Post on 13-Feb-2021
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Coleópteros y blatódeos.
Tengo cincuenta años, y
desde hace un mes asisto
con puntualidad a un club de
jubilados. Porque no tengo
más que hacer, porque no
tengo trabajo, etcétera, el
porqué es lo de menos en
este caso. Dos horas a la
semana cada miércoles.
“Ilusiones manuales”, habían decidido hace ya tiempo llamar al club luego
de lanzar un montón de alternativas, y no es que fuera el nombre más original de
los nombres para clubes pero al menos resultaba muy acorde. Porque el asunto no
se queda en la denominación, no, no, en absoluto. Al contrario, somos nosotros
mismos la ilusión pura de todo esto.
Da gusto vernos llegar, aleteando los machos y las hembras con nuestros
pronotos llenos de felicidad. Siento yo también cierta complacencia al verme
rodeada de bichos inmensos y gordos, negros, protuberantes, canosos,
chimuelos, curtidos, de cuerpos groseros y patas aplanadas. Inflados de años de
resistencia. Yo soy allí como una suerte de nieta, a la que cada uno quiere saludar
con besos pegajosos, ruidosos y bien plantados en las mejillas o sobre la cabeza.
Ahí vamo’, dice Juan cuando le pregunto cómo va, ahí vamo’, repite. Y es probable
que en ese simple “ahí vamo’” no nos incluya a ninguno de los que conformamos el
grupo sino solo a él y la escandalosa cantidad de vidas que ha tenido aunque
apenas tenga ciento treinta y ocho años. Eso, digamos, es recién la entrada a la
tercera edad. Pero que no se dude que eso es también harta resistencia.
Escúcheseme bien: ¡Harrrrta!
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Julieta, una cuca de lentes enormes que lleva un año asistiendo al club, una
vez se sienta se calla. Enmudece. Su concentración es imperturbable, va con sus
ojitos chicos y bizcos mirando el pincel de izquierda a derecha, de arriba hacia
abajo, chin chin, chan chan, echando azules y violetas a las bolitas que pinta desde
hace tres meses, porque quiere llegar a las mil, dice, y luego decidir qué hacer con
ellas. Pasar el tiempo, eso al fin y al cabo es lo que nos reúne, pero pasarlo sin que
se nos pase, adjunto en silencio a cada movimiento de brocha. Alfonsina en
cambio más que pintar, habla. Es una bicha divertida, cineasta de perfil bajo se
autoproclama, porque odia lo público, le repugna la obligación que sienten los
directores famosos a hacer películas famosas una tras otra para seguir caminando
sobre la cuerda. Hace siete años, dicen, dirigió una de las películas más
recordadas del país, un clásico… Pero que la siguiente más bien fue un fiasco,
dicen. Que luego de ese fracaso vive encerrada en un hueco oscuro y húmedo, y
solo sale los miércoles durante dos horas. Dicen y dicen. Y hay que ver cómo se
habla cuando la punta del zapato es lo más interesante que se tiene.
En fin, el asunto es que el club es donde conocí a Gregorio, un veterano
algo o bastante agotado, descendiente de judíos, al que todos creían muerto
desde que tomó rumbo sin decírselo a nadie y vino de Praga a Buenos Aires.
Estaba muerto, sí, me ha dicho hoy, pero de espíritu, cansado de la infame ciudad
donde vivió gran parte de sus ciento noventa y cuatro años. Decepcionado del
sistema. No se puede ser viajante de comercio para siempre, decía mientras iba
modelando con sus patitas espinosas un escarabajo de arcilla. No se puede, siguió
diciendo a la vez que chasqueaba con la boca y la saliva. Es algo simplemente
insostenible... Pero lo que definitivamente es descabellado, por excesivo, por
repugnante y abrumador, es esto, dijo finalmente y colocando en los míos su par
de ojitos por sobre los lentes de aumento:
–Es esto, mi niña: ser un insecto sin ninguna otra opción.
NORKA Guevara Sipión (1984, Guayaquil, Ecuador). Comunicadora Social, Máster en Psicología Cognitiva y Aprendizaje (FLACSO-Argentina y UAM). Actualmente colabora con Revista de Educación y Desarrollo (México), Educación (Ecuador), El Hablador (Perú), y estudia estrategias lectoras basadas en la relación cuerpo-lenguaje en La Plata, Argentina.