
aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las
cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar
de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba
convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con
cabezas de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el
lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar
por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando
al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía
desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir:
“Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.”
FIN
Memorias de un paraguas
Nací en una fábrica francesa, de más padres, padrinos y patrones que el hijo que
achacaban a Quevedo. Mis hermanos eran tantos y tan idénticos a mí en color y forma,
que hasta no separarme de sus filas y vivir solitario, como hoy vivo, no adquirí la
conciencia de mi individualidad. Antes, en mi concepto, no era un todo ni una unidad
distinta de las otras; me sucedía lo que a ciertos gallegos que usaban medias de un color
igual y no podían ponerse en pie, cuando se acostaban juntos, porque no sabían cuáles
eran sus piernas. Más tarde, ya instruido por los viajes, extrañé que no ocurriera un
fenómeno semejante a los chinos, de quienes dice Guillermo Prieto con mucha gracia,
que vienen al mundo por millares, como los alfileres, siendo tan difícil distinguir a un
chino de otro chino, como un alfiler de otro alfiler. Por aquel tiempo no meditaba en tales
sutilezas, y si ahora caigo en la cuenta de que debía haber sido en esos días tan panteísta
como el judío Spinoza, es porque vine a manos de un letrado, cuyos trabajos me dejaban
ocios suficientes para esparcir mi alma en el estudio.
Ignoro si me pusieron algún nombre; aunque tengo entendido que la mayoría de mis
congéneres no disfruta de este envidiable privilegio, reservado exclusivamente para los
machos y las hembras racionales. Tampoco me bautizaron, ni había para qué dado el
húmedo oficio a que me destinaban. Sólo supe que era uno de los novecientos mil
quinientos veintitrés millones que habían salido a luz en aquel año. Por lo tanto, carecí
desde niño de los solícitos cuidados de la familia. Uds., los que tienen padre y madre,
hermanos, tíos, sobrinos y parientes, no pueden colegir cuánta amargura encierra este
abandono lastimoso. Nada más los hijos de las mujeres malas pueden comprenderme.
Suponed que os han hecho a pedacitos, agregando los brazos a los hombros y los
menudos dientes a la encía; imaginad que cada uno de los miembros que componen
vuestro cuerpo es obra de un artífice distinto, y tendréis una idea, vaga y remota, de los
suplicios a que estuve condenado. Para colmo de males, nací sensible y blando de
carácter. Es muy cierto que tengo el alma dura y que mis brazos son de acero bien
templado; pero, en cambio, es de seda mi epidermis y tan delgada, tenue y transparente
que puede verse el cielo a través de ella. Además, soy tan frágil como las mujeres. Si me
abren bruscamente, rindo el alma.
A poco de nacido, en vez de atarme con pañales ricos, me redujeron a la más ínfima
expresión para meterme dentro de una funda, en la que estaba tan estrecho y tan molesto
como suelen estar los pasajeros en los vagones de Ramón Guzmán. Esa envoltura me
daba cierto parecido con los muchachos elegantes y con las flautas; pero esta
consideración no disminuía mis sufrimientos. Sólo Dios sabe lo que yo sufrí dentro del
tubo, sacando nada más pies y cabeza entre congojas y opresiones indecibles. Los
verdugos me condenaron a la sombra, encerrándome duramente en una caja con noventa
y nueve hermanos míos. Nada volví a saber de mí, envuelto como estaba en la obscuridad
más impenetrable, si no es que me llevaban y traían, ya en hombros, ya en carretas, ya en
vagones, ya, por último, en barcos de vapor. Una tarde, por fin, miré la luz, en los
almacenes de una gran casa de comercio. No podía quejarme. Mi nueva instalación era
magnífica. Grandes salones, llenos de graderías y corredores, guardaban en vistosa
muchedumbre un número incalculable de mercancías: tapetes de finísimo tejido, colgados
de altos barandales; hules brillantes de distintos dibujos y colores cubriendo una gran
parte de los muros; grandes rollos de alfombras, en forma de pirámides y torres; y en
vidrieras, aparadores y anaqueles, multitud de paraguas y sombrillas, preciosas cajas
policromas, encerrando corbatas, guantes finos, medias de seda, cintas y pañuelos. Sólo
para contar, enumerándolas, todas aquellas lindas chucherías, tendría yo que escribir
grandes volúmenes. Los mismos dependientes ignoraban la extensión e importancia de
los almacenes, y eso que, sin pararse a descansar, ya subían por las escaleras de caracol
para bajar cargando gruesos fardos, ya desenrollaban sobre el enorme mostrador los
hules, las alfombras y los paños o abrían las cajas de cartón henchidas de sedas, blondas,
lino, cabritilla, juguetes de transparente porcelana y botes de cristal, guardadores de
esencias y perfumes.
