Post on 30-Mar-2021
Atados con hilos de plata
Atados con hilos de plata
D. R. © Metzi Yoali, 2019
Primera edición: 2019
Esta novela autoeditada ha sido distribuida por la autora
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ATADOS CON HILOS DE PLATA
Metzi Yoali
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Debajo del vestido de seda
El cazador avanza resguardado por la noche y por los vidrios
polarizados de un automóvil lujoso, vestido con su armadura
más brillante, cubierto por la ilusión de la novedad y la nostal-
gia del nerviosismo. Armado con un bolígrafo de punto fino y
una libreta de bolsillo repleta de bocetos fallidos, aprovecha la
poca luz que traspasa por una abertura diminuta de la venta-
nilla para hacer nuevos trazos en un intento por innovar, por
recuperar su nombre en la industria de la moda antes de llegar
a su destino, pues una parte de sí aún se halla sumergida en
aquella ilusión falaz de ganar fama en treinta minutos solo con
conceptos y bocetos abstractos.
Muy lejos de su carroza encantada, la mente del cazador
danza al ritmo del bolígrafo entre sus dedos que golpea contra
su libreta de bolsillo porque las ideas no le alcanzan para crear
algo que valga la pena. Más allá de la ventanilla, cifradas entre
las luces de la ciudad nocturna, las pistas para descubrir el ca-
mino exitoso hacia nuevos modelos y tendencias pasan por sus
ojos inquietos: telas, colores, cortes, acabados, incrustaciones,
anhelos de superación y de renombre, ambiciones sin principio
ni final, premios, reconocimientos e invitaciones a las pasarelas
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de mayor prestigio en la ciudad, no, en el país, no, en el mun-
do... Cambio de rojo a verde, las luces comienzan a moverse
de nuevo y él, decepcionado, se percata de que aún es incapaz de
comprender los mensajes ocultos de la vida que pasa.
El duelo entre sus expectativas y su realidad, tan agotador
como el de su porte sereno contra su lluvia de emociones con-
tenidas, lo obligan finalmente a guardar sus armas en el bolsillo
oculto de su saco antes de que el chofer sin rostro le abra la
puerta. De inmediato, tras colocar sus pies sobre tierra firme y
agradecerle por los favores recibidos, el joven cazador se apre-
sura a ingresar al edificio dispuesto para la ocasión: alfombras
rojas, vigilancia estricta, personajes famosos en el camino y
en el recibidor. Cientos de cámaras y periodistas preparados
para seguir a quien diera la nota: una primicia, un escándalo,
cualquier material que pudiera aparecer en la primera página
de la sección de Sociales, nuevas tendencias para las revistas de
moda. Pero nadie sigue al cazador furtivo, nadie presta atención
a quienes carecen de fama ni a quienes renunciaron a ella, y
él lo agradece.
En silencio, sin preocuparse de entablar amistades o siquie-
ra de presentarse, ocupa su lugar en la fila de sillas más lejana
de la pasarela. Mientras espera que el desfile comience, toma
nuevamente sus armas en otro intento por lograr su cometi-
do: el básico armazón vacío de una figura de plástico; trazos
sueltos, a veces repetitivos, que intentan cubrirlo; el catálogo
de telas conocidas y de giros novedosos que nunca logran con-
vencerlo; rememorar modelos de décadas anteriores en busca
de bases como último recurso; una curva azarosa sobre todo el
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boceto y un cambio de página; un suspiro largo y pesado; tres
golpeteos sobre el lienzo en blanco. Nada.
Tony Berry lo encuentra cuando enfunda su espada.
—¡Aquí estabas, René! —dice con alegría, aunque también
con cierto alivio, mientras le da un abrazo—. Por un momento
pensé que mi chofer se había perdido o que no vendrías.
—No iba a fallarte hoy —responde con una sonrisa limpia,
blanca, aunque falsa—. Era imposible perderme de algo que es
tan importante para mi mejor amigo.
—Gracias por eso, espero recibir pronto la invitación para
tu regreso, tampoco me lo quiero perder.
Y se despide de él tan rápido que no puede ver el rostro
desalentado del cazador, quien vuelve cabizbajo a su silla sin
vislumbrar, tras aquel encuentro efímero, al menos la posibi-
lidad de que le esperaran días mejores.
« ◊ »
La presa se revela sobre la pasarela, ante los ojos maravillados
de decenas de interesados en el mundo de la moda, como lo que
todos acostumbran ver en esa clase de eventos: una cáscara fría,
firme, con pasos rítmicos y giros decididos para lucir el vestido
más extravagante de la noche. Su máscara de encantadora de
serpientes, inquebrantable y eficiente, oculta el remolino que
succiona su estómago y que amenaza con tragarse su alma
ante el menor descuido. Su técnica de orgullo y menosprecio,
esa que tantas veces le ha inculcado su amo, resulta eficiente
cuando su mirada se cruza por accidente con la de alguno de
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sus espectadores, y solo así es capaz de controlar la sensación
que amenaza con doblar sus piernas: «No me miran a mí, miran
lo que traigo puesto», piensa para tranquilizarse; pero no puede
ignorar esos dos o tres gestos lascivos que desnudan su cuerpo,
esas miradas que siente como manos que la ensucian, esas ma-
nos fantasmagóricas que oprimen sus pulmones para cortarle
la respiración. Quizá por eso, ni bien desaparece del escenario y
de la vista del público, apoya la espalda contra un muro cercano
mientras se esfuerza por recuperar el aliento, por olvidar sus
temores, por reunir las fuerzas necesarias para salir una vez
más y para no desmoronarse antes de que termine la noche.
Una persona tras bambalinas intenta acercársele para soco-
rrerla; pero sus intenciones son frustradas por el movimiento de
una mano que la rechaza, un brazo que se interpone para impe-
dírselo y una voz grave, ronca y pesada, que inconscientemente
transmite la orden de un domador de hierro: «No la toques».
—Deben ser los nervios, no te preocupes, ya se le pasará.
Con delicadeza aparente, el diseñador de la prenda acomo-
da el brazo alrededor de su cintura y la conduce una vez más
a la pasarela para cerrar el desfile. Arropado por el apoyo de
los invitados y de la prensa internacional, sonríe orgulloso al
terminar una muestra más de su trabajo de temporada con el
éxito al que está acostumbrado, y un par de minutos después,
con los reflectores y los flashes iluminando su espalda y los
de su modelo estrella, vuelve a los vestidores para encerrarla
y ahuyentar a los curiosos que quisieren felicitarla, pues un
tesoro así no se comparte: nadie en ese lugar tiene permitido
tocarla, ni ser amistoso con ella, ni convertirse en su apoyo si la
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requieren dos veces en el escenario con dos vestidos distintos.
El amo cruel es el único con esa facultad, el único autorizado a
acompañarla durante los cambios de ropa, el único que conoce
su verdadera naturaleza y el único interesado en mantenerla
en secreto por el resto de su vida, porque es consciente de que
todo terminará para él si llegara a descubrirse todo.
« ◊ »
Había recibido la orden estricta de tomar un vaso de agua, res-
pirar para tranquilizarse, cambiarse sin maltratar la prenda y
descansar durante el resto de la noche con la puerta asegurada
para evitar que cualquiera la viera. Y ahí estaba: encerrada
en una caja como la prisionera que era, aislada del mundo y
alejada de los extraños que intentaran lastimarla, separada de
las manos lascivas que quisieran tocarla o deleitar su mirada
con su cuerpo desnudo mientras cambiaba el hermoso vestido
por una bata corriente, pues su ropa no aparecía por ninguna
parte. Tras varios minutos de búsqueda sin éxito, se dio por
vencida y se acomodó en una silla plegable, una más que se
sumaba a la cuenta de las que su amo acostumbraba pedirle
en todos los desfiles a los que eran invitados y que, si bien no
era la más cómoda, al menos le servía para echar la cabeza
hacia atrás, perder su mirada en el techo y esperar la hora de
su partida rumbo al hotel.
Entonces se dio cuenta: por lo general, el diseñador excusaba
su ausencia porque ella se sentía mal o estaba agotada, cuando
en realidad le entregaba la llave de su habitación y le pedía a
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su chofer que la llevara al hotel, y en todos los casos le pedía
máxima discreción: «Sácala por la puerta de atrás, no quiero
que la prensa la vea retirarse, no va a dar entrevistas, no deben
tomarle fotografías, no permitas siquiera que miren su cabello».
Sabía que permanecer ahí era peligroso, pues alguien llegaría
en cualquier momento para tocar la puerta de su camerino
improvisado a pesar de las advertencias de su jefe o del letrero
de «No molestar» prendido en la manija. Mientras no respon-
diera a los llamados, todo estaría bien. Nadie interrumpe a las
estrellas durante sus descansos. Nadie podía faltarle el respeto
de esa manera.
Media hora después se dio por vencida: el silencio alteraba
sus nervios, la orillaba a pensar cosas que quería olvidar, le
recordaba la repugnancia de ser vista, el vértigo que experimen-
taba al sentirse una vez más presa de sus propias decisiones.
Su mente comenzaba a mostrarle cientos de posibilidades entre
las que destacaba una, la que más le aterraba: el ser monstruoso
que cuidaba su jaula se aprovechó una vez más de sus temo-
res para evitar que escapara; la bestia la dejó encerrada para
cumplir, otra vez, sus fantasías más oscuras. Aquel hombre
enfermo llegaría en cualquier momento para arrancarle la bata
corriente y poseerla en el peor lugar posible. Solo pensarlo le
daba escozor.
Entonces quiso arriesgarlo todo. Tomó una maleta para sa-
car y vestir un traje con el aroma de su amo, quitó el seguro de
la puerta, abrió con cuidado y se escabulló entre los pasillos en
busca de la salida de emergencia; pero estaba asegurada con
candado. Dudó: podía regresar y seguir fingiendo que le dolía la
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cabeza; podía esperarlo y permitir que satisfaciera sus instintos
animales hasta que alguien tocara la puerta para pedirles que
se retiraran; podía tomar una botella de vino y llevársela al ca-
merino para embriagarse, dejar de sentir o pensar, o quizá para
rompérsela en la cabeza y sentirse libre. Ideaba tantos planes a
la vez que omitía la certeza de que todos fracasarían o que, aún
si tuviera éxito, su libertad la conduciría a un callejón sin sali-
da, en donde sus oportunidades de saber lo que necesitaba se es-
currirían por sus dedos como la gota minúscula de alcohol que
corría por la comisura de los labios del hombre solitario que la
miraba con ojos lascivos al otro extremo del salón repleto de
invitados importantes.
Tarde comprendió que había cometido el peor error de to-
dos. Con el rabillo del ojo percibió el movimiento rápido de los
pies del celador, quien tomó su muñeca con fuerza para llevarla
de vuelta a su jaula. Su ausencia de palabras y la seriedad de
su rostro le erizó la piel, pues presentía que aquella reacción
no devendría en nada bueno. Su mente se encargó, otra vez, de
inspirarle ideas perturbadoras e imágenes que la hacían palide-
cer: la apertura y el cierre rápidos de la puerta, el lanzamiento
brusco de la presa al interior del cuarto, sus manos torpes sobre
su espalda, sus labios asquerosos sobre su cuello, sus dientes
agresivos alrededor de sus pezones, y sus movimientos pélvicos
violentos que destrozarían su alma sedienta de respuestas que,
como cada noche, sería incapaz de descubrir.
Pero la suerte parecía sonreírle esta vez.
—Tu ropa la trae el chofer, vendrá por ti en quince minutos
—le dijo con frialdad al tiempo en que sacaba de uno de sus
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bolsillos la tarjeta del hotel que abriría su habitación—. Cú-
brete bien antes de salir. Llegaré cuando termine unos asuntos
pendientes. Ve a descansar o haz lo que quieras, pero no salgas
del hotel.
El amo cruel, por primera vez compasivo, salió de la ha-
bitación con prisa y sin mirar atrás, mordiéndose los labios
en un intento por tranquilizar a su bestia sedienta de placer
para evitar la sospecha pública de lo prohibido. Ya encontra-
ría el momento de satisfacerla, después de celebrar su éxito, y
juró hacerlo hasta cansarse aunque destrozara su secreto en
el proceso.
« ◊ »
Contrario a lo que cualquiera esperaría, el cazador huye en la
primera oportunidad que tiene, cuando su amigo Tony se ve
rodeado por periodistas y otros invitados. Le sabe mal irse sin
felicitarlo por su nueva colección y sin avisarle que se adelan-
tará al hotel; pero no tiene humor para hablar sobre tendencias
con desconocidos o para contestar las dudas que cualquiera
le plantearía a una persona que se ha distanciado por varios
años del mundo de la moda: ¿sus planes para el futuro?, ¿su
nueva línea en proceso?, ¿la razón detrás de su ausencia de las
pasarelas? Hasta a él le encantaría dar con las respuestas que
le exigen todos en silencio.
Antes de siquiera planteárselo, René ya está sentado en la
barra del bar pidiendo una copa. Tiene la certeza de que Tony
lo habría invitado a celebrar su éxito y de que lo habría sentado
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a su lado para animarlo: «Vamos, René, esto es solo una mala
racha, ya verás que pronto volverá a gustarte lo que diseñas»;
pero él mejor que nadie sabe que lo animaría en vano: «Ya te lo
he dicho, Tony: perdí el toque, la tela ya no me dice nada, al final
creo que no nací para triunfar como tantas veces me dijiste
cuando estábamos en la escuela de diseño». Entonces tomaría
la palabra Joan Puig, el socio de Tony, ese modista al que por fin
trataría de frente, ese con aura irreal: rubio, ojos verdes, nariz
aguileña, bien rasurado, brillante, alineado y soberbio. ¿Y qué
le diría un extraño como ese?: «No te apresures tanto, ya pasé
por esa etapa y todo mejoró cuando Lena apareció en mi vida».
Golpea la mesa con su copa de doble fondo vacía y pide otro
trago. Durante la espera, levanta el rostro para ver su reflejo
en el espejo colocado detrás del barman: traje pálido, corbata
anticuada, rostro cuadrado, barba escasa, labios gruesos, nariz
grande, ojos color avellana, melena encrespada que intenta
aplastar o arreglar sin éxito. Su presentación como diseñador
refinado y elegante había funcionado durante varios años, pero
el tiempo inclemente se ha encargado de convertirlo en un fra-
caso absoluto. El problema es él y lo sabe. Es él, siempre él, ¿por
qué molestarse con los ausentes?, ¿por qué sentirse tan mal
simplemente escuchando el nombre de Lena en otros labios?
Rebobina su película imaginaria veinte minutos: en la cima
del mundo, sobre la pasarela iluminada por los reflectores, el
ángel más bello reclamaba la atención de decenas de simples
mortales que se inclinarían ante ella y su vestido de seda, el
último y el mejor de la noche. Su corazón palpitó con fuerza
al verla salir y dar los primeros pasos al ritmo de la música de
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fondo. Su consciencia lo traicionaba con los escenarios más
inverosímiles que pudo imaginarse: una mirada fugaz de odio
profundo que lo matara para siempre, una sonrisa minúscula
que aliviara su alma perturbada; pero al final obtuvo la más
pura de las incertidumbres, la de una profesional inmutable
que caminaba con elegancia por todo el circuito, primero sola
y después acompañada por el hombre que complementaba su
aura con ese toque de divinidad que nunca necesitó, pero que
tampoco le sentaba mal.
«Como siempre, todo se le ve bien a Lena», brinda por ella
en silencio, termina su copa y pide otro trago.
Pero había algo en ella que no puede comprender por más
vueltas que le da a su recorrido en el desfile: ¿siempre había
sido así de alta y sus rasgos, así de finos?, ¿por qué de repente
sus ojos brillantes y apasionados se apagaban?, ¿por qué tiene
la extraña sensación de que, para ella, la pasarela se ha conver-
tido en la mayor tortura que puede experimentar?, ¿y por qué
permitió que ese hombre deslizara la mano sobre su cadera en
el último recorrido cuando ella odiaba hasta la idea de sentir
una mano en una zona tan baja de su cuerpo?
«¿Celoso, tú? ¿En serio? ¿A estas alturas?»
Se toma de golpe el contenido de la copa y pide una más
mientras intenta controlar sus emociones: «¿Es en serio, René?»,
se dice con un nudo en la garganta causado no por despecho,
sino por cólera contra sí mismo: «¿Estás dudando otra vez a es-
tas alturas de tu vida? ¿Esa mujer de tu pasado te parece ahora
lo suficientemente atractiva como para que vuelvas a dudar de
ti mismo? ¿Quieres que te demuestre que estás equivocado?
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¿Con quién quieres que te lo demuestre? ¿Con ese chico solitario
de la mesa del fondo? Es de tu tipo, ¿no crees?».
Su falta de seguridad y su historial de rupturas lo hacen
dudar; después de todo, ¿cuál es su tipo?, ¿el que lo desprecia
tras varias semanas de felicidad?, ¿el que se aprovecha de sus
sentimientos para intentar manipularlo?, ¿el que le promete
una vida juntos para dejarlo tras el primer error? ¿Qué tipo de
traidor es ese ángel caído que sorbe temeroso un coctel ligero?
Poco tarda en percatarse de que el alcohol comienza a afec-
tarlo, porque le parece inaudito lo que ve de reojo. El mismo
alcohol lo orilla a cometer el mayor de los errores, el que des-
encadenará una serie de eventos para los que no habrá retorno,
el que comienza con algunos pasos inciertos hacia la mesa del
fondo para aceptar, por fin, que el chico solitario que la ocupa
bien podría vestirse como mujer y hacerse pasar por Lena sin
despertar ni la más mínima de las sospechas.
« ◊ »
Llevaba quince minutos repasando su recorrido para no come-
ter errores: tomar el elevador, subir tres pisos, sacar la tarjeta,
abrir la puerta de la habitación 305, entrar, quitarse los zapatos
de charol, aflojarse la corbata y arrojarla sobre la cama, cami-
nar descalzo al baño para lavarse la cara y quitarse la ropa,
tomar una bata, echarse sobre las cobijas sin destender, morir
y renacer a la mañana siguiente. No quería saber nada de nadie,
no deseaba visitas a horas inapropiadas, necesitaba un tiempo
a solas para cerrar sus oídos al mundo y tranquilizar su alma,
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para relajar su cuerpo y convencerse, una y otra vez, de que su
pesadilla terminaría al abrir los ojos.
Mandó todo al carajo cuando pisó la recepción del hotel:
hacía mucho tiempo que no pasaba la noche solo, había olvi-
dado lo que significaba tener tiempo para sí mismo, ¿y lo iba a
desperdiciar durmiendo? Necesitaba cambiar su rutina, tenía
permiso de hacerlo mientras no saliera del edificio. ¿Servicio
a la habitación? No, era lo mismo que encerrarse a dormir.
Tenía sed de algo más, o quizá simple sed, o sed de perderse
entre desconocidos sin temor de ser interrogado o de hablar
de lo que fuera con cualquiera de ellos, así se tratara de su más
oscuro secreto.
Entró al bar del hotel con la convicción de permitirse todo
esa noche; mas al pasar por la puerta lo traicionó la rutina:
buscó la mesa más apartada y solitaria del lugar, con la menor
cantidad de luz y un asiento cómodo; una en donde pudiera
esconder el rostro detrás de la carta, en la que buscaría su tra-
go recurrente y lo pediría con la calma que había aprendido a
fingir en las circunstancias menos esperadas; tomaría la copa
con la delicadeza de una dama sobrenatural que posa sus labios
en una hoja con rocío para beberlo y satisfacer su espíritu; se
limpiaría la gota traviesa que quisiera resbalarse por la comi-
sura de sus labios antes de que su Cancerbero lo advirtiera
y deseara lamerla para luego deslizar su mano debajo de la
mesa y torturarlo con discretos e incómodos movimientos en
su entrepierna.
