Post on 21-May-2018
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El gran salto
Raúl Eguizábal recorre la historia del circo, "el mayor espectáculo del mundo"
El teatro de las maravillas
El arte del circo está construido con dos ingredientes básicos: la belleza y la emoción.
La belleza surge de la armonía de los movimientos acrobáticos, de la ligereza de las
amazonas, de la gracia de las pantomimas, de la precisión de los volatineros, de la
vistosidad de los atuendos y los pertrechos, del colorido, de la música... en fin, de ese
entorno radiante y misterioso a un tiempo que es la pista. La emoción en el circo se
sirve del riesgo real de los domadores, del juego con la muerte de los equilibristas y los
trapecistas, de la inquietud que producen los magos, de la desazón turbadora de los
payasos, de ese consabido «más difícil todavía».
Belleza y emoción se alimentan de contrastes: el circo es luminoso y sombrío, risueño y
fatídico, bello y siniestro a la vez. Y aunque dominan en él la exactitud, el ritmo, la
exigencia, también hay espacio para la espontaneidad y la innovación. No creo que haya
otro espectáculo tan completo como el circo, porque no hay en él, además,
pretenciosidad alguna, ni más artificio que el que proviene del adiestramiento, de la
precisión matemática en los movimientos, de la voluntad. El circo muestra, a todos, sus
entresijos. Todo ocurre a la vista del público: se montan las jaulas, se izan los trapecios,
se tienden las redes, se encienden las antorchas. A veces, la tensión sobre el público es
tan grande que no hay más remedio que cerrar los ojos un momento.
Se produce, así, una lucha entre el deseo de ver y el temor a ver. Es el vértigo del circo,
el momento de ese ejercicio en el que se une el peligro a la belleza, y cuyo desenlace
tememos y esperamos. Y, más tarde, cuando todo termina y salimos de nuevo a la
realidad de la calle, sentimos por fin una sensación liberadora, desaparece el hormigueo
y la desazón, y solo quedan, dando vueltas en el magín, el sabor del asombro, el aroma
de la sorpresa, la extrañeza y la admiración.
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Además, no hay término medio en el espectáculo circense; o es patético o sublime, pero
nunca mediocre. Lo normal, no obstante, es que los artistas de circo sean siempre
excelentes o al menos notables dado que, en muchos casos, ponen en juego su
integridad física. Ni el trapecista, ni el domador, ni el lanzador de cuchillos, pueden
permitirse el lujo de equivocarse aunque solo sea por unos centímetros. No hay lugar
para la imperfección o la insignificancia porque, a diferencia del teatro convencional, el
espectador se encuentra sobre el escenario atento para descubrir el fallo o el truco, si es
que este existiese. No hay telón. No hay bambalinas. No hay candilejas que definan dos
mundos separados.
Tiene, desde un punto de vista histórico y funcional, bastante que ver con el teatro (de
hecho, la mayor parte de los circos estables han funcionado también como teatros), pero
también es sustancialmente diferente, no ya por el tipo de función que se realiza en cada
escenario, sino por el concepto del espectáculo. Si el teatro es un espectáculo de la
palabra el circo es, sobre todo, un espectáculo visual; por ello también, los artistas de
circo, al no necesitar su arte el auxilio del verbo, son marcadamente internacionales. En
el circo se mezclan los números de tradición oriental y occidental, chinos, árabes,
africanos, americanos, rusos, cada uno con sus particularidades y sus destrezas.
La presencia de la muerte en el mismo escenario que la risa, es otro ingrediente que ha
ejercido fascinación en la pista. La historia del circo está llena de historias trágicas, de
un romanticismo que roza a veces el melodrama de vaudeville. En el circo la vida se
mueve entre la alegría y la muerte. En el circo se vive con la inminencia del drama. En
el circo, el drama se vive por centímetros, incluso por milímetros; se vive por segundos,
incluso por décimas de segundo. ¿Llegará a tiempo para recoger su camarada a la
intrépida trapecista? ¿No se habrá desviado el ilusionista al atravesar con sus espadas el
baúl que encierra a su compañera?
En cualquier momento esperamos la tragedia: el león cierra demasiado pronto sus
fauces y arranca de un sabroso bocado la cabeza del domador, el equilibrista da un
traspié y se precipita al vacío sin red o con red, el hombre bala termina sus días
remachado contra la orquesta que en ese momento entonaba una marcha triunfal, el
elefante baja a destiempo su pataza y aplasta el rostro de la bellísima domadora.
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¿Habrá dormido bien esa noche el lanzador de cuchillos? Nos preguntamos. ¿No habrán
tenido, él y su dama, una discusión antes de entrar en el escenario? ¿Una discusión por
la temperatura de la sopa, por la raya del cobertor de la cama o por la tapa levantada del
retrete? Y, el número, ¿acabará de una forma sangrienta y definitiva?
Ricketts, aquel caballista inglés que llevó el circo a América y enseñó equitación a
George Washington, después de haber sido capturado por unos piratas franceses en el
Caribe, decidió volver a Inglaterra, pero el barco en el que viajaba se hundió y falleció
ahogado a los treinta años. Lillian Leitzel se mató en el trapecio y su esposo, Alfredo
Codona, que no pudo superarlo, terminó por pegarse un tiro en Estados Unidos. Hopper
practicaba el tiro con arco a lo Guillermo Tell, pero a través de un espejo (por aquello
del «más difícil todavía»), e hirió mortalmente a su mujer, que oficiaba de partenaire.
Preguntado, durante el juicio que siguió al desgraciado accidente, Hopper dijo
simplemente: «Apunté demasiado bajo», y fue absuelto. Dany Renz, acróbata francés y
director del Circo Rancy, fue aplastado por el elefante del que acababa de salvar al
mozo de cuadras. Harry Williams murió bajo las ruedas de unos carros en el ensayo de
un montaje espectacular de luchas de gladiadores y carreras de cuadrigas. El funámbulo
Karl Wallenda cayó desde veinte metros de altura durante una exhibición en Puerto
Rico. En el Price murieron Mina Alix, que sufrió una caída mortal en 1904, y la
acróbata china Mlle. Naito, en 1928, mientras ensayaba sus números aéreos.
Nolo Tonetti se quitó la vida al no poder soportar la quiebra de su circo. Karl
Strasburger, Palacios, la bella Jacqueline Renat, el payaso ecuestre Voisin... Hay más de
mil muertes pequeñas y acechadoras escondidas en el circo. Por eso el circo es redondo,
para que la Muerte no pueda ocultarse en ninguna esquina. La muerte llega desde lo alto
de los trapecios hasta la mueca trágica del payaso, se extiende por los descoyuntadores,
los beluarios que meten su cabeza en las fauces de la fiera, los tragasables y
comefuegos, los encantadores de serpientes, y culmina en la bella ayudante del lanzador
de cuchillos o en la pareja del mago encerrada en el baúl atravesado por espadas. La
única certeza que ha habido en la tradición del circo ha sido precisamente la del riesgo.
Sometidos al «más difícil todavía», los circenses se colocan en el borde del abismo que
es el límite de sus facultades para hacer las cosas temerarias, las hazañas imposibles que
se esperan de ellos.
