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BREVE ENSAYO SOBRE EL PASAJE DEL MIEDO A LOS BÁRBAROS
A LA COMPAÑÍA DE LOS EXTRAÑOS
El caso actual de los emigrantes
RESUMEN: Se analiza el problema filosófico según Z. Todorov acerca
de las razones por la cual se teme a los extraños, considerados a
priori como bárbaros. Se delimita primeramente este concepto y luego
el de civilizado. Se revisa después la noción de miedo y las posibles
causas. Se presenta la hipótesis según la cual el concepto de civiliza-
do se utilizó como instrumento para justificar y dominar a los trata-
dos como inferiores. En confirmación lógica de la hipótesis se aporta
el análisis de los procesos ideológicos que llevan a imponer conoci-
mientos y conductas, a veces por temor a no dominar ciertas situa-
ciones o para imponer los propios intereses (Z. Bauman). Se distin-
gue luego el concepto de cultura respecto del concepto de civilización
según Todorov. Este proceso se utiliza hasta en la actualidad dife-
renciando a los buenos de los malos, e incluso justificando las gue-
rras preventivas. Lentamente se pasó a convivir con los extraños, re-
conocidos como poseedores de la misma humanidad en diferentes
culturas, como afirma el filósofo R. Rorty. En buena parte, la bús-
queda del comercio y de los beneficios económicos generó una nueva
visión de los otros, antes apreciados sólo como bárbaros, de la que
nos habla Paul Seabright; pero sigue siendo real la reaparición de los
bárbaros, llamado también migrantes, invasores, por parte de los au-
toapelados civilizados que temen por sus privilegios o ventajas.
Palabras claves: bárbaro – migrante - civilizado – ideología – cultura
- comercio
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SUMMARY: The philosophical problems of Tzvetan Todorov about
the reasons why it is afraid of strangers, considered a priori as bar-
barians is analyzed. This concept was first outlined and then the
civilized. The concept of fear and possible causes are then reviewed.
The hypothesis that the concept of civilized was used as a tool to jus-
tify and dominate treated as inferior is presented. In confirmation of
the hypothesis, the logic analysis of ideological processes provide to
impose leading knowledge and behaviors, -sometimes for fear of not-
master certain situations to impose one's own interests (Z. Bauman).
The concept of culture and the concept of civilization according to
Todorov were then recognized. This ideological process is used today
to differentiate the good from the bad, and even to justify preventive
wars. Slowly people went to live with strangers, recognizing them as
having the same humanity in different cultures, such as R. Rorty
says. In large part, the pursuit of trade and economic benefits gener-
ated a new vision of the other, before appreciated just like barbari-
ans, which speaks Paul Seabright. But the reappearance of the bar-
barians, also called migrants, invaders, is still real, on the part of the
self-called civilized who fear for their privileges. But it remains true
recurrence of the barbarians, by civilized people, who fears for their
privileges or advantages.
Keywords: Barbarian - migrant - civilized - ideology - culture - trade
Introducción:
El entendimiento entre los seres humanos ha sido un constante objeto
de reflexión filosófica. Es conocida la obra del filósofo búlgaro Tzvetan Todo-
rov que ha llamado la atención de los lectores sobre las causas por las cua-
les los seres humanos tememos a los llamados bárbaros.
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Samuel Huntington nos había habituado a creer que la historia avanza
a través de choques, por lo que la política mundial estaba entrando en una
nueva fase, en la que la fuente fundamental de conflictos, no sería ideológica
ni económica; sino que las grandes divisiones de la humanidad y las princi-
pales fuentes de conflictos serán culturales, entre naciones y grupos de civi-
lizaciones diferentes (Huntington 1997 – Todorov 2008: 129-131). Hunting-
ton, tras el predomino armamentístico norteamericano aliado con algunos
países de Europa, imagina a las civilizaciones como dos jóvenes combatien-
tes convencidos de su superioridad para los que no ven otra salida que la de
enfrentarse hasta que una triunfa y la otra muere. Ve a los humanos como
naturalmente belicosos y no dispuestos a participar en una tarea en común
que beneficie a ambos.
Desde el inicio de la modernidad, los filósofos Thomas Hobbes, John
Locke y Jean Jacques Rousseau se pusieron este problema, centrándose en
la pregunta acerca de cómo era la naturaleza humana. Incluso podemos re-
troceder hasta los orígenes de la filosofía, con Platón buceando esta temáti-
ca. Pero no es la finalidad de este artículo hacer una historia detallada de
este problema; sino más bien analizar con T. Todorov las causas por las cua-
les se origina reiteradamente el “miedo a las bárbaros”; para finalizar acer-
cándonos a otra mirada del otro como un extraño con el cual, a todos, nos
conviene convivir.
Definiendo al bárbaro
Es sabido que el término bárbaro, se introdujo en el lenguaje griego,
después de la guerra contra los persas, dividiendo a los humanos en dos
grandes categorías: los que hablaban griegos (“nosotros”) y los “otros”, los
extranjeros, que balbuceaban (“bar-bar”) otro lenguaje incomprensible para
los griegos.
En coherencia con esto, los bárbaros tenían las siguientes característi-
cas (Todorov 2008: 31-35):
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a.- Al no saber hablar la lengua del país en que se está, los bárbaros trans-
greden las leyes y normas fundamentales de la vida común.
b.- Los bárbaros viven con sus propias costumbres (parricidio, infanticidio,
incesto, canibalismo, etc.) capaces de realizar sacrificios de humanos y el
colgar las cabezas de sus enemigos. Todo esto los hace inhospitalarios.
c.- Los bárbaros tienen costumbres que los aproximan a los animales, como
el ser violentos y aparearse en público indiscriminadamente.
d.- Los bárbaros suelen ser caóticos, arbitrarios, aman la tiranía; y no cono-
cen el orden social, al que deberían someterse. Por ello, sólo son gobernados
por un déspota. “Para los griegos, los persas son bárbaros en dos sentidos:
porque no hablan griego y porque viven en un país sometido a un régimen
tiránico” (Todorov 2008: 32).
En el período de la caída del imperio romano, al grito de “vienen los
bárbaros”, todos huían a esconderse donde le fuese posible, pues era vox po-
puli que éstos no recocían las normas sociales ni éticas de la civitas (ciu-
dad).
