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Cañas y barro1902
Vicente Blasco Ibáñez
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Índice de contenido
I ......................................................4II ...................................................19III .................................................38IV ..................................................77V ...................................................98VI ................................................114VII ..............................................136VIII .............................................156IX ................................................185X .................................................206
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I
Como todas las tardes, la barcacorreo anunció su llegada al Palmar con varios
toques de bocina.
El barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de puerta en
puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar a los espacios abiertos en la única
calle del pueblo, soplaba de nuevo en la bocina para avisar su presencia a las barracas
desparramadas en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi desnudos seguía al
barquero con cierta admiración. Les infundía respeto el hombre que cruzaba la
Albufera cuatro veces al día, llevándose a Valencia la mejor pesca del lago y trayendo
de allá los mil objetos de una ciudad misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines
criados en una isla de cañas y barro. De la taberna de Cañamel, que era el primer
establecimiento del Palmar, salía un grupo de segadores con el saco al hombro en
busca de la barca para regresar a sus tierras. Afluían las mujeres al canal, semejante
a una calle de Venecia, con las márgenes cubiertas de barracas y viveros donde los
pescadores guardaban las anguilas. En el agua muerta, de una brillantez de estaño,
permanecía inmóvil la barcacorreo: un gran ataúd cargado de personas y paquetes,
con la borda casi a flor de agua. La vela triangular, con remiendos oscuros, estaba
rematada por un guiñapo incoloro que en otros tiempos había sido una bandera
española y delataba el carácter oficial de la vieja embarcación.
Un hedor insoportable se esparcía en torno de la barca. Sus tablas se habían
impregnado del tufo de los cestos de anguilas y de la suciedad de centenares de
pasajeros: una mezcla nauseabunda de pieles gelatinosas, escamas de pez criado en el
barro, pies sucios y ropas mugrientas, que con su roce habían acabado por pulir y
abrillantar los asientos de la barca.
Los pasajeros, segadores en su mayoría, que venían del Perelló, último confín de
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la Albufera lindante con el mar, cantaban a gritos pidiendo al barquero que partiese
cuanto antes. ¡Ya estaba llena la barca! ¡No cabía más gente...!
Así era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón de su oreja
cortada como para no oírles, esparcía lentamente por la barca las cestas y los sacos que
las mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas
protestas; los pasajeros se estrechaban o cambiaban de sitio, y los del Palmar que
entraban en la barca recibían con reflexiones evangélicas la rociada de injurias de los
que ya estaban acomodados. ¡Un poco de paciencia! ¡Tanto sitio que encontrasen en el
cielo...!
La embarcación se hundía al recibir tanta carga, sin que el barquero mostrase la
menor inquietud, acostumbrado a travesías audaces. No quedaba en ella un asiento
libre. Dos hombres se mantenían de pie en la borda, agarrados al mástil; otro se
colocaba en la proa, como un mascarón de navío. Todavía el impasible barquero hizo
sonar otra vez su bocina en medio de la general protesta... ¡Cristo! ¿Aún no tenía
bastante el muy ladrón? ¿Iban a pasar allí toda la tarde bajo el sol de septiembre, que
les hería de lado, achicharrándoles la espalda...? De pronto se hizo el silencio, y la
gente del correo vio aproximarse por la orilla del canal un hombre sostenido por dos
mujeres, un espectro, blanco, tembloroso, con los ojos brillantes, envuelto en una
manta de cama. Las aguas parecían hervir con el calor de aquella tarde de verano;
sudaban todos en la barca, haciendo esfuerzos por librarse del pegajoso contacto del
vecino, y aquel hombre temblaba, chocando los dientes con un escalofrío lúgubre, como
si el mundo hubiese caído para él en eterna noche. Las mujeres que le sostenían
protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca permanecían inmóviles.
Debían dejarle un puesto: era un enfermo, un trabajador. Segando el arroz había
atrapado las fiebres, las malditas tercianas de la Albufera, y marchaba a Ruzafa a
curarse en casa de unos parientes... ¿No eran acaso cristianos? ¡Por caridad! ¡Un
puesto!
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Y el tembloroso fantasma de la fiebre repetía como un eco, con los sollozos del
escalofrío:
Per caritat! Per caritas..!
Entró a empujones, sin que la masa egoísta le abriera paso, y no encontrando
sitio, se deslizó entre las piernas de los pasajeros, tendiéndose en el fondo, con el rostro
pegado a las alpargatas sucias y los zapatos llenos de barro, en un ambiente
nauseabundo. La gente parecía acostumbrada a estas escenas. Aquella embarcación
servía para todo; era el vehículo de la comida, del hospital y del cementerio. Todos los
días embarcaba enfermos, trasladándolos al arrabal de Ruzafa, donde los vecinos del
Palmar, faltos de medicamentos, tenían realquilados algunos cuartuchos para curarse
las tercianas. Cuando moría un pobre sin barca propia, el ataúd se metía bajo un
asiento del correo y la embarcación emprendía la marcha con el mismo pasaje
indiferente, que reía y conversaba, golpeando con los pies la fúnebre caja. Al ocultarse
el enfermo volvió a surgir la protesta. ¿Qué esperaba el desorejado? ¿Faltaba aún
alguien...? Y casi todos los pasajeros acogieron con risotadas a una pareja que salió por
la puerta de la taberna de Cañamel, inmediata al canal.
¡El tío Paco! gritaron muchos. ¡El tío Paco Cañamel!
El dueño de la taberna, un hombre enorme, hinchado, de vientre hidrópico,
andaba a pequeños saltos, quejándose a cada paso con suspiros de niño, apoyándose en
su mujer, Neleta, pequeña, con el rojo cabello alborotado y ojos verdes y vivos que
parecían acariciar con la suavidad del terciopelo. ¡Famoso Cañamel! Siempre enfermo
y lamentándose, mientras su mujer, cada vez más guapa y amable, reinaba desde su
mostrador sobre todo el Palmar y la Albufera. Lo que él tenía era la enfermedad del
rico: sobra de dinero y exceso de buena vida. No había más que verle la panza, la faz
rubicunda, los carrillos que casi ocultaban su naricilla redonda y sus ojos ahogados por
el oleaje de la grasa. ¡Todos que se quejasen de su mal! ¡ Si tuviera que ganarse la vida
con agua a la cintura, segando arroz, no se acordaría de estar enfermo! Y Cañamel
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avanzaba una pierna dentro de la barca, penosamente, con débiles quejidos, sin soltar
a Neleta, mientras refunfuñaba contra las gentes que se burlaban de su salud. ¡Él
sabía cómo estaba! ¡Ay, Señor! Y se acomodó en un puesto que le dejaron libre, con esa
obsequiosa solicitud que las gentes del campo tienen para el rico, mientras su mujer
hacía frente sin arredrarse a las bromas de los que la cumplimentaban viéndola tan
guapa y animosa.
Ayudó a su marido a abrir un gran quitasol, puso a su lado una espuerta con
provisiones para un viaje que no duraría tres horas, y acabó por recomendar al
barquero el mayor cuidado con su Paco. Iba a pasar una temporada en su casita de
Ruzafa. Allí le visitarían buenos médicos: el pobre estaba mal. Lo decía sonriendo, con
expresión cándida, acariciando al blanducho hombretón, que temblaba con las
primeras oscilaciones de la barca como si fuese de gelatina. No prestaba atención a los
guiños maliciosos de la gente, a las miradas irónicas y burlonas que después de
resbalar sobre ella se fijaban en el tabernero, doblado en su asiento bajo el quitasol y
respirando con un gruñido doloroso. El barquero apoyó su larga percha en el ribazo, y
la embarcación comenzó a deslizarse por el canal seguida por las voces de Neleta, que
siempre con sonrisa enigmática recomendaba a todos los amigos que cuidasen de su
esposo.
Las gallinas corrían por entre las brozas del ribazo siguiendo la barca. Las
bandas de ánades agitaban sus alas en torno de la proa que enturbiaba el espejo del
canal, donde se reflejaban invertidas las barracas del pueblo, las negras barcas
amarradas a los viveros con techos de paja a ras del agua, adornadas en los extremos
con cruces de madera, como si quisieran colocar las anguilas de su seno bajo la divina
protección. Al salir del canal, la barcacorreo comenzó a deslizarse por entre los
arrozales, inmensos campos de barro líquido cubiertos de espigas de un color
bronceado. Los segadores, hundidos en el agua, avanzaban hoz en mano, y las
barquitas, negras y estrechas como góndolas, recibían en su seno los haces que habían
de conducir a las eras. En medio de esta vegetación acuática, que era como una
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prolongación de los canales, levantábanse a trechos, sobre isletas de barro, blancas
casitas rematadas por chimeneas. Eran las máquinas que inundaban y desecaban los
campos, según las exigencias del cultivo.
Los altos ribazos ocultaban la red de canales, las anchas «carreras» por donde
navegaban los barcos de vela cargados de arroz. Sus cascos permanecían invisibles y
las grandes velas triangulares se deslizaban sobre el verde de los campos, en el silencio
de la tarde, como fantasmas que caminasen en tierra firme.
Los pasajeros contemplaban los campos como expertos conocedores, dando su
opinión sobre las cosechas y lamentando la suerte de aquellos a quienes había entrado
el salitre en las tierras, matándoles el arroz. Deslizábase la barca por canales
tranquilos, de un agua amarillenta, con los dorados reflejos del té. En el fondo, las
hierbas acuáticas inclinaban sus cabelleras con el roce de la quilla. El silencio y la
tersura del agua aumentaban los sonidos. En los momentos en que cesaban las
conversaciones, se oía claramente la quejumbrosa respiración del enfermo tendido bajo
un banco y el gruñido tenaz de Cañamel al respirar, con la barba hundida en el pecho.
De las barcas lejanas y casi invisibles llegaban, agrandados por la calma, el choque de
una percha al caer sobre la cubierta, el chirrido de un mástil, las voces de los
barqueros avisándose para no tropezar en las revueltas de los canales. El conductor
desorejado abandonó la percha, y saltando sobre las rodillas de los pasajeros fue de un
extremo a otro de la embarcación arreglando la vela para aprovechar la débil brisa de
la tarde. Habían entrado en el lago, en la parte de la Albufera obstruida de carrizales e
islas, donde había que navegar con cierto cuidado. El horizonte se ensanchaba. A un
lado, la línea oscura y ondulada de los pinos de la Dehesa, que separa la Albufera del
mar; la selva casi virgen, que se extiende leguas y leguas, donde pastan los toros
feroces y viven en la sombra los grandes reptiles, que muy pocos ven, pero de los que se
habla con terror durante las veladas. Al lado opuesto, la inmensa llanura de los
arrozales perdiéndose en el horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundiéndose
con las lejanas montañas. Al frente, los carrizales e isletas que ocultaban el lago libre,
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y por entre los cuales deslizábase la barca, hundiendo con la proa las plantas
acuáticas, rozando su vela con las cañas que avanzaban de las orillas. Marañas de
hierbas oscuras y gelatinosas como viscosos tentáculos subían hasta la superficie,
enredándose en la percha del barquero, y la vista sondeaba inútilmente la vegetación
sombría e infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro. Todos los ojos
expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí, difícilmente saldría.
Un rebaño de toros pastaba en la playa de juncos y charcas lindante con la
Dehesa. Algunos de ellos habían pasado a nado a las islas inmediatas, y hundidos en
el fango hasta el vientre rumiaban entre los carrizales, moviendo con fuerte chapoteo
sus pesadas patas. Eran unos animales grandes, sucios, con el lomo cubierto de
costras, los cuernos enormes y el hocico siempre babeante. Miraban fieramente la
cargada barca que se deslizaba entre ellos, y al mover su cabeza esparcían en torno
una nube de gruesos mosquitos que volvía a caer sobre el rizado testuz.
A poca distancia, en un ribazo que no era más que una estrecha lengua de barro
entre dos aguas, vieron los de la barca un hombre en cuclillas. Los del Palmar le
conocieron.
¡Es Sangonera! gritaron. ¡El borracho Sangonera!
Y agitando sus sombreros, le preguntaban a gritos dónde la había «pillado» por
la mañana y si pensaba dormirla allí. Sangonera seguía inmóvil; pero cansado de las
risas y gritos de los de la barca, púsose en pie, y girando en una ligera pirueta, se dio
unas cuantas palmadas en el dorso de su cuerpo con expresión de desprecio, volviendo
a agacharse gravemente.
Al verle de pie redoblaron las risas, excitadas por su bizarro aspecto. Llevaba el
sombrero adornado con un alto penacho de flores de la Dehesa y sobre el pecho y en
torno de su faja se enroscaban algunas bandas de campanillas silvestres de las que
crecían entre las cañas de los ribazos. Todos hablaban de él. ¡Famoso Sangonera! No
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había otro igual en los pueblos del lago. Tenía el firme propósito de no trabajar como
los demás hombres, diciendo que el trabajo era un insulto a Dios, y se pasaba el día
buscando quien le convidase a beber. Se emborrachaba en el Perelló para dormir en el
Palmar; bebía en el Palmar para despertar al día siguiente en el Saler; y si había
fiesta en los pueblos de tierra firme, se le veía en Silla o en Catarroja buscando entre
la gente que cultivaba campos en la Albufera una buena alma que le invitase. Era
milagroso que no apareciera su cadáver en el fondo de un canal después de tantos
viajes a pie por el lago, en plena embriaguez, siguiendo las lindes de los arrozales,
estrechas como un filo de hacha, atravesando los portillos de las acequias con agua al
pecho y pasando por lugares de barro movedizo donde nadie osaba aventurarse como
no fuese en barca. La Albufera era su casa. Su instinto de hijo del lago le sacaba del
peligro, y muchas noches, al presentarse en la taberna de Cañamel para mendigar un
vaso, tenía el contacto viscoso y el hedor de fango de una verdadera anguila. El
tabernero murmuraba entre gruñidos al oír la conversación. ¡Sangonera! ¡Valiente
sinvergüenza! ¡Mil veces le había prohibido la entrada en su casa...! Y la gente reía
recordando los extraños adornos del vagabundo, su manía de cubrirse de flores y
ceñirse coronas como un salvaje apenas comenzaba en su hambriento estómago la
fermentación del vino.
La barca penetraba en el lago. Por entre dos masas de carrizales, semejantes a
las escolleras de un puerto, se veía una gran extensión de agua tersa, reluciente, de un
azul blanquecino. Era el lluent, la verdadera Albufera, el lago libre, con sus
bosquecillos de cañas esparcidos a grandes distancias, donde se refugiaban las aves del
lago, tan perseguidas por los cazadores de la ciudad. La barca costeaba el lado de la
Dehesa, donde ciertos barrizales cubiertos de agua se iban convirtiendo lentamente en
campos de arroz.
En una pequeña laguna cerrada por ribazos de fango, un hombre de
musculatura recia arrojaba capazos de tierra desde su barca. Los pasajeros le
admiraban. Era el tío Tono, hijo del tío Paloma, y padre a su vez de Tonet el Cubano. Y
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al nombrar a este último, muchos miraron maliciosamente a Cañamel, que seguía
gruñendo como si no oyese nada. No había en toda la Albufera hombre más trabajador
que el tío Tono. Se había metido entre ceja y ceja ser propietario, tener sus campos de
arroz, no vivir de la pesca como el tío Paloma, que era el barquero más viejo de la
Albufera; y solo pues su familia únicamente le ayudaba a temporadas, cansándose
ante la grandeza del trabajo, iba rellenando de tierra, traída de muy lejos, la charca
profunda cedida por una señora rica que no sabía qué hacer de ella.
Era empresa de años, tal vez de toda la vida, para un hombre solo. El tío Paloma
se burlaba de él; su hijo le ayudaba de vez en cuando, para declararse cansado a los
pocos días; y el tío Tono, con una fe inquebrantable, seguía adelante, auxiliado
únicamente por la Borda, una pobrecilla que su difunta mujer sacó de los expósitos,
tímida con todos y tenaz para el trabajo lo mismo que él.
¡Salud, tío Tono, y no cansarse! ¡Que cogiera pronto arroz de su campo!
Y la barca se alejó, sin que el testarudo trabajador levantase la cabeza más que
un momento para contestar a los irónicos saludos. Un poco más allá, en una
barquichuela pequeña como un ataúd, vieron al tío Paloma junto a una fila de estacas,
calando sus redes para recogerlas al día siguiente.
En la barca discutían si el viejo tenía noventa años o estaba próximo a los cien.
¡Lo que aquel hombre había visto sin salir de la Albufera! ¡Los personajes que tenía
tratados...! Y agrandadas por la credulidad popular, repetían sus insolencias
familiares con el general Prim, al que servía de barquero en sus cacerías por el lago; su
rudeza con grandes señoras y hasta con reinas. El viejo, como si adivinase estos
comentarios y se sintiera ahíto de gloria, permanecía encorvado, examinando las
redes, mostrando su espalda cubierta por una blusa de anchos cuadros y el gorro negro
calado hasta las acartonadas orejas, que parecían despegársele del cráneo. Cuando el
correo pasó junto a él, levantó la cabeza, mostrando el abismo negro de su boca
desdentada y los círculos de arrugas rojizas que convergían en torno de los ojos
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profundos, animados por una punta de irónico resplandor. El viento comenzaba a
refrescar. La vela se hinchó con nuevas sacudidas y la cargada barca inclinóse hasta
mojar las espaldas de los que se sentaban en la borda. En torno de la proa, las aguas,
partidas con violencia, cantaban un gluglú cada vez más fuerte. Ya estaban en la
verdadera Albufera, en el inmenso lluent, azul y terso como un espejo veneciano, que
retrataba invertidos los barcos y las lejanas orillas con el contorno ligeramente
serpenteado. Las nubes parecían rodar por el fondo del lago como vedijas de blanca
lana: en la playa de la Dehesa, unos cazadores seguidos de perros duplicaban su
imagen en el agua, andando cabeza abajo. En la parte de tierra firme, los grandes
pueblos de la Ribera, con sus tierras ocultas por la distancia, parecían flotar sobre el
lago.
El viento, cada vez más fuerte, cambió la superficie de la Albufera. Las
ondulaciones se hicieron más sensibles, las aguas tomaron un tinte verdoso semejante
al del mar, se ocultó el suelo del lago, y en las orillas de gruesa arena formada de
conchas comenzó a depositar el oleaje amarillentas vedijas de espuma, pompas
jabonosas que brillaban irisadas a la luz del sol.
La barca deslizábase a lo largo de la Dehesa y pasaban rápidamente ante ella
las colinas areniscas, con las chozas de los guardas en su cumbre; las espesas cortinas
de matorrales; los grupos de pinos retorcidos, de formas terroríficas, como manojos de
miembros torturados. Los viajeros, enardecidos por la velocidad, excitados por el
peligro que ofrecía la embarcación arrastrando una de sus bordas a ras del lago,
saludaban a gritos a las otras barcas que pasaban a lo lejos y extendían su mano para
recibir el choque de las ondas conmovidas por la rápida marcha. En torno del timón
arremolinábase el agua. A corta distancia flotaban dos capuzones, pájaros oscuros que
se sumergían y volvían a sacar la cabeza tras larga inmersión, distrayendo a los
pasajeros con estas evoluciones de su pesca. Más allá, en las «matas», en las grandes
islas de cañares acuáticos, las fúlicas y los collverts levantaban el vuelo al aproximarse
la barca, lentamente, como si adivinasen que aquella gente era de paz. Algunos se
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coloreaban de emoción viéndolos... ¡Qué magnífico escopetazo! ¿Por qué habían de
prohibir los hombres que cada cual cazase sin permiso, como mejor le pareciera? Y
mientras se indignaban los belicosos, sonaba en el fondo de la barca el quejido del
enfermo y Cañamel suspiraba como un niño, herido por los rayos del sol poniente que
se deslizaban bajo su sombrilla.
El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una
extensa llanura baja cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa
lámina de pequeñas lagunas. Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado
por un muchacho pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria de los
hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano. Los de tierra adentro que
volvían a sus casas después de ganar los grandes jornales de la siega preguntaban
quién era la tal Sancha que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago
contaban al forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían desde
pequeños. Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en otros
tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, ¡muchos...!,
tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor: ni el
mismo tío Paloma. El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros
que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos, en las mañanas de calma:
¡Sancha! ¡Sancha...!
Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal
bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un
cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo
cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil,
que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de
los suaves silbidos. Otras veces, el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de
Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué
nervioso impulso volvía a enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su
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rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo, o
enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída y como
muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara
con el silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que
robaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de
la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía
dormir en la selva sin miedo á los grandes reptiles que pululaban en la maleza.
Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la
Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras
de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al
bajar a tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales que cubrían las
pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía
perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.
Transcurrieron ocho o diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar
por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, un
soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de las
rodillas, casaca blanca con bombas de paño rojo y una gorra en forma de mitra sobre el
peinado en trenza. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor,
que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendió el camino de la selva
costeando el lago, y llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus
reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y
en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la
proximidad del granadero.
¡Sancha! ¡Sancha! llamó suavemente el antiguo pastor.
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Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible
que pescaba en el centro del lago.
¡Sancha! ¡Sancha! Volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas
se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo
pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza
achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle la
sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura
de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel
multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.
¡Sancha! gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo. ¡Cómo has
crecido...! ¡Qué grande eres!
E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció
reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su
piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.
¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos
juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba
como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote, causándole un escalofrío
angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban, hasta que el
soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados
anillos. A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver: una masa informe,
con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de
Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.
En la barcacorreo reían los forasteros oyendo el cuento, mientras las mujeres
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agitaban sus pies con cierta inquietud, creyendo que lo que rebullía cerca de sus faldas
con sordos gemidos era la Sancha, refugiada en el fondo de la embarcación.
Terminaba el lago. Otra vez la barca penetraba en una red de canales, y lejos,
muy lejos, sobre el inmenso arrozal, se destacaban las casas del Saler, el pueblecito de
la Albufera más cercano a Valencia, con el puerto ocupado por innumerables
barquichuelos y grandes barcas que cortaban el horizonte con sus mástiles sin labrar,
semejantes a pinos mondados. Caía la tarde. La barca deslizábase con menos velocidad
por las aguas muertas del canal. La sombra de la vela pasaba como una nube sobre los
arrozales enrojecidos por la puesta del sol, y en el ribazo marcábanse sobre un fondo
anaranjado las siluetas de los pasajeros. Continuamente pasaban moviendo la percha
gentes que volvían de sus campos, de pie en los barquichuelos negros, pequeñísimos,
con la borda casi a ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de la Albufera. Desde
la niñez, todos los nacidos en aquella tribu lacustre aprendían a manejarlos. Eran
indispensables para trabajar en el campo, para ir a la casa del vecino, para ganarse la
vida. Tan pronto pasaba por el canal un niño, como una mujer, o un viejo, todos
moviendo la percha con ligereza, apoyándola en el fondo fangoso para hacer resbalar
sobre las aguas muertas el zapato que les servía de embarcación. En las acequias
inmediatas se deslizaban otros barquitos, invisibles tras los ribazos, y por encima de
las malezas avanzaban los bateleros con el tronco inmóvil, corriendo a impulsos de sus
puños. De vez en cuando los del correo veían abrirse en los ribazos anchas brechas, por
las que se esparcían sin ruido ni movimiento las aguas del canal, durmiendo bajo una
capa de verdura viscosa y flotante. Suspendidas de estacas cerraban estas entradas las
redes para las anguilas. Al aproximarse la barca, saltaban de las tierras de arroz ratas
enormes, desapareciendo en el barro de las acequias. Los que antes se habían
enardecido con venatorio entusiasmo ante, los pájaros del lago, sentían renacer su
furia viendo las ratas de los canales. ¡Qué buen escopetazo! ¡Magnífica cena para la
noche...! La gente de tierra adentro escupía con expresión de asco, entre las risas y
protestas de los de la Albufera. ¡Un bocado delicioso! ¿Cómo podían hablar si nunca lo
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habían probado? Las ratas de la marjal sólo comían arroz; eran plato de príncipe. No
había más que verlas en el mercado de Sueca, desolladas, pendientes a docenas de sus
largos rabos en las mesas de los carniceros. Las compraban los ricos; la aristocracia de
las poblaciones de la Ribera no comía otra cosa. Y Cañamel, como si por su calidad de
rico creyese indispensable decir algo, cesaba de gemir para asegurar gravemente que
sólo conocía en el mundo dos animales sin hiel: la paloma y la rata; con esto quedaba
dicho todo. La conversación se animó. Las demostraciones de repugnancia de los
forasteros servían para enardecer a los de la Albufera. El envilecimiento físico de la
gente lacustre, la miseria de un pueblo privado de carne, que no conoce más reses que
las que ve correr de lejos en la Dehesa y vive condenado toda su vida a nutrirse con
anguilas y peces de barro, se revelaba en forma bravucona, con el visible deseo de
asombrar a los forasteros ensalzando la valentía de sus estómagos. Las mujeres
enumeraban las excelencias de la rata en el arroz de la paella; muchos la habían
comido sin saberlo, asombrándose con el sabor de una carne desconocida. Otros
recordaban los guisados de serpiente, ensalzando sus rodajas blancas y dulces,
superiores a las de la anguila, y el barquero desorejado rompió el mutismo de todo el
viaje para recordar cierta gata recién parida que había cenado él con otros amigos en
la taberna de Cañamel arreglada por un marinero que después de correr mucho
mundo tenía manos de oro para estos guisos.
Comenzaba a anochecer. Los campos se ennegrecían. El canal tomaba una
blancura de estaño a la tenue luz del crepúsculo. En el fondo del agua brillaban las
primeras estrellas, temblando con el paso de la barca. Estaban próximos al Saler.
Sobre los tejados de las barracas erguíase entre dos pilastras el esquilón de la casa de
la Demanà, donde se reunían cazadores y barqueros la víspera de las tiradas para
escoger los puestos. Junto a la casa se veía una enorme diligencia, que había de
conducir a la ciudad a los pasajeros del correo.
Cesaba la brisa; la vela caía desmayada a lo largo del mástil, y el desorejado
empuñaba la percha, apoyándose en los ribazos para empujar la embarcación.
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Pasó con dirección al lago una barca pequeña cargada de tierra. Una muchacha
perchaba briosamente en la proa, y en el otro extremo la ayudaba un joven con un gran
sombrero de jipijapa. Todos los conocieron. Eran los hijos del tío Toni, que llevaban
tierra a su campo: la Borda, aquella expósita infatigable, que valía más que un
hombre, y Tonet el Cubano, el nieto del tío Paloma, el mozo más guapo de toda la
Albufera, un hombre que había visto mundo y tenía algo que contar.
¡Adiós Bigot! le gritaron familiarmente.
Le daban tal apodo a causa del bigote que sombreaba su rostro moreno, adorno
desusado en la Albufera, donde todos llevan rasurado el rostro. Otros le preguntaban
con irónico asombro desde cuándo trabajaba.
Se alejó el barquito, sin que Tonet, que había lanzado una rápida ojeada a los
pasajeros, pareciese oír las bromas. Muchos miraron con cierta insolencia a Cañamel
permitiéndose las mismas bromas brutales que se usaban en su taberna... ¡Ojo, tío
Paco! ¡Él iba a Valencia, mientras Tonet pasaría la noche en el Palmar...! El tabernero
fingió al principio no oírles, hasta que, cansado de sufrir, se enderezó con nervioso
impulso, pasando por sus ojos una chispa de ira. Pero la masa grasienta del cuerpo
pareció gravitar sobre su voluntad, y se encogió en el banco, como aplastado por el
esfuerzo, gimiendo otra vez dolorosamente y murmurando entre quejidos:
Indecents...! Indecents...!
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II
La barraca del tío Paloma se alzaba a un extremo del Palmar. Un gran incendio
había dividido la población, cambiando su aspecto. Medio Palmar fue devorado por las
llamas. Las barracas de paja se convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños,
queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los
solares calcinados, empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los
materiales, que resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo
que sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde o
azul. La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las techumbres de
sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos a la inversa sobre las
paredes de barro.
Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por la parte de la
Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de otras por miedo al incendio,
como sembradas al azar. La del tío Paloma era la más antigua. La había construido su
padre en los tiempos en que no se encontraba en la Albufera un ser humano que no
temblase de fiebre.
Los matorrales llegaban entonces hasta las paredes de las barracas.
Desaparecían las gallinas en la misma puerta de la casa, según contaba el tío Paloma,
y cuando volvían a presentarse, semanas después, llevaban tras ellas un cortejo de
polluelos recién nacidos. Aún se cazaban nutrias en los canales, y la población del lago
era tan escasa, que los barqueros no sabían qué hacer de la pesca que llenaba sus
redes. Valencia estaba para ellos al otro extremo del mundo, y sólo venía de allá el
mariscal Suchet, nombrado por el rey José duque de la Albufera y señor del lago y de
la selva, con todas sus riquezas. Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío
Paloma. El viejo aún creía verle con el cabello alborotado y las anchas patillas, vestido
con redingote gris y sombrero redondo, rodeado de hombres de uniformes vistosos que
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le cargaban las escopetas. El mariscal cazaba en la barca del padre del tío Paloma, y el
chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración. Muchas veces reía del
chapurrado lenguaje con que se expresaba el caudillo lamentando el atraso del país o
comentaba los sucesos de una guerra entre españoles e ingleses, de la que en el lago
sólo se tenían vagas noticias.
Una vez fue con su padrea Valencia para regalar al duque de la Albufera una
anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los recibió riendo, puesto de gran
uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de oficiales que parecían
satélites de su esplendor. Cuando el tío Paloma fue hombre, y muerto su padre se vio
dueño de la barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera, sino bailíos,
que la gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes señores de la ciudad que
nunca venían al lago, dejando a los pescadores merodear en la Dehesa y cazar con
entera libertad los pájaros que se criaban en los carrizales.
Aquéllas fueron las épocas buenas; y cuando el tío Paloma las recordaba con su
voz cascada de anciano en las tertulias de la taberna de Cañamel, la gente joven se
estremecía de entusiasmo. Se pescaba y cazaba al mismo tiempo, sin miedo a guardas
ni multas. Al llegar la noche volvía la gente a casa con docenas de conejos cogidos con
hurón en la Dehesa, y a más de esto, cestas de pescado y ristras de aves cazadas en los
cañares. Todo era del rey, y el rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera
pertenecía al Estado (¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y
arrendatarios de la Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro ni recoger un haz
de leña sin que al momento surgiese el guarda con la bandera sobre el pecho y la
carabina apuntada.
El tío Paloma había conservado las preeminencias de su padre. Era el primer
barquero del lago, y no llegaba a la Albufera un personaje que no lo llevase él a través
de las isletas de cañas mostrándole las curiosidades del agua y la tierra. Recordaba a
Isabel II joven, llenando con sus anchas faldas toda la popa del engalanado barquito y
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moviendo su busto de buena moza a cada impulso de la percha del barquero. Reía la
gente recordando su viaje por el lago con la emperatriz Eugenia. Ella en la proa,
esbelta, vestida de amazona, con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros
que hábiles ojeadores hacían surgir a bandadas de los cañares con palos y gritos; y en
el extremo opuesto, el tío Paloma, socarrón, malicioso, con la vieja escopeta entre las
piernas, matando las aves que escapaban a la gran dama y avisándola en un
castellano fantástico la presencia de los collverts. «Su Majestad..., ¡ojo! Por detrás le
entra un collovierde».
Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era insolente, con
la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación que faltaba a su lengua la
encontraba en su escopeta, arma venerable, llena de composturas, hasta el punto de no
saberse qué quedaba en ella de la primitiva fabricación. El tío Paloma era un tirador
prodigioso. Los embusteros del lago mentían a sus expensas, llegando a afirmar que
una vez había muerto cuatro fálicas de un tiro. Cuando quería halagar a un personaje
mediano tirador, se colocaba tras él en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal
precisión, que las dos detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas,
se asombraba de su habilidad, mientras el barquero, a sus espaldas, movía el hocico
maliciosamente. Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo había conocido en una
noche tempestuosa llevándolo en su barca a través del lago. Eran los tiempos de
desgracia. Los miñones andaban cerca; el general iba disfrazado de obrero y huía de
Valencia después de haber intentado sin éxito sublevar la guarnición. El tío Paloma lo
condujo hasta el mar; y cuando volvió a verle, años después, era jefe del gobierno y el
ídolo de la nación. Abandonando la vida política, escapaba de Madrid alguna vez para
cazar en el lago, y el tío Paloma, audaz y familiarote después de la pasada aventura, le
reñía como a un muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas:
los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin
hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de... mentiras. ¿Y él era
el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos...? Mira, mira y aprende.»
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Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin
apuntar y una fálica caía en el agua hecha una pelota. Todas estas anécdotas daban al
tío Paloma un prestigio inmenso entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese
sido de querer abrir la boca pidiendo algo a sus parroquianos...! Pero él siempre
cazurro y malhablado, tratando a los personajes como camaradas de taberna,
haciéndolos reír con sus insolencias en los momentos de mal humor o con frases
bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse amable. Estaba contento de su
existencia, y eso que cada vez era más dura y difícil, conforme entraba en años.
¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba a las gentes que cultivaban las tierras de
arroz. Eran «labradores», y para él esta palabra significaba el mayor insulto.
Enorgullecíase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las revueltas de
los canales antes que acortar distancias marchando por los ribazos. No pisaba
voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para disparar unos cuantos
escopetazos a los conejos, huyendo a la aproximación de los guardas, y por su gusto
hubiese comido y dormido dentro de la barca, que era para él lo que el caparazón de un
animal acuático. Los instintos de las primitivas razas lacustres revivían en el viejo.
Para ser feliz sólo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago o un
pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en un cañar.
Pero su padre se había empeñado en casarlo. No quería ver abandonada aquella
barraca que era obra suya, y el bohemio de las aguas se vio forzado a vivir en sociedad
con sus semejantes, a dormir bajo una techumbre de paja, a pagar su parte para el
mantenimiento del cura y a obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún
sinvergüenza según decía él, que para no trabajar buscaba la protección de los
señorones de la ciudad.
De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado
junto a él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad
para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana, todos los
viernes, llevándolo a un horno de cúpula redonda y blanca, semejante a un hormiguero
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africano, que se alzaba en un extremo de la isla.
Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero, menos uno, todos habían muerto
«oportunamente». Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el
pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que
transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían
nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las terciaras. Unos
habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua
dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos a la casa, y si sobrevivió uno,
el menor, fue por agarrarse tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir,
afrontando las fiebres y chupando en los pechos fláccidos de su madre la escasa
substancia de un cuerpo eternamente enfermo.
El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables. Había que
alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se
aumentaban las familias en la miseria; y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando
aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían
que devorarse unos a otros. Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se
veía padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Tono quedaron solos en
la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la comida,
reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su
padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacia con gravedad,
como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro
inextinguible de tristeza.
El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el
muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran
cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los
mornells del agua o hacía deslizarse la barca sobre el lago.
Es el hombre más hombre de toda la Albufera decía. A sus amigos.
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Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño. Las
mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni locuras con los
jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos perdidos que, una vez
terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los juncos, a espaldas de cualquier
barraca, y pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.
Siempre serio y pronto para el trabajo, Tono no daba a su padre el más leve
disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor descuido se
enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía a su hijo, y cuando, entre
bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, habla
puesto manos a la obra. Cuando Tono fue un hombre, su padre, aficionado a la vida
errante y rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el
primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la vieja
barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y forzudo, inclinarse ante el
hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas
veces sentía remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de
hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de
reflejos metálicos, de los peces del lago.
En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni
una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca
tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón a nivel del suelo: un pequeño
espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre
fila de cacharros y antiguos azulejos. A ambos lados los tabiques de dos cuartos,
construidos con cañas y barro, como toda la barraca, y por encima de estos tabiques,
que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro con
capas de hollín, ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un
orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno.
Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas
nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las
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mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al
penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños monigotes,
que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar. Parecía que los dos
habitantes de la barraca se hablan ahorcado de la techumbre.
El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su gusto,
maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes
personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no
merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un
silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba a gritos en la taberna con
su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre
silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa. Un día abordó a
Tono con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera a los hijos faltos
de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida. Debía casarse; así no
estaban bien: en la casa faltaba una mujer. Y Tono acogió esta orden como si le
hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en
el Saler a un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la
orden de su padre.
Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero
comunicaba sus propósitos a todas las comadres del Palmar. Su Tono quería casarse.
Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra
vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto,
las condiciones del chico: trabajador serio, sin vicios y libre del servicio militar por un
buen número en el sorteo. En fin, no era un gran partido, pero desnudo como un sapo
de las acequias no estaba su Tono; ¡y para las muchachas que habla en el Palmar...!
El viejo, con su desprecio a la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales
se ocultaba su futura nuera. No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus
ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo a barro y las manos
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impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo,
descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y
rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al
beber las aguas del lago. Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el
hedor de los zagalejos las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una
nutrición monótona e igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en
aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.
Tono escogió una: cualquiera, la que menos obstáculos opuso a su timidez. Se
verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y á quien
reñir. Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban en el vacío y
que la nuera oponía protestas a sus exigencias de malhumorado.
Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las
tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los campos, y en
septiembre, cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban caros, abandonaba la
barca, haciéndose segador, como muchos otros que excitaban la indignación del tío
Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía a
los forasteros, a los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de
tal esclavitud. Por algo les había puesto Dios junto a aquella agua que era una
bendición. En su fondo estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar
todo el día con barro a la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda
tostada por el sol, para coger unas espigas que, finalmente, no eran para ellos. ¿Iba su
hijo a hacerse «labrador»...? Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus palabras
todo el asombro, la inmensa extrañeza de un hecho inaudito, como si hablase de que
algún día la Albufera podía quedarse en seco. Tono, por primera vez en la vida, osaba
oponerse a las palabras de su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero
ahora era casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una
imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. A él le pagaban mejor que
a los otros, por su fuerza y su asiduidad en el trabajo. Los tiempos habla que tomarlos
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como venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas
charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto que
perdiese su parte en la nueva vida. El barquero aceptaba refunfuñando esta
transformación en las costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le
imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha, a orillas del canal,
conversando con otros barqueros de su buena época. ¡Iban a transformar la Albufera!
Dentro de pocos años nadie la conocerla. Por la parte de Sueca colocaban ciertos
armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas, y... ¡eche usted
humo! Las antiguas norias, tranquilas y simpáticas, con su rueda de madera
carcomida y sus arcaduces negros, iban a ser sustituidas por maquinarias infernales
que moverían las aguas con un estrépito de mil demonios. ¡Milagro sería que toda la
pesca no tomase el camino del mar, fastidiada por tales innovaciones! Iban a cultivarlo
todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago. Por poco que él viviese, aún había de
ver cómo la última anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca
del Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Tono metido en esta obra de piratas! ¡ Habría
que ver a un hijo suyo, a un Paloma, convertido en «labrador»...! Y el viejo reía, como si
imaginase un suceso irrealizable.
Pasó el tiempo, y su nuera le dio un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba
muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando la pipa en su boca
desdentada para que el humo no molestase al pequeño. ¡Demonio de muchacho, y qué
guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas las hembras de la familia;
lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían a sus progenitores. El
abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba a los camaradas
de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el porvenir. «Éste será de los
nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le salgan todos los dientes ya
sabrá mover la percha...» Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para
el tío Paloma fue el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que
Tono había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz propiedad de
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una señora de Valencia; y cuando por la noche abordó a su hijo, quedó estupefacto
viendo que no negaba el crimen. ¿Cuándo se habla visto un Paloma con amo? La
familia había vivido siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se
estiman, buscándose el sustento en el aire o en el agua, cazando y pescando. Sus
señores habían sido el rey o aquel guerrero franchute que era capitán general en
Valencia, amos que vivían muy lejos, que no pesaban y podían tolerarse por su
grandeza. Pero ¿un hijo suyo arrendatario de una lechuguina de la ciudad y llevándola
todos los años en metal sonante una parte de su trabajo...? ¡Vamos, hombre! ¡Ya estaba
tomando el camino para hablar con aquella señora y deshacer el compromiso! Los
Palomas no servían a nadie mientras en el lago quedara algo que llevarse a la boca:
aunque fuesen ranas.
Pero la sorpresa del viejo fue en aumento ante la inesperada resistencia de Tono.
Había reflexionado bien sobre el asunto y estaba dispuesto a no arrepentirse. Pensaba
en su mujer, en aquel chiquitín que llevaba en brazos, y se sentía ambicioso. ¿Qué eran
ellos? Unos mendigos del lago, viviendo como salvajes en la barraca, sin más alimento
que los animales de las acequias y teniendo que huir como criminales ante los guardas
cuando mataban algún pájaro para dar mayor sustancia al caldero. Unos parásitos de
los cazadores, que sólo comían carne cuando los forasteros les permitían meter mano
en sus provisiones. ¡Y esta miseria prolongándose de padres a hijos, como si viviesen
amarrados para siempre al barro de la Albufera, sin más vida ni aspiraciones que las
del sapo, que se cree feliz en el cañar porque encuentra insectos a flor de agua!
No; él se rebelaba; quería sacar a la familia de su miserable postración; trabajar,
no sólo para comer, sino para el ahorro. Había que fijarse en las ventajas del cultivo
del arroz: poco trabajo y gran provecho. Era una verdadera bendición del cielo; nada en
el mundo daba más. Se planta en junio y se recolecta en septiembre; un poco de abono
y otro poco de trabajo; total, tres meses; se coge la cosecha, las aguas del lago,
hinchadas por las lluvias del invierno, cubren los campos, y ¡hasta el año siguiente! La
ganancia se guarda, y en los meses restantes se pesca a la luz del sol y se caza
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ocultamente para mantener la familia. ¿Qué más podía desear...? El abuelo había sido
un pobre, y después de una vida de perro sólo logró construir aquella barraca, donde
vivían eternamente ahumados. Su padre, a quien tanto respetaba, no había
conseguido guardar un mendrugo para la vejez. Que le dejasen a él trabajar a gusto, y
su hijo, el pequeño Tonet, seria rico, cultivaría campos cuyos límites se perderían de
vista, y sobre el solar de la barraca tal vez se levantase con el tiempo una casa mejor
que todas las del Palmar. Hacía mal su padre en indignarse porque sus descendientes
cultivaban la tierra. Más valía ser labrador que vivir errante en el lago, pasando
hambre muchas veces y exponiéndose a recibir el balazo de un guarda de la Dehesa. El
tío Paloma, pálido de rabia al oír a su hijo, miraba fijamente una percha caída a lo
largo de la pared, y las manos se le iban a ella para romperle de un golpe la cabeza. Se
la hubiera roto de ocurrir la rebeldía en otros tiempos, pues se consideraba con derecho
después de tal atentado a su autoridad de padre antiguo.
Pero veía a la nuera con el nieto en brazos, y estos dos seres parecían
engrandecer a su hijo, poniéndolo a su nivel. Era un padre, un igual suyo. Por primera
vez se dio cuenta de que Tono ya no era el muchacho que guisaba la cena en otros
tiempos, bajando la cabeza aterrado ante una de sus miradas. Y temblando de rabia al
no poder pegarle como cuando cometía una torpeza en la barca, exhaló su protesta
entre bufidos. Estaba bien; cada cual a lo suyo: el uno al lago y el otro a aplastar
terrones. Vivirían juntos, ya que no había otro remedio. Sus años no le permitían
dormir en medio del lago, pues arrastraba una vejez de reumático; pero, aparte de eso,
como si no se conocieran. ¡Ay, si levantase la cabeza el primitivo Paloma, el barquero
de Suchet, y viese la deshonra de la familia...!
El primer año fue de incesantes tormentos para el viejo. Al entrar por la noche
en la barraca, encontraba instrumentos de labranza al lado de los aparejos de pesca.
Un día tropezó con un arado que Tono había traído de tierra firme para recomponerlo
durante la velada, y le produjo el mismo efecto que un dragón monstruoso tendido en
medio de la barraca. Todas estas láminas de acero le causaban frío y rabia. Le bastaba
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ver una hoz caída a unos cuantos pasos de sus redes, para que al momento creyese que
la corva hoja iba a marchar por sí sola a cortarle los aparejos, y reñía a su nuera por
descuidada, ordenando a gritos que arrojase lejos, muy lejos, aquellas herramientas
de... «labrador». Por todas partes objetos que le recordaban el cultivo de la tierra. ¡Y
esto en la barraca de los Palomas, donde no se había conocido más acero que el, de las
facas para abrir el pescado...! ¡Vamos, que había para reventar de rabia! En la época de
la siembra, cuando las tierras estaban secas y recibían el arado, Tono llegaba
sudoroso, después de arrear durante todo el día las caballerías alquiladas. Su padre
rondaba en torno de él, husmeándolo con maligna fruición, y después corría a la
taberna, donde dormitaban con el vaso en la mano sus camaradas de los buenos
tiempos. ¡Caballeros, la gran noticia...! Su hijo olía a caballo. ¡Ji, ji! ¡Un caballo en la
isla del Palmar! Ya había llegado lo del mundo al revés.
Aparte de estos desahogos, el tío Paloma conservaba una actitud fría y aislada
en medio de la familia del hijo. Entraba por la noche en la barraca con el monot al
brazo, una bolsa de red y aros de madera que contenía algunas anguilas, y empujaba
con el pie a su nuera para que le dejase sitio en el fogón. Él mismo se preparaba la
cena. Unas veces enrollaba las anguilas atravesándolas con una varita y las guisaba al
ast, tostándolas pacientemente por todos los lados sobre las llamas. Otras iba a buscar
en la barca su antiguo caldero lleno de remiendos, y guisaba en suc alguna tenca
enorme o confeccionaba una sebollà, mezclando cebollas con anguilas, como si
preparase la comida de medio pueblo. La voracidad de aquel viejo pequeño y enjuto era
la de todos los antiguos hijos de la Albufera. No comía seriamente más que por la
noche, al volver a la barraca, y sentado en el suelo en un rincón, con el caldero entre
las rodillas, pasaba horas enteras silencioso, moviendo a ambos lados su boca de cabra
vieja, tragando cantidades enormes de alimento, que parecía imposible pudieran
contenerse en un estómago humano. Comía lo suyo, lo que había conquistado durante
el día, y no se cuidaba de lo que cenaban sus hijos ni les ofrecía parte de su caldero.
¡Cada cual que engordase con su trabajo! Sus ojillos brillaban con maligna satisfacción
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cuando veía sobre la mesa de la familia, como único alimento, una cazuela de arroz,
mientras él roía los huesos de algún pájaro cazado en el interior de un carrizal al ver
lejos a los guardias. Tono dejaba hacer su voluntad al padre. No había que pensar en
someter al viejo, y el aislamiento continuaba entre él y la familia. El pequeño Tonet
era el único lazo de unión. Muchas veces el nieto se aproximaba al tío Paloma, como si
le atrajese el buen olor de su caldero.
Tin, pobret, tin! decía el abuelo con cariñosa lástima, como si lo viese en la
mayor miseria.
Y le regalaba un muslo de fálica, grasiento y estoposo, sonriendo al ver cómo lo
devoraba el pequeñuelo.
Cuando arreglaba algún all i pebre con sus viejos amigotes en la taberna, se
llevaba al nieto sin decir palabra a los padres. Otras veces la fiesta era mayor. Por la
mañana, el tío Paloma, sintiendo la comezón de las aventuras, había desembarcado
con algún camarada tan viejo como él en las espesuras de la Dehesa. Larga espera
tendidos sobre el vientre entre los matorrales, espiando a los guardas, ignorantes de
su presencia. Así que asomaban los conejos dando saltos en torno de los tallos de la
maleza, ¡fuego en ellos! Dos al saco y a correr, a ganar la barca, riéndose después,
desde el centro del lago, de las carreras de los guardas por la orilla buscando en vano a
los cazadores furtivos. Estas audacias rejuvenecían al tío Paloma. Había que oírle por
la noche, al guisar la caza en la taberna, entre sus amigotes que pagaban el vino, cómo
se vanagloriaban de su hazaña. ¡Ningún mozo del día era capaz de hacer otro tanto! Y
cuando los prudentes le hablaban de la ley y sus penalidades, el barquero erguía
fieramente su busto encorvado por los años y el manejo de la percha. Los guardas eran
unos vagos, que aceptaban el empleo porque les repugnaba trabajar, y los señores que
arrendaban la caza unos ladrones, que todo lo querían para ellos... La Albufera era de
él y de todos los pescadores. Si hubiesen nacido en un palacio, serían reyes. Cuando
Dios les había hecho nacer allí, por algo sería. Todo lo demás eran mentiras inventadas
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por los hombres. Y después de devorar la cena, cuando apenas quedaba vino en los
porrones, el tío Paloma contemplaba el nieto dormido entre sus rodillas y se lo
mostraba a los amigos. Aquel pequeño sería un verdadero hijo de la Albufera. Su
educación corría a cargo suyo, para que no siguiese los malos caminos del padre.
Manejaría la escopeta con asombrosa habilidad, conocería el fondo del lago como una
anguila, y cuando el abuelo muriese, todos los que vinieran a cazar encontrarían la
barca de otro Paloma, pero remozado, tal como era él cuando la misma reina venía a
sentarse en su barquito riendo sus chuscadas. Aparte de estos enternecimientos, la
animosidad del barquero contra su hijo continuaba latente. No quería ver las
despreciables tierras que cultivaba, pero las tenía fijas en su memoria y reía con
diabólico gozo al saber que los negocios de Tono marchaban mal. El primer año le
entró salitre en los campos cuando estaba granándose el arroz, y casi perdió la
cosecha. El tío Paloma relataba a todos esta desgracia con fruición; pero al notar en su
familia la tristeza y alguna estrechez a causa de los gastos, que habían resultado
improductivos, sintió cierto enternecimiento y hasta rompió el mutismo con su hijo
para aconsejarle. ¿No se había convencido aún de que era hombre de agua y no
labrador? Debía dejar los campos a la gente de tierra adentro, dedicada de antiguo a
destriparlos. Él era hijo de pescador, y a las redes había de volver. Pero Tono contestó
con gruñidos de mal humor, manifestando su propósito de seguir adelante, y el viejo
volvió a sumergirse en su odio silencioso. ¡Ah, el testarudo...! Desde entonces deseó
toda clase de calamidades para las tierras del hijo, como un medio de domar su
orgullosa resistencia. Nada preguntaba en casa, pero al cruzarse su barquichuelo en el
lago con las grandes barcazas que venían de la parte del Saler, se enteraba de la
marcha de la cosecha y sentía cierta satisfacción cuando le anunciaban que el año
sería malo. Su testarudo hijo iba a morir de hambre. Aún tendría que pedirle de
rodillas, para comer, la llave del antiguo vivero con la montera de paja desfondada que
tenía junto al Palmar.
Las tormentas a fines de verano le llenaban de gozo. Deseaba que se abriesen
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las cataratas del cielo; que viniera de orilla a orilla aquel barranco de Torrente que
desaguaba en la Albufera alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos,
como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas a la siega.
Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría a él la pesca en el lago,
y tendría el gusto de ver a su hijo royéndose los codos e implorando su protección.
Por fortuna para Tono, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años
volvían a ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso
trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día
tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año a la
ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.
En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre estaba
triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese mayor,
acompañaría a su padre a los campos; y la pobre mujer pasaba el día sola en la
barraca.
Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si tuviese
otros hijos...! Una hija era lo que con más fervor pedía a Dios. Pero la hija no venía; no
podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba descompuesta; cosas de
mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del Palmar, dejándola de modo
que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado. Por esto parecía siempre enferma,
con un color pálido, de papel mascado, no pudiendo permanecer mucho tiempo de pie
sin quejarse, andando ciertos días como si se arrastrara, con quejidos que se sorbía
entre lágrimas para no molestar a los hombres. Tono ansiaba cumplir los deseos de su
mujer. No le disgustaba una niña en la casa; serviría de ayuda a la enferma. Y los dos
hicieron un viaje a la ciudad, trayendo de allá una niña de seis años, una bestezuela
tímida, arisca y fea, que sacaron de la casa de expósitos. Se llamaba Visanteta, pero
todos, para que no olvidase su origen, con esa crueldad inconsciente de la incultura
popular, la llamaron la Borda. El barquero refunfuñó indignado. ¡Una boca más... ! El
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pequeño Tonet, que tenía diez años, encontró muy de su gusto aquella chiquilla para
hacerla sufrir sus caprichos y exigencias de hijo mimado y único. La Borda no encontró
en la barraca otro cariño que el de aquella mujer enferma, cada vez más débil y
dolorida. La infeliz se forjaba la ilusión de que tenía una hija, y por las tardes,
haciéndola sentar en la puerta de la barraca, cara al sol, peinaba los rabillos rojos de
su cabeza, bien untados de aceite.
Era como un perrillo vivaracho y obediente que alegraba la barraca con sus
trotecitos, resignada a las fatigas, sumisa a todas las maldades de Tonet. Con un
supremo esfuerzo de sus bracitos arrastraba un cántaro tan grande como ella, lleno de
agua de la Dehesa, desde el canal hasta la casa. Corría el pueblo a todas horas
cumpliendo los encargos de su nueva madre, y en la mesa comía con los ojos bajos, no
atreviéndose a meter la cuchara hasta que todos estaban a mitad de la comida. El tío
Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le inspiraba gran miedo. Por la noche,
como los dos cuartos estaban ocupados, uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su
abuelo, dormía junto al fogón, en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba a
través de las lonas que le servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de
aire que entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.
Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el pueblo
y los hombres en la laguna o en los campos, se sentaba ella con su madre a coser velas
o tejer redes a la puerta de la barraca. Las dos hablaban con las vecinas, en el gran
silencio de la calle solitaria e irregular, cubierta de hierba, por entre la cual
correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades extendiendo al sol sus dos mangas de
húmeda blancura.
Tonet ya no iba a la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el
Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo, pasaban el
día gangueando las tablas del abecedario o entonando oraciones.
Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para
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apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. A su edad, el tío Paloma podía
comer de lo que pescaba y había disparado sobre todas las clases de pájaros que
existen en la Albufera. El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por
tierra y agua. Aprendió a manejar la percha, pasaba como una exhalación por los
canales sobre uno de los barquitos pequeños del tío Paloma, y cuando llegaban
cazadores de Valencia se agazapaba en la proa de la barca o ayudaba a su abuelo a
manejar la vela, saltando al ribazo en los pasos difíciles para agarrar la cuerda,
remolcando la embarcación. Después vino el amaestrarse en la caza. La escopeta del
abuelo, un verdadero arcabuz, que por su estampido se distinguía de todas las armas
de la Albufera, llegó a manejarla él con relativa facilidad. El tío Ploma cargaba fuerte,
y los primeros tiros hicieron tambalearse al muchacho, faltando poco para que cayese
de espaldas en el fondo de la barca. Poco a poco fue dominando a la vieja bestia y
lograba abatir las fálicas, con gran contento del abuelo.
Así se debía educar a los muchachos. Por su gusto, Tonet no comerla otra cosa
que lo que matase con la escopeta o pescase con sus manos. Pero al año de esta ruda
educación, el tío Paloma notó una gran flojedad en su discípulo. Le gustaba disparar
tiros y sentía placer por la pesca. Lo que no parecía complacerle tanto era levantarse
antes del amanecer, pasar todo el día con los brazos estirados moviendo la percha y
tirar de la cuerda del remolque como un caballo. El barquero vio claro: lo que su nieto
odiaba, con una repulsión instintiva que ponla de pie su voluntad, era el trabajo. En
vano el tío Paloma le hablaba de la gran pesca que harían al día siguiente en el Recatí,
el Rincón de la olla o cualquier otro punto de la Albufera. Apenas el barquero se
descuidaba, su nieto había desaparecido. Prefería corretear por la Dehesa con los
chicuelos de la vecindad tenderse al pie de un pino y pasar las horas oyendo el canto de
los gorriones en las redondas copas, o contemplando el aleteo de las mariposas blancas
y los abejorros bronceados sobre las flores silvestres.
El abuelo le amenazaba sin resultado. Intentó pegarle y Tonet, como una
bestiecilla feroz, se puso en salvo, buscando piedras en el suelo para defenderse. El
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viejo se resignó a seguir en el lago solo como antes. Había pasado su vida trabajando;
su hijo Tono, aunque descarriado por las aficiones agrícolas, era más fuerte que él
para la faena. ¿A quién se parecía, pues, aquel arrapiezo? ¡Señor! ¿De dónde había
salido, con su resistencia invencible a toda fatiga, con su deseo de permanecer inmóvil,
descansando horas enteras al sol como un sapo al borde de la acequia...?
Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había salido el viejo. La Albufera
la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las familias, como si
las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos de los barqueros se hacían
siervos de la tierra; los nietos levantaban el brazo armado de piedras contra sus
abuelos; en el lago se veían barcazas cargadas de carbón; los campos de arroz se
extendían por todas partes, avanzaban en el lago, tragándose el agua, y roían la selva,
trazando grandes claros en ella. ¡Ay, Señor! ¡Para ver todo aquello, para presenciar la
destrucción de un mundo que él consideraba eterno, más valía morirse!
Aislado de los suyos, sin otro afecto que el amor profundo que sentía por su
madre la Albufera, la inspeccionaba, la pasaba revista diariamente, como si en sus ojos
vivos y astutos de viejo fuerte guardase toda el agua del lago y los innumerables
árboles de la Dehesa. No derribaban un pino en la selva sin que inmediatamente lo
notase a gran distancia, desde el centro de la laguna. ¡Uno más...! El claro que dejaba
el caído entre la frondosidad de los árboles inmediatos le causaba un efecto doloroso,
como si contemplase el vacío de una tumba. Maldecía a los arrendatarios de la
Albufera, ladrones insaciables. La gente del Palmar robaba leña en la selva; no ardían
en sus hogares otras ramas que las de la Dehesa, pero se contentaba con los
matorrales, con los troncos caídos y secos; y aquellos señores invisibles, que sólo se
mostraban por medio de la carabina del guarda y los trampantojos de la ley, abatían
con la mayor tranquilidad los abuelos del bosque, unos gigantes que le habían visto a
él cuando gateaba de pequeño en las barcas y eran ya enormes cuando su padre, el
primer Paloma, vivía en una Albufera salvaje, matando a cañazos las serpientes que
pululaban en la ribera, bichos más simpáticos que los hombres del presente. En su
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tristeza ante el derrumbamiento de lo antiguo, buscaba los rincones más incultos del
lago, aquellos adonde no llegaba aún el afán de explotación.
La vista de una noria vieja causábale estremecimientos, y contemplaba con
emoción la rueda negra y carcomida, los arcaduces desportillados, secos, llenos de
paja, de donde salían las ratas en tropel al notar su proximidad. Eran las ruinas de la
muerta Albufera; recuerdos, como él, de un tiempo mejor.
Cuando deseaba descansar, abordaba el llano de Sancha, con sus lagunas de
gelatinosa superficie y sus altos juncales, y contemplando el paisaje verde y sombrío,
en el que parecían crujir los anillos del monstruo de la leyenda, se regocijaba al pensar
que algo existía aún libre de la voracidad de los hombres modernos, entre los cuales
¡ay! Figuraba su hijo.
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III
Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, éste respiró.
Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler, y pensaba con
inquietud en su porvenir viendo al tío Toni metido en el barro de los arrozales, entre
sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el sol.
Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su padre;
no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la costa, o
guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el correaje amarillo y la
blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que cultivar el arroz sudando dentro
del agua, con las piernas hinchadas de picaduras.
En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había
encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin dirección
fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera para conversar
con los pescadores. Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus
silbidos a los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cog¡endo las moras de los
zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el fondo.
El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha o un collvert dormidos a flor de
agua y los hacía suyos con certero escopetazo. Además le gustaba estar en la barca
horas enteras con la panza en alto, oyendo al abuelo las cosas del pasado. El tío
Paloma recordaba los hechos más notables de su vida: su trato con los personajes;
ciertas entradas de contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y
remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma, repitiendo lo
que él a su vez le había relatado. Aquel barquero de otros tiempos también había visto
cosas grandes sin salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV
y su esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido. Esto no le impedía describir
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a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre los pinos de la
Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros, los lacayos de
empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey, vestido de cazador, se
rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera, casi desnudos y con viejos arcabuces,
admirando sus proezas, mientras María Luisa paseaba por las frondosidades de la
selva del brazo de don Manuel Godoy.
Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que le
había enseñado su padre:
Debajo de un pino
verde le dijo la reina al rey:
«Mucho te quiero, Carlitos,
pero más quiero a Manuel».
Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba con
guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera había
inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto parecía insultar la
resignada miseria de los pescadores.
Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo comenzó a
mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de la barca, ya no le
dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana llevándolo a la pesca. Tenía
que recoger los mornells de la noche anterior, grandes bolsas de red en cuyo fondo se
enroscaban las anguilas, y calarlos de nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le
obligaban a estar de pie en el borde de la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego
del sol.
Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al volver al
pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose conducir por el
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nieto que respiraba jadeante manejando la percha.
Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma
asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él
descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando». El
abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del mismo modo
le enseñó a él su padre!». Después venían las pescas a la encesa: el paseo por el lago
desde que se ocultaba el sol hasta que salta, siempre en la oscuridad de las noches
invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como una
antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El abuelo iba
en la popa empuñando la fitora: una horquilla de hierro con las puntas dentadas, arma
terrible, que, una vez clavada, sólo podía sacarse con grandes esfuerzos y horribles
destrozos. La luz bajaba hasta el fondo del lago. Vetase el lecho de conchas, las plantas
acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua era tan clara,
que la barca parecía flotar en el aire, falta de apoyo. Los animales del lago, engañados
por la luz, acudían ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! No daba golpe con la
fitora que no sacase del fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo
tridente. Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue
convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando con
nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban sobre las oscuras líneas de
los carrizales.
Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación que la de
asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar guapo por
todas las vecinas, que felicitaban a su madre. Allí era dueño de su vida. La madre,
enferma, le hablaba con pálida sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le
soportaba con la mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería
que pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo largo
del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre las protestas de las
mujeres.
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El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no saldría
del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche. Todo el día era
suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más hombres que el cura en el presbiterio, el
maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de mar paseando sus fieros bigotes y
su nariz roja de alcohólico por la orilla del canal, mientras las mujeres hacían red a la
puerta de las barracas, quedando la calle a merced de la gente menuda. Tonet,
emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos compañeros nacidos en las
barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.
La muchacha no tenia padre, y su madre era una vieja anguilera del Mercado de
la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la barcaza del ordinario, llamada
el «carro de las anguilas». Por la tarde regresaba al Palmar, con su blanducha y
desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas y regateos de la
Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer, para levantarse con estrellas y
seguir esta vida anormal, que no la permitía atender a su hija. Ésta crecía sin más
amparo que el de las vecinas, y especialmente el de la madre de Tonet, que la daba de
comer muchas veces, tratándola como una nueva hija. Pero la muchacha era menos
dócil que la Borda y prefería seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer
horas enteras aprendiendo los d¡versos puntos de las redes.
Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de toda
la Albufera, un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol desde muchos
años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño Sangonereta, se entregó a la
embriaguez, y la gente, viéndole chupar los líquidos con tanta ansia, lo comparó a una
sanguijuela, creándole así su apodo.
Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que andaba
por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos de Catarroja y
Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando permanecía mucho
tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los
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canales; los mornells se vaciaban de anguilas antes que llegasen los amos, y más de
una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito en el cielo notando la falta de alguno.
El carabinero de mar tosía fuerte y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si
pretendiese meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba,
poniendo por testigos a los santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su
inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera
bastante con su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para
apaciguar al fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado,
pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes por
la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.
Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de
perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño para
conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de él, para no
compartir el producto de sus mañas.
Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, vetan pasar y repasar por la
puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un lado del
quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo próximo a
embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de
encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de
apoderarse de todo lo que veía. La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre
muchacho! Y atrapando al vuelo un hueso de fálica a medio roer, un pedazo de tenca o
un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si vela a los perros llamarse con
sordo ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría
también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su paella,
gentes de Valencia que hablan venido al lago para comer un all i pebre; y cuando los
forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que defenderse a patadas,
entre cucharada y cucharada, de los empujones de los perros famélicos, veíanse
ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los
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feroces canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un carabinero le
había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de
un cazador ahogado en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes
como débiles sus manos, que jamás tocaron percha ni remo. Sangonera, sucio,
hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el gorro lleno de mugre para
rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la chiquillería. Tonet era más fuerte,
le zurraba con facilidad, pero se reconocía inferior a él, siguiendo todas sus
indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta propia, sin necesitar
apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta envidia al verle vivir sin miedo a
correcciones paternales y sin obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto
encanto, y los muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas
por la menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo
consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un objeto
abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.
Tenia guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía menos
trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de su invención los
gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son temidos por los
agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de la cosecha de arroz. Su
época mejor era el verano, cuando abundaban los fumarells, pequeñas gaviotas del
lago, que aprisionaba por medio de una red.
El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el negocio,
según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las horas en acecho
en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando en la red a los incautos
pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera, viajero audaz, emprendía el
camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa de red, dentro de la cual los
fumarells agitaban sus alas oscuras y mostraban desesperados las panzas blancas. El
pillete paseaba las calles inmediatas a la Pescadería pregonando sus pájaros, y los
chicos de la ciudad corrían a comprarle los fumarells para hacerlos volar en las
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encrucijadas con un bramante atado a las patas.
Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento comercial.
Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de zurrar a Sangonera,
sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo y supeditado a su astucia,
volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin puerta donde dormía solo la mayor
parte del año. Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de
sus amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el
mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como el
Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera sentía cierta
tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con grandes elogios en la
taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago parecía hervir bajo el sol, la
pequeña iglesia se le aparecía como un palacio encantado, con su luz crepuscular
filtrándose por las verdes ventanas, sus paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de
rojos ladrillos respirando la humedad del suelo pantanoso..
El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha, acogió con
indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué bien sabia escoger el
oficio!
Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo, de
los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos despidiéndose del cura
con tanta emoción como si no hubiera de verle más. Ayudaba a la criada del
eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de la Dehesa y agua de las fuentes
que surgían en el lago, y sentía estremecimientos de gato goloso cuando en el
cuartucho que servia de sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa
del vicario. Por las mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el
pueblo, sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su
actividad parectanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus
compañeros.
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Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces,
cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces buscaba a
Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías por los ribazos,
llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les parecía el límite del
mundo. Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez de
molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles trayendo
algunos haces, ya que se aproximaba el invierno. Los tres emprendieron el viaje. La
Dehesa estaba florida y perfumada como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de
un sol que parecía de verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los
insectos como botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y
seculares se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas
extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral inmensa.
De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol como si entrase
por un ventanal. Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían
dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían en el
palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un momento a otro.
Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por los
matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo más alto de
una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se veía el inmenso
espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.
Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de sus
pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas carreras de
animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban lentamente los
cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.
Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes de aquella
tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días de invierno, los matorrales
escuetos y secos, el frío levante que soplaba del mar helándoles las manos, el aspecto
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trágico de la Dehesa a la luz gris de un cielo encapotado, hacían que recogiesen
apresuradamente sus fajos de leña en los mismos linderos, huyendo en seguida hacia
el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban confiados, deseosos de correr toda la selva,
aunque llegasen al fin del mundo.
Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de hembra que
desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba ramas de mirto, blandiéndolas
sobre su cabeza despeinada. Después formaba ramos de menta y de otras hierbas
olorosas cubiertas de florecillas, que la trastornaban con su picante perfume. Tonet
cogía campanillas silvestres, y formando una corona la colocaba sobre los alborotados
pelos de su amiga, riendo al ver cómo se asemejaba a las cabecitas pintadas en los
altares de la iglesia del Palmar. Sangonera movía su hocico de parásito buscando algo
aprovechable en aquella Naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se tragaba los
racimos rojos de cerecitas de pastor, y con una fuerza que únicamente podía sacar a
impulsos del estómago, arrancaba los palmitos de la tierra, buscando el margalló, el
amargo troncho entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas de
dulce sabor.
En las calvas de la selva, llamadas mallaes, terrenos bajos desprovistos de
árboles por estar inundados durante el invierno, revoloteaban las libélulas y las
mariposas. Al correr los muchachos recibían en sus piernas las picaduras de los
matorrales, los pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del escozor y
seguían adelante, asombrados de la hermosura de la selva. En los senderos
encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como si fuesen flores animadas
arrastrándose con nerviosa ondulación. Cogían estas orugas entre sus dedos,
admirándolas como seres misteriosos cuya naturaleza no podían adivinar, y las volvían
al suelo, siguiéndolas a gatas en sus lentas ondulaciones hasta que se ocultaban en el
matorral. Las libélulas les hacían correr de un lado a otro, y los tres admiraban el
vuelo nervioso de las más vulgares y rojas, llamadas caballete, y de las marotas,
vestidas como hadas, con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.
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Vagando al azar por el centro de la selva, al que nunca habían llegado, vieron de
pronto transformarse el aspecto del paisaje. Se hundían en los matorrales de las
hondonadas hasta verse en una lobreguez de crepúsculo. Sonaba un rugido incesante
cada vez más cercano. Era el mar, que batía la playa al otro lado de la cadena de dunas
que cerraba el horizonte.
Los pinos no eran rectos y gallardos, como por la parte del lago. Sus troncos
estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se encorvaban hacia abajo.
Todos los árboles crecían de través en una misma dirección, como si soplase un
vendaval invisible en la profunda calma de la tarde. El viento del mar, en las grandes
tempestades, martirizaba este lado de la selva, dándole un aspecto lúgubre. ‘ Los
muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la Dehesa, la más
salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de los matorrales les causaba miedo.
Allí se deslizaban las grandes serpientes perseguidas por los guardas de la Dehesa;
por allí pastaban los toros fieros que se separaban del rebaño, obligando a los
cazadores a cargar con sal gruesa sus escopetas para espantarlos sin darles muerte.
Sangonera, como más conocedor de la Dehesa, guiaba a los suyos hacia el lago, pero los
palmitos que encontraba en el camino le hacían desviarse, perdiendo el rumbo.
Comenzaba a caer la tarde y Neleta se asustaba viendo oscurecerse la selva. Los dos
muchachos reían. Los pinos formaban una inmensa casa; obscurecía allí dentro como
en sus barracas cuando aún no se había puesto el sol, pero fuera de la selva todavía
quedaba una hora de luz. No había prisa. Y continuaban en la busca de margallons,
tranquilizándose la muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella
chupaba, retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se veía sola,
corría para unirse con ellos.
Ahora sí que anochecía de veras... Lo declaraba Sangonera, como conocedor de la
Dehesa. Ya no sonaban a lo lejos los esquilones del ganado. Había que salir pronto de
la selva, pero después de recoger la leña, para evitarse una riña al volver a casa.
Buscaron al pie de los pinos, entre los matorrales, las ramas secas. Formaron
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apresuradamente tres pequeños haces, y casi a tientas comenzaron la marcha. A los
pocos pasos la oscuridad era completa. Por la parte donde debía estar la Albufera
marcábase un resplandor de incendio próximo a extinguirse, pero dentro de la selva
apenas si los troncos y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre
el lóbrego fondo. Sangonera perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde
marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos matorrales que les
arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo, y de pronto dio un grito y cayó.
Había tropezado con las raíces de un pino cortado a flor de tierra, lastimándose un pie.
Sangonera hablaba de continuar adelante, dejando abandonada a aquella maula que
sólo sabía gemir. La muchacha lloraba sordamente, como si temiera alterar el silencio
del bosque, atrayendo las horribles bestias que poblaban la oscuridad, y Tonet
amenazaba por lo bajo a Sangonera con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no
permanecía con ellos sirviéndoles de guía. Marchaban lentamente, tanteando con los
pies el terreno, hasta que de pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el
resbaladizo mantillo de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió
contestación de su compañero, que marchaba delante.
¡Sangonera! ¡Sangonera!
Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si escapase un
animal salvaje, fue la única respuesta. Tonet gritó de rabia. ¡Ah, grandísimo ladrón!
Huía para salir pronto de la selva; no quería seguir con sus compañeros por no ayudar
a Neleta. Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la poca
serenidad que les restaba. Sangonera, con su experiencia de vagabundo, les parecía un
gran auxiliar. Neleta, aterrada, olvidando toda prudencia, lloraba a gritos, y sus
sollozos resonaban en el silencio de la selva, que parecía inmensa. El miedo de su
compañera resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo por la espalda de la
muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola si podía andar, si quería seguirle,
marchando siempre adelante, sin que el pobre muchacho supiera adónde.
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Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con el temblor
que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba sobreponerse.
Algo viscoso y helado pasó junto a ellos azotándoles la cara: tal vez un
murciélago; y este contacto, que les produjo escalofríos, los sacó de su dolorosa inercia.
Emprendieron la marcha apresuradamente, cayendo y levantándose, enredándose en
los matorrales, chocando con los árboles, temblando ante los rumores que parecían
espolearles en su fuga. Los dos pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento
instintivamente para no aumentar su miedo. El recuerdo de Sancha estaba fijo en su
memoria. Pasaban en tropel por su imaginación todos los cuentos del lago oídos por las
noches junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían
tocar la piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fálicas sonando
lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos de personas asesinadas. Su
carrera loca a través de los matorrales, tronchando las ramas, abatiendo las hierbas,
despertaba bajo la oscura maleza misteriosos seres que también corrían entre el
estrépito de las hojas secas.
Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la
interminable selva. La oscuridad era menos densa en este espacio descubierto. Arriba
se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz, como un gran lienzo tendido
sobre las masas negras del bosque que rodeaban la llanura. Los dos niños se
detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se sentían sin fuerzas para seguir
adelante. Temblaban de miedo ante la profunda arboleda que se movía por todos lados
como un oleaje de sombras.
Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus cuerpos les
infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el dolor y el cansancio,
apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, suspirando débilmente. Tonet miraba a
todas partes, como si le asustase, aún más que la lobreguez de la selva, aquella
claridad crepuscular, en la que creía ver de un momento a otro la silueta de una bestia
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feroz, enemiga de los niños extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio; las
ranas de una charca inmediata, que habían callado al llegar ellos, recobraban la
confianza, volviendo a reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados,
zumbaban en torno de su! Cabezas, marcándose en la penumbra con negro
chisporroteo. Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal allí;
podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno en otro, parecía
darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las locas carreras a través de la
selva.
Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espacio de una
blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse sumergidas en un oleaje de
leche. Los muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la selva, miraban este
fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera volando en su auxilio rodeado de un
nimbo de luz. Las ramas de los pinos, con el tejido filamentoso de su follaje, se
destacaban como dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo brillante comenzó
a asomar sobre las copas de la arboleda; primero fue una pequeña línea ligeramente
arqueada como una ceja de plata; después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una
cara enorme, de suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas inmediatas
su cabellera de resplandores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la
contemplaban con adoración de pequeños salvajes.
La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo, que hacía
brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de cada árbol esparcíase
una inquieta mancha negra, y el bosque parecía crecer, doblarse, extendiendo sobre el
luminoso suelo una segunda arboleda de sombra. Los buixquerots, salvajes ruiseñores
del lago, tan amantes de su libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a
cantar en todos los límites de la mallada, y hasta los mosquitos zumbaron más
dulcemente en el espacio impregnado de luz. Los dos muchachos comenzaban a
encontrar grata su aventura. Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba
quedamente al oído de su compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita
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abandonada y vagabunda, la hacía superiora Tonet. Se quedarían en la selva, ¿verdad?
Ya buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para explicar su
aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo lo que
jamás habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en su ignorancia
se estremecían al decir estas palabras, estrechando con más fuerza sus brazos. Se
apretaban, como si el instinto les dictase que su naciente simpatía necesitaba
confundir el calor de sus cuerpos.
Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su
compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había tenido para él aquel
calor dulce que parecía esparcirse por sus venas y subirse a su cabeza, causándole la
misma turbación que los vasos de vino que el abuelo le ofrecía en la taberna. Miraba
vagamente frente a él, pero toda su atención estaba fija en la cabeza de Neleta, que
pesaba sobre su hombro; en la caricia con que aquella boca, al respirar, envolvía su
cuello, como si le cosquillease la piel una mano aterciopelada. Los dos callaban, y su
silencio aumentaba el encanto. Ella abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la
luna como una gota de rocío, y revolviéndose para encontrar postura mejor, volvía a
cerrarlos.
Tonet.. Tonet... murmuraba como si soñase; y se apretaba contra su compañero.
¿Qué hora era...? El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por el sueño,
por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los susurros del bosque sólo
percibía el zumbido de los mosquitos que aleteaban como un nimbo de sombra sobre
sus duras epidermis de hijos del lago. Era un extraño concierto que los arrullaba,
meciéndolos sobre las primeras ondas del sueño. Chillaban unos como violines
estridentes, prolongando hasta lo infinito la misma nota; otros, más graves,
modulaban una corta escala, y los gordos, los enormes, zumbaban con sorda vibración,
como profundos contrabajos o lejanas campanadas de reloj. A la mañana siguiente les
despertó el sol, quemando sus caras, y el ladrido de un perro de los guardas que les
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ponía los colmillos junto a los ojos.
Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fue corto para llegar al
Palmar.
La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de una noche
de angustia corrió percha en mano a su hijo, alcanzándole con algunos golpes a pesar
de su ligereza. Además, por vía de adelanto, mientras venía la madre de Neleta en el
«carro de las anguilas», propinó a ésta varios mojicones, para que otra vez no se
perdiera en el bosque. Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito,
llamó novios a Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la noche de
inocente contacto pasada en la selva, se buscaron y se amaron sin decírselo con
palabras, como si quedase sobrentendido que sólo podían ser uno del otro.
Esta aventura fue el término de su niñez. Se acabaron las correrías, la existencia
alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta hizo la misma vida que su madre:
salía para Valencia todas las noches con las cestas de anguilas, y no volvía hasta la
tarde siguiente. Tonet, que sólo podía verla un momento al anochecer, trabajaba en las
tierras de su padre o iba a pescar con éste y el abuelo.
El tío Toni antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío Paloma, al ver
crecido a su hijo, y Tonet, como bestia resignada, iba arrastrado al trabajo. Su padre,
aquel héroe tenaz de la tierra, era inquebrantable en sus resoluciones. Cuando llegaba
la época de plantar el arroz o de la recolección, el muchacho pasaba el día en las
tierras del Saler. El resto del año pescaba en el lago, unas veces con su padre y otras
con el abuelo, que le admitía de camarada en su barca, pero jurando a cada momento
contra la perra suerte que hacia nacer tales vagos en su familia. Además, el muchacho
veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el pueblo no quedaba nadie con quien
entretenerse durante el día. Neleta estaba en Valencia, y sus antiguos compañeros de
juegos, crecidos ya como él y con la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas de
sus padres. Quedaba Sangonera; pero este tuno, después de la aventura de la Dehesa,
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se alejaba de Tonet, recordando la paliza con que había agradecido el abandono de
aquella noche.
El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había refugiado en la
casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como un perro detrás de la puerta, sin
acordarse de su padre, que sólo aparecía de tarde en tarde en aquella barraca
abandonada, por cuya techumbre caía la lluvia como en campo raso.
El viejo Sangonera tenía ahora una industria: cuando no estaba borracho se
dedicaba a cazar las nutrias del lago, que, perseguidas encarnizadamente a través de
los siglos, no llegaban a una docena. Una tarde que digería su vino en un ribazo, vio
ciertos remolinos y hervir el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo,
entre las redes que cerraban el canal, buscando los mornells cargados de pesca. Metido
en el agua, con una percha que le prestaron, persiguió a palos a un animal negruzco
que corría por el fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.
Era la famosa Ilúdria, de la que se hablaba en el Palmar como de un animal
fantástico; la nutria, que en otros tiempos pululaba en tal cantidad en el lago, que
imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes. El viejo vagabundo se consideró el primer
hombre de la Albufera. La Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes
consignadas en los librotes que guardaba su jefe el jurado, venía obligada a dar un
duro por cada nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio, pero no se detuvo
aquí. Aquel animal era un tesoro; y se dedicó a enseñarlo en el puerto de Catarroja, en
el de Silla, llegando hasta Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del lago.
De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen con los
brazos abiertos. ¡Adelante, tío Sangonera! ¡A ver el animalucho que había cazado! Y el
vagabundo, después de hacerse obsequiar con varios vasos, sacaba amorosamente de
debajo de la manta la pobre bestia, blanducha y hedionda, haciendo admirar su piel y
permitiendo que la pasasen la mano por encima pero con gran cuidado, ¿eh? para
apreciar la finura de su pelo.
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Jamás el pequeño Sangonereta, al venir al mundo, fue llevado en los brazos de
su padre con tan cariñosa suavidad como aquel animalejo. Pero pasaron los días, la
gente se cansó de la Ilúdria, nadie daba por ella ni una mala copa de aguardiente, y no
hubo taberna de la que no despidieran a Sangonera como un apestado, por el hedor
insufrible de aquella bestia corrompida que llevaba a todas partes bajo la manta.
Antes de abandonarla aún sacó de ella nuevo producto, vendiéndola en Valencia a un
disecador de animales, y desde entonces declaró a todo el mundo su vocación: sería
cazador de nutrias.
Se dedicó a buscar otra, como quien persigue la dicha. El premio de la
Comunidad de Pescadores y la semana de borrachera continua y gratuita, con el
gaznate a trato de rey, no se apartaban de su memoria. Pero la segunda nutria no
quería dejarse coger. Alguna vez creyó verla en las más apartadas acequias del lago,
pero se ocultaba inmediatamente, como si todas las de la familia se hubieran pasado
aviso de la nueva profesión de Sangonera. Su desesperación le hacía emborracharse a
crédito de las nutrias que había de cazar, y ya llevaba bebidas más de dos, cuando una
noche lo encontraron unos pescadores ahogado en un canal. Había resbalado en el
fango, e incapaz de levantarse por su embriaguez, quedó en el agua acechando para
siempre su nutria. La muerte del padre de Sangonera hizo que éste se refugiase para
siempre en la casa del vicario, no volviendo más a su barraca. Se sucedían los curas en
el Palmar, pueblo de castigo, donde sólo iban los desesperados o los que estaban en
desgracia, saliendo de esta miseria tan pronto como podían. Todos los vicarios, al
tomar posesión de la pobre iglesia, se encargaban igualmente de Sangonera, como de
un objeto indispensable para el culto. En el pueblo, sólo él sabía ayudar una misa.
Conservaba en su memoria todas las prendas guardadas en la sacristía, con el número
de desgarrones, remiendos y agujeros de polilla; y solicito en todo y deseoso de
agradar, no formulaba su amo una orden que no estuviera cumplida al momento.
La consideración de que él era el único en el pueblo que no trabajaba percha en
mano ni pasaba las noches en medio de la Albufera causábale cierto orgullo, haciendo
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que mirase con altanería a los demás. Los domingos, al amanecer, él era quien abría la
marcha con la cruz en alto al frente del rosario de la Aurora. Hombres, mujeres y
niños, en dos largas filas, iban cantando con paso lento por la única calle del pueblo,
esparciéndose después por los ribazos y las barracas aisladas, para que la ceremonia
fuese de más duración. En la penumbra del amanecer brillaban los canales como
láminas de sombrío acero, coloreábanse de rojo las nubecillas por la parte del mar, y
los gorriones moriscos volaban en bandadas, surgiendo de las techumbres de los
viveros, contestando con sus piídos alegres de vagabundos satisfechos de la vida y la
libertad al canto triste y melancólico de los fieles. «¡Despierta, cristiano...!», cantaba el
rosario a lo largo del pueblo; y lo gracioso de la llamada era que todo el vecindario iba
en la procesión, y en las casas, vacías, sólo despertaban los perros con sus ladridos y
los gallos, que rasgaban la triste melopea con su canto sonoro como un trompetazo
saludando la nueva luz y la alegría de un día más. Tonet, al marchar en el rosario,
miraba rabiosamente a su antiguo camarada, al frente de todos como un general,
enarbolando la cruz a guisa de bandera. ¡Ah, ladrón! ¡Aquél había sabido arreglarse la
vida a su gusto!
Él, mientras tanto, vivía sometido a su padre, cada vez más grave y poco
comunicativo: bueno en el fondo, pero llegando hasta la crueldad con los suyos en la
tenaz pasión por el trabajo. Los tiempos eran malos. Las tierras del Saler no daban dos
buenas cosechas seguidas, y la usura, a la que acudía el tío Toni como auxiliar de sus
empresas, devoraba la mayor parte de sus esfuerzos. En la pesca, los Palomas tenían
siempre mala suerte, llevándose los peores sitios del lago en los sorteos de la
Comunidad. Además, la madre se consumía lentamente, agonizaba, cual si la vida se
derritiese dentro de ella como un cirio, escapándose por la herida de sus trastornadas
entrañas, sin otra luz que el brillo enfermizo de los ojos.
La existencia era triste para Tonet. Ya no conmovía con sus diabluras el Palmar;
ya no le besaban las vecinas, declarándole el chico más guapo del pueblo; ya no era el
preferido entre sus compañeros, el día del sorteo de los redolins, para meter la mano
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en la bolsa de cuero de la Comunidad y sacar las suertes. Ahora era un hombre. En vez
de hacer pesar en casa su voluntad de niño mimado, le mandaban a él; era tan poca
cosa como la Borda, y a la menor rebelión alzábase amenazante la pesada mano del tío
Toni mientras el abuelo aprobaba con chillona risa, afirmando que así se cría derecha
a la gente.
Cuando murió la madre pareció renacer el antiguo afecto entre el abuelo y su
hijo. El tío Paloma lamentó la ausencia de aquel ser dócil que sufría en silencio todas
sus manías; sintió crearse el vacío en torno de él y se agarró al hijo, poco obediente a
su voluntad, pero que jamás osaba contradecirle en su presencia.
Pescaron juntos, lo mismo que en otros tiempos; iban algún rato a la taberna
como camaradas, mientras en la barraca la pobre Borda atendía a los quehaceres del
hogar con la precocidad de las criaturas desgraciadas.
Neleta era también como de la familia. Su madre ya no podía ir al Mercado de
Valencia. La humedad de la Albufera parecía habérsele filtrado hasta la médula de los
huesos, paralizando su cuerpo, y la pobre mujer permanecía inmóvil en su barraca,
gimiendo a impulsos de los dolores de reumática, gritando como una condenada y sin
poder ganarse el sustento. Las compañeras del Mercado la daban como limosna algo de
sus cestas, y la pequeña, cuando sentía hambre en su barraca, corría a la de Tonet,
ayudando a la Borda en sus tareas con una autoridad de niña mayor. El tío Toni la
acogía bien. Su generosidad de luchador en continuo combate con la miseria le hacía
ayudar a todos los caídos. Neleta se criaba en la barraca de su novio. Iba a ella en
busca del sustento, y sus relaciones con Tonet tomaban un carácter más fraternal que
amoroso.
El muchacho no se cuidaba mucho de su novia. Estaba seguro de ella. ¿A quién
podía querer? ¿Tenía derecho a fijarse en otro, después que todo el pueblo los había
reconocido como novios? Y tranquilo por la posesión de Neleta, que crecía en la miseria
como una flor rara, contrastando su hermosura con la pobreza física de las otras hijas
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del Palmar, no la atendía gran cosa, y la trataba con la misma confianza que si ya
fuesen esposos. Transcurrían a veces semanas enteras sin que él la hablase. Otras
aficiones atraían a aquel hombrecito, que pasaba por ser el mozo más bien plantado
del Palmar. Enorgullecíale el prestigio de valiente que había adquirido entre sus
antiguos compañeros de juegos, hombres ahora como él. Se había peleado con unos
cuantos, saliendo siempre vencedor. Percha en mano había descalabrado a algunos, y
una tarde corrió por los ribazos, con la fitora de pescar, a un barquero de Catarroja
que gozaba fama de temible. El padre torcía el gesto al conocer estas aventuras, pero el
abuelo reía, reconciliándose momentáneamente con su nieto. Lo que más alababa el tío
Paloma era que el muchacho, en cierta ocasión, hubiera hecho frente a los guardas de
la Dehesa, llevándose por la brava un conejo que acababa de matar. No era trabajador,
pero tenía su sangre.
Aquel mocito que aún no había cumplido los dieciocho años, y del que se hablaba
mucho en el pueblo, tenía su escenario favorito, adonde corría apenas dejaba atracada
en el canal la barca del padre o la del abuelo.
Era la taberna de Cañamel un establecimiento nuevo del que se hacían lenguas
en toda la Albufera. No estaba, como las otras tabernillas, instalada en una barraca de
techo bajo y ahumado, sin más respiradero que la puerta. Tenía casa propia, un
edificio que entre las barracas de paja parecía portentoso, con paredes de mampostería
pintadas de azul, techo de tejas y dos puertas, una a la única calle del pueblo y otra al
canal. El espacio entre las dos puertas estaba siempre lleno de cultivadores de arroz y
de pescadores, gente que bebía de pie frente al mostrador, contemplando como
hipnotizada las dos filas de rojos toneles, o se sentaba en los taburetes de cuerda, ante
las mesillas de pino, siguiendo interminables partidas de brisca y de truque.
El lujo de esta taberna enorgullecía a los parroquianos. Las paredes estaban
chapadas de azulejos de Manises hasta la altura de las cabezas. Por encima
extendíanse paisajes fantásticos, verdes o azules, con caballos como ratas y árboles
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más pequeños que los hombres, y de las vigas pendían ristras de morcillas, alpargatas
de esparto y manojos de cuerdas amarillas y punzantes que se empleaban como jarcias
en las grandes barcas del lago.
Todos admiraban a Cañamel. ¡El dinero que tenía aquel gordo...! Había sido
guardia civil en Cuba y carabinero en España; después vivió muchos años en Argelia;
conocía algo de todos los oficios, y sabía tanto, ¡tanto! que, según expresión del tío
Paloma, se enteraba durante su sueño del lugar donde se acostaba cada peseta, y al
día siguiente corría a cogerla. En el Palmar nunca se había bebido vino como el suyo.
Todo era de lo mejor en aquella casa. El amo recibía bien a los parroquianos y arañaba
en los precios de un modo razonable.
Cañamel no era del Palmar, ni siquiera valenciano. Era de muy lejos, de allá
donde hablan en castellano. En su juventud había estado en la Albufera de carabinero,
casándose con una muchacha del Palmar, pobre y fea. Después de una vida
accidentada, al reunir algunos cuartos, había venido a establecerse en el pueblo de su
mujer, cediendo a los deseos de ésta. La pobre estaba enferma y revelaba poca vida:
parecía gastada por aquellos viajes que la hacían soñar con su tranquilo rincón del
lago. Los demás taberneros del pueblo vociferaban contra Cañamel al ver cómo se
apoderaba de los parroquianos. ¡Ah, grandísimo tunante! ¡Por algo daba tan barato el
vino bueno! Lo que menos le interesaba era la taberna: en otra parte estaba su
negocio, y por algo había venido de tan lejos a establecerse allí. Pero Cañamel, al
enterarse de tales palabras, sonreía bondadosamente. ¡Al fin todos habían de vivir!
Los más íntimos de Cañamel sabían que no eran infundadas estas
murmuraciones. La taberna le importaba poco. Su principal negocio era por la noche,
después de cerrarla; por algo había sido carabinero y recorrido las playas. Todos los
meses caían fardos en la costa, rodando en la arena a impulsos de un enjambre de
bultos negros que los levantaban en alto, llevándolos a través de la Dehesa hasta las
orillas del lago. Allí, las barcas grandes, los laúdes de la Albufera, que podían cargar
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hasta cien sacos de arroz, se abarrotaban con los fardos de tabaco, emprendiendo
lentamente la marcha en la oscuridad hacia tierra firme... Y al día siguiente, ni visto
ni oído.
Escogía la tropa para estas expediciones entre los más audaces que concurrían a
su taberna. Tonet, a pesar de sus pocos años, fue agraciado dos o tres veces con la
confianza de Cañamel por ser muchacho valiente y reservado. En este trabajo
nocturno podía ganarse un hombre de bien dos o tres duros, que después dejaba otra
vez en manos de Cañamel bebiendo en su taberna. Y todavía los infelices, comentando
al día siguiente los azares de una expedición de la que eran ellos los principales
protagonistas, se decían admirados: «¡Pero qué agallas tiene ese Cañamel...! ¡Con qué
atrevimiento se expone a que le metan mano...». Las cosas marchaban bien. En la
playa todos eran ciegos, gracias a la buena maña del tabernero. Sus antiguos amigos
de Argel le enviaban con puntualidad los cargamentos, y el negocio rodaba tan
suavemente, que Cañamel a pesar de que correspondía con extraordinaria generosidad
al silencio de los que podían perjudicarle, prosperaba a toda prisa. Al año de estar en
el Palmar ya había comprado tierras de arroz y tenía en el piso alto de la taberna su
talego de plata para sacar de apuros a los que solicitaban préstamos.
Su respetabilidad crecía rápidamente. Al principio le habían dado el apodo de
Cañamel por el acento suave y dulzón con que se expresaba en un valenciano
trabajoso. Después, al verle rico, la gente, sin olvidar el apodo, le llamaba Paco, pues,
según declaraba su mujer, así le llamaban en su país, y él se enfurecía sordamente si
le apelaban Quico, como a los otros Franciscos del pueblo.
Al morir su mujer, pobre compañera de la época de infortunio, su hermana
menor, una pescadora fea, viuda y de carácter dominante, pretendió acampar en la
taberna con carácter de dueña, escoltada por todos los de la familia. Halagaban a
Cañamel con los cuidados que inspira un pariente rico, hablándole de lo difícil que era
para un hombre solo seguir al frente de la taberna. ¡Allí faltaba una mujer! Pero
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Cañamel que había odiado siempre a la cuñada por su mala lengua y temblaba ante la
posibilidad de que aspirase a ocupar el puesto aún caliente de su hermana, la puso en
la puerta, desafiando sus protestas escandalosas. Al cuidado del establecimiento le
bastaban dos viejas, viudas de pescadores, que guisaban los all i pebres para los
aficionados que venían de Valencia, y limpiaban aquel mostrador en el que gastaba sus
codos todo el pueblo. Cañamel al verse libre, hablaba contra el matrimonio. Un hombre
de su fortuna sólo podía casarse por conveniencia con alguna que tuviese más dinero
que él. Y por las noches reía oyendo al tío Paloma, que era elocuente cuando hablaba
de las mujeres.
El viejo barquero declaraba que el hombre debía ser como los buixquerots del
lago, que cantan alegremente mientras están en libertad, y cuando los meten en una
jaula prefieren morir antes que verse encerrados.
Todas sus comparaciones se las facilitaban los pájaros de la Albufera. ¡Las
hembras...! ¡Mala peste! Eran los seres más ingratos y olvidadizos de la creación. No
había más que ver a los pobres collverts del lago. Vuelan siempre en compañía de la
hembra, y no saben ir sin ella ni a buscar la comida. Dispara el cazador. Si cae muerta
la hembra, el pobre macho, en vez de escapar, vuela y vuela en torno del sitio donde
pereció su compañera, hasta que el tirador acaba también con él. Pero si cae el pobre
macho, la hembra sigue volando tan fresca, sin volver la cabeza, como si nada hubiese
pasado, y al notar la falta del acompañante se busca otro... ¡Cristo! Así son todas las
hembras, lo mismo las que llevan plumas que las que visten zagalejos.
Tonet pasaba las noches jugando al truque en la taberna y ansiaba la llegada del
domingo para estar allí todo el día. Le gustaba la vida de inmovilidad, con el porrón al
alcance de la mano, manejando los mugrientos naipes sobre la manta que cubría la
mesilla y apuntando con pequeños guijarros o granos de maíz, que representaban el
valor de las apuestas. ¡Lástima que no fuese rico como Cañamel para proporcionarse
siempre esta vida de señor! Rabiaba al pensar que al día siguiente tendría que
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fatigarse en la barca, y tan creciente era su pasión por la pereza, que Cañamel ya no le
buscaba para los trabajos nocturnos, al ver con qué mal gesto cargaba los fardos y
cómo disputaba con los compañeros de trabajo para evitarse fatigas.
Sólo mostraba actividad y sacudía su somnolencia de perezoso ante una
diversión próxima. En la gran fiesta del Palmar en honor del Niño Jesús, el tercer día
de Navidad, Tonet se distinguía entre todos los mozos del lago. Cuando en la víspera
llegaba la música de Catarroja en una gran barca, los jóvenes se metían en el agua del
canal, pugnando por quién avanzaba más y cogía el bombo. Era un honor que hacia
pavonearse altivo ante las muchachas, apoderarse del enorme instrumento y
cargárselo a la espalda, paseándolo por el pueblo. Tonet se metía hasta el pecho en el
agua, fría como hielo liquido, disputaba a puñetazos la delantera a los más audaces y
se agarraba a la borda de la barca, haciendo suya la voluminosa caja.
Después, en los tres días de fiestas, venían las diversiones tormentosas, que las
más de las veces acababan a palos. El baile en la plaza a la luz de teas resinosas,
donde obligaba a Neleta a permanecer sentada, pues por algo era su novia, mientras él
bailaba con otras menos guapas, pero mejor vestidas, y las noches de albaes, serenatas
de la gente joven, que iba hasta el amanecer de puerta en puerta cantando coplas,
escoltada por un pellejo de vino para tomar fuerzas y acompañando cada canción con
una salva de relinchos y otra de tiros. Pero transcurrida esta corta temporada, Tonet
volvía a aburrirse en su vida de trabajo, sin otro horizonte que el lago. Se escapaba a
veces, despreciando la cólera de su padre, y desembarcaba en el puerto de Catarroja,
recorriendo los pueblos de la tierra firme, donde tenía amigos de la época de la siega.
Otras veces tomaba el camino por el Saler, y llegaba a Valencia con el propósito de
quedarse en la ciudad, hasta que el hambre le empujaba de nuevo a la barraca de su
padre. Había visto de cerca la existencia de los que viven sin trabajar y abominaba de
su mala suerte, que le hacía permanecer como un anfibio en un país de cañas y barro,
donde el hombre, desde pequeño, tiene que encerrarse en una barquichuela, eterno
ataúd sin el cual no puede moverse. El hambre de placeres se despertaba en él, rabiosa
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y dominadora. Jugaba en la taberna hasta que Cañamel lo ponla en la puerta a media
noche; había probado todos los líquidos que se beben en la Albufera, incluso la absenta
pura que traen los cazadores de la ciudad para mezclarla con el agua hedionda del
lago, y más de una noche, al tenderse en su camastro de la barraca, los ojos del padre
le habían seguido con expresión severa, percibiendo su paso inseguro y su respiración
jadeante de alcoholizado. El abuelo protestaba con palabras de indignación. Santo y
bueno que le gustase el vino; al fin vivían eternamente sobre el agua, y el buen
barquero debe conservar la panza caliente... Pero ¿bebidas «compuestas»...? ¡Así
empezó el viejo Sangonera!
Tonet olvidaba todos sus afectos. Golpeaba a la Borda, tratándola como a una
bestia sumisa, y apenas si prestaba atención a Neleta, acogiendo sus palabras con
bufidos de impaciencia. Si obedecía a su padre era de un modo tan forzado, que el gran
trabajador palidecía, moviendo sus manazas poderosas como si fuese a despedazarle.
El muchacho despreciaba a todo el pueblo, viendo en él un rebaño miserable nacido
para el hambre y la fatiga, de cuyas filas debía salir a cualquier precio. Los que
tornaban orgullosos de la pesca, mostrando los cestones de anguilas y tencas, le hacían
sonreír. Al pasar frente a la casa del vicario veta a Sangonera, que, dedicado ahora a la
lectura, pasaba las horas sentado en la puerta leyendo libros religiosos y disfrazando
su gesto de pillo con una expresión compungida. ¡Imbécil! ¿Qué le importarían aquellos
libracos que le prestaban los vicarios...?
Quería vivir, gozar de un golpe todas las dulzuras de la existencia. Se imaginaba
que cuantos habitaban al otro lado del lago, en los pueblos ricos o en la ciudad grande
y ruidosa, le robaban una parte de los placeres que le correspondía por indiscutible
derecho. En la época de la siega del arroz, cuando miles de hombres llegaban a la
Albufera de todos los extremos de la provincia, atraídos por los grandes jornales que
ofrecían los propietarios faltos de brazos, Tonet se reconciliaba momentáneamente con
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la vida en aquel rincón del mundo. Veía caras nuevas, hacía amigos, encontraba una
rara alegría en estos vagabundos que, con la hoz en la mano y el saco de ropa a la
espalda, iban de un punto a otro trabajando mientras lucía el sol, para emborracharse
así que llegaba la noche.
Le gustaba esta gente de existencia accidentada y le entretenían sus relatos,
más interesantes que los cuentos murmurados junto a la lumbre. Unos habían estado
en América, y olvidando su miseria en los remotos países, hablaban de éstos como de
un paraíso donde todos nadaban en oro. Otros contaban sus largas estancias en la
Argelia salvaje, en los mismos límites del Desierto, donde se habían ocultado mucho
tiempo por un navajazo dado en su pueblo o un robo que les «acumulaban» los
enemigos. Y Tonet, al oírles, creía percibir en el vientecillo putrefacto de la Albufera el
perfume exótico de aquellos países maravillosos, y en el brillo de los azulejos de la
taberna veta sus portentosas riquezas. Esta amistad con los vagabundos se
estrechaba, hasta el punto de que, al terminar la siega y cobrar ellos sus jornales, los
acompañaba Tonet en una orgía brutal a través de todas las poblaciones inmediatas al
lago; carrera loca de taberna en taberna, de albaes por la noche ante ciertas ventanas,
que terminaba con una pelea general cuando, escaseando el dinero, parecía el vino
más agrio y se disputaba por quién era el obligado a pagar..
Una de estas expediciones fue famosa en la Albufera. Duró más de una semana,
y en todo este tiempo el tío Toni no vio a su hijo en el Palmar. Se supo que la banda de
alborotadores iba como una fiera suelta por la parte de la Ribera, que en Sollana
apalearon a un guarda y en Sueca habían sido descalabrados dos de la cuadrilla en
una pelea de taberna. La Guardia Civil iba al alcance de estas expediciones de locos.
Una noche avisaron al tío Toni que su hijo acababa de aparecer en casa de Cañamel
con las ropas sucias de barro, como si hubiese caído en una acequia, brillándole aún en
los ojos la borrachera de siete días. El sombrío trabajador fue allá, silencioso como
siempre, con un ligero bufido que movía sus labios como si se pegasen uno a otro. Su
hijo bebía en el centro de la taberna con la sed del ebrio, rodeado de un público atento,
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al que hacia reír con el relato de las barrabasadas cometidas en esta expedición de
recreo.
De un revés, el tío Toni le rompió el porrón que llevaba a su boca, abatiéndole la
cabeza sobre un hombro. Tonet, anonadado por el golpe y viendo a su padre frente a él,
se encogió por unos momentos; pero después, brillando en sus ojos una luz turbia e
impura que daba miedo, se lanzó contra él, gritando que nadie le pegaba
impunemente, ni aun su mismo padre.
Pero no era fácil rebelarse contra aquel hombretón grave y silencioso, firme
como el deber, y que llevaba en sus brazos la energía de más de treinta años de
continua batalla con la miseria. Sin despegar los labios contuvo a la fierecilla, que
pretendía morderle, con una bofetada que le hizo tambalearse, y casi al mismo tiempo,
con el empuje de uno de sus pies lo envió contra el muro, haciéndole caer de bruces en
la mesilla de unos jugadores.