A mí me colocaron, con mucho miramiento y atención, en uno de los estantes más
lujosos. La picara distinción de castas y de clases, que trae tan preocupados a los pobres,
existe entre los paraguas y sombrillas. Hay paraguas de algodón y paraguas de seda,
como hay hombres que se visten en los Sepulcros de Santo Domingo, y caballeros cuyo
traje está cortado por la tijera diestra de Chauveau. En cuanto a las sombrillas, es todavía
mayor la diferencia: hay feas y bonitas, ricas, pobres, de condición mediana, blancas,
negras, de mil colores, de mil formas y tamaños. Yo desde luego conocí que había nacido
en buena cuna y que la suerte me asignaba un puesto entre la aristocracia paragüil. Esta
feliz observación lisonjeó grandemente mi amor propio. Tuve lástima de aquellos
paraguas pobres y raquíticos, que irían, probablemente, a manos de algún cura,
escribiente, tendero o pensionista. La suerte me reservaba otros halagos: el roce de la
cabritilla, el contacto del raso, la vivienda en alcobas elegantes y en armarios de rosa, el
bullicio de las reuniones elegantes y el esplendor de los espectáculos teatrales. Después
pude advertir con desconsuelo que la lluvia cae de la misma suerte para todos; que los
pobres cuidan con más esmero su paraguas, y que el destino de los muebles elegantes es
vivir menos tiempo y peor tratados que los otros.
En aquel tiempo no filosofaba como ahora: me aturdía el ir y venir de los carruajes, la
animación de compradores y empleados: pensé que era muy superior a los paraguas de
algodón y a los paraguas blancos con forro verde; repasé con orgullo mis títulos de
nobleza, y no preví, contento y satisfecho, los decaimientos inevitables de la suerte.
Muchas veces me llevaron al mostrador y otras tantas me despreciaron. Esto prueba que
no era yo el mejor ni el más lujoso. Por fin, un caballero, de buen porte, después de
abrirme y de transparentarme con cuidado, se resignó a pagar seis pesos fuertes por mi
graciosa y linda personita. Apenas salí del almacén, dieron principio mis suplicios y
congojas. El caballero aquel tenía y tiene la costumbre de remolinear su bastón o su
paraguas, con gran susto de los transeúntes distraídos. Yo comencé a sentir, a poco rato,
los síntomas espantosos del mareo. Se me iba la cabeza, giraban a mis ojos los objetos, y
Dios sabe cuál habría sido el fin del vértigo, si un fuerte golpe, recibido en la mitad del
cráneo, no hubiera terminado mis congojas. El golpe fue recio; yo creí que los sesos se
me deshacían; pero, con todo, preferí ese tormento momentáneo al suplicio interminable
de la rueda. Sucedió lo que había de suceder; quedé con la cabeza desportillada, y no era
ciertamente para menos el trastazo que di contra la esquina. Mi dueño, sin lamentar ese
desperfecto, entró a la peluquería de Micoló. Allí estaban reunidos muchos jóvenes,
amigos todos de mi atarantado propietario.