A los bárbaros se los califican como caníbales, violadores, ladrones,
incapaces de razonar, de negociar (utilizando la violencia o la lucha para
quedarse con el trofeo); no conocen la vida de ciudad y se les establece una
frontera o muro. Brevemente dicho: “Los bárbaros son aquellos que niegan la
plena humanidad de los demás” (Todorov 2008: 32). Vencer a un enemigo es
un acto de valentía; pero cortarle la cabeza y colocarla en una pica, es un
acto de barbarie. Pausanias (jefe militar espartano) estimaba que esto no po-
día hacerse, ni para vengarse de un enemigo que ya lo había hecho, sin con-
vertirse él también en un bárbaro.
Los bárbaros tratan a los demás como si no fuesen humanos, o no
plenamente humanos. Sociológicamente, suelen encerrarse en sus culturas,
en sus grupos (familias o tribales), de modo que el extranjero aparece como
un desconocido y un posible peligro. Hasta en la actualidad, existen diversas
e interesadas concepciones del bárbaro: para algunos ciudadanos estadou-
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nidenses un mexicano puede considerarse un bárbaro (y viceversa), sobre
todo si no se atiene a las normas comerciales de su país.
En resumen, el concepto del bárbaro tiene, primeramente, dos signifi-
cados. A) Un significado absoluto, válido en sí mismo: bárbaro es quien no
reconoce la humanidad de los demás y en particular es el que suprime la
libertad del otro (Todorov 2008: 33), por diversos motivos (religiosos, econó-
micos, legales, culturales, etc.); y B) un significado relativo, transitorio, pa-
sajero, para todo aquel que no habla la lengua del país en donde vive.
Definiendo al civilizado
Ante todo, el griego advierte que los bárbaros son aquellos que no ha-
blan bien el griego, “como nosotros no podríamos hablar su lengua”. Así
pues, sabe que, para los “bárbaros” cuya lengua no sabemos, nosotros so-
mos los bárbaros” (Todorov 2008: 33). Advirtió también que no se podía
combatir la barbarie, mediante los medios empleados por los bárbaros. Si así
lo hacía podía convertirse a su vez en un bárbaro.
Aristóteles había expresado esta idea cuando sostuvo que un hombre
que no vive en la polis o es una bestia o bárbaro, o es un dios. Ser “civiliza-
do” es una expresión que procede de “civitas” (ciudad). Se da un paso hacia
la civilización cuando los hombres, ampliando el grupo familiar y sin aban-
donarlo, establece contactos prolongados con los demás grupos, formando
entidades superiores como lo son un pueblo, un país, un Estado. Pero para
que las personas conformen un Estado se requería que advirtieran y aprecia-
ran valores e ideales comunes a los demás, en una forma ampliada, inclu-
yente, integrándoselos a la cultura griega y poniendo así en pie de igualdad a
las otras personas y pueblos.
Con el pensamiento cristiano, a partir de lo que escribía Pablo a los
Corintios, si bien todos tenían una lengua u otra, ya no interesaba qué len-
gua se hablara, sino si se era cristiano o no se lo era. Bárbaro comenzó a ser
sinónimo de no ser cristiano. Fray Bartolomé de las Casas tuvo que utilizar
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nuevamente ese mismo argumento para defender a los indios y no tratarlos
como bárbaros porque tuviesen costumbres no europeas (Bartolomé de Las
Casas. 1967, 2, III, 254), dado que también podían ser salvados por Cristo.
Los españoles consideraron bárbaros a los indios por que hablaban
una lengua que ellos (los españoles) no entendían; pero, además, no compar-
tían la misma religión y las mismas costumbres.
No obstante, no se tardó mucho en ver que ser bárbaro no era una
forma inhumana de ser, sino que el bárbaro es un humano, pero que no vive
como un humano civilizado europeo. Comenzó a aparecer más claramente
que el bien y el mal son acciones que proceden igualmente de la voluntad de
los seres humanos con una visión cerrada en su propia cultura e incapaces
de reconocen a los otros, más allá de las culturas diversas. Si esto es así,
“parece ilusorio esperar que algún día llegue a erradicarse definitivamente”
(Todorov 2008: 38). La barbarie es entonces una posibilidad siempre presen-
te en nosotros y en los otros, en la medida en que no se desea reconocer al
otro, con prescindencia de su cultura.
J. J. Rousseau estimaba que la fuente de ver en el otro a un bárbaro o
a un semejante dependía de la capacidad o facultad para identificarnos con
él, de tener un sentimiento de común humanidad con los demás, no obstan-
te sus apariencias.
La capacidad de identificarnos con los otros, aun cuando no los conoz-
camos, a reconocer en los otros la misma dignidad o ser que tenemos noso-
tros, aunque sean diferentes, nos motiva a ayudarlos cuando lo necesitan, a
no dañarlos, incluso a tener un beneficio mutuo negociando con los otros.
En resumen, una persona civilizada es aquella que “en todo momento
y en todos lugar, sabe reconocer plenamente la humanidad de los otros”.
Esto requiere: a) descubrir las diferencias (los modos de vida de los
otros son diferentes); y b) aceptar que, no obstante, son portadores de la
misma humanidad que nosotros.
Ser civilizado implica, pues, una cierta filosofía platónica, es decir,
admitir que no obstante las apariencias (los sesgos egocéntricos, los rasgos
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etnográficos o fisiológicos), los humanos tenemos la misma y universal esen-
cia o naturaleza humana. Al menos habría que admitir que, en potencia o
posibilidad, todos somos iguales, aunque de hecho (en acto, existencialmet-
ne), no lo somos en algunos aspectos (color, edad, salud, dominio de herra-
mientas, etc.) circunstanciales de menor valor.
“Encerrarse en sí mismo se opone aquí a abrirse a los otros. Creerse el
único grupo propiamente humano, negarse nada al margen de la propia
experiencia, no ofrece nada a los otros y permanecer deliberadamente
encerrado en el propio medio de origen es un indicio de barbarie; reco-
nocer la pluralidad de los grupos, de sociedades y culturas humanas, y
colocarse a la misma altura que los otros forma parte de la civilización.
Esta extensión progresiva no debe confundirse con la xenofilia, la prefe-
rencia sistemática de los extranjeros, ni con culto alguno a la diferencia;
simplemente nos indica la mayor o menor capacidad de reconocer nues-
tra común humanidad” (Todorov 2008: 41).