La gente se abalanzó sobre el padre, temiendo que en su cólera de atleta
silencioso aporrease a todos los concurrentes de la taberna. Cuando se restableció la
calma y soltaron al tío Toni su hijo ya no estaba allí. Había huido levantando los
brazos en actitud desesperada... ¡Le habían pegado...! ¡A él, que tan temido era...! ¡Y en
presencia de todo el Palmar...! Transcurrieron algunos días sin que se tuvieran
noticias de Tonet. Poco a poco se supo algo por la gente que iba al Mercado de Valencia.
Estaba en el cuartel de MonteOlivete, y muy pronto se embarcaría para Cuba. Había
sentado plaza. Al huir desesperado hacia la ciudad, se había detenido en las tabernas
inmediatas al cuartel donde estaba el banderín de enganche para Ultramar. La gente
que pululaba por allí, voluntarios en espera de embarque y reclutadores astutos, le
habían decidido a tal resolución.
El tío Toni en el primer momento quiso protestar. El muchacho no tenia aún
veinte años; se había cometido una ilegalidad. Además, era su hijo, su único hijo. Pero
el abuelo le hizo desistir con su habitual dureza. Era lo mejor que podía hacer su nieto.
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Crecía torcido: ¡que corriese mundo y que sufriera!, ¡ya se encargarían de enderezarlo!
Y si moría, un vago menos; al fin, todos, más pronto o más tarde, habían de morir. El
muchacho partió sin protesta. La Borda fue la única que, escapándose de la barraca, se
presentó en MonteOlivete y le despidió llorando, después de entregarle toda su ropa y
los cuartos de que pudo apoderarse sin que se enterara el tío Toni. A Neleta ni una
palabra: el novio parecía haberla olvidado.
Dos años transcurrieron sin que el muchacho diese señales de vida. Un día llegó
una carta para el padre, encabezada con frases dramáticas, de un sentimentalismo
falso, en la cual Tonet solicitaba su perdón, hablando luego de su nueva existencia. Era
guardia civil en Guantánamo y no lo pasaba mal. Se notaba en su estilo cierto aplomo
petulante, como de hombre que corría los campos con un arma al hombro e inspiraba
temor y respeto. Su salud era magnífica. Ni una ligera enfermedad desde que
desembarcó. La gente de la Albufera soportaba perfectamente el clima de la isla. El
que se criaba en aquella laguna, bebiendo su agua de barro, podía ir sin miedo a todas
partes: estaba aclimatado. Después surgió la guerra. En la barraca del tío Toni
temblaba la Borda, llorando por los rincones cuando llegaban al Palmar confusas
noticias de los combates que ocurrían allá lejos. En el pueblo dos mujeres llevaban
luto. Se marchaban los muchachos al entrar en quinta, entre llantos desesperados,
como si sus familias no los hubieran de ver más. Pero las cartas de Tonet eran
tranquilizadoras y revelaban gran confianza. Ahora era cabo en una guerrilla montada
y parecía muy contento de su existencia. Él mismo se describía, con gran
minuciosidad, vestido de rayadillo, con un gran jipijapa, medias botas de charol, el
machete golpeándole el muslo, la carabina máuser cruzada en la espalda y la canana
repleta de cartuchos. No había cuidado; aquella vida era la, suya: buena paga, mucho
movimiento y la gran libertad que proporciona el peligro. «¡Venga guerra!», decía
alegremente en sus cartas. Y adivinábase a larga distancia el soldado fanfarrón,
satisfecho de su oficio, encantado de sufrir fatigas, hambre y sed, a cambio de librarse
del trabajo monótono y vulgar, de vivir fuera de las leyes de los tiempos normales, de
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matar sin miedo al castigo y considerar como suyo todo cuanto ve, imponiendo su
voluntad al amparo de las duras exigencias de la guerra. Neleta se enteraba de tarde
en tarde de las aventuras de su novio. Su madre había muerto. Ella vivía ahora en la
barraca de una tía suya, y para ganarse el pan servia de criada en casa de Cañamel
los días en que llegaban parroquianos extraordinarios y eran muchas las paellas. Se
presentaba en la barraca de los Palomas preguntando a la Borda si había carta, y
escuchaba su lectura con los ojos bajos, apretando los labios como para concentrar más
su atención. Parecía haberse enfriado su afecto por Tonet desde aquella fuga, en la que
no tuvo para la novia el más leve recuerdo. Le brillaban los ojos y sonreía murmurando
«gràcies!» cuando al final de las cartas la nombraba el guerrillero enviándole sus
recuerdos; pero no mostraba ningún deseo por que el muchacho regresase, ni se
entusiasmaba cuando hacía castillos en el aire, asegurando que aún volvería al Palmar
con galones de oficial. Otras cosas preocupaban a Neleta. Se había convertido en la
muchacha más guapa de la Albufera. Era pequeña, pero sus cabellos, de un rubio
claro, crecían tan abundantes, que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro
antiguo descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente,
surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis
escamosa y de metálico reflejo ofrecía lejana semejanza con la de las tencas del lago.
Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes como dos gotas del ajenjo
que bebían los cazadores de Valencia.
Cada vez frecuentaba más la casa de Cañamel. Ya no prestaba su ayuda en
circunstancias extraordinarias. Pasaba todo el día en la taberna, limpiándola,
despachando copas tras el mostrador, vigilando el hogar donde burbujeaban las
sartenes, y al llegar la noche marchaba ostentosamente hacia la barraca de su tía,
escoltada por ésta, llamando la atención de todos, para que se enterasen bien las
parientas hostiles de Cañamel, las cuales comenzaban a murmurar si Neleta veía salir
el sol al lado de su amo.
Cañamel no podía pasar sin ella. El viudo, que hasta entonces había vivido
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tranquilo con sus viejas criadas, despreciando públicamente a las mujeres, era incapaz
de resistir el contacto de aquella criatura maliciosa que le rozaba con gracia felina. El
pobre Cañamel sentíase inflamado por los ojos verdosos de aquella gatita, que apenas
le veía en calma procuraba hacérsela perder con encontronazos hábiles que marcaban
sus encantos ocultos. Sus palabras y miradas sublevaban en el maduro tabernero una
castidad de varios años. Los parroquianos le veían unas veces con arañazos en la cara,
otras con alguna contusión junto a los ojos, y reían ante las excusas que confusamente
formulaba el tabernero. ¡Bien sabía defenderse la muchacha de los irresistibles
arranques de Cañamel! ¡Lo inflamaba con los ojos para aplacarlo con las uñas! A
veces, en los cuartos interiores de la taberna rodaban con estrépito los muebles,
temblaban los tabiques con furiosos empujones, y los bebedores reían
maliciosamente... ¡Cañamel que intentaba acariciar a su gata! ¡De seguro que saldría
al mostrador con un nuevo arañazo...! Esta lucha habla de tener fin. Neleta, era
demasiado firme para no rendir a aquel panzudo, que temblaba ante sus amenazas de
no volver más a la taberna. Todo el Palmar se conmovió con la noticia del matrimonio
de Cañamel a pesar de que era un suceso esperado. La cuñada del novio iba de puerta
en puerta vomitando injurias. Las mujeres formaban corrillos ante las barracas... ¡La
mosquita muerta! ¡Y qué bien había sabido manejarse para pescar al hombre más rico
de la Albufera! Nadie se acordaba del antiguo noviazgo con Tonet. Habían transcurrido
seis años desde que partió, y raramente se volvía de allá donde él estaba. Neleta, al
tomar posesión como dueña legítima de aquella taberna, por la que pasaba todo el
pueblo y a la que acudían los menesterosos implorando la usura de Cañamel no se
enorgulleció ni quiso vengarse de las comadres que la calumniaban en su época de
servidumbre. A todas las trataba con cariño, pero interponía el mostrador entre ella y
las visitantes, para evitar familiaridades.
Ya no volvió a la barraca de los Palomas. Hablaba con la Borda como con una
hermana, cuando ésta iba a comprarle algo, y al tío Paloma le servia el vino en el vaso
más grande, procurando olvidar sus pequeñas deudas. El tío Toni frecuentaba poco la
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taberna; pero Neleta, al verle, lo saludaba con expresión de respeto, como si aquel
hombre silencioso y ensimismado fuese para ella algo así como un padre que no quería
reconocerla, pero al que veneraba en secreto. Estos eran los únicos afectos del pasado
que vivían en ella. Dirigía su establecimiento como si nunca hubiese hecho otra cosa;
sabía dominar a los bebedores con una palabra; sus brazos blancos, siempre
arremangados, parecían atraer a la gente de todas las orillas de la Albufera; la
taberna marchaba bien, y ella se mostraba cada día más fresca, más hermosa, más
arrogante, como si de golpe hubiesen entrado en su cuerpo todas las riquezas del
marido, de las que se hablaba en el lago con asombro y envidia.
En cambio, Cañamel mostraba cierta decadencia después de su matrimonio. La
salud y frescura de su mujer parecían robadas a él. Al verse rico y dueño de la mejor
moza de la Albufera, había creído llegado el momento de enfermar por primera vez en
su vida. Los tiempos no eran buenos para el contrabando; los oficiales jóvenes e
inexpertos encargados de la vigilancia de la costa no admitían negocios, y como de la
taberna entendía Neleta mejor que Cañamel, éste, no sabiendo qué hacer, se dedicaba
a estar enfermo, que es diversión de rico, según afirmaba el tío Paloma.
EL viejo sabía mejor que nadie dónde estaba la dolencia del tabernero, y
hablaba de ella con expresión maliciosa. Se había despertado en él la bestia amorosa,
dormida durante los años en que no sintió otra pasión que la de la ganancia. Neleta
ejercía sobre él la misma influencia que cuando era su criada. El brillo de las dos gotas
verdes de sus ojos, una sonrisa, una palabra, el roce de sus brazos que se encontraban
al llenar las copas en el mostrador, bastaban para que perdiese la calma. Pero ahora
Cañamel ya no recibía arañazos, ni al quedar abandonado el mostrador se
escandalizaban los parroquianos... Y de este modo transcurría el tiempo: Cañamel
quejándose de extrañas enfermedades; doliéndole tan pronto la cabeza como el
estómago; grueso y flácido, con una creciente obesidad tras la cual se adivinaba la
consunción de su organismo; y Neleta cada vez más fuerte, como si al derretirse la vida
del tabernero cayese sobre ella cual lluvia fecundante. El tío Paloma comentaba esta
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situación con cómica gravedad. La raza de los Cañamels iba a reproducirse tanto, que
llenaría todo el Palmar. Pero transcurrieron cuatro años sin que Neleta fuese madre, a
pesar de sus fervientes deseos. Deseaba un hijo para asegurar su posición, hábilmente
conquistada, y darles en los morros, como ella decía, a los parientes de la difunta.
Cada medio año circulaba por el pueblo la noticia de que estaba encinta, y las mujeres,
al entrar en la taberna, la examinaban con inquisitorial atención, reconociendo la
importancia que tendría este acontecimiento en la lucha de la tabernera con sus
enemigas. Pero siempre se deshacía la esperanza.
Las más atroces murmuraciones se cebaban en Neleta así que surgía la
posibilidad de que fuese madre. Las enemigas pensaban maliciosamente en cualquier
propietario de tierras de arroz de los que venían de los pueblos de la Ribera y
descansaban en la taberna; en algún cazador de Valencia; hasta en el teniente de
carabineros, que, aburrido de su soledad de Torre Nueva, venía algunas veces a
amarrar su caballo en un olivo ante la casa de Cañamel después de atravesar el barro
de los canales; en todos, menos en el enfermizo tabernero, dominado más que nunca
por aquella furia insaciable que parecía consumirlo. Neleta sonreía ante las
murmuraciones. No amaba a su marido, estaba segura de ello; sentía mayor afición
por muchos de los que visitaban su taberna, pero tenía la prudencia de la hembra
egoísta y reflexiva que se casa por la utilidad y desea no comprometer su calma con
infidelidades.
Un día circuló la noticia de que el hijo del tío Toni estaba en Valencia. La guerra
había terminado. Los batallones, sin armas, con el aspecto triste de los rebaños
enfermos, desembarcaban en los puertos. Eran espectros del hambre, fantasmas de la
fiebre, amarillos como esos cirios que sólo se ven en las ceremonias fúnebres, con la
voluntad de vivir brillando en sus ojos profundos como una estrella en el fondo de un
pozo. Todos marchaban a sus casas, incapaces para el trabajo, destinados a morir
antes de un año en el seno de las familias, que habían dado un hombre y recibían una
sombra.
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Tonet fue acogido en el Palmar con curiosidad y entusiasmo. Era el único del
pueblo que volvía de allá. ¡Y cómo volvía...! Demacrado por la miseria de los últimos
días de la guerra, pues era de los que habían sufrido el bloqueo en Santiago. Pero
aparte de esto, mostrábase fuerte, y las viejas comadres admiraban su cuerpo enjuto y
esbelto, las posturas marciales que tomaba al pie del raquítico olivo que adornaba la
plaza, atusándose el bigote, adorno viril que en todo el Palmar sólo lo usaba el cabo de
los carabineros, y exhibiendo la gran colección de jipijapas, único equipaje que había
traído de la guerra. Por las noches se llenaba la taberna de Cañamel para oír su relato
de las cosas de allá. Había olvidado sus fanfarronadas de guerrillero, cuando apaleaba
a los pacíficos sospechosos y entraba en los bohíos revólver en mano. Ahora todos sus
relatos eran sobre los americanos, los yanquis que había visto en Santiago; unos tíos
muy altos, muy forzudos, que comían mucha carne y usaban unos sombreros pequeños.
Aquí terminaban sus descripciones. La enorme estatura de los enemigos era la única
impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el silencio de la taberna resonaban las
carcajadas de todos al contar Tonet que uno de aquellos tíos, viéndole cubierto de
andrajos, le había regalado un pantalón antes de embarcar, pero tan grande, ¡tan
grande! Que le envolvía como una vela. Neleta, detrás del mostrador, le oía mirándolo
fijamente. Sus ojos eran inexpresivos; las dos gotas verdes carecían de luz, pero no se
apartaban un instante de Tonet, como si tuviesen ansia por retener aquella figura
marcial tan distinta de las otras que la rodeaban y que en nada recordaba al muchacho
que diez años antes la tenía por novia. Cañamel, tocado de patriotismo y entusiasmado
por la extraordinaria concurrencia que Tonet atraía a la taberna, chocaba la mano con
el soldado, le ofrecía vasos y le hacía preguntas sobre cosas de Cuba, enterándose de
las modificaciones ocurridas desde él remoto tiempo en que él estuvo allá.
Tonet iba a todas partes escoltado por Sangonera, que admiraba a su compañero
de la infancia. Ya no era sacristán. Había abandonado los libros que le prestaban los
vicarios. Las aficiones de su padre a la vida errante y al vino habíanse despertado en
él, y el cura lo arrojó de la iglesia, cansado de las chuscas torpezas que cometía
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ayudándole en la misa en plena embriaguez. Además, Sangonera no estaba conforme,
según afirmaba gravemente, entre las risas de todos, con las cosas de los curas. Y
aviejado en plena juventud por una embriaguez interminable, roto y mugriento, vivía
al azar como en su infancia, durmiendo en su barraca, peor que una pocilga, y
asomando a todos los sitios donde se bebía su enjuta figura de asceta, que apenas si
marcaba en el suelo una raya de sombra.
Al amparo de Tonet encontraba obsequios, y él era el primero en pedir en la
taberna que contase las cosas de allá, pues sabía que tras el relato llegaban los vasos.
El repatriado se mostraba satisfecho de esta vida de descanso y admiración. El
Palmar parecíale ahora un lugar de delicias, recordando las noches pasadas en la
trinchera con el estómago desfallecido por el hambre y la penosa travesía en el buque
cargado de carne enferma, sembrando el mar de cadáveres.
Al mes de esta vida regalada, su padre le habló una noche en el silencio de la
barraca. ¿Qué se proponía hacer? Ahora era un hombre y debía dar por terminadas las
aventuras, pensando seriamente en el porvenir. El tenía ciertos planes, de los que
deseaba hacer partícipe al hijo, a su único heredero. Trabajando sin descanso, con la
tenacidad de hombres honrados, aún podían crearse una pequeña fortuna. Una señora
de la ciudad, la misma que le había dado en arriendo las tierras del Saler, conquistada
por su sencillez y su afán en el trabajo, acababa de regalarle una gran extensión de
terreno junto al lago: un tancat de muchas hanegadas.
No había más que un inconveniente para comenzar el cultivo, y era que el regalo
estaba cubierto de agua y había que rellenar los campos trayendo muchas barcas de
tierra, ¡pero muchas!
Había que gastar dinero o trabajar por cuenta propia. Pero ¡qué demonio! No
debían desmayar; así se habían formado todas las tierras de la Albufera. Las ricas
posesiones de hoy eran lago cincuenta años antes, y dos hombres sanos, animosos y sin
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miedo al trabajo pueden realizar grandes milagros. Mejor era esto que pescar en malos
sitios o trabajar en tierras ajenas.
A Tonet le sedujo la novedad de la empresa. Si le hubieran propuesto cultivar los
mejores y más antiguos campos inmediatos al Palmar, tal vez habría torcido el gesto;
pero le gustaba batallar con el lago, convertir en tierra laborable lo que era agua,
hacer surgir cosechas donde coleaban las anguilas entre las hierbas acuáticas.
Además, en su ligereza de pensamiento, sólo veía los resultados, sin fijarse en el
trabajo. Serían ricos y él podría alquilar las tierras, dándose una vida de holgazán, que
era su aspiración.
Padre e hijo se lanzaron a la faena, ayudados por la Borda, siempre animosa
para todo lo que diese prosperidad a la casa. Con el abuelo no había que contar. El
proyecto le había puesto de igual humor que al dedicarse su hijo por primera vez al
cultivo de tierras. ¡Otros que querían achicar la Albufera convirtiendo el agua en
campos! ¡Y eran de su familia los que cometían tal atentado! ¡Bandidos...! Tonet se
entregó al trabajo con el ardor momentáneo de los seres de escasa voluntad. Su deseo
era llenar de un solo golpe aquel rincón del lago donde su padre buscaba la riqueza.
Desde antes del amanecer, Tonet y la Borda iban en dos barquitos a buscar tierra,
para llevarla después, en un viaje de más de una hora, al gran espacio de agua muerta
cuyos límites marcaban los ribazos de barro. El trabajo era penoso, aplastante; una
tarea de hormigas. Sólo el tío Toni con su audacia de trabajador infatigable, podía
acometerlo sin otro auxilio que su familia y sus brazos.
Iban a los grandes canales que desembocan en la Albufera, a los puertos de
Catarroja y el Saler. Con perchas de ancha horquilla arrancaban del fondo grandes
pellas de barro, pedazos de turba gelatinosa, que esparcía un hedor insoportable.
Dejaban a secar en las orillas estos jirones del seno de las acequias, y cuando el sol los
convertía en terrones blancuzcos, cargábanlos en los dos barquitos, que se unían,
formando una sola embarcación. Percha que percha, tras una hora de incesante
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trabajo, llevaban al tancat el montón de tierra tan penosamente reunido, y la charca se
la tragaba sin resultado aparente, como si se disolviera la carga sin dejar rastro. Los
pescadores veían pasar todos los días dos o tres veces a la laboriosa familia
deslizándose como moscas de agua sobre la pulida superficie del lago.
Tonet se cansó pronto de esta tarea de enterrador. La fuerza de su voluntad no
llegaba a tanto; pasada la seducción del primer momento, vio la monotonía del trabajo
y calculó con terror los meses y aun los años que faltaban para dar cima a la obra.
Pensaba en lo que había costado de arrancar cada montón de tierra, y temblaba de
emoción viendo cómo se enturbiaba el agua al recibir la carga, y después, al aclararse,
mostraba el suelo siempre igual, siempre profundo, sin la más pequeña giba, como si
toda la tierra se escapase por un agujero oculto. Comenzó a faltar al trabajo.
Pretextaba cierto recrudecimiento de las dolencias adquiridas en la guerra para
quedarse en la barraca, y apenas partían su padre y la Borda, corría en busca del
fresco rincón en casa de Cañamel donde nunca le faltaban compañeros para un truque
y el porrón al alcance de la mano. A lo más, trabajaba dos días por semana. El tío
Paloma, en su odio a los enterradores que descuartizaban el lago, celebraba con risas
la pereza del nieto. ¡Ji, ji...! Su hijo era un tonto al confiar en Tonet. Conocía bien al
mozo. Había nacido con un hueso atravesado que le impedía agacharse para trabajar.
De soldado se le había endurecido, y no había que esperar remedio. Él sabía la
medicina única: ¡a palos se rompía aquello!.
Pero como en el fondo le alegraba ver a su hijo sufriendo dificultades en la
empresa, aceptaba la pereza de Tonet y hasta sonreía al verlo en casa de Cañamel.
En el pueblo comenzaban las murmuraciones por la asiduidad con que Tonet
visitaba la taberna. Se sentaba siempre ante el mostrador, y Neleta y él se miraban.
La tabernera hablaba con Tonet menos que con los otros parroquianos; pero en los
ratos de poco despacho, cuando hacia alguna labor sentada ante los toneles, cada vez
que levantaba sus ojos, éstos iban instintivamente hacia el joven. Los parroquianos
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también observaban que el Cubano, al dejar los naipes, buscaba con su mirada a
Neleta. La antigua cuñada de Cañamel hablaba de esto de puerta en puerta. ¡Se
entendían, no había más que verlos! ¡Bueno iban a poner al imbécil tabernero! ¡Entre
los dos se comerían toda la fortuna que había amasado la pobre de su hermana! Y
cuando los menos crédulos hablaban de la imposibilidad de aproximarse, en una
taberna siempre llena de gente, la arpía protestaba. Se entenderían fuera de casa.
Neleta era capaz de todo y él un enemigo del trabajo, que habla dado fondo en la
taberna, seguro de que allí le mantendrían.
Cañamel, ignorando estas murmuraciones, trataba a Tonet como a su mejor
amigo. Jugaba a la baraja con él y reñía a su mujer si no lo convidaba. Nada leía en la
mirada de Neleta, en los ojos de extraño resplandor, ligeramente irónicos, con que
acogía estas reprimendas mientras ofrecía un vaso a su antiguo novio.
Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el tío Toni, y
una noche, sacando éste a su hijo fuera de la barraca, le habló con la tristeza del
hombre fatigado que lucha inútilmente contra la desgracia.
Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros tiempos, nacido
para pasar la existencia en la taberna. Ahora era un hombre; había ido a la guerra, y
su padre no podía levantar sobre él la mano, como en otros tiempos. ¿No quería
trabajar...? Bien; él continuarla la obra completamente solo, aunque reventase como un
perro, siempre con la esperanza de dejar al morir un pedazo de pan al ingrato que le
abandonaba.
Pero lo que no podía ver con calma era que su hijo pasase los días en casa de
Cañamel frente a su antigua novia. Podía ir si quería a otras tabernas; a todas menos
a aquélla.
Tonet protestó con vehemencia al oír esto. ¡Mentiras, todo mentiras! ¡Calumnias
de la Samaruca, aquella bestia maligna, cuñada de Cañamel, que odiaba a Neleta y no
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reparaba en murmuraciones! Y Tonet decía esto con la energía de la verdad, afirmando
por la memoria de su madre no haber tocado un dedo de Neleta ni haberle dicho la
menor palabra que recordase su antiguo noviazgo.
El tío Toni sonrió tristemente. Lo creía, no dudaba de sus palabras. Es más:
tenía la convicción de que hasta el presente eran calumnias todas las murmuraciones.
Pero él conocía la vida. Ahora sólo eran miradas, y mañana, atraídos por el continuo
roce, caerían en la deshonra, como consecuencia de este juego peligroso. Neleta
siempre le había parecido una casquivana, y no sería ella la que diese ejemplo de
prudencia. Después de esto, el animoso trabajador tomó un acento tan sincero, tan
bondadoso, que impresionó a Tonet.
Debía pensar queera el hijo de un hombre honrado, con mala fortuna en sus
negocios, pero al cual nadie podía reprochar una mala acción en toda la Albufera.
Neleta tenía marido, y el que busca la mujer ajena une la traición al pecado.
Además, Cañamel era amigo suyo; pasaban el día juntos, jugaban y bebían como
compañeros, y engañar a un hombreen estas condiciones era una cobardía, digna de
pagarse con un tiro en la cabeza. El tono del padre se hizo solemne.
Neleta era rica, su hijo pobre, y podían creer que la perseguía como un medio
para mantenerse sin trabajar. Esto era lo que le irritaba, lo que convertía su tristeza
en cólera.
Antes ver muerto a su hijo, que avergonzarse ante tal deshonra. ¡Tonet! ¡Hijo...!
Había que pensar en la familia, en los Palomas, antiguos como el Palmar: raza de
trabajadores tan desgraciados como buenos; acribillados de deudas por la mala suerte,
pero incapaces de una traición. Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria, y al
emprender el último viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta los
pies de su trono, mostrándole al Señor, a falta de otros méritos, las manos cubiertas de
callos como las bestias, pero el alma limpia de todo crimen.
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IV
El segundo domingo de julio era para el Palmar el día más importante del año.
Se sorteaban los redalins, los puestos de pesca de la Albufera y sus canales,
entre los vecinos del Palmar, ceremonia solemne y tradicional presidida por un
delegado de la Hacienda, misteriosa señora que nadie había visto, pero de la que se
hablaba con respeto supersticioso, como dueña que era del lago y la interminable
pinada de la Dehesa. A las siete, el esquilón de la iglesia había hecho correr a misa a
todo el pueblo. Solemnes resultaban las fiestas al Niño Jesús después de Navidad, pero
no pasaban de ser pura diversión; mientras que en la ceremonia del sorteo se jugaba al
azar el pan del año y hasta el riesgo de enriquecerse si la pesca era buena.
Por eso la misa de este domingo era la que se oía con más devoción. Las mujeres
no tenían que ir en busca de sus maridos, llevándolos a empujones a que cumpliesen el
precepto religioso. Todos los pescadores estaban en la iglesia con gesto de
recogimiento, pensando en el lago más que en la misa, y con la imaginación veían la
Albufera y sus canales, escogiendo los puestos mejores por si la suerte los agraciaba
con los primeros números.
La iglesia, pequeña, con las paredes pintadas de cal y las altas ventanas con
cortinas verdes, no podía contener a todos los fieles. La puerta estaba de par en par, y
el público se esparcía por la plaza con la cabeza descubierta bajo el sol de julio. En el
altar mostraba su carita sonriente y su falda hueca el Niño Jesús, patrón del pueblo;
una imagen que no levantaba más de un palmo, pero a pesar de su pequeñez, sabía
llenar de anguilas, en las noches tempestuosas, las barcas de los que conseguían los
mejores puestos, con otros milagros no menos asombrosos que relataban las mujeres
del Palmar.
En las paredes se destacaban sobre el fondo blanco algunos cuadros procedentes
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de antiguos conventos: tablas enormes con falanges de condenados todos rojos, como si
acabasen de ser cocidos, y ángeles de plumaje de cotorras arreándolos con flamígeras
espadas. Sobre la pila de agua bendita, un cartelón con caracteres góticos rezaba así:
Si por la ley del amor
no es lícito delinquir,
no se permite escupir
en la casa del Señor.
No había en el Palmar quien no admirase estos versos, obra, según el tío
Paloma, de cierto vicario, allá en los tiempos en que el barquero era mozo. Todos se
habían ejercitado en la lectura, deletreándolos durante las innumerables misas de su
existencia de buenos cristianos. Pero si se admiraba la poesía, no se aceptaba el
consejo, y los pescadores, sin respeto alguno a «la ley del amor», tosían y escupían con
su crónica ronquera de anfibios, deslizándose la ceremonia religiosa en un continuo
carraspeo que ensuciaba el piso y hacía volver al oficiante su colérica mirada.
Nunca había tenido el Palmar vicario como, el pare Miquel. Decíase que lo
habían enviado allí de castigo, pero él parecía tomar su desgracia muy a gusto.
Cazador infatigable, apenas terminaba su misa se calzaba las alpargatas de esparto,
encasquetábase la gorra de piel, y seguido por su perro, metíase Dehesa adentro o
hacía correr su barquito por entre los espesos carrizales para tirar a las pollas de
agua. Había que ayudarse un poco en su miserable posición, según él decía. El sueldo
era de cinco reales diarios, y estaba condenado a morir de hambre, como sus
antecesores, a no ser por la escopeta, que toleraban los guardas de la selva, y surtía de
carne su mesa todos los días. Las mujeres admiraban su energía de varón fuerte,
viendo cómo las dirigía casi a puñetazos. Los hombres no celebraban menos la llaneza
con que trataba las funciones de su ministerio. Era un cura de escopeta. Cuando el
alcalde tenía que pasar la noche en Valencia, dejaba su autoridad en manos de don
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Miguel; y éste, satisfecho de la transformación, llamaba al cabo de los carabineros de
mar.
Usted y yo somos las únicas autoridades del pueblo. Velemos por él.
Y salían de ronda toda la noche, con la carabina pendiente del hombro, entrando
en las tabernas para enviar las gentes a dormir, deteniéndose en el presbiterio varias
veces para beber una copa de caña, hasta que apuntaba el día, y don Miguel, dejando
el arma y su, traje de contrabandista, se entraba en la iglesia para decir la misa a los
pescadores. Los domingos, mientras realizaba el sagrado acto, miraba con el rabillo del
ojo a los fieles, fijándose en los que escupían con insistencia, en las comadres que
charlaban murmurando de la vecina, en los chicuelos que se empujaban cerca de la
puerta; y al volverse, irguiendo su arrogante cuerpo para bendecir a todos, miraba con
tales ojos a los culpables, que éstos se estremecían adivinando las próximas amenazas
del pare Miquel. Él era quien había expulsado a patadas al ebrio Sangonera, al pillarle
por tercera o cuarta vez empuñando la botella de vino de la sacristía. En su casa sólo
el cura podía beber. El genio violento le acompañaba en todas sus funciones sagradas,
y muchas veces, en plena misa, al notar que el sucesor de Sangonera equivocaba las
respuestas o andaba tardo en trasladar el Evangelio de un lado a otro, le largaba una
coz por debajo de las randas del alba, chasqueando la lengua como si llamase a su
perro.
Su moral era sencilla: residía en el estómago. Cuando los penitentes excusaban
sus faltas en el confesonario, la penitencia era siempre la misma. ¡Lo que debían hacer
era comer más! Por eso el demonio los agarraba al verlos tan flacos y amarillentos. Lo
que él decía: «Buenos bocados y menos pecados». Y si alguien contestaba alegando su
miseria, indignábase el cura, soltando un taco redondo. Recordons! ¿Pobres y vivían en
la Albufera, el mejor rincón del mundo? Allí estaba él con sus cinco reales, y lo pasaba
mejor que un patriarca. Le habían enviado al Palmar creyendo hacerle la santísima, y
sólo cambiaba su puesto por una canonjía en Valencia. ¿Para qué habría criado Dios
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las becadas de la Dehesa, que volaban en enjambre como las moscas, los conejos, tan
numerosos como las hierbas, y todos aquellos pájaros del lago, que no había más que
remover los cañares para que saltasen a docenas? ¿Es que esperaban que la carne
cayese ya desplumada y con sal en sus calderos...? Lo que debían tener era más afición
al trabajo y temor a Dios. No todo había de ser pescar anguilas, pasando las horas
sentados en una barca, como mujeres, y comer carne blancuzca que olía a barro. Así
estaban de enmohecidos y pecadores, que daban asco. El hombre que es hombre,
¡cordones! Debía ganarse como él la comida... ¡a tiros...! Después de Pascua Florida,
cuando todo el Palmar vaciaba su saco de pecados en el confesonario, menudeaban los
escopetazos en la Dehesa y en el lago, y los guardas iban locos de un lado a otro, sin
poder adivinar a qué obedecía este furor repentino por la caza. Terminó la misa, y la
muchedumbre se esparció por la plazoleta. Las mujeres no volvían a sus barracas para
preparar el caldero de mediodía. Se quedaban con los hombres frente a la escuela,
donde se verificaba el sorteo: el mejor edificio del Palmar, el único con dos pisos, una
casita que tenia abajo el departamento de los niños y arriba el de las niñas. En el piso
superior se verificaba la ceremonia, y al través de las ventanas abiertas se veía al
alguacil, ayudado por Sangonera, arreglar la mesa con el sillón presidencial para el
señor que vendría de Valencia y los bancos de las dos escuelas para los pescadores
miembros de la Comunidad. Los más viejos del pueblo se agrupaban junto al olivo
retorcido y de escasas hojas, único adorno de la plaza. Este árbol raquítico y antiguo,
arrancado de las montañas para languidecer en un suelo de barro, era el punto de
reunión del pueblo, el sitio donde se desarrollaban todos los actos de su vida civil. Bajo
sus ramas se hacían los tratos de la pesca, se cambiaban las barcas y se vendían las
anguilas a los revendedores de la ciudad. Cuando alguien encontraba en aguas de la
Albufera un mornell abandonado, una percha flotando o cualquier otro útil de pesca, lo
dejaba al pie del olivo, y la gente desfilaba ante él, hasta que el dueño lo reconocía por
la marca especial que cada pescador ponía a sus útiles. Todos hablaban del próximo
sorteo con la emoción temblorosa del que confía su porvenir al azar. Antes de una hora
iba a decidirse para cada uno la miseria de un año o la abundancia. En los corrillos se
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hablaba de los seis primeros puestos, de los seis redolins mejores, los únicos que
podían hacer rico a un pescador, y que correspondían a los seis primeros nombres que
salían de la bolsa. Eran los puestos de la Sequiota, o los inmediatos a ella, el camino
que seguían las anguilas en las noches tempestuosas, huyendo hacia el mar, para
encontrarse con las redes de los redolins, donde quedaban prisioneras.
Se recordaba con misterio a ciertos afortunados pescadores, dueños de un puesto
de la Sequiota, que en una noche de tempestad, cuando alborotada la Albufera se
rizaba en ondas que dejaban al descubierto el barro del fondo, habían cogido
seiscientas arrobas de pesca. ¡Seiscientas arrobas, a dos duros...! Brillaban los ojos con
el fuego de la codicia, pero todos se hablaban al oído, repitiendo misteriosamente las
cifras de la pesca, temiendo que les oyese alguien que no fuera del Palmar, pues desde
pequeño cada cual aprendía, con extraña solidaridad, la conveniencia de decir que se
pescaba poco, para que la Hacienda aquella señora desconocida y voraz no les
afligiera con nuevos impuestos. El tío Paloma hablaba de los tiempos pasados, cuando
la gente no se multiplicaba como los conejos de la Dehesa y sólo entraban en el sorteo
unos sesenta pescadores, únicos que constituían la Comunidad. ¿Cuántos eran ahora?
En el sorteo del año anterior habían figurado más de ciento cincuenta. Si continuaba
creciendo la población, serían más los pescadores que las anguilas y perderla el Palmar
las ventajas de su privilegio de los redolins, que le daba cierta superioridad sobre los
otros pescadores del lago.
El recuerdo de estos «otros», de los pescadores de Catarroja, que compartían con
los del Palmar el disfrute de la Albufera, ponía nervioso al tío Paloma. Los odiaba
tanto como a los agricultores que roían el agua creando nuevos campos. Según decía el
barquero, aquellos pescadores que vivían lejos del lago, en las afueras de Catarroja,
mezclados con los labradores y trabajando la tierra cuando se pagaban bien los
jornales, no eran más que pescadores de ocasión, gentes que venían al agua empujadas
por el hambre, a falta de cosas más productivas en que ocuparse. El tío Paloma tenia
clavado en el alma el orgullo de estos enemigos, que se consideraban los primeros
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pobladores de la Albufera. Según ellos, eran los de Catarroja los pescadores más
antiguos, aquellos a quienes el glorioso rey don Jaime, después de conquistar Valencia,
dio el primer privilegio para que explotasen el lago, con el gravamen de entregar la
quinta parte de la pesca a la Corona.
¿Qué eran entonces los del Palmar? preguntaba irónicamente el viejo barquero.
Y se indignaba recordando la respuesta que daban los de Catarroja. El Palmar
llevaba este nombre porque era remotamente una isleta cubierta de palmitos. En otros
siglos bajaba gente de Torrente y otros pueblos que se dedicaban al comercio de
escobas, se establecían en la isla, y después de hacer provisión de palmitos para todo el
año, levantaban el vuelo. Poco a poco fueron quedándose algunas familias. Los
escoberos se convirtieron en pescadores, viendo que esto daba mayores ganancias, y
más listos y avezados por su vida errante a los progresos del mundo, inventaron lo de
los redolins, consiguiendo para éste un privilegio de los reyes y perjudicando a los de
Catarroja, gente sencilla que nunca había salido de la Albufera...
Habla que ver la indignación del tío Paloma al repetir las opiniones de los
enemigos. ¡Los del Palmar, los mejores pescadores del lago, descendientes de unos
escoberos y viniendo de Torrente y otros lugares, donde jamás se habla criado una
anguila...! ¡Cristo! Por menores motivos se mataban los hombres en cualquier ribazo
con la fitora, Él estaba bien enterado, y le constaba que todo era mentira. Siendo joven
lo nombraron una vez Jurado de la Comunidad, y se llevó a su casa el tesoro del
pueblo, el archivo de los pescadores, un cajón repleto de librotes, ordenanzas,
privilegios de reyes y cuadernos de cuentas, que pasaba de un Jurado a otro a cada
nuevo nombramiento, y llevaba siglos rodando de barraca en barraca, siempre
guardado bajo los colchones, como si pudiesen robarlo los enemigos del Palmar. El viejo
barquero no sabia leer. En su época no se pensaba en estas cosas y se comía mejor.
Pero cierto vicario amigo suyo le había descifrado por las noches el contenido de las
patas de mosca que llenaban las páginas amarillentas, y él lo retenía en su memoria
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con gran facilidad. Primero el privilegio del glorioso san Jaime, el que mataba moros,
pues el barquero, en su respeto por el rey conquistador, que regaló el lago a los
pescadores, creía poca cosa la realeza y le quería santo. Después venían las
concesiones de don Pedro, doña Violante, don Martín, don Fernando, todos reyes y
unos benditos siervos de Dios, que se acordaban de los pobres; y quién el derecho a
cortar troncos de la Dehesa para calar las redes, quién el privilegio de aprovecharse de
las cortezas del pino para teñir el hilo de las mallas, todos regalaban algo a los
pescadores. Aquéllos eran otros tiempos. Los reyes, excelentes personas, con la mano
siempre abierta para los pobres, se contentaban con el quinto de la pesca; no como
ahora, que la Hacienda y demás invenciones de los hombres se llevan cada tres meses
media arroba de plata por dejarles vivir en un lago que era de sus abuelos. Y cuando
alguien le decía que el quinto representaba mucho más que la famosa media arroba de
plata, el tío Paloma rascábase con indecisión la cabeza por debajo del gorro. Bueno:
aceptaba que fuese más; pero no se pagaba en dinero y se sentía menos. Tras esto
volvía a su manía contra los demás habitantes del lago. Era verdad que al principio no
existían otros pescadores en la Albufera que los que vivían a la sombra del campanario
de Catarroja. En aquellos tiempos no se podía hacer vida cerca del mar. Los piratas
berberiscos amanecían a lo mejor en la playa, arramblando con todo, y la gente
honrada y trabajadora tenía que guarecerse en los pueblos para que no le adornasen el
cuello con una cadena. Pero, poco a poco, en tiempos más seguros, los verdaderos
pescadores, los puros, los que huían del trabajo de las tierras como de una abdicación
deshonrosa, se habían trasladado al Palmar, evitándose así todos los días un viaje de
dos horas antes de tender las redes. Amaban al lago y por eso, se quedaron en él.
¡Nada de escoberos! Los del Palmar eran tan antiguos como los otros. A su abuelo le
había oído muchas veces que la familia procedía de Catarroja, y aún debían quedarle
por allá parientes, de los que nada quería saber. La prueba de que eran los más
antiguos y los más hábiles pescadores estaba en la invención de los redolins: una
maravilla que los de Catarroja nunca habían podido discurrir. Aquellos desdichados
pescaban con redes y anzuelos; los más de los días tenían que hacerse una cruz en el
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estómago, y por bueno que se presentase el tiempo no salían de pobres. Los del Palmar,
con su sabiduría, habían estudiado las costumbres de las anguilas. Viendo que durante
la noche se aproximan hacia el mar, y en la oscuridad tempestuosa juegan como locas,
abandonando el lago para meterse en los canales, habían encontrado más cómodo
cerrar las acequias con barreras de redes sumergidas, colocar junto a ellas las bolsas
de malla de los mornells y monots, y la pesca por sí sola iba a colarse en el engaño, sin
más trabajo para el pescador que vaciar el seno de sus artefactos y volver a
sumergirlos.
¡Y qué admirable organización la de la Comunidad del Palmar! El tío Paloma se
entusiasmaba hablando de esta obra de los antiguos. El lago era de los pescadores.
Todo de todos; no como en tierra firme, donde los hombres han inventado esas
porquerías del reparto de la tierra, y la ponen límites y tapias, y dicen con orgullo
«esto es tuyo y esto es mío», como si todo no fuese de Dios y como si al morir se
pudieran poseer otros terrones que los que llenan la boca para siempre. La Albufera
para todos los hijos del Palmar, sin distinción de clases; lo mismo para los vagos que se
pasaban el día en casa de Cañamel, que para el alcalde, que enviaba anguilas lejos,
muy lejos, y era casi tan rico como el tabernero. Pero como al dividir el lago entre
todos, unos puestos eran mejores que otros, se había establecido el sorteo anual, y los
buenos bocados pasaban de mano en mano. El que hoy era un miserable, mañana
podía ser rico: esto lo ordenaba Dios, valiéndose de la suerte. El que habla de ser
pobre, pobre quedaba, pero con una ventana abierta para que entrase la Fortuna si
sentía el capricho. Allí estaba él, que era el más viejo del Palmar, y pensaba cumplir el
siglo si el demonio no se metía de por medio. Había entrado en más de ochenta sorteos:
una vez sacó el quinto puesto, otra el cuarto; nunca había conseguido el primero; pero
no se quejaba, pues había vivido sin sufrir hambre ni calentarse la cabeza para
desnudar a su vecino, como la gente que llegaba de tierra adentro. Además, al finalizar
el invierno, cuando en los redolins terminaban las grandes pescas, el Jurado ordenaba
una arrastrà, en la que tomaban parte todos los pescadores de la Comunidad,
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juntando sus redes, sus barcas y sus brazos. Y esta empresa en común de todo un
pueblo barría el fondo del lago con su gigantesco tejido de redes, y el producto de la
enorme pesca se repartía entre todos por partes iguales. Así deben vivir los hombres,
como hermanos, para no convertirse en fieras. Y el tío Paloma terminaba diciendo que
por algo el Señor, cuando vino al mundo, predicaba en lagos que eran, poco más o
menos, como la Albufera, y no se rodeaba de cultivadores de campos, sino de
pescadores de tencas y anguilas.
La muchedumbre era cada vez mayor en la plaza. El alcalde, con sus adjuntos y
el alguacil, estaba en el canal aguardando la barca que traía de Valencia al
representante de la Hacienda. Llegaban los personajes de la contornada para
consagrar con su presencia el sorteo. La gente abría paso al teniente de carabineros,
que venía de su soledad de Torre Nueva, entre la Dehesa y el mar, al galope del
caballo, manchado del barro de las acequias. Presentábase el Jurado seguido de un
mocetón que llevaba a cuestas la caja del archivo de la Comunidad, y el pare Miquel, el
belicoso vicario, con el balandrán al hombro y el gorrito ladeado, iba de grupo en grupo
asegurando que la suerte volvería la espalda a los pescadores.
Cañamel, que no era hijo del pueblo y carecía de derecho para participar del
sorteo, mostrábase tan interesado como los pescadores. Nunca faltaba a aquella
ceremonia. Encontraba allí su negocio para todo el año, que le compensaba de la
decadencia del contrabando. Casi siempre, el que conseguía el primer puesto era un
pobre, sin otros bienes que un barquito y algunas redes. Para explotar la Sequiota
necesitaba grandes artefactos, varias embarcaciones, marineros a sueldo; y cuando el
infeliz, anonadado por su buena suerte, no sabía cómo empezar, se le aproximaba
Cañamel como un ángel bueno. Él tenía lo preciso; ofrecía sus barcas, las mil pesetas
de hilo nuevo que se necesitaban para las grandes barreras que debían cerrar el canal
y el dinero necesario para adelantar jornales. Todo como ayuda a un amigo, por el
afecto que el agraciado le inspiraba; pero como la amistad es una cosa y el negocio
otra, se contentaría a cambio de sus auxilios con la mitad de la pescó. De este modo los
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sorteos eran casi siempre en beneficio de Cañamel, que aguardaba con ansiedad el
resultado, haciendo votos por que los primeros puestos no correspondiesen a los
vecinos del Palmar que tenían alguna fortuna.
Neleta también había acudido a la plaza, atraída por aquel acto, que era una de
las mejores fiestas del pueblo. Iba endomingada, parecía una señorita de Valencia, y la
Samaruca, su feroz enemiga, se burlaba en un corro hostil de su moño alto, del traje de
color de rosa, del cinturón con hebilla de plata y de su olor de «mujer mala», que
escandalizaba a todo el Palmar, haciendo perder la calma a los hombres. La graciosa
rubia, desde que era rica, se perfumaba de un modo violento, como si quisiera aislarse
del hedor de fango que envolvía al lago. Se lavaba poco la cara, como todas las mujeres
de la isla; su piel no era muy limpia, pero jamás faltaba sobre ella un capa de polvos, y
a cada paso sus ropas despedían un rabioso perfume de almizcle, que hacía dilatar el
olfato con placentera beatitud a los parroquianos de la taberna.
En la muchedumbre se marcó una gran ondulación. ¡Ya estaba allí...! ¡La
ceremonia iba a comenzar! Y pasaron ante el gentío el alcalde con su bastón de borlas
negras, todos sus adláteres y el enviado de la Hacienda, un pobre empleado al que
miraban los pescadores con admiración imaginando confusamente su inmenso poder
sobre la Albufera y al mismo tiempo con odio. Aquel lechuguino era el que se tragaba
la media arroba de plata.
Todos fueron subiendo con lentitud por la estrecha escalerilla de la escuela, que
sólo podía contener una persona de frente. Una pareja de carabineros, fusil en mano,
guardaba la puerta para impedir la entrada de las mujeres y los chicuelos, que
alteraban las deliberaciones de la reunión. De vez en cuando la curiosidad de la gente
menuda pretendía arrollarlos, pero los carabineros presentaban las culatas y hablaban
de dar una paliza a toda la chiquillería, que con sus gritos turbaba la solemnidad del
acto.
Arriba era tanta la aglomeración, que los pescadores, no encontrando sitio en los
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bancos, se apiñaban en los balcones. Unos, los más antiguos, llevaban el gorro rojo de
los viejos habitantes de la Albufera; otros cubrían su cabeza con el pañuelo de largo
rabo de los labriegos o con sombreros de palma. Todos iban vestidos de colores claros,
con alpargatas de esparto o descalzos, y de esta muchedumbre sudorosa y apretada
surgía el eterno hedor viscoso y frío de los anfibios criados en el barro.
Sobre la plataforma del maestro estaba la mesa presidencial. En el centro el
enviado de la Hacienda dictando a su escribiente el encabezamiento del acta, y a sus
lados el cura, él alcalde, el jurado, el teniente y otros invitados, entre los que figuraba
el médico del Pamar, un pobre paria de la ciencia, que por cinco reales venía
embarcado tres veces por semana a curar en bloque a los tercianarios pobres. Se
levantó de su asiento el Jurado. Ante él tenía los libros de cuentas de la Comunidad,
maravillosos jeroglíficos, en los que no entraba ni una sola letra, estando
representados los pagos por figuras de todas clases. Así lo habían inventado los
antiguos jurados, que no sabían escribir, y así continuaba. Cada hoja contenía la
cuenta de un pescador. Nada de inscribir su nombre en la cabecera, sino la marca que
cada cual ponía a su barquito y sus redes para reconocerlos. Uno era una cruz, el otro
unas tijeras, el de más allá un pico de fálica, el tío Paloma una media luna, y así se
entendía el jurado, no teniendo más que mirar el jeroglífico para decir: «Ésta es la
cuenta de Fulano». Y después, en el resto de la página, rayas y más rayas, significando
cada una de ellas el pago de un mes de impuesto. Los viejos barqueros alababan este
sistema de contabilidad. Así cualquiera podía revisar las cuentas, y no había trampas
como en esos librotes de números y apretada escritura que sólo entienden los señores.
El Jurado, un mocetón avispado, de cabeza rapada y ojos insolentes, tosió y
escupió varias veces antes de hablar. Los invitados, que ocupaban la presidencia,
echaron el cuerpo atrás y comenzaron a conversar entre sí. Iban a tratarse
primeramente los asuntos de la Comunidad, en los que ellos no podían intervenir.
Eran cosas que debían arreglarse entre pescadores. El Jurado comenzó su peroración:
«Caballees...!». Y paseó su mirada imperiosa sobre el concurso, imponiendo silencio.
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Abajo, en la plaza, chillaban los chicos como condenados y la charla de las mujeres
subía con molesto zumbido. El alcalde hizo salir al alguacil, saltando por entre la gente
para imponer silencio y que el jurado siguiera su discurso.
Caballeros, las cosas claras. A él lo habían hecho jurado para cobrar a cada uno
su parte y entregar todos los trimestres a la Hacienda cerca de mil quinientas pesetas,
la famosa media arroba de plata de que hablaba todo el pueblo. Pues bien; las cosas no
podían seguir así. Muchos se retrasaban en el pago, y los pescadores mejor
acomodados tenían que suplir la falta. Para evitar en adelante este desorden, proponía
que los que no estuviesen al corriente en el pago no entrasen en el sorteo. Una parte
del público acogió con murmullos de satisfacción estas palabras. Eran los que habían
pagado, y al quedar excluidos del sorteo muchos de sus compañeros, veían aumentada
la probabilidad de conseguir los primeros puestos. Pero la mayoría de la reunión, la de
aspecto más mísero, protestaba a gritos, poniéndose de pie, y durante algunos minutos
el jurado no pudo dejarse oír.
Al restablecerse el silencio y ocupar todos sus sitios se levantó un hombre
enfermizo, de cara pálida, con un resplandor malsano en los ojos. Hablaba lentamente,
con voz desmayada; sus palabras se cortaban a lo mejor por un escalofrío. Él era de los
que no habían pagado: tal vez nadie debía tanto como él. En el sorteo anterior le tocó
uno de los últimos puestos y no había pescado ni para dar de comer a su familia. En un
año había perchado dos veces hacia Valencia llevando en el fondo del barquito dos cajas
blancas con galones dorados, dos monerías, que le hicieron pedir dinero a préstamo...
Pero ¡ay!, ¡qué menos puede hacer un padre que adornar bien a sus pequeños cuando
se van para siempre...! Se le habían muerto dos hijos por comer mal, como decía el pare
Miquel, allí presente, y después él había pillado las tercianas trabajando, y las
arrastraba meses y meses. No pagaba porque no podía. ¿Y por esto iban a quitarle su
derecho a la fortuna? ¿No era él de la Comunidad de Pescadores, como lo fueron sus
padres y sus abuelos...? Se hizo un silencio doloroso, en el que podía oírse el sollozar
del infeliz, caído sin fuerzas en su asiento con la cara entre las manos, como
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avergonzado de su confesión.
No, redéu, no! gritó una voz temblona con una energía que conmovió a todos.
Era el tío Paloma, que, puesto de pie, con el gorro encasquetado, los ojillos
llameantes de indignación, hablaba apresuradamente, mezclando en cada palabra
cuantos juramentos y tacos guardaba en su memoria. Los viejos compañeros le tiraban
de la faja para llamarle la atención sobre su falta de respeto a los señores de la
presidencia; pero él les contestaba con el codo y seguía adelante. ¡Valiente cosa le
importaban tales peleles a un hombre como él, que había tratado reinas y héroes...!