Me dejaron caer sobre un periódico, cuyo contenido pude tranquilamente recorrer. ¡La
prensa! Yo me había formado una idea muy distinta de su influjo. El periódico, leído de
un extremo a otro, en la peluquería de Micoló, me descorazonó completamente. Era inútil
buscar noticias frescas, ni crímenes dramáticos y originales. Los periódicos, conforme al
color político que tienen, alaban o censuran la conducta del Gobierno; llenan sus
columnas con recortes de publicaciones extranjeras, y andan a la greña por diferencias
nimias o ridículas. En cuanto a noticias, poco hay que decir. La gacetilla se surte con los
chismes de provincia o con las eternas deprecaciones al Ayuntamiento. Sabemos, por
ejemplo, que ya no gruñen los cerdos frente a las casas consistoriales de Ciudad Victoria,
que plantaron media docena de eucaliptus en el atrio de tal o cual parroquia; que pasó a
mejor vida el hijo de un boticario en Piedras Negras; que faltan losas en las calles de San
Luis y que empapelaron de nuevo la oficina telegráfica de Amecameca. Todo esto será
muy digno de mención, pero no tiene mucha gracia que digamos. Las ocurrencias de la
población tienen la misma insignificancia y monotonía. Los revisteros de teatros
encomian el garbo y la elegancia de la Srita. Moriones; se registran las defunciones, que
no andan, por cierto, muy escasas; se habla del hedor espantoso de los mingitorios, de los
perros rabiosos, de los gendarmes que se duermen, y para fin y postre, se publica un
boletín del Observatorio Meteorológico, anunciando lo que ya todos saben, que el calor
es mucho y que ha llovido dentro y fuera de garitas. Mejor sería anunciar que va a llover,
para que aquellos que carecen de barómetro sepan a qué atenerse y arreglen conve-
nientemente sus asuntos.
Dicho está: la prensa no me entretiene ni me enseña. Para saber las novedades, hay que
oír a los asiduos y elegantes concurrentes de la peluquería de Micoló. Yo abrí bien mis
oídos, deseoso de la agradable comidilla del escándalo. Pero las novedades escasean
grandemente, por lo visto. Un empresario desgraciado, a quien llaman, si bien recuerdo,
Déffossez, ha puesto pies en polvorosa, faltando a sus compromisos con el público. Las
tertulias semanarias del Sr. Martuscelli se han suspendido por el mal tiempo. Algunos
miembros del Jockey Club se proponen traer en comandita caballos de carrera para la
temporada de otoño, con lo cual demuestran que, siendo muy devotos del sport, andan
poco sobrados de dinero o no quieren gastarlo en lances hípicos. Las calenturas
perniciosas y las fiebres traen inquieta y desazonada a la población, exceptuando a los
boticarios y a los médicos, cuya fortuna crece en épocas de exterminio y de epidemia. En
los teatros nada ocurre que sea digno de contarse y una gran parte de la aristocracia
emigra a las poblaciones comarcanas, más ricas en oxígeno y frescura.
No hay remedio. He caído en una ciudad que se fastidia y voy a aburrirme
soberanamente. No hay remedio.
* * *
A tal punto llegaba de mis reflexiones, cuando el dueño que me había deparado mi
destino, ciñéndome la cintura con su mano, salió de la peluquería. No tardé mucho
tiempo en recibir nuevos descalabros, ni en sentir, por primera vez, la humedad de la
lluvia. Los paraguas no vemos el cielo sino cubierto y obscurecido por las nubes. Para
otros es el espectáculo hermosísimo del firmamento estrellado. Para nosotros, el terrible
cuadro de las nubes que surcan los relámpagos. Poco a poco, una tristeza inmensa e
infinita se fue apoderando de mí. Eché de menos la antigua monotonía de mi existencia;
la calma de los baúles y anaqueles; el bullicio de la tienda y el abrigo caliente de mi
funda. La lluvia penetraba mi epidermis helándome con su húmedo contacto. Fui a una
visita; pero me dejaron en el patio, junto a un paraguas algo entrado en años y un par de
chanclos sucios y caducos. ¡Cuántas noches he pasado después en ese sitio, oyendo cómo
golpean los caballos, con sus duros cascos, las losas del pavimento y derramando
lágrimas de pena, junto al caliente cuarto del portero! Es verdad que he asistido algunas
ocasiones al teatro, beneficio de que no habría disfrutado en Europa; porque allí los
paraguas y bastones, proscritos de las reuniones elegantes, quedan siempre en el
guardarropa o en la puerta. Pero ¿qué valen estas diversiones, comparadas con los
tormentos que padezco? He oído una zarzuela cuyo título es: Mantos y capas; pero ni la
zarzuela me enamora ni estoy de humor para narraros su argumento. Un paraguas que
pertenece a un periodista y que concurre habitualmente al teatro desde que estuvo en
México la Sontag, me ha dicho que no es nueva esta zarzuela y que tampoco son
desconocidos los artistas. Para mí todo es igual, y sin embargo, soy el único que no
escucha como quien oye llover, los versos de las zarzuelas españolas.