¿En qué estaba pensando? Llevaba meses fingiendo vivir
un sueño que no le pertenecía, los mismos que se preguntaba
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cuánto más tendría que vivir antes de que terminara, y se pre-
guntaba constantemente cómo llegó a ese punto en el que se
había olvidado de sí mismo. Aceptarlo lo hizo sentir más mi-
serable que nunca, tanto que saborear el dulzor de su coctel le
pareció una pérdida de tiempo. Al igual que sus planes de tipo
aburrido, mandó al carajo la etiqueta y su máscara de mujer
refinada: «Basta de esto, quiero sentirme como lo que soy al
menos por esta noche».
Pidió un tequila... y la botella de paso.
A las dos copas se quitó el saco y se aflojó la corbata, y a la
tercera empezó a cuestionarse el sentido de la vida, de su vida,
si es que a lo que le pasaba se le podía llamar así. Se preguntó si
no había otra alternativa, si no podía encarar a su opresor para
terminar de una vez por todas con esa farsa de amor incondi-
cional y obediencia absoluta, si no podía simplemente escapar
esa noche y perderse entre las calles más oscuras de una ciudad
desconocida para recuperar su libertad y su individualidad.
¿Pero de qué individualidad estaba hablando? ¿La de la inal-
canzable dama angelical idealizada por todos o la de aquella
persona patética que hacía mucho le parecía inexistente? ¿A
quién le pertenecían la tez clara, los ojos verdes y el cabello
oscuro tan corto y tan largo a la vez? ¿De quién eran las pasa-
relas, las fotografías, la fama y el éxito? ¿Quién se había robado
todas las miradas de admiración que a veces escondían las del
deseo que le causaban tanta incomodidad? ¿Quién era ella?
¿Quién era él?
A la sexta copa escondió el rostro entre sus brazos apoyados
sobre la mesa helada.
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—¿Todo bien?
Estaba tan perdido en sus pensamientos que en ese momen-
to no supo si la preocupación de un extraño debía aliviarlo o
inquietarlo aún más.
—No lo sé —confesó al tiempo en que se erguía—. No re-
cuerdo haber tenido momentos mejores.
Tomó la séptima copa de tequila antes de sentirse patético:
«Tanto deseabas hablar con cualquier extraño que el universo te
mandó a un pobre diablo que seguro dirá que está pasando por
problemas peores que los tuyos y que se sentirá con el derecho
de aconsejarte cualquier cosa. Bien hecho».
—¿Está bien si te acompaño?
«¡Ah! ¡Un pobre diablo considerado! ¡Solo eso me faltaba!».
Sintió la necesidad de ahuyentarlo, pero el vértigo no le per-
mitió ni siquiera intentarlo.
—Siéntate donde gustes.
Incapaz de reunir las fuerzas suficientes para expresarle
su arrepentimiento motivado por una premonición sin funda-
mentos, se sirvió un trago más mientras se preguntaba en qué
momento se sentiría con el derecho de hacerle un interroga-
torio indiscreto, a las cuántas copas perdería la consciencia, a
las cuántas respuestas afirmativas aceptaría por accidente una
propuesta indecorosa, y a las cuántas horas se daría cuenta de
que estaba durmiendo en la habitación equivocada.
—Me extraña que estés aquí.
El alcohol ya había dormido su cerebro.
—¿Por qué lo dices?
—Creí que estarías celebrando por el éxito del desfile.
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—No tenía ganas de ir —respondió mientras se servía por
octava vez—. Los brindis no van conmigo, la gente se pone
impertinente y empieza a mirarte como si fueras la sensación
del momento o el maniquí que quieren tener en su aparador.
No falta el que te hace preguntas absurdas o el que te quiere
sacar intimidades, mucho menos el que te ofrece trabajo extra...
Ahogó el resto de su comentario con un trago rápido: «Nun-
ca faltan: ¿te gustaría modelar para mi marca?, ¿querrías pro-
mocionar nuestra nueva línea de maquillaje? Y él sonreiría
como siempre y rechazaría la oferta: “no puede, estará ocupada”
y me inventará un trabajo. Siempre lo mismo. Por eso ya no
quiere que vaya, por eso me manda a dormir temprano».
—¿Firmaste un contrato de exclusividad?
«¡Ojalá fuera eso!»
—No me gustan sus ofertas, mucho menos las de revistas.
—No sé si tienes el ego muy arriba o si eres imbécil para
rechazar semejantes oportunidades, pero aún así es curioso:
muchas modelos quisieran que los editores incluyeran sus fotos
en las mejores revistas, darían todo por aparecer en una de sus
portadas, hasta Lena lo haría. Pensé que, en tu papel como ella,
también morirías por una oferta así.
La sensación de frío en su espalda desvío su atención del
ardor que sentía en el estómago por el alcohol consumido, que
ralentizaba su mente en busca de la respuesta adecuada: «Sí, a
Lena le hubiera encantado», «Pero tú eres Lena», «No, no lo eres,
ella es más bonita y tiene más gracia que tú», «Espera, ¿cómo lo
sabe?, ¿es una trampa?, ¿es de la prensa?, ¿dije algo inapropiado?».
—No, espera, yo...
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—No te preocupes, no voy a decirle a nadie que te haces
pasar por Lena; pero me gustaría saber un poco más de ti para
entender tus razones.
Creyó que por fin había llegado a ese punto que tanto gusto
y temor le provocaba cuando podía imaginarlo para aferrarse
a esa pesadilla y no perderse en su angustia: ese pobre diablo
desaliñado y de ojos sinceros le estaba ofreciendo una luz de
esperanza, una pista para salir del laberinto o por lo menos
el instinto de un borracho que había descubierto el engaño y
que escucharía su historia sin juzgarlo demasiado. Aquello le
pareció tan milagroso que quiso llorar.
Su silencio le hizo creer al cazador que había sido demasia-
do brusco al confesarle que se había dado cuenta de su farsa,
por lo que quiso aligerar el ambiente: extendió el brazo hacia
él antes de presentarse.
—Soy René.
La presa estrechó su mano y separó los labios para revelarle
el mayor de sus secretos:
—Mauricio.
Y le contó su historia.
« ◊ »
Hay noches en las que sueño con ella.
En días como estos, creo que es lo único que me queda.
Me anima recordar, por ejemplo, la tarde en la que se armó
de valor para pararse en medio de la sala frente a nuestros
padres y decirles que había decidido volverse modelo.
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¿Sabes? Ese día, después de varios meses de insistencia
de nuestro padre para que estudiara algo útil, por fin estuvo de
acuerdo en apoyarla; aunque eso no bastó para que nuestra
madre reconsiderara su divorcio.
Recuerdo las tardes en las que yo volvía de la escuela y la
veía practicar en su cuarto, o en el comedor, o en el pasillo
rumbo al baño, o a veces en la azotea de la casa. La admiraba
tanto que quise seguir sus pasos. No fue fácil, por supuesto, y
mi curiosidad no se comparaba en nada con su pasión y su ta-
lento. Aprendí a imitar su estilo: sus gestos, su ritmo, su forma
de girar y de posar... Y ahora que lo pienso, desde el principio
sabía que lo mío no era modelar; pero ella aún así me animaba:
«Vamos, Micho, lo haces bien, con un poco más de práctica
serás mejor que yo».
El camino del modelaje no era para mí, se lo dije y me dejó en
paz; pero a cambio tuve que prometerle que me esforzaría en lo
que fuera bueno, y es el día en el que sigo sin saber si realmente
lo soy en algo.
Se independizó cuando sus ingresos se lo permitieron. Ella
se fue y me dejó sin respuestas, supongo que se las llevó en su
maleta nueva o en la cosmetiquera que le regalamos. Busqué
por un tiempo mi propio camino, pero no había ninguno, así
que intenté volver al que había rechazado sin mucho éxito.
Luego conocí la fotografía y sentí por un tiempo que finalmente
había encontrado mi vocación, pero nunca estuve seguro de
mis habilidades, entonces me decidí a trabajar en cualquier
cosa digna para mantenerme solo y modelaba cada que me
llamaban.
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Me enviaba mensajes de vez en cuando para decirme que es-
taba fuera de la ciudad o del país, que le estaba yendo muy bien,
que había visto vestidos muy lindos y que modelaba mejores. Yo
no quería decepcionarla, entonces comencé a mentirle: «Sí,
yo también tengo mucho trabajo», «Pronto aprenderé a tomar
buenas fotografías y te alcanzaré para que trabajemos juntos»,
«Tengo muchos clientes y muy buenas tomas, pero ninguno me
deja mandarte algo».
De pronto dejó de escribirme. Quise llamarla, pero nunca
me contestó. Le llamé a uno de sus amigos, uno que conocí
cuando ella aún vivía con nosotros, pero él tampoco sabía nada.
Busqué su dirección porque me dijo que la guardara para cuan-
do quisiera ir a visitarla. Junté todo el dinero que tenía, compré
un boleto de avión, fui a buscarla, toqué la puerta...
Hay noches en las que todavía sueño con él abriendo la
puerta del departamento de mi hermana y despierto pensando
en que debí decirle que me equivoqué de piso.
¡Pero debiste verlo! Se le iban a salir los ojos de tanto abrir-
los; le temblaban tanto los labios que pensé por un instante que
estaba aterrado o que le daría un infarto. No sabía por qué, así
que le pregunté, y él me dijo: «No, no es nada, es que te pareces
tanto a Magdalena que pensé que había regresado».
No entendía nada hasta que me explicó que ella se había ido,
que estaba estresada o inconforme con su trabajo, y que necesi-
taba dejarlo por un tiempo. Ni siquiera él sabía en dónde estaba;
pero sí sabía que no recuperaría la paz hasta tener noticias de
ella o encontrar una manera de escapar de la ruina, porque
Lena había firmado muchos contratos que ya no podía cancelar.
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Debí sospechar que había algo raro.
Recuerdo que me hizo pasar y que me contó tantas cosas
que terminé ofuscado: muchos contratos, muchas fotografías,
dos pasarelas en puerta, una deuda muy grande, un mundo
de excesos que no podía creer... Y entonces se le ocurrió ofre-
cerme su puesto con el argumento de que nadie sospecharía
que no era ella, que aceptar era la única forma de ayudarla a
mantener su nombre limpio, porque alguien podría demandar-
los, porque tendría que decirles que ella escapó con el dinero
de los anticipos de esos trabajos, porque la policía la buscaría
por incumplimiento, porque su carrera estaría arruinada si la
situación llegara a ese punto.
Salir de la mentira es imposible mientras no la encuentre.
Él dice que ha levantado denuncias, que la policía no le da
noticias, que teme por ella... Y yo también tengo miedo; pero
llegué a la conclusión de que ella no está perdida, sino que se
está escondiendo.
Lo conoces, ¿verdad? Joan Puig, el socio de Tony Berry. Es
un manipulador experto. No sé cómo lo hizo, pero llegó a con-
vencerme de que estaba enamorado de mí, que era su favorito,
y yo llegué a sentir algo por él hasta el punto en el que me
sabía mal contradecirlo o negarme a lo que me pedía. Ese fue
mi error. Cuando me di cuenta, ya era tarde para dar marcha
atrás y alejarme de él.
Hay noches en las que preferiría estar muerto.
En ocasiones como esas, lo único que me mantiene vivo es
la esperanza de encontrar una pista que me ayude a dar con
el paradero de Lena; pero al mismo tiempo me aterra saber
26
siquiera por qué se fue, o más bien me aterra confirmarlo, por-
que Joan repite: «Lena, Lena» cuando se acuesta conmigo, y yo
me convenzo cada vez más de que ella me estuvo mintiendo
cuando me decía que estaba bien, y me llena de ira, y quisiera
matarlo; pero si lo hago, se termina todo. No puedo dejarlo, no
mientras él amenace con revelarlo todo: «Huye y terminarás
con la reputación de tu hermana», «Vete y yo me encargaré
de destrozarla». No puedo hablar porque no tengo pruebas,
porque además nadie me creería: «Habla y te demando por
abuso de confianza». No tengo salida, y empiezo a creer que
nunca la tendré.
« ◊ »
Perdió la cuenta de las veces en las que el chico usurpador había
llenado su copa, pero supo que había llegado a su límite cuando
empezó a llorar antes de terminarse la botella.
Mauricio balbuceaba frases sin sentido mientras René se
arrepentía de haberle dirigido la palabra: «¿En qué te metiste?
¿Qué piensas hacer ahora que lo escuchaste? ¿Cómo vas a
encontrar a Lena? ¿Qué tan fuerte vas a golpear a ese monstruo
con fachada de divinidad cuando lo veas?»; pero ya era tarde
para todo: no podía simplemente darse la vuelta e irse ni dis-
culparse con la falsa Lena por recordarle su vida miserable; no
podía regresar el tiempo para pedirle perdón a la verdadera
Lena por orillarla, de alguna manera, a seguir ese camino de
sufrimiento cuyos detalles desconocía; no podía explicarle a
su hermano ebrio cómo se percató del engaño porque segura-
27
mente olvidaría todo lo que le dijera a partir de ese momento;
tampoco podía dejar que pidiera otra botella, no, era suficiente
para ambos por esa noche, y dejar solo a un chico lindo no iba
con su estilo.
—Ven, te llevo a tu cuarto.
Pagó la cuenta, lo ayudó a levantarse con cuidado, colocó el
brazo alrededor de su cuello y tomó su cintura para ayudarlo
a caminar.
—La extraño mucho —confesó con voz floja y pesada—. No
me importa sufrir si así la encuentro, aguantaré todo, no voy
a dejarlo si es necesario... —Luego sonrió torpemente—. No es
tan malo, ¿sabes? —Subieron al elevador—: tengo ropa bonita,
tengo lujos, tengo sexo gratis...
—Cualquiera querría eso, ¿verdad?
Mauricio lo miró con picardía.
—Puedo chupártela si quieres.
Extrañamente, René se sintió abochornado, apenado por
una propuesta que solía aceptar en circunstancias como esa.
Mauricio notó el rubor en sus mejillas y soltó una carcajada.
—¿Qué? ¿Eres virgen?
Tomó la tarjeta de la habitación que el chico guardaba en el
bolsillo delantero de su saco y abrió la puerta sin responderle.
—¿Lo eres? ¿En serio? ¡Qué desperdicio!
No estaba de humor ni se encontraban en las mejores con-
diciones para discutir el tema: «¿Y qué si le digo que no lo soy?
¿Qué clase de persona sería si me pusiera a hablar de mis inti-
midades con alguien con quien no me voy a acostar y a quien se-
guramente no voy a volver a ver?». Pero en su mente se aferraba
28
la idea de que eso no iba a pasar; era demasiado débil para
dejarlo tirado en la cama, sin saco ni zapatos, con la corbata y
el cinturón flojos, y olvidarlo para siempre. Además, estaban
hablando de Lena, de ella y de su hermano, de su pasado y de
ese encuentro casi destinado que le recordaba lo culpable que
se sentía aún por haberse distanciado de la vida de ella.
Colocó de nuevo la tarjeta de la habitación en el bolsillo
delantero de su saco y ocultó algo en uno de los interiores.
Justo cuando abrió la puerta para retirarse, se encontró de
frente con un hombre que intentaba tocar la puerta y disimular
sus celos enfermizos al ver a un extraño saliendo del cuarto de
su presa desarreglada.
—¿Tú aquí?
No había razón para justificar su presencia; pero algo muy
dentro de sí le decía lo contrario.
—Estaba muy mal, no podía dejarlo solo allá abajo. No sabía
que lo conocías.
—Sí, lo conozco.
No ahondó más en el tema. Ante los ojos de René, Joan Puig
parecía muy preocupado por el estado del chico; pero estaba
seguro de que solo actuaba frente a él para guardar las aparien-
cias: le habló en voz baja para despertarlo, le ayudó a sentarse y
le ofreció una botella de agua para que le diera un trago; luego
levantó la mirada y se dirigió al hombre solidario que seguía
observándolos desde la entrada del cuarto.
—Gracias, yo me encargo desde aquí.
Tras asentir con la cabeza y desearles buenas noches, tomó
la perilla de la puerta y la cerró sin mirar atrás, sin detenerse ni
29
hacer gestos que pudieran revelar que sabía algo, sin inmutarse
ante ellos ni siquiera cuando escuchó la petición terrible del
chico a su captor:
—Házmelo.
Cerró la puerta y se le heló la sangre.
—Estás borracho.
Esperó un momento en frente de la puerta para entrar en
caso de que todo se saliera de control.
—¿Y qué si estoy borracho o si soy miserable? ¿No me ibas
a coger de todos modos?
René cerró los puños para contener lo que fuera que estu-
viera sintiendo al oírlo.
—Basta, baja la voz.
No necesitaba abrir la puerta ni imaginar demasiado para
saber lo que podía entender a través de los sonidos: una serie
de chasquidos de labios que besan zonas específicas del cuerpo,
un golpe en una pared seguido por un quejido, dos respira-
ciones agitadas, el rechinido de un montón de resortes que
se estiraban y se encogían con un ritmo que aumentaba y
que se mezclaba con jadeos, con gemidos, con un orgasmo si-
lenciado quizá por una mano que le cortaba la respiración para
no atraer la atención de nadie, con otro que intentó no parecer
intenso y que fue proseguido por un silencio breve, extraño,
del que surgió el gimoteo de un animal herido o de un niño
desamparado, que quizá escondía el rostro en una almohada
para evitar que lo escucharan, que tal vez estaba esperando
ese momento para tener una verdadera razón para sentirse
realmente destrozado y romperse al fin.
30
No hubo consuelo en ese cuarto ni en el contiguo, en donde
René había entrado con rapidez para satisfacer sus deseos más
viles en la soledad que siempre lo había acompañado, con los
pantalones caídos y los movimientos rápidos de su mano y de
su mente, para dejarse llevar por su excitación, que lo condujo
de inmediato a un escenario en donde Joan Puig no existía, en
donde el chico miserable acercaba sus labios a su oído para de-
círselo con la misma claridad que había oído antes: «Házmelo»,
«¿No me ibas a coger de todos modos?».
Acabó.
Segundos después sintió un mareo que le revolvió el estó-
mago. Como pudo, se inclinó ante el inodoro para vomitar y
expulsar de su cuerpo el alcohol que había consumido, el dolor
de sentirse solo, la vergüenza de sentir placer a costa del sufri-
miento de otros y la repugnancia que le causó pensar, solo por
un instante, que hubiera dado todo aquella noche por regresar
el tiempo para arrebatarle a aquel monstruo el privilegio de
someter al muchacho.
« ◊ »
Llega el tiempo de partir sin más novedades, ni sorpresas, ni
héroes que pasan por aquella puerta cerrada para sacarlo de
su pesadilla eterna en la que todo día bueno parece una ima-
gen pasajera causada por su delirio. Imagina a veces que su
hermana regresa para abrazarlo y llevárselo lejos, mas luego
sacude la cabeza para ahuyentarla, para advertirle que debe irse
de nuevo, que estará bien mientras Joan no la encuentre. Pero
31
cuando ella desaparece, él se arrepiente por no aceptar la oferta,
pues no tendrá escapatoria de aquel círculo de chantaje emo-
cional y lujuria exacerbada, donde cualquier orden fuera de
lo ordinario termina siempre en algo indigno para su persona.
Dobla su saco para acomodarlo en una maleta diminuta
cuando escucha un crujido débil que perturba su lúgubre si-
lencio. Intrigado por lo que pudiera haber dejado en la prenda,
quizá asustado por lo que su cruel amante pudiera encontrar
en caso de revisarlo, hurga en todos los bolsillos hasta que logra
hallar la causa: una hoja acremada doblada con prisa, con una
nota en letra cursiva que le cuesta entender por la velocidad
con que el escritor había movido el bolígrafo sobre el papel
por causa del alcohol: «René A.» y un número telefónico «para
cuando necesites hablar con alguien».
El impulso lo traiciona: toma su teléfono, teclea el número
con frenesí y presiona sin dudar el icono de llamada. Su ins-
tinto de supervivencia, sin embargo, lo hace colgar al instante,
le exige que busque el registro y que lo elimine antes de que
Joan entre para descubrirlo en flagrancia, tome la nota para
destruirla ante sus angustiados ojos llorosos que verían cómo se
esfuma su consuelo para luego verse envuelto en otra ronda de
castigos salvajes, de preguntas celosas y de penetraciones que lo
dejen exhausto. Entonces opta por olvidarse de la nota: vuelve a
doblarla, esta vez con cuidado, para guardarla en un viejo libro
que dispuso en el bolsillo frontal de la maleta antes de salir de
casa y que nunca ha tenido la oportunidad de hojear siquiera.