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Los carteles de circo y sus titulares están llenos de «muerte» por todas partes: «El
puente de la muerte», los «Enjaulados de la muerte», «Profesor Alba. El hombre que
juega con la muerte», el «Salto de la muerte», «El ataúd de la muerte», etc. Nombres
todos que parecen de tebeo y que solo pueden impresionar a un público decididamente
infantil. Tanto es así que toda esta parafernalia circense hace tiempo que desapareció de
las pistas y los teatrillos. Sobre todo porque podría hacernos olvidar que, en el circo, la
verdad de la muerte se encuentra siempre girando en su derredor.
La magia no es una parte del circo, es la esencia misma del circo, porque magia,
encantamiento, fascinación, maravilla, tienen que existir en cada uno de sus números.
La magia no se puede reducir a los números de ilusionismo, la magia del circo no es la
magia de los taumaturgos, pues todo en el circo debe ser «¡asombroso!»,
«¡extraordinario!», «¡lo nunca visto!» o «¡maravilloso!», todo tiene que ser «cosa de
magia»: el arte del funámbulo, de la malabarista, del icario, de la écuyère, del trapecista.
Aquí hemos venido a quedarnos con la boca abierta y la cara de pasmo. Aquí hemos
venido a asombrarnos, a conmovernos, a maravillarnos. Y todo lo que no sea así será
decepción. El hombre o la mujer que trabajan en la pista dejan de ser hombres y mujeres
ordinarios para convertirse en «piratas del aire», «proyectiles humanos», «acróbatas
cómicos», «hombres de caucho», «payasos excéntricos», es decir en personajes
sobrehumanos, heroicos y legendarios.
Por el circo han pasado toda clase de personajes históricos: jefes indios, condesas
polacas, desertores y espías, nobles y plebeyos. En otra época el circo era el último
refugio de los desesperados. Pero también han recorrido sus pistas todos esos otros
personajes y escenarios extraídos de las novelas y folletones, de los tebeos y de la
pantalla: Charlot, El Mundo Perdido, «Pamplinas», El Príncipe Valiente, el África
Misteriosa, Fu Man Chú, Supermán. Como por arte de «birlibirloque», las pistas se
convertían en paisajes árticos poblados por grandes osos blancos, lagos infestados de
cocodrilos, reinos perdidos, grandes praderas, bosques y regiones encantadas. Era la
época dorada del mayor espectáculo del mundo.
El circo, redondo como la luna, tiene, como ella, una cara velada y clandestina que, a
menudo, se escapa al espectador adulto (siempre presto a la búsqueda del truco oculto,
escéptico ante las hazañas admirables de los artistas, atento únicamente al error o a la
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caída) pero que no puede huir de la sensibilidad extraña del niño. Hay un cierto
sobrecogimiento a la hora de entrar en la carpa de las maravillas, un temblor
sorprendente, dulce y siniestro. Hay ese poco de miedo, ese punto de amargor que hace
las cosas más deseables.
Entre los carromatos feriales, tras las máscaras y los maquillajes, debajo de los
uniformes marciales, escondido entre las jaulas peligrosas, podría, perfectamente,
esconderse ese asesino buscado por la policía, ese destripador de señoritas, ese famoso
falsificador o aquel otro desertor, huido de una guerra lejana. El antiguo jugador de
ventaja que subía y bajaba interminablemente el Misisipi en una partida única en la que
se amontonaban sobre la mesa las monedas de oro, ahora se ha arruinado y hace en el
circo sus números de prestidigitación con sus relampagueantes dedos.
Cuando los grandes hombres y mujeres empequeñecían, se marchaban al circo. En aquel
tiempo, el circo estaba lleno de antiguos reyes y princesas, divas del teatro y del cine,
héroes de la pradera americana y viejos jefes sioux. Unos se hicieron reales, se
encarnaron en hombres y mujeres de carne y hueso: Ursus, el gigante que derribaba a un
toro agarrándolo por la testuz; el capitán Nemo y su reino submarino; Tarzán, por
supuesto. Otros, que habían sido hombres y mujeres de carne y hueso, se volvieron aquí
imaginarios, secretos, invisibles. Resulta bastante obvio que, aunque goza de buena
salud, el circo ha dejado atrás su periodo de esplendor, como en general las artes
escénicas e incluso las cinematográficas, mucho más recientes y tecnológicas, pero no
por ello menos obsoletas en el escenario de Internet. Y difícilmente podríamos esperar
hoy que se llenasen carpas o recintos con capacidad para veinte mil o treinta mil
espectadores como ocurría en el pasado. Todavía podemos, sin embargo, esperar
muchas cosas del circo y en cierta forma, al igual que el teatro o el musical, ha gozado
en los últimos años de un reverdecimiento. No obstante, eso parece justificar más aún la
pertinencia de una historia que cuente sus vicisitudes a lo largo de más de doscientos
años.
El circo es precisión, es disciplina y voluntad, pero también es variedad, colorido,
amenidad. Está hecho con esfuerzo y sacrificio, y sin embargo todo en él debe tener
apariencia de ligereza y espontaneidad. Un libro sobre el circo no puede (y no debe) ser
un libro aburrido, denso o prolijo en exceso, porque en ese caso contradeciría la esencia
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del fenómeno que pretende explicar. El circo es, ante todo, hechizo, asombro, diversión,
encanto. Está, pues, el riesgo de resultar tedioso, pero también existe el peligro opuesto:
ser innecesariamente recreativo o tomarse excesivas libertades literarias. Los
acontecimientos de la historia del circo son lo suficientemente interesantes, singulares y
atractivos como para no necesitar de mucha más retórica.
Las historias del circo no se ordenan cronológicamente sino temáticamente (son, en este
sentido, más planteamientos diacrónicos que rigurosamente históricos) y en el mejor
caso utilizan habitualmente, dentro de esta segunda perspectiva, uno de estos dos
criterios: geográfico (el circo chino, el circo inglés, el circo ruso, el circo americano,
etc.) o por especialidades (las artes ecuestres, la doma, los ejercicios de equilibrio, etc.).
Hemos optado por la segunda vía pues, sin menoscabo de que existan ciertas
peculiaridades nacionales a las que nos referiremos oportunamente, el circo es un
espectáculo marcadamente internacional, trashumante y en el que sus protagonistas han
podido nacer, de forma puramente casual, en cualquier lugar del mundo, sea un pequeño
pueblo o una gran capital, por algo se les llama la «gente de viaje».
Los artistas de circo pertenecen al circo. Han nacido tradicionalmente en el circo, que es
un pueblo regido por sus propias leyes y dominado por ancestrales costumbres. En ese
pueblo se mezcla el gusto por la aventura, una gran facilidad para hablar todos los
idiomas y para asimilar todas las culturas: la gracia italiana, la fuerza de voluntad
oriental, el humor británico, la tenacidad alemana. Por ello, también, el circo no solo
debe ser contado, debe ser en cierta medida explicado; hay que dar a conocer cuál es su
origen y su sentido, por qué nace en determinado tiempo y lugar. Contemplarlo,
entonces, como una parte importante de la cultura, no meramente como un pasatiempo,
sino como un arte escenográfico que clava sus raíces en lo hondo de nuestra civilización
y que responde a una serie de circunstancias de carácter económico, ideológico y social.