En el teatro he trabado amistades con otros individuos de mi raza, y entre ellos con un
gran paraguas blanco, cuyo dueño, según parece, está en San Ángel. Muchas veces,
arrinconado en el comedor de alguna casa, o tendido en el suelo y puesto en cruz, he
hecho las siguientes reflexiones: –¡Ah! ¡Si yo fuera de algodón, humilde y pobre como
aquellos paraguas que solía mirar con menosprecio! Por lo menos, no me tratarían con
tanto desenfado, abriéndome y cerrándome sin piedad. Saldría poco: de la oficina a la
casa y de la casa a la oficina. La solícita esposa de mi dueño me guardaría con mucho
esmero y mucho mimo en la parte más honda del armario. Cuidarían de que el aire me
orease, enjugando las gotas de la lluvia, antes de enrollarme, como hoy lo hacen
torciendo impíamente mis varillas. No asistiría a teatros ni a tertulias; pero ¿de qué me
sirve oír zarzuelas malas o quedarme a la puerta de las casas en unión de las botas y los
chanclos? No, la felicidad no está en el oro. Yo valgo siete pesos; soy de seda; mi puño es
elegante y bien labrado; pero a pesar de la opulencia que me cerca, sufro como los pobres
y más que ellos. No, la felicidad no consiste en la riqueza: preguntadlo a esas damas cuyo
lujo os maravilla, y que a solas, en el silencio del hogar, lloran el abandono del esposo.
Los pobres cuidan más de sus paraguas y aman más a sus mujeres. ¡Si yo fuera paraguas
de algodón!
¡O si, a lo menos, pudiera convertirme en un coqueto parasol de lino, como esos que
distingo algunas veces cuando voy de parranda por los campos! Entonces vería el cielo
siempre azul, en vez de hallarlo triste y entoldado por negras y apretadas nublazones.
¡Con qué ansia suspiro interiormente por la apacible vida de los campos! El parasol no
mancha su vestido con el pegajoso lodo de las calles. El parasol recibe las caricias de la
luz y aspira los perfumes de las flores. El parasol lleva una vida higiénica: no se moja, no
va a los bailes, no trasnocha. Muy de mañana, sale por el campo bajo el calado toldo de,
los árboles, entretenido en observar atentamente el caprichoso vuelo de los pájaros, la
majestad altiva de los bueyes o el galope sonoro del caballo. El parasol no vive en esta
atmósfera cargada de perniciosas, de bronquitis y de tifos. El parasol recorre alegremente
el pintoresco lomerío de Tacubaya, los floridos jardines de Mixcoac o los agrestes
vericuetos de San Ángel. En esos sitios veranea actualmente una gran parte de la
aristocracia. Y el parasol con curre, blanco y limpio, a las alegres giras matinales; ve
cómo travesea la blanca espuma en el colmado tarro de la leche, descansa con molicie
sobre el césped y admira el panorama del Cabrío. Hoy en el campo las flores han perdido
su dominio, cediéndolo dócilmente a la mujer. Las violetas murmuran enfadadas,
recatándose tras el verde de las hojas, como se esconden las sultanas tras el velo; las rosas
están rojas de coraje; los lirios viven pálidos de envidia, y el color amarillo de la bilis tiñe
los pétalos de las margaritas. Nadie piensa en las flores y todos ven a las mujeres. Ved
cómo salen, jugueteando, de las casas, desprovistas de encajes y de blondas. El rebozo,
pegado a sus cuerpos como si todo fuera labios, las ciñe dibujando sus contornos y
descendiendo airosamente por la espalda. Una sonrisa retozona abre sus labios, más
escarlatas y jugosos que los mirtos. Van en bandadas, como las golondrinas, riendo del
grave concejal que descansa tranquilamente en la botica, del cura que va leyendo su
breviario, de los enamorados que las siguen y de los sustos y travesuras que proyectan.