Emprenderá su viaje callado, sin dirigirle la mirada a su
opresor, solo para percatarse de que olvidar la existencia de
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aquel papel diminuto será imposible, pues muy en el fondo
lo reconoce como su única esperanza o su último recurso si
su plan fracasa. Piensa que tal vez una fuerza sobrenatural
le ha brindado aquella oportunidad como el hilo de una tela
de araña que estará disponible en todo momento para que él
la tome cuando se harte de aquel infierno, cuando se vea orilla-
do a tomar medidas desesperadas o cuando tenga el suficiente
valor para emerger, sacudirse el cuerpo y empezar con la difícil
tarea de recuperar su vida.
33
Sábanas revueltas en el cuarto rojo
Esperaba todo, excepto volver a soñar con ella.
—Magdalena Quirós: mujer de 28 años, cabello castaño os-
curo, ojos verdes, 1.70 metros, 58 kilos, sin señas particulares,
sin tatuajes, sin problemas en la industria de la moda, sin his-
torial delictivo ni de problemas mentales.
Ver su fotografía sobre la mesa en esas circunstancias lo
incomodaba, quizá porque no tenía el valor suficiente para
encararla. Tal vez lo supuso desde la mañana y por eso había
sentido la necesidad de comprar una cajetilla de cigarros an-
tes de acudir a esa cita; tal vez por eso encendía el segundo de
ellos y disimulaba su ansiedad mientras escuchaba el resto
del informe.
—Pasó una semana de vacaciones con su madre y su her-
mano antes de empacar e irse a Barcelona.
Recordaba entre nubarrones de tabaco consumido como los
que aquella tarde danzaban sobre su mano izquierda.
—Recibí una oferta de trabajo, me voy a Barcelona.
Desaliñado, perdido entre sus fracasos y las reminiscencias
de un ascenso milagroso, endureció su corazón antes de dar el
paso hacia el abismo.
34
—Está bien.
Sabía que actuaba como cobarde, que no despedirse apro-
piadamente lo convertiría en la peor persona viva en la faz de
la tierra; pero también era consciente de que aún no podían
verse a los ojos. Ambos lo sabían, y aún así...
—¿Puedo abrazarte?
Giró la cabeza hacia la puerta: con la maleta en el suelo, un
traje sastre ahuesado, unos enormes lentes oscuros y un corte
tipo bob, Magdalena procuraba no demostrarle que esperaba
su respuesta con ansias.
—Te cortaste el cabello.
Ella forzó una sonrisa.
—Necesitaba un cambio.
Pero sabía mejor que nadie que ella amaba su cabello, que lo
cuidaba demasiado porque creía que él se volvía loco cuando
lo llevaba suelto, y que aquel corte era la señal inequívoca de
que tanto su historia como su amistad de varios años habían
terminado.
—Los vecinos no vieron ni oyeron nada inusual durante
estos tres años: iba de compras solo cuando era necesario, salía
de viaje cada vez que participaba en una pasarela, nada extraño,
ni siquiera cuando llegó el nuevo inquilino hace un año.
Se puso el cigarro entre los labios, inhaló el humo y lo contu-
vo en sus pulmones mientras pensaba en que los vecinos nunca
veían nada cuando se les pagaba lo suficiente. Cualquiera en el
mundo del éxito haría hasta lo imposible por no encontrarse
bajo los reflectores de la prensa amarillista ni ser expuesto al
escarnio público.
35
—¿Entonces no vivía con ella?
—No, pero dicen que sí la visitaba con frecuencia por asun-
tos de trabajo.
Quería olvidar el tema, deslindarse de los problemas de
Mauricio y seguir distanciado de Magdalena; quería volver a
las hojas en blanco y a sus maratones infructuosos en busca
de ideas, mas no importaban sus deseos cuando su conscien-
cia lo molestaba cada vez que su departamento era invadido
por el silencio. Esa voz terrible, igual a la suya, se encargaba
de recordarle que huir era imposible: «Vas a darle la espalda
otra vez, ¿verdad? Tú no eres humano, eres un monstruo, y
ahora piensas seguir tu vida sin hacer nada por ella ni por su
hermano. Además, no puedes renunciar a él... ¿Qué?, ¿que no
era tu intención aferrarte? Engáñate todo lo que quieras, yo
no pienso creerte».
Y ahí estaba, un mes después, deslizando en la mesa un so-
bre amarillo que contenía el pago para el primer investigador
que quiso creer en su historia... o que aceptaría cualquier traba-
jo para ganarse la vida ordeñando la privacidad de su prójimo.
—Por supuesto, Joan Puig nunca denunció su desapari-
ción porque eso revelaría el secreto de su suplente. No existen
procesos en su contra, tampoco tiene antecedentes. ¿Sabe qué
significa eso?
Apagó su cigarro en el cenicero.
—Dímelo tú.
Guardó el sobre en el bolsillo interior de su saco antes de
revelarle su conclusión:
—Significa que es demasiado precavido para estar limpio.
36
« ◊ »
—¿Qué quieres decir con que salió mal?
El volumen de la voz colérica de Joan Puig había subido
al formular la pregunta, y ese pequeño descuido bastó para
despertar a su objeto del deseo. Miró discretamente al interior
de su cuarto con el temor de descubrirlo sentado y atento a la
conversación; pero por fortuna no había movimiento sobre
su cama.
—No me vengan con eso —continuó mientras entrecerraba
la puerta y se alejaba de la habitación—. El pedido debe salir
mañana, ¿qué esperan que le digamos al cliente?
El chico abrió los ojos y miró al techo, luego a su derecha,
después bajo la sábana, y recordó todo: otra vez desnudo y su-
cio, otra vez solo, pero por primera vez despertaba en la casa
de su amo. Todo sería perfecto para él si no fuera porque em-
pezaba a sentir asco al recordar los movimientos agresivos de
sus manos en el cuerpo y el ardor que le causaban los rasguños
frescos que Joan le había infligido en su espalda al sujetarlo en
pleno éxtasis.
—Está bien, voy de inmediato.
Cuando él abrió la puerta, Mauricio ya había cerrado los ojos.
—Despierta.
El chico giró el cuerpo hacia la izquierda para darle la espal-
da. El hombre se sentía tan irritado que no estaba dispuesto a
perder su tiempo lidiando con la pereza de su esclavo.
—Debo irme, tengo que arreglar algunas cosas con urgencia,
cierra bien cuando te vayas.
37
Y salió con prisa, sin siquiera cerrar el cuarto. Tomó las
llaves del auto, lo abordó y aceleró sin importarle nada más
que sus negocios en riesgo.
La presa abrió por segunda vez los ojos y sonrió ligeramente
al notar que su plan había funcionado. Se apresuró a vestirse y
a buscar en el estudio de Joan cualquier documento que le ayu-
dara a comprender cuántos contratos dejó Lena sin cumplir, a
cuánto ascendía su deuda o cualquier otro dato útil que le
ayudara a descubrir sus motivos para dejar todo y marcharse
sin avisar, mas no tuvo éxito.
Desanimado, regresó a la habitación para pensar en dón-
de más podría buscar: la cocina estaba descartada, la sala y
el comedor también. La cochera estaba vacía al igual que su
habitación y la de invitados, en el sótano no había nada de
interés. Agotadas sus opciones lógicas, volvió a echarse sobre
la cama solo para levantarse de inmediato, pues la simple idea
de acostarse voluntariamente sobre el lecho en el que nunca
quiso dormir le causaba repelús.
Sintió entonces el ardor de los jugos gástricos revolviéndose
en su estómago vacío y pensó que debía rendirse, que lo mejor en
esas circunstancias era tomar algo del refrigerador y volver a
casa, que debía terminar de una vez con esa misión absurda
y esperar, quizá rezándole a ese Dios cuya existencia negaba,
que Lena volviera en algún momento de sus vacaciones o de
su retiro espiritual o de su viaje de negocios con un amante
imaginario.
Solo encontró una rebanada de pan y una barra de queso,
y se sintió tonto por esperar que aquel ser monstruoso tuviera
38
grandes reservas de alimentos cuando estaba acostumbrado a
comer fuera de casa o a pedir comida a domicilio. Quiso prepa-
rar café, pero la cafetera ni siquiera estaba en su lugar: «Lena
me regaló una cafetera hace tiempo, sabe que amo el café por
las mañanas. Odio caminar del cuarto de costura hasta la co-
cina, así que...».
Abrió con cuidado la puerta para asomarse discretamente
por la rendija antes de animarse a pisar el sitio de trabajo de
Joan Puig: varios maniquíes de costura vestidos con prendas
sin terminar, bocetos regados sobre la pesada mesa de corte,
dos máquinas de coser profesionales muy diferentes a la que
una tarde decidió dejar en la sala de su departamento, tres sillas
distribuidas por toda la habitación, y en un rincón, cerca de
la puerta corrediza de un vestidor, la cafetera vacía sobre un
pequeño gabinete, al lado de un frigobar.
El resto de su aventura en tierras peligrosas consistió en
suponer y acertar: todos los insumos debían encontrarse den-
tro del gabinete, aunque no esperaba hallar una sospechosa
botella con gotero sin etiquetar; quiso conectar la cafetera en
el enchufe, pero los cercanos estaban ocupados por las clavijas
del frigobar y de otro cable largo que siguió con la mirada, hasta
que encontró el otro extremo conectado a una cámara de video
sobre una mesa diminuta, cerca de una cortina que ondeaba
en aquella habitación cerrada sin aparentes entradas de aire.
Intrigado por tal efecto, se acercó a la mesa y levantó la cortina
para descubrir una puerta abierta que conducía a un cuarto
rojo que, a primera vista, logró inspirarle malos pensamientos;
en donde lo primero que notó fue un tripié delante de una cama
39
king size desarreglada y una ventana ligeramente abierta con
las cortinas cerradas que apenas permitían el paso de la luz,
la suficiente para que él descubriera, al acercarse a la cama, la
existencia de manchas peculiares de fluidos que estremecieron
su cuerpo.
Todo lo que hizo después fue por impulso, quizá motivado
por ese instinto de superviviencia que había considerado per-
dido hasta ese momento crítico: regresó pronto al cuarto de
costura para abalanzarse sobre la cámara, desplegar la pantalla
lateral y encenderla. Con las manos temblorosas y el temor
de presenciar una escena tétrica, buscó la última grabación,
realizada dos noches antes, para reproducirla y atar los cabos
sueltos: una joven desnuda, seguramente drogada, recostada
en el lecho lujoso de la habitación por el diseñador que la había
reclutado, que se convirtió en la nueva víctima de un ser grotes-
co y desconocido para él cuyo cuerpo se encargaba de destruir
su inocencia junto con sus sueños de éxito y fama.
Solo hasta entonces supo por qué nunca lo había llevado al
taller de costura en ninguna de sus visitas, que de por sí eran
escasas: «¿Por qué nunca te lo preguntaste? ¿Por qué nunca te
pareció raro que un día decidiera que en tu departamento debía
haber una máquina de coser? ¿Por qué nunca te imaginaste
las razones por las que varias de las modelos que te presentó
nunca aparecieron en sus pasarelas?». Perturbado, aunque se-
guro de que era la única oportunidad que tendría ante pruebas
que le permitieran salvarse de aquel suplicio, sacó la tarjeta de
memoria de la cámara y la guardó en un bolsillo de su panta-
lón. Salió del departamento mientras pensaba en las palabras
40
exactas, en un plan que le permitiera entregar la evidencia a
la policía y huir al instante de las garras de Joan Puig antes
de que su vida se viera amenazada por la mano iracunda del
criminal descubierto. Ya se encargaría de entregarlo, por el
momento debía encargarse de sobrevivir, de llegar al que fue-
ra el departamento de su hermana, cambiarse de ropa, tomar
algunas cosas, empacarlas apresuradamente en una pequeña
maleta, alistarse para salir de la ciudad, del estado, del país o,
si pudiera, del mundo.
Tras aquel vaivén de prendas prácticas y objetos necesa-
rios para su huida, como una señal del universo, se percató de
que la maleta no cerraba. Desesperado, empujó con fuerza la
parte frontal para acercar lo más posible ambos extremos de
la cremallera, solo para entender que no lo lograría por culpa
de lo que fuera que abultara en la bolsa delantera. La abrió con
rapidez para averiguar de qué se trataba: el estuche de una cá-
mara y un libro de pasta dura cuya presencia le dio un respiro
momentáneo al vislumbrar un rayo de esperanza, una prueba
de que no estaba solo, una posibilidad que podría salvarle la
vida, un mensaje con tinta azul en letra cursiva que le trazaba
un camino, le abría una puerta y le tendía una mano acompa-
ñada de una oferta irrechazable: «para cuando necesites hablar
con alguien».
Extendió bien la hoja, tomó su teléfono y marcó el número
anotado arriba del mensaje.
Esperó tres tonos angustiosos.
Escuchó por el auricular una voz familiar, aunque esta vez
sobria, a la que le asignó un nombre:
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—René...
Oír su propia voz entrecortarse lo destrozó y rompió en
llanto.
—Sácame de aquí.
« ◊ »
Fueron los cuatro tonos de marcado más largos de su vida.
—¿Hola?
Pero tuvo suerte.
—Tony, soy René.
—¡René! ¡Qué sorpresa! Tú nunca me llamas. ¿Estás bien?
¿Te pasó algo?
No era el momento para charlar.
—No, no te preocupes, yo estoy bien, pero necesito que me
hagas un favor.
—¡Hombre! Lo que sea por ti.
—Conoces a Mauricio Quirós, ¿verdad?
—Me suena... Mauricio...
—Castaño, ojos verdes... trabaja con Joan.
—¡Ah! ¡El maquillista de Lena! Sí, es un buen muchacho.
¿Por qué? ¿Necesitas su número?
—No...
—¡Ay, por favor! Hasta yo reconozco que es un chico guapo...
—Tony...
—No me sorprendería que se hubieran conocido y que se
hubieran vuelto buenos amigos después de la pasarela de hace
un mes...
42
—Tony...
—¡Pero qué tonto de tu parte no pedirle su número! Ahora
le llamo a Joan y...
Eso no iba a funcionar así.
—Joan te ha estado mintiendo, Tony: Mauricio no es el ma-
quillista de Lena, él es Lena.
—...¿qué?
—Larga historia, te la cuento después. Hay que sacarlo del
país antes de que Joan le haga algo.
—Espera, espera, ¿por qué le haría algo a su mejor modelo?
—Porque tiene pruebas de sus negocios sucios y está por
entregárselas a la policía.
—¿Negocios sucios? ¿De qué hablas?
—Mauricio encontró una cámara y drogas en casa de Joan,
revisó las grabaciones, no tiene dudas.
—René, me estás asustando. ¿Me estás diciendo que Joan...?
—Tony no tuvo el valor de terminar la pregunta: «Debí sospe-
charlo de un novato pudrido en dinero y con tantas palancas.
Era demasiado bueno para ser verdad»—. Está bien, ¿qué quie-
res que haga?
—Consíguele un boleto para el próximo vuelo, yo me en-
cargo del resto.
—¿Y qué tal si Joan descubre todo? ¿Qué tal si lo encuentra
antes de que se vaya?
Su plan no era infalible; pero si no actuaban rápido, Mau-
ricio estaría perdido.
—Tendremos que rezarle a lo que sea que creamos para que
eso no ocurra.
43
« ◊ »
El escándalo en los medios al día siguiente fue inevitable: noti-
cieros, programas de espectáculos y periódicos en todo el mundo
hablaban sobre la orden de aprehensión en contra de Joan Puig,
el diseñador de modas más prometedor del momento en Espa-
ña, por abuso sexual y trata de personas. En las redes sociales
hubo miles de muestras de indignación, opiniones y condenas,
así como testimonios que pronto se unieron a las denuncias
anónimas que lo inculpaban: «Se acercó a mí y me dijo que me
daría una oportunidad como modelo», «Me citó en su taller,
me pidió que me probara un vestido y me ofreció un vaso de
agua mientras hacía algunos arreglos», «Sentí mucho sueño
y cerré los ojos», «Todo estaba oscuro, luego sentí que alguien
me tocaba, no pude ver su cara. Intenté defenderme, pero mi
cuerpo no respondía», «No supe nada hasta que un amigo me
dijo que me había visto en un vídeo que le habían pasado y que
circulaba en internet».
Las autoridades comenzaron a investigar los crímenes de
Puig: buscaron pruebas en su casa y en su oficina; trascendió
que, en una pared falsa de la habitación secreta, el diseñador
había acondicionado un espacio para esconder fotografías de
desnudos y una copia de todos los videos que había grabado
con la intención, quizá, de extorsionar a sus clientes en caso
de que ninguno accediera a cumplir sus peticiones irrisorias y
desproporcionadas que le ayudaran a impulsar su marca. Co-
menzó así la persecución de los culpables: proveedores de telas,
importadores de insumos, dueños de espacios publicitarios,
44
grandes empresarios, uno que otro funcionario público... No
había pasado mucho tiempo desde que la policía recibió las pri-
meras pruebas cuando Tony fue llamado a comparecer sobre su
relación con Joan y su conocimiento sobre las acciones ilegales
de su socio; pero pudo demostrar que no tenía relación alguna
con el caso, tras lo cual emitió un comunicado para anunciar
el término de su relación empresarial con él. De igual manera,
ninguna de las modelos frecuentes de Puig sospechaba sobre
sus negocios turbios ni se declaró víctima de sus abusos.
Para cuando quisieron interrogar a Lena, Mauricio ya no
estaba en el país.
Él se había ido con la certeza de que su hermana había es-
capado de una vida de martirio. Había descifrado el misterio
detrás de su desaparición y, no obstante, aún pensaba que es-
taba lejos de conocer la verdad. Sí, Joan la deseaba, le quedó
claro desde la primera noche en que su voz seductora gimió
su nombre cerca de su oído mientras jadeaba y lo sostenía con
fuerza antes de correrse; sí, seguramente él doblegó su espíritu
para obtener su cuerpo a cambio, tal vez, de una carrera exitosa;
¿pero había más detrás de aquel misterio? ¿Se fue solo porque
no soportaba esa vida o porque además descubrió los tratos
ilícitos del diseñador? ¿Se fue porque no concebía la idea de
que, en cualquier momento, ella se convertiría también en una
muñeca perdida entre las sábanas revueltas del cuarto rojo
que podría estar soñando esa noche y por el resto de su vida?
Sí, había hecho lo correcto. Con suerte, la policía la buscaría
para que rindiera su declaración; en el peor de los casos, lo ha-
ría motivada por la sospecha de que ella era cómplice de Puig.
45
No le agradaba la idea; pero si eso permitía que la localizaran,
él dispondría todos sus recursos para pagar los honorarios del
mejor abogado, así tuviera que venderle su alma con tal de que
encontrara la forma de liberarla.
Aún con sus decisiones hechas y sus planes calculados, y
a pesar de que su huida del país lo aliviaba un poco, él seguía
inquieto. Odiaba admitirlo; pero ya no le quedaba más alter-
nativa que esperar cualquier noticia, buena o mala, que el
destino quisiera transmitirle por el medio que fuera, y saberlo
terminó por destrozar esa pequeña parte de su espíritu que
mantuvo intacta durante ese infierno que parecía perseguirlo
hasta el otro lado del océano.
47
Hilos en tramas que se entretejen
Cobijado por la oscuridad, guiado por la débil luz de una lám-
para encendida en un cuarto abierto, el cazador avanza para
asomarse discretamente y analizar las condiciones de la presa,
perturbada por los malos sueños que metió por accidente en su
maleta diminuta antes de huir de aquel infierno que le habían
vendido como un paraíso inigualable.