Hablaba porque podía hablar. ¡Cristo! Él era el barquero más viejo de la Albufera, y
sus palabras debían tomarse como sentencias. Los padres y los abuelos de todos los
presentes hablaban por su boca. La Albufera pertenecía a todos, ¿estamos?, y era
vergonzoso quitarle a un hombre el pan por si había pagado o no a la Hacienda. ¿Es
que esa señora necesitaba para cenar las míseras pesetas de un pescador...? La
indignación del viejo animaba al público. Muchos retan a carcajadas, olvidando la
impresión penosa de momentos antes. El tío Paloma recordaba que él también había
sido jurado. Bueno era tener el puño duro con los pillos que huyen del trabajo; pero a
los pobres que cumplen su deber y por ser víctimas de la miseria no pueden pagar
había que abrirles la mano. ¡Cordones! ¡Ni que fuesen moros los pescadores del
Palmar! No; todos eran hermanos y a todos pertenecía el lago. Esas divisiones de ricos
y pobres quedaban para la tierra firme, para los «labradores», entre los cuales hay
amos y criados. En la Albufera todos eran iguales: el que no pagaba ahora ya pagarla
más adelante; y los que tuvieran más que supliesen las faltas de los que nada tenían,
pues así había ocurrido siempre... ¡Todos al sorteo! Tonet dio la señal de la baraúnda
aclamando a su abuelo. El tío Ton¡ no parecía muy conforme con las creencias de su
padre, pero todos los pescadores pobres se abalanzaron sobre el viejo, demostrándole
su entusiasmo con tirones de la blusa y cariñosas palmadas, tan vehementes, que
caían sobre su nuca arrugada como una lluvia de cachetes. El Jurado cerró sus libros
con expresión de desaliento. Todos los años ocurría lo mismo. Con aquella gente
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antigua, que parecía siempre joven, era imposible poner en orden los asuntos de la
corporación. Y con gesto aburrido fue escuchando las excusas de los que no habían
pagado y se levantaban para explicar su morosidad. Tenían enfermos en su familia; les
había tocado un puesto malo; estaban imposibilitados para el trabajo por las fiebres
malditas, que al anochecer parecían espiar desde los cañaverales la carne de pobre
para clavar en ella las garras; y toda la miseria, la vida triste de la laguna insalubre,
iba desfilando como un lamento interminable.
Para cortar esta exposición infinita de dolores se acordó no excluir a nadie del
sorteo, y el Jurado depositó sobre la mesa el bolsón de piel con las boletas.
Demane la paraula gritó una voz junto a la puerta. ¿Quién deseaba hablar
para nuevas y abrumadoras reclamaciones? Se abrieron los grupos, y una gran
carcajada saludó la aparición de Sangonera, que avanzaba gravemente, frotándose sus
ojos enrojecidos de borracho, haciendo esfuerzos por mostrarse en su apostura digno de
tomar parte en la reunión. Viendo desiertas todas las tabernas del Palmar, se había
deslizado en la escuela, y antes del sorteo creyó necesario pedir la palabra.
Què vols tu? dijo el jurado con mal humor, molestado por una intervención del
vagabundo que venia a colmar su paciencia después de las excusas de los deudores.
¿Qué quería...? Deseaba saber por qué causa no figuraba su nombre en los
sorteos de todos los años. Él tenía tanto derecho como el que más a gozar un redolí en
la Albufera. Era el más pobre de todos; pero ¿no había nacido en el Palmar?, ¿no le
hablan bautizado en la parroquia de San Valero de Ruzafa?, ¿no era descendiente de
pescadores? Pues debía figurar en el sorteo.
Y la pretensión de este vagabundo, que jamás quiso tocar una red y prefería
pasar a nado los canales antes que empuñar una percha, pareció tan inaudita, tan
grotesca a los pescadores, que todos prorrumpieron en carcajadas.
El Jurado contestaba con displicencia. ¡Largo de allí, maltrabaja! ¿Qué le
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importaba a la Comunidad que sus abuelos hubiesen sido honrados pescadores, si su
padre abandonó la percha para siempre, dedicándose a la holganza, y él no tenía de
marinero más que el haber nacido en el Palmar? Además, su padre no había pagado
nunca el impuesto y él tampoco; la marca que en otros tiempos llevaban los
Sangoneras en sus aparatos de pesca hacia muchos años que había sido borrada de los
libros de la Comunidad.
Pero el borracho insistió alegando sus derechos entre las crecientes risas del
público, hasta que intervino el tío Paloma con sus preguntas... Y si entraba por fin en
el sorteo y le tocaba uno de los mejores puestos, ¿qué haría de él?, ¿cómo lo explotaría,
si no era pescador ni conocía el oficio? El vagabundo sonrió maliciosamente. Lo
importante era conseguir el puesto; lo demás corría de su cuenta. Ya se arreglaría de
modo que trabajasen otros para él, dándole la mejor parte del producto. Y en su cínica
sonrisa vibraba la maligna expresión del primer hombre que engañó a su semejante,
haciéndolo trabajar para mantenerse en la holganza. La franca confesión de
Sangonera indignó a los pescadores. No hacia más que formular en voz alta el
pensamiento de muchos, pero aquella gente sencilla se sintió insultada por el cinismo
del vagabundo y creyó ver en él la personificación de todos los que oprimían su
pobreza. ¡Fuera! ¡fuera! A empujones y pellizcos fue conducido hasta la puerta,
mientras los pescadores jóvenes movían ruido con los pies y remedaban entre risas
una riña de perros y gatos.
El vicario don Miguel se levantó indignado, avanzando su cuerpo de luchador,
con la cara congestionada por la ira. ¿Qué era aquello? ¿Qué faltas de respeto se
permitían con las personas graves e importantes que formaban la presidencia...? ¡A ver
si bajaba él del estrado y le rompía los morros a algún guapo...!
Al hacerse instantáneamente el silencio, el cura se sentó, satisfecho de su poder,
y dijo por lo bajo al teniente:
¿Ve usted? A este ganado nadie lo entiende como yo. Hay que enseñarles el
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cayado de vez en cuando.
Más aún que las amenazas del pare Miquel, lo que restableció la calma fue ver
que el Jurado entregaba al presidente la lista de los pescadores de la Comunidad para
cerciorarse de que todos estaban presentes. Cuantos hombres tenía el Palmar
dedicados a la pesca estaban en ella. Bastaba ser mayor de edad, aunque viviera al
lado del padre, para figurar en el sorteo de los redolins.
Leía el presidente los nombres de los pescadores, y cada uno de los llamados
contestaba «¡Ave María Purísima!» con cierta unción, por estar el vicario presente.
Algunos, enemigos del padre Miguel, respondían «Avant!», gozando con el mal gesto
que ponía el vicario. El Jurado vació un bolsón de cuero mugriento, casi tan antiguo
como la Comunidad, y rodaron las boletas sobre la mesa, unas bellotas huecas de
madera negra, en cuyo orificio se introducía un papel con el nombre del sorteado.
Uno tras otro eran llamados los pescadores a la presidencia para recibir su
boleta y una tira de papel en la que habían puesto el nombre, en previsión de que no
supiera escribir.
Eran de ver las precauciones que una astucia recelosa hacía adoptar a la pobre
gente. Los pescadores más ignorantes iban en busca de los que sabían leer para que
viesen si era su nombre el que figuraba en el papel, y solamente después de muchas
consultas se daban por convencidos. Además, la costumbre de ser designados siempre
por el apodo les hacía experimentar cierta indecisión. Sus dos apellidos sólo salían a
luz en un día como aquel, y titubeaban como faltándoles la certeza de que fuesen los
suyos.
Después venían las grandes precauciones. Cada uno se ocultaba volviendo el
rostro a la pared, y al introducir su nombre en la bellota metía con el papel arrollado
una brizna de paja, un fósforo de cartón, algo que sirviera de contraseña para que no
cambiasen su boleta. El recelo les acompañaba hasta el momento en que la
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depositaban en el saco. Aquel señor que venía de Valencia despertaba en ellos esa
desconfianza que inspira siempre el funcionario público a la gente rural. Iba a
comenzar el sorteo. El vicario don Miguel púsose de pie quitándose el birrete, y todos
le imitaron. Había que rezar una salve, según antigua costumbre; esto traía la buena
suerte. Y por largo rato los pescadores, con el gorro en la mano y la vista baja,
mascullaron la oración sordamente.
Silencio absoluto. El presidente agitaba el bolsón de cuero para que se
mezclasen bien las boletas, y su choque sonaba en el silencio como lejana granizada.
Avanzó hasta el estrado un niño pasando de brazo en brazo por encima de los
pescadores, y metió la mano en el bolsón. La ansiedad era grande; todos tenían la vista
fija en la bellota de madera, de la que iba saliendo penosamente el papel arrollado. El
presidente leyó el nombre, y se notó cierta indecisión en la concurrencia, habituada a
los apodos y torpe en reconocer los apellidos, nunca usados. ¿Quién era el del número
uno? Pero Tonet se había levantado de un salto gritando: «¡Presente...!». ¡Era el nieto
del tío Paloma! ¡Qué suerte la del muchacho...! ¡Alcanzaba el mejor puesto en el primer
sorteo a que asistía!
Los más inmediatos le felicitaban con envidia; pero él, con la ansiedad del que no
cree aún en su buena fortuna, sólo miraba al presidente... ¿Podía escoger el puesto?
Apenas le contestaron con un signo afirmativo, hizo la petición: quería la Sequiota. Y
cuando vio que el escribiente tomaba nota, salió como un rayo del local, atropellando a
todos, empujando las manos que le tendían los amigos para saludarle. En la plaza, la
multitud aguardaba con tanto silencio como arriba. Era costumbre que los primeros
agraciados bajasen inmediatamente a comunicar su buena suerte, tirando el sombrero
en alto como signo de alegría. Por esto, apenas vieron a Tonet bajar casi rodando la
escalerilla, una aclamación inmensa le saludó.
És el Cubano...! És Tonet el del bigot! Té l’u! Te l’u...!
Las mujeres se abalanzaban a él con la vehemencia de la emoción, abrazándolo,
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llorando, como si las pudiera tocar algo de su buena suerte, y recordando a su madre.
¡Cómo se alegraría la pobre si viese aquello! Ytonet, revuelto entre las faldas,
enardecido por la cariñosa ovación, abrazó instintivamente a Neleta, que sonreía,
brillándole de contento los verdes ojos.
El Cubano quería celebrar su triunfo. Envió por cajones de gaseosas y cervezas a
casa de Cañamel para todas aquellas señoras; que bebiesen los hombres cuanto
quisieran; ¡él pagaba! En un instante, la plaza se convirtió en un campamento.
Sangonera, con la actividad siempre despierta cuando se hablaba de beber, había
secundado los deseos de su generoso amigo trayendo de casa de Cañamel todas las
pastas viejas y duras almacenadas en los cristales del escaparate; y pasaba de corro en
corro, llevando vasos y deteniéndose con frecuencia en el reparto para obsequiarse á sí
mismo.
Iban bajando los agraciados con los otros primeros puestos, y echaban su
sombrero en alto, gritando: «Vítol, vítol!». Pero sólo acudían a ellos su familia y sus
amigos. Toda la atención era para Tonet, para el número uno, que tan rumboso se
mostraba.
Los pescadores abandonaban la escuela. Habían ya salido unas treinta boletas;
sólo quedaban los redolins malos, los que apenas daban para comer, y la gente
desocupaba el local, sin sentir interés por el sorteo. El tío Paloma iba de grupo en
grupo recibiendo felicitaciones. Por primera vez se mostraba satisfecho de su nieto. ¡Je,
je...! La suerte es siempre de los pillos: ya lo decía su padre. Allí estaba él, con sus
ochenta sorteos, sin conseguir nunca el uno, y llegaba el nieto de correrla por tierras
lejanas, y al primer año, la suerte. Pero en fin... todo caía en la familia. Y se
entusiasmaba pensando que iba a ser durante un año el primer pescador de la
Albufera.
Enternecido por la suerte, se aproximó a su hijo, grave y ensimismado como de
costumbre. ¡Tono, la fortuna había entrado en su barraca, y había que aprovecharla!
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Ayudaría al pequeño, que no entendía mucho de las cosas de pesca, y el negocio sería
grande. Pero el viejo quedó estupefacto al ver la frialdad con que contestaba su hijo. Sí;
aquel primer puesto era una suerte poseyendo los útiles necesarios para su
explotación. Se necesitaban más de mil pesetas sólo para las redes. ¿Tenían ellos ese
dinero?
El tío Paloma sonrió. No faltaría quien lo prestase. Pero Ton¡, al oír hablar de
préstamos, hizo un gesto doloroso. Debían mucho. No era flojo tormento el que le
hacían sufrir unos franceses establecidos en Catarroja, que vendían caballerías a
plazos y adelantaban dinero a los labradores. Había tenido que solicitar su auxilio,
primeramente en los años de mala cosecha, ahora para impulsar un poco el
enterramiento de su laguna, y hasta en sueños veía a los tales hombres, vestidos de
pana, que chapurreaban amenazas y sacaban a cada paso la terrible cartera en la que
inscribían los préstamos con su complicada red de intereses. Ya tenía bastante. El
hombre, cuando se ve metido en una mala aventura, debe salvarse como pueda, sin
buscar otra. Le bastaban las deudas de agricultor, y no quería enredarse en nuevos
préstamos para la pesca. Su único deseo era sacar sus tierras a flote de agua, sin
entramparse más. El barquero volvió la espalda al hijo. ¿Y aquélla era su sangre...?
Prefería a Tonet con toda su pereza. Se iba con su nieto, y ya se ingeniarían los dos
para salir del paso. Al dueño de la Sequiota nunca le falta dinero.
Tonet, rodeado de amigos, agasajado por las mujeres, enorgullecido por la
húmeda mirada de Neleta fija en él, sintió que le llamaban tocándole en un hombro.
Era Cañamel, que parecía cobijarle con sus ojos cariñosos. Tenían que hablar;
por algo habían sido siempre buenos amigos, y la taberna era como la casa de Tonet.
No había que dejarlo para luego: los negocios entre amigos se arreglan pronto. Y se
apartaron algunos pasos, seguidos por las curiosas miradas del gentío.
El tabernero abordó el asunto. Tonet no dispondría de lo necesario para explotar
el puesto que le había tocado en suerte. ¿No era así...? Pues allí le tenía a él, un amigo
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verdadero, dispuesto a ayudarle, a asociarse para el negocio común. Él lo
proporcionaría todo. Y como Tonet callase, no sabiendo qué contestar, el tabernero,
tomando su silencio por una negativa, volvió a la carga. ¿Eran camaradas o no? ¿Es
que pensaba acudir, como su padre, a aquellos extranjeros de Catarroja que se
chupaban a los pobres? El era un amigo: hasta se consideraba casi un pariente; porque
¡qué demonio! No podía olvidar que su mujer, su Neleta, se había criado en la barraca
de los Palomas, que muchas veces le habían dado allí de comer, y que a Tonet lo quería
ella como a un hermano.
El codicioso tabernero usaba con el mayor aplomo de estos recuerdos, insistiendo
sobre el cariño fraternal que su mujer sentía por el joven. Luego apeló a una resolución
más heroica. Si dudaba de él, si no lo quería por compañero, llamaría a Neleta para
que le convenciese. Seguramente que ella lograría atraerlo al buen camino. ¿Qué...?,
¿la llamaba?
Tonet, seducido por estas proposiciones, dudó antes de aceptarlas. Temía las
murmuraciones de la gente; pensaba en su padre, recordando sus severos consejos.
Miró en torno suyo, como si pudiera inspirarle el aspecto de la gente, y vio a su abuelo
que desde lejos le hacía signos afirmativos con la cabeza.
El barquero adivinaba las palabras de Cañamel. Justamente había pensado en
el rico tabernero para que fuese su auxiliar. Y animó a su nieto con nuevos gestos. No
debía negarse: aquél era el hombre que necesitaban.
Decidióse Tonet, y el marido de Neleta, adivinando en sus ojos la resolución, se
apresuró a formular las condiciones. Él facilitaría todo lo necesario, y Tonet y su
abuelo trabajarían: los productos a partir. ¿Estaba conforme...?
Conforme. Los dos hombres se estrecharon la mano, y seguidos de Neleta y el tío
Paloma, marcharon hacia la taberna con el propósito de comer juntos para solemnizar
el trato.
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Por la plaza circuló inmediatamente la noticia. ¡El Cubano y Cañamel se habían
juntado para explotar la Sequiota! A la Samaruca hubo que llevársela de la plaza por
orden del alcalde. Escoltada por, algunas mujeres, emprendió el camino de su barraca,
rugiendo como una poseída, llamando a gritos a su hermana, que había muerto hacía
años, afirmando a todo pulmón que Cañamel era un sinvergüenza, ya que por realizar
un negocio no vacilaba en meter en casa al amante de su mujer.
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V
Cambió por completo la situación de Tonet en el establecimiento de Cañamel. Ya
no era un parroquiano: era el socio, el compañero del dueño de la casa, y penetraba en
la taberna desafiando con altivo gesto la murmuración de las enemigas de Neleta.
Si pasaba allí los días enteros, era para hablar de sus negocios. Entrábase con
gran confianza en las habitaciones, interiores, y para demostrar que estaba como en su
casa, franqueaba el mostrador, sentándose al lado de Cañamel. Muchas veces, si éste y
su mujer andaban por dentro y algún parroquiano pedía algo, saltaba el mostrador, y
con cómica gravedad, entre las risas de los amigos, servía los géneros, remedando la
voz y los ademanes del tío Paco. El tabernero estaba satisfecho de su asociado. Un
excelente muchacho, según declaraba ante los concurrentes de la taberna cuando
Tonet no estaba presente; un buen amigo, que, si guardaba buena conducta y era
laborioso, iría lejos, muy lejos, contando con el apoyo de un protector como él.
El tío Paloma también frecuentaba la taberna más que antes. La familia,
después de borrascosas escenas por la noche en la soledad de la barraca, se había
dividido. El tío Toni y la Borda marchaban a sus campos todas las mañanas a
continuar la batalla con el lago, pretendiendo ahogarlo bajo los capazos de tierra
traídos de lejos penosamente. Tonet y su abuelo iban a casa de Cañamel a hablar de su
próxima empresa. En realidad, los únicos que hablaban de ésta eran el tabernero y el
tío Paloma. Cañamel se ensalzaba a sí mismo, alabando la generosidad con que había
aceptado el negocio. Exponía su capital sin conocer el resultado de la pesca, y hacía
este sacrificio contentándose con la mitad del producto. No era como los prestamistas
extranjeros de tierra firme, que sólo daban el dinero con la seguridad de buenas
hipotecas y un interés crecido. Y todo su odio contra los intrusos, la rivalidad feroz en
el oficio de explotar al prójimo, vibraba en sus palabras. ¿Quién era aquella gente que
poco a poco se apoderaba del país? Franceses venidos a la tierra valenciana con los
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zapatos rotos y un traje de pana vieja pegado al cuerpo. Gentes de una provincia de
Francia cuyo nombre no recordaba, pero que venían a ser, poco más o menos, como los
gallegos de su país. Ni siquiera era propio el dinero que prestaban. En Francia, los
capitales producían escaso interés, y estos gabachos los tomaban en su tierra al dos o
al tres por ciento para prestar el dinero a los valencianos al quince o al veinte,
realizando un negocio magnífico. Además, compraban caballerías al otro lado de los
Pirineos, las entraban tal vez de contrabando, y las vendían a plazos a los labradores,
arreglando el negocio de modo que el comprador nunca tenía la bestia por suya. Había
pobre a quien costaba un jaco ruin como si fuese el mismo caballo de Santiago. Un
robo, tío Paloma; un despojo indigno de cristianos. Y Cañamel se encolerizaba
hablando de estas cosas con toda la indignación y la secreta envidia del usurero que no
osa, por cobardía, emplear los mismos procedimientos de sus rivales.
El barquero aprobaba sus palabras. Por esto quería a los suyos dedicados a la
pesca, por esto se enfurecía al ver a su hijo contrayendo deudas y más deudas en su
empeño de ser agricultor. Los labradores pobres eran unos esclavos; rabiaban todo el
año trabajando, ¿y para quién era el producto? Toda su cosecha se la llevaban los
extranjeros: el francés que les presta el dinero y el inglés que les vende el abono a
crédito... ¡Vivir rabiando para mantener a gente de fuera! No; mientras hubiese
anguilas en el lago podían las tierras cubrirse tranquilamente de juncos y aneas, con
la seguridad de que no sería él quien las roturase. Mientras hablaban el barquero y
Cañamel, Tonet y Neleta, sentados tras el mostrador, se miraban tranquilamente. Los
parroquianos se habían habituado a verlos horas y horas con los ojos fijos, como si se
devorasen; con una expresión en la mirada que no correspondía a sus palabras,
muchas veces insignificantes. Las comadres que llegaban por aceite o vino
permanecían inmóviles frente a ellos, con los ojos bajos y la expresión abobada,
dejando que colasen las últimas gotas del embudo en la botella, mientras aguzaban el
oído para coger alguna palabra de su conversación; pero ellos desafiaban este espionaje
y seguían hablando, como si se encontraran en un lugar desierto. El tío Paloma,
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alarmado por tales intimidades, habló seriamente a su nieto. Pero ¿era que había algo
entre los dos, como afirmaban la Samaruca y otras malas lenguas del pueblo? ¡Ojo,
Tonet! ¡A más de que esto sería indigno de la familia, les haría perder el negocio! Pero
el nieto, con la firmeza del que dice la verdad, se golpeaba el pecho protestando, y el
abuelo se daba por convencido, aunque con cierto recelo de que las amistades
terminasen mal.
El reducido espacio detrás del mostrador era para Tonet un paraíso. Recordaba
con Neleta los tiempos de la infancia; le relataba sus aventuras de allá lejos, y cuando
callaban sentía una dulce embriaguezla misma de la noche en que se perdieron en la
selva, pero más intensa, más ardiente con la proximidad de aquel cuerpo cuyo calor
parecía acariciarle a través de las ropas.
Por las noches, después de cenar con Cañamel y su mujer, Tonet sacaba de su
barraca un acordeón, único equipaje que con los sombreros de jipijapa había traído de
Cuba, y asombraba a todos los de la taberna con las lánguidas habaneras que hacía
ganguear al instrumento. Cantaba guajiras de una poesía dulzona, en las que se
hablaba de auras, arpas y corazones tiernos como la guayaba; y el acento meloso de
cubano con que entonaba sus canciones hacía entornar los ojos a Neleta echando el
cuerpo atrás como para desahogar su pecho, estremecido por ardorosa opresión.
Al día siguiente de estas serenatas, Neleta, con los ojos húmedos, seguía a Tonet
en todas sus evoluciones por la taberna de grupo en grupo.
El Cubano adivinaba esta emoción. Había soñado con él, ¿verdad? Lo mismo le
había ocurrido a Tonet en su barraca. Toda la noche viéndola en la oscuridad,
extendiendo sus manos como si realmente fuese a tocarla. Y después de esta mutua
confesión quedaban tranquilos; seguros de una posesión moral de la que no se daban
exacta cuenta; ciertos de que al fin habían de ser uno del otro fatalmente, por más
obstáculos que se levantasen entre los dos.
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En el pueblo no había que pensar en otra intimidad que las conversaciones de la
taberna. Todo el Palmar los rodeaba durante el día, y Cañamel, enfermizo y
quejumbroso, no salía de casa. Algunas veces, conmovido por un relámpago pasajero de
actividad, el tabernero silbaba a la Centella, una perra vieja, de cabeza enorme,
famosa en todo el lago por su olfato, y metiéndola en su barquito, iba a los carrizales
más próximos para tirar a las pollas de agua. Pero a las pocas horas volvía tosiendo,
quejándose de la humedad, con las piernas hinchadas como un elefante, según él decía;
y no cesaba de gemir en un rincón, hasta que Neleta le hacía sorber algunas tazas de
líquidos calientes, anudándole en cabeza y cuello varios pañuelos. Los ojos de Neleta
iban hacia el Cubano con una expresión reveladora del desprecio que sentía por su
marido. Terminaba el verano y había que pensar seriamente en los preparativos de la
pesca. Los dueños de los otros redolins arreglaban ante sus casas las grandes redes
para cerrar las acequias. El tío Paloma estaba impaciente. Los artefactos que poseía
Cañamel, restos de su pasada asociación con otros pescadores, no bastaban para la
Sequiota. Había que comprar mucho hilo, dar trabajo a muchas mujeres de las que
tejían red, para explotar cumplidamente el redolí.
Una noche cenaron en la taberna Tonet y su abuelo para tratar seriamente del
negocio. Había que comprar hilo del mejor, del que se fabrica en la playa del Cabañal
para los pescadores de mar. El tío Paloma iría a comprarlo, como conocedor experto,
pero le acompañaría el tabernero, que quería pagar directamente, temiendo ser
engañado si entregaba el dinero al viejo. Después, en la beatitud de la digestión,
Cañamel comenzó a sentirse aterrado por el viaje del día siguiente. Había que
levantarse al amanecer, sumiéndose en la húmeda bruma desde el lecho caliente,
atravesar el lago, ir por tierra a Valencia, dirigirse después al Cabañal y luego
desandar todo el camino. Su corpachón, blanducho por la inmovilidad, se estremecía
ante el viaje. Aquel hombre, que había pasado gran parte de su vida rodando por el
mundo, tenía echadas tan profundas raíces en el barro del Palmar, que se angustiaba
pensando en un día de agitación.
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El deseo de quietud le hizo modificar su propósito. Se quedaría al cuidado del
establecimiento y Neleta acompañaría al tío Paloma. Nadie como las mujeres para
regatear y comprar bien las cosas. A la mañana siguiente, el barquero y la tabernera
emprendieron el viaje. Tonet iría a esperarles en el puerto de Catarroja a la caída de la
tarde, para cargar en su barca la provisión de hilo. Aún estaba muy alto el sol cuando
el Cubano entró a toda vela por el canal que penetraba en tierra firme con dirección a
dicho pueblo. Los grandes laúdes venían de las eras cargados de arroz, y al pasar por
el canal, el agua que desplazaban con sus panzas formaba tras la popa un oleaje
amarillo, que invadía los ribazos y alteraba la tranquilidad cristalina de las acequias
afluentes.
A un lado del canal estaban amarradas centenares de barcas: toda la flota de los
pescadores de Catarroja, odiados por el tío Paloma. Eran ataúdes negros, de diversos
tamaños y madera carcomida. Los barquitos pequeños, llamados zapatos, sacaban
fuera del agua sus agudas puntas, y las grandes barcazas, los laúdes, capaces de
cargar cien sacos de arroz, hundían en la vegetación acuática sus anchos vientres,
formando sobre el horizonte un bosque de mástiles burdos, sin desbastar y de punta
roma, adornados con cordajes de esparto.
Entre esta flota y la ribera opuesta sólo quedaba libre un estrecho espacio, por
donde pasaban a la vela las embarcaciones, distribuyendo con su proa golpes
estremecedores y violentos encontronazos a las barcas amarradas.
Tonet fondeó su embarcación frente a la taberna del puerto y echó pie a tierra.
Vio enormes montones de paja de arroz, en los que picoteaban las gallinas,
dando al amarradero el aspecto de un corral. En la ribera construían barquitos los
carpinteros, y el eco de sus martilleos se perdía en la calma de la tarde. Las
embarcaciones nuevas, de madera amarilla recién cepillada, estaban sobre bancos,
esperando la mano de alquitrán con que las cubrían los calafates. En la puerta de la
taberna cosían dos mujeres. Más allá alzábase una choza de paja, donde estaba el peso
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de la Comunidad de Catarroja. Una mujer con una balanza formada por dos espuertas
pesaba las anguilas y tencas que desembarcaban los pescadores, y terminado el peso,
arrojaba una anguila en una gran cesta que conservaba a su lado. Era el tributo
voluntario de la gente de Catarroja. El producto de esta sisa servía para costear la
fiesta de su patrón San Pedro. Algunos carros cargados de arroz se alejaban,
chirriando, con dirección a los grandes molinos. Tonet, no sabiendo qué hacer, fue a
meterse en la taberna, cuando oyó que alguien le llamaba. Tras uno de los grandes
pajares, asustando a las gallinas, que huían en desbandada, una mano le hacía señas
para que se aproximase.
El Cubano fue allá, y vio tendido, con el pecho al aire y los brazos cruzados tras
la cabeza a guisa de almohada, al vagabundo Sangonera. Sus ojos estaban húmedos y
amarillentos; sobre su cara, cada vez más pálida y enjuta por el alcohol, aleteaban las
moscas, sin que él hiciera el más leve movimiento para espantarlas.
Tonet celebró este encuentro, que podía entretenerle durante su espera. ¿Qué
hacía allí...? Nada: pasaba el tiempo, hasta que llegase la noche. Esperaba la hora de ir
en busca de ciertos amigos de Catarroja, que no le dejarían sin cenar; descansaba, y el
descanso es la mejor ocupación del hombre.
Había visto a Tonet desde su escondrijo y lo llamó, sin abandonar por esto su
magnífica posición. Su cuerpo se había acomodado perfectamente en la paja, y no era
caso de perder el molde... Después explicó por qué estaba allí. Había comido en la
taberna con unos carreteros, excelentes personas, que le dieron unos mendrugos,
pasándole el porrón a cada bocado y riendo sus chuscadas. Pero el tabernero, igual a
todos los de su clase, apenas se fueron los parroquianos le había puesto en la puerta,
sabiendo que por propia cuenta nada podía pedir. Y allí estaba matando al tiempo, que
es el enemigo del hombre... ¿Había amistad entre ellos o no? ?Era capaz de convidarle
a una copa? El gesto afirmativo de Tonet pudo más que su pereza, y aunque con cierta
pena, se decidió a ponerse de pie. Bebieron en la taberna, y después, lentamente,
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fueron a sentarse en un ribazo del puerto resguardado por tablas negras.
Tonet no había visto a Sangonera en muchos días, y el vagabundo le contó sus
penas.
Nada tenia que hacer en el Palmar. Neleta la de Cañamel, una orgullosa que
olvidaba su origen, le había despedido de la taberna con el pretexto de que ensuciaba
los taburetes y los azulejos del zócalo con el barro de sus ropas. En las otras tabernas
todo era miseria: no acudía un bebedor capaz de pagar una copa, y él se veía forzado a
salir del Palmar, a correr el lago, como en otros tiempos lo hacía su padre; a pasar de
pueblo en pueblo, siempre en busca de generosos amigos. Tonet, que con su pereza
tanto había disgustado a su familia, se atrevió a darle consejos. ¿Por qué no
trabajaba...? Sangonera hizo un gesto de asombro. ¡También él...! ¡También el Cubano
se permitía repetir los mismos consejos de los viejos del Palmar! ¿Le gustaba a él
mucho el trabajo? ¿Por qué no estaba con su padre enterrando los campos, en vez de
pasarse el día en casa de Cañamel al lado de Neleta, repantigado como un señor y
bebiendo de lo más fino...? El Cubano sonreía, no sabiendo qué contestar, y admiraba
la lógica del ebrio al repeler sus consejos.
El vagabundo parecía enternecido por la copa que le había pagado Tonet. La
calma del puerto, interrumpida a ratos por el martilleo de los calafates y el cloquear
de las gallinas, excitaba su locuacidad, impulsándolo a las confidencias.
No, Tonet; él no podía trabajar; él no trabajaría aunque le obligasen. El trabajo
era obra del diablo: una desobediencia a Dios; el más grave de los pecados. Sólo las
almas corrompidas, los que no podían conformarse con su pobreza, los que vivían
roídos por el deseo de atesorar, aunque fuese miseria, pensando a todas horas en el
mañana, podían entregarse al trabajo, convirtiéndose de hombres en bestias. Él había
reflexionado mucho; sabía más de lo que se imaginaba el Cubano, y no quería perder
su alma entregándose al trabajo regular y monótono para tener una casa y una familia
y asegurar el pan del día siguiente. Esto equivalía a dudar de la misericordia de Dios,
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que no abandona nunca a sus criaturas; y él, ante todo, era cristiano.
Reía Tonet escuchando estas palabras, considerándolas como divagaciones de la
embriaguez, y daba con el codo a su harapiento compañero. ¡Si esperaba otra copa por
sus tonterías, sufriría un desengaño! Lo que le ocurría a él era que odiaba el trabajo.
Lo mismo les pasaba a los otros; pero unos más y otros menos, todos encorvaban el
lomo aunque fuese a regañadientes.
Sangonera vagaba su vista por la superficie del canal, teñida de púrpura con la
última luz de la tarde. Su pensamiento parecía volar lejos; hablaba lentamente, con
cierto misticismo que contrastaba con su hálito aguardentoso.
Tonet era un ignorante, como todos los del Palmar. Lo declaraba él, con la
valentía de la embriaguez, sin miedo a que su amigo, que tenía vivo el genio, lo
arrojase de un empellón en el canal. ¿No declaraba que todos torcían la espina a
regañadientes? ¿Y qué demostraba esto sino que el trabajo es algo contrario a la
naturaleza y a la dignidad del hombre...? Él sabía más de lo que se figuraban en el
Palmar, más que muchos de los vicarios a los que sirvió como un esclavo. Por eso había
reñido para siempre con ellos. Poseía la verdad, y no podía vivir con los ciegos de
espíritu.
Mientras Tonet andaba por aquellas tierras del otro lado del mar, metido en
batallas, leía él los libros de los curas y pasaba las tardes a la puerta del presbiterio,
reflexionando sobre las abiertas páginas, en el silencio de un pueblo cuyo vecindario
huía al lago. Había aprendido de memoria casi todo el Nuevo Testamento, y aún
parecía estremecerse recordando la impresión que le produjo el sermón de la Montaña
la primera vez que lo leyó. Creyó que se rompía una nube ante sus ojos. Había
comprendido de pronto por qué su voluntad se rebelaba ante el trabajo embrutecedor y
penoso. Era la carne, era el pecado quien hacía vivir a los hombres abrumados como
bestias para la satisfacción de sus apetitos terrenales. El alma protestaba de su
servidumbre, diciendo al hombre: «No trabajes», esparciendo por los músculos la dulce
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embriaguez de la pereza, como un adelanto de la felicidad que a los buenos aguarda en
el cielo.
Escolta, Tonet, escolta decía Sangonera a su amigo con acento solemne.
Y recordaba desordenadamente sus lecturas evangélicas; los preceptos que
hablan quedado impresos en su memoria. No había que preguntarse con angustia por
la comida y el vestido, porque, como decía Jesús, las aves del cielo no siembran ni
siegan, y a pesar de esto, comen; ni los lirios del campo necesitan hilar para vestirse,
pues los viste la bondad del Señor. Él era criatura de Dios y a Él se confiaba. No quería
insultar al Señor trabajando, como si dudase de la bondad divina que había de
socorrerle. Solamente los gentiles, o lo que es lo mismo, las gentes del Palmar que se
guardaban el dinero de la pesca sin convidar a nadie, eran capaces de afanarse por el
ahorro, dudando siempre del mañana. Él quería ser como los pájaros del lago, como las
flores que crecían en los carrizales: vago, inactivo y sin otro recurso que la divina
Providencia. En su miseria, nunca dudaba del mañana. «Le basta al día su propio
afán.» Ya le traería el día siguiente su disgusto. Por el momento, le bastaba la
amargura del día presente; la miseria, que le proporcionaba su intento de conservarse
puro, sin la menor mancha de trabajo y de terrenal ambición en un mundo donde todos
se disputaban a golpes la vida, molestando y sacrificando cada cual al vecino para
robarle un poco de bienestar.
Tonet seguía riendo de estas palabras del borracho, dichas con exaltación
creciente. Admiraba sus ideas con tono zumbón, proponiéndole abandonar el lago para
meterse en un convento, donde no tendría que batallar con la miseria. Pero Sangonera
protestaba indignado. Había reñido con el vicario, saliendo del presbiterio para
siempre, porque le repugnaba ver en sus antiguos amos un espíritu contrario al de los
libros que leían. Eran iguales a los demás: vivían atenazados por el deseo de la peseta
ajena, pensando en la comida y el vestido, quejándose del decaimiento de la piedad
cuando no entraba dinero en casa, con la zozobra en el mañana, dudando de la bondad
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de Dios, que no abandona a sus criaturas.
Él tenla fe y vivía con lo que le daban o con lo que encontraba a mano. Ninguna
noche le faltaba un puñado de paja donde acostarse, ni sentía hambre hasta el punto
de desfallecer. El Señor, al ponerle en el lago, había colocado a su alcance todos los
recursos de la vida para que fuese ejemplo de un verdadero creyente.
Tonet se burlaba de Sangonera. Ya que era tan puro, ¿por qué se emborrachaba?
¿Le mandaba Dios ir de taberna en taberna para correr después los ribazos casi a
gatas, con el tambaleo de la embriaguez...? Pero el vagabundo no perdía su solemne
gravedad. Su embriaguez a nadie causaba daño, y el vino era cosa santa: por algo sirve
en el diario sacrificio a la Divinidad. El mundo era hermoso, pero visto a través de un
vaso de vino parecía más sonriente, de colores más vivos, y se admiraba con mayor
vehemencia a su poderoso autor. Cada uno tiene sus diversiones. Él no encontraba
mejor placer que contemplar la hermosura de la Albufera. Otros adoraban el dinero, y
él lloraba algunas veces admirando una puesta del sol, sus fuegos descompuestos por
la humedad del aire, aquella hora del crepúsculo, que era en el lago más misteriosa y
bella que tierra adentro. La hermosura del paisaje se le metía en el alma, y si la
contemplaba a través de varios vasos de vino, suspiraba de ternura como un chiquillo.
Lo repetía: cada cual gozaba a su modo. Cañamel, por ejemplo, apilando onzas; él
contemplando la Albufera con tal arrobamiento, que dentro de la cabeza le saltaban
unas coplas más hermosas que las que se cantaban en las tabernas, y estaba
convencido de que, a ser como los señores de la ciudad que escriben en los papeles,
sabría decir cosas muy notables en medio de su embriaguez.
Después de un largo silencio, Sangonera, aguijoneado por su locuacidad, se
oponía a sí mismo objeciones para rebatirlas inmediatamente. Se le diría, como cierto
vicario del Palmar, que el hombre estaba condenado a ganar el pan con el sudor de su
rostro, después del primer pecado; mas para esto había venido jesús al mundo, para
redimirlo de la primitiva falta, volviendo la humanidad a la vida paradisiaca, limpia de
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todo trabajo. Pero ¡ay! Los pecadores, aguijoneados por la soberbia, no hablan hecho
caso de sus palabras: cada uno quería vivir con mayores comodidades que los demás;
había pobres y ricos, en vez de ser todos hombres: los que desoían al Señor trabajaban
mucho, muchísimo, pero la humanidad era infeliz y se fabricaba el infierno en el
mundo. Le decían a él que si la gente no trabajase se viviría mal. Conforme; serían
menos en el mundo, pero los que quedasen permanecerían felices y sin cuidados,
subsistiendo de la inagotable misericordia de Dios... Y esto forzosamente había de
ocurrir: el mundo no sería siempre igual. Jesús había de volver, para enderezar de
nuevo a Iqs hombres por el buen camino. Lo había soñado muchas veces, y hasta en
cierta ocasión que estuvo enfermo de tercianas, cuando le entraba el frío de la fiebre,
tendido en un ribazo o agazapado en un rincón de su ruinosa barraca, veta la túnica de
Él, morada, estrecha, rígida y el vagabundo extendía sus manos para tocarla y sanar
repentinamente.
Sangonera mostraba una fe tenaz al hablar de este regreso a la tierra. No
volvería para mostrarse en las grandes poblaciones dominadas por el pecado de la
riqueza. La otra vez no se presentó en la inmensa ciudad que se llama Roma, sino que
había predicado por pueblecillos no mayores que el Palmar, y sus compañeros fueron
gente de percha y de red, como la que se reunía en casa de Cañamel. Aquel lago sobre
cuyas olas andaba Jesús con asombro de los apóstoles, seguramente que no era más
grande ni hermoso que la Albufera. Allí entre ellos vendría el Señor, cuando volviese al
mundo a rematar su obra; buscaría los corazones sencillos, limpios de toda codicia; él
sería uno de los suyos. Y el vagabundo, con una exaltación en la que entraban por
igual la embriaguez y su extraña fe, se erguía mirando el horizonte, y por el borde del
canal, donde se quebraban los últimos rayos del sol, creía ver la figura esbelta del
Deseado, como una línea morada, avanzando sin mover los pies ni rozar las hierbas,
con un nimbo de luz que hacia brillar su cabellera dorada de suaves ondulaciones.
Tonet ya no le oía. Un fuerte cascabeleo sonaba en el camino de Catarroja, y por
detrás de la choza del peso de los pescadores avanzaba el toldo agrietado de una
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tartana. Eran los suyos que llegaban. Con su vista de hijo del lago, Sangonera
reconoció a larga distancia a Neleta en la ventanilla del vehículo. Después de su
expulsión de la taberna, nada quería con la mujer de Cañamel. Se despidió de Tonet y
fue a tenderse de nuevo en el pajar, entreteniéndose con sus ensueños mientras
llegaba la noche.
Se detuvo el carruaje frente a la tabernilla del puerto y bajó Neleta. El Cubano
no ocultó su asombro. ¿Y el abuelo...? La habla dejado emprender sola el viaje de
regreso, con todo el cargamento de hilo, que llenaba la tartana. El viejo quería volver a
casa por el Saler, para hablar con cierta viuda que vendía a buen precio varios
palangres. Ya llegaría al Palmar por la noche en cualquier barca de las que sacaban
barro de los canales. Los dos, al mirarse, tuvieron el mismo pensamiento. Iban a hacer
el viaje solos: por primera vez podrían hablarse, lejos de toda mirada, en la profunda
soledad del lago. Y ambos palidecieron, temblaron, como en presencia de un peligro
mil veces deseado, pero que se presentaba de golpe, inopinadamente. Tal era su
emoción, que no apresuraban la marcha, como si los dominara un extraño rubor y
temiesen los comentarios de la gente del puerto, que apenas si se fijaba en ellos. El
tartanero acabó de sacar del vehículo los gruesos paquetes de hilo, y ayudado por
Tonet, fue arrojándolos en la proa de la barca, donde formaron un montón amarillento
que esparcía el olor del cáñamo recién hilado.
Neleta pagó al tartanero. ¡Salud y buen viaje! Y el hombre, chasqueando el
látigo, hizo emprender a su caballo el camino de Catarroja. Aún permanecieron los dos
un buen rato inmóviles en la riba de barro, sin atreverse a embarcar, como si
esperaran a alguien. Los calafates llamaban al Cubano. Debía emprender pronto el
viaje: el viento iba a caer, y si marchaba al Palmar aún tendría que darle a la percha
un buen rato. Neleta, con visible turbación, sonreía a toda aquella gente de Catarroja,
que la saludaba por haberla visto en su taberna. Tonet se decidió a romper el silencio
dirigiéndose a Neleta. Ya que el abuelo no venta, había que embarcar cuanto antes;
aquellos hombres tenían razón. Y su voz era ronca, con un temblor de angustia, como
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si la emoción le apretase la garganta.
Neleta se sentó en el centro de la barca, al pie del mástil, empleando como
asiento un montón de ovillos, que se aplastaban bajo su peso. Tonet tendió la vela,
quedando en cuclillas junto al timón, y la barca comenzó a deslizarse, aleteando la
lona contra el mástil con los estremecimientos de la brisa, blanda y moribunda.
Pasaban lentamente por el canal, viendo a la última luz de la tarde las barracas
aisladas de los pescadores, con guirnaldas de redes puestas a secar sobre las
encañizadas del corral, y las norias viejas, de madera carcomida, en torno de las cuales
comenzaban a aletear los murciélagos. Por los ribazos caminaban los pescadores
tirando penosamente de sus barquitos, remolcándolos con la faja atada al extremo de
las cuerdas. ¡Adiós! murmuraban al pasar.
¡Adiós...!
Y otra vez el silencio, coreado por el susurro de la barca al cortar el agua y el
monótono canto de las ranas. Los dos iban con la vista baja, como si temiesen darse
cuenta de que estaban solos; y si al levantar los ojos se encontraban sus miradas, las
huían instantáneamente. Se ensanchaban las orillas del canal. Los ribazos se perdían
en el agua. Las grandes lagunas de los campos por enterrar se extendían a ambos
lados. Sobre la tersa superficie ondeaban las cañas en el crepúsculo, como la cresta de
una selva sumergida.
Estaban ya en la Albufera. Avanzaron algo más con los últimos
estremecimientos de la brisa, y en derredor sólo vieron agua.
Ya no soplaba viento. El lago, tranquilo, sin la menor ondulación, tomaba un
suave tinte de ópalo, reflejando los últimos resplandores del sol tras las lejanas
montañas. El cielo tenía un color de violeta y comenzaba a agujerearse por la parte del
mar con el centelleo de las primeras estrellas. En los límites del agua marcábanse
como fantasmas los lienzos desmayados e inmóviles de las barcas.
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Tonet arrió la vela, y agarrando la percha, comenzó a hacer marchar la
embarcación a fuerza de brazos. La calma del crepúsculo rompió su silencio.
Neleta, con sonora risa, poníase de pie, queriendo ayudar a su compañero. Ella
también manejaba la percha. Tonet debía acordarse de los tiempos de la niñez, de sus
juegos revoltosos, cuando desenganchaban los barquitos del Palmar sin saberlo sus
amos y corrían los canales, teniendo muchas veces que huir de la persecución de los
pescadores. Cuando se cansase, comenzaría ella.
Estate queta... respondía él con el resuello cortado por la fatiga; y seguía
perchando.
Pero Neleta no callaba. Como si le pesase aquel silencio peligroso, en el que se
huían las miradas como si temieran revelar sus pensamientos, la joven hablaba con
gran volubilidad.
En el fondo marcábase lejana, como una playa fantástica a la que nunca habían
de llegar, la línea dentellada de la Dehesa. Neleta, con incesantes risas, en las que
había algo forzado, recordaba a su amigo la noche pasada en la selva, con sus miedos y
su sueño tranquilo; aquella aventura que parecía del día anterior: tan fresca estaba en
su memoria. Pero el silencio del compañero, su vista fija en el fondo de la barca con
expresión ansiosa, le llamaron la atención. Entonces vio que Tonet devoraba con los
ojos sus zapatos amarillos, pequeños y elegantes, que se marcaban sobre el cáñamo
como dos manchas claras, y algo más que con los movimientos de la barca había ella
dejado al descubierto. Se apresuró a cubrirse y quedó silenciosa, con la boca apretada
por un gesto duro y los ojos casi cerrados, mientras una arruga dolorosa se trazaba en
su entrecejo. Neleta parecía hacer esfuerzos para vencer su voluntad.
Seguían avanzando lentamente. Era un trabajo penoso atravesar la Albufera a
fuerza de brazos con la barca cargada. Otros barquitos vacíos, sin más peso que el del
hombre que empuñaba la percha, pasaban rápidos como lanzaderas por cerca de ellos,
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perdiéndose en la penumbra, cada vez más densa.
Tonet llevaba cerca de una hora de manejar la pesada percha, resbalando unas
veces sobre el fuerte suelo de conchas y enredándose otras en la vegetación del fondo,
que los pescadores llaman el «pelo» de la Albufera. Bien se veía que no estaba
habituado a tal trabajo. De ir solo en la barca se hubiera tendido en el fondo,
esperando que volviese el viento o le remolcara otra embarcación. Pero la presencia de
Neleta despertaba en él cierto pundonor y no quería detenerse hasta que cayera
reventado de fatiga. Su pecho jadeante lanzaba un resoplido al apoyarse en la percha
empujando la barca. Sin abandonar el largo palo, llevaba de vez en cuando un brazo a
su frente para limpiarse el sudor. Neleta le llamó con voz dulce, en la que había algo de
arrullo maternal. Sólo se veía su sombra sobre el montón de ovillos que llenaba la
proa. La joven quería que descansase: debía detenerse un momento; lo mismo era
llegar media hora antes que después.
Y le hizo sentar junto a ella, indicando que en el montón de cáñamo estaría más
cómodamente que en la popa.
La barca quedó inmóvil. Tonet, al reanimarse, sintió la dulce proximidad de
aquella mujer, lo mismo que cuando permanecía tras el mostrador de la taberna.
Había cerrado la noche. No quedaba otra claridad que el difuso resplandor de las
estrellas, que temblaban en el agua negra. El silencio profundo era interrumpido por
los ruidos misteriosos del agua, estremecida por el coleteo de invisibles animales. Las
lubinas, viniendo de la parte del mar, perseguían a los peces pequeños, y la negra
superficie se estremecía con un chapchap continuo de desordenada fuga. En una mata
cercana lanzaban las fálicas, su lamento, como si las matasen, y cantaban los
buixguerots con interminables escalas.
Tonet, en este silencio poblado de rumores y cantos, creta que no había
transcurrido el tiempo, que era pequeño aún y estaba en un claro de la selva, al lado de
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su infantil compañera, la hija de la vendedora de anguilas. Ahora no sentía miedo;
únicamente le intimidaba el calor misterioso de su compañera, el ambiente
embriagador que parecía emanar de su cuerpo, subiéndosele al cerebro como un licor
fuerte. Con la cabeza baja, sin atreverse a levantar los ojos, avanzó un brazo, ciñéndolo
al talle de Neleta. Casi en el mismo instante sintió una caricia dulce; un contacto
aterciopelado, una mano que resbalaba por su cabeza y deslizándose hasta la frente
secaba el sudor que aún la humedecía. Levantó la mirada y vio a corta distancia, en la
oscuridad, unos ojos que brillaban fijos en él, reflejando el punto de luz de una lejana
estrella. Sintió en las sienes el cosquilleo de los pelos rubios y finos que rodeaban la
cabeza de Neleta como una aureola. Aquellos perfumes fuertes de que se impregnaba
la tabernera parecieron entrar de golpe hasta lo más profundo de su ser.
Tonet! Tonet! Murmuró ella con voz desmayada, como un tierno vagido.
¡Lo mismo que en la Dehesa...! Pero ahora ya no eran niños; había desaparecido
la inocencia que les hacía apretarse uno contra otro para recobrar el valor, y al unirse
tras tantos años con un nuevo abrazo, cayeron en el montón de cáñamo, olvidados de
todo, con el deseo de no levantarse más.
La barca siguió inmóvil en el centro del lago, como si estuviera abandonada, sin
que sobre sus bordas se marcase la más leve silueta. Cerca sonaba la perezosa canción
de unos barqueros. Perchaban sobre el agua poblada de susurros, sin sospechar que a
corta distancia, en la calma de la noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del lago,
el Amor, soberano del mundo, se mecía sobre unas tablas.
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VI
Llegó la gran fiesta del Palmar, la del Niño Jesús. Era en diciembre. Sobre la
Albufera soplaba un viento frío que entumecía las manos de los pescadores,
pegándolas a la percha. Los hombres llevaban gorros de lana hundidos hasta las orejas
y no se quitaban el chubasquero amarillo, que al andar producía un frufrú de faldas
huecas. Las mujeres apenas salían de las barracas; todas las familias vivían en torno
del hogar, ahumándose tranquilamente en una atmósfera densa de cabaña de
esquimales.
La Albufera había subido de nivel. Las lluvias del invierno engrosaban las
aguas, y campos y ribazos estaban cubiertos por una capa liquida, moteada a trechos
por las hierbas sumergidas. El lago parecía más grande. Las barracas aisladas, que
antes estaban en tierra firme, aparecían como flotando sobre las aguas, y las barcas
atracaban en la misma puerta.
Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo e insufrible,
que empujaba a las gentes dentro de sus viviendas. Las comadres del pueblo no
recordaban un invierno tan cruel. Los gorriones moriscos, inquietos y rapaces, caían
de las techumbres de paja, encogidos por el frío, con un grito triste que parecía un
lamento infantil. Los guardas de la Dehesa hacían la vista gorda ante las necesidades
de la miseria, y todas las mañanas un ejército de chiquillos se esparcía por el bosque,
buscando leña seca para calentar sus barracas. Los parroquianos de Cañamel
sentábanse en torno de la chimenea, y sólo se decidían a abandonar sus silletas de
esparto junto al fuego para ir al mostrador en busca de nuevos vasos.