Bajan al portalón del paradero; se sientan en los bancos, y allí aguardan la bulliciosa en-
trada de los trenes. Las casadas esperan a sus maridos; las solteras, a sus novios. Llega el
vagón y bajan los pasajeros muy cargados de bolsas y de cajas y de líos.
Uno lleva el capote de hule que sacó en la mañana por miedo del chubasco respectivo;
otro, los cucuruchos de golosinas para el niño; éste, los libros que han de leerse por las
noches en las gratas veladas de familia; aquél una botella de vino para la esposa enferma,
o un tablero de ajedrez.
Los enamorados que, despreciando sus quehaceres, han venido, asoman la cara por el
ventanillo, buscando con los ojos otros ojos, negros o azules, grandes o pequeños, que
correspondan con amor a sus miradas. Muchos, apenas llegan cuando vuelven, y por ver
nada más breves instantes a la mujer habitadora de sus sueños, hacen tres horas largas de
camino. En la discreta obscuridad de la estación, suelen cambiarse algunas cartas bien
dobladas, algunas flores ya marchitas, algunas almas que se ligan para siempre. De
improviso, la campanilla suena y el tren parte. Hasta mañana. Los amantes se esfuerzan
en seguir con la mirada un vestido de muselina blanca que se borra, la estación que se
aleja, el caserío que se desvanece poco a poco en el opaco fondo del crepúsculo. Un
grupo de muchachas atrevidas, que, paseando, habían avanzado por la vía, se dispersa en
tumulto alharaquiento para dejar el paso a los vagones.
Más allá corren otras, temerosas del pacífico toro que las mira con sus ojos muy grandes
y serenos. El tren huye: los enamorados alimentan sus ilusiones y sus sueños con la
lectura de una carta pequeñita; y el boletero, triste y aburrido, cuenta en la plataforma sus
billetes. En la estación se quedan, cuchicheando, las amigas. Algunas, pensativas, trazan
en la arena, con la vara elegante de sus sombrillas, un nombre o una cifra o una flor. Los
casados que se aman vuelven al hogar, contándose el empleo de aquellas horas pasadas
en la ciudad y en los negocios. Van muy juntos, del brazo; la mamá refiere las travesuras
de los niños, sus agudezas y donaires, mientras ellos saborean las golosinas o corren tras
la elástica pelota.
¡Cómo se envidian esos goces inefables! Cuando la noche cierre, acabe la velada, y
llegue la hora del amor y del descanso, la mujer apoyará, cansada, su cabeza en el
hombro que guarda siempre su perfume; los niños estarán dormidos en la cuna y las
estrellas muy despiertas en el cielo.
* * *
Parasol, parasol: tú puedes admirar esos cuadros idílicos y castos. Tú vives la honesta
vida de los campos. Yo estoy lleno de lodo y derramando gruesas lágrimas en los
rincones salitrosos de los patios. Sin embargo, también he conseguido cobijar aventuras
amorosas. Una tarde, llevábame consigo un joven que es amigo de mi dueño. Comenzaba
a llover y pasaban, apresurando el paso, cerca de nosotros, las costureras que salían de su
obrador. Nada hay más voluptuoso ni sonoro que el martilleo de los tacones femeniles en
el embanquetado de las calles. Parece que van diciendo: –¡Sigue! ¡Sigue! Sin embargo, el
apuesto joven con quien iba no pensaba en seguir a las grisetas, ni acometer empresas
amorosas. Ya habrán adivinado Uds., al leer esto, que no estaba mi compañero
enamorado. De repente, al volver una esquina, encontramos a una muchacha linda y
pizpireta que corría temerosa del chubasco. Verla mi amigo y ofrecerme, todo fue uno.
Rehusar un paraguas ofrecido con tanta cortesía hubiera sido falta imperdonable; pero
dejar, expuesto a la intemperie, a tan galán y apuesto caballero, era también crueldad e
ingratitud. La joven se decidió a aceptar el brazo de mi amigo. Un poeta lo ha dicho:
La humedad y el calor
Siempre son en la ardiente primavera
Cómplices del amor.