La presa, en una lucha interminable contra sus culpas y sus
temores, se queja y llama al fantasma que persigue: un ente blan-
co de cabello largo, ondulado, con ojos profundamente verdes
que lo miran con tristeza, con pena, quizá con la decepción de
quien se siente traicionado por la persona en quien más con-
fiaba. Hechas sus acusaciones sin palabras, el fantasma le da la
espalda para seguir su camino sin destino seguro, simplemente
para confirmarle a la presa que no puede alcanzarlo.
Luego murmura conjuros inentendibles para alejar a la bes-
tia: esa quimera que lo acecha, que se acerca sin despegar la vista
de su cuerpo mancillado, ansiosa de más, hasta que lo acorrala
entre paredes rojas y lentes de vidrio que graban su figura para
disfrutarla y complacerse por esa eternidad que lo apuñala, que
lo violenta, que desea poseerlo hasta volverlo añicos de un vitral
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amorfo cuya figura se mezcla con cuerpos de otros tiempos y
de otras pasiones que se desangran como él mismo a través de
los rasguños de sus espalda que nunca cicatrizan.
El cazador abre la puerta para acercarse a su cama al verlo
retorcerse mientras murmura nombres y negaciones un par
de veces: las señales para apoyar las manos sobre sus hom-
bros y moverlo suavemente para sacarlo de su laberinto de
perturbaciones.
—Mauricio —susurra—, Mauricio, despierta.
Obedece inconscientemente: se estremece, abre los ojos de
golpe y mira confundido su rostro.
—¿Estás bien?
El hombre asustado niega con la cabeza para luego sentarse
sobre la cama y abrazar sus piernas. Diez días después de haber
tomado la difícil decisión de escapar de su suplicio, él sigue pre-
guntándose si aquello en verdad es lo correcto; aquella noche,
al igual que las otras nueve, concluye que se ha equivocado.
—Ella está decepcionada de mí, está decepcionada porque
dejé de buscarla, porque dejé de luchar, porque pensé primero
en mí, porque dejó de importarme, lo sé.
El cazador se desarma para acercarse a la presa malherida.
—No puedes seguir así —le dice luego de ofrecerle un vaso
de agua—: no quieres rendirte, pero tampoco puedes volver a
ponerte en riesgo; sabes que era lo único que podías hacer para
salvarte y para detener a ese tipo, y aún así no puedes dormir
porque te sigues culpando de algo que nunca estuvo en tus
manos. Necesitas recuperar la calma, tomarte un tiempo, pedir
ayuda... Hazme caso de una vez y acepta la terapia, por favor.
49
La presa, que al principio se niega a recibir los cuidados
necesarios, al final cede.
—Está bien, iré.
Y recibe, como recompensa, unas cuantas palmadas en el
hombro derecho.
—Te haré una cita por la mañana, seguro te recibirán esta
semana. Intenta descansar aunque sea un poco.
El cazador regresa al camino del que se había desviado en
busca de su refugio temporal: un lecho acondicionado en la
sala de su departamento.
—Buenas noches.
Y cierra una de las puertas de su propia jaula.
« ◊ »
René era un desastre bienintencionado: bueno para la cocina,
malo para mantener rutinas; bueno para perder el tiempo en
asuntos banales, malo para concentrarse en lo que realmente im-
portaba; bueno para tenderle la mano al muchacho, malo para
reconocer que él también necesitaba ayuda en muchos aspectos.
Tal vez por eso insistía tanto en que Mauricio tomara terapia. Sí,
eso debía ser: alguien en esa jaula debía estar cuerdo; más bien,
alguien en ese departamento debía tener la suficiente estabilidad
emocional para seguir con su vida y emerger del pozo en el que
ambos estaban atrapados. Eso, no había otra razón: al menos él
debía superar la culpa que sentía por la desaparición de Lena:
«Sí, sálvate tú, eres demasiado joven para quedarte enterrado
bajo tus propios pesares». Era bueno para asumir el papel de
50
mártir y sacrificarse; pero malo para recordar, en ocasiones,
que era mayor que su huésped solo por tres años.
Las habilidades de Mauricio no eran mejores que las de
René, pero su presencia era útil para algo: se había convertido
en una excusa para que el diseñador saliera de su zona de como-
didad —si es que le podía llamar así a su tortura cotidiana—, lo
que no dudaba en hacer cuando se veía ofuscado, agobiado por
páginas en blanco, rodeado por garabatos desechados y telas
arrugadas tanto en sus maniquíes como en el suelo del cuarto
que había acondicionado como taller de costura.
—Necesito un café, ¿quieres venir?
Lo único que podía hacer por él como retribución era se-
guirlo hasta el fin del mundo.
Al principio le pareció extraño salir con él por la mañana
o por la tarde, pues los deseos oscuros de Joan lo habían acos-
tumbrado a la complicidad de la noche y a ser despertado en
las primeras horas de la mañana por el aroma insoportable de
un puro a medio terminar. Ciertamente, René fumaba a veces,
sobre todo cuando llevaba días sin dibujar un boceto que lo
satisfaciera o cuando estaba demasiado nervioso; pero no le
molestaba el olor de sus cigarrillos mientras no lo relacionara
con eventos incómodos, como que se le acercara de repente
para besarle el cuello o que deslizara su mano con cuidado por
su espalda hasta meterla debajo de su ropa interior y alcanzar
una de sus nalgas para apretarla.
A veces, cuando su mente se negaba a concentrarse en los
bocetos y pensaba en abrir la boca para invitarlo a salir, René
se preguntaba por qué insistía tanto en despegarse de la libreta
51
y del lápiz: «Acéptalo ya, no es tan difícil: no estás hecho para
esto, no puedes encontrar ideas, no puedes plasmarlas, tu ca-
beza está demasiado cerrada porque sabes que no debes tener
éxito después de todo lo que provocaste; no puedes entender
tampoco por qué tomas como excusa el estado emocional del
muchacho, porque crees que sacarlo a pasear le hará bien para
distraerse y conocer el mundo, o porque crees inocentemente
que él te perdonará, que él te dirá que no fue tu culpa; pero
tampoco puedes soportar la idea de ser perdonado, por eso no
le dices que su hermana trabajó contigo, por eso te niegas a
revelarle que ella te amaba y que tú, gran imbécil, cometiste el
gran error de no cortar sus ilusiones a tiempo».
Pasaron semanas, tal vez los mismos meses que le costó re-
cuperarse para que Mauricio se diera cuenta de que el mundo
de René era demasiado pequeño: el restaurante al cruzar la
calle, la cafetería solitaria de la esquina, la tienda de telas a tres
cuadras, el mercado a cinco, el supermercado a siete, la banca
maltratada del parque minúsculo y marchito en su camino
de regreso, el equipo de sonido a volumen bajo repitiendo las
mismas canciones cuando se quedaba solo, la televisión eter-
namente apagada excepto cuando tenía insomnio, el teléfono
que nunca sonaba excepto cuando Tony lo llamaba para pre-
guntarle por ambos y para decirle siempre lo mismo: «Nadie
sabe nada de Joan, tampoco hay pistas de Lena, parece como
si se los hubiera tragado la tierra».
Mentiría si no admitiera que le gustaría ir a otras partes;
pero cuando estaba por dar el paso definitivo, su culpa y su
apatía lo saboteaban: «¿Para qué, René? ¿Para buscar alivio?
52
¿Para conocer a otro chico que te ilusione, que te abra las puer-
tas de otro mundo y que te lo arrebate de pronto? ¿Para seguir
aparentando que mereces ser feliz a pesar de todo lo que hiciste
mal? No necesitas ir demasiado lejos para respirar aire nuevo,
el de aquí siempre cambia y tal vez un día por fin te mate,
cuando desarrolles una enfermedad por vivir en esta ciudad
tan contaminada o porque esos cigarros destruyeron lo que te
queda de pulmones, ¿qué importa lo que suceda primero? De
algo te tienes que morir de todos modos».
El destello efímero de una luz blanca y el sonido de un ob-
turador interrumpió su pesimismo.
—¿Dónde conseguiste eso?
Mau alejó de su rostro el visor de una cámara profesional.
—Es mía —respondió mientras la bajaba para darle vuelta
y contemplarla—. La llevé a Barcelona para tomarle fotos a
Lena en algún desfile, pero nunca encontré la oportunidad de
utilizarla.
Pero sabía muy bien que no lo había hecho porque dejó de
sentirse digno de tocarla: «¿Qué iba a capturar de todos modos?
Seguramente escenas aterradoras y mis terrores nocturnos si
fueran visibles, o el edificio que estropeaba la vista de la ciudad
desde la única ventana del departamento de Lena, o la cafetera
de Joan... o la cama de las sábanas revueltas si él hubiera des-
cubierto que sé algo de fotografía».
—Creí que no te gustaba ese oficio.
—No me encanta, tal vez porque sigo pensando que no estoy
hecho para esto; aunque creo que ya va siendo tiempo de darle
una segunda oportunidad.
53
«Dichoso tú que tienes el valor de admitir que no es lo tuyo
y que aún así tienes fe en que esta vez sí funcionará», pensó
René mientras rompía un boceto fallido más y tomaba su lápiz
para verlo encogerse al sacarle punta.
—Supongo entonces que acabas de conseguir un pasatiem-
po —le comentó con la vista fija en la viruta que se enroscaba
sobre la navaja—. Es bueno que hayas encontrado algo en qué
distraerte. Te hará bien salir de mi mundo de ocho cuadras.
—¿Y por qué no vienes conmigo? —le propuso tras guardar
la cámara en su estuche—. Tal vez encuentres una idea exce-
lente en un ambiente menos gris.
—No lo creo —respondió luego de soplar los residuos de
grafito pegados en el sacapuntas—, alguna vez lo intenté y no
funcionó.
—Entonces solo acompáñame —insistió el muchacho—: no
conozco la ciudad, no quiero perderme.
René frunció el ceño: ¿perderse?, ¿en serio?, ¿no tenía una
mejor excusa para presionarlo? Lo miró con extrañeza y des-
cubrió en su rostro ciertas expresiones que revolvieron los
sentimientos que empezaba a olvidar: unos ojos ansiosos, una
sonrisa contenida en espera de ser liberada, el deseo mudo de
quien cree que puede ayudar en una causa perdida y tenderle
la mano a un convicto arrinconado en un calabozo abierto para
incitarlo a dejarlo. Entonces supo que no podía luchar contra
eso, o al menos que no lograría salir siempre airoso, sin heridas
letales de aquella ineludible batalla.
Suspiró.
—Voy por mi cartera.
54
« ◊ »
A veces le costaba reconocerlo.
—¿Hay problema si te llamo Mau?
—Ninguno —respondió el muchacho con una leve sonrisa
antes de pulsar el disparador de su cámara para fotografiar
una catarina posada en una hoja.
—Está bien, Mau. ¿Vamos a comer?
Una foto más.
—Vamos.
Era imposible para él seguir llamándolo por su nombre.
Ya no tenía ese rostro apesadumbrado ni las sombras bajo sus
ojos por la falta de sueño; había cambiado todo por un gesto
sereno, un impulso por satisfacer o desechar algunas de sus
expectativas, y una mirada abierta, atenta a los detalles, capaz
de descubrir belleza hasta en los seres más insignificantes del
planeta. Recuperó su identidad y sus ganas de vivir, y por fin era
capaz de reflexionar objetivamente sobre sus circunstancias. Al
fin podría decidir por su cuenta el siguiente paso: reunir fondos
para buscar a su hermana, valerse de todos los medios para
gritar su ausencia, esperar que se comunicara con él cuando
estuviera lista, conseguir un empleo, ganar lo suficiente para
pagar una renta, vivir, divertirse, buscar al amor de su vida...
—¿Puedo verlas cuando regresemos?
—Por supuesto.
...tomar más fotografías maravillosas: la panorámica de la
ciudad desde un rascacielos, la fachada de un museo iluminada
por lámparas de varios colores, la escultura de una anónima dio-
55
sa griega maltratada por las inclemencias del tiempo, la pintura
de un personaje histórico que ya nadie recuerda, la expresión
del cuerpo de una bailarina en un teatro al aire libre, un niño
abrazando a un cachorro abandonado, el chorro de una fuente
que esconde el beso de dos amantes furtivos, el vagabundo gene-
roso que alimenta a las aves con lo poco que tiene para subsistir,
un pequeño gorrión sobre la rama seca de un árbol muerto, otra
rama a punto de perder su última hoja en ese otoño que no para,
el acercamiento de un pato sumergiendo la cabeza en el agua,
la corriente de un riachuelo que pule las rocas que reposan en
su cauce, la cortina de la ventana abierta que se mueve con el
viento que se siente cada día más frío, la mariposa que vuela
frente a sus ojos mientras intenta capturar otra imagen...
Clic.
—¿Otra vez?
—Lo siento, es que el reflejo del agua se veía muy bien en tu
cara, no quería perder esa oportunidad.
No podía culparlo: si él tuviera una idea perfecta en cual-
quier escenario, no dudaría ni un instante en sacar su libreta,
tomar el lápiz y bocetar lo que fuera, como el movimiento de
la servilleta de tela que extendió Mau antes de colocarla so-
bre su regazo, o la elegancia con la que sorbía el contenido de
su vaso, o ese curioso hábito de acomodarse delicadamente su
mechón más rebelde detrás de la oreja.
—Creo que te va a costar mucho trabajo abandonar tu fa-
chada de mujer refinada.
A veces, cuando lo provocaba, volvía a mostrarle ese lado
pícaro que lograba inquietarlo.
56
—Te encantaría que lo fuera.
En realidad lo irritaba: «Si fueras mujer, serías igual a Lena.
¿Crees que le gustaría competir contra sí misma por el mismo
hombre idealizado? ¿Crees que ese tipo patético correspondería
a la ganadora? ¿Crees que ser amado por la mujer más hermosa
del mundo es un privilegio? ¡Ja!».
—No es necesario, para mí está bien como eres ahora.
A veces le costaba reconocerse.
—¿Y ya sabes lo que vas a pedir? —le preguntó Mau tras
aclararse la voz, tomar la carta y cubrirse el rostro con ella con
el pretexto de revisarla otra vez.
«Sí, está bien como eres ahora, no cambies nada de ti. ¿Pero
qué hay de mí? ¿Yo estaré bien con esa presencia tuya tan ce-
gadora que empieza a quemarme?»
—Ya no estoy tan seguro.
Y levantó la carta para no verlo a los ojos cuando él bajara
la suya.
« ◊ »
En medio de la sala del departamento, estrenando el sofá cama
que René compró para sustituir el mueble mullido en el que había
dormido los últimos meses, ambos se miraron en silencio. Habían
llegado a un punto en sus vidas en el que debían ser honestos,
confiar en el otro, tragar saliva y hablar seriamente del futuro.
El diseñador se armó de valor: «Es ahora o nunca», y se lo
dijo de golpe:
—Esto no es lo tuyo.
57
—¡Lo sabía! —exclamó Mau, y regó un montón de fotogra-
fías en el suelo—. Se lo dije a Lena, se lo dije al psicólogo, creo
que hasta te lo dije a ti cuando estaba borracho.
—Pero que no seas bueno para la fotografía artística no sig-
nifica que tus tomas sean malas o que no puedas hacerlo mejor
algún día —intentó consolarlo su anfitrión al tiempo en que se
agachaba para recogerlas—; de hecho, hay algunas que se verían
excelentes en pautas publicitarias o en artículos de revistas. —Se
levantó para entregárselas—. ¿Alguna vez tomaste fotos para
un catálogo o una revista de moda?
—No, pero en un curso le tomamos fotos a una modelo y
creo que no me fue tan mal.
El diseñador volvió a sentarse para revisar un conjunto de
fotos que había separado antes: la cortina en movimiento, el
agua de la fuente, la roca pulida en el fondo de un río, una pa-
loma en pleno vuelo que se interpuso entre la lente y el edificio
cuyos rasgos arquitectónicos pretendía capturar.
—Bien, hagamos algo —le propuso luego de emparejar las
fotografías y levantarse otra vez del sofá nuevo—: tú cocinas
hoy, yo voy al taller a sacar ideas de esto.
Mauricio dudaba.
—¿Crees que funcione?
—¡Tiene que funcionar! —respondió René desde un extre-
mo de la sala—. Cuando logre hacer una colección a partir de
tus fotos, tú vas a hacer mi catálogo, venderemos los diseños,
ganaremos dinero y podremos mantenernos al menos durante
otros tres meses.
—Si me dejaras buscar un trabajo...
58
—No hasta que veamos que tampoco sirves para esto.
—¡Oye!
Le hizo gracia escucharlo enojado, pero pronto cambió de
parecer: «Mejor le aclaro todo antes de que arruine la comida
y muramos de hambre». Volvió sobre sus pasos y se le acercó
para contarle su plan.
—Mira: mis diseños no van a vender si las fotos del catálogo
son malas; el catálogo puede verse excelente, pero con pésimos
diseños no llegará muy lejos. Si ambos lo hacemos bien, fun-
cionará y por fin tendremos respuestas.
—¿Tendremos?
—¡Tendremos! ¡Tendremos! —repitió un tanto irritado—. Te
recuerdo que no eres el único aquí con dilemas vocacionales.
—¿Me crees capaz de olvidarlo?
«Te creo capaz de todo, Mau, hasta de engatuzarme para
destrozarme como han hecho todos los hombres en mi vida»;
pero no podía decirle eso.
—Concéntrate en hacer lo tuyo y así conseguiremos fondos
para empezar una campaña o algo para encontrar a tu hermana.
—Está bien, pero con una condición.
¿En verdad estaba en posición de establecer condiciones?
¿Con qué derecho? ¿Se le olvidó a quién le debía su seguridad
durante los últimos cinco o seis meses? «Ah, pero tú le ofreciste
la terapia, tú dejaste que se quedara en tu departamento, le diste
alas y ahora tendrás que pagarlo, ¡bien hecho!».
—Habla.
—Si tenemos éxito y logras colocarte en las pasarelas de
nuevo, déjame modelar como Lena una vez más.
59
—¿Estás loco? —preguntó alterado por una emoción que
no lograba definir: ¿ira?, ¿miedo?, ¿preocupación?—. Te costó
mucho superar esa etapa, dijiste que no volverías a modelar
como ella, ¿por qué de repente cambiaste de opinión?
—Quiero pagar...
—¡Al diablo con tu deuda! —lo interrumpió con furia—. ¡Si
me importara el dinero, te hubiera obligado a trabajar desde
el principio! No quiero que me pagues, ni que te sientas en
deuda conmigo, ni que creas que te ayudo por lástima, ni que
te sientas atado a mí por algo tan absurdo como una deuda
que tú no planeabas adquirir con nadie, ni siquiera con Lena,
¡entiéndelo de una buena vez!
Se esforzó para no hablar de más: «Tú no sabes nada, Mau-
ricio, y espero que sigas sin saberlo o no podrás perdonarme
nunca: arruiné la vida de tu hermana, no hay día en que no
despierte pensando que no la encuentras por mi culpa, no hay
noche en que no vea su rostro desencajado porque fui incapaz
de amarla como ella me amaba; no voy a arruinarte a ti también
ni a arrojarte de nuevo a las fauces de ese monstruo».
El muchacho respiró profundamente y guardó silencio du-
rante un minuto eterno para recobrar la calma antes de reve-
larle a René sus verdaderas intenciones:
—Lena no va a aparecer mientras no atrapen a Joan Puig, y
yo no voy a descansar hasta que lo vea tras las rejas. Si él viene
a buscarme y eso ayuda a que salga de donde sea que se esté
escondiendo, estoy dispuesto a correr el riesgo. Es lo menos
que puedo hacer por ella y por todas esas chicas a las que les
arruinó la vida.
60
Estaba desesperado y quiso gritarle para que entendiera a
lo que se expondría; pero si algo aprendió sobre él en todo ese
tiempo fue que no desistiría bajo ninguna circunstancia.
—Vas a hacerlo con o sin mi consentimiento, ¿verdad? Así
tengas que buscar oportunidades en agencias de modelos o
con otros diseñadores.
—Así tenga que tocar cientos de puertas, lo haré.
Lo agobiaba la mera idea de luchar una batalla perdida.
Se rascó la cabeza, alborotó su melena encrespada para luego
bufar y responder malhumorado a su petición:
—Está bien; pero solo una vez, ¿está claro?