Nos estamos refiriendo, por supuesto, a lo que podríamos llamar el «circo moderno»,
surgido en la Inglaterra de finales del siglo xviii, y cuyo origen se remonta, en todo
caso, a finales de la Edad Media, a una serie de actividades, la mayor parte callejeras y
ambulantes por entonces, que encuentran en los primeros años de la Revolución
Industrial su acomodo en recintos primero modestos y, más tarde, francamente lujosos,
demostrando su período de esplendor.
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El deseo secreto
En el fondo del corazón de cada niño, de cada madre, de todo espectador, anida el deseo
secreto de ver caer al trapecista, de verlo destrozarse los huesos contra el suelo,
derramada su sangre oscura sobre la arena, el deseo esencial de ver a los leones
disputándose los restos del domador, el deseo de que el caballo arrastre a la ecuyere con
el pie enganchado en el estribo, golpeando la cabeza rítmicamente contra el límite de la
pista y para ellos hemos inaugurado este circo, el mejor, el absoluto, el circo donde falla
la base de las pirámides humanas, el tirador de cuchillos clava los puñales (por error,
siempre por error) en los pechos de su partenaire, el oso destroza con su zarpa la cara
del gitano y por eso, como las peores expectativas se cumplen y sólo se desea lo que no
se tiene, los anhelos de los espectadores viran hacia las buenas intenciones: asqueados
de calamidades y fracasos empiezan a desear que el trapecista tienda los brazos a
tiempo, que el domador consiga controlar a los leones, que la ecuyere logre izarse otra
vez hacia la montura, y en lugar de rebosar muerte y horrores, el lugar más secreto de su
corazón se llena de horrorizada bondad, de ansias de felicidad ajena, y así se van de
nuestro espectáculo felices consigo mismos, orgullosos de su calidad humana,
sintiéndose mejores, gente decente, personas sensibles y bien intencionadas, público
generoso del más perfecto de los circos.
Leones y domador
Un grupo de leones se ha puesto de acuerdo en comprar un domador, pero tienen poco
dinero. Todo lo que consiguen es un anciano desdentado (aunque con su dentadura
postiza) que fuera domador de potros en su juventud. Se llama Francisco Nicomedes
Rojas y es de Sunchales. Los leones rugen como si fueran feroces, el viejo hace restallar
el látigo, hay que admitir que se lo ve adecuadamente frágil y aun así el público se
fastidia. Les iría mejor con una jovencita rubia, de aspecto tímido, pero son demasiado
caras, están ahorrando.
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Desnudo
No es una estafa, como el traje del emperador, ni una broma, como el circo de pulgas.
Por eso los payasos dirigen el chorro de las mangueras hacia su mole, para que el
público pueda comprobar el choque del agua estallando contra una forma fugaz. A
continuación el domador invita a la pista a un espectador cualquiera elegido sin trampas
al azar. El hombre, o la mujer, o el niño, extienden la mano con una sonrisa divertida y
la retiran de golpe, incómodos, asqueados, empalidecidos, por lo general se frotan la
palma contra la ropa en un gesto de angustia.
A una seña del domador, un enano corre hasta el centro de la pista con un balde de
pintura y lo arroja hacia arriba, con todas sus fuerzas. Ese es quizás el momento que
más odia, empieza inmediatamente a sacudirse despidiendo hacia todas partes gotas y
microgotas de pintura sin poder evitar sin embargo el horror, el escándalo, el desagrado
que produce la breve y parcial percepción de su cuerpo, antes de volver a su púdica,
invisible desnudez.
Demostración
Los trapecistas, los payasos, los contorsionistas, los acróbatas, los caballistas, los
forzudos, exhiben alegremente sus habilidades. Pero los tragasables, que no pueden
mostrar más que una parte de su número, se pasan la vida tratando de demostrar que la
otra parte es auténtica. A los demás nos pasa lo mismo. Nuestra vida transcurre tratando
de demostrar que no fingimos, que es realmente así, que nos tragamos la aguja de tejer,
el bastón, los cuchillos, la espada hasta la empuñadura misma. A diferencia de los
tragasables, todos sabemos que es un truco.
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El dragón
El problema es que el dragón no sabe hacer nada. Está demasiado viejo para volar y
logra apenas un patético revoloteo de gallina. Aunque un par de columnas de humo se
elevan débilmente de sus narinas escamosas, ya no es capaz de expeler su fuego
vengador. Es interesante, le dice el director, muy interesante, pero más apropiado para
un zoológico que para un circo. Embalsamado, en su momento, podrá vendérselo por
una buena suma a cualquier museo.
Y el dueño, o tal vez el representante del dragón, se va del circo desalentado,
arrastrando su troupe de especies aladas, un grifo de mirada cansina, una familia de
vampiros vegetarianos, un ex ángel que exhibe torpemente los muñones de sus alas
mutiladas.
Equilibrista nato
A pesar de su evidente aptitud, el hijo del equilibrista se resiste al oficio que pretende
imponerle su padre. En la gran ciudad, seducido por una muchacha del público, el
adolescente huye con una familia de abogados.
Muchos años después, exitoso y agradecido, visita el circo para reconciliarse con su
padre y para compartir con su familia la fortuna que ha logrado reunir haciendo
equilibrio en el filo de la ley.
Este circo
Nos enseñan a hablar, a caminar, a sonreír. Nos enseñan a lavarnos los dientes, a comer
con cubiertos, y a resolver las cuatro operaciones. Nos enseñan a vestirnos y a usar
fórmulas de cortesía. Nos obligan a saltar, a correr, a bailar, a jugar a la pelota. Cada
uno de nosotros tiene sus habilidades y aptitudes propias. Nos aplauden o nos castigan,
por lo general en forma arbitraria y cruel. Y sin embargo, vaya a saber por qué (pero
sólo esa ilusión nos permite sobrevivir sobre la arena de la pista) todos creemos ser
espectadores, nada sabemos del público que nos mira divertido.
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El mifps
El circo se destaca por sus animales exóticos, algunos completamente desconocidos,
animales que no habitan ningún zoológico, que no es posible rastrear en ninguna selva,
en ninguna sabana. El mifps, por ejemplo, resulta tan extraño que no necesita hacer
ninguna prueba para ganarse el aplauso de los espectadores, pero como es de carácter
laborioso la hace de todos modos, se para sobre sus lárpites y mueve de un lado a otro
su zompeta perturbando a las damas presentes, basta, basta le grita el domador, pero el
mifps no lo escucha y estira la zompeta clavándola en la arena, y saca todos su crompsis
y los remodia una y otra vez sin ninguna cortesía, y sobre todo se traga el aire, todo el
aire de la pista, el mifps se hincha enormemente y los espectadores empiezan a sentirse
asfixiados, basta, basta, grita el domador, blandiendo el látigo, pero el mifps no lo
escucha porque no tiene aparato de audición, y el látigo le resulta simpático, se parece a
uno de sus crompsis, descarga en respuesta un par de latigazos cariñosos sobre la
espalda del domador, quién me manda, se dice el domador, quien me manda meterme
con bestias venusinas que son tan parmolieta duras, tan tozudas.