Yo miraba el rubor de la muchacha y la creciente turbación del compañero. Poco a poco
su conversación se fue animando. Vivía lejos y era preciso que atravesáramos muchas
calles para llegar hasta la puerta de su casa. La niña menudeaba sus pasos, muy aprisa,
para acortar la caminata; y el amante, dejando descubierto su sombrero, procuraba
abrigarla y defenderla de la lluvia. Ésta iba arreciando por instantes. Parecía que en cada
átomo del aire venía montada una gota de agua. Yo aseguro que la muchacha no quería
apoyarse en el brazo de su compañero ni acortar la distancia que mediaba entre sus
cuerpos. Pero ¿qué hacer en trance tan horrible? Primero apoyó la mano y luego la
muñeca y luego el brazo; hasta que fueron caminando muy juntitos, como Pablo y
Virginia en la montaña. Muchas veces el aire desalmado empujaba los rizos de la niña
hasta la misma boca de su amante. Los dos temblaban como las hojas de los árboles.
Hubo un instante en que, para evitar la inminente colisión de dos paraguas, ambos a un
propio tiempo se inclinaron hasta tocar mejilla con mejilla. Ella iba encendida como
grana; pero riendo, para espantar el miedo y la congoja. Una señora anciana, viéndolos
pasar, dijo en voz alta al viejo que la cubría con su paraguas:
–¡Qué satisfechos van los casaditos!
Ella sintió que se escapaba de sus labios una sonrisa llena de rubor. ¡Casados! ¡Recién
casados! ¿Por qué no? Y la amorosa confesión que había detenido en muchas ocasiones
el respeto, la timidez o el mismo amor, salió, por fin, temblando y balbuciente, de los
ardientes labios de mi amigo.
* * *
Ya tú ves, parasol, si justamente me enorgullezco de mis buenas obras. Esas memorias,
lisonjeras y risueñas, son las que me distraen en mi abandono. ¿Cuál será mi destino?
Apenas llevo una semana de ejercicio y ya estoy viejo. Pronto pasaré al hospital con los
inválidos, o caeré en manos de los criados, yendo enfermo y caduco a los mercados.
Después de pavonearme por las calles, cubriendo gorritos de paja y sombreros de seda,
voy a cubrir canastos de verdura. Ya verás si hay razón para que llore en los rincones
salitrosos de los patios.
El miserere Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y
ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de
música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a
roer por los ratones. Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin
entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas
más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender
una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que
me llamó la atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que
el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino
hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún
el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos
renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como
esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer
que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde
nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas
son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su
armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que
parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre
para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre,
y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la
luz del sol su camino. Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el
hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al
cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca
del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba. -Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de
aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él
pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir
al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por
donde mismo pude condenarme. Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del
todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a
despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su
interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido;
mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se
fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y
en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei,
Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime,
que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi
corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro
semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de
lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá
de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su
discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo
alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la
mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído
tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-.
¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de
extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una
entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los
que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan
verdadera como al parecer increíble.
Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía,
hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos,
un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual
desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por
lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en
poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida
de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro,
y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a
éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.
Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su
instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún
quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma el
riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por
partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de
padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria, es que
todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una
especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que
se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen
aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de
incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la
narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había
referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de jueves Santo, y acaban de dar las
ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -
exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y
tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después
de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de
los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en
turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en
cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el
horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre
y se agruparon alrededor del hogar.
II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje
que calificaron de loco en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que
se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por
entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los
desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada
sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una
torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le
eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos
arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo
el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la
tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que
crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y
misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la
mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que
debiera realizarse el prodigio. Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras
distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante
se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido
de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad
mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya
siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última
campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas
de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los
negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una
antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita
claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como
una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que
imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con
su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se
levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas,
los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus
columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que
pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto
de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse
elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible. El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo
luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y
alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose
con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de
horror. Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas,
bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas
mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados
desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a
las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de
dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en
dos hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde
con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces:
aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía
en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del
búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo
más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas
y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y
aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas
extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que
embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose
con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar hasta la
médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas
palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater
mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un
grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del
infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de
los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un
rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que
merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes;
una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre
abierto a la mirada de los justos. Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías
acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una
gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa
humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero,
sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin
conocimiento por tierra, y nada más oyó.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la
noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de
sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus
superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió
dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a
los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta
abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al
fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su
imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía
escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una
ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue
imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de
sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza,
y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su
muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude
menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito
del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea
Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos
ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?