—Entendido, jefe.
—¡Y no me digas jefe! ¡Odio que me llamen así!
—Sí, patrón.
Caminó con rapidez hacia su taller, azotó la puerta y arrojó
las fotos sobre su mesa de trabajo mientras maldecía su suerte:
«Terco, ¡terco! ¿Por qué tienen que ser iguales en ese sentido?».
Y tras patear uno de sus maniquíes y abrir su libreta de bocetos
de mala gana, empezó a dibujar a pesar de que su postura ante
la situación era muy clara: «Preferiría dejar el diseño de modas
antes que arrojar al abismo a otro Quirós».
« ◊ »
Agobiado y agotado luego de su persecución diaria de ideas
salvajes, el cazador se rinde y decide volver a su cabaña, a su
lecho que lo espera con una manta delgada en la sala. Toma
antes un vaso de agua y come una manzana, pues no tiene
61
el apetito suficiente para terminarse la porción de sopa que
alguien dejó servida en el comedor, y tampoco cuenta con las
ganas de recalentarla. Pero sus intenciones de descanso inme-
diato son saboteadas por una criatura vencida por el sueño,
medio acostada en el sofá doblado, con los labios levemente
separados y un libro abierto sobre su pecho. Sin duda es una
liebre, aunque también puede ser una paloma, o tal vez un
zorro astuto capaz de abrir el hocico mientras duerme para
morderle la mano, o quizá es un fantasma, una aparición en-
viada para consolar sus pesares o para atormentarlo por sus
errores. Quizá no es importante averiguarlo, quizá solo es la
señal inequívoca de que puede dormir por fin en su cama, si
es que aún recuerda cómo hacerlo.
Entonces siente que el cansancio le está jugando una tram-
pa, una que lo obliga a sentarse en el borde de la mesa de cen-
tro para vigilar el descanso de su huésped y advertir que se ha
dejado crecer tanto el cabello que los mechones de su frente
le cubren la barbilla. Acerca entonces los dedos para despejar
su rostro, pero se detiene de golpe, cierra el puño y se aleja
despacio al percatarse de que su naturaleza de cazador se está
perdiendo, que quién sabe desde cuándo se está transformando
en un depredador con el corazón de una presa vulnerable, que
acomodarle el cabello detrás de la oreja sería la peor excusa
que podría sacarse de la manga para luego tocar delicadamente
su rostro, sentir la suavidad de sus mejillas y hallarse de pronto
hambriento de más: su barbilla lampiña, el borde de sus labios,
su cuello, los primeros botones de su camisa, su pecho y sus
hombros... y entonces el zorro despertaría para transformarse
62
en un lobo plateado que devoraría su cabeza y le arrancaría
del cuerpo su espíritu agonizante.
Se soba la nuca y se levanta, se acerca al love seat y toma la
manta cuidadosamente doblada con la que suele cubrirse todas
las noches, la extiende y arropa a la liebre en su lecho con cui-
dado de no perturbar su sueño apacible, ese que él desconoce
y que no se parece a las pesadillas que experimentaba durante
los primeros días bajo su resguardo, en donde la presa ve una
sonrisa cálida y un cuerpo robusto que se le acerca en el vacío,
en donde unos dedos gruesos retiran los mechones de cabello
de su rostro para luego deslizarse sobre su mejilla y rozar el
borde de sus labios, en donde el otro brazo lo atrae a su cuerpo
viril para respirar su aire y fundirse en un abrazo que no quiere
que termine jamás.
Los primeros rayos del sol lo sacan de su mundo onírico.
Decepcionado por la fugacidad de sus ilusiones, la presa se per-
cata de la manta que lo arropa y del vigilante que duerme en
el sillón reclinable con una cobija que tapa sus piernas. Tiene
ganas de reír y de llorar; pero no se decide, aunque se percata
de que es la primera vez que se siente tan confundido, quizá
porque tiene una certeza ahogada que no se atreve a dejar salir
de su garganta, porque teme romper esa burbuja de felicidad
que creó a partir de su dolor si sopla dos palabras en el oído
del cazador dadivoso que lo tomó en medio del bosque muerto
para darle una alternativa, una que le permitiera recuperar su
dignidad y reconstruir su identidad. Quiere agradecerle otra vez
(«¿Otra vez? ¿Cuántas veces más tengo que escucharte decirlo?»),
pero se calla. Quiere seguir con su vida cotidiana, con esa rutina
63
que improvisaron desde que llegó al departamento; pero no le
basta, no es suficiente. Se ahoga en su intento por atravesar un
camino fangoso, repleto de incertidumbres sobre él y su vida;
después de todo, ¿quién es René?, ¿quién en su sano juicio le
abriría la puerta a un extraño, a un desahuciado que conoció
en el bar de un hotel?, ¿cuáles son sus intenciones si se esmera
tanto en decirle que no le debe nada cuando le debe todo?
La presa, de repente hallada frente a un camino perdido
bajo la maleza, escucha un golpe seco que la obliga a endere-
zar la espalda y buscar la causa de su sobresalto. Se levanta y
encuentra entonces un cuaderno de dibujo en el suelo, con un
boceto cuya ejecución no puede imaginarse, aunque la intriga.
Decide cerrarla y dejarla en la mesa de centro, pero descubre
otro montón de trazos que intenta descifrar: una silueta recos-
tada y arropada por una tela que no existe, que cae libremente
al igual que su brazo que toca el suelo.
Una corazonada le dice que revise las páginas anteriores:
los pliegues de una blusa, una muestra de color azulado para
un saco, los volantes de una falda, el estampado de un vestido,
el diseño de una capa y, en la primera hoja, la fotografía del
agua de la fuente que él había capturado con su cámara du-
rante la búsqueda del sentido de su existencia junto con otra
que lo dejó estupefacto: un fotógrafo principiante sentado en la
orilla de una fuente tan concentrado en la toma que no percibe
la discreta lente de un teléfono inteligente y del ojo perspicaz
de su propietario.
Solo así lo comprende: no es que René fuera el individuo más
benevolente al no exigirle un pago por los favores otorgados;
64
sino que le estaba cobrando en silencio. Aún durante su crisis
vocacional, Mauricio se había convertido en una peculiar
fuente de inspiración para su anfitrión y tendría derecho de
quedarse mientras su perspectiva del mundo le sirviera de algo;
de otra forma, ya lo hubiera echado. De pronto se encuentra
pensando en que saberlo es un alivio que duele; comprenderlo
mientras cierra la libreta lo orilla a preguntarse si seguir de
esa manera está bien. «¿Y por qué no, según tú?», se cuestiona
al dar media vuelta y entrar a la cocina, «Ahora que lo sabes,
tienes varias opciones; pero tú solo piensas en una, en la más
conveniente para ti, porque comprobar alguna de las demás va
a desilusionarte y eres consciente de que no podrás soportarlo,
entonces querrás huir; pero también sabes que será imposible
que vuelvas si te atreves a salir por esa puerta».
Toma la lata de café de grano molido y mira la cafetera eléc-
trica durante varios minutos, los suficientes para reconsiderar y
buscar la italiana en los gabinetes de la cocina. Lo ha intentado
varias veces, pero sigue siendo incapaz de encararla sin que se
le estruje el corazón con el recuerdo de lo que pudo pasarle a su
hermana. Eso le basta para dudar de todo: «¿Qué estás haciendo,
Mau? ¿En qué estás pensando? Esto no se trata de ti, sino de ella.
A veces se te olvida que eres un niño desamparado en busca de
respuestas, que todo lo demás es secundario, que tus pesadillas
fueron construcciones y sacrificios necesarios. Estás de paso,
saldrás de aquí cuando todo termine y entonces...».
La calidez de una mano sobre su hombro dispersa su nube
de perturbaciones.
—Dame eso, yo lo hago.
65
Y así concluye que ya no tiene escapatoria: asustada por lo
que le depara más allá de la puerta abierta, la presa acepta al
fin que se ha acostumbrado a la jaula que un cazador astuto se
esforzó en acondicionar para atraparla. Pero contrario al otro,
al domador que la había sujetado con una cadena de hierro, el
dueño de esa jaula tiene otras intenciones que no comprende,
pues las rejas bien pueden ser un muro erigido para alejarlo del
bosque oscuro del que fue salvada o, como su corazón optimista
intenta ilusionarla, una barrera para que el cazador no se aba-
lance sobre ella para devorarla y volverla suya.
« ◊ »
—¿Aló?
—¿Ivonne?
—¡¡Aaaaah!! ¡¡René querido!! ¡¡Me da mucho gusto oírte!!
¿Cómo están los niños?
—¿Los qué?
—Ay, no te hagas. ¡Tus engendros! ¡Esas criaturas hermosas
que pares con tanto dolor! Dijiste que me llamarías cuando
nacieran y quiero creer que ya llegó ese momento.
—Ah... ¡Ah! Sí, sí... están bien, sí.
—¡¡Qué maravilloso es saber que por fin estás diseñando
algo de nuevo!! Y dime, ¿ya te casaste?
—Ivonne...
—Recuerda que yo siempre estaré disponible para ti, así
cumplas 45 y te pongas gordo y calvo.
—Eh... no, gracias.
66
—¡Ash! ¡Qué grosero! Conste que te lo estoy ofreciendo ama-
blemente. Si me rechazas ahora, ni pienses en buscarme cuando
esté casada con un millonario.
—Sí, claro.
—¡Espera y verás! —El sonido de una lima para uñas distrajo
a René por un instante—. En fin, suficiente de tu vida personal
por teléfono, ¿en dónde y a qué hora nos vemos?
—En mi departamento a las siete, ¿puedes?
—Tratándose de ti, claro que puedo. ¿Quieres que me ponga
minifalda o algo más atrevido?
—Ponte lo de siempre.
—Tú no cambias, ¿verdad? Aunque sea deja que lleve un
poco de vino.
—¿Vino vino o labiales vino?
—Vino vino.
—Si es tinto, hazlo; si es blanco, déjalo para otro día que
quieras cocinar.
—Es rosado, fresco y exquisito. Me lo regaló Paco Rabanne
la semana pasada antes de que rechazara su propuesta de ma-
trimonio por ti. No me lo voy a acabar sola.
—Tráelo, entonces. Buscaré las copas.
—Muy bien, querido. Entonces nos vemos a las siete. Ponte
guapo y perfúmatelo como me gusta, ¿está bien?
«No te rías, René, no te rías o te mata.»
—Está bien, me pondré presentable.
—¡Uff, sí! ¡Por eso me encantas! Te dejo para que empieces
a arreglarte. ¡Besitos! ¡Bye!
Colgó.
67
—¿Tu novia?
La pregunta de Mauricio, en vez de indignarlo, le dibujó
una sonrisa.
—¿Celoso?
La estupefacción plasmada en el rostro de su huésped lo
hizo reír.
—Arréglate, mi novia llega a las ocho.
Debía estar bromeando.
—¡Pero la citaste a las siete!
—Nadie en esta ciudad llega a la hora indicada.
La vida en esa ciudad seguía siendo un misterio para él.
—¿Y no preferirías que saliera y los dejara solos?
—¡¡No, por favor!! —le gritó un poco nervioso desde la puer-
ta del baño—. Además, si te pidiera que te fueras, no la hubiera
llamado en primer lugar.
En ese momento, lo único que se le ocurrió fue que René
quería ponerlo celoso: «Pues no lo vas a lograr, te lo juro por
mi madre y por como que me llamo Mauricio».
« ◊ »
Más de uno se sorprendió al escuchar el sonido del interfón
a las 7:35...
—¿Sí? —Silencio—. ¿Ya llegó?... Sí, déjela subir.
...o tal vez el único sorprendido era él.
—Bueno, no llegó tan tarde, pero tampoco a la hora.
El diseñador volvió el rostro hacia su huésped para averi-
guar si algo fallaba en su vestimenta antes de que ella lo viera;
68
aunque no esperaba encontrarse ante un hombre menudo con
el cabello escurriendo agua, sin camisa ni zapatos.
—¿Qué estás haciendo? —trastabilló.
—Secándome el cabello —respondió al tiempo en que pasa-
ba una toalla por su cabeza con una tranquilidad desesperante.
—Ponte una camisa.
—Pero sigo mojado.
—¡No importa! —dijo al quitarse el saco para luego arrojár-
selo con fuerza—. ¡Vístete, por Dios!
«¡Así te quería ver!», pensó Mauricio, y siguió con su juego.
—¿Por qué? ¿Te da miedo que tu novia piense mal? —pre-
guntó mientras pasaba la toalla húmeda sobre su torso lampi-
ño, en un claro gesto de provocación.
—Eres un...
René no supo si llamarlo «imbécil» o «idiota»; aunque apos-
taría los ahorros de toda su vida a que Mau pensaba en la frase
«maldito desgraciado». Pero no se iba a salir con la suya, no
cuando él sí conocía la personalidad de quien, justo en ese mo-
mento, tocaba la puerta.
—Está bien, no te vistas; pero que conste que te lo advertí.
Entonces abrió para recibir a su invitada, quien de inme-
diato lo abrazó y le dio un beso en cada mejilla.
—¡René hermoso! ¡Tan guapo como siempre! —Le entregó
una bolsa de papel—. Ten, traje el vino, sírvelo mientras me
pongo cómoda.
Cinco pasos después, la invitada se detuvo boquiabierta
durante el tiempo suficiente para que Mauricio analizara la
situación: mallas oscuras, blusón holgado y carmín como sus
69
tacones, complexión delgada, uñas color vino al igual que sus
labios, rostro ovalado, nariz redonda, lentes con armazón ati-
grado en forma de lágrima, ojos cafés y un corte de cabello
recto hasta los hombros con un balayage rosa que le sentaba
muy bien.
—Nooo... —Giró ligeramente el cuerpo hacia atrás para ver
a René, quien simplemente levantó los hombros antes de que
ella volviera a mirar al hombre semidesnudo—. ¡Mira nada
más! —Botó su bolsa de maquillaje en el sillón, se acercó con
rapidez a él para tomar el saco que no se había puesto y tirar-
lo al piso—. Sus brazos son tan flacos que no me interesan,
su abdomen puede mejorar con un poco de trabajo; pero este
pecho, ¡este pecho! —Pegó su cuerpo a su costado para deslizar
los dedos sobre sus pectorales y examinarlos mejor—, es tan
terso y suave y sexy y me encanta y...
René agachó la cabeza y se cubrió la boca con el puño iz-
quierdo para reprimir una carcajada al ver que su adverten-
cia se había cumplido: una mujer extrovertida con buen gusto
explorando el torso fresco de un hombre pálido, nervioso y
asustado que no entendía lo que pasaba.
—¡Qué maravillosa sorpresa, Renecito! Déjame tocarlo otro
ratito a cambio de mi trabajo gratis por un desfile y una sesión
de fotos.
—Que sea un desfile, unos tips de fotografía para él y su
maquillaje para una pasarela.
Ella se despegó de su cuerpo para analizar su rostro antes
de mostrar su confusión.
—¿Lo conozco de alguna parte?
70
—Ah, cierto. —Dejó la botella de vino en la mesa de centro
antes de presentárselo—. Ivonne, él es Mauricio Quirós.
—¿Quirós? ¿Como Lena Quirós?
—Sí, es su hermano.
Ella resolló y llevó la mano derecha a su pecho.
—¿Su hermano? ¿En serio? —Miró su cara por tercera vez—.
¡Te pareces muchísimo! ¿Son mellizos?
—Soy menor por tres años.
—¿En serio? —repitió aún más sorprendida—. Debería pre-
guntarle su secreto para conservarse tan joven; parecía de tu
edad en las fotos de su presentación en Madrid, antes del escán-
dalo de Puig. ¿Me la presentarías? ¿En dónde trabaja ella ahora?
Su pregunta causó un silencio incómodo, denso, en el que
Mauricio trastabilló para luego mirar a René y preguntarle la
respuesta sin palabras. Él, con la sospecha acertada de que a
Mau le costaría mucho trabajo hablar sobre su historia con
una desconocida, chupó los labios y chascó la lengua.
—Siéntate, es una larga historia.
Fue a la cocina con el pretexto de buscar las copas; pero
en realidad se ausentó para pensar y decidir el punto exacto
de la historia por donde debería comenzar. Entendió hasta
ese momento que, entre el relato y las preguntas, la reunión
se alargaría más de lo esperado, por lo que buscó en la alacena
el frasco para llenar y programar la cafetera eléctrica antes de
que Ivonne pidiera una bebida caliente o de que Mauricio se
ofreciera a prepararla con esa amabilidad que siempre mos-
traba para disimular su pena ante las situaciones que más le
recordaban su vida anterior.
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Carretes antiguos de tiempos inolvidables
Al fondo de su taller de costura, René tenía un clóset reple-
to de experimentos fallidos que apreciaba demasiado para
desecharlos. No se había percatado de su exceso hasta que de-
cidió guardar uno más para toparse de pronto con que el peso
del conjunto había vencido el colgador. Ya lo había arreglado
antes, en aquellos tiempos cuando le parecía vital mitigar sus
gastos para sobrevivir en medio de su crisis; aunque quizá esta
vez debería llamar a un carpintero que compusiera su desastre.
De cualquier manera tendría que desocupar el espacio y desha-
cerse de algunas muestras que, a esas alturas de su carrera de
altibajos, comenzaran a parecerle vergonzosas o insalvables.
Buscó una bolsa negra, la dispuso al lado de su mesa de corte
y empezó a sacar prendas de todo tipo: pantalones ajustados,
blusas con transparencias, una chaqueta de cuero verde, tres
vestidos largos y pesados, varios juegos de trajes pálidos y poco
vistosos, faldas asimétricas demasiado almidonadas... Tiraba
algunas, dejaba otras, pensaba en la pertinencia de relanzar
unas cuantas con modificaciones y hacerlas triunfar en las pa-
sarelas. Aunque no tenía nada concreto en mente, podía ocupar
el resto de su vida para pensarlo.
72
Al terminar de clasificar lo que estaba colgado, continuó
con los dos objetos que guardaba en la parte baja del clóset:
una caja de zapatos que diseñó en una etapa oscura de su vida
(«Y pensar que alguna vez estuve tan convencido de que esa era
mi vocación, ¡qué equivocado estaba!») y un velís heredado de
su abuela que no había abierto en mucho tiempo. Revisar su
contenido le causaba nostalgia, aunque también despertaba
su ansiedad y le inspiraba cierta incomodidad, pues apreciar
sus primeros pasos le hacía recordar que sus sueños infantiles
eran demasiado inocentes: «Abuelita, cuando sea grande, te
haré un vestido de princesa», «Mamá, te hice una blusa» y le
mostró un montón de retazos cosidos con enormes puntadas
visibles de un hilo viejo que se le rompía cada diez o quince
pasadas de aguja. Verla le hacía gracia, aunque no tanta como
la fotografía de su madre usándola con solemnidad el día de su
cumpleaños, todo para encontrarse después acariciando una
blusa de mucho mejor calidad que confeccionó en sus primeros
años como universitario y que nunca pudo entregarle.
Dejó la blusa sobre una silla para seguir hurgando entre
sus recuerdos: su primera libreta con bocetos elogiados por
algunos de sus compañeros, sobre todo por Tony, quien desde
entonces se convertiría en su mejor amigo; un montón de cua-
dros de telas que usó para sus proyectos anteriores, pues tenía
la extraña costumbre de guardar muestras de sus materiales
para saber cuáles no repetir si algún día perdía la memoria; una
caja incompleta de lápices de colores usados, un sacapuntas, sus
primeras reglas y curvas francesas, cintas métricas gastadas y
tijeras sin filo; un álbum de fotografías con tomas que dejaban
73
mucho que desear, razón por la que siempre quiso ser amigo
de un profesional, aunque nunca tuvo éxito («Pero que Mau
resultara serlo no es razón suficiente para tenerlo conmigo;
es más, me extraña que ya no insista en buscar un lugar para
vivir, tal vez ya entendió que seguir tocando el tema es inútil...
aunque tampoco es como que yo quisiera atarlo por siempre
a este lugar... bueno, sí me gustaría, pero eso no significa que
deba cortarle sus sueños... aunque mientras menos personas lo
vieran, sería mejor para mí, porque... ¿Qué demonios? Ya estás
desvariando otra vez»); una vieja corbata, la que usó para la
graduación y que quizá aún podría combinar con alguno de sus
primeros sacos, si es que aún le quedaba alguno; un pequeño
álbum de fotos de tiempos felices que contaba su vida hasta el
bachillerato, con un salto de años hasta la foto de su fiesta de
graduación con Tony y otros diseñadores de quienes no había
sabido nada durante los últimos ocho años, proseguida por una
página vacía y, a la vuelta, otra fotografía de él concentrado en
su trabajo con una expresión que se preguntaba si aún hacía.