El Palmar parecía entumecido y soñoliento. Ni gente en las calles, ni barcas en
el lago. Los hombres salían para recoger la pesca caída en las redes durante la noche, y
volvían rápidamente al pueblo. Los pies mostrábanse enormes con sus envolturas de
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paño grueso dentro de las alpargatas de esparto. Las barcas llevaban en el fondo una
capa de paja de arroz para combatir el frío. Muchos días, al amanecer, flotaban en el
canal anchas láminas de hielo, como cristales deslustrados. Todos se sentían vencidos
por el tiempo. Eran hijos del calor, habituados a ver hervir el lago y humear los campos
con su hálito corrompido bajo la caricia del sol. Hasta las anguilas, según anunciaba el
tío Paloma, no querían sacar sus morros fuera del barro en aquel tiempo de perros. Y
para agravar la situación, caía con gran frecuencia una lluvia torrencial que oscurecía
el lago y desbordaba las acequias. El cielo gris daba un ambiente de tristeza a la
Albufera. Las barcas que navegaban en la bruma tenían el aspecto de ataúdes, con sus
hombres inmóviles metidos en la paja y cubiertos hasta la nariz por gruesos andrajos.
Pero al llegar Navidad, con su fiesta del Niño Jesús, el Palmar pareció reanimarse,
repeliendo el sopor invernal en que estaba sumido. Había que divertirse, como todos
los años, aunque se helase el lago y se anduviera sobre él, como contaban que ocurría
en lejanas tierras. Más aún que el deseo de divertirse, les impulsaba el de molestar con
su alegría a los rivales, a la gente de tierra firme, aquellos pescadores de Catarroja
que se burlaban del Niño del Palmar, despreciando su pequeñez. Estos enemigos sin fe
ni conciencia llegaban a decir que los del Palmar sumergían a su divino patrón en las
acequias cuando la pesca no era buena. ¡Oh, sacrilegio...! Por eso el Niño Jesús
castigaba su lengua pecadora, no permitiendo que gozasen el privilegio de los redolins.
Todo el Palmar se preparaba para las fiestas. Las mujeres desafiaban el frío
atravesando el lago para ira Valencia a la feria de Navidad. Al volver en la barca del
marido, la impaciente chiquillería las esperaba en el canal, ansiosa por ver los regalos.
Los caballitos de cartón, los sables de hojalata, los tambores y trompetas, eran
acogidos con exclamaciones de entusiasmo por la gente menuda, mientras las mujeres
mostraban a sus amigas las compras de mayor importancia. Las fiestas duraban tres
días. El segundo día de Navidad llegaba la música de Catarroja y se rifaba la anguila
más gorda de todo el año, para ayuda de gastos. El tercero era la fiesta del Niño Jesús,
y al día siguiente la del Cristo; todo con misas y sermones y bailes nocturnos al son del
tamboril y la dulzaina.
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Neleta se proponía este año gozar como nunca en las fiestas. Su felicidad era
completa. Le parecía vivir en una eterna primavera tras el mostrador de la taberna.
Cuando cenaba, teniendo a un lado a Cañamel y al otro al Cubano, todos tranquilos y
satisfechos, en la santa paz de la familia, se consideraba la más dichosa de las mujeres
y alababa la bondad de Dios, que permite vivir felices a las buenas personas. Era la
más rica y la más guapa del pueblo; su marido estaba contento; Tonet, supeditado a su
voluntad, mostrábase cada vez más enamorado... ¿Qué le quedaba por desear? Pensaba
que las grandes señoras que había visto de lejos en sus viajes a Valencia no eran de
seguro tan dichosas como ella en aquel rincón de barro rodeado de agua.
Sus enemigas murmuraban; la Samaruca la espiaba; ella y Tonet, para verse a
solas, sin excitar sospechas, tenían que inventar viajes a las poblaciones inmediatas al
lago. Neleta era la que aguzaba para esto el ingenio, con una facundia que hacia
sospechar al Cubano si serian ciertas las murmuraciones sobre amores anteriores a los
suyos, que acostumbraron a la tabernera a tales astucias. Pero ésta se mostraba
tranquila ante la maledicencia. Lo que ahora hablaban sus enemigas era lo mismo que
decían cuando entre ella y Tonet no se cambiaban más que palabras indiferentes. Y
con la certeza de que nadie podía probar su falta, despreciaba las murmuraciones, y en
plena taberna bromeaba con Tonet de un modo que escandalizaba al tío Paloma.
Neleta se daba por ofendida. ¿No se hablan criado juntos? ¿No podía querer a Tonet
como a un hermano, recordando lo mucho que su madre habla hecho por ella? Cañamel
asentía, alabando los buenos sentimientos de su mujer. En lo que no mostraba tanta
conformidad el tabernero era en la conducta de Tonet como asociado. Aquel mozo
había cogido su buena suerte lo mismo que si fuera un premio de la Lotería, y como el
que no hace daño a nadie y se come lo suyo, divertíase, sin preocuparse de la pesca. El
puesto de la Sequiota daba buen rendimiento. No eran las pescas fabulosas de otra
época, pero había noches en que se llegaba muy cerca del centenar de arrobas de
anguilas, y Cañamel gozaba las satisfacciones del buen negocio, regateando el precio
con los proveedores de la ciudad, vigilando el peso y presenciando el embarque de las
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banastas. Por este lado no iba mal la compañía; pero a él le gustaba la igualdad: que
cada cual cumpliese su deber, sin abusar de los demás. . Había prometido su dinero y
lo había dado: suyas eran todas las redes, aparejos y bolsas de malla, que podían
formar un montón tan grande como la taberna. Pero Tonet prometió ayudarle con su
trabajo, y podía decirse que aún no había cogido una anguila con sus pecadoras manos.
Las primeras noches fue al redolí, y sentado en la barca, con el cigarro en la boca, veta
cómo su abuelo y los pescadores a sueldo vaciaban en la oscuridad las grandes bolsas,
llenando de anguilas y tencas el fondo de la embarcación. Después, ni esto. Le
molestaban las noches oscuras y tempestuosas, en las que el agua está movida y se
realizan las grandes pescas; no gustaba del esfuerzo que había que hacer para tirar de
las redes pesadas y repletas; le causaba cierta repugnancia la viscosidad de las
anguilas escurriéndose entre las manos, y prefería quedarse en la taberna o dormir en
su barraca. Cañamel, para animarlo con el ejemplo, echándole en cara su pereza, se
decidía algunas noches a ir al redolí tosiendo y quejándose de sus dolores; pero el
maldito, bastaba que hiciese él este sacrificio, para que mostrase mayor empeño en
quedarse, llegando en su desvergüenza a manifestar que Neleta tendría miedo si se
veta sola en la taberna.
Era cierto que el tío Paloma se bastaba para llevar adelante el negocio: nunca
había trabajado con tanto entusiasmo como al verse dueño de la Sequiota; pero ¡qué
demonio! El trato era trato, y a Cañamel le parecía que el muchacho le robaba algo
viéndolo tan satisfecho de la vida y despegado por completo de su negocio.
¡Qué suerte la de aquel bigardo! El miedo a perder la Sequiota era lo único que
contenía al tío Paco. Mientras tanto, Tonet, viviendo en la taberna como si fuese suya,
engordaba sumido en aquella felicidad de tener satisfechos todos sus deseos con sólo
tender la mano. Se comía lo mejor de la casa, llenaba su vaso en todos los toneles,
grandes y pequeños, y alguna vez, con loco y repentino impulso, como para afirmar
más su posesión, se permitía la audacia de acariciar a Neleta por debajo del mostrador,
en presencia de Cañamel y estando a cuatro pasos los parroquianos, entre los cuales
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había algunos que no les perdían de vista. A veces experimentaba un loco deseo de
salir del Palmar, de pasar un día fuera de la Albufera, en la ciudad o en los pueblos del
lago, y se plantaba ante Neleta con expresión de amo. Dóna’m un duro.
¡Un duro! ¿Y para qué? Los ojos verdes de la tabernera se clavaban en él
imperiosos y fieros; erguíase con la soberbia de la adúltera que no quiere ser engañada
a su vez; pero al ver en la mirada del mocetón únicamente el deseo de vagar, de
desentumecerse de su vida de macho bien cebado, Neleta sonreía satisfecha y le daba
cuanto dinero pedía, recomendándole que volviese pronto.
Cañamel se indignaba. Podría tolerársele aquello si atendiera al negocio; pero
no: ¡le defraudaba en sus intereses, y además se comía media taberna, pidiendo
encima dinero! Su mujer era muy buena: la perdía el agradecimiento que profesaba a
aquellos Palomas desde la niñez. Y con su minuciosidad de avaro, iba contando lo que
Tonet consumía en el establecimiento y la prodigalidad con que convidaba a sus
amigos, siempre a costas del dueño. Hasta Sangonera, aquel piojoso expulsado de la
taberna porque llenaba de miseria los taburetes, volvía ahora al amparo del Cubano,
que le hacía beber hasta la embriaguez, y usaba para ello licores de botella, los más
costosos, todo por el gusto de oír los disparates que se había forjado en sus lecturas de
sacristán. «El mejor día va a apoderarse hasta de mi cama», decía el tabernero
quejándose a su Neleta. Y el infeliz no sabía leer en aquellos ojos, no veía una sonrisa
diabólica en la mirada de malicia con que acogía ella tal suposición.
Cuando Tonet se cansaba de estar en la taberna días enteros, sentado junto a
Neleta, con la expresión de un gozquecillo que espera el momento propicio para sus
caricias, cogía la escopeta y la perra de Cañamel y se iba a los carrizales. La escopeta
del tío Paco era la mejor del Palmar: un arma de rico, que Tonet consideraba como
suya, y con la que rara vez marraba el golpe. La perra era la famosa Centella, conocida
en todo el lago por su olfato. No habla pieza que se le escapara, por espeso que fuera el
carrizal, buceando como una nutria para sacar del fondo de los hierbajos acuáticos el
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pájaro herido.
Cañamel afirmaba que no había dinero en el mundo para comprarle este animal;
pero veía con tristeza que su Centella mostraba mayor predilección por Tonet, que la
llevaba de caza todos los días, que por su antiguo amo, cubierto de pañuelos y mantas
junto a la lumbre. ¡Hasta de la perra se apoderaba aquel tuno...!
Tonet, entusiasmado por el magnífico «arreglo» que el tío Paco tenla para la
caza, consumía la provisión de cartuchos guardada en la taberna para los cazadores.
Nadie del Palmar había cazado tanto. En los estrechos callejones de agua de las matas
más cercanas al pueblo sonaba continuamente el escopetazo de Tonet, y la Centella,
enardecida por el trabajo, chapoteaba en los carrizales. El Cubano sentía una
voluptuosidad feroz en este ejercicio, que le recordaba sus tiempos de guerrillero. Se
ponía al acecho, esperando los pájaros, con la mismas precauciones de astucia salvaje
que empleaba al emboscarse en la manigua para cazar a los hombres. La Centella le
traía a la barca las foches y los collverts: con el cuello blando y el plumaje manchado de
sangre. Después venían los pájaros del lago menos vulgares, cuya caza llenaba de
satisfacción a Tonet; y admiraba, muertos en el fondo de la embarcación, el gallo de
cañar, con plumaje azul turquí y pico rojo; el agró o garza imperial, con su color verde y
púrpura y un penacho de plumas estrechas y largas sobre la cabeza; el oroval, con su
color leonado y el buche rojo; el piuló o pato florentino, blanco y amarillento; el morell
o pelucón, con cabeza negra de reflejos dorados, y el singlot, hermosa zancuda, de
espléndido plumaje de un verde brillante.
Por la noche entraba en la taberna con aire de vencedor, arrojando en el suelo su
cargamento de carne muerta envuelta en un arco iris de plumas. ¡Allí tenia el tío Paco
materia para llenar el caldero! Se lo regalaba generosamente: al fin, la escopeta era
suya. Y cuando, de tarde en tarde, cazaba un flamenco, llamado bragat por la gente de
la Albufera, con enormes patas, largo cuello, plumaje blanco y rosa y cierto aire
misterioso, semejante al de los ibis de Egipto, Tonet se empeñaba en que Cañamel lo
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hiciese disecar en Valencia, para su dormitorio; un adorno elegante, pues por algo lo
buscaban tanto los señores de la ciudad.
El tabernero acogía estos regalos con mugidos que revelaban una satisfacción
muy relativa. ¿Cuándo dejaría quieta su escopeta? ¿No sentía frío en los carrizales? Ya
que tan fuerte era, ¿por qué no ayudaba por las noches al abuelo en el trabajo del
redolí? Pero el condenado acogía con risotadas las lamentaciones del enfermizo
tabernero,. y se dirigía al mostrador.
Neleta, una copa...
Bien se la había ganado pasando el día entre los carrizales, con las manos
heladas sobre la escopeta para traer aquel montón de carne. ¡Y aún murmuraban que
huía del trabajo...! En un arranque de impudor alegre, acariciaba las mejillas de
Neleta por encima del mostrador, sin importarle la presencia de la gente ni temer al
marido. ¿No eran como hermanos y habían jugado juntos de pequeños...? El tío Toni
nada sabía ni quería saber de la vida de su hijo. Se levantaba antes del alba y no volvía
hasta la noche. Comía con la Borda, en la soledad de sus campos sumergidos, algunas
sardinas y torta de maíz. Su lucha por crear nueva tierra le tenia en la pobreza, no
permitiéndole mejores alimentos. Al volver a la barraca, cerrada ya la noche, se tendía
en su camastro con los huesos doloridos, sumiéndose en el sopor del cansancio; pero su
pensamiento velaba calculando entre las nieblas del sueño las barcas de tierra que aún
faltaban en sus campos y las cantidades que debía satisfacer a los acreedores antes de
considerarse dueño de unos arrozales creados con su sudor palmo a palmo. El tío
Paloma pasaba las más de las noches fuera de la barraca, pescando en la Sequiota,
Tonet no comía con la familia, y sólo a altas horas, cuando se cerraba la taberna de
Cañamel, llamaba a la puerta con impaciente pataleo, levantándose la pobre Borda
soñolienta y fatigada, para abrirle. Así transcurrió el tiempo, hasta que llegaron las
fiestas del Palmar. La víspera de la fiesta del Niño, por la tarde, casi todo el pueblo se
agolpó entre la orilla del canal y la puerta trasera de la taberna de Cañamel.
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Era esperada la música de Catarroja, el principal aliciente de las fiestas, y aquel
pueblo que durante el año no oía otros instrumentos que la guitarra del barbero y el
acordeón de Tonet estremecíase al pensar en el estrépito de los cobres y el zumbido del
bombo por entre las filas de barracas. Nadie sentía los rigores de la temperatura. Las
mujeres, para lucir sus trajes flamantes, habían abandonado los mantones de lana y
mostraban los brazos arremangados, violáceos por el frío. Lo hombres llevaban fajas
nuevas y gorros rojos o negros que aún conservaban los pliegues de la tienda.
Aprovechando la charla de sus compañeras, se escurrían hasta la taberna, donde la
respiración de los bebedores y el humo de los cigarros formaban un ambiente denso
que olía a lana burda y alpargatas sucias. Hablaban a gritos de la música de
Catarroja, asegurando que era la mejor del mundo. Los pescadores de allá eran mala
gente, pero había que reconocer que música como aquélla no la oía ni el rey. Algo
bueno habían de tener los pobres del lago. Y al notar que en la ribera del canal se
arremolinaba la gente, lanzando gritos anunciadores de la proximidad de los músicos,
todos los parroquianos salieron en tropel y la taberna quedó vacía.
Por encima de los cañares pasaba el extremo de una gran vela. Al aparecer en
un recodo del canal el laúd que conducta a la música, la muchedumbre prorrumpió en
un grito, como si la enardeciera la vista de los pantalones rojos y los blancos plumeros
que ondeaban sobre los morrioncillos.
La chavalería del pueblo, siguiendo la costumbre tradicional, luchaba por
apoderarse del bombo. Metíanse los mozos agua adentro en aquel canal de hielo
líquido, hundiéndose hasta el pecho con una intrepidez que hacía castañetear los
dientes a los que estaban en la ribera. Las viejas protestaban:
Condenats...! Pillareu una pulmonía!
Pero los muchachos abalanzábanse a la barca, se agarraban a la borda, entre las
risas de los músicos, pugnando por que les entregasen el enorme instrumento: «¡A mí!
¡a mí...!». Hasta que uno más audaz, cansado de pedir, lo agarró con tal ímpetu, que
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casi fue al agua el gran tambor, y echándoselo al hombro, salió de la acequia, seguido
por sus envidiosos compañeros.
Los músicos, al desembarcar, se formaban frente a casa de Cañamel.
Desenfundaban sus instrumentos, los templaban, y el compacto gentío seguía a los
músicos, silencioso y con cierta veneración, admirando aquel acontecimiento que se
esperaba todo un año. Al romper a tocar el ruidoso pasodoble, todos experimentaban
sobresalto y extrañeza. Sus oídos, acostumbrados al profundo silencio del lago,
conmovíanse dolorosamente con los rugidos de los instrumentos, que hacían temblar
las paredes de barro de las barracas. Pero repuestos de esta primera sorpresa que
turbaba la calma conventual del pueblo, la gente sonreía dulcemente, acariciada por la
música, que llegaba hasta ellos como la voz de un mundo remoto, como la majestad de
una vida misteriosa que se desarrollaba más allá de las aguas de la Albufera. Las
mujeres se enternecían sin saber por qué, y deseaban llorar; los hombres, irguiendo
sus espaldas encorvadas de barquero, marchaban con paso marcial detrás de la banda,
y las muchachas sonreían a sus novios, con los ojos brillantes y las mejillas coloreadas.
Pasaba la música como una ráfaga de nueva vida sobre aquella gente soñolienta,
sacándola del amodorramiento de las aguas muertas. Gritaban sin saber por qué,
daban vivas al Niño Jesús, corrían en grupos vociferantes delante de los músicos, y
hasta los viejos se mostraban vivarachos y juguetones como los pequeñuelos que, con
sables y caballitos de cartón, formaban la escolta del músico mayor, admirando sus
galones de oro.
La banda pasó y repasó varias veces la única calle del Palmar, prolongando la
carrera para que el público quedase satisfecho, metiéndose en los callejones que
quedaban entre las barracas y saliendo al canal para retroceder otra vez a la calle, y el
pueblo entero la seguía en estas evoluciones tarareando a gritos los pasajes más vivos
del pasodoble. Hubo por fin que dar término a este delirio musical, y la banda se
detuvo en la plaza, frente a la iglesia. El alcalde procedió al alojamiento de los
músicos. Se los disputaban las comadres según la importancia de los instrumentos, y
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el encargado del bombo, precedido por su enorme caja, tomaba el camino de la mejor
vivienda. Los músicos, satisfechos de haber lucido sus uniformes, se arrebujaban en
mantas de labriego, echando pestes contra la húmeda frialdad del Palmar. Con la
dispersión de la banda no se aclaró el gentío de la plaza. En un extremo de ella
comenzó a sonar el redoble de un tamboril, y al poco rato se anunció una dulzaina con
prolongadas escalas que parecían cabriolas musicales. La muchedumbre aplaudió. Era
Dimoni, el famoso dulzainero de todos los años: un alegre compadre, tan célebre por
sus borracheras como por la habilidad en la dulzaina. Sangonera era su mejor amigo, y
cuando el dulzainero venía a las fiestas, el vagabundo no se separaba de él un
momento, sabiendo que al final se beberían fraternalmente el dinero de los clavarios.
Iba a rifarse la anguila más gorda del año para ayuda de la fiesta. Era una
costumbre antigua, que respetaban todos los pescadores. El que de ellos cogía una
anguila enorme, la guardaba en su vivero, sin atreverse a venderla. Si alguien pescaba
otra más grande, se guardaba ésta, y el dueño de la anterior podía disponer de ella. De
este modo los clavarios poseían siempre la más enorme que se había cogido en la
Albufera. Este año, el honor de la anguila gorda correspondía al tío Paloma: por algo
pescaba en el primer puesto. El viejo experimentaba una de las mayores satisfacciones
de su vida enseñando el hermoso animal a la muchedumbre de la plaza. ¡Aquello lo
había pescado él...! Y sobre sus brazos temblones mostraba el serpentón de lomo verde
y vientre blanco, grueso como un muslo y con una piel grasienta en la que se_
quebraba la luz. Había que pasear la apetitosa pieza por todo el pueblo al son de la
dulzaina, mientras los individuos más respetables de la Comunidad vendían los
números de la rifa de puerta en puerta. Tin: treballa una vegà dijo el barquero
soltando el animal en brazos de Sangonera.
Y el vagabundo, orgulloso de la confianza que ponía en él, rompió la marcha con
la anguila en los brazos, seguido de la dulzaina y el tambor y rodeado de las cabriolas
y gritos de la chiquillería. Corrían las mujeres para verde cerca la enorme bestia, para
tocarla con religiosa admiración, como si fuese una misteriosa divinidad del lago, y
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Sangonera las repelía con gravedad. «Fora, fora...!» ¡La iban a corromper con tantos
tocamientos!
Pero al llegar frente a casa de Cañamel creyó que habla gozado bastante de la
admiración popular. Le dolían los brazos, debilitados por la pereza; pensó que la
anguila no era para él, y entregándola a la chiquillería, se metió en la taberna, dejando
que siguiera adelante la rifa, llevando al frente, como trofeo de victoria, el vistoso
animal. La taberna tenía poco público. Tras el mostrador estaba Neleta, con su marido
y el Cubano, hablando de la fiesta del día siguiente. Los clavarios eran, según
costumbre, los agraciados con los mejores puestos en el sorteo de los redolins, y a
Tonet y su consocio les correspondía el lugar de preferencia. Se habían hecho en la
ciudad trajes negros para asistir a la gran misa en el primer banco, y estaban
.ocupados en discutir los preparativos de la fiesta.
En la barcacorreo llegarían al día siguiente los músicos y cantores y un cura
célebre por su elocuencia, que diría el sermón del Niño Jesús, ensalzando de paso la
sencillez y virtudes de los pescadores de la Albufera.
Una barcaza estaba en la playa de la Dehesa. Cargando mirto y arrayán para
esparcirlo en la plaza, y en un rincón de la taberna guardaba el polvorista varios
capazos de masclets, petardos de hierro que se disparaban como cañonazos.
En la madrugada siguiente, el lago se conmovió con el estrépito de los masclets,
como si en el Palmar se librase una batalla. Después se aglomeró en el canal la gente,
mordiendo sus almuerzos metidos entre el pan. Esperaba a los músicos que venían de
Valencia, y se hacia lenguas de la esplendidez de los clavarios. ¡Bien arreglaba las
cosas el nieto del tío Paloma! ¡Por algo tenía a su alcance el dinero de Cañamel! Al
llegar la barcacorreo, bajó a tierra primeramente el predicador, un cura gordo, de
entrecejo imponente, con una gran bolsa de damasco rojo que contenía sus vestiduras
para el púlpito. Sangonera, impulsado por sus antiguas afabilidades de sacristán, se
apresuró a encargarse del equipaje oratorio, echándoselo a la espalda. Después fueron
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saltando a tierra los individuos de la capilla musical: los cantores, con cara de gula y
rizadas melenillas; los músicos, llevando bajo el brazo los violines y flautas enfundados
de verde, y los tiples, adolescentes amarillos y ojerosos, con gesto de precoz malicia.
Todos hablaban del famoso all i pebre que se hacia en el Palmar, como si hubiesen
hecho el viaje sólo para comer.
La gente les dejaba entrar en el pueblo sin moverse de la ribera. Quería ver de
cerca los instrumentos misteriosos depositados junto al mástil de la barca, y que unos
cuantos mocetones comenzaban a remover. Los timbales, al ser trasladados a tierra,
causaban asombro, y todos discutían el empleo de aquellos calderos, semejantes a los
que se usaban para guisar el pescado. Los contrabajos alcanzaron una ovación, y la
gente corrió hasta la iglesia siguiendo a los portadores de las «guitarras gordas». .
A las diez comenzó la misa. La plaza y la iglesia estaban perfumadas por la
olorosa vegetación de la Dehesa. El barro desaparecía bajo una gruesa capa de hojas.
La iglesia estaba llena de candelillas y cirios, y desde la puerta se veía como un cielo
oscuro moteado por infinitas estrellas.
Tonet había preparado bien las cosas, ocupándose hasta de la música que se
cantaría en la fiesta. Nada de misas célebres, que hacían dormir a la gente. Eso era
bueno para los de la ciudad, acostumbrados a las óperas. En el Palmar querían la misa
de Mercadante, como en todos los pueblos valencianos.
Durante la fiesta se enternecían las mujeres oyendo a los tenores, que
entonaban en honor del Niño Jesús barcarolas napolitanas, mientras los hombres
seguían con movimientos de cabeza el ritmo de la orquesta, que tenia la voluptuosidad
del vals. Aquello alegraba el espíritu, según decía Neleta: valía más que una función
de teatro, y servía para el alma. Y mientras tanto, fuera, en la plaza, trueno va y
trueno viene, se disparaban las largas filas de masclets, conmoviendo las paredes de la
iglesia y cortando muchas veces el canto de los artistas y las palabras del predicador.
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Al terminar, la muchedumbre se detuvo en la plaza esperando la hora de la
comida. La banda de música, algo olvidada después de los esplendores de la misa,
rompió a tocar a un extremo. La gente se sentía satisfecha en aquel ambiente de
plantas olorosas y humo de pólvora, y pensaba en el caldero que le aguardaba en sus
casas con los mejores pájaros de la Albufera.
Las miserias de su vida anterior parecían ahora de un mundo lejano al cual no
habían de volver.
Todo el Palmar creta haber entrado para siempre en la felicidad y la
abundancia, y se comentaban las frases grandilocuentes del predicador dedicadas a los
pescadores, la media onza que le daban por el sermón, y la espuerta de dinero que
costaban seguramente los músicos, la pólvora, las telas con franja de oro manchadas
de cera que adornaban el portal de la iglesia y aquella banda que los ensordecía con
sus marciales rugidos.
Los grupos felicitaban al Cubano, rígido dentro de su traje negro, y al tío
Paloma, que se consideraba aquel día dueño del Palmar. Neleta se pavoneaba entre las
mujeres, con la rica mantilla sobre los ojos, luciendo el rosario de nácar y el
devocionario de marfil de su casamiento. De Cañamel nadie se acordaba, a pesar de su
aspecto majestuoso y de la gran cadena de oro que aserraba su abdomen. Parecía que
no era su dinero el que pagaba la fiesta: todos los plácemes iban a Tonet, en su calidad
de dueño de la Sequiota. Para aquella gente, el que no era de la Comunidad dé
Pescadores no merecía respeto. Y el tabernero sentía crecer en su interior el odio hacia
el Cubano, que poco a poco se apoderaba de lo suyo.
Este mal humor le acompañó todo el día. Su mujer, adivinando el estado de su
ánimo, tuvo que hacer esfuerzos de amabilidad durante la gran comida con que
obsequiaron en el piso alto de la taberna al predicador y a los músicos. Hablaba de la
enfermedad de su pobre Paco, que le ponía muchas veces de un humor endiablado,
rogando a todos que le perdonasen. A media tarde, cuando la barcacorreo se llevó a la
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gente de Valencia, el irritado Cañamel, viéndose solo con su mujer, pudo soltar toda la
bilis.
Ya no toleraba por más tiempo al Cubano. Con el abuelo se entendía bien, por
ser hombre trabajador, que cumplía sus compromisos; pero aquel Tonet era un
perezoso, que se burlaba de él, aprovechando su dinero para darse una vida de
príncipe, sin más méritos que su fortuna en el sorteo de la Comunidad. Hasta le
quitaba la poca satisfacción que podía proporcionarle gastar tanto dinero en la fiesta.
Todo se lo agradecían al otro, como si Cañamel no fuese nadie, como si no saliese de su
bolsillo el dinero para la explotación del redoll y todos los resultados de la pesca no se
le debieran a él. Acabarla por echar de su casa a aquel vago, aunque perdiese con ello
el negocio. Neleta intervenía, asustada por la amenaza. Le recomendaba la calma;
debía pensar que era él quien había buscado a Tonet. Además, a los Palomas los
miraba ella como de la familia: la habían protegido en la mala época.
Pero Cañamel, con una testarudez de niño, repetía sus amenazas. Con el tío
Paloma, bueno: estaba dispuesto a ir a todas partes. Pero o Tonet se enmendaba, o
rompía con él. Cada cual en su puesto; no quería partir más sus ganancias con aquel
majo que sólo sabia explotarle a él y al pobre abuelo. El dinero le costaba mucho de
ganar, y no toleraba abusos.
La discusión entre los esposos fue tan acalorada, que Neleta lloró, y por la noche
no quiso ir a la plaza, donde se celebraba el baile. Grandes hachones de cera, que
servían en la iglesia para los enrierros, iluminaban la plaza. Dimoni tocaba con su
dulzaina las antiguas contradanzas valencianas, la chàquera vella o el baile al estilo
de Torrente, y las muchachas del Palmar danzaban ceremoniosamente, dándose la
mano, cruzándose las parejas, como damas de empolvada peluca que se hubieran
disfrazado de pescadoras para bailar una pavana a la luz de las antorchas. Después
venía l’u i el dos, baile más vivo, animado por coplas, y las parejas saltaban
briosamente, promoviéndose una tempestad de gritos y relinchos cuando alguna
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muchacha, al girar como una peonza, mostraba sus medias bajo la ondeante rueda de
los zagalejos. Antes de media noche, el frío disolvió la fiesta. Las familias se retiraban
a sus barracas, pero quedaron en la plaza los jóvenes, la gente alegre y brava del
pueblo, que se pasaba los tres días de fiesta en continua embriaguez. Presentábanse
con la escopeta o el retaco al hombro, como si para divertirse en un pueblo pequeño,
donde todos se conocían, fuese preciso tener el arma al alcance de la mano.
Organizábanse les albaes. Había que pasar la noche, según la costumbre tradicional,
corriendo el pueblo de puerta en puerta, cantando en honor de todas las mujeres
jóvenes y viejas del Palmar, y para esta tarea los cantadores disponían de un pellejo de
vino y varias botellas de aguardiente. Algunos músicos de Catarroja, muchachos de
buena voluntad, se comprometieron a corear la dulzaina de Dimoni con sus
instrumentos de metal, y la serenata de les albaes comenzó a rodar en la noche oscura
y fría, guiada por una antorcha del baile.
Toda la juventud del Palmar, con su vieja arma al hombro, marchaba en
apretado grupo tras el dulzainero y los músicos, que agarraban sus instrumentos con
la manta, temiendo el frío contacto del metal. Sangonera cerraba la comitiva, cargado
con el pellejo de vino. Con frecuencia creía llegado el momento de echar la carga en el
suelo y preparaba el vaso para «refrescar».
Comenzaba la copla uno de los cantores, entonando los dos primeros versos con
acompasado baqueteo del tamborcillo, y le contestaba otro completando la redondilla.
Generalmente, los dos últimos versos eran los más maliciosos, y mientras la dulzaina y
los instrumentos de metal saludaban la terminación de la copla con un ruidoso
ritornello, la gente joven prorrumpía en gritos y agudos relinchos y hacía salva
disparando al aire sus retacos.
¡El diablo que durmiera aquella noche en el Palmar! Las mujeres, desde la cama,
seguían mentalmente la marcha de la serenata, estremeciéndose con el estrépito y el
tiroteo, y adivinaban su paso de una puerta a otra por las alusiones mortificantes con
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que saludaban a cada vecino.
En esta expedición, el pellejo de Sangonera no permanecía quieto mucho tiempo.
Los vasos circulaban por los grupos, aumentando el calor en medio de la helada noche,
y los ojos eran cada vez más brillantes así como las voces se hacían roncas.
En una esquina, dos jóvenes fueron a las manos por cuestión de quién debía
beber antes, y después de abofetearse se separaron algunos pasos, apuntándose con las
escopetas. Todos intervinieron, y a golpes les quitaron las armas. ¡A dormir! ¡Les había
hecho daño el vino: debían irse a la cama! Y los de les albaes siguieron adelante en sus
cantos y relinchos. Estos incidentes entraban en la diversión: todos los años ocurrían.
A las tres horas de lento paseo por el pueblo, todos iban borrachos. Dimoni con la
cabeza pesada y los ojos cerrados, parecía estornudar en la dulzaina, y el instrumento
gemía indeciso y vacilante como las piernas del tañedor. Sangonera, viendo el pellejo
casi vacío, quería cantar, y coreado por un continuo «fora, fora!» entre silbidos y
relinchos, improvisaba coplas incoherentes contra los «ricos» del pueblo. No quedaba
vino, pero todos confiaban en dar fondo a la mitad de su viaje frente a casa de
Cañamel, donde renovarían la provisión. Cerca de la taberna, oscura y cerrada, los de
les albaes encontraron a Tonet envuelto en la manta hasta los ojos y enseñando por
bajo de ella la boca del retaco. El Cubano temía la indiscreción de aquella gente;
recordaba lo que él habla hecho en noches iguales, y creta contenerlos con su
presencia.
La comitiva, abrumada por la embriaguez y el cansancio, pareció recobrar nueva
vida frente a la casa de Cañamel, como si al través de las rendijas de la puerta llegase
a todos el perfume de los toneles. Uno cantó una canción respetuosa al siñor don Paco,
halagándole para que abriese, apellidándolo «la flor de los amigos» y prometiendo las
simpatías de todos si llenaba el pellejo. Pero la casa permaneció silenciosa: no se movió
una ventana; no sonó el más leve ruido en su interior. En la segunda copla ya le
hablaban de tú al pobre Cañamel, y la voz de los cantores temblaba con cierta
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irritación que prometía una lluvia de insolencias.
Tonet mostrábase inquieto.
Che...!, no feu el porc decía a sus amigos con acento paternal. ¡Pero buena
estaba la gente para oír consejos! La tercera copla fue para Neleta, «la mujer más
resalada del Palman>, compadeciéndola por estar casada con el tacaño Cañamel, «que
para nada servía...». Y a partir de esta copla, la serenata se convirtió en un venenoso
chaparrón de escandalosas alusiones. La concurrencia se divertía. Encontraban las
coplas más gustosas aún que el vino, y reían con esa preferencia que muestra la gente
rural por divertirse a costa de los infortunios. Se enfurecían todos, haciendo causa
común, si a un pescador le quitaban un mornell que valía unos reales, y reían como
locos cuando a alguien le robaban la mujer.
Tonet temblaba de ansiedad y de cólera. En ciertos momentos deseaba huir,
presintiendo que sus amigotes irían demasiado lejos; pero le retenía el orgullo, con la
falsa esperanza de quesu presencia sería un freno.
Che...!, mireu lo que feu! decía con un tono de sorda amenaza. Pero los cantores
se tenían por los muchachos más bien plantados del pueblo; eran los matoncillos que
habían salido a la luz mientras él rodaba por las tierras de Ultramar. Tenían deseos de
hacer ver que no les inspiraba ningún miedo el Cubano, y reían de sus
recomendaciones, inventando apresuradamente coplas, que lanzaban como proyectiles
contra la taberna.
Un muchachuelo, sobrino de la Samaruca, hizo desbordar la cólera de Tonet.
Cantó una copla sobre la asociación de Cañamel y el Cubano, diciendo que no sólo
explotaban juntos la Sequiota, sino que se repartían a Neleta, y terminó afirmando
que pronto tendría la tabernera la sucesión que en vano pedía a su marido.
El Cubano se plantó de un salto en medio del corro, y a la luz de la antorcha se
le vio levantar la culata del retaco, golpeando la cara del cantor. Como éste se
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rehiciera, echando mano a su escopeta, Tonet dio un salto atrás, disparando su
carabina casi sin apuntar... ¡La tormenta que se armó...! Perdióse la bala en el espacio,
pero Sangonera creyó oír su silbido junto a la nariz, y se arrojó al suelo dando
espantosos alaridos. M’han mort..! Asesino...!
En las casas se abrían las ventanas con estrépito, asomando sombras blancas,
algunas de las cuales avanzaban el cañón de la escopeta sobre el alféizar.
Tonet fue desarmado en un instante, y empujado por muchos brazos, acorralado
contra la pared, se agitaba como un furioso, pugnando por sacar el cuchillo que
guardaba en la faja.
Solteume! gritaba entre espumarajos de rabia. Solteume! A eixe pillo el mate
jo!
El alcalde y su ronda, que seguían de cerca a les albaes, presintiendo el
escándalo, se mezclaron entre los combatientes. El pare Miquel, con gorra de pelo y
carabina, comenzó a repartir culatazos, con la satisfacción que la causaba pegar
impunemente ejerciendo de autoridad. El cabo de los carabineros se llevó a Tonet
hacia su barraca, amenazándole con el máuser, y al sobrino de la Samaruca lo
metieron en una casa para lavarle la sangre del culatazo.
Sangonera dio más que hacer. Seguía revolcándose en el suelo, asegurando entre
berridos que estaba muerto. Le daban el último vino del pellejo para animarlo, y el
vagabundo, satisfecho del remedio, juraba que estaba pasado de parte a parte y no
podía levantarse; hasta que el enérgico vicario, adivinado su marrullería, le largó dos
saludables patadas, que instantáneamente le pusieron en pie.
El alcalde ordenó que les albaes siguieran su marcha. Ya habían cantado
bastante a Cañamel. El funcionario sentía por el tabernero ese respeto que inspira en
los pueblos el hombre rico, y quería evitarle nuevos disgustos.
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Se alejó la serenata, como desmayada; en vano hacía escalas la dulzaina de
Dimoni, pues los cantores, viendo seco el pellejo, sentían obstruida su garganta.
Fueron cerrándose las ventanas, la calle quedó solitaria, pero los últimos
curiosos, al retirarse, creyeron oír en el piso alto de la taberna rumores de voces,
choque de muebles y algo como un lejano llanto de mujer interrumpido por las
exclamaciones sordas de una voz furiosa. Al día siguiente sólo se hablaba en el Palmar
de lo ocurrido en les albaes frente a la casa de Cañamel.
Tonet no osaba presentarse en la taberna. Temía abordar le penosa situación en
que le había colocado la imprudencia de los amigos. Durante la mañana vagó por la
plaza de la Iglesia, sin atreverse a ir más adelante, viendo de lejos la puerta de la
taberna llena de gente. Era el último día de jolgorio y vagancia para el pueblo. Se
celebraba la fiesta del Cristo, y por la tarde la música se embarcaría para Catarroja,
dejando al Palmar sumido en su tranquilidad de convento para todo un año. Tonet
comió en la barraca con su padre y la Borda, que, durante los tres días de fiesta, para
no dar que hablar a los vecinos, habían suspendido a regañadientes el rudo trabajo
contra las aguas. El tío Tono debía ignorar lo ocurrido en la noche anterior. Su gesto
grave, pero igual al de todos los días, así lo revelaba. Además, había pasado el tiempo
reparando los desperfectos que el invierno causaba en su barraca, pues el mido
trabajador no podía descansar un instante. La Borda debía saber algo: se leía en sus
ojos puros, que parecían iluminar su fealdad; en la mirada compasiva y tierna que
fijaba en Tonet, estremeciéndose por el peligro que habla arrostrado en la noche
anterior. En un momento que los dos jóvenes quedaron solos, ella se quejó con
dolorosas exclamaciones. ¡Señor! ¡Si el padre sabía lo ocurrido...! ¡Lo iba a matar a
disgustos...!
El tío Paloma no se presentó en la barraca: sin duda comía con Cañamel. Por la
tarde, lo encontró Tonet en la plaza. Su rostro arrugado no reflejaba ninguna
impresión, pero habló a su nieto con sequedad, aconsejándole que fuese a la taberna.
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El tío Paco tenía algo que decirle. Tonet retardó algún tiempo la visita. Se entretuvo en
la plaza viendo cómo se formaba la banda para tocar por última vez lo que la gente
llamaba el «pasacalle de las anguilas». Los músicos se consideraban chasqueados si al
volver del Palmar no llevaban alguna pesca a sus familias. Todos los años, antes de
partir, recorrían el pueblo entonando el último pasodoble, mientras al frente del bombo
algunos chiquillos con espuertas iban recogiendo lo que cada vecina quería darles:
anguilas, tencas y lisas, sin contar el llobarro (la buscada lubina) que los clavarios
reservaban para el músico mayor.
La música rompió a tocar, andando con paso lento para que las pescadoras
depositasen sus ofrendas. Entonces fue cuando Tonet se decidió a entrar en casa de
Cañamel.
Buenas tardes, caballers! gritó alegremente para darse ánimos. Neleta, tras el
mostrador, le lanzó una mirada indefinible y bajó la cabeza para que no viese sus
ojeras profundas y los párpados enrojecidos por el llanto.
Cañamel le contestó desde el fondo del establecimiento, señalando
majestuosamente la puerta de las habitaciones interiores. Passa, passa; tenim que
parlar.
Los dos hombres entraron en un estudi inmediato a la cocina, que servía
algunas veces de dormitorio a los cazadores de Valencia. Cañamel no dio tiempo a su
socio para sentarse. Estaba lívido; sus ojillos brillaban más hundidos que nunca entre
los bullones de grasa, y su nariz corta y redonda temblaba con un tic nervioso. El tío
Paco abordó la cuestión. «Aquello» habla de acabarse: ya no podían seguir juntos el
negocio ni ser amigos. Y como Tonet intentase protestar, el gordo tabernero, que
estaba en un momento de pasajera energía, tal vez el último de su existencia, le detuvo
con un gesto. Nada de palabras: era inútil. Estaba resuelto a concluir; hasta el tío
Paloma reconocía su razón. Habían emprendido el negocio con el trato de que él
pondría el dinero y el Cubano el trabajo. Su dinero no había faltado: el esfuerzo del
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socio es lo que nadie veía. El «señor» lo pasaba a lo grande, mientras su pobre abuelo
se mataba trabajando por él... ¡Y si sólo fuese esto! Se había metido en aquella casa
como si fuese su propiedad. Parecía el amo de la taberna. Comía y bebía de lo mejor;
disponía del cajón como si no tuviese duefio; se permitía libertades que no quería
recordar; se apoderaba de su perra, de su escopeta, y según decía ahora la gente...
hasta de su mujer. Mentira..., mentira! gritó Tonet, con el ansia del culpable.
Cañamel le miró de un modo que le hizo ponerse en guardia, con cierto miedo. Sí;
seguramente era mentira. También creía él lo mismo. Esto les valía a Neleta y a Tonet;
porque si él llegase a sospechar remotamente que pudieran ser ciertas las porquerías
que aquellos canallas habían cantado la noche anterior, era hombre para retorcerle el
pescuezo a ella y meterle un escopetazo a él entre ceja y ceja. ¿Qué se había figurado?
El tío Paco era muy bueno, pero a pesar de su enfermedad, resultaba tan hombre como
cualquiera cuando le tocaban lo suyo. Y el tabernero, temblando de sorda cólera, se
paseaba, como el caballo viejo y enfermo, pero de raza fuerte, que sabe encabritarse
hasta el último momento. Tonet miraba con admiración al antiguo aventurero, que, en
su enfermiza indolencia, panzudo y ablandado, encontraba aún la energía de sus
tiempos de luchador libre de escrúpulos. En el silencio de la habitación resonaba el eco
lejano de los instrumentos de metal que recorrían el pueblo.
Cañamel volvió a hablar, y sus palabras fueron acompañadas por la música,
cada vez más próxima.
Sí; todo era mentira. Pero él no estaba allí para ser burla de la gente. Además, le
cargaba vera Tonet siempre en la taberna, tomándose con Neleta aquellas
familiaridades de hermano. No quería en su casa más hermanazgos postizos: se acabó.
Estaba de acuerdo con el tío Paloma. En adelante seguirían el negocio de la Sequiota
los dos solos, y el abuelo ya se entendería con el nieto para que cobrase su parte. Tonet
nada tenía que tratar con Cañamel. Si no estaba conforme, podía decirlo. Él era el amo
de la Sequiota por el sorteo, pero el tío Paco retiraría sus redes y su capital, Tonet
disgustaría a su abuelo, y ¡allá vertamos cómo se las arreglaba solo!
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Tonet no protestó ni opuso resistencia. Lo que acordase su abuelo bien hecho
estaba.
La música llegó enfrente de la taberna. Se detuvo, y su armónico estrépito hizo
estremecer las paredes.
Cañamel levantó la voz para ser oído. Una vez resuelto lo del negocio, quedaba el
hablar los dos, de hombre a hombre. Y él, con su autoridad de marido que no quiere
que se le rían y de hombre que cuando era preciso sabía poner en la puerta a un
parroquiano molesto, ordenaba a Tonet que no se acercase más por la taberna. ¿Lo
entendía bien? ¡Se acabó la amistad! Era lo más acertado, para impedir
murmuraciones y mentiras... La puerta de aquella casa debía de ser en adelante para
el Cubano tan alta... tan alta como el Miguelete de Valencia. Y mientras los trombones
lanzaban sus rugidos a la puerta de la casa, Cañamel erguía su figura casi esférica
sobre las puntas de los pies y elevaba el brazo al techo para expresar la altura enorme,
inconmensurable, que en adelante había de separar al Cubano del tabernero y su
mujer.
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VII
Al pasar Tonet dos días fuera de la taberna, se dio cuenta de lo mucho que
amaba a Neleta.
Tal vez influía en su desesperación la pérdida del alegre bienestar que antes
gozaba, de aquella abundancia en la que se sumía como en una ola de felicidad.
Faltábale, a más de esto, el encanto de los ocultos amores adivinados por todo el
pueblo, la malsana dicha de acariciar a su amante en pleno peligro, casi en presencia
del esposo y de los parroquianos, expuesto a una sorpresa.
Arrojado de casa de Cañamel, no sabía dónde ir. Probó a contraer amistades en
las otras tabernas del Palmar, míseras barracas sin más fortuna que un tonelillo,
donde sólo de tarde en tarde entraban los que por deudas atrasadas no podían ir a
casa de Cañamel. Tonet huyó de estos sitios, como un potentado que penetrase por
error en un bodegón. Pasó los días vagando por las afueras del pueblo. Cuando se
cansaba, iba al Saler, al Perelló, al puerto de Catarroja, a cualquier sitio, para matar
el tiempo. Él, tan perezoso, perchaba horas enteras en su barquito para ver a un
amigo, sin otro propósito que fumar un cigarro con él. La situación le obligaba a vivir
en la barraca de su padre, examinando con cierta inquietud al tío Toni, que alguna vez,
en la fijeza de su mirada, parecía revelarle su conocimiento de todo lo ocurrido. Tonet
cambió de conducta, a impulsos del tedio. Para vagar de un lado a otro de la Albufera
como un animal enjaulado, mejor era prestar su ayuda al pobre padre. Y desde el día
siguiente, con la pasajera furia de los perezosos cuando se deciden al trabajo, fue, como
en otros tiempos, a arrancar barro de las acequias.
El tío Toni demostró su gratitud por este arrepentimiento desarrugando el ceño
y dirigiendo algunas palabras a su hijo. Lo sabía todo. Las cosas ocurrían tal como él
las anunciaba. Tonet no había procedido como un Paloma, y el padre sufrió mucho
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oyendo lo que se decía de él. Le hería dolorosamente ver a su hijo viviendo a costa del
tabernero y robándole además la mujer.
Mentira..., mentira! contestaba el Cubano con la ansiedad del culpable. Són
calumnies...!
Mejor: el tío Toni celebraba que fuese así. Lo importante era haber salido del
peligro. Ahora a trabajar, a ser hombre honrado, a ayudar al padre en la tarea de
enterrar sus charcas. Cuando éstas se convirtiesen en campos y en el Palmar viesen a
los Palomas recoger muchos sacos de arroz, ya encontraría Tonet una compañera.
Podría escoger entre todas las muchachas de los pueblos inmediatos. A un rico nadie le
contesta negativamente.
Y Tonet, animado por las palabras de su padre, entregábase al trabajo con
verdadera rabia. La pobre Borda se fatigaba a su lado más aún que yendo con el tío
Toni. El Cubano siempre creía que trabajaba poco; era exigente y brutal con la infeliz
muchacha; la cargaba como si fuese una bestia, pero comenzaba él por dar ejemplo de
fatiga. La pobre Borda, jadeante bajo el peso de las espuertas de tierra y el continuo
manejo de la percha, sonreía alegre, y por la noche, cuando con los huesos doloridos
preparaba la cena, miraba con agradecimiento a su Tonet, aquel hijo pródigo que tanto
había hecho sufrir al padre, y ahora, con su buena conducta, daba un aire de serenidad
y confianza al rostro del fuerte trabajador.
Pero en la voluntad del Cubano nunca soplaba el mismo viento. La conmovían
furiosas ráfagas de actividad y reaparecía después la calma de una pereza dominadora
y absoluta.
Al mes de este continuo trabajo, Tonet se cansó, como otras veces. Una gran
parte de los campos estaba ya cubierta, pero quedaban profundos hoyos, que eran su
desesperación: agujeros incegables, por los cuales parecían volver las derrotadas
aguas, royendo lentamente la tierra acumulada a costa de inmensos trabajos. El
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Cubano sentía miedo y desaliento ante la magnitud de la empresa. Acostumbrado a las
abundancias de casa de Cañamel, rebelábase además pensando en los guisotes de la
Borda, el vino escaso y flojo, la dura torta de maíz y las sardinas mohosas, único
alimento de su padre. La tranquilidad de su abuelo le indignaba. Seguía visitando la
casa de Cañamel, como si nada hubiese ocurrido. Allí comía y cenaba, entendiéndose
perfectamente con el tabernero, que parecía satisfecho de la actividad con que el viejo
explotaba la Sequiota. ¡Y al nieto que lo partiera un rayo! ¡Sin decirle una palabra
cuando lo veía por las noches en la barraca, como si no existiera, como si no fuese el
verdadero dueño de la Sequiota...!
El abuelo y Cañamel se entendían para explotarle, y sufrirían un chasco. Tal vez
toda la indignación del tabernero no había tenido otro fin que quitarle de en medio
para que las ganancias fuesen mayores. Y con esa codicia rural, feroz y sin entrañas,
que no reconoce afectos ni familia en asuntos de dinero, Tonet abordó al tío Paloma
una noche en que se embarcaba para ir al Redolí. Él era el dueño de la Sequiota, el
verdadero dueño, y hacía mucho tiempo que no veía un céntimo. Ya sabia que la pesca
no era tan excelente como otros años, pero se hacía negocio, y el abuelo y el tío Paco
buenos duros se metían en la faja. Lo sabía por los compradores de anguilas. ¡A ver...!
Él quería cuentas claras: que le diesen lo suyo, o de lo contrario se quedaría con el
redolí, buscando socios menos rapaces.
El tío Paloma, con la autoridad despótica que creía tener de derecho sobre toda
su familia, se consideró en los primeros instantes obligado a abrirle la cabeza a su
nieto con el extremo de la percha. Pero pensó en los negros que el Cubano había
muerto allá lejos, y recordóns!, a un hombre así no se le pega aunque sea de la familia.
Además, la amenaza de recobrar el redolí le infundía espanto.
El tío Paloma se encastilló en la moral. Si no le daba dinero era porque conocía
su carácter, y el dinero, en manos de jóvenes, es la perdición. Se lo bebería, iría a
jugárselo con los pillos que manejaban la baraja a la sombra de cualquier barraca del
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Saler; prefería guardarlo él, y así prestaba un favor a Tonet. Al fin, cuando él muriese,
¿para quién sería lo suyo más que para el nieto...?
