Post on 27-Jul-2015
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Me marché a la calle pensando aún en estas cosas. Caminaba deprisa y distraída,
pero me di cuenta de que un viejo de nariz colorada atravesaba la calle para venir
hacia mí. Y poseída del mismo malestar de siempre crucé a mi vez a la otra acera, no
pudiendo evitar, sin embargo, que nos encontráramos en medio. Él llegó sin alientos
para pasar justamente a mi lado, quitarse la vieja gorra y saludarme.
—¡Buenos días, señorita!
El pícaro aquel tenía los ojos brillantes de ansiedad. Le saludé con una inclinación de
cabeza y huí.
Le conocía bien. Era un viejo pobre que nunca pedía nada. Apoyado en una esquina
de la calle de Aribau, vestido con cierta decencia, permanecía horas de pie,
apoyándose en su bastón y atisbando. No importaba que hiciera frío o calor: él estaba
allí sin plañir ni gritar, como esos otros mendigos expuestos siempre a que los recojan
y lleven al asilo. Él sólo saludaba con respetuosa cortesía a los transeúntes, que a
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veces se compadecían y ponían en sus manos una limosna. Nada se le podía
reprochar. Yo le tenía una antipatía especial que con el tiempo iba creciendo y
enconándose. Era mi protegido forzoso, y por eso creo yo que le odiaba tanto. No se
me ocurría pensarlo entonces, pero me sentía obligada a darle una limosna y a
avergonzarme cuando no tenía dinero para ello. Yo había heredado al viejo de mi tía
Angustias. Me acuerdo que cada vez que salíamos ella y yo a la calle, la tía
depositaba cinco céntimos en aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen
saludo. Además, se paraba a hablarle en tono autoritario, obligándole a contarle
mentiras o verdades de su vida. Él contestaba a todas sus preguntas con la
mansedumbre apetecida por Angustias... A veces los ojos se le escapaban en
dirección de algún cliente a quien ardía en ganas de saludar y cuya vista
estorbábamos mi tía y yo paradas en la acera. Pero Angustias seguía interrogando:
—¡Conteste! ¡No se distraiga! ¿... Y es verdad que su nietecillo no puede ingresar en
el orfelinato? ¿Y su hija murió al fin? ¿Y..?
Al fin terminaba:
—Conste que me enteraré de lo que hay de verdad en todo eso. Le puede costar
muy caro a usted el engañarme.
Desde aquellos tiempos ya nos habíamos quedado unidos él y yo por un lazo forzoso;
porque estoy segura de que adivinó mi antipatía por Angustias. Una sonrisa
mansurrona le vagaba por los labios entre las decentes barbas plateadas, y mientras
tanto sus ojos se disparaban hacia mí, a momentos, bailándole de inteligencia. Yo le
miraba desesperada.
«¿Por qué no la manda usted a paseo?», le preguntaba yo sin hablar.
Los ojos suyos seguían chispeando.
—Sí, señorita. ¡Dios la bendiga, señorita! ¡Ay, señorita, lo que pasamos los pobres!
¡Dios y la virgen de Montserrat, señorita, y la virgen del Pilar la acompañen!
Al final recibía su paga de cinco céntimos con toda humildad y zalamería. Angustias
respiraba con el orgullo hinchado.
—Hay que ser caritativa, hija...
Desde entonces yo le tenía antipatía al viejo. El primer día que tuve dinero en mis
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manos le di cinco pesetas, para que él se sintiera también liberado de la estrechez de
tía Angustias y tan alegre como yo; aquel día yo había querido repartirme, fundirme
con todos los seres de la creación. Cuando empezó su sarta de alabanzas me fastidió
de tal modo que se lo dije antes de echar a correr para no oírle:
—¡Cállese, hombre!
Al día siguiente ya no tuve dinero para darle, ni al otro. Pero su saludo y sus ojos
bailarines me perseguían, me obsesionaban en aquel trocito de la calle de Aribau.
Inventé mil trampas para escabullirme, para burlarle. Algunas veces di un rodeo
subiendo hacia la calle Muntaner. Por entonces fue cuando tomé la costumbre de
comer fruta seca por la calle. Algunas noches, hambrienta, compraba un cucurucho
de almendras en el puesto de la esquina. Me era imposible esperar a llegar a casa
para comérmelas... Entonces me seguían siempre dos o tres chicos descalzos.
—¡Una almendrita! ¡Mire que tenemos hambre!
—¡No tenga mal corazón!
(¡Ah! ¡Malditos!, pensaba yo. Vosotros habéis comido caliente en algún comedor de
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auxilio social. Vosotros no tenéis el estómago vacío.) Les miraba furiosa. Daba
codazos para librarme de ellos. Un día, uno me escupió...Pero si pasaba delante del
viejo, si tenía la mala suerte de tropezarme con sus ojos, yo le daba el cucurucho
entero que llevaba en la mano, a veces casi lleno. Yo no sé por qué lo hacía. No me
inspiraba la más mínima compasión, pero me crispaba los nervios con sus ojos
pacíficos. Le ponía las almendras en la mano como si se las tirase a la cara y luego
me quedaba casi temblorosa de ira y de apetito insatisfecho. No lo podía soportar. En
cuanto cobraba mi paga pensaba en él y el viejo tenía un sueldo de cinco pesetas
mensuales que representaban un día menos de comida para mí. Era tan psicólogo, el
muy ladino, que ya no me daba las gracias. Eso sí, no podía prescindir de su saludo.
Sin su saludo yo me hubiera olvidado de él. Era su arma de combate.
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