Un fenómeno de circo
Se jacta de no ser, como otros, el resultado de una azarosa combinación de genes, sino
un producto selecto, deliberado, decidido por un brillante equipo de científicos. Poco
saben (aunque muchos sospechan) que es sólo una infame mescolanza de ADN
involuntariamente provocada por la señora que limpiaba el laboratorio.
Se lo podría imaginar heterogéneo, una combinación de pelo, plumas y caparazón
quitinosa y sin embargo su aspecto es casi monótono, barroso, uniforme. Lo disfrazan
para los desfiles con telas de colores brillantes y aun así aburre, lo dejan estar en el circo
por compasión, porque come poco, se comenta también que es buen intérprete
simultáneo, muy útil cuando el circo viaja al exterior.
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Circo pobre
En un circo pobre cada artista tiene que cumplir varias funciones. Si nos fijamos bien,
sin dejarnos engañar por el cambio de traje y maquillaje, veremos que muchos tratan de
aprovechar sus habilidades en varias suertes. Por ejemplo, la equilibrista es la ecuyere,
los acróbatas son contorsionistas, el director del circo es el boletero y también el mago
(ante el público, ante los acreedores). Algunos son más difíciles de descubrir, porque
eligen papeles muy distintos entre sí, como la trapecista que hace de mono amaestrado
(o al revés), los elefantes que trabajan de acomodadores, los payasos convertidos en aro
de fuego. Pero la prueba más difícil es la del domador, que es también el tigre, cuando
tiene que meter la cabeza adentro de su propia boca.
Circo pobrísimo
En Argentina, el circo Papelito recorre todavía los pueblos de provincia, pintoresco y
modesto. Su primera carpa estaba hecha con bolsas de arpillera y los espectadores
tenían que llevar sus propias sillas.
Pero hubo un circo más pobre todavía. Además de llevar sus propias sillas, los
espectadores tenían que sentarse, fingir que miraban la pista, imaginarla.
El trapecista original
Con los años, el trapecista no puede ignorar que se repite, que se plagia a sí mismo.
Como a todo artista, esta certeza le duele. En busca de la originalidad se lanza por el
aire sin red, sin cable de seguridad, y finalmente sin trapecio. Pero qué es un trapecista
sin trapecio sino un montón informe, sanguinolento sobre el aserrín del circo y aún así,
qué pena, nada original.
Todo es relativo
Todo es relativo. En mi planeta ganaba concursos de belleza. Aquí soy un fenómeno de
circo, dice con tristeza la hembra de Alfa Centauri, sacudiendo sus apéndices vibrátiles.
Total, quién puede desmentirla.
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Evolución del circo
Los antiguos romanos aceptaban como lícito disfrute el espectáculo de los leones
atacando, matando y devorando seres humanos. En las corridas de toros el animal tiene
menos posibilidades, aunque se le da la oportunidad de defenderse y en ocasiones se le
perdona la vida. En los circos de mi infancia, los animales amaestrados hacían
lo que les mandaba el domador: era un espectáculo de obediencia pura, que los seres
humanos suelen confundir con inteligencia, como si no fuera la rebeldía la más obvia
señal del pensamiento propio. Pero en el circo actual ya no hay animales, no se
considera correcta ni edificante nuestra presencia, se habla de los castigos y torturas con
los que nos enseñan a hacer nuestros números. Como los hombres sin brazos y las
mujeres barbudas, los animales amaestrados hemos caído en desgracia, de qué sirve, por
ejemplo, esta osa con habilidades literarias en un mundo en el que tan pocos leen.
Tengo la esperanza de que pronto nos den de comer gente otra vez.
Nudo gordiano
El carro de Gordias, rey de Frigia, estaba atado con un nudo tan complicado que nadie
lo podía desatar. Según el oráculo, quien fuera capaz de deshacer ese nudo conseguiría
conquistar toda Asia Menor. Solo Alejandro Magno fue capaz de encontrar la solución:
cortó el nudo con un tajo de su espada. Pero este no es el caso, amigos, les ruego que
tengan un poco más de paciencia, insiste la joven contorsionista, ante los hombres que
la sacaron en andas de la pista y desde hace tres días están tratando de desanudarla.
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Sorprender
Los artistas de circo nos preguntamos con desesperación cómo sorprender a los
espectadores. Ser perfectos en la tradición no basta. Intentamos, entonces, el exceso en
las suertes conocidas: un salto mortal con cinco vueltas en el aire, hacer malabarismos
con diez yunques y diez plumas, tragarnos un paraguas, o un poste de alumbrado,
sostener una pirámide humana en la cuerda floja, entrar a una jaula con trescientos
cincuenta leones y dos tigres, hacer desaparecer para siempre a los enemigos de una
persona del público elegida al azar. ¿Cómo sorprender a los espectadores? En los
nuevos circos, adornados los viejos trucos con el vestuario, con la coreografía, con las
luces, con la cantidad de personas en escena. A medida que envejecemos, el exceso nos
cuesta demasiado y ya no somos lo bastante bellos, lo bastante elásticos, lo bastante
ingeniosos para formar parte de los nuevos circos. ¿Cómo sorprender a los malditos, a
los cínicos espectadores que ya lo han visto todo? En un intento de obtener el
espectáculo supremo, nos dejamos morir entre aplausos sobre la arena y no es
suficiente, no es suficiente, eso lo hace cualquiera.
Las dos mitades
Charles Tripp, el hombre sin brazos, se ganaba la vida como carpintero antes de entrar
en el circo. Eli Bowen, el acróbata sin piernas, tenía dos pequeños pies de diferente
tamaño que nacían de sus caderas y era considerado el más buen mozo de los artistas.
En una de sus actuaciones conjuntas Bowen conducía una bicicleta mientras Tripp
pedaleaba. Los espectadores aplaudían como tontos, sin darse cuenta de todo lo que
podríamos hacer si tuviéramos esa otra mitad de la que nada sabemos, la mitad que nos
falta, la otra parte de estos cuerpos inacabados que sólo por ignorancia o por falta de
imaginación, suponemos completos.
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Palomas, mago
El mago se saca palomas de la manga, las hace aparecer de la galera. Después de un
corto revoloteo, las palomas se posan en el dedo del mago, que las traslada a su vez a
una percha.
¿Por qué no se escapan volando? pregunta un niño. Porque les cortan las alas, explica el
padre. Algunos magos les cortan las plumas de una sola de las alas y es suficiente para
que no puedan volar. Otros, para evitar que el público se de cuenta, les cortan una
pluma por medio de los dos lados. Durante la actuación, cuando la paloma abre sus alas,
parecen completas, pero así mutiladas no le permiten sustentarse en el aire. También
hay algunos pocos magos, muy hábiles, que logran adiestrarlas de modo que no
escapen.
Cuando termina su número, mago y palomas se van a su carromato. Las palomas doblan
al mago en cuatro y lo guardan en su caja.