Se dispuso a guardar todo cuando sus ojos advirtieron un
objeto que creía perdido, o al menos su mente quiso conven-
cerlo de ello durante mucho tiempo: una bobina brillante
con quinientos metros de hilo plateado sin usar.
Clic.
—Es un color muy bonito.
Volvió el rostro hacia la puerta, en cuyo marco se había
recargado su compañero de vivienda con cámara en mano.
—Nunca perderás la costumbre de tomarme fotos cuando
no te estoy viendo, ¿verdad?
74
—Tenía que hacerlo —contestó mientras guardaba el apa-
rato en su estuche—, me dio la impresión de que harás algo
increíble con él y que debo documentar el proceso.
El diseñador sonrió burlonamente.
—Lo he tenido guardado por tanto tiempo que ya no recuer-
do siquiera para qué lo quería.
—¿Unos diez años?
—Trece —corrigió.
—Juraría que era menos.
Extrañado por la respuesta, y aún con el hilo entre sus
manos, René observó cómo Mauricio entraba al taller para
hablarle más de cerca.
—El día en que mi hermana nos dijo que quería ser modelo,
llegó a casa con uno igual, pero en dorado. —Lo tomó y lo giró
para revisarlo—. Mismo grosor, misma marca. Me dijo que se
lo dio un amigo que le prometió usarlo para confeccionarle
un vestido de gala que dejara mudos a todos en las fiestas de
alcurnia a las que asistiría cuando se volviera famosa. Nunca
pensé que ese amigo fueras tú.
Necesitaba corroborar si estaban hablando de lo mismo.
—Este es de cuando tu hermana y yo íbamos en segundo
de bachillerato...
—Cuando hizo su berrinche porque no quería estudiar De-
recho ni Administración.
—Exacto —confirmó René, y soltó una breve risita nostálgi-
ca—. Estaba tan enojada ese día que no me saludó, simplemente
se acercó y me dijo: «Quiero hilo, voy a comprarlo y tú me vas a
acompañar». Si me hubiera negado, seguramente me hubiera
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arrastrado hasta la primera tienda que encontráramos en el
camino; pero sabía que no se conformaría con cualquier lugar,
así que nos subimos al Metro y fuimos a una calle con puras
tiendas de telas y mercerías. Anduvimos un buen rato hasta
que se animó a entrar a uno de los locales y preguntó por hilo
metálico para su colección de carretes.
—¡Agh! —exclamó con fastidio—. ¡Esa maldita colección
me volvió loco por meses! Siempre era: «No toques mi caja»,
«No mires mis hilos», «No se los prestes a mamá», «¡Si papá se
entera, te dejo de hablar!» —se meció el cabello con la mano
libre—. Nunca me dijo para qué quería tantos hilos cuando ni
siquiera sabía coser.
—Creo que parte de eso fue mi culpa —admitió apenado—:
alguna vez me vio dibujando un vestido y se emocionó con la
idea de volverse modista. Pensó que podría aprender rápido y
que confeccionaría prendas muy lindas; pero ese día, cuando
salimos de la tienda, me di cuenta de que ella no soñaba con
diseñar, sino con modelar. Ya sabes, conflictos vocacionales.
—Parece mal de familia.
—Y es contagioso.
El comentario los obligó a reírse de sí mismos: víctimas de
sus decisiones, dando palos de ciego en un intento por encau-
zar sus vidas y tomar cualquier palabra o señal como la prueba
inequívoca de que seguían en el camino deseado.
—Yo compré el hilo dorado porque ella no tenía suficiente
dinero para pagar ambos; de hecho, se quedó con las ganas de
comprar hilo cobrizo, pero tampoco quería carretes pequeños
porque decía que no le iban a alcanzar y que después serían
76
más caros... bueno, lo último se volvió cierto, aunque no aplica
solo para los materiales de costura. El punto es que regresamos
tarde, nos quedamos sin dinero para comer, y yo tenía tanta
hambre que me puse de malas y se me salió decirle que esos
hilos le iban a durar para siempre porque no iba a coser nada
nunca. Obviamente se enojó y nos peleamos en el vagón del
Metro.
—¿Enfrente de todos?
—¡Enfrente de todos en hora pico! ¡Y no le importó que se
nos quedaran viendo raro! Creo que una señora estaba lista
para jalar la palanca de seguridad.
Mauricio soltó una carcajada al reconstruir la escena en su
mente, pues no necesitaba esforzarse demasiado para recordar
los gestos que su hermana hacía cuando discutía con él: manos
en la cintura, brazos cruzados, ceño fruncido, voz aguda más
alta de lo normal... Era demasiado orgullosa para admitir que
los demás tenían razón.
—Pero al final entendió mi punto: ella quería hacer ropa
para verse bonita, no para ganarse la vida o para innovar y
causar una revolución en la moda o para transmitir un mensaje
con sus creaciones, y tampoco tenía la constancia necesaria
para terminar cualquier proyecto; lo sé porque más de una vez
me dijo que detestaba hacer cualquier cosa que tuviera que ver
con manualidades.
—¿Sabías que yo hacía sus maquetas?
—¿En serio? —preguntó sorprendido para luego mover la
cabeza de un lado a otro—. Ahora entiendo por qué parecían
hechas por un niño de primaria.
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—De secundaria, René. Iba en segundo.
—Eras un niño de todos modos.
—Perdón, abuelo.
Ligeramente irritado, o quizá siguiéndole el juego, René le
quitó la bobina de las manos, la levantó y le dio un suave golpe
en la cabeza con ella.
—Respeta a tus mayores, mocoso. Ahora busca un suéter y
vete antes de que se te haga tarde o Ivonne te jalará las orejas.
—Sí, abue.
Extendió la correa del estuche de la cámara para cruzársela
sobre el pecho mientras caminaba despacio para obedecer al
diseñador; pero se detuvo a los cinco pasos y dio media vuelta
como si se le hubiera olvidado algo.
—René...
—Dime —respondió sin levantar la vista, pues su atención
se encontraba en su primera libreta de bocetos.
Pensó que era el momento, pero pronto se dio cuenta de que
era imposible. Se mordió los labios, apretó la correa del estuche
y cambió sus palabras:
—Gracias por hablarme de Lena.
—Cuando quieras, te cuento la historia de sus tacones rotos.
—¡Hecho!
Se apresuró al cuarto, tomó un suéter y salió del departa-
mento tras despedirse. Ivonne seguía ofreciéndole trabajos
pequeños y recomendándolo con sus amigos para sus eventos
importantes, fueran familiares o sociales, y esa tarde le pidió
que la acompañara a la toma de fotografías para una campaña
de moda veraniega.
78
René tendría hasta las ocho o nueve de la noche para limpiar
su taller desastroso: guardar sus recuerdos, juntarlos en un
rincón, mover el colgador con las prendas exitosas, descampar
la zona que rodeaba el clóset, «Ya que estamos en eso, mejor
que lo haga más grande», escribirle un mensaje a Mauricio para
avisarle que ocuparía parte de su cuarto (porque ya se había
resignado a no recuperarlo), recibir una llamada suya para ex-
plicarle y bromear un rato, llevar un par de maniquíes a la sala,
tomar el masking tape para trazar en el piso las ampliaciones
que le solicitaría al carpintero, desplazar la máquina de coser
hacia el rincón opuesto...
Estaba exhausto para cuando tocó el turno de recorrer la
mesa de corte, por lo que no reparó en el objeto que seguía so-
bre ella hasta que lo escuchó caer. Levantó la cabeza para ver
rodar una tapa de plástico en dirección opuesta a la bobina de
hilo plateado, que se apresuró a tomar antes de que se empol-
vara demasiado; revisó la base y la punta para comprobar que
no estuviera dañado, mas en el proceso descubrió algo extraño,
atípico, que despertó su curiosidad. Buscó unas pinzas diminu-
tas, las insertó en el centro del tubo de plástico, se esforzó tanto
por sacar lo que fuera que tuviera adentro que perdió la noción
del tiempo, y cuando pudo sacarlo ya era de noche.
Bufó antes de celebrar, mas su alegría se convirtió pron-
to en arrepentimiento. Oculta por años, se revelaba ante él la
maldición de los hilos, la que le arruinaría la vida y le quitaría
el apetito: unos garabatos a lápiz sobre una hoja de cuaderno
con motivos florales que, al igual que la bobina, desearía nunca
haber encontrado.
79
« ◊ »
—Pon atención, Mau —le dijo Ivonne cuando tocó el turno
de maquillar a un modelo con rostro rectangular y nariz alar-
gada—: a veces, menos es más. Muchos amateurs no notarán
la diferencia y pensarán que no le hice nada; pero en casos
como estos basta con acentuar sus rasgos más atractivos para
obtener un resultado impecable. Debes aprender a distinguir
un rostro al natural de un rostro maquillado al natural, refinar
tu vista, saber cuándo pedirle al maquillista a cargo que le dé
un retoque y en dónde. Toma nota y luego una foto. —Alejó la
mano derecha del rostro del modelo—. Abre los ojos.
Obedeció. No obstante, antes de prepararse para que la ma-
quillista le delineara los ojos, le echó un vistazo al muchacho
castaño de rasgos finos que en ese momento levantaba la cá-
mara para tomarle una fotografía.
—¿Es tu pasante?
—¡Oh, no! —respondió ella al tiempo en que apoyaba el lá-
piz sobre el borde de sus párpados—. Es fotógrafo profesional,
aunque con poca experiencia. Le estoy enseñando algunas cosas
para que mejore sus tomas.
—¿O sea que te dedicas a la fotografía de modas?
—Si tuviera la oportunidad, lo haría —respondió sin perder
de vista los movimientos de Ivonne.
—En ese caso, deberías empezar con trabajos pequeños para
armar un buen portafolios. Esto, por ejemplo, es un buen inicio.
Luego puedes contactar a varios fotógrafos dispuestos a ense-
ñarte, aunque es posible que encuentres divas en el proceso.
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Mi recomendación es que vayas directo con algún diseñador
de confianza de Ivonne.
—Ya encontramos uno —comentó ella—. Si le gusta su
desempeño, seguramente lo volverá su fotógrafo de cabecera.
—¡Qué rápidos! Estaba por decirles que aprovechara el re-
greso de René A...
—Precisamente de él hablamos.
Aunque procuraba ver hacia arriba mientras Ivonne le deli-
neaba los ojos, el modelo logró avisar la turbación que el joven
intentaba disimular agachando ligeramente la cabeza al sentir
la leve vibración de su teléfono y revisarlo ansioso; luego notó
que lo desbloqueaba, leía un mensaje y sonreía con discreción.
—¿Puedo hacer una llamada? —le preguntó a su tutora.
—Está bien. Luego vienes a tomar una foto del resultado
final y el avance del siguiente.
Se apresuró a marcar y se alejó unos metros para hablar sin
ser interrumpido. Poco después, Ivonne terminó de delinear el
otro ojo del modelo, aplicó un poco de brillo en sus labios, le dio
el visto bueno y se dispuso a trabajar con el siguiente, pero fue
llamada por el fotógrafo a cargo y tuvo que ausentarse.
El modelo recién maquillado, por su parte, decidió esperar
sentado al muchacho y apreciar sus gestos desde su asiento: una
conversación animada, una risa ligera, el brillo de su mirada
suavizada, el movimiento de su cabeza en señal de afirmación
aunque su interlocutor no pudiera verlo, seguidos por una des-
pedida y por una sonrisa melancólica. Colgó el teléfono y lo
guardó en un bolsillo para luego sacar su libreta y anotar algo,
quizá un encargo, antes de retomar el trabajo.
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—Siento la tardanza.
—No te preocupes, aún falta para que llegue mi turno. Aca-
ban de llamar a Ivonne, toma la foto que tienes pendiente y
aprovecha este momento para descansar.
—Pero acabamos de empezar.
—Y después no te dará tiempo ni de sentarte y terminarás
agotado, ya verás.
Mauricio reflexionó, tomó unas cuantas fotos del rostro
maquillado del modelo desde varios ángulos, buscó un asiento
cerca y descansó.
—¿Entonces vas a trabajar con René?
—De hecho, ya empecé.
—¿En serio? ¿Y qué has hecho con él?
—Tomé algunas fotos de la colección que presentó en el des-
file que organizó hace mes y medio. Ahora estoy tomando otras
de sus nuevas creaciones, las va a llevar a un evento en España.
—¿Tú tomaste las fotos de muestra para el catálogo que
subió a su página?
—No todas —contestó—. Aún no soy tan bueno para hacer
un trabajo impecable.
—Ahora entiendo por qué la iluminación era distinta en al-
gunas. Salieron bien, solo te falta un poco de práctica. Es bueno
que sigas a Ivonne, ella sabe mucho; pero también necesitas ver
de cerca cómo trabaja alguien que se dedica solo a la fotografía,
un profesional con experiencia variada, que haya trabajado en
medios o en campañas publicitarias, que conozca las pasarelas
de mayor prestigio o algo así. —Se levantó para acercársele—.
Tengo un amigo que trabaja para una revista, voy a posar para
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él en una semana, le preguntaré si puedo llevarte para que te
dé algunos consejos, ¿qué te parece?
Aunque sabía que se trataba de una oportunidad irrepeti-
ble, la euforia no lo dejaba responder. Por suerte, el modelo se
percató de ello.
—Anda, dame tu correo y te mando los detalles cuando
tenga noticias de él, o déjame tu número y te llamo si me llega
otro trabajo antes.
Inocente y emocionado, el joven sacó su libreta de bolsillo
para anotar sus datos. Antes, sin embargo, acomodó su carac-
terístico mechón rebelde detrás de su oreja, y ese inconsciente
movimiento sin malicia revolvió la nostalgia de su nuevo amigo,
quien quiso detener sus palabras cuando ya era demasiado
tarde para hacerlo:
—Eres igual a Magdalena.
Mauricio dejó de escribir. Pálido, con los ojos más abiertos
que nunca, hizo un esfuerzo sobrehumano para reponerse y
disimular su estupefacción o el temor que le causaba la posi-
bilidad de haber sido descubierto.
—No, no lo creo.
Mas era imposible. Terminó de escribir sus datos, arrancó
la hoja y se la entregó con prisa.
—Voy a buscar a Ivonne.
Abandonado y un poco sorprendido por la reacción del
muchacho, el modelo bajó la mirada para leer la nota, en donde
encontró la pista que necesitaba para comprender la razón
de su similitud física y conductual con quien seguía siendo el
amor de su vida.
83
« ◊ »
—Llévate el carrete chico.
—No, es muy chico, yo quiero uno grande, uno de mil metros.
—Pero aquí no hay de mil, nada más tienen de quinientos.
—Bueno, entonces uno de esos de cada color.
—¡Pero no te va a alcanzar!
—Entonces cómprame uno y mañana te lo pago.
Malhumorado y hambriento, sacó la cartera y pagó el ca-
rrete de hilo dorado.
—Listo, ¿ya nos vamos?
—Sí, ya vámonos porque se nos hace tarde y no quiero que
me regañen.
Tres cuadras hasta la estación más cercana, dos escaleras
hacia abajo, dos boletos de cartón para activar el movimiento
de sendos torniquetes, el andén repleto de gente exhausta a
la hora pico, un silbido peculiar que anunciaba la llegada de
un tren anaranjado, el ascenso apretado y justo a tiempo, tres
paradas sin verse y sin respirar hasta que, en una estación de
trasborde, se desocuparon milagrosamente dos asientos que
acapararon de inmediato.
Silencio.
—Mañana regresamos por el hilo cobrizo.
Un gruñido.
—Lena, ya tienes un dorado y un plateado, ¿para qué quieres
un cobrizo?
—¿Cómo que para qué? Como futuro diseñador deberías
saberlo: mientras más brillo, mejor.
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—Pero a veces demasiado brillo arruina hasta la mejor pieza.
—No lo creo, nunca se tiene demasiado brillo. Vendremos
por el cobrizo mañana.
Necesitaba encontrar una manera de convencerla.
—Mira, olvídate de la deuda, te regalo el hilo dorado; pero
por lo que más quieras, no me obligues a venir mañana.
—Está bien. —Más silencio. La calma antes de la tormen-
ta—. ¿Y qué tal el lunes?
Y se soltó.
—En serio, ¿para qué chingados quieres tanto hilo?
—¿«Tanto hilo», dices? —contestó indignada—. ¡Nunca es
suficiente hilo! ¡No si voy a hacer una colección de vestidos
metálicos! ¿Sabes cómo está la economía nacional? ¡Vamos de
mal en peor! ¡En dos años, esto va a costar el doble!
—¡Gracias por la información, licenciada Quirós! Ahora dí-
game cuál será el costo de producción de la seda y del lino para
el próximo año, así consideraré si debo o no comprar rollos de
veinte metros a finales del mes.
—Si lo haces, crecerá la especulación entre tus competidores
y seguro tendrás que pagar el doble por ellos.
—¡La especulación me importa tanto como a ti, señorita
«Odio hablar de Economía, pero lo hago de todos modos»!
—exclamó harto del tema—. ¿Sabes lo que no es especulación?
¿Sabes lo que es totalmente seguro? Que tú no vas a hacer nada
con esos hilos.
—¡No es cierto!
—¡Sí es cierto! ¿Y sabes por qué? Porque nunca terminas
nada: ni la tarea, ni tus proyectos, ni a Roberto...
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—¿Qué tiene que ver Roberto en todo esto?
—¿Que qué tiene que ver? ¡Llevas un mes diciendo que lo
vas a cortar y no puedes!
—¡E-Eso no cuenta!
—¡Claro que cuenta! ¡Cuenta y es importante! ¡Importa
porque solo andas con él porque es un ñoño imbécil al que le
gusta presumir que anda contigo y que te pasa la tarea nada
más porque quiere conservarte a su lado porque te ve bonita!
—¿Perdón, señor experto en moda? ¿Cómo que me ve bo-
nita? ¡Soy bonita!
—¿Y qué si lo eres? Eres incapaz de entender a los otros,
siempre piensas en ti y solo en ti, y si las cosas no salen como
quieres, te enojas; pero vives siempre bajo la ley del mínimo
esfuerzo. ¿Por qué no admites de una vez que tú nada más quie-
res verte bonita todo el tiempo y que no te interesa aprender
a coser?
—¡Sí, tienes razón! ¡No me interesa aprender! ¡Lo dije! ¿Feliz?
—¡No! ¡No estoy feliz! ¡Sigues sin entenderlo!
—¿Entender qué? ¿Que soy vanidosa? ¿Que me gusta la ropa
bonita? ¿Que eres más imbécil que Roberto?
—¡Roberto me importa un carajo, Magdalena! ¡Por mí cásate
con él!
—¡Eres un... un...!
La tensión que aplicó ella en las coyunturas de sus dedos
era tanta que le fue imposible cerrar los puños durante varios
segundos, hasta que soltó un bufido y se golpeó los muslos. Tras
la discusión acalorada, los cuchicheos y las pláticas amenas del
resto de los pasajeros se reanudaron para relajar el ambiente,
86
aunque muchos los veían de reojo de vez en vez, siempre con el
temor de que ella soltara el llanto o él se levantara de su asiento
y bajara del tren sin despedirse. Ciertamente, al joven René no le
faltaban ganas de terminar su amistad con la chica esa misma
tarde; pero también era consciente de que se había propasado,
que no valía la pena pelearse por mil metros de hilo o por un
patán que no sabía valorar sus virtudes, y que no podría dormir
esa noche si no hacía todo lo que estuviera en sus manos para
enmendar la situación entre ambos.