El hombre muerto [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo. Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía. El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento? Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir. El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba,
el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar… ¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia. ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere. El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente. ¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas. …Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para
almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá! ¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido. …Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado. Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.
La luz es como el agua [Cuento - Texto completo.]
Gabriel García Márquez
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la
ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio
con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en
Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero
al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con
su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían
ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a
pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de
flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay
cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio
disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para
subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y
ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los
niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla
encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua
empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro
palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las
islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un
seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la
luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del
sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos
como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo
de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada
-dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por
un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los
últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el
reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos,
encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que
el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el
apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de
los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se
habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y
les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres
les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en
casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó
por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los
árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por
la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la
casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo
flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su
mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios
domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la
cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban
al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos
que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban
los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la
dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado,
todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para
niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote,
aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le
alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la
estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de
clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno
de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a
escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al
mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela
de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo
de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos
helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la
ciencia de navegar en la luz.
Carta de amor al rey Tut Ank Amen Joven Rey Tut-Ank-Amen: En la tarde de ayer he visto en el museo la columnita de marfil que tú pintaste de azul, de rosa y de amarillo. Por esa frágil pieza sin aplicación y sin sentido en nuestras bastas existencias, por esa simple columnita pintada por tus manos finas —hoja de otoño—hubiera dado yo los diez años más bellos de mi vida, también sin aplicación y sin sentido... Los diez años del amor y de la fe.
Junto a la columnita vi también, joven Rey Tut-Ank-Amen, vi también ayer tarde —una de esas tardes del Egipto tuyo—vi también tu corazón guardado en una caja de oro. Por ese pequeño corazón en polvo, por ese pequeño corazón guardado en una caja de oro y esmalte, yo hubiera dado mi corazón joven y tibio: puro todavía. Porque ayer tarde, Rey lleno de muerte, mi corazón latió por ti lleno de vida, y mi vida se abrazaba a tu muerte y me parecía a mí que la fundía... Te fundía la muerte dura que tienes pegada a los huesos con el calor de mi aliento, con la sangre de mi sueño, y de aquel trasiego de amor y muerte estoy yo todavía embriagada de muerte y de amor... Ayer tarde—tarde de Egipto salpicada de ibis blancos—te amé los ojos imposibles a través de un cristal... Y en otra lejana tarde de Egipto como esta tarde—luz quebrada de pájaros—tus ojos eran inmensos, rajados a lo largo de las sienes temblorosas... Hace mucho tiempo en otra tarde igual que esta tarde mía, tus ojos se tendían sobre la tierra, se abrían sobre la tierra como los dos lotos misteriosos de tu país. Ojos rojillos eran; oreados de crepúsculos y del color del río crecido por el mes de septiembre. Ojos dueños de un reino eran tus ojos, dueños de las ciudades florecientes, de las gigantes piedras ya entonces milenarias, de los campos sembrados hasta el horizonte, de los ejércitos victoriosos más allá de los arenales de la Nubia, aquellos ágiles arqueros, aquellos intrépidos aurigas que se han quedado para siempre de perfil, inmóviles en jeroglíficos y monolitos. Todo cabía en tus ojos, Rey tierno y poderoso, todo te estaba destinado antes de que tuvieras tiempo de mirarlo... Y ciertamente no tuviste tiempo. Ahora tus ojos están cerrados y tienen polvo gris sobre los párpados; más nada tienen que ese polvo gris, ceniza de los sueños consumidos. Ahora entre tus ojos y mis ojos, hay para siempre un cristal inquebrantable... Por esos ojos tuyos que yo no podría entreabrir con mis besos, daría a quien los quisiera, estos ojos míos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo. Daría mis ojos vivos por sentir un minuto tu mirada a través de tres mil novecientos años... Por sentirla ahora sobre mí —como vendría—vagamente aterrada, cuajada del halo pálido de Isis. Joven Rey Tut-Ank-Amen, muerto a los diecinueve años: déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie. A ti las digo, Rey adolescente, también quedado para siempre de perfil en su juventud inmóvil, en su gracia cristalizada... Quedado en aquel gesto que prohibía sacrificar palomas inocentes, en el templo del terrible Ammon-Ra. Así te seguiré viendo cuando me vaya lejos, erguido frente a los sacerdotes recelosos, entre una leve fuga de alas blancas... Nada tendré de ti, más que este sueño, porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para los siglos de los siglos tus dioses te guardaron en vigilia, pendientes de la última hebra de tus cabellos.