Es sabido que el concepto de “naturaleza humana” es un concepto fi-
losóficamente elaborado, como el concepto de ciudadano.
Ni la barbarie ni la civilización califican permanente y definitivamente
a los seres humanos. Esas calificaciones no se refieren propiamente a las
personas sino a sus acciones y sus condiciones o estados sociales.
La civilización, para Todorov -como también lo ha mencionado Z.
Bauman-, es una sola y se opone a la barbarie; pero las culturas son plura-
les (Todorov 2008: 45 – Bauman, 2008).
Ya Herder, en épocas de la Ilustración, proponía que era posible pen-
sar en la unidad y universalidad de la civilización, y en la pluralidad de cul-
turas. En las culturas suele predominar uno u otro valor (la ley mosaica pa-
ra los hebreos, la razón para los griegos, el mensaje de Cristo para los cris-
tianos), pero en ninguna de ellas puede estar ausente el reconocimiento de la
humanidad y la libertad, sin caer en la barbarie. Ese mayor o menor grado
de humanidad y libertad marca el mayor o menor grado de civilización de un
grupo humano.
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Si, como sostenía Ortega y Gasset, la libertad y el respeto a la misma
es la que marca el límite entre ser culto y ser civilizado o no serlo, entonces,
el Estado liberal es más civilizado que la tiranía porque garantiza la misma
libertad para todos ante la ley.
Dentro del contexto cultural, la ciencia es más civilizada en cuanto de-
ja espacio permanente a la discusión y revisión de las afirmaciones científi-
cas; lo que no hacen las creencias dogmáticamente sostenidas.
Este colocarse en el mismo nivel era lo que le costaba, al parecer,
aceptar a Platón. Estimaba que la verdad y el error no tienen el mismo valor
y que, en consecuencia, no todos tenían igualmente la palabra en una
asamblea; pero, en realidad, cada uno seguía sus propios placeres y los go-
bernantes no hacían más que estudiarlos para satisfacer esos goces y per-
manecer en el poder.
Para Platón, la democracia era el reino de los sofistas: los que gobier-
nan en lugar de ilustrar al pueblo, se contentan con estudiar su comporta-
miento y con erigir en valores morales sus apetitos (Platón. La república, VI,
493 a-c.).
La lucha contra el miedo
El miedo (del latín metus) es una perturbación angustiosa del ánimo
por un riesgo o daño real o imaginario; es un recelo o aprehensión que uno
tiene de que le suceda una cosa contraria a lo que desea (Bada, 2007).
En el ámbito del miedo, el temor es, por su parte, una emoción doloro-
sa, excitada por la proximidad de un peligro, real o imaginario, y acompaña-
da por un vivo deseo de evitarlo y de escapar de la amenaza. Es una pulsión
común a todos los hombres, del que nadie está completamente libre.
La conducta del hombre y sus actitudes ante la vida están condiciona-
das en gran medida por los temores que brotan en grados tan diversos, que
van desde la simple timidez hasta el pánico desatado, pasando por la alar-
ma, el miedo y el terror.
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Suele ser el temor (y si es violento y paralizador se convierte en terror)
lo que mueve a no aceptar las opiniones, creencias, conductas extrañas, y a
permanecer en la posición segura que ya se tiene.
Tener el punto de vista de los otros no significa que obremos por al-
truismo en detrimento del egoísmo; o bien, por xenofilia frente a la xenofo-
bia; sino que indica que poseemos una amplitud de ánimo que ve como po-
sible el enriquecerse con la perspectiva de los otros (Todorov 2008: 56). Por
el contrario, quien no es capaz de ubicarse, ni siquiera hipotéticamente, en
el lugar del otro, manifiesta tener un ánimo cerrado en sus propias convic-
ciones, como poseedores de verdades indiscutibles; y, de algún modo, califi-
car prepotentemente al otro como inferior o en situación de error.
Hoy el miedo se da en personas civilizadas, en el contexto de la misma
cultura que la modernidad ha generado.
“El siglo XX ha sido especialmente aleccionador al respecto: los mayo-
res actos de barbarie no los llevaron a cabo seres precisamente incultos.
Los jefes de los Einsatzgruppen, las asesinas unidades móviles que ex-
terminaban a los judíos tras el frente ruso, tenían estudios superiores.
Eichmann tocaba hermosa música de cámara alemana del siglo XIX en
sus ratos libres. Mao conocía a los clásicos chinos, pero eso no le impi-
dió instigar las mayores masacres del siglo” (Todorov 2008: 63).
El agridulce temor a la ideología
Una posible actitud ante el miedo a los bárbaros consiste en simplifi-
car las causas de las conductas humanas, en perder la complejidad de la
vida humana, lo que suele llevar una lógica de exclusión: aut aut (o esto o
aquello).
Esta forma de pensar es frecuente en las mentalidades autoritarias o
demagógicas, sobre todo ante peligros inminentes. En estas situaciones, se
decide entonces, simplificar las conductas sociales: o se está con nosotros o
bien contra nosotros.
El término ideología se ha usado (y abusado) de diversas maneras: a)
para algunos, toda ideología es simplemente sinónimo de una filosofía (pero,
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en realidad, una filosofía no se impone, sino sólo se propone); b) para otros,
ideología es el conjunto de ideas que posee una persona, por lo que toda per-
sona poseería una ideología; para el pensamiento marxista, la ideología es la
imposición -por parte de una clase dominante- de una forma de pensar y
obrar, de modo que tras la aparente búsqueda del bien para todos, en reali-
dad, lo que se busca es obtener un beneficio para la clase dominante que
impone esa forma de pensar (Marx, 1958). Pero por ideología se entiende
aquí un mecanismo teórico-práctico, cuyo punto más alto es el lavado de
cerebro de la persona que es sometida a él. Las ideologías pueden tener dis-
tinto signo político (tanto de derecha como de izquierda) o religioso o cultu-
ral; pueden ser violentas o aparentemente pacíficas, pero funcionan de la
misma manera.
Lo que se teme del proceso ideologizador, que tiene las características
de un bárbaro moderno, es perder la libertad. Se puede ser hombres sin ser
sabios. Este fue justamente el mensaje de los críticos de la Ilustración y de
la Modernidad. No se trata de negar el innegable progreso que se ha hecho
en estos últimos siglos, sino de percibir que el proceso de civilización no es
lineal y mecánico, sino siempre precario y que requiere cuidado.