Pero Tonet no se ablandaba con esperanzas. Quería lo suyo, o volvía a
apoderarse del redolí. Y tras penosos regateos, que duraron más de tres días, el
barquero se decidió una tarde a escarbar su faja, sacando con gesto doloroso un
cartucho de duros. Podía tomarlo... ¡Judío...! ¡Mal corazón...! Cuando lo hubiese
gastado en pocos días, que volviese por más. No debía tener escrúpulos. ¡A reventar al
abuelo! Ya veía claro cuál era su porvenir en plena ancianidad: trabajar como un
esclavo, para que el señor se diese la gran vida... Y se alejó de Tonet, como si perdiese
para siempre el escaso afecto que aún sentía por él. El Cubano, al verse con dinero, no
volvió por la barraca de su padre. Quiso entretener su ociosidad con la caza, haciendo
una vida de hombre de guerra, sacando su comida de la pólvora, y comenzó por
comprar una escopeta algo mejor que las armas venerables que se guardaban en su
casa. Sangonera, que había sido despedido de casa Cañamel al día siguiente de la
expulsión de Tonet, rondaba en torno de éste viéndole ocioso y disgustado de la vida
laboriosa que llevaba en la barraca de su padre. El Cubano se asoció al vagabundo.
Era un buen compañero, del que podía sacar cierto partido. Tenía una vivienda que,
aunque peor que una perrera, podía servirles de refugio.
Tonet seria el cazador y Sangonera el perro. Todo pertenecería a los dos por
igual: la comida y el vino. ¿Estaba conforme el vagabundo? Sangonera se mostró
alegre. Él también contribuirla al mantenimiento común. Tenía unas manos de oro
para sacar los mornells de los canales y apoderarse de la pesca, volviendo otra vez las
redes al agua. No era cual ciertos rateros sin escrúpulos, que, como decían los
pescadores del Palmar, no sólo robaban el alma, sino que se llevaban el cuerpo, o sea
los bolsones de malla. Tonet buscaría la carne y él el pescado. Trato hecho.
Desde entonces, sólo de tarde en tarde vieron en el pueblo al nieto del tío Paloma
con la escopeta al hombro, silbando cómicamente a Sangonera, que marchaba tras de
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sus pasos con la cabeza baja, mirando astutamente a todos lados por si había algo
aprovechable al alcance de sus zarpas.
Pasaban semanas enteras en la Dehesa, haciendo una vida de hombres
primitivos. Tonet, en medio de su tranquila existencia en el Palmar, había pensado
muchas veces con melancolía en su años de guerra, en la libertad sin límites y llena de
peligros del guerrillero, que teniendo la muerte ante los ojos, no ve obstáculos ni
barreras, y carabina en mano, cumple sus deseos sin reconocer otra ley que la de la
necesidad. Los hábitos contraídos en sus años de vida belicosa en plena selva los
resucitaba ahora en la Dehesa, a cuatro pasos de poblaciones donde existían leyes y
autoridad; con ramaje seco fabricábanse chozas él y su compañero en cualquier rincón
de la arboleda. Cuando tenían hambre, mataban un par de conejos o palomas salvajes
de las que revoloteaban entre los pinos; y si necesitaban dinero para vino y cartuchos,
Tonet se echaba la escopeta a la cara y en una mañana lograba formar un racimo de
piezas, que el vagabundo vendía en el Saler o en el puerto de Catarroja, volviendo con
un pellejo que ocultaba. En los matorrales. La escopeta de Tonet sonando con
insolencia por toda la Dehesa fue un reto para los guardas, que hubieron de abandonar
su tranquila vida de solitarios.
Sangonera estaba al acecho como un perro mientras cazaba Tonet, y al ver con
su aguda mirada de vagabundo la aproximación de los enemigos, silbaba a su
compañero para ocultarse. Varias veces se encontró el nieto del tío Paloma frente a
frente con los perseguidores y sostuvo gallardamente su voluntad de vivir en la
Dehesa. Un día disparó un guarda contra él; pero momentos después, como
amenazadora respuesta, oyó el silbido de una bala junto a su cabeza. Con el antiguo
guerrillero no valían indicaciones. Era un perdido que no temía ni a Dios ni al diablo.
Tiraba tan bien como su abuelo, y cuando enviaba la bala cerca, era porque sólo quería
hacer una advertencia. Para acabar con él era preciso matarle. Los guardas, que
tenían numerosa familia en sus chozas, acabaron por transigir mudamente con el
insolente cazador, y cuando sonaba el estampido de su escopeta fingían oír mal,
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corriendo siempre en dirección opuesta.
Sangonera, aporreado y despedido de todas partes, sentíase fuerte y orgulloso
bajo la protección de Tonet, y cuando entraba en el Saler miraba con insolencia a
todos, como un perrillo ladrador que cuenta con el amparo del amo. A cambio de esta
protección afinaba sus condiciones de vigilante, y si de tarde en tarde alguna pareja de
la Guardia Civil venía de la huerta de Ruzafa, Sangonera la adivinaba antes de verla,
como si la husmease.
Els tricornios! decía a su compañero. Ja estan ahí! Los días en que se veían
por las inmediaciones de la Dehesa correajes amarillos y tricornios charolados, Tonet y
Sangonera se refugiaban en la Albufera. Metidos en uno de los barquitos del tío
Paloma, iban de mata en mata disparando sobre las aves, que recogía el vagabundo,
habituado a meterse en agua hasta la barba en pleno invierno. . Las noches de
tempestad, oscuras y lluviosas, que esperaba el tío Paloma como una bendición, por ser
las de las grandes pescas, las pasaban Tonet y Sangonera metidos en la barraca de
éste, refugiados en un rincón, pues el agua entraba a chorros por los desgarrones de la
cubierta.
Tonet estaba a dos pasos de su ,padre, pero evitaba verle, temiendo su mirada
severa y triste. La Borda venía cautelosamente a cambiar la ropa de Tonet, a prestar
esos cuidados de que sólo es capaz una mujer. La pobre muchacha, fatigada del trabajo
del día, remendaba los harapos a la luz de un farol, cerca de los dos vagabundos, sin
dirigirles una palabra de reproche, osando únicamente alguna mirada a su hermano
con expresión de pena.
Cuando los dos compañeros pasaban la noche solos, hablaban, sin dejar de beber,
de sus pensamientos más íntimos. Tonet, habituado por el ejemplo de Sangonera a una
continua embriaguez, no pudo resistir el peso de su secreto, y comunicó al camarada
sus amores con Neleta. El vagabundo intentó protestar en el primer momento. Aquello
estaba mal hecho. «No desearás la mujer de tu prójimo.» Pero a continuación, llevado
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del agradecimiento a Tonet, encontró excusas y justificaciones para la falta, con su
burda casuística de antiguo sacristán. La verdad era que tenían cierto derecho para
quererse. De haberse conocido después de casada Neleta, sus relaciones resultarían un
enorme pecado. Pero se trataban desde niños, habían sido novios, y la culpa era de
Cañamel, por meterse donde nadie le llamaba, turbando sus relaciones. Bien merecía
lo ocurrido. Y recordando las veces que el gordinflón le arrojó de la taberna, reía
satisfecho de su infortunio conyugal y se daba por vengado. Después, cuando no
quedaba vino en la bota y comenzaba a languidecer el farolillo, Sangonera, con los ojos
cerrados por la embriaguez, hablaba desordenadamente de sus creencias. Tonet,
acostumbrado a esta charla, dormitaba sin oírle, mientras la montera de paja de la
barraca se conmovía con los empujones del vendaval, dejando filtrar la lluvia.
Sangonera no se cansaba de hablar. ¿Por qué era desgraciado él? ¿Por qué sufría
Tonet, ensimismado y aburrido desde que no podía aproximarse a Neleta...? Porque en
el mundo todo era injusticia; porque la gente, dominada por el dinero, se empeñaba en
vivir al revés de como Dios manda.
Y aproximándose al oído de Tonet, le despertaba, hablando con voz misteriosa de
la próxima realización de sus esperanzas. Los buenos tiempos se acercaban. «Él»
estaba ya en el mundo. Lo había visto, como veía ahora a Tonet, y le había tocado a él,
pobre pecador, con su mano de una divina frialdad. Y por décima vez relataba su
encuentro misterioso en la orilla de la Albufera. Volvía del Saler con un paquete de
cartuchos para Tonet, y en el camino que bordea el lago había sentido una profunda
emoción, como si se aproximase algo que paralizaba sus fuerzas. Las piernas se le
doblaron y cayó al suelo, deseando dormir, anularse, no despertar más.
Era que estaves borracho decía Tonet al llegar a este punto. Pero Sangonera
protestaba. No, no estaba ebrio. Aquel día bebió poco. La prueba era que permaneció
despierto a pesar de que el cuerpo se negaba a obedecerle.
Terminaba la tarde; la Albufera tenia un color morado; a lo lejos, en las
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montañas, se enrojecía el cielo con oleadas de sangre, y sobre este fondo, avanzando
por el camino, vio Sangonera un hombre que se detuvo al llegar junto a él.
El vagabundo se estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste, la barba
partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido? Sólo recordaba una envoltura blanca,
algo así como túnica o blusa muy larga, y a la espalda, como abrumado por su peso, un
enorme armatoste que Sangonera no podía definir. Tal vez era el instrumento de un
nuevo suplicio, con el cual se redimirían los hombres... Se inclinó sobre él, y toda la luz
del crepúsculo pareció concentrarse en sus ojos. Tendió una mano y rozó con sus dedos
la frente de Sangonera, con un contacto frío que le estremeció desde la raíz del cabello
hasta los talones. Murmuró con voz dulce unas palabras armoniosas y extrañas, que el
vagabundo no pudo comprender, y se alejó sonriendo; mientras él, a impulsos de la
emoción, caía en un profundo sueño, para despertar horas después en la oscuridad de
la noche.
No le había visto más, pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo para salvar
su obra, comprometida por los hombres; iba otra vez en busca de los pobres, de los
sencillos, de los míseros pescadores de las lagunas. Sangonera debía ser uno de los
elegidos: por algo le había tocado con su mano. Y el vagabundo anunciaba con el fervor
de la fe el propósito de abandonar a su compañero apenas se presentase de nuevo el
dulce aparecido.
Pero Tonet protestaba con mal humor viendo interrumpido su sueño, y le
amenazaba con voz fosca. ¿Quería callar? Le había dicho muchas veces que aquello no
era más que un sueño de borracho. De estar «claro» y «en seco», que es como debía
cumplir sus encargos, hubiese visto que el hombre misterioso era cierto italiano
vagabundo que pasó dos días en el Palmar afilando cuchillos y tijeras, y llevaba a la
espalda la rueda de su oficio.
Enmudecía Sangonera por miedo a la mano de su protector, pero su fe se
escandalizaba, rebelándose en silencio contra las vulgares explicaciones de Tonet...
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¡Volvería a verle! Tenía la certeza de oír de nuevo su lenguaje dulce y extraño, de sentir
en su frente la mano helada, de ver su sonrisa suave. Únicamente le entristecía la
posibilidad de que el encuentro se repitiera al terminar la tarde, cuando él hubiese
apagado muchas veces su sed y viera paralizadas las piernas. Así pasaban el invierno
los dos compañeros: Sangonera acariciando las más extravagantes esperanzas; Tonet
pensando en Neleta, a la que no veta nunca, pues el joven, en sus raros viajes al
Palmar, se detenía en la plaza de la Iglesia, no osando aproximarse a la casa de
Cañamel. Esta ausencia, prolongándose meses y meses, hacía crecer en su memoria el
recuerdo de la pasada felicidad, agrandándola con engañosa desproporción. La imagen
de Neleta llenaba sus ojos. La veía en la selva, donde se perdieron de niños; en el lago,
donde se entregaron rodeados del dulce misterio de la noche. No podía moverse en el
círculo de agua y fango donde se desarrollaba su vida, sin tropezar con algo que se la
recordase. Aguijoneado por la abstinencia y enardecido por el vigor de su vida errante,
dormía Tonet muchas noches con sueño agitado, y Sangonera le oía llamar a Neleta
con el rugido del macho inquieto. Un día, Tonet, arrastrado por esta pasión que le
enloquecía, sintió la necesidad de verla. Cañamel, cada vez más enfermo, había ido a la
ciudad. El Cubano entró resueltamente en la taberna a mediodía, cuando todos los
parroquianos estaban en sus casas y podía encontrar a Neleta sola tras el mostrador.
La tabernera, al verle en la puerta, dio un grito, como si se presentara un
resucitado. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos; pero inmediatamente se
entenebrecieron, como si la razón reapareciese en ella y bajó la cabeza con gesto
huraño e inabordable.
¡Véste’n, véste’n...! murmuró. És que vols perdre’m? ¡Perderla él...! Y esta
suposición le causó tal pena, que no osó protestar. Instintivamente retrocedió, y por
pronto que quiso arrepentirse de su debilidad, ya estaba en la plaza, lejos de la
taberna. No intentó volver. Cuando pensaba ir a ella, a impulsos de su contenida
pasión, bastaba el recuerdo de aquel gesto para que inmediatamente le dominara una
gran frialdad. Todo estaba acabado entre los dos.
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Cañamel, de quien se burlaba en otro tiempo, era un obstáculo insuperable.
El odio que sentía hacia el marido le hacía ir en busca de su abuelo, creyendo
que cuanto realizara contra éste era en perjuicio del esposo de Neleta. ¡Dinero!, ¡quería
dinero! ¡Se enriquecían con la Sequiota, y a él, que era el amo, lo olvidaban! Estas
demandas producían entre abuelo y nieto discusiones y enfados, que milagrosamente
no acababan a golpes en la orilla del canal. Los barqueros viejos se asombraban ante la
paciencia que mostraba el tío Paloma para convencer a su nieto. El año era malo; la
Sequiota no daba el resultado que esperaban; además, Cañamel estaba enfermo y se
mostraba intratable. El mismo tío Paloma deseaba en ciertos momentos que acabase el
año y viniera nuevo sorteo, para enviar al diablo un negocio que tantos disgustos le
proporcionaba. Su antiguo sistema era el bueno: que cada uno pescase para él;
¡compañías, ni con la mujer...!
Cuando Tonet conseguía arrancar algunos duros a su abuelo, silbaba
alegremente a Sangoñera, y de taberna en taberna iban hasta Valencia, pasando
varios días de crápula en los bodegones de los arrabales, hasta que la ligereza de los
bolsillos les obligaba a volver a la Albufera. En las conversaciones con su abuelo se
había enterado de la enfermedad de Cañamel. En el Palmar no se hablaba de otra
cosa, por ser el tabernero la primera persona del pueblo, ya que casi todos, en los
momentos de apuro, solicitaban sus favores. Cañamel se agravaba en sus dolencias: no
era aprensión, como todos creían al principio. Su salud estaba quebrantada; pero al
verle cada vez más grueso, más hinchado, desbordando grasa, la gente declaraba con
gravedad que iba a morir de exceso de salud y buena vida.
Cada vez se quejaba más, sin poder precisar dónde estaba su mal. El reuma
traidor, producto de aquella tierra pantanosa, ayudado por una vida de inmovilidad, se
paseaba por su corpachón, jugando al escondite, perseguido por las cataplasmas y los
remedios caseros, que nunca podían alcanzarle en su loca carrera. El tabernero se
quejaba por la mañana de la cabeza y a la tarde del vientre o de la hinchazón de las
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extremidades. Las noches eran terribles, y más de una vez saltaba del lecho y abría la
ventana en pleno invierno, afirmando que se ahogaba en la habitación, no encontrando
en ella aire para sus pulmones. Hubo un momento en que creyó haber desenmascarado
su enfermedad. ¡Ya la tenia! ¡Y conocía el nombre de la pícara! Cuando comía mucho,
era mayor la dificultad en la respiración y sentía violentas náuseas. Su enfermedad
estaba en el estómago. Y comenzó a medicinarse, reconociendo que el tío Paloma era
un sabio. Lo que él tenla era exceso de comodidades, como decía el barquero; la
enfermedad de comer demasiado y beber bien. La abundancia era su enemigo.
La Samaruca, su terrible cuñada, se había aproximado a él desde que expulsó a
Tonet de la taberna. Al fin, como afirmaba ella con fiereza de arpía, su cuñado habla
tenido vergüenza una vez. Salla a su encuentro cuando Cañamel paseaba por el
pueblo, le llamaba fuera de la taberna pues no se atrevía a presentarse ante Neleta
dentro de su casa, segura de que la pondría en la puerta, y en estas entrevistas se
enteraba con exagerado interés de la salud del cuñado, lamentando sus locuras. Debía
haber permanecido solo después de la pérdida de «la difunta». Había querido hacer el
chaval casándose con una muchacha, y todo lo tenía: disgustos y falta de salud.
Aquella imprudencia le salta al exterior, y gracias que no le costase la vida. Cuando
Cañamel le habló de la enfermedad del estómago, la maliciosa comadre fijó en él una
mirada de asombro, como si por su pensamiento pasase una idea que a ella misma la
asustaba. ¿Era realmente en el estómago donde tenía el mal...? ¿No le habrían dado
algo, para acabar con él? Y el tabernero, en los malignos ojos de la mala vieja vio una
sospecha tan clara, tan odiosa contra Neleta, que se enfureció, faltando poco para que
la pegase. ¡Arre allá, mala bestia! Ya lo decía la pobre difunta, que temía a su
hermana más que al demonio. Y volvió la espalda a la Samaruca, proponiéndose no
verla más.
¡Sospechar tales horrores de Neleta...! Nunca se había mostrado su mujer tan
buena y solícita con él. Si algo de rencor quedaba en el tío Paco de la época en que
Tonet se hacía dueño de la taberna con el apoyo silencioso de su mujer, había
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desaparecido ante la conducta de Neleta, que olvidaba todos los asuntos del
establecimiento para pensar sólo en su marido.
Dudaba ella del saber de aquel médico casi ambulante triste jornalero de la
ciencia que llegaba dos veces por semana al Palmar, aconsejando la quinina a todo
pasto, como si no conociera otro medicamento, y arrollando la creciente pereza de su
marido, le vestía como un pequeño, colocándole cada prenda entre quejidos y protestas
de reumático, y lo llevaba a Valencia para que le examinasen los médicos de fama. Ella
hablaba por él, aconsejándole como una madre para que hiciese todo cuanto le
mandaban aquellos señores.
La respuesta era siempre la misma. No tenía más que un reuma, pero un reuma
fuerte, que no se localizaba en parte alguna, que dominaba todo el organismo, como
resultado de su juventud agitada de vagabundo y de la vida perezosa y sedentaria que
llevaba ahora. Debía agitarse, trabajar, hacer mucho ejercicio y, sobre todo, privarse de
excesos. Nada de beber, pues se adivinaba en él la profesión de tabernero aficionado a
trincar con los parroquianos. Nada de otros abusos. Y los médicos bajaban la voz,
completando con guiños significativos sus recomendaciones, que no osaban formular
claramente en presencia de una mujer.
Volvían a la Albufera animados por repentina energía después de oír a los
médicos. Él estaba dispuesto a todo: quería agitarse, para echar lejos aquella grasa
que envolvía su cuerpo, abrumando sus pulmones; iría a los baños que le
recomendaban; obedecería a Neleta, que sabía más que él y asombraba con su
desparpajo a aquellos señores tan graves. Pero apenas entraba en la taberna, toda su
voluntad se desplomaba; se sentía agarrarlo por la voluptuosidad de la inercia, no
atreviéndose a mover un brazo más que a costa de quejidos y supremos esfuerzos.
Pasaba los días junto a la chimenea, mirando el fuego con la cabeza vacía, bebiendo
copas a instancias de los amigos. ¡Por una más no iba a morir! Y si Neleta le miraba
severamente, riñéndole como a un niño, el hombretón se excusaba con humildad. Él no
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podía despreciar a los parroquianos; había que atenderlos; el negocio era antes que la
salud. En este desaliento, con la voluntad muerta y el cuerpo agarrotado por el dolor,
su instinto carnal parecía crecer, aguzándose de tal modo, que le atormentaba a todas
horas con pinchazos de fuego. Experimentaba cierto alivio buscando a Neleta. Era un
latigazo que conmovía su ser y tras el cual los nervios parecían calmarse. Ella le reñía.
¡Se estaba matando! ¡Debía recordar los consejos de los médicos! Pero el tío Paco
excusábase lo mismo que al beber una copa. ¡Por una vez más no iba a morir! Y ella
cedía con resignación, brillando en sus ojos de gata una chispa de maligno misterio,
como si en el fondo de su ser sintiera un goce extraño por este amor de enfermo que
aceleraba el fin de una vida. Cañamel gemía, dominado por el carnal instinto. Era su
única diversión, su constante pensamiento en medio de la dolorosa inmovilidad del
reuma. Por la noche se ahogaba al tenderse en el lecho: tenía que esperar el amanecer
sentado en un sillón de cuerda junto a la ventana, con doloroso resuello de asmático.
De día sentíase mejor, y cuando se cansaba de tostar sus piernas ante el fuego,
entrábase con paso vacilante en las habitaciones interiores.
¡Neleta...! ¡Neleta! gritaba con voz ansiosa, en la que su mujer adivinaba una
súplica.
Y Neleta iba allá con gesto resignado, abandonando el mostrador a su tía,
permaneciendo oculta más de una hora, mientras sonreían los parroquianos,
enterados de todo por su vida casi en común con los taberneros.
El tío Paloma, que así como se aproximaba el término de la explotación del redolí
era menos respetuoso con su consocio, decía que Cañamel y su mujer se perseguían en
la taberna como los perros en plena calle. La Samaruca afirmaba que estaban
asesinando a su cuñado. La tal Neleta era una criminal y su tía una bruja. Entre las
dos habían dado algo al tío Paco que le trastornaba el juicio: tal vez los «polvos
seguidores» que sabían fabricar ciertas mujeres para vencer el desvío de los hombres.
Así andaba el pobre, rabioso tras ella, sin apagar nunca su sed, perdiendo cada
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día un nuevo jirón de salud. ¡Y no había justicia en la tierra para castigar este
crimen...!
El estado del tío Paco justificaba las murmuraciones. Los parroquianos le veían
inmóvil junto al hogar, aun en pleno verano, buscando el fuego en el que hervían las
paellas. Las moscas revoloteaban junto a su cara, sin que mostrase voluntad para
espantarlas. En los días de sol se envolvía en la manta, gimiendo como un niño,
quejándose del frío que le producían los dolores. Sus labios tomaban un color azulado;
las mejillas, flácidas y abultadas, tenían la palidez amarillenta de la cera, y los ojos
saltones estaban rodeados de una aureola negra, en la que parecían hundirse. Era un
fantasma enorme, grasiento y temblón que entristecía con su presencia a los
parroquianos. El tío Paloma, que había terminado con Cañamel el negocio del redolf,
no iba por la taberna. Aseguraba que el vino le parecía menos gustoso mirando aquel
fardo de dolores y gemidos. Como el viejo tenía ahora dinero, frecuentaba una
tabernilla adonde le habían seguido sus amigos, y la concurrencia de casa Cañamel
sufrió gran disminución.
Neleta aconsejaba a su marido que fuese a los baños que recomendaban los
médicos. Su tía le acompañaría.
Més avant respondía el enfermo. Después..., después. Y seguía inmóvil en la
silleta de esparto, sin voluntad para separarse de la mujer y de aquel rincón, al que
parecía agarrada su existencia. Los tobillos comenzaron a hinchársele, tomando
monstruosas dimensiones. Neleta esperaba esto. Era la hinchazón de los... maleolos
(eso es, recordaba bien el nombre) que le había anunciado un médico en su último viaje
a Valencia.
Esta manifestación de la enfermedad sacó a Cañamel de su sopor. Ya sabía él lo
que era aquello: la humedad maldita del Palmar que se le metía por los pies al
permanecer quieto. Y obedeció a Neleta, que le ordenaba trasladarse a otro terreno. En
Ruzafa tenían, como todos los ricos del Palmar, su casita alquilada para casos de
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enfermedad. Allí podría valerse de los médicos y las farmacias de Valencia. Cañamel
emprendió el viaje, acompañado de la tía de su mujer, y estuvo ausente unos quince
días. Pero apenas la hinchazón decreció un poco, el tío Paco quiso volver, afirmando
que ya estaba bueno. No podía vivir sin su Neleta. En Ruzafa sentía el frío de la
muerte cuando, al llamar a su esposa, se presentaba la tía, con su cara arrugada y
hocicuda de anguila vieja.
Volvió a reanudar los antiguos hábitos, sonando en la taberna el débil quejido de
Cañamel como un continuo lamento. A principios del otoño tuvo que volver a Ruzafa en
peor estado. La hinchazón comenzaba a extenderse pot sus piernas enormes,
desfiguradas por el reuma, verdaderas patas de elefante, que arrastraba con
dificultad, apoyándose en el más cercano y lanzando un quejido al colocar el pie en el
suelo.
Neleta acompañó a su marido hasta la barcacorreo. La tía había ido delante,
por la mañana, en el «carro de las anguilas», para preparar la casita de Ruzafa.
Por la noche, al acostarse, después de cerrada la taberna, Neleta creyó oír por el
lado que daba al canal un silbido tenue que conocía desde niña. Entreabrió una
ventana para mirar. ¡Él estaba allí! Paseaba como un perro triste, con la vaga
esperanza de que le abrieran. Neleta cerró, volviéndose a la cama. Resultaba una
locura el propósito de Tonet. No era tonta para comprometer su porvenir en un rapto
de apasionamiento juvenil. Como decía su enemiga la Samaruca, ella sabía más que
una vieja.
Halagada, sin embargo, por el apasionamiento de Tonet, que corría a ella tan
pronto como la consideraba sola, la tabernera se durmió pensando en su amante.
Había que dejar correr el tiempo. Tal vez, cuando menos lo esperasen, retoñaría la
antigua felicidad. La vida de Tonet había sufrido un nuevo cambio. Volvía a ser bueno,
a vivir con su padre, a trabajar en los campos, que estaban casi cubiertos de tierra
gracias a la tenacidad del tío Toni. Los desmanes del Cubano en la Dehesa habían
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terminado. La Guardia Civil de la huerta de Ruzafa visitaba con frecuencia la selva.
Aquellos soldados bigotudos, de cara inquisitorial, hacían llegar hasta él su resolución
de contestar con una bala de máuser el primer escopetazo que disparase entre los
pinos. El Cubano aprovechó la advertencia. Las gentes del correaje amarillo no eran
como los guardas de la Dehesa: podían dejarlo tendido al pie de un árbol y después
pagaban con un pedazo de papel dando cuenta del hecho. Licenció a Sangonera, y otra
vez volvió el vagabundo a su vida errante, coronándose de flores de los ribazos cuando
estaba ebrio y buscando por el lago la mística aparición que tanto le había
impresionado.
Tonet, por su parte, colgó la escopeta en la barraca de su padre y juró ante éste
un arrepentimiento eterno. Quería que le tuvieran por hombre grave. Sería para el tío
Toni respetuoso y bueno, como éste lo había sido con el abuelo. Acababan para siempre
las calaveradas. El padre, enternecido, abrazó a Tonet, lo que no había hecho desde
que volvió de Cuba, y juntos se entregaron al enterramiento de los campos con el ardor
del que ve su obra próxima a terminar.
La tristeza daba nuevas fuerzas a Tonet, endureciendo su voluntad. Impulsado
por la pasión, que le roía las entrañas, había rondado varias noches en torno de la
taberna, sabiendo que Neleta estaba sola. Había visto entreabrirse levemente las hojas
de una ventana y volver a cerrarse.
Sin duda le había reconocido, y a pesar de esto, permanecía muda, inabordable.
Nada debía esperar. Sólo le quedaba el cariño de los suyos. Y cada vez se unía más al
tío Toni y la Borda, participando de sus ilusiones y sus penas, compartiendo con ellos
la miseria y admirándoles con la sencillez de sus costumbres, pues apenas bebía y
pasaba las veladas relatando al padre sus aventuras de guerrillero. La Borda
mostrábase radiante de felicidad, y cuando hablaba con alguna vecina, era para elogiar
a su hermano. ¡El pobre Tonet!, ¡cuán bueno era!, ¡cómo alegraba al padre cuando
quería...!
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Neleta abandonó repentinamente la taberna para ir a Ruzafa. Tan grande fue su
prisa, que. No quiso esperar la barcacorreo, y llamó al tío Paloma para que en su
barquito la condujese al Saler, al puerto de Catarroja, a cualquier punto de tierra
firme desde donde pudiera dirigirse a Ruzafa.
Cañamel estaba muy grave: agonizaba. Para Neleta no era esto lo más
importante. Su tía había llegado por la mañana con noticias que la dejaron inmóvil de
sorpresa tras el mostrador. La Samaruca estaba en Ruzafa hacía cuatro días. Se había
metido en la casa como parienta, y la pobre tía no osaba protestar. Además llevaba con
ella a un sobrino, al que quería como un hijo, y que vivía con ella: el mismo a quien
Tonet había pegado la noche de les albaes. Al principio la enfermera calló, con su
bondad de mujer sencilla: eran parientes de Cañamel, y no tenía tan mal corazón que
fuese a privar al enfermo de estas visitas. Pero después oyó algunas de las
conversaciones de Cañamel y su cuñada. Aquella bruja se esforzaba por convencerle de
que nadie le quería como ella y el sobrino. Hablaba de Neleta, asegurando que, tan
pronto como él emprendió el viaje, el nieto del tío Paloma entraba en su casa todas las
noches. Además... aquí vacilaba de miedo la vieja el día anterior se presentaron en la
casa dos señores conducidos por la Samaruca y su sobrino: uno que preguntaba a
Cañamel con voz queda y otro que escribía. Debía ser cosa de testamento.
Ante esta noticia, Neleta se mostró tal como era. Su vocecita mimosa, de
dulzonas inflexiones, se tornó ronca; brillaron como si fuesen de talco las claras gotas
de sus ojos, y por su piel blanca corrió una oleada de verdosa palidez.
Recordons! gritó, como un barquero de los que concurrían a la taberna.
¿Y para esto se había casado ella con Cañamel? ¿Para esto aguantaba una
enfermedad interminable, esforzándose por aparecer dulce y cariñosa? Vibraba en pie
dentro de ella, con toda su inmensa fuerza, el egoísmo de la muchacha rústica que
coloca el interés por encima del amor.
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En el primer impulso quiso golpear a su tía, que le comunicaba tales noticias a
última hora cuando tal vez no había remedio. Pero la explosión de cólera le haría
perder tiempo, y prefirió correr a la barca del tío Paloma, con tanta prisa, que ella
misma empuñó una percha para salir cuanto antes del canal y tender la vela.
A media tarde entró como un huracán en la casita de Ruzafa. Al verla, la
Samaruca, palideció, e instintivamente fue de espaldas a la puerta; pero apenas
intentó retirarse, la alcanzó una bofetada de Neleta, y las dos mujeres se agarraron del
pelo mudamente, con sorda rabia, revolviéndose, yendo de un lado a otro, chocando
contra las paredes, haciendo rodar los muebles, con las manos crispadas hundidas en
el moño, como dos vacas uncidas que se pelearan con las cabezas juntas sin poder
separarse.
La Samaruca era fuerte e inspiraba cierto miedo a las comadres del Palmar,
pero Neleta, con su sonrisita dulce y su voz melosa, ocultaba una vivacidad de víbora, y
mordía a su enemiga en la cara con un furor que la hacía tragarse la sangre.
Què és aixó? gemía en una habitación inmediata la voz de Cañamel, asustado
por el estruendo. Què passa...?
El médico que estaba con él salió del dormitorio, y ayudado por el sobrino de la
Samaruca, pudo separar a las dos mujeres, después de grandes esfuerzos y de recibir
no pocos arañazos. En la puerta se agolpaban los vecinos. Admiraban el ciego
ensañamiento con que riñen las mujeres, y alababan el coraje de la rubia pequeñita,
que lloraba por no poder «desahogarse» más.
La cuñada de Cañamel huyó, seguida de su sobrino; cerróse la puerta de la casa,
y Neleta, con los pelos en desorden y la blanca tez enrojecida por los arañazos, entró en
el cuarto del marido después de limpiarse la sangre ajena que manchaba sus dientes.
Cañamel era una ruina. Las piernas hinchadas, monstruosas; el edema, según
decía el médico, se extendía ya por el vientre, y la boca tenía la lividez azul de los
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cadáveres.
Parecía aún más enorme sentado en un sillón de cuerda, con la cabeza hundida
entre los hombros, sumido en un sopor de apoplético, del que sólo lograba salir a costa
de grandes esfuerzos. No preguntó la causa del estruendo, como si la hubiese olvidado
instantáneamente, y sólo al ver a su mujer hizo un torpe gesto de alegría y murmuró:
Estic molt mal..., molt mal.
No podía moverse. Tan pronto como intentaba acostarse se ahogaba, y había que
correr a levantarlo, como si hubiese llegado su última hora. Neleta hizo sus
preparativos para quedarse allí. La Samaruca no se burlaría más. No soltaba a su
marido hasta llevárselo bueno al pueblo. Pero ella misma hacia un gesto de
incredulidad ante la esperanza de que Cañamel pudiera volver a la Albufera. Los
médicos no ocultaban su triste opinión. Se moría de un reumatismo cardíaco, de
asistolia. Era enfermedad sin remedio; el corazón quedaría falto de contracción en el
momento menos esperado, y acabaría la vida. Neleta no abandonaba a su marido.
Aquellos señores que habían escrito papeles cerca de él no se apartaban de su
pensamiento. La enfurecía el amodorramiento de Cañamel; quería saber qué es lo que
había dictado bajo la maldita inspiración de la Samaruca, y le sacudía para hacerle
salir de su sopor.
Pero el tío Paco, al reanimarse un momento, contestaba siempre lo mismo. Todo
lo había dispuesto bien. Si ella era buena, si le quería como tantas veces se lo había
jurado, nada debía temer. A los dos días murió Cañamel en su sillón de esparto,
asfixiado por el asma, hinchado, con las piernas lívidas.
Neleta apenas lloró. Otra cosa la preocupaba. Cuando el cadáver hubo salido
para el cementerio y ella se vio libre de los consuelos que le prodigaban las gentes de
Ruzafa, sólo pensó en buscar al notario que había redactado el testamento y enterarse
de la voluntad de su esposo. No tardó en lograr su deseo. Cañamel había sabido hacer
bien las cosas, como afirmaba en sus últimos momentos. Declaraba su heredera a
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Neleta, sin mandas ni legados. Pero ordenaba que si ella volvía a casarse o demostraba
con su conducta sostener relaciones amorosas con algún hombre, la parte de su
fortuna de que podía disponer pasase a su cuñada y a todos los parientes de la primera
esposa.
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VIII
Nadie supo cómo volvió Tonet a la taberna del difunto Cañamel. Los
parroquianos le vieron una mañana sentado ante una mesilla, jugando al truque con
Sangonera y otros desocupados del pueblo, y nadie lo extrañó. Era natural que Tonet
frecuentase un establecimiento del que era Neleta única dueña.
Volvió el Cubano a pasar allí su vida, abandonando de nuevo al padre, que había
creído en una total conversión. Pero ahora ya no se reproducía entre él y la tabernera
aquella confianza que escandalizaba al Palmar con sus alardes de fraternidad
sospechosa. Neleta, vestida de luto, estaba tras el mostrador, embellecida por cierto
aire de autoridad. Parecía más grande al verse rica y libre. Bromeaba menos con los
parroquianos; mostrábase de una virtud arisca; acogía con torvo ceño y apretando los
labios las bromas a que estaban habituados los concurrentes, y bastaba que algún
bebedor rozase al tomar el vaso sus brazos arremangados para que Neleta sacase las
uñas, amenazando con plantarlo en la puerta. La concurrencia aumentaba desde que
había desaparecido el doliente e hinchado espectro de Cañamel. El vino servido por la
viuda parecía mejor, y las tabernillas del Palmar volvían a despoblarse. Tonet no osaba
fijar sus ojos en Neleta, como temiendo los comentarios de la gente. ¡Ya hablaba
bastante la Samaruca viéndole otra vez en la taberna! Jugaba, bebía, se sentaba en un
rincón, como lo hacia Cañamel en otros tiempos, y parecía dominado a distancia por
aquella mujer que a todos miraba menos a él.
El tío Paloma comprendía con su habitual astucia la situación del nieto. Estaba
siempre allí por no disgustar a la viuda, que deseaba tenerle bajo su vista, ejercer
sobre él una autoridad sin limites. Tonet «montaba la guardia», como decía el viejo, y
aunque de vez en cuando sentía deseos de salir a los carrizales a disparar unos
cuantos escopetazos, callaba y permanecía quieto, temiendo sin duda las
recriminaciones de Neleta cuando se viesen a solas.
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Mucho había sufrido ella en los últimos tiempos aguantando las exigencias del
dolorido Cañamel, y ahora que era rica y libre se resarcía, haciendo pesar su autoridad
sobre Tonet.
El pobre muchacho, asombrado de la prontitud con que la muerte arreglaba las
cosas, dudaba aún de su buena fortuna al verse en casa de Cañamel, sin miedo a que
apareciese el irritado tabernero. Contemplando aquella abundancia, de la que Neleta
era única dueña, obedecía todas las exigencias de la viuda.
Ella le vigilaba con duro cariño, semejante a la severidad de una madre.
No begues més decía a Tonet, que, incitado por Sangonera, se atrevía a pedir
nuevos vasos en el mostrador.
El nieto del tío Paloma, obediente como un niño, se negaba a beber y permanecía
inmóvil en su asiento, respetado por todos, pues nadie ignoraba sus relaciones con la
dueña de la casa.
Los parroquianos que habían presenciado su intimidad en tiempos de Cañamel,
encontraban lógico que los dos se entendiesen. ¿Ño habían sido novios? ¿No se habían
querido, hasta el punto de excitar los celos del cachazudo tío Paco...? Se casarían
ahora, tan pronto como pasasen los meses de espera que la ley exige a la viuda, y el
Cubano daríase aires de legítimo dueño tras aquel mostrador que ya había asaltado
como amante.
Los únicos que no aceptaban esta solución eran la Samaruca y sus parientes.
Neleta no se casaría: estaban seguros de ello. Era demasiado mala aquella mujercita
de melosa lengua para hacer las cosas como Dios manda. Antes que realizar el
sacrificio de ceder a los parientes de la primera esposa lo que era muy suyo, preferiría
vivir enredada con el Cubano. Para ella nada tenía esto de nuevo. ¡Cosas más grandes
había visto el pobre Cañamel antes de morir...!
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Espoleados por el testamento que les ofrecía la posibilidad de ser ricos y por la
convicción de que Neleta no había de allanarles el camino casándose, la Samaruca y
los suyos ejercían un minucioso espionaje en torno de los amantes.
Por las noches, a altas horas, cuando se cerraba la taberna, la feroz mujerona,
arrebujada en su mantón, espiaba la salida de los parroquianos, buscando entre ellos a
Tonet.
Veía a Sangonera que se retiraba a su barraca con paso inseguro. Los
compañeros le perseguían con sus burlas, preguntándole si había vuelto a encontrar al
afilador italiano. Él, en medio de su embriaguez, se serenaba... ¡Pecadores! ¡Parecía
imposible que siendo cristianos se burlasen de aquel encuentro...! Ya vendría el que
todo lo puede, y su castigo sería no reconocerlo, no seguirlo, privándose de la felicidad
reservada a los escogidos.
Algunas veces, al quedarse solo Sangonera ante su barraca, lo abordaba la
Samaruca, surgiendo de la oscuridad como una bruja. ¿Dónde estaba Tonet...? Pero el
vagabundo sonreía maliciosamente, adivinando las intenciones de la mujerona.
¡Preguntitas a él! Y extendiendo sus manos con un gesto vago, como si quisiera
abarcar toda la Albufera, contestaba:
Tonet..? Per lo món; per lo món.
La Samaruca era infatigable en sus averiguaciones. Antes de romper el día ya
estaba frente a la barraca de los Palomas, y al abrir la puerta la Borda entablaba
conversación con ella, mientras lanzaba ávidas miradas al interior de la vivienda para
ver si Tonet estaba dentro. La implacable enemiga de Neleta adquirió la convicción de
que el joven se quedaba por las noches en la taberna. ¡Qué escándalo! ¡Cuando sólo
hacía unos meses que había muerto Cañamel! Pero lo que más le irritaba de esta
audacia amorosa era que el testamento del tabernero quedase sin cumplir y la mitad
de sus bienes siguiera en poder de la viuda, en vez de pasar a los parientes de la
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primera mujer. La Samaruca hizo viajes a Valencia: se enteró de personas que
conocían las leyes por las puntas de las uñas, y pasó el tiempo en continua agitación,
acechando noches enteras por los alrededores de la taberna acompañada de parientes
que habían de servirla de testigos. Esperaba que Tonet saliese de la casa antes del
amanecer, para probar de este modo sus relaciones con la viuda. Pero las puertas de la
taberna no se abrían en toda la noche: la casa permanecía oscura y silenciosa, como si
todos durmiesen en su interior el sueño de la virtud. Por la mañana, cuando la
taberna se abría, Neleta mostrábase tras el mostrador tranquila, sonriente, fresca,
mirando a todos frente a frente, como la que nada tiene que reprocharse; y mucho
tiempo después, Tonet aparecía como por arte de encantamiento, sin que los
parroquianos supiesen ciertamente si había entrado por la puerta que daba a la calle o
la del canal.
Era difícil pillar en falta a aquella pareja. La Samaruca se desesperaba,
reconociendo la astucia de Neleta. Para evitar confidencias había despedido a la criada
de la taberna, reemplazándola con su tía, aquella vieja sin voluntad, resignada a todo,
que sentía cierto respeto no exento de miedo ante el genio violento de la sobrina y las
riquezas de su viudez. El vicario don Miguel, enterado de los sordos trabajos de la
Samaruca, agarró más de una vez a Tonet, sermoneándole para que evitase el
escándalo. Debían casarse: cualquier día podían sorprenderles los del testamento, y se
hablaría del hecho en toda la Albufera. Aunque Neleta perdiese una parte de su
herencia, ano era mejor vivir como Dios manda, sin tapujos ni mentiras? El Cubano
movía los hombros. Él deseaba el matrimonio, pero ella debía resolver. Neleta era la
única mujer del Palmar que, con su acostumbrada dulzura, hacía frente al rudo
vicario; por esto se indignaba al oír sus reprimendas. ¡Todo eran mentiras! Ella vivía
sin faltar a nadie. No necesitaba hombres. Le precisaba un criado en la taberna, y
tenía a Tonet, que era su compañero de la niñez... ¿Es que no podía escoger, en una
casa como la suya, llena de «intereses», al que le mereciese más confianza? Ya sabía
ella que todo eran calumnias de la Samaruca para que la regalase los campos de arroz
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de «su difunto»: la mitad de una fortuna a cuya creación había contribuido como
esposa honrada y laboriosa. Pero ¡estaba fresca aquella bruja si esperaba la herencia!
¡Primero se secaría la Albufera! La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta
con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de
varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban
con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden el vino a los pobres,
apoderándose lentamente del dinero. Recordaba su niñez hambrienta, los días de
abandono, en los que se colocaba humildemente en la puerta de los Palomas esperando
que la madre de Tonet se apiadase de ella; los esfuerzos que tuvo que hacer para
conquistar a su marido y sufrirle durante su enfermedad; y ahora que se veía la más
rica del Palmar, ¿tendría, por ciertos escrúpulos, que repartir su fortuna con gentes
que siempre la habían hecho daño? Sentíase capaz de un crimen, antes que entregar
un alfiler a los enemigos. La posibilidad de que pudiese ser de la Samaruca una parte
de las tierras de arroz que ella cuidaba con tanta pasión la hacía ver rojo de cólera, y
sus manos se crispaban con la misma furia que en Ruzafa la hizo arrojarse sobre su
enemiga.
La posesión de la riqueza la transformaba. Mucho quería a Tonet, pero entre
éste y sus bienes, no dudaba en sacrificar al amante. Si abandonaba a Tonet, volvería
más o menos pronto, pues su vida estaba encadenada para siempre a ella; pero si
soltaba la más pequeña parte de su herencia, ya no la vería nunca.
Por esto acogió con indignación las tímidas proposiciones que le hizo por la noche
Tonet en el silencio del piso alto de la taberna. Al Cubano le pesaba esta vida de
huidas y ocultaciones. Deseaba ser dueño legal de la taberna; deslumbrar a todo el
pueblo con su nueva posición, hombrearse con las gentes que le habían despreciado.
Además y esto lo ocultaba cuidadosamente, siendo marido de Neleta le pesaría menos
el carácter dominador de ésta, su despotismo de mujer rica que puede poner al amante
en la puerta y abusa de la situación. Ya que le quería, ¿por qué no se casaban?
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Pero en la oscuridad de la alcoba, al decir esto Tonet, sonaban los jergones de
maíz del lecho con los movimientos impacientes de Neleta. Su voz tenía la ronquera de
la rabia... ¿Él también...? No, hijo; sabía lo que necesitaba hacer, y no pedía consejos.
Bien estaban así. ¿Le faltaba algo?, ¿no disponía de todo como si fuera el dueño? ¿Para
qué darse el gusto de que los casase don Miguel, y después, tras la ceremonia,
abandonar la mitad de su fortuna en las manos puercas de la Samaruca? ¡Antes se
dejaría cortar un brazo que amputar su herencia! Además, ella conocía el mundo; salía
algunas veces del lago, iba a la ciudad, donde los señores admiraban su desparpajo, y
no se le ocultaba que lo que en el Palmar aparecía como una fortuna, fuera de la
Albufera no llegaba a una decorosa miseria. Tenía sus pretensiones de ambiciosa. No
siempre había de estar llenando copas y tratando con beodos; quería acabar sus días
en Valencia, en un piso, como una señora que vive de sus rentas. Prestaría el dinero
mejor que Cañamel; se ingeniaría para que su fortuna se reprodujese con incesante
fecundidad, y cuando fuese rica de veras, tal vez se decidiera a transigir con la
Samaruca, entregándola lo que ella miraría entonces como una miseria. Cuando esto
llegase, podía hablarla de casamiento, si seguía portándose bien y obedeciéndola sin
disgustos. Pero en el presente no, recordons; nada de casorios ni de dar dinero a nadie;
¡primero se dejaba abrir por el vientre como una tenca! Y era tanta su energía al
expresarse de esta manera, que Tonet no osaba replicar. Además, aquel mozo que
pretendía imponerse por su valor a todo el pueblo sentíase dominado por Neleta y la
tenía miedo, adivinando que no estaba tan seguro de su afecto como creyó al principio.
No era que Neleta se cansase de aquellos amores. Le quería, pero su riqueza la
daba sobre él una gran superioridad. Además, la mutua posesión durante las noches
interminables del invierno, en la taberna cerrada y sin correr riesgo alguno, había
amortiguado en ella la excitación del peligro, la temblorosa voluptuosidad que la
dominaba en tiempos de Cañamel al besarse tras las puertas o tener sus citas rápidas
en los alrededores del Palmar, siempre expuestos a una sorpresa. A los cuatro meses
de esta vida casi marital, sin otro obstáculo que la vigilancia de la Samaruca
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fácilmente burlada, Tonet creyó por un momento que podrían realizarse sus deseos
matrimoniales. Neleta se mostraba preocupada y grave. La arruga vertical de su
entrecejo delataba penosos pensamientos. Por los más insignificantes pretextos reñía
con Tonet; lo insultaba, repeliéndolo y lamentándose de su amor, maldiciendo el
momento de debilidad en que le había abierto los brazos; pero después, a impulsos de
la carne, lo aceptaba de nuevo, entregándose con abandono, como si la pena que la
dominaba fuese irreparable. Su humor desigual y nervioso convertía las noches de
amor en agitadas entrevistas, durante las cuales alternaban las caricias con las
recriminaciones, y faltaba poco para que se mordieran las bocas que momentos antes
se besaban. Por fin, una noche, Neleta, con palabras entrecortadas por la rabia, reveló
el secreto de su estado. Había enmudecido hasta entonces, dudando de su desgracia;
pero ahora, tras dos meses de observación, estaba segura. Iba a ser madre... Tonet se
sintió aterrado y satisfecho al mismo tiempo, mientras ella continuaba sus
lamentaciones. Aquello podía haber ocurrido, viviendo Cañamel, sin peligro alguno.
Pero el demonio, que sin duda andaba de por medio, había creído mejor hacer surgir el
obstáculo en momentos difíciles, cuando ella estaba interesada en ocultar sus amores
para no dar gusto a los enemigos.
Tonet, pasado el primer momento de sorpresa, la preguntó con timidez qué
pensaba hacer. En el temblor de su voz adivinó ella los ocultos pensamientos del
amante, y rompió a reír con una carcajada irónica, burlona, que revelaba el temple de
su alma. ¡Ah! ¿creía que por esto iba a casarse? No la conocía. Podía estar seguro de
que antes se mataba que ceder ante sus enemigos. Lo suyo era muy suyo, y lo
defendería. ¡De ésta no se casaba Tonet, pues para todo hay remedio en el mundo...!
Pasó esta explosión de rabia por la jugarreta que se permitía la naturaleza,
sorprendiéndolos cuando más seguros se creían; y Neleta y Tonet continuaron su vida
como si nada ocurriese, evitando hablar del obstáculo que surgía entre ellos,
familiarizándose con él, tranquilos porque su realización era aún remota y confiando
vagamente en cualquier circunstancia inesperada que pudiera salvarles. Neleta, sin
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hablar de ello al amante, buscaba el medio de deshacerse de la nueva vida que sentía
latir en sus entrañas como una amenaza para su avaricia.
La tía, asustada por sus confidencias, hablaba de remedios poderosos.
Recordaba sus conversaciones con las viejas del Palmar al lamentarse de la rapidez
con que se reproducen las familias en la miseria. Por consejo de su sobrina, iba a
Ruzafa o entraba en la ciudad para consultar las curanderas que gozaban de oscura
fama en las últimas capas sociales, y volvía allá con extraños remedios compuestos de
ingredientes repugnantes que volcaban el estómago.
Tonet, muchas noches sorprendía en el cuerpo de Neleta emplastos hediondos, a
los que la tabernera concedía la mayor fe: cataplasmas de hierbas silvestres, que
daban a sus veladas de amor un ambiente de brujería.
Pero todos los remedios demostraban su ineficacia con el curso del tiempo.
Pasaban los meses y Neleta se convencía con gran desesperación de la inutilidad de
sus esfuerzos.
Como decía la tía, aquel ser oculto estaba bien «agarrado», y en vano luchaba
Neleta por anularlo dentro de sus entrañas. Las entrevistas de los amantes durante la
noche eran borrascosas. Parecía que Cañamel se vengaba, resucitando entre los dos,
para empujarlos el uno contra el otro.
Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era el
culpable; por él veía comprometido su porvenir. Y cuando, con la nerviosidad de su
estado, se cansaba de insultar al Cubano, fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que,
libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de
los extraños, parecía crecer cada noche con monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con
furor salvaje el ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se
golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura.
Tonet también lo odiaba, viendo en él una amenaza. Contagiado por la codicia de
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Neleta, pensaba con terror en la pérdida de una parte de aquella herencia que
consideraba como suya.
Todos los remedios de que había oído hablar confusamente en las libres
conversaciones entre barqueros los aconsejaba a su amante. Eran pruebas brutales,
atentados contra la naturaleza que ponían los pelos de punta, o remedios ridículos que
hacían sonreír; pero la salud de Neleta se burlaba de todo. Aquel cuerpo, en apariencia
delicado; era fuerte y sólido y seguía en silencio cumpliendo la más augusta función de
la naturaleza, sin que los malvados deseos pudieran torcer ni retardar la santa obra de
la fecundidad.
Pasaban los meses. Neleta tenía que hacer grandes esfuerzos, sufrir inmensas
molestias para ocultar su estado a todo el pueblo. Se apretaba el corsé por las
mañanas de un modo cruel, que hacía estremecer a Tonet. Muchas veces le faltaban
las fuerzas para contener el desbordamiento de la maternidad.
Tira..., tira! decía ofreciendo al amante los cordones de su corsé con un gesto
fiero, apretando los labios para contener los suspiros de dolor. Y Tonet tiraba,
sintiendo en la frente un sudor frío, estremeciéndose de la voluntad que demostraba
aquella mujercita, rugiendo sordamente y tragándose las lágrimas de su angustia.