Pienso que tus cabellos serían lacios como la lluvia que cae de noche... Y pienso que por tus cabellos, por tus palomas y por tus diecinueve años tan cerca de la muerte, yo hubiera sido lo que ya no seré nunca: un poco de amor. Pero no me esperaste y te fuiste caminando por el filo de la luna en creciente; no me esperaste y te fuiste hacia la muerte como un niño va a un parque, cargado de los juguetes con que aún no te habías cansado de jugar... Seguido de tu carro de marfil, de tus gacelas temblorosas... Si las gentes sensatas no se hubieran indignado, yo habría besado uno a uno estos juguetes tuyos, pesados juguetes de oro y plata, extraños juguetes con los que ningún niño de ahora—balompedista, boxeador—sabría ya jugar. Si las gentes sensatas no se hubieran escandalizado, yo te habría sacado de tu sarcófago de oro, dentro de tres sarcófagos de madera, dentro de un gran sarcófago de granito, te hubiera sacado de tanta siniestra hondura que te vuelve más muerto para mi osado corazón que haces latir... que sólo para ti ha podido latir, ¡oh, Rey dulcísimo!, en esta clara tarde del Egipto—brazo de luz del Nilo. Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda... Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo...Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas. QUE COSTUMBRE TAN SALVAJE ¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir. Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras? Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la cajan, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales. Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlos a un río? Había de tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.
AMO las cosas loca,
locamente.
Me gustan las tenazas,
las tijeras,
adoro
las tazas,
las argollas,
las soperas,
sin hablar, por supuesto,
del sombrero.
Amo
todas las cosas,
no sólo
las supremas,
sino
las
infinita-
mente
chicas,
el dedal,
las espuelas,
los platos,
los floreros.
Ay, alma mía,
hermoso
es el planeta,
lleno
de pipas
por la mano
conducidas
en el humo,
de llaves,
de saleros,
en fin,
todo
lo que se hizo
por la mano del hombre, toda cosa:
las curvas del zapato,
el tejido,
el nuevo nacimiento
del oro
sin la sangre,
los anteojos,
los clavos,
las escobas,
los relojes, las brújulas,
las monedas, la suave
suavidad de las sillas.
Ay cuántas
cosas
puras
ha construido
el hombre:
de lana,
de madera,
de cristal,
de cordeles,
mesas
maravillosas,
navíos, escaleras.
Amo
todas
las cosas,
no porque sean
ardientes
o fragantes,
sino porque
no sé,
porque
este océano es el tuyo,
es el mío:
los botones,
las ruedas,
los pequeños
tesoros
olvidados,
los abanicos en
cuyos plumajes
desvaneció el amor
sus azahares,
las copas, los cuchillos,
las tijeras,
todo tiene
en el mango, en el contorno,
la huella
de unos dedos,
de una remota mano
perdida
en lo más olvidado del olvido.
Yo voy por casas,
calles,
ascensores,
tocando cosas,
divisando objetos
que en secreto ambiciono:
uno porque repica,
otro porque
es tan suave
como la suavidad de una cadera,
otro por su color de agua profunda,
otro por su espesor de terciopelo.
Oh río
irrevocable
de las cosas,
no se dirá
que sólo
amé
los peces,
o las plantas de selva y de pradera,
que no sólo
amé
lo que salta, sube, sobrevive, suspira.
No es verdad:
muchas cosas
me lo dijeron todo.
No sólo me tocaron
o las tocó mi mano,
sino que acompañaron
de tal modo
mi existencia
que conmigo existieron
y fueron para mí tan existentes
que vivieron conmigo media vida
y morirán conmigo media muerte.