“Por lo que sabemos, los individuos que vivían en Grecia antigua po-
dían ser tan hospitalarios, generosos y amigables como los europeos
contemporáneos. Los Estados actuales se hacen la guerra con tanta fe-
rocidad como los griegos y los persas en tiempos de Herodoto. Lo que ha
cambiado es sobre todo su capacidad de destrucción masiva” (Todorov
2008: 66).
Civilización y barbarie
Walter Benjamín, en 1940 en pleno surgimiento nazi, escribió que no
hay civilización que no sea también barbarie (Benjamin, 1971: 1, 281).
La relación entre en civilizado que respeta planamente al otro y el bár-
baro que no se pone límites, puede generar conflictos éticos para el civiliza-
do, límites que no los tiene el bárbaro. No obstante, toda civilización tiene
sus límites.
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“Renunciar a la intolerancia no significa que debamos tolerarlo todo.
Para que sea creíble, la llamada a la tolerancia debe partir de un con-
senso intransigente sobre lo que en una sociedad se considera intolera-
ble. Lo que define esta base suelen ser las leyes del país, a las que se
suman determinados valores morales y políticos no formulados pero
aceptados por todos” (Todorov 2008: 23).
Los países democráticos no pueden imponer por la fuerza la democra-
cia, sin caer en contradicción entre lo que afirman y lo que realizan. Incluso
Bush, presidente norteamericano, sostuvo que por ciertos países asiáticos
pasaba el “eje del mal”, lo que justificaba realizarles una guerra e invadirlos
y hacerles pagar los gastos de la guerra, repartiendo su petróleo.
Los tiempos pasan, pero la idea del miedo a los bárbaros, permanece y
su uso sigue dando frutos económica e ideológicamente pingües.
“El pueblo, la libertad, el progreso son elementos constitutivos de la
democracia; pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás, esca-
pando a todo intento de limitación y se erige en principio único y abso-
luto, esos elementos se convierten en peligros: populismo, ultralibera-
lismo y mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia” (Todorov,
2012: 13).
Este nuevo orden de Occidente, establecido en nombre de una civiliza-
ción combativa que se impone por la fuerza, según S. P. Huntington, tiene
sus riesgos y se confunde civilización con una cultura bárbara. Otras cultu-
ras emergentes se considerarán superiores a la de Occidente, con valores
morales más auténticos. Por eso él prevé que, por vía del desafío demográfico
(el 2025 más del 25% poblacional mundial será musulmana) o por vía del
crecimiento económico (el 2025 Asia incluirá siete de las doce economías
más fuertes del planeta) o por vía de la militancia creando inestabilidad, el
poder y los controles de la confusamente llamada “civilización occidental” se
desplazarán hacia las culturas no occidentales. Así, un choque que Hunting-
ton erróneamente llamada “de civilizaciones” en lugar “de culturas”, arraiga-
das a religiones, dominará la política a escala global: según él, en las fronte-
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ras entre civilizaciones se producirán las batallas del futuro. Por eso, Hun-
tington admitirá que estamos asistiendo «al final de una era de progreso»
dominada por la ideología occidental, marcadamente superior. Ese presu-
puesto no criticado hace depositar lo malo en los otros.
“Los ataques contra su país no responden a reivindicaciones de sus
adversarios, que podrían tenerse en consideración y acaso satisfacerse,
sino que son el mero producto de un ideología radical y hostil” (Todorov
2008: 134).
Según Todorov, no son las religiones las que hacen las guerras, sino
más bien las personas y grupos con sus intereses demográficos, políticos y
económicos. La violencia no ocurre sin una razón, pero demasiado rápida-
mente se atribuye su causa a la religión, o a la cultura, como a personas que
obedecen ciegamente a sus grupos, por oposición a los cultos que saben
ejercer su libertad y decir razonablemente. “La cultura de origen desempeña
así el papel que en el siglo XIX tenía la raza” (Todorov 2008: 143).
Para no admitir la igualdad entre los hombres, es suficiente negarles
algunos de los atributos que nos otorgamos: los otros son irracionales, im-
previsibles, hasta el punto que es necesario reducirlos previamente (guerra
preventiva) a la impotencia y enseñarles luego conductas racionales. Quien
tiene la verdad tiene el derecho; quien no la tiene debería agradecernos que
lo eduquemos imponiéndosela. No fue otra la justificación que hizo Aristóte-
les de la esclavitud natural y las que se hizo de la Inquisición con los no cre-
yentes, y la esclavitud colonial, cuando en realidad lo que se buscaba era
mano de obra gratuita o barata. La violencia no es entonces solamente lícita,
sino recomendable.
Todorov, por su parte, estima que estamos entrando en una era en la
que las culturas múltiples y diversas interaccionarán, competirán, convivi-
rán y se acomodarán unas a otras.
Si entendemos por civilización el pleno y libre reconocimiento y respeto
de toda persona en cuanto tal, no se puede hablar más que de una civiliza-
ción en el nivel planetario, aunque es comprensible la existencia de muchas
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culturas o cultivos de formas de ser y vivir. Antes de las culturas está el ser
humano que las produce. Ya Montesquieu consideraba que era primeramen-
te hombre y por azar francés.
Sólo los que tienen mentalidad imperial desean sostener derechos de
privilegios anteriores a los derechos humanos.
La barbarie (el desconocimiento de la plena condición humana de los
otros) no es inhumana; sino un acto humano inmoral de desconocimiento
del otro. En consecuencia, el denunciar los actos de barbarie no nos convier-
te en bárbaros, porque esta denuncia no es un acto inmoral que suprime la
libertad de los demás. Esta acto de denuncia es un llamado para los bárba-
ros comprendan la necesitad mutua de la libertad como un bien común de la
humanidad.
“Bárbaro en ningún caso es el que cree que la barbarie existe, sino el
que cree que una población o un ser no pertenecen plenamente a la
humanidad y que merece un tratamiento que rechazará rotundamente
aplicarse a sí mismo” (Todorov 2008: 77).
Desde Platón (y su conflictiva relación con los sofistas, menos amantes
de la verdad y de la justicia que procede de la verdad) y hasta nuestros días,
los bárbaros son los otros, siempre menos capaces de dominarse a sí mis-
mos, de esforzarse por ser “cultos” como nosotros, y menos capaces de sepa-
rarse de los otros.