Los freaks
Ningún fenómeno de circo es lo bastante interesante como para sostener la atención del
público sin necesidad de representar algún número. La capacidad de concentración es
breve en los seres humanos, se aburren rápidamente y no basta con exhibir un fenómeno
(o un cuadro, o una escultura, o una instalación) para hacerla durar al menos unos
cuantos minutos. Se necesita acción, movimiento, y un módico relato que los sostenga.
Así, la artista inglesa Elizabeth Allen, además de mostrar sus cuernos naturales, bailaba
y entonaba canciones picarescas sobre el escenario. Así los famosos Johnny y Robert
Eckhart, hermanos gemelos (excepto que Johnny no tenía piernas) horrorizaban a los
espectadores con el truco del mago y el serrucho. El más famoso de los hombres-
gusano, el Príncipe Randian, enrollaba, encendía y fumaba su cigarro en público, y no
era poca proeza. Yo misma me hamaco con violencia en las palabras y escucho al lector
suspirar con alivio cuando evito por milímetros, en cada envión, ser arrojada fuera del
límite de veinticinco líneas que los críticos han establecido para este género.
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Troupes etnológicas
Fue Louis Dejean, el genial director de circo francés, el primero en presentar troupes
etnológicas formadas por etnias poco conocidas. Auténticos nubios, hotentotes, innuits
(entonces llamados esquimales), indios sioux, desfilaron en el siglo XIX por pistas y
vodeviles de Europa. Una de estas troupes, proveniente de la Atlántida, el continente
hundido, hizo las delicias del público durante una sola noche mágica, antes de
extinguirse por culpa del coreógrafo, que tuvo la mala idea de hacerlos saludar fuera del
agua.
Enanismo
Como bien lo saben los empresarios circenses, el tamaño no es un destino sino una
elección. Cualquier persona adulta puede convertirse en un enano siguiendo una serie de
instrucciones sencillas que exigen, eso sí, una alta concentración. Por ejemplo, este
minúsculo hombrecillo que ven ustedes aquí fue hasta hace dos meses un robusto
mocetón de un metro ochenta y dos centímetros de altura y noventa y un kilo de peso.
Por ejemplo, este microrrelato que está usted leyendo, fue hasta ayer mismo una novela
de seiscientas veintiocho páginas.
Quizás
Si los elefantes duelen y la carpa tiene un sabor amargo, si las serpientes empapan de
sudor frío los trapecios y los tigres te devoran la memoria, si se oyen los gritos del mago
pidiendo socorro pero nadie lo ve, si el domador azota a la ecuyere y no hay payasos,
sobre todo si no hay payasos, es aconsejable retirarse despacio, sin que nadie lo note,
quizás no sea un circo, a veces es mejor no preguntar.
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Una mujer sin prejuicios
Anton Chejov
Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede
decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los
dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas
con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es
valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres
chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de
barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le
iguale.
¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de
una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim
Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en
el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se
disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.
Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza
de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras
incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y
diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva
difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le
correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita,
guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su
rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en
cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al
blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con
ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.
¿Cómo no amar a un hombre como aquel?
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Y él sabía que era amado. Estaba seguro de ello. Pero un pensamiento le hacía sufrir.
Un pensamiento que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no
beber, no dormir. Un pensamiento que le amargaba la vida. Mientras él hablaba de su
amor, la maldita obsesión bullía en su cerebro y le martilleaba las sienes.
-¡Sea usted mi mujer! -suplicaba a Elena Gavrilovna-. ¡La amo locamente con pasión
torturante!
Pero al mismo tiempo pensaba:
"¿Tengo derecho a ser su marido? ¡No, no tengo derecho! ¡Si ella conociese mi origen,
si alguien le contase mi pasado, sería capaz de abofetearme! ¡Un pasado infeliz y
vergonzoso! ¡Ella, de buena familia, rica e instruida, me escupiría si supiese qué clase
de pájaro soy!"
Cuando Elena Gavrilovna se le lanzó al cuello, jurándole amor eterno, él no se sintió
feliz. Le atormentaba el dichoso pensamiento... Mientras volvía de la pista a su casa, iba
mordiéndose los labios y cavilando:
"¡Soy un canalla! De ser un hombre, se lo contaría todo, ¡todo! Antes de hacerle la
declaración debí revelarle mi secreto. ¡Pero como no lo hice, soy un granuja y un
infame!"
Los padres de Elena Gavrilovna dieron su consentimiento para el matrimonio. El atleta
les gustaba: era respetuoso, y como funcionario hacía concebir grandes esperanzas.
Elena Gavrilovna se sentía en el séptimo cielo. Era feliz. En cambio, ¡cuan desdichado
era el pobre atleta! Hasta el día de la boda sufrió la misma tortura que en el momento de
declararse.
También le atormentaba un amigo que conocía el pasado de Maxim Kuzmich como la
palma de su mano..., y que le sacaba casi todo el sueldo.
-Convídame a comer en el Ermitage -le intimaba-. Convídame o lo cuento todo... Y,
además, préstame veinticinco rublos.
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El infeliz Maxim Kuzmich adelgazó a ojos vistas. Se le hundieron las mejillas, y los
puños se le volvieron huesudos. Su idea fija le hizo enfermar. A no ser por la mujer
amada, se hubiera pegado un tiro...
"¡Soy un bribón, un canalla! -se decía a sí mismo-. ¡Tengo que contárselo todo antes de
la boda! ¡Aunque me escupa en la cara!"
Mas le faltó valor para contárselo. La idea de que después de la explicación tendría que
separarse de la mujer amada, era para él la más aterradora.
Llegó el día de la boda. Bendijo el cura a los novios y todo eran felicitaciones y
augurios de felicidad. El pobre Maxim Kuzmich recibía los parabienes, bebía, bailaba,
reía; pero era horriblemente desdichado: "¡Confiesa, pedazo de animal! Nos han casado
pero todavía estamos a tiempo. ¡Aún podemos separarnos!"
Y confesó.
Cuando llegó la hora ansiada y condujeron a los desposados al dormitorio, la conciencia
y la honradez se sobrepusieron a todo... Maxim Kuzmich, pálido, tembloroso, aturdido,
respirando a duras penas, se aproximó tímidamente a Elena Gavrilovna, y musitó:
-Antes de que nos pertenezcamos... el uno al otro, debo..., debo explicar...
-¿Qué te pasa, Max? ¡Estás demacrado! Te encuentro todos estos días pálido y
taciturno. ¿Te sientes mal?
-Yo... debo contártelo todo, Liolia... Sentémonos... Me veo obligado a anonadarte, a
malograr tu felicidad..., pero ¿qué otra cosa cabe hacer? El deber ante todo... Voy a
contarte mi pasado...
Liolia abrió desmesuradamente los ojos y sonrió:
-Bueno, pues cuéntamelo... Pero acaba pronto, por favor. Y no tiembles de ese modo.
-Yo nací en Tam..., en Tam... bov. Mis padres eran humildes y muy pobres... Y ahora te
diré qué clase de elemento soy. Vas a horrorizarte. Espera un poco... Ahora lo verás...
Fui un mendigo. Cuando niño vendí manzanas..., peras...
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-¿Tú?
-¿Te horrorizas? Pues aún te queda por oír lo peor, querida. ¡Oh, qué desgraciado soy!