Se pintaba el rostro y echaba mano de toda la perfumería barata para mostrarse
en la taberna fresca, tranquila y hermosa como siempre, sin que nadie pudiese leerle
en el rostro los síntomas de su estado. La Samaruca, que husmeaba como un
perdiguero en torno de la casa, presentía algo anormal al lanzar sus rápidas miradas
pasando por la puerta. Las demás mujeres, con la experiencia de su sexo, adivinaban
lo que ocurría a la tabernera.
Un ambiente de sospecha y de vigilancia parecía formarse en torno de Neleta. Se
murmuraba mucho en las puertas de las barracas. La Samaruca y los parientes
disputaban con las mujeres que no querían aceptar sus afirmaciones. Las comadres
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chismosas, en vez de enviar a sus pequeños a la taberna por vino o aceite, iban en
persona a plantarse ante el mostrador, buscando varios pretextos que la tabernera se
levantase de la silla, que se moviera para servirlas, mientras ellas la seguían con
mirada voraz, apreciando las líneas de su talle agarrotado.
Sí que està decían unas con aire de triunfo al avistarse con las vecinas.
No està gritaban otras. Tot són mentires.
Y Neleta, que adivinaba la causa de tantas idas y venidas, acogía con sonrisa
burlona a las curiosas... ¡Tanto bueno por aquí! ¿Qué mosca les había picado, que no
podían pasar sin verla...? ¡Parecía que en su casa se ganaba un jubileo...!
Pero esta alegría insolente, la audacia con que provocaba la curiosidad de las
comadres, evaporábase por la noche, después de una jornada de sufrimientos
asfixiantes y de forzada serenidad. Al despojarse de la coraza de ballenas caía
repentinamente su valor, como el del soldado que se ha excedido en un empeño heroico
y no puede más. El desaliento se apoderaba de ella, al mismo tiempo que las hinchadas
entrañas se esparcían libres de opresión. Pensaba con terror en el suplicio que había
de sufrir al día siguiente para ocultar su estado. No podía más. Ella, tan fuerte, lo
declaraba a Tonet en el silencio de unas noches que ya no eran de amor, sino de
zozobra y dolorosas confidencias. ¡Maldita salud! ¡Como envidiaba ella a las mujeres
enfermizas en cuyas entrañas jamás germina la vida...! En estos instantes de
desaliento hablaba de huir, de dejar la taberna encomendada a su tía, refugiándose en
un barrio apartado de la ciudad hasta que saliera del mal paso. Pero la reflexión la
hacía ver inmediatamente lo inútil de la fuga. La imagen de la Samaruca surgía ante
ella. Huir equivaldría a acreditar lo que hasta entonces sólo eran sospechas. ¿Dónde
iría que no la siguiese la feroz cuñada de Cañamel...? Además, estaban a fines del
verano. Iba a recoger la cosecha de sus campos de arroz y despertaría la curiosidad de
todo el pueblo una ausencia injustificada, tratándose de una mujer que con tanto celo
cuidaba sus intereses.
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Se quedaría. Afrontaría cara a cara el peligro: permaneciendo en su sitio la
vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio doloroso que aún aparecía
más lúgubre envuelto para ella en las sombras de lo desconocido, y procuraba olvidar
su miedo ocupándose de las operaciones de la siega, regateando con los braceros el
precio de su trabajo. Reñía a Tonet, que por encargo suyo iba a vigilar a los jornaleros,
pero llevando siempre en el barquito la escopeta de Cañamel y su fiel perra la
Centella, y ocupándose más de disparar a las aves que de contar las gavillas del arroz.
Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marchaba a la era,
una replaza de barro endurecido en medio del agua de los campos. Estas excursiones
eran un calmante para su dolorosa situación. Oculta tras las gavillas, arrancábase el
corsé con gesto angustioso y se sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja
de arroz, que esparcía un olor punzante. A sus pies daban vueltas los caballos en la
monótona tarea de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera su inmensa lámina verde,
reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que cortaban el horizonte.
Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se sentían más
felices que en la cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba de terrores. El lago sonreía
dulcemente al arrojar de sus entrañas la cosecha anual; los cantos de los trilladores y
de los tripulantes de las grandes barcas cargadas de arroz parecían arrullar a la
Albufera madre después de aquel parto que aseguraba la vida a los hijos de sus
riberas. La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta, infundiéndola
nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de los meses y el término de la
gestación que se verificaba en sus entrañas. Faltaba poco tiempo para el penoso suceso
que podía cambiar la suerte de su vida. Sería al mes siguiente, en noviembre, tal vez
cuando se celebrasen en la Albufera las grandes tiradas llamadas de San Martín y
Santa Catalina. Al contar, recordaba que aún no hacía un año que Cañamel había
muerto; y con su instinto de perversa inconsciente, deseosa de arreglar su vida de
acuerdo con la dicha, se lamentaba de no haberse entregado meses antes a Tonet. Así
hubiera podido ostentar su estado sin miedo, atribuyendo al marido la paternidad del
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nuevo ser. La posibilidad de que la muerte interviniese en sus asuntos reanimaba su
confianza. ¿Quién sabe si después de tantos terrores iba a nacer muerta la criatura?
No seria la primera. Y los amantes, engañados por esta ilusión, hablaban del niño
muerto como de una circunstancia segura, inevitable, y Neleta espiaba los
movimientos de sus entrañas, mostrándose satisfecha cuando el oculto ser no daba
señales de vida. ¡Se moriría! Era indudable. La buena suerte que la había acompañado
siempre no iba a abandonarla.
El término de la recolección la distrajo de estas preocupaciones. Los sacos de
arroz se amontonaban en la taberna. La cosecha ocupaba los cuartos interiores de la
casa, se apilaba junto al mostrador, quitando sitio a los parroquianos, y hasta ocupaba
los rincones del dormitorio de Neleta. Ésta admiraba la riqueza encerrada en los sacos,
embriagándose con el polvillo astringente del arroz. ¡Y pensar que la mitad de aquel
tesoro podía haber sido de la Samaruca...! Sólo al recordar esto, Neleta sentía renacer
sus fuerzas a impulsos de la cólera. Sufría mucho con la dolorosa ocultación de su
estado, pero antes morir que resignarse al despojo.
Bien necesitaba de estas resoluciones enérgicas. Su situación se agravaba.
Hinchábanse sus pies, sentía un irresistible deseo de no moverse, de permanecer en la
cama; y a pesar de esto bajaba al mostrador todos los días, pues el pretexto de una
enfermedad podía avivar las sospechas. Movfase con lentitud cuando los parroquianos
la obligaban a levantarse, y su forzada sonrisa era una crispación dolorosa que hacía
estremecerse a Tonet. El talle agarrotado parecía próximo a hacer estallar la fuerte
envoltura de ballenas. No puc més! gemía desesperada al desnudarse, arrojándose de
bruces en el lecho.
Los dos amantes, en el silencio de la alcoba, cambiaban sus palabras con cierto
terror, como si viesen levantarse entre ellos el fantasma amenazante de su falta... ¿Y si
el niño no nacía muerto...? Neleta estaba segura de ello. Le sentía rebullir en las
entrañas con una fuerza que desvanecía su criminal esperanza.
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Sus rebeldías de mujer codiciosa, incapaz de confesar el pecado con perjuicio de
la fortuna, infundíanle la audaz resolución de los grandes criminales.
Nada de llevar la criatura a un pueblo inmediato a la Albufera, buscando una
mujer fiel que lo criase. Había que temer las indiscreciones de la nodriza, la astucia de
los enemigos y hasta la falta de prudencia de ellos, que, como padres, tomarían afecto
al pequeñuelo, acabando por descubrirse. Neleta razonaba con una frialdad
aterradora, mirando los sacos de arroz amontonados en su dormitorio. Tampoco habla
que pensar en ocultarlo en Valencia. La Samaruca, una vez sobre la pista, buscaría la
verdad en el mismo infierno.
Neleta clavaba en el amante sus ojos verdes, que parecían extraviados por la
angustia del dolor y el peligro de la situación. Había que abandonar al recién nacido,
fuese como fuese. Debía tener ánimo. En los peligros se muestran los hombres. Lo
llevaría por la noche a la ciudad, lo abandonaría en una calle, a la puerta de una
iglesia, en cualquier sitio: Valencia es grande... ¡y adivina quiénes fueron los padres!
La dura mujer, después de proponer el crimen, intentaba encontrar excusas a su
maldad. Tal vez sería una suerte para el pequeño este abandono. Si moría, mejor para
él; y si se salvaba, ¡quién sabe en qué manos podía caer! Quizás le esperase la riqueza:
historias más asombrosas se habían conocido. Y recordaba los cuentos de la niñez, con
sus hijos de reyes abandonados en una selva, o sus bastardos de pastores, que en vez
de ser comidos por los lobos, llegan a poderosos personajes. Tonet la oía aterrado.
Intentó resistirse, pero la mirada de Neleta impuso cierto miedo a su voluntad siempre
débil. Además, también él se sentía mordido por la codicia: todo lo de Neleta lo
consideraba como suyo, y se indignaba ante la idea de partir con los enemigos la
herencia de la amante. Su indecisión le hacía cerrar los ojos, confiando en el porvenir.
La cosa no era para desesperarse; ya vería de arreglarlo todo. Tal vez su buena suerte
vendría a resolver el conflicto a última hora. Y gozaba de una tranquilidad
momentánea, dejando transcurrir el tiempo sin pensar en las criminales proposiciones
de Neleta. Estaba unido a ella para siempre: constituía toda su familia. La taberna era
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ya su único hogar. Había roto con su padre, que, enterado por las murmuraciones del
pueblo de su vida marital con la tabernera, y viendo que transcurrían las semanas y
los meses sin que el hijo durmiese una sola noche en la barraca, tuvo con éste una
entrevista rápida y dolorosa. Lo que hacía Tonet era deshonroso para los Palomas. Él
no podía tolerar que se llamara hijo suyo un hombre que vivía públicamente a
expensas de una mujer que no era su esposa. Ya que quería vivir en el deshonor,
alejado de su familia y sin prestarla auxilio... ¡como si no se conocieran! Se quedaba sin
padre: únicamente podría encontrarlo otra vez cuando recobrase su honra. Y el tío
Toni, después de esta explicación, continuó con el fiel auxilio de la Borda el
enterramiento de sus campos. Ahora que la gran empresa tocaba a su fin, se sentía
desalentado; preguntábase con tristeza quién había de agradacerle tantas fatigas, y
únicamente por su tenacidad de trabajador siguió adelante en el empeño. Llegó la
época de las grandes tiradas: San Martín y Santa Catalina, las fiestas del Saler.
En todas las reuniones de los barqueros se hablaba con entusiasmo del gran
número de pájaros que este año había en la Albufera. Los guardas de la caza, que
vigilaban de lejos los rincones y las matas donde se congregaban las fúlicas, las veían
aumentar rápidamente. Formaban grandes manchas negras a flor de agua. Al pasar
una barca por cerca de ellas, abrían las alas volando en grupo triangular e iban a
posarse un poco más allá, como una nube de langosta, hipnotizadas por el brillo del
lago e incapaces de abandonar unas aguas en las que les esperaba la muerte.
La noticia se había esparcido por la provincia, y los cazadores serían más
numerosos que otros años.
Las grandes tiradas de la Albufera ponían en conmoción todas las escopetas
valencianas. Eran fiestas antiquísimas, cuyo origen conocía el tío Paloma de la época
en que guardaba los papeles de Jurado, relatándolo a sus amigos en la taberna.
Cuando la Albufera era de los reyes de Aragón y sólo podían cazar en ella los
monarcas, el rey don Martín quiso conceder a los ciudadanos de Valencia un día de
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fiesta, y escogió el de su santo. Después la tirada se repitió igualmente el día de Santa
Catalina. En estas dos fiestas toda la gente podía entrar libremente en el lago con sus
ballestas, cazando los innumerables pájaros de los carrizales; y el privilegio,
convertido en tradición, venia reproduciéndose a través de los siglos. Ahora las tiradas
gratuitas tenían un prólogo de dos días, en los cuales se pagaba al arrendatario de la
Albufera por escoger los mejores puestos, viniendo a ellas los tiradores de todos los
pueblos de la provincia.
Escaseaban los barquitos y los barqueros para el servicio de los cazadores. El tío
Paloma, conocido tantos años por los aficionados, no sabía cómo atender a las
demandas. Él estaba enganchado desde mucho tiempo antes a un señor rico que
pagaba espléndidamente su experiencia de las cosas de la Albufera. Mas no por esto
los cazadores dejaban de dirigirse al patriarca de los barqueros, y el tío Paloma
andaba de un lado a otro buscando barquitos y hombres para todos los que le escribían
desde Valencia.
La víspera de la tirada, Tonet vio entrar a su abuelo en la taberna. Venía en su
busca. Aquel año la Albufera iba a tener más escopetas que pájaros. Él ya no sabía de
dónde sacar barqueros. Todos los del Saler, los de Catarroja y aun los del Palmar
estaban comprometidos; y ahora, un antiguo parroquiano, a quien nada podía negar,
encargábale un hombre y un barquito para un amigo suyo que cazaba por primera vez
en la Albufera. ¿Quería ser Tonet ese hombre, sacando a su abuelo de un compromiso?
El Cubano se negó. Neleta estaba mala. Por la mañana había abandonado el
mostrador, no pudiendo resistir los dolores. El momento tan temido sobrevendría tal
vez muy pronto, y necesitaba estar en la taberna.
Pero su lacónica negativa fue interpretada como un desprecio por el viejo, que se
mostró furioso. ¡Como ahora era rico, se permitía despreciar a su pobre abuelo,
dejándolo en una situación ridícula! Él lo toleraba todo; había sufrido su pereza
cuando explotaban el redolí, cerraba los ojos ante su conducta con la tabernera, que no
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honraba mucho a la familia; pero ¿dejarle en un apuro que él consideraba como de
honor? ¡Cristo! ¿Qué dirían de él sus amigos de la ciudad cuando viesen que en la
Albufera, donde le creían el amo, no encontraba un hombre para servirles? Y su
tristeza era tan grande, tan visible, que Tonet se arrepintió. Negar su auxilio en las
grandes tiradas era para el tío Paloma un insulto a su prestigio y al mismo tiempo algo
así como una traición a aquel país de cañas y barro donde habían nacido. El Cubano
aceptó con resignación el ruego de su abuelo. Pensó, además, que Neleta podría
esperar. Hacía tiempo que la alarmaban falsos dolores y la crisis del momento sería
igual a las otras. Al cerrar la noche, Tonet llegó al Saler. Como barquero, debía asistir
a la demanà, presenciando con su cazador la distribución de los puestos. El caserío del
Saler lejos ya del lago, al extremo de un canal por la parte de Valencia presentaba un
aspecto extraordinario con motivo de las grandes tiradas.
En la replaza del canal que llamaban el Puerto, agolpábanse a docenas los
negros barquitos, sin espacio para moverse, haciendo crujir sus delgadas bordas unos
contra otros y estremeciéndose con el peso de enormes cubos de madera que habían de
fijarse al día siguiente sobre estacas en el barro. En el interior de estos cubos se
ocultaban los cazadores para disparar a los pájaros.
Entre las casas del Saler, algunas buenas mozas de la ciudad habían establecido
sus mesas de garbanzos tostados y turrones mohosos, alumbrándose con bujías
resguardadas por cucuruchos de papel. En las puertas de las barracas, las mujeres del
pueblo hacían hervir las cafeteras, ofreciendo tazas «tocadas» de licor, en las cuales era
más la caña que el café; y una población extraordinaria discurría por el pueblo,
aumentada a cada momento por los carros y tartanas que llegaban de la ciudad. Eran
burgueses de Valencia, con altas polainas y grandes fieltros, como guerreros del
Transvaal, contoneando fieramente su blusa de innumerables bolsillos, silbando al
perro y exhibiendo con orgullo su escopeta moderna dentro del estuche amarillo
pendiente del hombro; labradores ricos de los pueblos de la provincia, con vistosas
mantas y la canana sobre la faja, unos con el pañuelo arrollado en forma de mitra,
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otros llevándolo como un turbante o dejándolo flotar en largo rabo sobre el cuello,
delatando todos en el tocado de su cabeza los diversos rincones valencianos de que
procedían.
La escopeta parecía igualar a los cazadores. Tratábanse con la fraternidad de
compañeros de armas, animándose al pensar en la fiesta del día siguiente; y hablaban
de la pólvora inglesa, de las escopetas belgas, de la excelencia de las armas de fuego
central, estremeciéndose con fiera voluptuosidad de árabes, como si en sus palabras
aspirasen ya el humo de los disparos. Los perros, enormes y silenciosos, con la viva
mirada del instinto, iban de grupo en grupo oliendo las manos de los cazadores hasta
quedar inmóviles al lado del amo. En todas las barracas convertidas en posadas,
guisaban la cena las mujeres con la actividad propia de unas fiestas que ayudaban a
vivir gran parte del año. Tonet vio la casa llamada de los Infantes, un piso bajo de
piedra, con alta montera de tejas rasgada por varias lucernas: un caserón del siglo
XVIII, que se desmoronaba lentamente desde que los cazadores de sangre real no
venían a la Albufera, y que en la actualidad estaba ocupado por una taberna. Enfrente
estaba la casa de la Demanà, edificio de dos pisos, que parecía gigantesco entre las
barracas, mostrando en sus desconchadas paredes varias rejas curvas y sobre el tejado
un esquilón para llamar a los cazadores al reparto de los puestos. Tonet entró en esta
casa, echando una mirada a la sala del piso bajo, donde se verificaba la ceremonia. Un
enorme farol despedía turbia luz sobre la mesa y los sillones de los arrendatarios de la
Albufera. El estrado se aislaba del resto de la pieza con una barandilla de hierro. El tío
Paloma estaba allí, en su calidad de barquero venerable, bromeando con los cazadores
famosos, fanáticos del lago a los que conocía medio siglo. Eran la aristocracia de la
escopeta. Los había ricos y pobres: unos eran grandes propietarios y otros carniceros
de la ciudad o labradores modestos de los pueblos inmediatos. No se veían ni se
buscaban en el resto del año, pero al encontrarse en la Albufera todos los sábados, en
las pequeñas tiradas, o al juntarse en las grandes, se aproximaban con cariño de
hermanos, se ofrecían el tabaco, se prestaban los cartuchos y se oían mutuamente, sin
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pestañear, los estupendos relatos de cacerías portentosas verificadas en los montes
durante el verano. La comunidad de gustos y la mentira los unían fraternalmente.
Casi todos ellos llevaban visibles en su cuerpo los riesgos de esta afición que dominaba
su vida. Unos, al mover sus manos con la fiebre del relato, mostraban los dedos
amputados por la explosión de la escopeta; otros tenían surcadas las mejillas por la
cicatriz de un fogonazo. Los más viejos, los veteranos, arrastraban el reuma como
consecuencia de una juventud pasada a la intemperie; pero en las grandes tiradas no
podían permanecer quietos en sus casas, y venían, a pesar de sus dolencias, a
lamentarse de la torpeza de los cazadores nuevos. La reunión se disolvió. Llegaban los
barqueros para anunciarles que la cena estaba pronto, y salían en grupos,
distribuyéndose por las iluminadas barracas, que marcaban las manchas rojas de sus
puertas sobre el suelo de barro. En el ambiente flotaba un fuerte olor de alcohol. Los
cazadores temían el agua de la Albufera; no podían beber el líquido del lago como la
gente del país, por miedo a las fiebres, y tratan consigo un verdadero cargamento de
absenta y ron, que al destaparse impregnaba el aire con fuertes aromas.
Tonet, al ver tan animado el Saler, como si en él acampase un ejército, recordaba
los relatos de su abuelo: las orgías organizadas en otros tiempos por los cazadores ricos
de la ciudad, con mujeres que corrían desnudas, perseguidas por los perros; las
fortunas que se habían deshecho en las míseras barracas durante largas noches de
juego, entre tirada y tirada: todos los placeres estúpidos de una burguesía de rápida
fortuna que al verse lejos de la familia, en un rincón casi salvaje, excitada por la vista
de la sangre y el humo de la pólvora, sentía renacer en ella la humana bestialidad.
El tío Paloma buscó al nieto para presentarle su cazador. Era un señor gordo, de
aspecto bonachón y pacifico: un industrial de la ciudad, que después de una vida de
trabajo, creía llegado el momento de divertirse como los ricos y copiaba los placeres de
sus nuevos amigos. Parecía molesto por su terrorífico aparato: le pesaban las bolsas
para la caza, la escopeta, las altas botas, todo nuevo, recién comprado. Pero al fijarse
en la canana en forma de bandolera que le cruzaba el pecho, sonreía bajo su enorme
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fieltro, juzgándose igual a uno de aquellos héroes bóers cuyos retratos admiraba en los
periódicos. Cazaba por primera vez en el lago, y confiábase a la experiencia del
barquero para escoger el sitio cuando llegase su número.
Los tres cenaron en una barraca con otros cazadores. La sobremesa era ruidosa
en veladas como aquélla. Medíase el ron a vasos, y en torno de la mesa, como perros
hambrientos, se agrupaban los vecinos del pueblo, riendo los chistes de los señores,
aceptando cuanto les ofrecían y bebiéndose uno solo lo que los cazadores creían
suficiente para todos. Tonet apenas comía, escuchando como a través de un sueño los
gritos y risas de aquella gente, la regocijada protesta con que acogían las mentirosas
hazañas de los cazadores fanfarrones. Pensaba en Neleta; se la imaginaba encogida de
dolor en el piso alto de la taberna, revolcándose en el suelo, ahogando sus rugidos, sin
poder gritar para alivio de su sufrimiento.
Fuera de la barraca sonaba el esquilón de la casa de la Demanà, con un timbre
tembloroso de campana de ermita.
Ja en van dos dijo el tío Paloma, que contaba el número de toques con gran
atención, temiendo más llegar tarde a la demanà que perder una misa.
Cuando sonó el esquilón por tercera vez, abandonaron la mesa cazadores y
barqueros, acudiendo todos al lugar donde se designaban los puestos.
La luz del farolón había sido aumentada con la de dos quinqués, colocados sobre
la mesa del estrado. Detrás de la verja estaban los arrendatarios de la Albufera, y tras
ellos, hasta la pared del fondo, los cazadores abonados perpetuamente al lago, que
ocupaban este sitio por derecho propio. Al otro lado de la verja, llenando el portal y
esparciéndose fuera de la casa, estaban los barqueros, los cazadores pobres, toda la
gente menuda que acudía a las tiradas. Un hedor de mantas húmedas, de pantalones
manchados de barro, de aguardiente y tabaco malo, esparcíase sobre el gentío que se
estrujaba contra la verja. Las blusas impermeables de los cazadores resbalaban sobre
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los cuerpos cercanos con un chirrido que aguzaba los dientes. En el gran marco de
sombra de la puerta abierta se marcaban como indecisas manchas los blancos
frontones de las barracas inmediatas.
A pesar de esta aglomeración no se alteraba el silencio que parecía dominar a
todos apenas pisaban el umbral. Se notaba la misma ansiedad muda que reina en los
tribunales cuando se resuelve la suerte de un hombre, o en los sorteos al decidirse la
fortuna. Si alguien hablaba era en voz baja, con tímido cuchicheo, como en la alcoba de
un enfermo. El arrendatario principal se levantó:
Caballers...
El silencio se hizo aún más profundo. Iba a procederse a la demanda de los
puestos.
A ambos lados de la mesa, erguidos como heraldos de la autoridad del lago,
estaban los dos guardas más antiguos de la Albufera: dos hombres delgados, pardos de
color, de ondulantes movimientos y rostro hocicudo, dos anguilas con blusa, que
parecían vivir en el fondo del agua para no presentarse más que en las grandes
solemnidades cinegéticas. Un guarda pasaba lista para saber si todos los puestos
estarían ocupados en la tirada del día siguiente.
L’u el dos...!
Iban por turno, según la cantidad que pagaban anualmente y su antigüedad.
Los barqueros, al oír el número de sus amos, contestaban por éstos:
Avant! Avant!
Después de pasar lista venia el momento solemne, la demanà, la designación
que cada barquero, de acuerdo con su cazador o por propia cuenta como más experto,
hacía del sitio para la tirada.
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El tres. decía uno de los guardas.
E inmediatamente el que tenía dicho número lanzaba el nombre que llevaba
pensado. «La mata del Siñor..» «La barca podrida...» «El racó de l’Antina.» Así iban
sonando los sitios de la caprichosa geografía de la Albufera; lugares bautizados al
gusto de los barqueros; títulos muchos de ellos que no podían repetirse sin rubor ante
mujeres o que revolvían el estómago al nombrarse en la mesa, a pesar de lo cual
sonaban en este acto con solemnidad, sin producir la más ligera sonrisa. El segundo
guarda, que tenía una voz de clarín, al oír la designación hecha por los barqueros
erguía la cabeza, y con los ojos cerrados y las manos en la verja, decía a todo pulmón,
con un grito desgarrador que se extendía en el silencio de la noche:
El tres va a la mata del Siñor.. El quatre va al racó de San Roc.. El cinc a la ca...
del barber.
Duró cerca de una hora la designación de los puestos; y m¡entras los cantaban
los guardas con lentitud, un muchachuelo los inscribía en un gran libro sobre la mesa.
Terminada la designación se extendían las licencias de caza ambulantes para la
gente menuda: unos permisos que sólo costaban dos duros y con los cuales podían ir los
labradores en sus barquitos por toda la Albufera, a cierta distancia de los puestos,
rematando los pájaros que escapaban del escopetazo de los ricos.
Los grandes cazadores se despedían estrechándose las manos. Unos querían
dormir en el Saler, con el propósito de ir a su puesto cuando rompiese el día; otros, más
fogosos, partían inmediatamente para el lago queriendo vigilar por sí mismos la
instalación del enorme tanque dentro del cual habían de pasar la jornada. «Vaja...!
bona sort i divertirse!» Y cada uno llamaba a su barquero para convencerse de que
nada faltaba en los preparativos.
Tonet ya no estaba en el Saler. En el silencio del acto de la demanà le había
acometido una angustia grande. Tenía ante sus ojos la imagen dolorida de Neleta
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retorciéndose con los sufrimientos, sola allá en el Palmar, caída en el suelo, sin
encontrar quien la consolase, amenazada por la vigencia de los enemigos.
No pudo resistir su pena y salió de la casa de la Demanà dispuesto a volver
inmediatamente al Palmar, aunque esto le costase reñir con su abuelo. Cerca de la
casa de los Infantes, donde estaba la taberna, oyó que le llamaban. Era Sangonera.
Tenía hambre y sed; había rondado las mesas de los cazadores ricos sin alcanzar la
más insignificante piltrafa; todo se lo comían los barqueros.
Tonet pensó en ser sustituido por el vagabundo; pero el hijo del lago se extrañó
de que le propusieran tripular una barca más aún que si el vicario del Palmar le
invitase a pronunciar la plática del domingo. Él no servía para eso; además, no le
gustaba perchar para nadie. Ya conocía su pensamiento: el trabajo era cosa del
demonio. Pero Tonet, impaciente y angustiado, no estaba para oír las tonterías de
Sangonera. Nada de resistencias, o le aliviaba el hambre y la sed echándolo en el canal
de una patada. Los amigos sirven para sacar de un apuro a los amigos. ¡Bien sabía
perchar en barquitos ajenos cuando iba a meter sus uñas en las redes de los redolins,
robando las anguilas! Además, si tenía hambre, podía refocilarse como nunca en el
cargamento de provisiones que aquel señor traía de Valencia. Al ver dudoso a
Sangonera por la esperanza del hartazgo, acabó de decidirle con fuertes empujones,
llevándolo hasta la barca del cazador y explicándole cómo había de disponer todos los
preparativos. Cuando se presentase el amo, podía decirle que él estaba enfermo y lo
había buscado como sustituto. Antes de que el absorto Sangonera acabase de titubear,
ya Tonet había montado en su ligero barquito y emprendía la marcha, perchando como
un desesperado.
El viaje era largo. Había que atravesar toda la Albufera para ir al Palmar, y no
soplaba viento. Pero Tonet sentíase espoleado por el miedo, por la incertidumbre, y su
barquito resbalaba como una lanzadera sobre el oscuro tisú del agua, moteado por los
puntos de luz de las estrellas. Era más de media noche cuando llegó al Palmar. Estaba
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fatigado, con los brazos rotos por el desesperado viaje, y deseaba encontrar tranquila la
taberna para caer como un leño en la cama. Al amarrar su barquichuelo frente a la
casa, la vio cerrada y silenciosa como todas las del pueblo, pero las rendijas de las
puertas marcábanse con líneas de roja luz.
Le abrió la tía de Neleta, y al reconocerle hizo un gesto de atención, designando
con el rabillo del ojo a unos hombres sentados ante el hogar.
Eran labradores de la parte de Sueca que habían venido a la tirada; antiguos
parroquianos, que tenían campos cerca del Saler, y a los que no se podía despedir, so
pena de inspirar sospechas. Habían cenado en la taberna y dormitaban junto al fuego,
para montar en sus barquitos una hora antes de romper el día y esparcirse por el lago,
esperando los pájaros que escapasen ilesos de los buenos puestos. Tonet los saludó a
todos, y después de cambiar algunas palabras sobre la fiesta del día siguiente, subió al
dormitorio de Neleta. La vio en camisa, pálida, las facciones desencajadas,
oprimiéndose los riñones con ambas manos y con una expresión de locura en los ojos.
El dolor la hacía olvidar la prudencia, y lanzaba rugidos que asustaban a su tía.
Te van a oír! exclamaba la vieja.
Neleta, sobreponiéndose al sufrimiento, se ponía los puños en la boca o mordía
las ropas de su cama para ahogar los gemidos. Por consejo de ella, Tonet bajó a la
taberna. Nada había de remediar permaneciendo arriba. Acompañando a aquellos
hombres, distrayéndolos con su conversación, podía impedir que oyesen algo que les
infundiera sospechas.
Tonet pasó más de una hora calentándose en el rescoldo de la chimenea,
hablando con los labradores de la pasada cosecha y de las magníficas tiradas que se
preparaban. Hubo un momento en que se cortó la conversación. Todos oyeron un grito
desgarrado, salvaje: un chillido semejante al de una persona asesinada, pero la
impasibilidad de Tonet los tranquilizó.
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Lama està un poc mala dijo.
Y siguieron hablando, sin prestar atención a los pasos de la vieja que iban de un
lado a otro apresuradamente, haciendo temblar el techo. Pasada media hora, cuando
Tonet creyó que todos habían olvidado el incidente, volvió a subir al dormitorio.
Algunos labradores cabeceaban, dominados por el sueño.
Arriba vio a Neleta tendida en el lecho, blanca, pálida, inmóvil, sin más vida que
el brillo de sus ojos.
Tonet..., Toneddijo débilmente.
El amante adivinó en su voz y en su mirada todo lo que quería decirle. Era una
orden, un mandato inflexible. La fiera resolución que tantas veces había asustado a
Tonet volvía a reaparecer en plena debilidad, después de la crisis anonadadora. Neleta
habló lentamente, con una voz débil como un suspiro lejano. Lo más difícil había
pasado ya: ahora le tocaba a él. A ver si mostraba coraje.
La tía, temblando, con la cabeza perdida, sin darse cuenta de sus actos,
presentaba a Tonet un envoltorio de ropas, dentro del cual se revolvía un pequeño ser,
sucio, maloliente, con la carne amoratada.
Neleta, al ver próximo a ella al recién nacido, hizo un gesto de terror. ¡No quería
verlo: temía mirarlo! Se tenía miedo a sí misma, segura de que si fijaba un instante la
vista en él, renacería la madre y le faltaría valor para dejar que se lo llevasen.
Tonet..., enseguida..., emportatelo!
El Cubano dio sus instrucciones rápidamente a la vieja y bajó para despedirse
de los labradores, que ya dormían. Fuera de la taberna, por la parte del canal, la vieja
le entregó el animado paquete a través de una ventana del piso bajo.
Cuando se cerró la ventana y Tonet quedó solo en la oscuridad de la noche, sintió
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que de golpe se desplomaba todo su valor. El lío de ropas y de carne blanducha que
llevaba bajo su brazo le infundía miedo. Parecía que instantáneamente se había
despertado en él una nerviosidad extraña que aguzaba sus sentidos. Oía todos los
rumores del pueblo, hasta los más insignificantes, y le parecía que las estrellas
tomaban un color rojo. El viento estremeció un olivo enano inmediato a la taberna, y el
rumor de las hojas hizo correr a Tonet como si todo el pueblo despertase y se dirigiera
hacia él preguntando qué llevaba bajo el brazo. Creyó que la Samaruca y sus
parientes, alarmados por la ausencia de Neleta durante el día, rondaban la taberna
como otras veces y que la feroz bruja iba a aparecer en la orilla del canal. ¡Qué
escándalo si le sorprendían con aquel envoltorio...! ¡Qué desesperación la de Neleta...!
Arrojó en el fondo de su barquito el paquete de ropas, del cual comenzó a salir un
llanto desesperado, rabioso; y cogiendo la percha, pasó el canal con una velocidad loca.
Perchaba furiosamente, como espoleado por los lloros del recién nacido, temiendo ver
iluminadas las ventanas de las casas y que las sombras de los curiosos le preguntasen
adónde iba. Pronto dejó atrás las viviendas silenciosas del Palmar y salió a la
Albufera.
La calma del lago, la penumbra de una noche tranquila y estrellada, pareció
darle valor. Arriba el azul oscuro del cielo; abajo el azul blanquecino del agua,
conmovido por estremecimientos misteriosos que hacían temblar en su fondo el reflejo
de las estrellas. Chillaban los pájaros en los carrizales y susurraba el agua con el
coleteo de los peces persiguiéndose. De vez en cuando confundíase con estos rumores el
llanto rabioso del recién nacido.
Tonet, cansado por aquella noche de continuos viajes, seguía moviendo su
percha, empujando el barquito hacia el Saler. Su cuerpo sentíase embrutecido por la
fatiga; pero el pensamiento, despierto y aguzado por el peligro, funcionaba con más
actividad aún que los brazos. Ya estaba lejos del Palmar, pero aún le faltaba más de
una hora para llegar al Saler. De allí a la ciudad, otras dos horas largas de camino.
Tonet miró al cielo: debían ser las tres. Antes de dos horas surgiría el alba y el sol
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estaría ya en el horizonte cuando llegase él a Valencia. Además, pensaba con terror en
la larga marcha por la huerta de Ruzafa, vigilada siempre por la Guardia Civil; en la
entrada en la ciudad bajo la mirada de los del resguardo de Consumos, que querrían
examinar el paquete que llevaba bajo el brazo; en las gentes que se levantaban antes
del amanecer y le encontrarían en el camino, reconociéndolo. ¡Y aquel llanto
desesperado, escandaloso, que cada vez era más fuerte y constituía un peligro aun en
medio de la soledad de la Albufera...! Tonet veía ante él un camino interminable,
infinito, y sentía que las fuerzas le abandonaban. Nunca llegaría a las calles de la
ciudad, desiertas al amanecer, a los portales de las iglesias, donde se abandonaba a los
niños como un fardo enojoso. Era fácil desde el Palmar, en la soledad silenciosa del
dormitorio, decir: «Tonet, haz esto»; pero la realidad se encargaba después de ponerse
delante con sus obstáculos infranqueables.
Aun en el mismo lago crecía por momentos el peligro. Otras veces podía
navegarse de una orilla a otra sin encontrar a nadie; pero aquella noche la Albufera
estaba poblada. En cada mata, en cada replaza, notábase el trabajo de hombres
invisibles, los preparativos de la tirada. Todo un pueblo iba y venia en la oscuridad
sobre los negros barquitos. En el silencio de la Albufera, que transmitía los ruidos a
prodigiosas distancias, sonaban los mazos clavando las estacas de los puestos de los
cazadores, y como rojas estrellas brillaban a flor de agua los manojos de inflamadas
hierbas, a cuya luz terminaban sus preparativos los barqueros. ¿Cómo seguir adelante,
entre gentes que le conocían, acompañado por el lloro del recién nacido, lamento
incomprensible en medio del lago? Cruzóse con una barca que pasó a larga distancia,
pero al alcance de la voz. Sin duda se habían extrañado de aquel llanto.
Compañero gritó una voz lejana, què portes ahí?
Tonet nada dijo, pero sus fuerzas le abandonaron para seguir el viaje, y se sentó
en un extremo del barquito, soltando la percha. Quería permanecer allí, aunque le
sorprendiese el amanecer. Tenía miedo a continuar, y se abandonaba, con el
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anonadamiento del rezagado que se arroja al suelo sabiendo que va a morir.
Reconocíase impotente para cumplir su promesa. ¡Que le sorprendiesen, que todos se
enteraran de lo ocurrido, que Neleta perdiese su herencia...! ¡Él no podía más! Pero
apenas hubo adoptado esta resolución desesperada, comenzó a marcarse en su cerebro
una idea que parecía quemarle con su contacto. Primero fue un punto de fuego,
después un ascua, luego una llamarada, hasta que por fin rompió como formidable
incendio que hinchaba su cabeza, amenazándola como un estallido, mientras un sudor
helado se esparcía por su frente como la respiración de este hervidero. ¿Para qué ir
más lejos...? El deseo de Neleta era que desapareciese el testigo de su falta, para no
perder una parte de la fortuna; abandonarlo, ya que con su presencia podía
comprometer la tranquilidad de los dos; y para esto, ningún sitio como la Albufera, que
había ocultado muchas veces a hombres buscados por la justicia, salvándolos de
minuciosas persecuciones.
Temblaba al pensar que el lago no conservaría la existencia de aquel cuerpecillo
débil y naciente; pero ¿acaso el pequeño tenía más asegurada la vida si lo abandonaba
en cualquier callejón de la ciudad? «Los muertos no vuelven para comprometer a los
vivos.» Y Tonet, al pensar esto, sentía resucitar en él la dureza de los viejos Palomas,
la cruel frialdad de su abuelo, que veía morir sus hijos pequeños sin una lágrima, con
el pensamiento egoísta de que la muerte es un bien en la familia del pobre, pues deja
más pan para los que sobreviven. En un momento de lucidez, Tonet se avergonzó de su
maldad, de la indiferencia con que pensaba en la muerte del ser que estaba a sus pies
y que callaba ahora, como fatigado por el llanto rabioso. Le había contemplado un
instante, y sin embargo, su vista no le produjo ninguna emoción. Recordaba su rostro
amoratado, el cráneo puntiagudo, los ojos saltones, la boca enorme, que se contraía,
estirándose de oreja a oreja: una ridícula cabeza de sapo que le había dejado frío, sin
que latiese en él el más débil sentimiento. ¡Y sin embargo, era su hijo...! Tonet, para
explicarse esta frialdad, recordaba lo que muchas veces había oído a su abuelo. Sólo las
madres sienten una ternura instintiva e inmensa por sus hijos desde el momento que
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nacen. Los padres no los aman enseguida: necesitan que transcurra el tiempo, y sólo
cuando crece el pequeño se sienten unidos a él por un continuo contacto, con cariño
reflexivo y grave.
Pensaba en la fortuna de Neleta, en la integridad de aquella herencia que
consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de perezoso que ve resuelto
para siempre el problema de la existencia, y su egoísmo se preguntaba si era prudente
comprometer la buena fortuna de su vida por conservar un ser pequeño y feo, igual a
todos los recién nacidos, que no le causaba la más leve emoción.
Porque él desapareciese nada malo ocurriría a los padres; y si él vivía, tendrían
que regalar a gentes odiadas la mitad del pan que se llevaban a la boca. Tonet,
confundiendo la crueldad y el valor con esa ceguera propia de los criminales, se
reprochaba su indecisión, que le tenía como clavado en la popa de la barca, dejando
pasar el tiempo. La oscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del
día. Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas gotas de tinta,
algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del Saler, sonaban los primeros
escopetazos. El pequeñuelo comenzó a llorar, martirizado por el hambre y el frío de la
mañana.
Cubano...!, eres tú?
Tonet creyó oír este llamamiento desde una barca lejana. El miedo a ser
reconocido le hizo ponerse de pie, empuñando la percha. En sus ojos lucía una punta
de fuego, semejante a la que iluminaba algunas veces la verde mirada de Neleta.
Lanzó su barquito por dentro de los carrizales, siguiendo los tortuosos callejones de
agua abiertos entre las cañas. Iba a la ventura, pasando de una mata a otra, sin saber
ciertamente dónde se encontraba, redoblando sus esfuerzos como si alguien le
persiguiese. La proa del barquito separaba los carrizos, rompiéndolos. Se abrían las
altas hierbas para dar paso a la embarcación, y los locos impulsos de la percha la
hacían deslizarse por sitios casi en seco, sobre las apretadas raíces de las cañas, que
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formaban espesas madejas.
Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su
espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo una mano
a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la retiró
inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si
quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó
con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban. El
paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante
en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en
la misteriosa profundidad del carrizal.
Otra vez sintió el miserable la necesidad de huir, como si alguien fuese a sus
alcances. Perchó como un desesperado a través del carrizal, hasta encontrar una vena
de agua; la siguió en todas sus tortuosidades entre las altas matas, y al salir a la
Albufera, con el barquito libre de todo peso, respiró, contemplando la faja azulada del
amanecer. Después se tendió en el fondo de la embarcación y durmió con sueño
profundo y anonadador: el sueño de muerte que sobreviene tras las grandes crisis
nerviosas y surge casi siempre a continuación de un crimen.
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IX
El día comenzó con grandes contrariedades para el cazador confiado a la pericia
de Sangonera.
Antes de amanecer, al clavar el puesto, el prudente burgués tuvo que implorar el
auxilio de algunos barqueros, que rieron mucho viendo el nuevo oficio del vagabundo.
Con la presteza de la costumbre, clavaron tres estacas en el fondo fangoso de la
Albufera y colocaron, apoyado en ellas, el enorme tanque que habla de servir de
refugio al cazador. Después rodearon de cañas el puesto, para engañar a las aves y que
se acercaran confiadas, creyendo que era un pedazo de carrizal en medio del agua.
Para ayudar a este engaño, en torno del puesto flotaban los bots: unas cuantas
docenas de patos y fúlicas esculpidos en corcho, que, con las ondulaciones del lago,
movíanse a flor de agua. De lejos causaban la impresión de una manada de pájaros
nadando tranquilamente cerca de las cañas. Sangonera, satisfecho de haberse librado
de todo trabajo, invitó al amo a ocupar el puesto. Él se alejaría en el barquito a cierta
distancia para no espantar la caza, y cuando llevase muertas varias fálicas, no tenía
más que gritar, e iría a recogerlas sobre el agua.
Vaja...!, bona sort, don Joaquín!
El vagabundo hablaba con tanta humildad y mostraba tales deseos de ser útil,
que el bondadoso cazador sintió desvanecerse su enfado por las torpezas anteriores.
Estaba bien; él le llamaría tan pronto como tumbase un pájaro. Para no aburrirse
durante la espera, podía ir dando alguna mojada en los guisos de sus provisiones. La
señora le había pertrechado con tanta abundancia como si fuese a dar la vuelta al
mundo. Y señalaba tres enormes pucheros cuidadosamente tapados, a más de
abundantes panes, una cesta de fruta y una gran bota de vino. El hocico de Saneonera
tembló de emoción viendo confiado a su prudencia aquel tesoro que venía tentándole
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en la proa desde la noche anterior. No le había engañado Tonet al hablar de lo bien que
se trataba el parroquiano. ¡Gracias, don Joaquín! Ya que era tan bueno y lo invitaba a
mojar, se permitiría alguna ligera sucaeta, para entretener el tiempo.
Una mojadita nada más.
Y alejándose del puesto, se situó al alcance de la voz del cazador, encogiéndose
después en el fondo del barquito. Habla amanecido y los escopetazos sonaban en toda
la Albufera, agrandados por el eco del lago. Apenas si se veían sobre el cielo gris las
bandas de pájaros, que levantaban el vuelo espantados por el estruendo de las
descargas. Bastaba que en su veloz aleteo descendiesen un poco, buscando el agua,
para que inmediatamente una nube de plomo cayese sobre ellos.
Al quedar don Joaquín solo en su puesto, no pudo evitar una emoción semejante
al miedo. Se veía aislado en medio de la Albufera, dentro de un pesado cubo, sin otro
sostén que unas estacas, y temía moverse, con la sospecha de que todo aquel catafalco
acuático viniera abajo, sepultándolo en el fango. El agua, con suaves ondulaciones,
venía a chocar en el borde de madera, a la altura de la barba del cazador, y su continuo
chapchap le causaba escalofríos. Si aquello se hundía pensaba don Joaquín, por
pronto que llegase el barquero ya estaría en el fondo con todo el peso de la escopeta, los
cartuchos y aquellas botas enormes, que le causaban insoportable picazón, hundidas
en la paja de arroz de que estaba atiborrado el cubo. Le ardían las piernas, mientras
sus manos estaban ateridas por el fresco del amanecer y el frío glacial de la escopeta.
¿Y esto era divertirse...? Comenzaba a encontrar pocos lances a un placer tan costoso.
¿Y los pájaros? ¿Dónde estaban aquellas aves que sus amigos cazaban a
docenas? Hubo un momento en que se revolvió impetuosamente en su asiento
giratorio, llevándose a la cara la escopeta con trémula emoción. ¡Ya estaban allí...!
Nadaban descuidadamente en torno del puesto. Mientras él reflexionaba, casi
adormecido por el fresco del amanecer, habían llegado a docenas, huyendo de los
lejanos escopetazos, y nadaban junto a él con la confianza del que encuentra un buen
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refugio. No tenía más que tirar a ciegas... ¡Caza segura! Pero al ir a hacer fuego,
reconoció los bots, toda la banda de pájaros de corcho que había olvidado por la falta de
costumbre, y bajó la escopeta, mirando en torno, con el temor de encontrar en la
soledad los ojos burlones de sus amigos. Volvió a esperar. ¿Contra qué demonios
tiraban aquellos cazadores, cuyas escopetas no cesaban de conmover la calma del
lago...? Poco después de salir el sol, don Joaquín pudo disparar por fin su arma virgen.
Pasaron tres pájaros casi a flor de agua. El novel cazador hizo fuego temblando. Le
parecían aquellas aves enormes, monstruosas, verdaderas águilas, agigantadas por la
emoción. El primer tiro sirvió para que avivasen aún más el vuelo; pero
inmediatamente partió el segundo, y una fúlica, plegando las alas, cayó después de
varias volteretas, quedando inmóvil sobre el agua.
Don Joaquín se levantó con tal ímpetu, que hizo temblar el puesto. En aquel
instante se consideraba superior a todos los hombres: admirábase a sí mismo,
adivinando en él una fiereza de héroe que nunca había sospechado.
Sangonera~.. Barquero! gritó con voz trémula de emoción.
Una ...! Ja en tenim una!
Le contestó un gruñido casi ininteligible: una boca llena, atascada, que apenas
abría paso a las palabras... ¡Estaba bien! Ya iría a recogerlas cuando fuesen más.
El cazador, satisfecho de su hazaña, volvió a ocultarse tras la cortina de carrizos,
seguro de que se bastaba él solo para acabar con los pájaros del lago. Toda la mañana
la pasó disparando, sintiendo cada vez con más intensidad la embriaguez de la
pólvora, el placer de la destrucción. Tiraba y tiraba sin fijarse en distancias, saludando
con la escopeta a todos los pájaros que pasaban ante su vista, aunque volasen cerca de
las nubes. ¡Cristo! ¡Sí que era divertido aquello! Y en estas descargas a ciegas, alguna
vez tocaba su plomo a infelices pájaros, que caían por obra de la fatalidad víctima de
una mano torpe, después de haber escapado ilesos de los cazadores más hábiles.
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Mientras tanto, Sangonera permanecía invisible en el fondo de la barca. ¡Qué
día, redéu! El arzobispo de Valencia no estaría mejor en su palacio que él en el
barquito, sentado sobre la paja, con una pataca de pan en la mano y oprimiendo un
puchero entre las piernas. ¡Que no le hablasen a él de las abundancias de casa de
Cañamel! ¡Miseria y presunción que únicamente podían deslumbrar a los pobres! ¡Los
señores de la ciudad eran los que se trataban bien...! Había comenzado por pasar
revista a los tres pucheros, cuidadosamente tapados con gruesas telas amarradas a la
boca. ¿Cuál sería el primero...? Escogió a la ventura, y abriendo uno, se dilató su hocico
voluptuosamente con el perfume del bacalao con tomate. Aquello era guisar. El bacalao
estaba deshecho entre la pasta roja del tomate, tan suave, tan apetitoso, que al tragar
Sangonera el primer bocado creyó que le bajaba por la garganta un néctar más dulce
que el líquido de las vinajeras que tanto le tentaba en sus tiempos de sacristán. ¡Con
aquello se quedaba! No había por qué pasar adelante. Quiso respetar el misterio de los
otros dos pucheros; no desvanecer las ilusiones que despertaban sus bocas cerradas,
tras las cuales presentía grandes sorpresas. ¡Ahora a lo que estábamos! Y metiendo
entre sus piernas el oloroso puchero, comenzó a tragar con sabia calma, como quien
tiene todo el día por delante y sabe que no puede faltarle ocupación. Mojaba
lentamente, pero con tal pericia, que al introducir en el perol su mano armada de un
pedazo de pan, bajaba considerablemente el nivel. El enorme bocado ocupaba su boca,
hinchándole los carrillos. Trabajaban las mandíbulas con la fuerza y la regularidad de
una rueda de molino, y mientras tanto, sus ojos fijos en el puchero exploraban las
profundidades, calculando los viajes que aún tendría que realizar la mano para
trasladarlo todo a su boca. De vez en cuando arrancábase de esta contemplación.
¡Cristo! El hombre honrado y trabajador no debe olvidar sus obligaciones en medio del
placer. Miraba fuera de la barca, y al ver aproximarse los pájaros, lanzaba su aviso:
Don joaquín! Per la part del Palmar..! Don joaquín! Per la part del Saler.
Después de avisar al cazador por dónde venían las aves, sentíase fatigado de
tanto trabajo y daba un fuerte tentón a la bota de vino, reanudando el mudo diálogo
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con el puchero. Llevaba el amo derribadas unas tres fochas, cuando Sangonera dejó a
un lado el perol casi vacío. En el fondo, adheridas a las paredes de barro, quedaban
unas cuantas hilachas. El vagabundo sintió el llamamiento de su conciencia. ¿Qué iba
a quedar para el amo si se lo comía todo? Debía contentarse con una mojadita nada
más. Y guardando el puchero bajo la proa cuidadosamente tapado, su curiosidad le
impulsó a abrir el segúndo.
¡Redéu, qué sorpresa!
Lomo de cerdo, longanizas, embutido del mejor; todo frío, pero con un tufillo de
grasa que conmovió al vagabundo. ¡Cuánto tiempo que su estómago, habituado a la
carne blanca e insípida de las anguilas, no había sentido el peso de las cosas buenas
que se fabrican tierra adentro...! Sangonera se reprochó como una falta de respeto al
amo despreciar el segundo puchero. Sería tanto como manifestar que él, hambriento
vagabundo, no se enternecía ante las buenas cosas que guisaban en casa de don
Joaquín. Por una mojada más o menos no iba a enfadarse el cazador.
Y otra vez volvió a acomodarse en el fondo de la barca, con las piernas cruzadas
y el puchero entre ellas. Sangonera se estremecía voluptuosamente al tragar los
bocados; cerraba los ojos para apreciar mejor su lento descenso al estómago. ¡Qué día,
Señor, qué gran día...! Parecíale que mascaba por primera vez en toda la mañana.
Ahora miraba con desprecio el primer puchero, metido bajo la proa. Aquel guiso era
bueno como entretenimiento, para engañar el estómago y divertir las mandíbulas. Lo
bueno era esto: las morcillas, la longaniza, el lomo apetitoso que se deshacía entre los
dientes, dejando tal sabor, que la boca buscaba otro pedazo, y otro después, sin tener
nunca bastante. Al ver la facilidad con que se vaciaba el segundo puchero, Sangonera
sentía afán por servir al amo, cumpliendo minuciosamente sus obligaciones; y siempre
con las mandíbulas ocupadas, miraba a todos lados, lanzando unos gritos que parecían
mugidos:
Per la part del Saler..! Per la part del Palmar!