El miedo a los otros se refugia en nuestro miedo y nuestra presumida y
ocultada debilidad; en el temor de perder nuestras verdades, nuestra justi-
cia, nuestra posición en nuestro mundo, conquistada con esfuerzo o vivida
en la comodidad. El miedo a los otros pasa a ser, entonces, sutilmente un
problema filosófico, acerca de la verdad y de los derechos que proceden de la
verdad.
“Esta idea, entonces, que parece tan simple, tan verdadera -que los
otros son simplemente otros- es una creación histórica reciente y está
en la ladera totalmente opuesta de la institución espontánea de la so-
ciedad. Y sabemos, además, que casi siempre y casi en todas partes
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los otros han sido instituidos como inferiores. No digo que es una fa-
talidad ni una necesidad lógica, digo que es simplemente la extrema
probabilidad, la pendiente natural de las instituciones. Es decir que
el modo más simple del valer de estas instituciones, para sus propios
sujetos, es evidentemente la afirmación -que apenas está explicitada,
en general- de que ellas son las únicas verdaderas, que por lo tanto
los dioses de los otros son falsos dioses, que sus costumbres son abe-
rrantes, que sus creencias son falsas, etcétera... Es lo que puede ver-
se claramente no sólo en el ejemplo de los monoteísmos, sino tam-
bién del marxismo-leninismo” (Castoriadis, 2004: 215).
Hacia la búsqueda de una difícil convivencia y solidaridad incluyendo al
otro extraño
Numerosos europeos inmigraron haciendo sus conquistas en África y
América: les dejaban una Biblia o un espejito y se llevaron el oro y la plata.
Se enriquecieron, se capitalizaron llevándose sus minerales y otros bienes, y
al presente cierran sus fronteras a los pueblos de los que se enriquecieron.
No es necesario recordar la piratería inglesa y su lastimosa usurpación de
tierras y colonias.
La cultura es la forma de vida que los pueblos organizan, en la cual vi-
ven y con la cual han sobrevivido. Las culturas son formas que los pueblos
han creado para solucionar sus problemas vitales y de convivencia social. No
se puede no tener una cultura (una lengua, una cierta forma de vida, códi-
gos, saberes y quehaceres, etc.): se nace en ella, sin elegir dónde nacer. De
hecho, todos estamos invadidos por diversas culturas que se entremezclan,
en las cuales algunos aspectos mueren, mientras otros nacen o renacen (la
música, los gustos, etc.).
La civilización humana, en el sentido que Todovov la toma, no se opo-
ne a cultura humana:
“La existencia de múltiples culturas no ha impedido sus contactos, sus
influencias mutuas, en ocasiones incluso la sistemática glorificación de
una en el seno de otra. Un paso decisivo hacia una mayor civilización se
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da el día en que se admite que, aunque humanos como nosotros, los
otros no tienen nuestra cultura, no organizan su sociedad de la misma
manera que nosotros y tienen costumbres diferentes de las nuestras.
Posee una cultura no significa ser prisionero de ella, y desde todas las
culturas puede aspirarse a valores de civilización” (Todorov 2008: 78).
Lèvinas nos ha recordado que el mandamiento “ama a tu prójimo como
a ti mismo”, significa: “Ama a tu prójimo: eso eres tú mismo” (Lévinas, E.
1995: 154-155).
Importa que una cultura determinada no ahogue a la civilización hu-
mana. ¿Cómo se produce el miedo al extraño? Una población inmigrante de
determinado origen étnico, por ejemplo, será: a) identificada como distinta de
la mayoría de la población, dado que sus miembros son físicamente diferen-
tes, hablan otra lengua y tienen sus propias costumbres; b) y a la vez des-
preciada, porque no manejan bien los códigos vigentes en la sociedad global,
tienen menos éxito que los demás y son una carga económica. El grupo iden-
tificado como extraño interioriza la imagen de esa singularidad negativa y, al
percibirse como agresivo, provoca la represión de las fuerzas del orden de la
mayoría y se genera una actitud hostil de parte del resto de la población. El
grupo discriminado siente esta represión como injusta y provocativa, se re-
vela ante esta situación. De este modo, se acentúa la represión para con él
de parte de la mayoría y se refuerza un círculo vicioso.
La memoria, que es selectiva, refuerza los momentos y acontecimien-
tos negativos, estimulada por grupos influyentes que pretenden defender
sus intereses. Para que se proceda luego con violencia ante un grupo solo
falta una reducción de las personas de ese grupo, con variadas característi-
cas a una característica general que suprime del horizonte social a las otras:
es ladrón, es negro, es judío, es tutsi, es sudamericano o africano, etc…
Es preciso evitar una visión maniquea de los pueblos, según la cual los
buenos están de un lado (de nuestro lado) y los malos del otro. Para ser civi-
lizado se requiere tanto la apertura a la alteridad, como la universalización
de la humanidad de los otros.
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“Lo que debe valorarse es el momento en que el individuo toma
conciencia de la identidad de su grupo y es capaz de observarlo como
desde el lugar del otro, ya que así tiene la posibilidad de escrutar con
mirada crítica su pasado para reconocer en él los antiguos rastros
tanto de humanidad como de barbarie” (Todorov 2008: 95).
La idea de que todos los seres humanos somos iguales es utópica: no
se da concretamente en un lugar y tiempo determinado. Para elaborar esta
idea se requiere un poder de universalización mental que no todos se esfuer-
zan por lograr, se requiere dejar los casos concretos que se dan en un lugar
y en un tiempo determinados y aferrar unos rasgos aplicables a todos en to-
do tiempo y lugar, como puede ser la idea de la igual libertad de los seres
humanos, o del igual trato ante la ley para todos los que practican las mis-
mas conductas, independientemente del físico, color, o condición social que
se posea en una u otra comunidad.
La idea de la igualdad de los seres humanos y de merecernos una
igual consideración recíproca, no es una realidad universal; pero es una idea
que puede universalizarse a partir de la conciencia de cada persona.
¿En qué se funda entonces el hecho de la solidaridad? El filósofo
pragmatista Richard Rorty cree encontrarlo en “una identificación imagina-
tiva con los detalles de la vida de los otros, y no en el reconocimiento de algo
previamente compartido” (Rorty. 1989: 209). Esta identificación combina el
aborrecimiento de la crueldad con el sentimiento de la contingencia del yo y
de la historia.