¡Cuando se entere usted, me maldecirá!
-Pero ¿de qué se trata?
-A los veinte años fui..., fui... ¡Perdóneme! ¡No me arroje de su lado! ¡Fui... payaso de
circo!
-¿Tú? ¿Tú fuiste payaso?
Salutov, en espera de una bofetada, se cubrió la cara con ambas manos. Le faltaba poco
para desmayarse.
-¿Tú, payaso?
Liolia se cayó del sofá en que se había tendido. Se incorporó. Corrió de una parte a otra
de la habitación...
¿Qué le sucedía? Se llevó las manos al vientre... Por el dormitorio se expandió una risa
semejante a una carcajada histérica...
-¡Ja, ja, ja! ¿De manera que fuiste payaso? ¿Tú? Maximka, palomo mío, ejecuta para mí
algún número. ¡Demuéstrame ahora que fuiste payaso! ¡Ja, ja, ja! ¡Palomito de mi alma!
Así diciendo se arrojó al cuello de Salutov y le abrazó.
-¡Haz alguna payasada, querido, rico!
-¿Te burlas, desdichada? ¿Me desprecias?
-¡Haz algo para que yo lo vea! ¿Sabes también andar por una cuerda? ¡No te creo!
Mientras hablaba cubría de besos la cara del marido, se apretaba contra él, le hacía mil
zalamerías, sin la menor señal de enojo. Y él, desconcertado, sin comprender una
palabra de lo que sucedía, accedió de buena gana a los ruegos de su mujer.
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Se aproximó a la cama, contó hasta tres e hizo la vela, con los pies para arriba,
apoyando la frente en el borde de la cama.
-¡Bravo, Max! ¡Bis, bis! ¡Ja, ja, ja! ¡Eres un tesoro! ¡Hazlo otra vez!
Max se balanceó y, en la posición anterior, saltó al suelo y se puso a andar con las
manos...
Por la mañana, los padres de Liolia estaban asombradísimos.
-¿Quién dará esos golpes ahí arriba? -se preguntaban-. Los recién casados deben de
estar dormidos. ¿No serán los criados bromeando? ¡Hay que ver el alboroto que arman,
los muy tunos!
El padre subió al piso de arriba, pero no encontró allí a nadie de la servidumbre.
Para asombro suyo, comprobó que el ruido provenía del dormitorio de los desposados.
Después de permanecer un instante junto a la puerta, la empujó ligeramente con el
hombro y la entreabrió. Al mirar al interior por poco se muere del susto: Maxim
Kuzmich, en medio de la habitación, estaba ejecutando un arriesgadísimo salto mortal.
Y Liolia, a su lado, le aplaudía. Las caras de los dos resplandecían de felicidad.
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«Drago»
Emilia Pardo Bazán
Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habían observado. Ni una noche
faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.
¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la admiración y dónde se detiene, en un alma
femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde
de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiración apasionada de mujer
a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.
La admiradora era una señorita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad
de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, sólo la conocía Perico
Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el más amigo de coleccionar
relaciones. Y, según noticias de Gonzalvo, la señorita se llamaba Rosa Corvera, era
huérfana y vivía con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le había
legado su fortuna. Considerando a Rosa, más que como a sobrina, como a hija; resuelta
a dejarla por heredera, le consentía, además, libertad suma; y no pudiendo la tía salir de
casa -clavada en un sillón por el reúma- la muchacha iba a todas partes bajo la cómoda
égida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra
damas de compañía, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podía
Perico Gonzalvo (que no adolecía de bien pensado) añadir otra cosa. La independencia
no llegaba a licencia.
Quizá la admiración vehemente mostrada al domador -que en los carteles adoptaba el
título de vizconde de Praga, enteramente fantástico, imposible de descubrir en
cancillería alguna- fuese la primera inconveniencia cometida por Rosa. Sin duda, el
hecho constituía una exhibición de mal gusto en una joven soltera, y más en España,
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donde es sospechosa para el honor cualquier excentricidad de la mujer. Lo cierto es que
Rosa llamaba la atención, y su actitud empezaba a darle notoriedad. Se discutía su
figura, su modo de vestir; se convenía en que, sin ser una belleza, no carecía de encanto.
Rubia, alta, bien formada (extremo que la moda ceñida hace muy fácilmente
demostrable), la hermoseaba, sobre todo, la expresión como de embriaguez divina que
adquiría su semblante al salir el vizconde de Praga a desempeñar su número: el encierro
en una jaula con un sólo león, pero terrible: Drago, que, indómito, vigoroso, valía por
seis de los criados en cautiverio.
-Las bacantes, en los misterios órficos, tendrían ese gesto -decía Tresmes, que había
leído todo lo concerniente a anomalías amorosas y perversiones antiguas y modernas.
Pero Tresmes, en este punto, confundía. El gesto de Rosa, lejos de expresar nada
impuro, sólo dejaba trasmanar el entusiasmo heroico. Eran nobles, hasta la sublimidad,
los sentimientos que asomaban a aquel rostro de mujer, y si el amor entraba a la parte,
sería con el carácter más espiritual, como transporte ante la nobleza del valor viril. Por
otra parte, Rosa no practicaba el menor disimulo.
Abonada a diario a dos sillas, las más próximas al sitio en que se colocaba la jaula de
Drago, entraba poco antes que comenzase el trabajo del domador, y, concluido éste, se
levantaba con desdeñosa indiferencia, envolviéndose en un abrigo de última moda y
pasando por entre los espectadores sin mirarlos. Su lindo landaulet eléctrico esperaba
siempre a la puerta. Y, sin cuidarse del run-run curioso que alzaba a su paso, retirábase,
pálida aún de la emoción.
El domador había notado lo que todos notaban. Era un hombre joven, aunque no tanto
como parecía, por la robusta esbeltez de su cuerpo y la finura acentuada de sus
facciones, debida a la sangre georgiana. Nada más airoso que su torso, nada mejor
delineado que sus pies y manos, a no ser su bigote o los rizos naturales de sus cabellos
negrísimos. No era el tipo del dandy, del elegante que se ha formado su distinción a
fuerza de alta vida y de hábitos de lujo; era un ejemplar de las razas humanas
aristocráticas de abolengo, perfectamente arianas.
Consciente del efecto que producía en Rosa, el domador adoptaba posturas románticas,
quebraba la cintura como un torero, avanzaba la pierna, nerviosa y de perfecta forma,
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cautiva en el calzón de punto gris perla, y sacudía con gentileza los bucles de su frente,
húmeda de sudor, enviando a la señorita una sonrisa y un ligero signo de inteligencia.
Por señas, que en el palco de los elegantes, este signo fue considerado indicio de algo
serio, y sólo cambiaron de opinión al exclamar Tresmes:
-¡Qué tontería! Si se entendiesen, ella no vendría ya a exhibirse aquí. Os digo que, a
pesar de las apariencias, ese hombre y esa mujer no han cruzado palabra. Pongo la mano
derecha a que no.