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Para que no se formase un tapón en su garganta, apenas si dejaba quieta la
bota. Bebía y bebía de aquel vino, mucho mejor que el de Neleta; y el rojo líquido
parecía excitar su apetito, abriendo nuevas simas en el estómago sin fondo. Sus ojos
brillaban con el fuego de una embriaguez feliz; su cara, en fuerza de colorearse,
tomaba un tinte violáceo, y los eructos ruidosos le conmovían de pies a cabeza. Con
sonrisa placentera se golpeaba el hinchado vientre.
Eh! Què tal? Com va això? preguntaba a su estómago, como si fuese un amigo,
dándole palmadas.
Y su embriaguez era más dulce que nunca: una embriaguez de hombre bien
comido que bebe en plena digestión; no la borrachera triste y lóbrega que le acometía
en su miseria cuando arrojaba copas y copas en el estómago vacío, encontrando en las
riberas del lago gentes que le convidaban siempre a beber, pero nadie que le ofreciera
un pedazo de pan. Sumíase en su borrachera sonriente, sin dejar por esto de comer. La
Albufera la veía de color de rosa. El cielo, de un azul luminoso, parecía rasgarse con
una sonrisa igual a aquella que le acarició una noche en el camino de la Dehesa.
Únicamente veía negro, con la lobreguez de una tumba vacía, el puchero que guardaba
entre las piernas. Se lo habla comido todo. Ni restos quedaban del embutido. Quedó
como aterrado un momento por su voracidad. Pero después su apetito le dio risa, y
para pasar la amargura de la falta, empinó la bota largo rato.
Reía a carcajadas pensando en lo que dirían en el Palmar al conocer su hazaña,
y con el deseo de completarla probando todos los víveres de don Joaquín, destapó el
tercer puchero.
Rediel! Dos capones atascados entre las paredes de barro, con la piel dorada y
chorreando grasa: dos adorables criaturas del Señor, sin cabeza, con los muslos unidos
al cuerpo por varias vueltas de tostado bramante y la pechuga saliente y blanca como
la de una señorita. ¡Si no metía mano a aquello no era hombre! ¡Aunque don Joaquín
le soltase un escopetazo...! ¡Cuánto tiempo que no probaba tales golosinas! No había
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comido carne desde la época en que servía de perro a Tonet y cazaban por bravura en
la Dehesa. Pero pensando en la carne estoposa y áspera de los pájaros del lago,
amontonábase el placer con que devoraba las blancas fibras de los capones, la piel
dorada, que crujía entre sus dientes mientras chorreaba la grasa por la comisura de
sus labios. Comía como un autómata, con la voluntad tenaz de tragar y tragar,
mirando ansiosamente lo que quedaba en el fondo del puchero, como si estuviera
empeñado en una apuesta.
De vez en cuando sentía arrebatos infantiles: deseos de ebrio, de alborotar y
hacer jugarretas. Cogía manzanas del cesto de la fruta y las arrojaba contra los
pájaros que volaban lejos, como si pudiera alcanzarlos.
Sentía hacia don Joaquín una gran ternura por la felicidad que le habla
proporcionado; deseaba tenerle cerca para abrazarlo; le hablaba de tú con tranquila
insolencia; y sin que se viera un ave en el horizonte, bramaba con mugido
interminable:
Chimo! Chimo...! Tira... que t’entren!
En vano se revolvía el cazador mirando a todas partes. No se veía un pájaro.
¿Qué quería aquel loco? Lo que debía hacer era aproximarse para recoger las fálicas
muertas que flotaban en torno del puesto. Pero Sangonera volvía a encogerse en la
barca sin obedecer el mandato. ¡Tiempo quedaba! ¡Ya iría después! ¡Que matase mucho
era su deseó...! En su afán de probarlo todo, destapaba ahora las botellas, gustando tan
pronto el ron como la absenta pura, mientras la Albufera comenzaba a oscurecerse
para él en pleno sol y sus piernas parecían clavarse en las tablas de la barca, sin
fuerzas para moverse. A mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de
aquel cubo que le obligaba a permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano sonaba
su voz en el silencio.
Sangonera...! Sangonera!
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El vagabundo, con la cabeza por encima de la borda, le miraba fijamente,
repitiendo que iba en seguida; pero continuaba inmóvil, como si no lo llamasen a él.
Cuando el cazador, rojo de tanto gritar, le amenazaba con un escopetazo, hizo un
esfuerzo, se puso en pie tambaleando, buscó la percha por toda la barca teniéndola
junto a sus manos, y por fin comenzó a aproximarse lentamente.
Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas, entumecidas por
tantas horas de espera. El barquero, por su mandato, comenzó a recoger los pájaros
muertos; pero lo hacía a tientas, como si no los viese, echando el cuerpo fuera con tanto
ímpetu, que varias veces hubiese caldo al agua a no sostenerlo el amo.
Malaït! exclamaba el cazador. Es que estàs borracho?
Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada estúpida
de Sangonera. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y mustia; las botellas abiertas;
de pan sólo algunos mendrugos, y la cesta de la fruta podía volcarse sobre el lago sin
miedo a que cayera nada! Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su
escopeta sobre el barquero; pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con
asombro. ¿Aquel destrozo lo había hecho él solo...? ¡Vaya un modo de dar mojaditas que
tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta cosa...? ¿Podía caber en estómago
humano...?
Pero Sangonera, oyendo al enfurecido cazador, que le llamaba pillo y
sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:
Ai, don joaquín...! Estic mal! Molt mal...!
Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus ojos que en
vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían sostenerse erguidas.
Enfurecido el cazador, iba a golpear a Sangonera, cuando éste se desplomó en el
fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja como si quisiera abrirse el vientre.
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Encorvábase hecho una pelota, con dolorosas convulsiones que crispaban su cara,
dando a los ojos una vidriosa opacidad.
Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones, pugnando por
arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía asfixiarle con su peso.
El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje a la
Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía condenado a coger la
percha y emprender por sí mismo la marcha hacia el Saler, se apiadaron de sus gritos
unos labradores de los que cazaban sueltos por el lago.
Reconocieron a Sangonera y adivinaron su mal. Era un atracón de muerte: aquel
vagabundo debía acabar así.
Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa a prestar
ayuda hasta a los más humildes, cargaron a Sangonera en su barca para llevarlo al
Palmar, mientras uno de ellos se quedaba con el cazador, satisfecho de servirle de
barquero a cambio de disparar su escopeta.
A media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo a la orilla del
canal, con la inercia de un fardo.
Pillo...! Alguna borrachera! gritaban todas.
Pero los buenos hombres que hacían la caridad de llevarlo en alto como un
muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente. No era sólo
embriaguez, y si el vago escapaba de aquélla, bien podía decirse que su carne era de
perro. Relataban aquel atragantamiento portentoso que le ponía a morir, y las gentes
del Palmar reían asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su satisfacción, contentas
de que uno de los suyos demostrase tan inmenso estómago.
¡Pobre Sangonera! La noticia de su enfermedad circuló por todo el pueblo, y las
mujeres fueron en grupos hasta la puerta de la barraca, asomándose a este antro del
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que todos huían antes. Sangonera, tendido en la paja, con los ojos vidriosos fijos en el
techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo de dolor, corno si le
desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él nauseabundos arroyos de líquidos y
alimentos a medio masticar.
Com estàs, Sangonera? preguntaban desde la puerta.
Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de posición para
volver la espalda, molestado por el desfile de todo el pueblo. Otras mujeres más
animosas entraban, arrodillándose junto a él, y le tentaban el abdomen, queriendo
saber dónde le dolía. Discutían entre ellas sobre los medicamentos más apropiados,
recordando los que habían surtido efecto en sus familias. Después buscaban a ciertas
viejas acreditadas por sus remedios, que gozaban mayor respeto que el pobre médico
del Palmar. Llegaban unas con cataplasmas de hierbas guardadas misteriosamente en
sus barracas; presentábanse otras con un puchero de agua caliente, queriendo que el
enfermo se lo tragase de golpe. La opinión de todas era unánime. El infeliz tenía
«parada» la comida en la boca del estómago y había que hacer que «arrancase»...
¡Señor, qué lástima de hombre! Su padre muerto de una borrachera y él estirando la
pata de un atracón. ¡Qué familia!
Nada revelaba a Sangonera la gravedad de su estado como esta solicitud de las
mujeres. Se miraba en la conmiseración general como en un espejo y adivinaba el
peligro al verse atendido por las mismas que el día anterior se burlaban de él, riñendo
a los maridos y a los hijos cuando los encontraban en su compañía.
Pobret! Pobret! murmuraban todas.
Y con esa valentía de que sólo es capaz la mujer ante la desgracia, le rodeaban,
saltando sobre los residuos hediondos que salían a borbotones de su boca. Ellas sabían
lo que era aquello: tenía «un nudo» en las tripas; y con caricias maternales le decidían
a que abriese sus mandíbulas, apretadas por la crispación, haciéndole tragar toda
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clase de líquidos milagrosos, que al poco rato devolvía a los pies de las enfermeras.
Al cerrar la noche lo abandonaron; habían de guisar la cena en sus casas. Y el
enfermo quedó solo en el fondo de la choza, inmóvil bajo la luz rojiza de un candil que
las mujeres colgaron de una grieta. Los perros del pueblo asomaban a la puerta sus
hocicos y consideraban largamente con sus ojos profundos al enfermo, alejándose
después con lúgubre aullido.
Durante la noche fueron los hombres los que visitaron la barraca. En la taberna
de Cañamel se hablaba del suceso, y los barqueros, asombrados de la hazaña de
Sangonera, querían verle por última vez. Se asomaban a la puerta con paso vacilante,
pues los más de ellos estaban ebrios después de haber comido con los cazadores.
Sangonera... Fill meu! Com estàs?
Pero inmediatamente retrocedían, heridos por el hedor del lecho de inmundicias
en que se revolvía el enfermo. Algunos más animosos llegaban hasta él, para bromear
con brutal ironía, invitándolo a beber la última copa en casa de Cañamel; pero el
enfermo sólo contestaba con un ligero mugido y cerraba los ojos, sumiéndose de nuevo
en su sopor, cortado por vómitos y estremecimientos. A media noche el vagabundo
quedó abandonado.
Tonet no quiso ver a su antiguo compañero. Había vuelto a la taberna, después
de un largo sueño en la barca; sueño profundo, embrutecedor, rasgado a trechos por
rojas pesadillas y arrullado por las descargas de los cazadores, que rodaban en su
cerebro como truenos interminables. Al entrar se sorprendió viendo a Neleta sentada
ante los toneles, con una palidez de cera, pero sin la menor inquietud en sus ojos, como
si hubiese pasado la noche tranquilamente. Tonet se asombraba ante la fuerza de
ánimo de su amante.
Cambiaron una mirada profunda de inteligencia, como miserables que se
sienten unidos con nueva fuerza por la complicidad. Después de larga pausa, ella se
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atrevió a preguntarle. Quería saber cómo habla cumplido su encargo. Y él contestó, con
la cabeza inclinada y los ojos bajos, cual si todo el pueblo le contemplase... Sí; lo había
dejado en lugar seguro. Nadie podría descubrirlo. Tras estas palabras, cambiadas con
rapidez, los dos quedaron silenciosos, pensativos: ella tras el mostrador; él sentado en
la puerta, de espaldas a Neleta, evitando verla. Parecían anonadados, como si
gravitase sobre ellos un peso inmenso. Temían hablarse, pues el eco de su voz parecía
avivar los recuerdos de la noche anterior. Habían salido de la situación difícil; ya no
corrían ningún peligro. La animosa Neleta se asombraba de la facilidad con que todo
se había resuelto. Débil y enferma, encontraba ánimos para permanecer en su sitio;
nadie podía sospechar lo ocurrido durante la noche, y sin embargo, los amantes se
sentían súbitamente alejados. Algo se había roto para siempre entre los dos. El vacío
que dejaba al desaparecer aquel pequeñuelo apenas visto se agrandaba
inmensamente, aislando a los dos miserables. Pensaban que en adelante no tendrían
más aproximación que la mirada que cruzasen recordando su antiguo crimen. Y en
Tonet aún era más grande la inquietud al recordar que ella desconocía la verdadera
suerte del pequeño.
Al llegar la noche, se llenó la taberna de barqueros y cazadores que volvían a sus
tierras de la Ribera, mostrando los manojos de pájaros muertos ensartados por el pico.
¡Gran tirada! Todos bebían, comentando la suerte de determinados cazadores y la
brutal hazaña de Sangonera. Tonet iba de grupo en grupo con el deseo de distraerse,
discutiendo y bebiendo en todos los corrillos. Su propósito de olvidar por medio de la
embriaguez le hacía beber y beber con forzada alegría, y los amigos celebraban el buen
humor del Cubano. Nunca le habían visto tan alegre. El tío Paloma entró en la taberna
y sus ojillos escudriñadores se fijaron en Neleta.
Reina...! Què blanca! És que estàs mala...?
Neleta habló vagamente de una jaqueca que no la habla dejado dormir, mientras
el viejo guiñaba sus ojos maliciosamente, uniendo la mala noche a la fuga inexplicable
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de su nieto. Después se encaró con éste. Le había puesto en ridículo ante aquel señor
de Valencia. Su conducta no era digna de un barquero de la Albufera. Con menos
motivo había dado de bofetadas a más de uno en sus buenos tiempos. Sólo a un perdido
como él podía ocurrírsele convertir en barquero a Sangonera, que habla reventado de
hartura apenas lo dejaron solo. Tonet se excusó. Tiempo le quedaba de servir a aquel
señor. Dentro de dos semanas sería la fiesta de Santa Catalina, y Tonet se prestaba a
ser su barquero. El tío Paloma, aplacando su cólera ante las explicaciones del nieto,
dijo que ya habla invitado a don Joaquín a una cacería en los carrizales del Palmar.
Vendría a la semana siguiente, y él y Tonet serían sus barqueros. Había que contentar
a la gente de Valencia, para que la Albufera tuviera siempre buenos aficionados. Si no,
¿qué sería de la gente del lago?
Aquella noche se emborrachó Tonet, y en vez de subir a la habitación de Neleta
se quedó roncando junto al hogar. Ninguno de los dos se buscó; parecían huir uno del
otro, encontrando cierto alivio en su aislamiento. Temblaban de verse juntos en la
habitación. Temían que resucitase el recuerdo de aquel ser que había pasado entre los
dos como el lamento de una vida inmediatamente sofocada. Al día siguiente Tonet
volvió a embriagarse. No quería verse a solas con su razón; necesitaba embrutecerla
con el alcohol para conservarla muda y dormida.
Llegaban a la taberna nuevas noticias sobre el estado de Sangonera. Se moría
sin remedio. Los hombres habían vuelto a sus faenas y las mujeres que entraban en la
barraca del vagabundo reconocían la impotencia de sus remedios. Las más viejas
explicaban la enfermedad a su modo. Se le habla podrido el tapón de alimentos que
cerraba la boca de su estómago. No había más que ver cómo se le hinchaba el vientre.
Llegó el médico de Sollana, en una de sus visitas semanales, y lo llevaron a la barraca
de Sangonera. El jornalero de la ciencia movió la cabeza negativamente. Nada
quedaba que hacer. Era una apendicitis mortal: la consecuencia de un abuso
extraordinario que llenaba de asombro al médico. Y por el pueblo repetían lo de la
apendicitis, recreándose las mujeres en pronunciar una palabra tan extraña para
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ellas. El vicario don Miguel creyó llegado el momento de entrar en la barraca de aquel
renegado. Nadie como él sabía despachar a la gente con prontitud y franqueza.
Che! dijo desde la puerta, tu eres cristià?
Sangonera hizo un gesto de asombro. ¿Que si era cristiano? Y como
escandalizado por la pregunta, miró al techo de su barraca, acariciando con
arrobamiento y esperanza el pedazo de cielo azul que se veta por los desgarrones de la
cubierta.
Bueno; pues, entre hombres, ¡fuera mentiras!, continuó el vicario. Debía
confesarse, porque iba a morir. Ni más ni menos... Aquel cura de escopeta no usaba
rodeos con sus feligreses. Por los ojos del vagabundo pasó una expresión de terror. Su
existencia llena de miserias se le apareció con todo el encanto de la libertad sin
límites. Vio el lago, con sus aguas resplandecientes; la Dehesa rumorosa, con sus
espesuras perfumadas, llena de flores silvestres, y hasta el mostrador de Cañamel,
ante el cual soñaba, contemplando la vida de color de rosa al través de los vasos... ¡Y
todo aquello iba a abandonarlo...! De sus ojos vidriosos comenzaron a rodar lágrimas.
No había remedio: le llegaba la hora de morir. Contemplaría en otro mundo mejor la
sonrisa celestial, de inmensa misericordia, que una noche le acarició junto al lago.
Y con repentina tranquilidad, entre náuseas y crispamientos, confesó en voz baja
al sacerdote sus raterías contra los pescadores, tan innumerables, que no podía
recordarlas más que en masa. Junto con sus pecados revelaba sus esperanzas: su fe en
Cristo, que vendría nuevamente a salvar a los pobres; su encuentro misterioso de
cierta noche en la orilla del lago. Pero el vicario le interrumpía con rudeza:
Sangonera, menos romansos, Tu delires...! La veritat.., digues la veritat.
La verdad ya la habla dicho. Todos sus pecados consistían en huir del trabajo,
por creer que era contrario a los mandatos del Señor. Una vez se había resignado a ser
como los demás, a prestar sus brazos a los hombres, poniéndose en contacto con la
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riqueza y sus comodidades, y ¡ay!, pagaba esta inconsecuencia con la vida.
Todas las mujeres del Palmar se mostraron enternecidas por el final del
vagabundo. Había vivido como un hereje después de su fuga de la iglesia, pero moría
como un cristiano. Su enfermedad no le permitía recibir al Señor, y el vicario le
administró el último sacramento, manchándose la sotana con sus vómitos.
Sólo entraban en la barraca algunas viejas animosas que se dedicaban por
abnegación a amortajar a todos los que morían en el pueblo. En la choza era
insoportable el hedor. La gente hablaba con misterio y asombro de la agonía de
Sangonera. Desde el día anterior no eran alimentos lo que arrojaba su boca: era algo
peor; y las vecinas, apretándose las narices, se lo imaginaban tendido en la paja,
rodeado de inmundicias. Murió al tercer día de enfermedad, con el vientre hinchado, la
cara crispada, las manos contraídas por el sufrimiento y la boca dilatada de oreja a
oreja por las últimas convulsiones.
Las mujeres más ricas del Palmar, que frecuentaban el presbiterio, sentían
tierna conmiseración por aquel infeliz que se había reconciliado con el Señor después
de una vida de perro. Quisieron que emprendiese dignamente el último viaje, y
marcharon a Valencia para los preparativos del entierro, gastando una cantidad que
jamás había visto Sangonera en vida.
Lo vistieron con un hábito religioso, dentro de un ataúd blanco con galones de
plata, y el vecindario desfiló ante el cadáver del vagabundo. Sus antiguos compañeros
se frotaban los ojos enrojecidos por el alcohol, conteniendo la risa que les causaba ver a
su amigote tan limpio, en una caja de soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte
parecía cosa de broma. ¡Adiós, Sangonera...! ¡Ya no se vaciarían los mornells antes de
la llegada de sus dueños; ya no se adornaría con las flores de los ribazos, como un
pagano ebrio! Había vivido libre y feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance
de la muerte sabia marchar al otro mundo, con aparato de rico, a costa de los demás.
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A media noche metieron el féretro en el “carro de las anguilas”, entre los
cestones de la pesca, y el sacristán del Palmar, con otros tres amigos, condujo el
cadáver al cementerio, deteniéndose en todas las tabernas del camino.
Tonet no se dio exacta cuenta de la muerte de su compañero. Vivía entre
tinieblas, siempre bebiendo, y la embriaguez causaba en él un mutismo profundo. El
miedo contenía su verbosidad, temiendo hablar demasiado.
Sangonera ha mort! El teu compañero! le decían en la taberna.
Él contestaba con gruñidos, bebiendo y dormitando, mientras los parroquianos
atribuían su silencio a la pena por la muerte del camarada. Neleta, blanca y triste,
como si a todas horas pasase y repasase un fantasma ante sus ojos, pretendía evitar
que su amante bebiera.
Tonet, no begues decía con dulzura.
Y se asustaba ante el gesto de rebelión, de sorda cólera con que le contestaba el
borracho. Adivinaba que su imperio sobre aquella voluntad se había desvanecido.
Algunas veces veía brillar en sus ojos un odio naciente, una animosidad de esclavo
resuelto a chocar con el antiguo opresor, aniquilándole.
No prestaba atención a Neleta, y llenaba su vaso en todos los toneles de la casa.
Cuando le sorprendía el sueño, tendíase en cualquier rincón, y allí. Permanecía como
muerto, mientras la Centella, con el dulce instinto de los perros, acariciaba su rostro y
sus manos. Tonet no quería que despertase su pensamiento. Tan pronto como la
embriaguez comenzaba a desvanecerse, sentía una inquietud penosa. Las sombras de
los que entraban en la taberna, al proyectarse en el suelo, le hacían levantar la cabeza
con alarma, como si temiese la aparición de alguien que turbaba sus sueños con el
escalofrío del terror. Necesitaba reanudar la embriaguez, no salir de su estado de
embrutecimiento, que le amodorraba el alma embotando sus sensaciones.
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Al través de los velos con que la embriaguez envolvía su pensamiento, todo le
parecía lejano, difuso, borroso. Creía que iban transcurridos muchos años desde
aquella noche pasada en el lago: la última de su existencia de hombre, la primera de
una vida de sombras, que atravesaba a tientas con el cerebro oscurecido por el alcohol.
El recuerdo de aquella noche le hacía temblar apenas se sentía libre de la embriaguez.
Solamente borracho podía tolerar este recuerdo, viéndolo indeciso, como una de esas
vergüenzas lejanas cuya evocación duele menos perdida en las brumas del pasado.
Su abuelo vino a sorprenderle en este embrutecimiento. El tío Paloma
aguardaba al día siguiente la llegada de don Joaquín para una cacería en los
carrizales. ¿Quería cumplir el nieto su palabra? Neleta le instó a que aceptase. Estaba
enfermo, le convenía distraerse, llevaba más de una semana sin salir de la taberna. El
Cubano se sintió atraído por la promesa de un día de agitación. Su entusiasmo de
cazador volvió a renacer. ¿Iba a vivir siempre lejos del lago?
Pasó el día cargando cartuchos, limpiando la magnifica escopeta del difunto
Cañamel; y ocupado en esto, bebió menos. La Centella saltaba en torno de él, ladrando
de alegría al ver los preparativos. A la mañana siguiente se presentó el tío Paloma,
trayendo en el barquito a don Joaquín con todos sus arreos vistosos de cazador. El viejo
estaba impaciente y daba prisa a su nieto. Sólo quería detenerse el tiempo preciso para
que el señor tomase un bocado, y en seguida a los carrizales. Había que aprovechar la
mañana. Al poco rato partieron: Tonet delante llevando la Centella en su barquito,
como un mascarón de proa, y a continuación la barca del tío Paloma, donde don
Joaquín examinaba con asombro la escopeta del viejo, aquella arma famosa llena de
remiendos, de la que tantas proezas se contaban en el lago.
Los dos barquitos salieron a la Albufera. Tonet, viendo que su abuelo perchaba
hacia la izquierda, quiso saber adónde iban. El viejo se asombró de la pregunta. Iban
al Bolodró, la mata más grande de las inmediatas al pueblo. Allí abundaban más que
en otros puntos los gallos de cañar y las pollas de agua. Tonet quería ir lejos: a las
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matas del centro del lago. Y entre los dos barqueros comenzó una empeñada discusión.
Pero el viejo acabó por imponerse, y Tonet tuvo que seguirle de mala voluntad,
moviendo sus hombros como resignado. Los dos barquitos entraron en un callejón de
agua entre los altos carrizos. La anea crecía a manojos entre los senills; las cañas se
confundían con los juncos, y las plantas trepadoras, con sus campanillas blancas y
azules, se enredaban en esta selva acuática formando guirnaldas. La confusa maraña
de raíces daba una apariencia de solidez a los macizos de cañas. En el callejón, el agua
mostraba en su fondo extrañas vegetaciones que subían hasta la superficie, no
sabiéndose en ciertos momentos si navegaban los barquitos o se arrastraban sobre
campos verdosos cubiertos por un débil cristal.
El silencio de la mañana era profundo en este rincón de la Albufera, que aún
parecía más salvaje a la luz del sol; de vez en cuando, un chillido de pájaro en la
espesura, un ruido de burbujas en el agua, delatando la presencia de bichos ocultos
entre las viscosidades del fondo. Don Joaquín preparaba la escopeta, esperando que
pasasen los pájaros de un lado a otro del espeso carrizal.
Tonet, dóna una volta ordenó el viejo.
Y el Cubano salió con su barquito a toda percha para rodar en torno de la mata,
sacudiendo las cañas, a fin de que, asustados los pájaros, se trasladasen de una punta
a otra del carrizal. Tardó más de diez minutos en dar la vuelta al cañar. Cuando volvió
al lado de su abuelo ya disparaba don Joaquín contra los pájaros que, inquietos y
asustados, cambiaban de guarida, pasando por el espacio descubierto.
Asomábanse las pollas a aquel callejón desprovisto de cañas que dejaba su paso
al descubierto. Dudaban un momento en arriesgarse, pero por fin, unas volando y
otras a nado pasaban la vía de agua, y en el mismo momento alcanzábalas el disparo
del cazador. En este espacio angosto el tiro era seguro, y don Joaquín gozaba las
satisfacciones de un gran tirador, viendo la facilidad con que abatía las piezas. La
Centella se arrojaba del barquito, alcanzaba a nado los pájaros, todavía vivos, y los
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traía con expresión triunfante hasta las manos del cazador. La escopeta del tío Paloma
no estaba inactiva. El viejo tenía empeño en halagar al parroquiano, adulándole a
tiros, como era su costumbre. Cuando veía un pájaro próximo a escapar, disparaba,
haciendo creer al burgués que era él quien lo había derribado. Pasó a nado una
hermosa zarceta, y por pronto que tiraron don Joaquín y el tío Paloma, desapareció en
el carrizal.
Va ferida! gritó el viejo barquero.
El cazador mostrábase contrariado. ¡Qué lástima! Moriría entre las cañas, sin
que pudiesen recogerla...
Búscala, Centella...! Búscala! gritó Tonet a su perra.
La Centella se arrojó de la barca, lanzándose en el carrizal, con gran estrépito
de las cañas que se abrían a su paso. Tonet sonreía, seguro del éxito: la perra traería el
pájaro. Pero el abuelo mostraba cierta incredulidad. Aquellas aves las herían en una
punta de la Albufera, y como ganasen el cañar, iban a morir al extremo opuesto.
Además, la perra era una antigualla como él. En otros tiempos, cuando la compró
Cañamel, valía cualquier cosa, pero ahora no había que confiar en su olfato. Tonet,
despreciando las opiniones de su abuelo, se limitaba a repetir:
Ja vorà vosté.. ; ja vorà vosté!
Se oía el chapoteo de la perra en el fango del carrizal, tan pronto inmediato como
lejano, y los hombres seguían en el silencio de la mañana sus interminables
evoluciones, guiándose por el chasquido de las cañas y el rumor de la maleza
rompiéndose ante el empuje de la vigorosa bestia. Después de algunos minutos de
espera, la vieron salir del carrizal con aspecto desalentado y los ojos tristes, sin llevar
nada en la boca.
El viejo barquero sonreía triunfante. ¿Qué decía él...? Pero Tonet, creyéndose en
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ridículo, apostrofaba a la perra, amenazándola con el puño para que no se aproximara
a la barca.
Búscala...!, búscala! Volvió a ordenar con imperio al pobre animal. Y otra vez se
metió entre los carrizos, moviendo la cola con expresión de desconfianza.
Ella encontraría el pájaro. Lo afirmaba Tonet, que la había hecho realizar
trabajos más difíciles. De nuevo sonó el chapoteo del animal en la selva acuática. Iba
de una parte a otra con indecisión, cambiando a cada momento de pista, sin confianza
en su desordenadas carreras, sin osar mostrarse vencida, pues tan pronto como
tornaba hacia las barcas, asomando su cabeza entre las cañas, veía el puño del amo y
oía el «búscala!» que equivalía a una amenaza.
Varias veces volvió a husmear la pista, y al fin se alejó tanto en sus invisibles
carreras, que los cazadores dejaron de oír el ruido de sus patas.
Un ladrido lejano, repetido varias veces, hizo sonreír a Tonet. ¿Qué tal? Su vieja
compañera podría tardar, pero nada se le escapaba. La perra seguía ladrando lejos,
muy lejos, con expresión desesperada, pero sin aproximarse. El Cubano silbó.
Aquí, Centella, aquí!
Comenzó a oírse su chapoteo cada vez más próximo. Se acercaba tronchando
cañas, abatiendo hierbas, con gran estrépito de agua removida. Por fin apareció con un
objeto en la boca, nadando penosamente.
Aquí Centella, aquí. seguía gritando Tonet.
Pasó junto a la barca del abuelo, y el cazador se llevó la mano a los ojos como si
le hiriese un relámpago.
Mare de Déu! gimió aterrado, mientras la escopeta se le iba de las manos.
Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si el aire
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faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y
en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme,
negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo; todo tan
repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el agua y el
espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago. Levantó la percha con
ambas manos, y fue tan tremendo el golpe, que el cráneo de la perra crujió como si se
rompiese, y el pobre animal, dando un aullido, se hundió con su presa en las aguas
arremolinadas. Después miró con ojos extraviados a su abuelo, que no adivinaba lo
ocurrido, al pobre don Joaquín, que parecía anonadado por el terror, y perchando
instintivamente, salió disparado cual una flecha por la vía de agua, como si se
incorporase el fantasma del remordimiento, adormecido durante una semana, y
corriera tras él, rasgándole la espalda con sus uñas implacables.
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Su carrera fue corta. Al salir a la Albufera vio cerca algunas barcas, oyó gritos
de los que las tripulaban y quiso ocultarse, con el rubor del que se ve desnudo ante
gentes extrañas.
El sol parecía herirle; la inmensa superficie del lago le causaba miedo;
necesitaba agazaparse en un rincón oscuro, no ver, no oír; y viró, volviendo a meterse
en los carrizos.
No fue muy lejos. La proa del barquito se hundió entre las cañas, y el miserable,
soltando la percha, se dejó caer en el fondo de la embarcación con la cabeza oculta
entre las manos. Por mucho tiempo callaron los pájaros, cesaron los ruidos en el
carrizal, como si la vida oculta entre las cañas callase, aterrada por un rugido salvaje,
un lamento entrecortado, que parecía el hipo de un moribundo.
El miserable lloraba. Después del embrutecimiento, que le había conservado en
completa insensibilidad, el crimen levantábase ante él, como si no hubiera
transcurrido el tiempo, como si acabase de cometerlo. Cuando creía próximo a borrarse
para siempre el recuerdo de su delito, la fatalidad lo hacía renacer, lo paseaba ante sus
ojos, ¡y en qué forma! El remordimiento resucitaba en él los instintos de padre,
muertos desde aquella noche fatal. El horror le hacía sentir su delito con cruel
intensidad. Aquella carne abandonada a los reptiles del lago era carne suya; aquella
envoltura de materia, vivero de sanguijuelas y gusanos, era el fruto de sus arrebatos
apasionados, de su amor insaciable en el silencio de la noche.
La enormidad del crimen le abrumaba. Nada de excusas; no debía buscar
pretextos, como otras veces, para seguir adelante. Era un miserable, indigno de vivir:
una rama seca del árbol de los Palomas, siempre recto, siempre vigoroso, con aspereza
salvaje, pero sano en medio de su aislamiento. La mala rama debía desaparecer.
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Su abuelo tenía razón al despreciarlo. Su padre, su pobre padre, al que ahora
contemplaba con la grandeza de los santos, hacía bien en repelerle como un brote
infame de su existencia. La infeliz Borda, con su vergonzoso origen, era más hija de los
Palomas que él.
¿Qué habla hecho durante su vida? Nada; su voluntad sólo tenía fuerzas para
huir del trabajo. El desdichado Sangonera había sido mejor que él: solo en el mundo,
sin familia, sin necesidades en su dura existencia de vagabundo, podía vivir inactivo,
con la dulce inconsciencia de los pájaros. Pero él, devorado por ardorosos apetitos,
huyendo egoístamente del deber, había querido ser rico, vivir descansado, siguiendo
tortuosas sendas, despreciando los consejos de su padre, que adivinaba el peligro; y de
la pereza sin dignidad, había venido a caer en el crimen. Le espantaba su delito. Su
conciencia de padre arañábale al despertar, pero aún sufría de una herida mayor y
más sangrienta. La soberbia viril, aquel afán de ser fuerte y dominar a los hombres
por el arrojo, le hacía sufrir el tormento más cruel. Veía en lontananza el castigo, el
presidio, ¡quién sabe si el carafalet, última apoteosis del hombrebestia! Todo lo
aceptaba; pues al fin, para los hombres se habla hecho; pero por algo digno de un ser
fuerte, por reñir, por matar cara a cara, tinto en sangre hasta los codos, con la locura
salvaje del ser humano que se trueca en fiera... ¡Pero matar a un recién nacido sin otra
defensa que su llanto! ¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo
guerrillero, para caer en el crimen, sólo había osado asesinar a un hijo suyo! Y lloraba,
lloraba, sintiendo, más que los remordimientos, la vergüenza de su cobardía y el
despecho por su vileza. En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de
luz cierta confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su padre.
Su delito era el egoísmo, la voluntad débil, que le había hecho apartarse de la lucha
por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza superior que le encadenaba, aquel
egoísmo férreo que arrollaba el suyo, plegándolo a todos sus contornos como una
vestidura dúctil. ¡Ay, si no la hubiese conocido! ¡Si al volver de tierras lejanas no
hubiera encontrado fijos en él los ojos glaucos que parecían decirle: «Tómame: ya soy
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rica; he realizado la ilusión de mi vida; ahora me faltas tú»! Ella había sido la
tentación, el impulso que le arrojó en la sombra, el egoísmo y la codicia con careta del
amor que le guiaron hasta el crimen. Por conservar migajas de su fortuna, no vacilaba
ella en abandonar un trozo de sus entrañas; y él, esclavo inconsciente, completaba la
obra aniquilando su propia carne.
¡Cuán miserable le parecía su existencia! Pasaba confusamente por su memoria
la vieja tradición de la Sancha, aquel cuento de la serpiente que repetían las
generaciones en las riberas del lago. Él era como el pastor de la leyenda: había
acariciado de pequeña a la serpiente, la había alimentado, prestándola hasta el calor
de su cuerpo, y al volver de la guerra asombrábase viéndola grande, poderosa,
embellecida por el tiempo, mientras ella se le enroscaba con un abrazo fatal,
causándole la muerte con sus caricias.
Su serpiente estaba en el pueblo, como la del pastor en el llano salvaje. Aquella
Sancha del Palmar, desde su asiento de la taberna, era la que le mataba con los anillos
inflexibles del crimen. No quería volver al mundo. Imposible vivir entre gentes: no
podría mirarlas; vería en todas partes la cabecita deforme, hinchada, monstruosa, con
sus cuencas profundas devoradas por los gusarapos. Sólo al pensar en Neleta un velo
de sangre pasaba por sus ojos, y en medio de su arrepentimiento alzábase el deseo
homicida, el impulso de matar a la que consideraba ahora como su enemiga
implacable... ¿Para qué un nuevo crimen?
Allí, en la soledad, lejos de toda mirada, se sentía mejor, y allí quería quedarse.
Además, un miedo absorbente surgía en él con toda la fuerza del egoísmo, única
pasión de su vida. Tal vez a aquellas horas circulaba por el Palmar la noticia del
horrible suceso. Su abuelo callarla, pero aquel extraño venido de la ciudad no tenía por
qué guardar silencio. Buscarían, averiguarían, vendrían los tricornios charolados
desde la huerta de Ruzafa; él no tendría valor para sostener las miradas, no sabría
mentir, confesaría el crimen, y su padre, aquel trabajador puro ante Dios, morirla de
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vergüenza... Y si lograba encerrarse en su mentira, salvando la cabeza, ¿qué ganaba
con ello? ¿Había de volver a los brazos de Neleta, a verse oprimido otra vez por los
anillos del reptil...? No; todo había acabado. Era la mala rama y debía caer; no
obstinarse en seguir muerto y sin jugo, agarrado al árbol, paralizando su vida. Ya no
lloraba. Con un supremo esfuerzo de su voluntad salió del doloroso ensimismamiento.
Caída en la proa de la barca estaba la escopeta de Cañamel. Tonet la miró con
expresión irónica. ¡Bien reiría el tabernero si le viese! Por primera vez, el parásito
engordado a su sombra iba a emplear para una acción buena algo de lo que le había
usurpado. Con tranquilidad de autómata se descalzó un pie, arrojando lejos la
alpargata. Montó las dos llaves de la escopeta, y desabrochándose la blusa y la camisa,
se inclinó sobre el arma hasta apoyar en el doble cañón su pecho desnudo.
El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los gatillos, y
una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron
revoloteando las aves, locas de miedo. El tío Paloma no volvió al Palmar hasta la caída
de la tarde. Había dejado en el Saler a su cazador, que deseaba cuanto antes salir del
lago y llegar a la ciudad, jurando no volver a aquellos sitios. ¡En dos viajes, dos
desgracias! La Albufera sólo guardaba para él sorpresas terribles. La última le iba a
costar una enfermedad. El tranquilo ciudadano, padre de numerosa prole, no podía
apartar de su memoria el lúgubre envoltorio que habla pasado ante sus ojos.
Seguramente que al llegar a su casa tendría que meterse en cama pretextando
cualquier dolencia. La sorpresa lo había conmovido profundamente. El mismo cazador
aconsejaba al tío Paloma una reserva absoluta. ¡Que no se le escapase una palabra!
Nada habían visto. Debía recomendar el silencio a su pobre nieto, fugitivo, sin duda,
por la impresión de la terrible sorpresa. El lago había vuelto a tragarse el secreto, y
sería una candidez que ellos hablasen, sabiendo cómo marea la justicia a los inocentes
cuando cometen la tontería de ir en su busca. Los hombres honrados deben evitar todo
contacto con la ley... Y el pobre señor, después de desembarcar en tierra firme, no se
metió en su tartana hasta que el barquero, cada vez más pensativo, le juró varias veces
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que sería mudo. Cuando, al anochecer, llegó el tío Paloma al Palmar, amarró frente a
la taberna los dos barquitos en que habían salido por la mañana. Neleta, derecha tras
el mostrador, buscó en vano a Tonet con su mirada.
El viejo adivinó.
No l’esperes dijo con voz fosca.. No tornarà més.
Y con acento reconcentrado le preguntó si se sentía mejor, hablando de la palidez
de su rostro con una intención que hizo estremecerse a Neleta.
La tabernera adivinó inmediatamente que el tío Paloma conocía su secreto.
Pero... i Tonet? volvió a preguntar con voz angustiosa.
El viejo hablaba volviendo los ojos, como si deseara no verla, para conservar su
forzada calma. Tonet no volvería más. Había huido lejos, muy lejos, a un país de donde
nunca se vuelve. Era lo mejor que podía haber hecho... Así, todo quedaba arreglado y
en el misterio.
Pero vosté .. ? vosté ..? gimió Neleta con angustia, temiendo que el viejo
hablase.
El tío Paloma callaría. Lo afirmó golpeándose el pecho. Despreciaba a su nieto,
pero tenía interés en que nada se supiera. El nombre de los Palomas, después de siglos
de honrado prestigio, no estaba para ser arrastrado por un perezoso y una perra.
Plora, gossa, plora! decía el barquero con irritación.
Debía llorar toda su vida, ya que era la perdición de una familia. ¡Que
conservase su dinero! No seria él quien viniera a pedírselo a cambio del silencio... Y si
quería saber dónde estaba su amante, dónde su hijo, no tenia más que mirar al lago.
La Albufera, madre de todos, guardaría el secreto con tanta fidelidad como él.
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Neleta quedó aterrada por esta revelación; pero aun en medio de su inmensa
sorpresa miraba con inquietud al viejo, temiendo por su porvenir al verlo confiado al
mutismo del tío Paloma. El viejo se golpeó una vez más el pecho. ¡Que viviese feliz y
gozase su riqueza! El callaría siempre.
La noche fue lúgubre en la barraca de los Palomas. A la luz moribunda del
candil, el abuelo y el padre, sentados frente a frente, hablaron mucho tiempo, con su
gravedad de seres distanciados por el carácter, que sólo podían aproximarse a impulsos
de la desgracia. El tío Paloma no usó de paliativos para dar la noticia. Había visto al
chico muerto, con el pecho destrozado por dos cargas de perdigones, hundido en el
barro de la mata, con los pies fuera del agua, junto al barquito abandonado. El tío Toni
apenas pestañeó. Sólo sus labios se apretaron convulsivamente, y con las manos
crispadas se arañó las rodillas. Un lamento prolongado, estridente, salió del ángulo
oscuro de la barraca donde estaba la cocina, como si en esta lobreguez degollasen a
alguien. Era la Borda que gemía, aterrada por la noticia.
Silenci, chiqueta! gritó imperiosamente el viejo.
Calla, calla! dijo el padre.
Y la infeliz sollozó sordamente, oprimida en su dolor por la firmeza de aquellos
dos hombres de férrea voluntad, que, al ser mordidos por la desgracia, permanecían
con exterior impasible, sin la más leve emoción en los ojos.
El tío Paloma relataba lo ocurrido a grandes rasgos: la aparición de la perra con
su horrible presa; la fuga de Tonet; después, a la vuelta del Saler, su minuciosa
exploración por la mata, presintiendo una desgracia, y su hallazgo del cadáver. P1 lo
adivinaba todo. Recordaba la desaparición de Tonet la víspera de la tirada; la palidez y
el desfallecimiento de Neleta; su aspecto de enferma después de aquella noche, y con
su astucia de viejo reconstruía el parto doloroso en el silencio nocturno, con el terror a
ser oída por los vecinos, y después el infanticidio, un crimen que le hacia despreciara
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Tonet, más por cobarde que por criminal. El viejo, después de soltar su secreto, se
sentía aliviado. A su tristeza sucedía la indignación. ¡Miserables! Aquella Neleta
resultaba una perra ardorosa que había perdido al muchacho, empujándolo al crimen
por conservar su dinero; pero Tonet era cobarde dos veces, y más que por su delito,
renegaba de él viendo que se mataba, loco de miedo, ante las consecuencias. El «señor»
se disparaba dos tiros antes que dar la cara; encontraba más cómodo desaparecer que
pagar su falta, sufriendo el castigo. Siempre huyendo de la obligación, buscando las
sendas fáciles por miedo a la lucha. ¡Qué tiempos, Cristo! ¿Qué juventud era aquella...?
Su hijo apenas le escuchaba. Seguía inmóvil, anonadado por la desgracia, y doblaba la
cabeza, como si las palabras de su padre fuesen un golpe que le abatía para siempre.
La Borda volvió a gemir.
Silenci! He dit silenci! dijo con voz fosca el tío Toni.
A su pena inmensa, reconcentrada y muda, le molestaba que otros se aliviasen
con el llanto, mientras él, por su dureza de varón fuerte, no podía desahogar el dolor
en lágrimas.
El tío Toni habló por fin. Su voz no temblaba, pero velábase con la débil
ronquera de la emoción.
La muerte vergonzosa de aquel desdichado era un final digno de su conducta. Se
lo había predicho: acabaría mal. Cuando se nace pobre, la pereza es el crimen. Así lo
ha arreglado Dios, y hay que conformarse... Pero ¡ay! Era su hijo..., ¡su hijo! ¡La carne
de su carne! Su férrea rectitud de hombre honrado mostrábase insensible ante la
catástrofe; pero allá dentro del pecho sentía cierta opresión, como si le hubieran
arrancado parte de sus entrañas y estuviesen a aquellas horas sirviendo de pasto a las
anguilas de la Albufera.
Quería verlo por última vez, ele entendía su padre...? Quería tenerle en sus
brazos, como de pequeño, cuando lo adormecía cantándole que el pare trabajaba para
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hacerle labrador rico, dueño de muchos campos.
Pare... pare! decía con voz angustiosa al tío Paloma. A on està...? El viejo
contestó indignado.
Debían dejar las cosas como las había arreglado la casualidad. Era una locura
torcer su curso. Nada de escándalos ni de levantar la punta del misterio. Así estaba
bien: oculto todo. La gente, al no ver a Tonet, creería que había huido en busca de
aventuras y de vida regalada, como al marchar a América. El lago conservaba bien sus
secretos; transcurrirían años antes que una persona pasase por el sitio donde estaba el
suicida. La vegetación de la Albufera lo tapa todo. Además, si hablaban, si publicaban
la muerte, todos querrían saber más, intervendría la justicia, se averiguaría la verdad,
y en vez de un Paloma desaparecido, cuya vergüenza sólo conocían ellos, tendrían un
Paloma deshonrado que se daba muerte por huir del presidio y tal vez del carafalet.
No, Tono; lo decía él con su autoridad de padre. Por unos cuantos meses de existencia
que le quedaban, debía respetarle, no amargar sus últimos días con la deshonra.
Quería beber tranquilo con los demás barqueros, pudiendo mirarlos cara a cara. Todo
estaba bien: a callar, pues... Además, si descubrían el cadáver, no lo enterrarían en
sagrado. Su crimen y su suicidio le privaban de la misma sábana de tierra que los
demás. Mejor estaba en el agua, hundido en el barro, rodeado de cañas, como último
vástago maldito de una famosa dinastía de pescadores.
Excitado por los lloros de la Borda, el viejo la amenazaba. Debía callar. ¿Es que
quería perderlos?
La noche fue interminable, de un silencio trágico. El lóbrego ambiente de la
barraca parecía aún más denso, como si sobre él proyectasen su sombra las alas negras
de la desgracia.
El tío Paloma, con la insensibilidad del viejo duro y egoísta que desea prolongar
su vida, dormitaba en la silleta de esparto. Su hijo pasaba las horas inmóvil, con los
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ojos desmesuradamente abiertos, fijos en el oleaje de sombras que la trémula luz del
candil trazaba en la pared. La Borda, sentada en el fogón, sollozaba débilmente, oculta
en la sombra. Hubo un momento en que el tío Toni se estremeció como si despertase.
Se irguió, fue a la puerta de la barraca, y abriéndola, miró al cielo estrellado. Debían
ser las tres. La calma de la noche pareció penetrar en él, afirmando la resolución que
acababa de surgir en su voluntad. Se aproximó al viejo y lo empujó, hasta despertarlo.
Pare... pare! dijo con voz suplicante. A on està...? El tío Paloma, medio
dormido, protestó furioso.
Debía dejarle en paz. Aquello no tenía remedio. Quería dormir, y ¡ojalá no
despertase nunca...! Pero el tío Toni continuaba suplicando. Debía pensar que era su
nieto; él, que era el padre, no podría vivir mientras no lo contemplase por última vez.
Se lo imaginaría a todas horas en el fondo del lago, corrompido por las aguas, devorado
por las bestias, sin la sepultura en tierra que alcanzaban los más miserables, hasta
aquel Sangonera que vivió sin padre. ¡Ay! ¡Trabajar sufriendo toda la vida para
asegurar el pan al hijo único, y abandonarlo después, sin saber dónde está su tumba,
como los perros muertos que se arrojan en la Albufera! ¡No podía ser, padre! ¡Era muy
cruel! Jamás tendría valor para navegar en el lago, pensando que tal vez su barca
pasaba sobre el cadáver del hijo.
Pare... pare! imploraba moviendo al viejo casi dormido.
El tío Paloma se irguió, como si fuese a pegarle. ¿Quería dejarle en paz? ¿Buscar
él otra vez a aquel cobarde...? ¡Que le dejasen dormir! No quería revolver el barro, con
peligro de hacer pública la deshonra de su familia.
Però... a on està? preguntaba ansioso el padre.
Él iría solo; pero ¡por Dios! Debía decirle el sitio. Si el abuelo no hablaba,
sentíase capaz de pasar el resto de la vida registrando el lago, aunque hiciera público
su secreto.
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En la mata del Bolodró dijo por fin el viejo. Te costará d’encontrar. Y cerró los
ojos, inclinando la cabeza para reanudar aquel sueño del que no quería salir.
El tío Toni hizo un gesto a la Borda. Cogieron sus azadones de enterradores, sus
perchas de barqueros, los agudos tridentes que servían para la pesca de las piezas
gruesas, encendieron un farol en la luz del candil, y en el silencio de la noche
atravesaron el pueblo para embarcarse en el canal.
El negro barquito, con el farol en la proa, pasó toda la noche evolucionando por
el interior de los carrizales. Veíasele como una estrella roja errando a través de las
cañas.
Cerca del amanecer la luz se apagó. Habían encontrado el cadáver, después de
dos horas de busca angustiosa, tal como lo vio el abuelo: con la cabeza hundida en el
barro, los pies fuera del agua y el pecho convertido en una masa sanguinolenta,
destrozado a boca de jarro por la metralla de los cartuchos de caza.
Lo recogieron con sus tridentes del fondo del agua. El padre, al clavar su fitora
en aquel bulto blanducho, izándolo a la barca con sobrehumano esfuerzo, creyó que la
hundía en su propio pecho. Después fue la marcha lenta, angustiosa, mirando a todos
lados, como criminales que temen ser sorprendidos. La Borda, siempre sollozante,
perchaba en la proa; el padre ayudábala en el otro extremo de la barca; y entre estas
dos figuras rígidas, que recortaban su negra silueta en la difusa luz de la noche
estrellada, yacía tendido el cadáver del suicida. Abordaron a los campos del tío Toni,
aquel suelo artificial, formado espuerta sobre espuerta, a fuerza de puños, con una
tenacidad loca. El padre y la Borda, cogiendo el cadáver, lo descendieron
cuidadosamente a tierra, como si fuese un enfermo que podía despertar. Después, con
sus azadones de enterradores infatigables, comenzaron a abrir una fosa.
Una semana antes aún traían tierra allí desde todos los extremos del lago.
Ahora la quitaban para ocultar la deshonra de la familia. Comenzaba a amanecer
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cuando bajaron el cadáver al fondo de la fosa, que rezumaba agua por todos lados. Una
luz fría y azulada extendíase sobre la Albufera, dando a su superficie el duro reflejo
del acero. Por el espacio gris pasaban en triángulo las primeras bandadas de pájaros.
El tío Toni miró por última vez a su hijo. Después volvió la espalda, como si le
avergonzasen las lágrimas que rompían por fin la dureza de sus ojos.
Su vida estaba terminada. ¡Tantos años de batalla con el lago, creyendo que
formaba una fortuna, y preparando, sin saberlo, la tumba de su hijo...!
Hería con sus pies aquella tierra que guardaba la esencia de su vida. Primero la
había dedicado su sudor, su fuerza, sus ilusiones; ahora, cuando había que abonarla, la
entregaba sus propias entrañas, el hijo, el sucesor, la esperanza, dando por terminada
su obra. La tierra cumpliría su misión: crecería la cosecha como un rnar de espigas
cobrizas sobre el cadáver de Tonet. Pero a él... ¿qué le restaba que hacer en el mundo?
Lloró el padre contemplando el vacío de su existencia, la soledad que le esperaba
hasta la muerte, lisa, monótona, interminable, como aquel lago que brillaba ante sus
ojos, sin una barca que cortase su rasa superficie.
Y mientras el lamento del tío Toni rasgaba como un alarido de desesperación el
silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas a su padre, inclinóse al borde de la
fosa y besó la lívida cabeza con un beso ardiente, de inmensa pasión, de amor sin
esperanza, osando, ante el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de
su vida.
FIN
Playa de la Malvarrosa (Valencia)
SeptiembreNoviembre 1902
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