En la estimación de Rorty, existe un progreso moral, pero no hay que
pensarlo en abstracto, sino en forma concreta y pragmática. Debemos rem-
plazar preguntas teóricas como “¿Qué es el hombre”? ¿Qué puedo hacer o
esperar?, por otras pragmáticas: “¿Qué fines comunitarios voy a compartir?”
“¿En qué clase de persona debo intentar convertirme?”.
En este contexto, el progreso debería orientarse pragmáticamente hacia
una creciente solidaridad humana, donde conviven la flexibilidad, la libertad
y la variedad. La solidaridad se basa en la capacidad para percibir con ma-
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yor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, religión, de raza, de
costumbres y demás, de la misma especie) carecen de importancia cuando se
las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación; dolor y
humillación que se hacen patentes en las novelas, en los escritos etnográfi-
cos más que en los tratados filosóficos y o religiosos.
Dicho brevemente, la solidaridad es la capacidad de incluir en la cate-
goría de un “nosotros” a personas muy diferentes de nosotros. “Debiéramos
tener en cuenta a los marginados”, y esto podría lograrse si los consideramos
no como a “ellos”; sino -sin otra razón- como personas como “nosotros”. De-
bemos ser capaces de ampliar nuestra simpatía. Los indios no tuvieron dere-
chos humanos intrínsecos. Ellos, tanto ebrios como sobrios, no eran, en Nor-
teamérica, considerados personas, no tenían dignidad humana: “Eran sim-
ples medios para los fines de nuestros abuelos” (Rorty. 1989: 210).
Pero los derechos se construyen. Como los consideraba Nietzsche, “refe-
rirse a los derechos humanos es sólo un modo práctico de resumir determi-
nados aspectos de nuestras prácticas reales o propuestas” (Rorty. 2000:
218). Por eso se comprende que los indios no tenían primeramente derechos
humanos; más, luego, fueron los intelectuales, especialmente los antropólo-
gos los que los vieron como interlocutores semejantes, simpatizaron con ellos
y los convirtieron lentamente en objeto de derecho y de justicia social.
No hay un fundamento real para la solidaridad, no hay un léxico único
o común y fundamental, válido de por sí para todos. No está claro por qué
debemos ser más bien liberales que fanáticos, a no ser que se recurra a una
teoría filosófica de la naturaleza humana. Lo que podemos desear es au-
mentar el “nosotros”, “nosotros los herederos de las contingencias históricas
que han creado instituciones políticas cada vez más cosmopolitas, cada vez
más democráticas” (Rorty. 1996: 259). La moral y la solidaridad se cons-
truyen, y Rorty estima que el liberalismo burgués es el mejor ejemplo de una
solidaridad ya alcanzada, y que el pragmatismo de Dewey es su mejor formu-
lación. Este liberalismo no necesita ningún fundamento filosófico ya que se
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puede justificar por los resultados que promete y no por los principios a los
que apela.
No podemos sino partir del lugar en que nos encontramos, del noso-
tros que somos, de un etnocentrismo; pero de un etnocentrismo consciente
“formado para destruir el etnocentrismo” ampliándolo lo más posible. Al am-
pliar el nosotros, ampliamos la responsabilidad moral ante los otros extra-
ños.
La compañía de los extraños
En particular, fue Paul Seabright quien vio en el proceso de negocia-
ción un gran medio para generar la historia natural de la vida económica,
reconociendo en el otro la misma humanidad, tanto en el vendedor como en
el comprador (Seabright. 2010).
El comerciar implica reconocer al otro en cuanto otro, un ser humano
confiable. ¿Puedo estar seguro de sus promesas? La ayuda de los no parien-
tes es valiosa, en términos históricos y evolutivos, en cuanto los extraños
retribuyen los beneficios obtenidos.
Inicialmente se mataba a los enemigos; pero luego esclavizarlos resultó
más redituable. Después el cálculo y la reciprocidad en la relación con los
demás domaron los instintos de violencia ciega: podemos entendernos y ne-
gociar.
Las reglas de conducta “ojo por ojo y diente por diente”, evoluciona ha-
cia “un regalo por un regalo”.
Desde una perspectiva darwiniana, el compartir, el altruismo y la
cooperación son formas que favorecen la permanencia y perfeccionamiento
de los grupos. De hecho, los países que han reducido la competencia étnica
interna se desarrollan más que aquellos que no lo hacen.
No se trata de creer que los pueblos han avanzado porque, en ellos, la
razón ha suprimido las emociones y pasiones; sino porque las ha aprovecha-
do razonablemente, canalizándolas de manera beneficiosa. El cálculo y la
reciprocidad fortalecida se complementan: cada uno se aprovecha del otro en
el contexto de la confianza social (Rubin. 2016, 56, 74).
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La predisposición a obrar con reciprocidad hace más confiable, a un
participante en los negocios, a tener esperanzas en un éxito para todos. El
comercio, o el intercambio de bienes y ayudas, hacen que las personas con-
fíen; pero también hace que sean precavidas, para no ser explotadas por los
otros.
El saludo ha sido una forma de entrar en confianza con los demás. El
estrechar las manos, procede de una antigua costumbre romana de mostrar
las manos como signo de no venir a matar (los sicarios llevaban la sica -o
puñal- tapada con la túnica).
El sonreír y el reír son también signos que nos llevan a confiar en los
extraños. Éstos son signos que llevan también a sonreír y reír, esto es, a
crear acciones recíprocas, acciones espejos. Las emociones pueden ser in-
cluir un riesgo de una conducta irracional; pero sin emoción no es posible
establecer lazos de reciprocidad. Además, los signos de reciprocidad refuer-
zan la misma reciprocidad. De este modo se pueden generar actitudes de
cooperación, pero también de venganza, cuando se rompen los códigos de
honor y la confianza queda defraudada.
Por otra parte, el trabajo en grupo, en forma cooperativa, ha favorecido
el desarrollo y la seguridad de los que constituyen ese grupo. Sin embargo,
siempre que se trata de negocios, los que intervienen siguen siendo extraños
y no siempre es segura la convivencia con extraños. Por ello fue necesaria la
constitución de las leyes y de los derechos de propiedad, dentro de un terri-
torio establecido (Estado). Estos derechos establecieron un delicado balance
entre la reciprocidad y el interés propio.