—¿Nunca has pensado en ser modelo?
Aún enojada, Magdalena lo miró con los ojos entrecerrados.
—No me vas a ganar con eso.
—¡Hablo en serio! —Giró un poco el cuerpo hacia ella—.
Tienes la altura, la complexión, la confianza, la actitud, las ga-
nas de ponerte ropa bonita... Claro que de todos modos tendrás
que dedicarte a otra cosa después de un tiempo, pero...
—¿Si me vuelvo modelo, me vas a contratar?
—Sí.
—¿Y me vas a pagar bien?
—Todo lo que quieras siempre que me alcance para más tela.
—¿Y me vas a ayudar a conseguir otros trabajos?
—Bueno, eso depende más bien de tu desempeño, pero si
puedo y tengo los contactos adecuados, sí.
—¿Y me vas a ayudar a romper con Roberto?
—¿Quieres que te lo baje? —Magdalena se quedó boquia-
bierta—. Es broma, es broma.
—Tonto. —Y le golpeó suavemente el pecho—. Anda, párate,
ya llegamos.
87
—Yo me bajo en tres más.
—¿No me vas a dejar hasta la puerta de mi casa? Es lo menos
que puedes hacer para que te perdone.
—¿Y cómo piensas que regrese a mi casa? ¡Ya no tengo ni
para el camión! ¡Me dejaste quebrado!
—¡Bueno, bueno, ya! —Le dio un beso tronado en la mejilla
para despedirse, se levantó con rapidez y se alistó para descen-
der del tren—. Te veo mañana.
Agitó su mano derecha en el aire y le regaló una sonrisa an-
tes de que las puertas se abrieran, luego suspiró aliviado, cerró
los ojos durante dos estaciones para repasar todo lo ocurrido,
y los abrió de nuevo para encontrarse sentado en el balcón de
su departamento, con un cigarrillo hecho cenizas en una mano,
una maldición dibujada sobre una hoja floreada en la opuesta,
y una bobina de hilo plateado en su regazo.
Puso la colilla de su cigarro sin fumar en un cenicero para
luego buscar a tientas la cajetilla y encender otro, mas estaba
vacía. Siguió hurgando con la esperanza de hallar uno doblado,
pero solo encontró el encendedor gastado, lo miró de reojo, lo
tomó despacio y jugó con él por un tiempo incalculable que le
pareció ralentizarse en su transcurso. Miró de nuevo los gara-
batos de una chica cursi que quiso transmitirle un mensaje que
nadie más entendiera, un sueño efímero, un deseo reprimido,
o tal vez su última voluntad en caso de que le ocurriera algo:
rayitas y bolitas disfrazadas con un fallido vestido de noche
dorado, plateado y cobrizo; un par de zapatillas muy altas,
unas cuantas flechas con notas: «mariposas de colores» diri-
gida al pecho, «larga, pero abierta» apuntando hacia la falda,
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«escote amplio» hacia la espalda. Aquella ilusión adolescente,
sin embargo, eran una mera distracción para que él sonriera
por última vez antes de que la maldición surtiera efecto cuando
volteara la hoja.
—Ten.
Un par de brazos delgados le ofrecían una bobina de hilos
de plata en su juventud.
—¿Y esto?
—Tú me diste el tuyo, yo te doy el mío. Estamos a mano.
Tenía que aceptarlo; más bien, quería aceptarlo, pues le
había encantado desde que lo vio en la mercería el día previo.
—¿Y qué esperas que haga con él?
Recordó que ella le regaló, además, una sonrisa cómplice
y misteriosa.
—Un vestido de novia.
Extrañado, levantó una ceja.
—¿Entonces decidiste que te vas a casar con Roberto?
Su risa del pasado lo atormentaba en el presente, en el
que frotaba incontables veces el pedernal de su encendedor
al concluir que las señales estaban ahí desde el principio: «Ahí,
René, ahí estaban, en tus narices, pero eres tan tonto que no
las viste». Frotó con más rapidez, quizá con más fuerza, antes
de que los hilos de plata se enredaran en sus brazos tanto o
más que como los empezaba a sentir alrededor de sus tobillos:
«Enciende, enciende», pensó mientras acercaba el objeto al
papel para quemarlo y librarse de su existencia: «¡Enciende,
maldición!», mas era en vano: el fuego ya había sido some-
tido por el conjuro cifrado en esas pistas inadvertidas en el
89
momento adecuado. Lo arrojó lejos antes de que la llama se
arrepintiera y decidiera aparecer cuando por fin pudo aceptar
que el remordimiento y la culpa lo perseguirían por siempre,
que no merecía nada de lo que le estaba pasando, que esta-
ba construyendo su triunfo sobre unos garabatos infantiles
que arrugó entre sus manos sucias y aniquiladoras de sueños
antes de volverlos añicos: «Así, así como hiciste con sus senti-
mientos», se dijo mientras se resignaba a vivir con ese dibujo
mal hecho tatuado en su memoria, intentando cubrir con sus
trazos el cuerpo desnudo de una joven e inocente Magdalena,
de pie sobre sus especificaciones juveniles e inexpertas para
un vestido de novia que había imaginado en aquellos años
felices: «Una gran cola. Corte princesa. Bordado con este hilo.
Debe combinar con tu traje o no se verá bien. Un vestido para
tu novia, que espero ser yo».
« ◊ »
—¿Y?
—¿Y?
—Lo llamaste, ¿no? ¿Qué te dijo?
—Dijo que iba a meter algunos materiales en el dormitorio.
—¿Y luego?
—Que llevara algo de comer cuando saliéramos porque no
tenía ganas de cocinar.
—Ah...
Avanzaron cuadra y media en silencio, él con las manos
dentro de los bolsillos de una sudadera oscura, ella absorbiendo
90
con sus manos el calor de un vaso de café. En aquellas noches
de mayo, después de las lluvias vespertinas, el invierno anun-
ciaba su fuerza con demasiada anticipación.
—¿Y qué más?
—Es todo.
—¿En serio? —Lo miró con cierto recelo—. Esa fue una con-
versación de dos minutos máximo, tú te tardaste quince, y me
parece que con Damián «Sex Symbol» Belmonte no te tardaste
más de cinco. ¿Qué me escondes, querido?
—¡Nada! ¡Te juro que es todo!
—¿Me estás diciendo que hablaste con René por otros... ocho
minutos sobre cosas sin importancia?
—Sí —dijo en voz baja, un poco avergonzado—, creo que el
abuelo resintió la nostalgia.
—El abuelo.
—Eees una larga historia.
Resolló y puso las yemas de los dedos sobre sus labios se-
parados.
—¿Renecito es precoz?
—¿Qué? ¡No! No, no, no, ¿cómo puedes...?
—No tienes por qué preocuparte, Mau, recuerda que soy tu
amiga y que puedes hablar conmigo de todo lo que te preocupa,
y si son intimidades, mejor. Ahora déjame decirte algo: tú no
eres el problema, eres lo suficientemente guapo como para
despertar todo tipo de pasiones... bueno, visto así, sí tienes algo
que ver con eso; pero aún así, el problema es él. Igual, tampoco
te mortifiques, ya hay muchos tratamientos para...
—¡Basta, Ivonne! ¡Nunca lo hemos hecho!
91
—¿¡Cómo que no lo han hecho!? —preguntó frente a un
restaurante familiar, lo que alborotó más los nervios de su com-
pañero, quien se topó con varias miradas incómodas y algunos
rostros sonrojados cuando volteaba hacia todas partes—. ¡Tú
me estás mintiendo! ¡No puedo creerlo! Más bien, ¡me niego a
creerlo! ¿Cuánto tiempo llevan viviendo juntos? ¿Un lustro?
¿Una década? ¿Dos?
Mauricio se quedó callado para no decirle que exageraba
y para no revelarle que pronto haría un año desde que empe-
zó a vivir con René en su departamento. Aún así, su silencio
causó que su amiga maquillista no supiera si sentirse molesta
o conmovida.
—No me digas que no te le has declarado.
El joven agachó la cabeza para ocultar su tristeza.
—¿Por qué te haces esto, Mau? —le preguntó con suavi-
dad—. Vives todos los días reprimiéndote porque tienes miedo
de no ser suficiente, ya te he dicho muchas veces que no ganarás
nada si sigues así, y también te dije que él no va a abrir la boca
si tú no tomas la iniciativa.
—Pero no sé si él...
—¿Cómo? ¿Sigues creyendo que él no siente lo mismo? Te
dibuja, te mira como cachorro abandonado, te habla distinto
a como me habla a mí... ¿cuántas señales más necesitas para
estar seguro?
Él ya no sabía con qué excusarse: «Ha estado ocupado», «No
quiero distraerlo», «Aún no es el momento», «Creo que estoy
confundiendo las cosas»...
—¿Qué tal si un día le hago daño?
92
Irritada por ese comentario, Ivonne golpeó su brazo y lo
miró con seriedad.
—Mira: tú eres lo mejor que le ha pasado a ese... ese... pedazo
de humano autodesahuciado. —Se detuvo frente a él para ha-
blarle—. ¿Sabes cuántas posibilidades le daban los críticos de
volver luego de que se ausentara del mundo de la moda? Una
en mil. ¿Y sabes cuál era esa? Que volviera a interesarse por lo
que hacía. ¿Y por qué perdió el interés, en primer lugar? Porque
llegó a su límite de decepciones y necesitaba tiempo para sanar
o al menos para encontrar algo o a alguien que lo empujara o le
marcara el camino. —Le dio un sorbo a su café tibio—. ¿Tienes
una idea de por qué fue a Madrid? ¿Te ha contado esa historia?
—Intentamos no hablar mucho sobre ese tema.
—¿Ves? Te considera tanto que decidió no recordarte tus
malas experiencias. Pero ese no es el punto ahora, aunque es
una señal perfecta si todavía necesitas alguna para terminar
de convencerte de que le gustas. En fin, si quieres mi opinión...
más bien, si estás abierto a una opinión, y estoy segura de que
no me negarás ese beneficio porque soy casi tu mejor amiga,
creo que él fue a Madrid porque no quería decepcionar a Tony;
ni loco se expondría a las miradas de la prensa fashionista por
gusto, mucho menos se animaría a responder esas preguntas
molestas que tanto Tony como yo le hacíamos cada que hablá-
bamos con él: «Oye, René, ¿para cuándo tu nueva colección?».
El punto aquí es... ay, me cuesta mucho decirlo porque siempre
que quiero hablar del tema contigo me acuerdo de cosas feas.
—¿Qué tan feas?
—¡Muy feas! Mejor ni me preguntes.
93
Recordó el momento funesto en que lo vio en su taller, tres
días después de su última presentación, rodeado de bocetos
rotos y vestidos destrozados con unas tijeras que abrió y colocó
de repente sobre su muñeca izquierda. Se recordó apanicada,
saltando hacia el diseñador para arrebatarle aquel objeto pe-
ligroso antes de que cumpliera su propósito: «¡Para, por favor!
¡Esta no es la respuesta! ¡Aún puedes levantarte tras este fra-
caso!», y cada vez que se acordaba de su respuesta, se le helaba
la sangre: «Ya no tengo fuerzas para hacerlo».
—Tal vez creas que puedes lastimarlo, pero tú no eres como
sus otras parejas. Sé que tú no vas a apuñalarlo, y si lo haces, yo
seré la primera en golpearte. Y aún así, si en algún momento te
equivocas y le haces daño, recuerda que tú lograste lo que ni
Tony ni yo pudimos: tirarle una soga salvavidas para sacarlo
del hoyo en el que estaba metido. Si ni con eso crees que eres
suficientemente bueno para él, ya no sé qué decirte para con-
vencerte. Ahora entra ahí antes de que nos cierren y llegues
sin algo para la cena.
—Deberías acompañarnos.
—Eres cortés, eso me gusta; pero no quiero hacer mal tercio
ni volverme tu excusa para que no te le confieses hoy, así que
paso, gracias.
Entró de inmediato al local para comprar la cena, luego
volvió con su consejera para acompañarla hasta la puerta de
su casa y despedirse de ella. Después fue víctima de una falta
de acuerdos entre su mente, su corazón y sus pies: quería apre-
surarse para compartir los alimentos, pero no estaba listo para
encontrar a René despierto y hablarle sobre sus sentimientos:
94
«Nadie me dijo que esto sería tan difícil. Quien piensa que para
un hombre es más fácil decirlo, ha vivido en una mentira: si te
lanzas, malo; si no te lanzas, malo. Y luego esa idea tan extra-
ña de las declaraciones y el sexo: cuando le digas, te lo coges;
si no te corresponde, pero te da entrada, te lo coges de todos
modos hasta que no pueda vivir sin pensar en tu pene. ¡Pero
yo no quiero eso, maldita sea! No quiero volver a ese mundo
viciado de sexo fuerte y descontrolado, eso no es amor, o al
menos no es el tipo de relación que me gustaría tener con él,
y aún siendo consciente de lo que no quiero, a veces siento
que un día mi deseo va a doblegarme, y lo peor es que me daré
cuenta de eso hasta que una noche se la esté chupando y... ¿En
qué estás pensando, carajo?». Apoyó su frente contra la puerta
del departamento, respiró profundamente, liberó un suspiro
largo para tranquilizarse antes de meter la llave en la cerradu-
ra y encontrar el lugar a oscuras a las nueve de la noche, sin
sospechar ni encontrar más indicios de la tormenta interna
de René que la bobina sobre la mesa de centro. Oyó de pron-
to una serie de balbuceos acompañados por los movimientos
abruptos con los que su cuerpo manifestaba una dura batalla
onírica contra algo que Mau desconocía. Era consciente de que
debía despertarlo para interrumpir su pesadilla; pero en ese
momento se le ocurrió una solución que consideraba mejor:
tras acostarse con cuidado en el espacio diminuto del sofá cama
que René había dejado, le dio un abrazo suave para tranquilizar
su espíritu, para comunicarle que no estaba solo y que, por más
aterrador que fuera aquello que enfrentaba, él estaba a su lado
para apoyarlo.
95
« ◊ »
Derrotado por la inclemencia de la noche, el cazador apoya am-
bas manos en sus piernas exhaustas para recuperar el aliento.
Ha perdido la cuenta de las veces que ha caminado en círculos
en busca de una señal que le permita tomar de nuevo el camino
por el que había llegado a esa zona muerta que lo ahogaba.
Engañado múltiples veces por voces dulces que lo cautivan, se
encuentra repetidamente ante grandes precipicios que claman
por su vida, o ante sombras monstruosas que anhelan beber su
sangre en la primera oportunidad que tengan.
Pero cuando piensa que se ha salvado, que al menos ha es-
capado de los espectros que planean devorarlo, se topa siempre
con una estrella fugaz que lo distrae para que sus pesadillas en-
reden su cuerpo en hilos negros que se multiplican a un ritmo
extraordinario. La telaraña empieza a jalarlo hacia un abismo
peor que el que podría hallar en las fauces de los monstruos
de los que huye, lucha en todo momento por liberarse, hasta
que se percata de que no ha sido atrapado por hilo negro, sino
por finas hebras plateadas irrompibles que rodean su cuello
para sofocarlo. Solo hasta entonces se da por vencido, afloja el
cuerpo y cede ante el destino cruel que le depara: una eternidad
en el bosque tenebroso, ahogándose siempre al inhalar el aire
viciado por sus pesares, malas decisiones y arrepentimientos.
Está por cerrar los ojos y dejarse morir cuando surge de la
nada otro hilo de araña, que se tuerce con otros para engrosarse
hasta volverse un cordón de blanco puro. Teme que se trate
de otro espejismo o de una trampa que lo libere de un castigo
96
para someterlo a otro peor; pero tiene el presentimiento de
que es diferente, que debe aferrarse a él para por fin ser libre,
porque no quiere terminar su vida en el interior de ese bosque
que lo agobia. Estira el brazo como puede, toma el cordón con
la misma fuerza con que el objeto se enreda alrededor de su
muñeca para transmitirle el calor que necesita, y deslumbrado
por la silueta blanca que extiende sus brazos para abrazarlo y
sacarlo de ahí, cierra los ojos antes de despertar y hallarse de
vuelta en ese sofá cama con una extraña compañía: una liebre
acurrucada frente a él que le recuerda, de alguna manera, lo
que significa sonreír por las mañanas hasta satisfacer los lati-
dos de su pecho que creía olvidados o perdidos para siempre.
Embriagado por su respiración e hipnotizado por el mechón
rebelde que insiste en cubrirle parte del rostro, el hombre siente
la necesidad imperiosa de estrujarlo o de postergar todos sus
deberes para no verse en la necesidad de levantarse; el deseo
invade su alma en aquella situación y quiere expresarlo con
toda esa vitalidad que en ocasiones parece haber recuperado,
pero logra contenerse: tras echar hacia atrás su cabello y aca-
riciar su mejilla con la punta de los dedos, el cazador baja la
guardia, rompe su coraza y apoya suavemente los labios contra
los suyos para no perturbar su descanso, pues teme que ese
instante maravilloso se desvanezca como un espejismo si la
liebre separa los párpados para contemplar los rayos del sol
que marcan el principio de algo más grande e imparable que
ni el cazador cazado ni la presa rescatada han tenido la fortuna
de experimentar en sus tiempos de paz.
97
Alfileres incrustados en el alma
Por la noche se lava el rostro antes de contemplarse en el espejo:
frente amplia, grandes ojos cafés, nariz alargada, labios gruesos,
rostro rectangular, músculos definidos en un cuerpo bien pro-
porcionado. Desliza sus dedos húmedos por su cabello oscuro
un poco ondulado para peinarlo hacia atrás mientras repasa
en silencio todo lo que había ocurrido ese día, desde ver y sa-
ludar a su nuevo amigo fotógrafo en el estudio del profesional
encargado de una nueva campaña de moda masculina, hasta
sus ojos verdes muy abiertos al comprender que el mundo es
más pequeño de lo que piensa.
—Tu hermana y yo trabajábamos en la misma agencia —le
dijo en una cafetería cerca del estudio al término de la sesión—.
Siempre que tenía oportunidad me hablaba de su hermano me-
nor y de su fascinación por tomarle fotos a todo cuando salían o
cuando la veía practicando en casa, hasta me contó que alguna
vez trabajaste como paseador de perros para comprarte una
cámara de segunda mano que se te cayó al agua a los dos días.
—No puedo creer que te haya contado hasta eso —declaró
apenado—. Espero que te haya contado sus experiencias ver-
gonzosas con el mismo entusiasmo.
98
—Me habló sobre una colección de carretes de hilo que...
—No hablemos de eso, por favor —rogó con las manos so-
bre el rostro—, ya sufrí mucho por esa colección en su debido
momento.
Se esforzó por no reírse.
—¿Y aún existe?
—Existe en una caja que me dejó antes de irse a Barcelona,
dizque para que no la extrañara demasiado. —Soltó una risita y
le dio un sorbo a su taza de café latte—. No me malinterpretes,
quiero mucho a mi hermana y la extraño como no tienes idea;
pero sus hilos me traen más pesadillas que consuelo, así que
puse su caja arriba de mi ropero, donde no pudiera verla. Ahí
debe seguir, debajo de todo el polvo que se le acumuló desde...
—dudó, pues no quería hablarle sobre su temporada de infor-
tunios en el extranjero— desde que dejé la casa de mi madre.
—Debieron ser momentos muy incómodos por lo que veo.
—No quieres saberlo, en serio.
Se seca con toques ligeros, deja la toalla en el colgador, sale
del baño y se lanza sobre su cama. No le interesa averiguar la
hora ni revisar sus mensajes pendientes, si es que tiene alguno.
Experimenta tantas emociones al mismo tiempo que no puede
asimilarlas ni describirlas, como ese cansancio que de repente
bloquea todos sus pensamientos y ese malestar que no cesa y
que lo orilla a hundir el rostro entre sus almohadas hasta aho-
garse para luego gritar su frustración y desbloquear su cabeza
por el tiempo suficiente para continuar con la reconstrucción
de los acontecimientos.
—¿Sabes qué está haciendo ahora?