Y razón tenía el calvatrueno, sagacísimo conocedor del alma de la mujer. El domador
no había dado un paso por ponerse en contacto con su apasionada, por una razón
prosaica y sencilla, era casado. Vivían su esposa y sus dos hijos en una casita, al borde
del lago de Como, y la fortuna de la señorita española -fortuna de la cual, por otra parte,
ella no podía aún disponer- no le resolvía problema alguno. Halagábale, ciertamente,
aquella devoción, aquel homenaje; aunque otra cosa diga la leyenda, no es tan frecuente
que las espectadoras se enamoren de tenores, domadores y cómicos. Semejante
fascinación, no oculta, acababa por envanecer al supuesto vizconde, llamado realmente
Marco Diáspoli. Pero una aventura, de pasada, no se podía intentar. La contrata iba a
terminar, y el domador era esperado en Viena. Y como, fuera de la aventura no existía
finalidad, el domador se limitaba a dejarse acariciar por los magnéticos ojos fijos en él.
-¿En él? He aquí una pregunta que su vanidad de histrión heroico no le permitió
formular, pero que el ducho Tresmes lanzó, con gran extrañeza del auditorio.
-¿Estáis seguros de que a esa muchacha quien la entusiasma es el domador? Porque yo,
que la estudio mucho, he llegado a dudar ¡si no será más bien el león!
Se rieron. Sin embargo, Drago reunía todas las condiciones para producir eso que en
Italia se nombra il fascino. Si hay un género de belleza sublime que se funda en la
energía, nada más bello que Drago.
No era la fiera rendida, cansada, pelada, de los demás domadores, y en eso consistía la
originalidad del trabajo temerario. Drago, con su bravura y fuerza, por su talla no
común, lo enorme de su cabezota, lo rutilante y abundoso de su melenaza, imponía una
especie de respeto, al cual se unía atracción misteriosa. Sus actitudes conservaban la
gracia terrible y natural de la fiera que está en su propio ambiente, en el cálido desierto,
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y detrás de la majestuosa masa de su cuerpo se hubiese deseado ver extenderse el rojo
rubí del celaje líbico. Su rugido infundía pavor, y sus ojos de venturina derretida, en que
el sol de África parecía haberse quedado cautivo, tenían un encanto peculiar,
amenazador y feroz. Drago había sido cogido no hacía seis meses en el Atlas. La única
defensa del domador con aquel felino era la temeridad, la sorpresa. En realidad, ni
estaba habituado a la sugestión y al olor del hombre ni a la obediencia de la varita.
Acordábase de sus soledades, de que bajo sus dientes habían crujido costillas de
caballos, ¡quién sabe si de jinetes moros!... El interés de la labor de Praga estaba en eso:
en que cada noche sostenía un duelo a muerte.
Y así se podía explicar la palidez constante de Rosa, sus ojos dilatados de susto, su
mano con tanta frecuencia llevada al corazón, como si no pudiese contener su latido, y
hasta aquella especie de éxtasis con que seguía los incidentes de la lucha. Marco entraba
en la jaula de pronto, y a los rugidos del rey de los animales contestaba con gritos
estridentes de mando, de reto, de furor. El león le miraba y él arrostraba su mirada
aterradora. Íbase acercando, ganando terreno, sin más armas que un latiguillo de puño
de pedrería. Los rugidos se hacían menos roncos. El león bajaba la cabeza, como si no
pudiese afrontar los ojos del hombre. Por último se tendía, siempre rugiendo
sordamente, y Praga, un momento, alargando la bella pierna y el pie, calzado con
reluciente bota de borlita, lo apoyaba en los lomos del vencido, y en rápida vuelta, antes
que su enemigo se rehiciese, salía de la jaula, sonriendo, alzando el látigo, enviando
besos a la multitud que aplaudía...
Dos noches antes de la última, pudieron notar algunos espectadores que Drago estaba de
muy mal talante. Revolvíase inquieto en la estrecha prisión, y sus rugidos estremecían
por lo hondos y roncos. Cuando el domador franqueó la puerta de la reja, la fiera, sin
darle tiempo a nada, se lanzó contra él de un brinco feroz. Otras veces lo había hecho;
pero al punto retrocedía, dominado, como a pesar suyo.
Algo distinto debía suceder aquella noche, porque Praga vaciló y se puso blanco. No
tenía, sin embargo, más defensa que la valentía absoluta, y, vibrando el latiguillo,
avanzó resuelto. Pero la fiera se había dado cuenta de aquel desfallecimiento
momentáneo...
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Un rugido tremebundo envió al rostro del domador el hálito bravío del felino. Sin
intimidarse, Praga descargó el látigo, silbante, en las orejas del animal. Más que el
imperceptible dolor, el ultraje enardeció a la fiera. Como una masa cayó sobre su
enemigo; sus garras hicieron presa en un hombro, y sus dientes en el costado. En el
circo se alzó un grito de horror, formado de mil clamores. No había modo de intervenir.
Drago, que había probado la sangre, la bebía con áspera lengua en el mismo cuello de su
víctima...
Y Rosa, la admiradora, de pie, transportada, electrizada, ya fuera de sí, sin atender a
ningún respeto, aplaudía al vencedor.
-¡Bravo, Drago! ¡Bravo! ¡Drago, Drago, así!...
Por eso suele decir Tresmes:
-Yo bien lo sabía. No era el domador, era el león el que a la muchacha le parecía
hermoso... Y acertaba; opino lo mismo que ella. Pero, ¡caramba con las mujeres!
¡Ponerse a aplaudir, a vitorear! Bueno fue que, como todo el mundo chillaba, sólo
nosotros oímos la atrocidad... Si no, la linchan.
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PIUMA AL VENTO
(LEOPOLDO LUGONES)
¡Qué gran payaso aquel "Pass-key"!
Cuando concluían los saltos mortales de doble tumbo por sobre una fila de doce
caballos y tres hombres encimados, en un silencio casi solemne de la orquesta; cuando
remataba sus proezas de fuerza, asiendo un piquete de la barra con su brazo rígido, para
bajar, girando en espiral sobre este único apoyo, hasta dar sentado en el piso; cuando
terminaban los vuelos vertiginosos de los trapecios y las serenatas grotescas, rasgueadas
con un pie tras de la nuca, venía la suerte clásica.
El colega Arlequín soplaba hacia el techo, por medio de una cerbatana, una pluma de
pavo real. La pluma surgía veloz, como un cohete, llegaba al techo casi; luego,
describiendo una lenta curva, caía, caía titubeando, y el payaso la recibía en la punta de
su nariz. Cambiaba sus posturas, se descoyuntaba en todas las formas, sosteniéndola
siempre; simulaba la cacería de un ratón por toda la pista, manteniendo el sutil
equilibrio; llegaba hasta ponerse de espaldas y erguirse otra vez, sin perderlo, mientras
los violines susurraban un airecillo tirolés. Y la infalible de su acierto sorprendía.
Ni los juegos ecuestres que la húngara de lozanas piernas ejecutaba, ni los equilibristas
japoneses, ni los excéntricos yanquis, ni el ciclista francés con sus paradójicas
geometrías, ni el parque zoológico con sus curiosidades, entusiasmaban tanto al público
como aquella suerte de la pluma. Había de veras algo artístico en el juego fino y
elegante da aquel payaso, que vestía todo de blanco como el "Gilles" de Watteau; una
especie de flexible esgrima, en complicación de curvas silenciosas como los trazos de
un blando lápiz, cierta vaga angustia en aquella destreza obligada a luchar con el aire,
como con un duende invisible, y hasta cierto incentivo de azar en la indecisa levedad de
esa pluma...