El dinero ha sido otra institución para establecer lazos de confianza
entre extraños. Ente los familiares, el cumplimiento con la palabra dada, era
suficiente para realizar transacciones; pero para con los extraños, si bien se
esperaba la reciprocidad en el trato y en el cambio de bienes, (realizado pri-
meramente con el trueque en la era preindustrial), el valor estable del dinero
estableció un hecho de confianza social sin precedentes (Searle. 2017).
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Concluyendo: el posible retorno de los bárbaros
Las personas que nos rodean pueden ser familiares o extrañas a noso-
tros. Los extraños han sido objetos de miedo. No se conocen las posibles
reacciones (queridas o no queridas) que puedan resultar al establecer rela-
ciones con los extraños, pues se presume que no son predecibles, ni tienen
las costumbres que tiene la sociedad en la que se instalan extraños.
El miedo a los extraños se debe, en parte, a que no se tiene certeza so-
bre los móviles de los extraños: ¿vienen a robar, a imponernos sus formas de
vida y sus costumbres, a esclavizar, a matar y posesionarse de los bienes, a
dejarnos espejos o la Biblia (ahora el espejismo de la tecnología y las panta-
llas) y llevarse el oro, la plata o el petróleo o el agua potable?
En este contexto y con estos presupuestos, la historia de la humani-
dad bien puede ser vista como un pasaje que va a) del miedo a los bárbaros
a b) una vida vivida entre extraños, confiando en la reciprocidad del trato.
Sin la confianza en los pactos o contratos, no es posible formar una socie-
dad. Por esto también, la desconfianza pública -generada por emisiones des-
controladas de monedas (generadoras de devaluaciones del signo monetario)
o por la corrupción- suele ser uno de los más grandes flagelos de la sociedad
civil: la hace imprevisible y objeto de sospecha, fragmentando las redes so-
ciales; y la llena de desconfianza en la búsqueda de bienes comunes funda-
mentales (Simonetti. 2008).
El dinero, la economía y toda la sociedad resulta ser entonces, una
cuestión de confianza mutua: de reciprocidad. Las leyes tratan de mantener
cierta justicia, cierta proporción, igual trato para todos y previsible, entre las
acciones y las consecuencias de las mismas.
Esta reciprocidad es más fácil de ser establecida cuando las socieda-
des son pequeñas y se conoce a las personas con las cuales se realizan
transacciones de bienes y servicios. Más en la actualidad, las relaciones so-
ciales se han globalizado: vivimos e interactuamos con extraños.
Esta interacción entre muy diversas personas con diferentes ideas,
creencias, y religiones, está ampliando la necesidad de vivir entre extraños,
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no obstante las grandes facilidades de comunicación que posee esta era
posmoderna y globalizada.
Dado que la globalización ha globalizado lo mejor y lo peor de los seres
humanos, siempre estamos en el proceso y en la necesidad de evitar el miedo
y convivir con los extraños. El crecimiento demográfico explosivo ha imposi-
bilitado, en parte, un crecimiento de trato relativamente igualitario en la po-
blación humana. Los mejor posesionados creyeron que cerrándose en coun-
tries, o barrios selectos amurallados podrían vivir gozando tranquilamente de
sus bienes, no siempre bien habidos. Mas la experiencia social está demos-
trando que la falta de recursos violenta a las personas y les hace perder el
sentido y valor de la vida humana. Junto a los “civilizados” siguen haciéndo-
se presente los bárbaros en grandes números.
Sigue existiendo también la posibilidad de los civilizados vuelvan a ser
bárbaros, cuando quieren salvaguardar sus conquistas. La explotación de
las personas sigue existiendo, aunque oculta y avergonzada. La ignorancia
de los derechos humanos, o la indiferencia ante ellos, sigue vigente.
Bastaría recordar cómo la Alemania nazi, surgida en un país europeo,
culto, ordenado y trabajador, pudo sucumbir a la propaganda y quedar en-
vuelta en una de las peores creaciones de los bárbaros, esto es, de aquellos
que no respetaron la plenitud de la condición humana de sus semejantes.
Más aún, no dudaron en esclavizar a millones por motivos bélicos, raciales,
religiosos o culturales. Tanto los esclavizadores, como los esclavizados, eran
gente como nosotros: no fueron genios ni particularmente crueles, antes del
comienzo del proceso ideologizador que lo cambió todo.
El sociólogo Z. Bauman nos recuerda que el Holocausto nazi puedo
darse precisamente porque el Estado político -y su maquinaria de propagan-
da e ingeniería social y luego de violencia- se emancipó del control social y de
las instituciones no políticas de autorregulación social.
El Holocausto fue posible, entre otras causas, por la estrategia buro-
crática de impedir poner restricciones morales al egoísmo desenfrenado y al
salvajismo que hay en todos los seres humanos (Bauman. 2006: 25). El Ho-
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locausto descubre el rostro oculto de la sociedad moderna, su colosal pro-
grama de ingeniería social, capaz de dar soluciones “racionales” a los “pro-
blemas” humanos.
Este programa de ingeniería hizo que el amor al prójimo, desaparecie-
ra. Primeramente, a los judíos, gitanos y homosexuales se los alejó: dejaron
sistemáticamente de ser próximos, se los invisibilizó; en segundo lugar, cada
miembro de la organización no hizo más que cumplir, fraccionadamente, con
su pequeño deber, como confeccionar una lista, hacer subir a un vagón de
ferrocarril, etc. (en lo que ocultamente era el engranaje de extinción de las
personas). Ninguno de los miembros del sistema, cumpliendo con su deber,
incumplió con las normas morales de su trabajo. La moral, en este caso, no
ha sido externa a hacer bien el trabajo que a cada uno le correspondía. Co-
mo vemos el orden y los medios no justifican sin más los fines.
Cuando se considera a la sociedad como un objeto a administrar frac-
cionadamente, se pierde el sentido de los medios, porque se ha perdido el
sentido del fin de la sociedad. Y la finalidad de la sociedad no la da la tecno-
logía social. La sociedad humana surge como un deseo y una necesidad de
convivir, con conocidos y con extraños con los cuales intercambia sus pro-
ductos (bienes culturales, materiales, sociales).
La distancia física y psíquica de sus actos y efectos remotos hace que
un prójimo ya no sea próximo; y que una persona poco a poco quede despo-
seída, desnacionalizada, desubicada, sin identificación y reducida a un nú-
mero, debilitada, inutilizable, despersonalizada. Con esta tecnología, se ha
logrado invisibilizar a la víctima.
Hoy es posible el retorno de los bárbaros, porque con distintos meca-
nismos se logra invisibilizar a determinadas personas o grupos sociales, cu-
ya sola presencia parece generar problemas a otros grupos (como los pobres
a los ricos, los negros a los blancos los subdesarrollados a los desarrollados,
etc.). Si no se logra invisibilizarlos, se los cataloga en una categoría despre-
ciativamente inferior al “humano normal” que se espera encontrar para fami-
liarizar (es negro, es judío, es gay, es pobre, es sudaca, es inmigrante, etc.).
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De hecho casi todos los seres humanos hemos sido emigrantes o inmigran-
tes en diversas épocas. De este modo se margina o excluye a las personas o
grupos, si recordar lo que hemos sido y quedamos a un paso para conside-
rarlos o considerarnos prescindibles.
El proceso socializador se vuelve ideológico (capaz de imponer su “ver-
dad” a la fuerza) cuando queda libre del control social de los ciudadanos.
Entonces la violencia, racionalizada e institucionalizada en la política del Es-
tado, queda libre de toda valoración moral ajena al partido. La racionalidad
instrumental se atiene a la eficacia de la acción; pero se emancipa de la mo-
ral al emanciparse de las finalidades remotas de las acciones.
El control social comienza a debilitarse cuando los socios que constitu-
yen una sociedad comienzan a no desear involucrarse con la defensa de la
constitución de la sociedad. Si bien la población alemana en general no des-
preciaba a los judíos (sobre todo a sus vecinos o próximos, bien conocidos),
no obstante, tampoco deseaban involucrarse en su defensa. La ideología del
Estado aprovechó esta situación para generar, primero, barrios apartados
para judíos; para alejarlos luego “deportándolos” de modo que ya no fueran
próximos; para despersonalizarlos y finalmente exterminarlos.
Si ha pasado podría volver a pasar. No creamos ingenua o rousseau-
nianamente en la bondad natural del hombre o de nuestras creaciones bu-
rocráticas o de nuestra tecnología. Los seres humanos no son racionales,
aunque por momentos pueden serlo; y aunque lo sean, la racionalidad nece-
sita de sabiduría. Lo racional mira a los medios; la sabiduría se fija primera-
mente en los fines y sólo luego en los medios. Pero aún en la búsqueda de
nuestros fines podemos errar y dañar. El Holocausto es un indicador de que
no podemos estar satisfechos con lo que hemos llegado a comprender acerca
del ser humano.
No temamos neuróticamente un posible rebrote del barbarismo; pero
cabe recordar que vivimos entre extraños, y se requiere fomentar las actitu-
des recíprocas y el saludable control social, entre seres igualmente huma-
nos, porque el ser humano nunca es plenamente conocido. La posibilidad de
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la barbarie siempre está abierta y, no obstante, todos dependemos de la
amabilidad de los extraños.
La memoria del mal, sin embargo, no puede absolutizarse, fanatizarse,
ni siquiera para justificar hacer el bien. En la historia humana, la búsqueda
del Bien frecuentemente se irguió a partir del convencimiento de que los
otros precisan de ayuda y “salvación”, razón por la cual me transformo en la
encarnación de la misión de construir la redención universal. Este mesia-
nismo se expresó en diversos momentos históricos -en las guerras revolucio-
narias y coloniales, así como en el proyecto comunista-, pero en la forma
contemporánea él se viste con los ropajes de los valores democráticos uni-
versales, cuando frecuentemente son simplemente deseos de poder y riqueza
travestidos de humanismo.
En este contexto, ha surgido, por un lado, el llamado “derecho de inje-
rencia”, es decir, si en un determinado país se realizan violaciones a los de-
rechos humanos, otros países pueden decidir utilizar su poderío para evitar
que dichas violaciones se continúen consumando (Kosovo). Otra modalidad
de este nuevo mesianismo ha sido acuñada con el nombre de “guerra contra
el terrorismo” en que se torna valida e imprescindible la ocupación de un
determinado país en el caso de que este sea utilizado como base de opera-
ciones de grupos terroristas (Afganistán). Por su vez, la guerra preventiva
considera legítima la utilización de la fuerza para liberar al conjunto de la
humanidad de algún peligro inminente. Finalmente, existe la fórmula de la
denominada “guerra humanitaria”, en que también se produce la imposición
por la fuerza a otros países o naciones de los valores universales, utilizando
para ello intervenciones militares con ocupación territorial, como ha sido
evidente en los casos de Irak o de Libia (De la Cuadra. 2013: 549-553).
Por otro lado y como reacción, resurge le fanatismo y populismo, la de-
fensa ciega y arrasadoras de creencias religiosas o sostenida por una cierta
mayoría que, bajo la pretendida justificación de la defensa del Bien y la Ver-
dad que ellos perciben, desean imponerlas a todos. El populismo hipertrofia-
do impide reconocer la humanidad de los otros y disemina la intolerancia de
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aquello que es diferente. Por eso la democracia corre un grave riesgo cuando
es substituida por el populismo, “que pasa por alto la diversidad interna de
la sociedad y la necesidad de plantearse las necesidades del país a largo pla-
zo, más allá de las satisfacciones inmediatas” (Todorov: 2012:184).
Memoria del mal fanatizada puede convertirse en una tentación autori-
taria del bien. La absolutización de una buena idea se convierte en un peli-
gro social si no es armonizada con otras. La convivencia requiere a un tiem-
po de igualdad de trato ante las leyes y diversidad de personas en una de-
mocracia, con posibilidad de inclusión, libertad, propiedad, diálogo y conse-
cuente autolimitación de los fanatismos.
Uno de los fundamentos de la democracia renovada es, ya lo hemos
dicho, el reconocimiento de la diversidad. Sólo podemos vivir con nuestras
diferencias si nos reconocemos mutuamente como sujetos diferentes.
Hay que insistir en la necesidad, según A. Touraine, de que la sociedad se
base en un principio universalista que permita la comunicación entre indivi-
duos social y culturalmente diferentes (Touraine. 2007).
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