— ¿...Te acuerdas Gabriela?
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El payaso estaba enamorado, sin embargo; y este "sin embargo" es un mérito que le
agrego, pues bien se sabe cuánto rompen el equilibrio las palpitaciones de corazón.
Estaba enamorado de una muchacha rubia que una noche le tiró flores a la pista. Sola en
su palco, afrontó sin desconcertarse el murmullo de asombro canallesco que semejante
arte produjo: y el payaso, admirado de aquel heroísmo que le llenó el pecho con un
calor de buen vino, la adoró.
Nunca había amado en serio, absorto desde chico por la preocupación de su arte,
distrayendo apenas tal cual noche en parrandas de camaradería, cuya torpeza no incitaba
a reincidir.
Pero aquella muchacha galante, con su excesivo perfume de flor estrujada, su fugacidad
de capricho y sus intrínsecas maldades de ponzoña, le enloquecía. Llegó a querer todos
sus artificios — sus artificios más que sus encantos — las falsas ojeras, el carmín
comprado, el lunar postizo y hasta el ceceo que acaramelaba sus palabras. Y el idilio
duró un mes, al cabo del cual tuvieron una disputa.
Berta sostuvo (se llamaba Berta) que aquello de la pluma no podía ser. Que tenía un
peso en la punta y por esto caía tan bien, o alguna pega, o algo, ¡que sabía ella!...
¡Nunca había estado en circos!... Dijo mil disparates hirientes, y por último sostuvo que
debía tratarse de un imán.
En vano intentó su amante disuadirla, riendo de sus tonterías al principio; después
ofendido hasta el alma por esa duda. Tres años de trabajo obscuro le había costado
aquello, de cólera, de desazones, de torturados abandonos: aquella futilidad que hacía
reir... Y ella, ella tan luego, no creía?...
Por último Berta propuso que la próxima vez, acabado el juego, le diese la pluma para
verla bien; pues ¡qué quería!... No se alcanzaba a convencer. Pero allá, en el circo
mismo ¿eh?... Y si la pluma no tenía nada, vería cómo erraba el golpe!
El despechado artista aceptó.
Dos días después llegó el momento. Berta resplandecía en su palco. Pasaron los
malabaristas, los yanquis, el trapecio, la barra, los saltos, los perros sabios que aquella
noche estrenaban una nueva habilidad, concertando y llevando a cabo un duelo por los
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amores de una doncella. Pasó, la húngara en su caballo negro, pasó la familia Bill con
sus palomas amaestradas.. hubo un silencio... un ondulante cuchilleo.... y el director de
la compañía avanzó hasta la mitad del circo.
—Respetable público por una indisposición repentina del payaso "Pass-key", se
suspende la suerte de la pluma.
Y como en previsión del murmurado descontento, apareció, en su azulino traje de
marquesita Luis XV, Mlle. Olivie la bailarina.
Los diarios de la mañana siguiente anunciaron que "Pass-key" se había suicidado,
ignorándose las causas de su fatal resolución; y hasta escribieron necrológicas, muy
filosóficas por cierto.
La pluma, que yo ví, no tenía artificio alguno.
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Un artista del hambre
Franz Kafka
En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes
era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo
independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos.
Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de
ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba
quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había,
además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los
días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el
ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que
tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia,
miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de
costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida
por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las
preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer
notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de
nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza
de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de
sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un
sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes
permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser
carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar
día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar
alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas,
pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en
ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el
honor de su profesión se lo prohibía.
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A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces
había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se
juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas
con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a
su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada
atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían
espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante
todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a
aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se
admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no
contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada
momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el
empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar
traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala
llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche
en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias
de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para
poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el
hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era
al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante
desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado
una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este
desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se
les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no
renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie
estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante
junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente
había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era,
al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por
otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su
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enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de
frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez
procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus
adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo
ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en
general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil
porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo
entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había
acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una
sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su
jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del
cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de
tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante
cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés,
podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este
plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del
hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las
ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de
ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la
jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro;
sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir
al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la
sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas
para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de
ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en
la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este
momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos
damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse.
¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir
aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en
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lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de
llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era,
sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite
alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan
poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo?
Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que
ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella
sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para
mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y
movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si
fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el
empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre
el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre
el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque
en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo
exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan
quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al
ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo
entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le
diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba
como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una
contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste
bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las
damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de
este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar
siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su
compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre
las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora,
en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser
librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.
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Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado,
más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de
una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que
se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario
fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo,
marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo
el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en
una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor
melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo
en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna
vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender
que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si
estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de
furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la
jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear.
Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad
provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados,
podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para
explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar
mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el
gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en
seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al
mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de
inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador,
pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad.
¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del
ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de
estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del
empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando,
volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la
jaula y examinarlo a su sabor.
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Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas,
notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras
tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber
razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la
muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario
recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo
interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en
todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este
fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos,
recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían
considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora
era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna
vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso
no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado
por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar
otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente
enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera
incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las
condiciones del contrato.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se
sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a
cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas,
naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era
contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la
singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista
veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo
puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo
mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su
voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de
llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las
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gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo,
habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y
aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como
número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo
demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y
anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando
el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que
pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían
permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más
larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que
no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba
como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para
esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la
muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más
obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella
experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin
excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el
ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida
lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el
de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más
apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los
ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían
llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los
rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera,
pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas
concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era
caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al
ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados,
cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida
que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y
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general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que
contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros
tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el
ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces
les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le
molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras,
la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos
trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de
éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo
pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que
pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno
que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo
les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser
más que un estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las
gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como
ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la
sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero
nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a
alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a
nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde
que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente
mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de
algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de
este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y
que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie
contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué
número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y
así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió
del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de
engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la
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indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba
honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.
*
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin.
Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin
aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja.
Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se
acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al
ayunador.
-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía
el oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al
personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos
admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la
misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados
como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la
hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría
hartado como tú y como todos.
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Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la
firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en
la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de
sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y
daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones
sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de
todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo
la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la
alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los
espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra
la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.
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Nota:
Los textos presentes en esta selección son de uso exclusivamente escolar, para su
utilización en una campaña de fomento de lectura. En su mayoría están extraídos de
páginas web de acceso libre, donde no figuran derechos de autor (excepto los textos de
Antonio Luis Ginés de El fantástico hombre bala, Ed.Páramo, Córdoba, 2010, que
hemos reproducido de por medios mecánicos). Queremos hacer constar expresamente
que otro uso de los textos distinto al de su lectura en el contexto escolar será bajo la
responsabilidad personal de quien lo hiciere.