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—No —dijo cabizbajo—. Le escribí hace tiempo, pero no
me respondió.
—¿Y qué hay de René? ¿Sabe algo de ella?
Recordar su negación con la cabeza lo entristece, aunque
también corrobora esas sospechas que lo atormentan cada vez
que la extraña.
Gira sobre la cama antes de tomar su teléfono y revisar las
fotos que se empeña en tener a la mano: Magdalena antes de
convertirse en top model, ella en sus primeros desfiles, ella du-
rante sus primeras apariciones en las pasarelas de Joan Puig, y
luego algo que no había entendido del todo hasta ese momento:
ella cinco centímetros más alta, con demasiado maquillaje, con
los hombros más anchos y el mentón un poco más alargado.
La estupefacción en su rostro se convierte en furia al resol-
ver el misterio. Deja el aparato sobre el colchón para levantarse
rápido, pues quedarse mirando el techo lo irritará aún más. Ca-
mina en su habitación de un lado a otro mientras se cuestiona
y se reprende con severidad: «¿Cómo pudiste confundirte así?
¿Cómo fue que te dejaste engañar de esa manera?»; coloca la
mano derecha sobre su cintura, se talla las mejillas y el mentón
con los dedos de la izquierda; su frustración crece tanto que se
siente impotente, su ineptitud y su falta de cuidado lo vuelven
miserable, sus emociones negativas lo llevan al punto en el que
decide ir a la cocina, abrir una botella de vodka que no había
tocado en años, beber un trago y regresar a su cuarto, esperar
que el alcohol le infunda un poco de valor para abrir su clóset,
sacar una caja de zapatos, voltearla para desatar una lluvia
de fotos y recortes desordenados que verá con dolor, hasta
100
encontrar finalmente varias hojas dobladas, en cuyo frente
está escrito, con letra de mujer, el nombre del destinatario:
«Para Damián».
Traga saliva, respira profundo, despliega la carta y la em-
pieza a leer.
« ◊ »
Favorito de fotógrafos y referencia de muchas personas como
símbolo de salud y estilo masculinos, Damián Belmonte saltó
a la fama como el modelo recurrente de un diseñador novato
que buscaba abrirse paso para mostrar su propuesta a quien
pudiera interpretarla. Se rumoró por mucho tiempo que era un
donjuán empedernido: un día tenía un romance con una pres-
tigiosa conductora de noticias; otro, con la presentadora de un
programa matutino; luego, con la dueña de un gran corporativo
multinacional; incluso se dijo que enamoró a la directora de
una editorial muy famosa para colocar su rostro en todas las
portadas de sus revistas. A pesar de las murmuraciones y de
las discusiones incansables sobre sus romances en las redes
sociales, él siempre encontraba el momento y el lugar para
desmentir todas las relaciones que le inventaban con una frase
muy simple que sus fanáticas se sabían de memoria: «No estoy
interesado en nadie por ahora; pero si encuentro a alguien,
ustedes serán los primeros en enterarse por mí».
Lo cierto era que amaba profundamente a una mujer que
siempre lo consideró su mejor amigo y que se esforzó demasia-
do para que nadie lo descubriera, ni ella, ni el equipo de maqui-
101
llaje, ni los peinadores, ni su representante, ni otros modelos
de la agencia, pues sabía que cualquier paso en falso arruinaría
la vida profesional de ambos. Caminaba, pues, sobre un hilo
delgado de seda en el abismo de su silencio: entre el prestigio
que apenas construían los jóvenes, no había lugar para el amor.
Aún así, ella no veía la situación de la misma forma y echó a
perder todo con tres palabras que lo marcaron por siempre y
que guiaron sus actos desde entonces: «Amo a René».
Sabía muy bien que esa relación estaba condenada al fra-
caso, pero se quedó callado, tal vez porque quería creer que
René le demostraría que estaba equivocado, o tal vez porque se
aferraba a la esperanza vana de que el tiempo le daría la razón
y que el destino sabio actuaría para que sus lazos amistosos se
convirtieran en algo más.
—Me voy a Barcelona.
El destino nunca ha sido benevolente con quienes viven
cruzados de brazos.
—Deberías reconsiderarlo.
Con la cabeza agachada y un pañuelo desechable húmedo
entre las manos, ella lo negó.
—No puedo quedarme aquí —dijo entre sollozos—. Ya no
puedo verlo, es imposible, me duele mucho.
—Déjame hablar con él y...
—¿Para qué, Damián? ¿Qué le vas a decir, eh? ¿Que te da
mucha pena verme triste y que debe ser más considerado con-
migo? —Se limpió la nariz—. Tú y yo sabemos que eso no va a
pasar, que eso no va con él, que no puede ser dulce con lo que
no le importa.
102
—¡Pero tú le importas! Él te lo ha dicho muchas veces, ha
estado contigo en las buenas y en las malas, conoce tus virtu-
des y tus defectos y los acepta, ¿qué más necesitas para que te
sientas correspondida?
—¿Qué más? Que en verdad me ame, Damián, ¡eso es lo
que necesito!
«Yo puedo hacerlo por él si me das una oportunidad», pensó,
pero no era el momento de confesárselo.
—Él no quiso tocarme.
Suponía hacia dónde iba la conversación y quiso repren-
derla por ello, pero no tenía corazón para contradecirla en su
estado, por lo que prefirió restarle peso a su argumento con lo
primero que se le vino a la mente.
—Ambos sabemos que es muy respetuoso —dijo con ner-
viosismo—, o tal vez... tal vez sea de los que prefieren casarse
antes de...
—¡No es eso! —respondió con ira al sentirse incomprendi-
da—. Se notaba en sus ojos, en su postura: no estaba cómodo, le
aterraba la idea de tenerme desnuda en su cama... Debí haberlo
notado antes: no es que no haya aprendido a besar o que bese
feo, es que le da asco hacerlo conmigo. No puedo aceptar que
él... que yo...
Él no pudo decir nada más para defender al hombre que
tanto estimaba y aborrecía al mismo tiempo: «Sabías perfecta-
mente que no iba a hacerla feliz y aún así te callaste; decidiste
verlos en silencio, apoyarlos en esa fachada de relación, seguir
como si nada... ¿Y ahora qué? ¿Vas a decir que se lo advertiste
cuando ni siquiera tuviste el valor de abrir la boca?».
103
A pesar de que le hubiera encantado golpear a René por
romperle el corazón a Magdalena, aunque quisiera dejarlo solo
con sus diseños innovadores y su prestigio vacío a raíz de aquel
incidente, su profesionalismo lo forzó a trabajar con él para
el desfile en la capital a dos meses de la partida de su amiga.
Esa noche, cuando todos los modelos caminaron en grupo a
las camionetas que los esperaban a unas cuadras, recordó que
uno le había pedido por la tarde que guardara su cartera en su
mochila. Lo buscó para entregársela, pero no había regresado
con ellos. Supuso entonces que seguía en el lugar del evento,
por lo que volvió para entregársela. Lo descubrió en los vesti-
dores, arrinconado por un hombre de cabello encrespado que
lo besaba apasionadamente y que acariciaba su espalda debajo
de su camisa antes de permitir que se fuera.
Se alejó discretamente del lugar para sentarse al lado de la
salida, a pesar del frío y de la oscuridad. No le importaba lo que
ocurriera cerca mientras nada interrumpiera sus pensamien-
tos: ese tipo que tanto se esforzó en defender ante Magdalena,
ese que quizá aceptó tener algo con ella por no saber cómo
rechazarla, en verdad nunca la quiso. Recordaba la escena y
sentía asco: «Él y otro hombre... ¡Él y otro hombre...!», y golpeó
su pierna derecha con el puño para liberar su ira mientras lo
culpaba, una y otra vez, por el profundo dolor que le había
causado a su amada, porque la destruyó en su intento por no
lastimarla, porque quizá pensó que se enamoraría de ella con
el tiempo; pero lo cierto era, a su parecer, que René se esforzaba
demasiado en mantener esa relación absurda porque tenía
miedo de aceptar que era maricón.
104
Le pidió a una persona de intendencia que le entregara la
cartera al modelo que aún no salía para no ver a René, luego
se encargó de rechazar todos los trabajos relacionados con él
que le ofrecía en la agencia con el argumento de que tenía otros
compromisos. Necesitaba evitarlo mientras la mención de su
nombre se relacionara con ese recuerdo nauseabundo que des-
ataba su ira insosegable, hasta que aceptara que él también fue
parte del problema al ignorar el curso de los acontecimientos.
Tardó mucho en comprender que en realidad no era culpa de
nadie: el destino camina soberbio sobre los hilos del tiempo que
se cruzan múltiples veces o que jamás se tocan; las atraccio-
nes no cambian de dirección con palabras vagas, así como los
sentimientos no se pueden encerrar para siempre en una caja
de zapatos y arrinconarse en el clóset porque siempre encuen-
tran la manera de salir a flote para fortalecerse o para causar
nostalgia; los secretos no duran para siempre, mucho menos
cuando conllevan arrepentimientos o asuntos pendientes, y él
tenía uno con la persona que aún odiaba por haberse conver-
tido en el mundo de la que amaba tanto. Pero debía encararlo
antes de que la tristeza lo consumiera, antes de que la imagen
de Magdalena apareciera de nuevo en sus sueños para mirarlo
con resentimiento por seguir callando lo que no debía. Tomó de
nueva cuenta el teléfono, buscó entre sus contactos un número
que nunca creyó volver a marcar, esperó hasta que una voz
adormilada penetró en su oído para luego recorrer su espalda
como una gota fría que logró estremecer su cuerpo.
—René, soy Damián. —«¿Él sentirá lo mismo al escuchar mi
nombre? Quién sabe, no importa»—. Necesito hablar contigo
105
de algo importante, ¿podemos vernos? —«Terminemos con esto
antes de que se ponga peor»—. Preferiría que fuera en tu depar-
tamento o en el mío —«No insistas, no voy a verte en cualquier
otra parte, no para hablarte de esto»—. Hecho, te veo mañana.
« ◊ »
Mi querido Damián:
Te agradezco mucho que me hayas recibido en tu cuar-
to, pero ya te dije que no puedo irme contigo, mucho menos
después de lo que hicimos no porque me sienta arrepentida
ni porque lo hayas hecho mal porque eres maravilloso, sino
porque siento que lo hiciste con la persona equivocada, con una
persona muy distinta a la que conociste y a la que le ofreciste
tu amistad alguna vez.
Hay días en los que no me reconozco como ahora, quizá
porque terminé adaptándome a mis circunstancias, y entonces
hago cosas que ni yo misma entiendo como llorar y escribirte
mis penas mientras deseo hacerlo contigo de nuevo. Hay días
en que quiero desaparecer, en que no salgo de mi cuarto y deseo
morirme; otros en los que siento un fuego que me consume has-
ta que Joan me vuelve suya una y otra vez hasta que amanece;
hay otros en los que me consiente tanto y estoy tan feliz que
olvido todo el dolor, hasta el que todavía llego a recordar de esa
vez que te conté cuando decidí irme; hay unos que, aunque no
lo creas, imagino que estoy con René en esa cama, quizá porque
a veces siento que puedo seguir engañándome, que si las cosas
hubieran sido distintas no estaría escribiéndote esta carta.
106
La verdad es que estoy cansada de pensar en el pasado que
duele y en el presente que promete seguir igual, así que me
iré a cualquier lugar que el destino me ponga enfrente con
la esperanza de encontrar el valor que perdí para reconstruir
mi vida antes de que esta Lena termine destruyendo a la otra mi
presencia termine destruyendo la tuya. Pero el destino es cruel,
¿sabes?, por eso he pensado a veces huir de él para que nadie
más sufra por mi culpa o para que yo no sienta que nunca
debí tomar este camino que a pesar de todo me trajo muchas
alegrías, muchas experiencias y muchos contactos.
Debo ser franca contigo, porque es lo único que puedo hacer
en este momento: no sé qué va a pasar conmigo cuando salga
por esa puerta, en una de esas vuelvo con Joan mucho menos
puedo asegurarte que volvamos a vernos, y no voy a volver a
casa para que mi mamá o Micho me vean en este estado. Si en
algún momento ellos dan contigo, diles que estoy bien; pero
si pasa un año y no tienes noticias de mí, no te fuerces a con-
solarlos porque la verdad detrás de tu mentira piadosa podría
destrozarlos más que la verdad misma.
Me aprendí tu número y tu dirección en caso de que venda
pierda mi celular, así que debería ser capaz de escribirte o de
llamarte cuando esté en un lugar seguro, lejos de ese monstruo
que me excita ahoga y que no tardará mucho en buscarme. Si
no parto ahora, sé que me encontrará antes de que intente lo
que sea para recoger mis pedazos y armarme de nuevo.
Quiero que sepas que cumplí la promesa que te hice: no
he llamado ni le he escrito a René en todo este tiempo. Tenías
razón al decirme que hacerlo me lastimaría más, pero tampo-
107
co he sido capaz de olvidarlo del todo. Joan lo supo siempre
y nunca le importó, aunque a veces siento que por mi culpa
nunca permitió que Tony lo invitara a unirse a su empresa. Tal
vez nunca pueda disculparme con él lo suficiente por truncarle
sus posibilidades de crecimiento, tal vez tú tampoco tengas
intenciones de hacerlo después de todo lo que hemos pasado;
pero si no tienes noticias de mí, quiero que le digas que no debe
sentirse mal por rechazarme aquella noche porque aceptarme
hubiera sido peor para él aunque tal vez me hubiera salvado.
Dile que no me molesta que le gusten los hombres que sea feliz
con un hombre, porque es su vida y la respeto, porque tal vez
ese hombre tenga algo que yo no tuve; pero si es igual a mí, dile
que nunca voy a perdonarlo porque bien pudo haberse acostado
conmigo imaginando que yo era un hombre que me olvide y
que siga creciendo, y si todavía no se da cuenta, dile que le dejé
una nota en el carrete de hilo plateado que le regalé hace años,
espero que todavía lo tenga... aunque lo conozco, seguro todavía
lo conserva en un lugar que no suela ver para no acordarse de
mí, yo lo haría en su lugar. Dile que lo use para bordar algo en
el traje de su novio, que para eso se lo di.
Cuídate mucho, por favor, y no cambies de número y de
dirección hasta que sepas qué fue de mí; pero si no tienes otra
opción, no te preocupes, podré arreglármelas de alguna manera.
Te quiere
Lena
P.D. Si me llega a pasar algo, busca la manera de entregarle
a mi hermano la otra carta que te dejo.
108
« ◊ »
No podía aceptarlo. Arrojó con fuerza los papeles sobre la mesa,
se levantó bruscamente de su asiento, dio varias vueltas a la
sala con los puños cerrados sin saber qué pensar, luego regresó
a la mesa para apoyar las manos en el respaldo de la silla y
mirar hacia abajo hasta que decidió decir cualquier cosa para
romper ese silencio que lo estaba matando.
—¿Me estás diciendo que Lena fue a buscarte cuando ca-
sualmente estabas en Barcelona y que te entregó una carta que
casualmente escribió antes de que desapareciera?
A Damián le irritaba tanto su tono irónico que ni siquiera
intentó disimular su inconformidad.
—Mira, me vale verga lo que pienses de mí. —Lo vio direc-
tamente a los ojos, sin vacilar—. Voy a ser claro contigo: tú no
me agradas, le pedí a la agencia que no me diera ningún trabajo
que tuviera que ver contigo porque antepuse mis emociones
a mi labor como modelo. Sí, fallé a mi profesionalismo y no te
perdono que no hayas sido honesto con Lena; pero aún así me
esforcé por llamarte, verte y enseñarte esto no por ti, sino por
ella y Mauricio.
—Aunque lo digas así, esto me sigue pareciendo estúpido,
una pérdida de tiempo. —Le dio la espalda y movió la cabeza
repetidas veces de un lado al otro antes de verlo de nuevo—.
¿Por qué vienes a mí y me haces leer esto cuando tienes otra
carta para Mau y ya sabes cómo encontrarte con él?
—Porque ella me pidió que te diera ese mensaje. ¿Ves? ¡Ahí
está muy claro!
109
—¿Pero por qué ahora, Damián? —lo increpó al sacudir y
azotar la silla en la que se había apoyado—. ¿Por qué ahora
y no de inmediato si sabías que las cosas estaban tan mal? ¿Por
qué ahora y no en otros seis meses más si ya habías esperado
tanto tiempo para venir a verme? ¿Ahora resulta que sí estás
preocupado? ¿Agotaste tus recursos? ¿Le temías a lo que te dije-
ra la agencia, la policía, su familia o cualquier otro que sintiera
que tenía el derecho de opinar al respecto? ¿Fue porque Mau
apareció para removerte heridas viejas que aún te mortifican?
—¿Aún estás hablando conmigo, René, o ya empezaste a
hablar de ti, como siempre?
No soportaba escucharlo.
—Vete.
Su orden mascullada lo irritó aún más.
—Ni siquiera eres capaz de escuchar lo que tengo que decir...
—¡No me interesa! ¡Ya dijiste suficiente! ¡Llévate eso y haz
lo que se te dé la puta gana, pero lárgate ya!
Tomó la carta para doblarla, guardarla en un bolsillo y salir
pronto del departamento, sin preocuparse siquiera por despe-
dirse o por insistir en decirle lo que necesitaba: «Está bien, haré
lo que se me pegue la gana; pero allá tú si arruinas tu carrera
otra vez por no saber perdonarte».
« ◊ »
Ya no podía engañarse, no mientras permaneciera sobrio.
Abrió un gabinete de la alacena para sacar un vaso grande
y una botella de whisky medio llena. No tocaría las otras dos
110
que encontró a su lado, no aún, no mientras pudiera controlar
su nerviosismo con dos o tres tragos.
Guardó el whisky para sacar el aguardiente y un vaso dimi-
nuto que llenó de inmediato para llevárselo a la sala.
Caminó tres pasos, regresó los mismos y se llevó la botella
también.
«...no he llamado ni le he escrito a René en todo este tiempo.
Tenías razón al decirme que hacerlo me lastimaría más, pero
tampoco he sido capaz de olvidarlo del todo.»
—Ni yo, Lena. Ni yo.
Se tomó de golpe el contenido del vaso mientras pensaba
que no era lo mismo: ella quizá lo recordaría con ese odio que
no se experimenta hasta que uno recoge los pedazos de sí mis-
mo y descubre que nunca más volverá a estar completo. Él po-
dría esforzarse todos los días en recordar sus gestos felices y los
mejores momentos de su vieja amistad; mas aquellas imágenes
preciadas se volverían añicos que intentaría rearmar hasta el
cansancio, pero siempre faltaría una parte que nunca sabría
dónde encontrar, o tal vez lo sabía, pero admitirlo lo alteraba:
ese fragmento de vidrio se le enterraba en el corazón conforme
pasaban los años. La astilla se volvió parte de sí mismo como
testigo mudo de su cobardía, como esa prueba intangible de
que nunca será perdonado por creer que podría corresponder
y complacer un amor caprichoso que mantenía esperanzado
con el profundo deseo de acostumbrarse tanto a él que pudiera
presumirle al mundo que era recíproco.
«¿Pero qué es la reciprocidad, René? ¿Complacerlo todo?
¿Aceptarlo todo? ¿Olvidar quién eres? ¿Negar tu identidad?».
111
Se sirvió y tomó de golpe otra vez, luego otra, y luego tres más
mientras le daba tantas vueltas a su vida como la sala a su ca-
beza alcoholizada: «¿Y qué pensabas? ¿Que aceptar ser su novio
y desencantarla bastaría para que se olvidara de ti? ¿Que su
presencia te conduciría de regreso al camino de la inclinación
que nunca pisaste? ¿Que estar con ella haría que tu familia
dejara de rechazarte? ¿Que sería el plan perfecto para vengar-
te porque ella te bajó a Roberto en la preparatoria? Espera,
¿puedes decir que te bajó a Roberto cuando a él ni siquiera le
importó tu existencia? Y esa petición escondida en el carrete...
¿Por qué no puedo dejar de pensar que entendió mal todo lo
que le decía? ¿O fui yo el problema por tratarla como lo hice?».
En sus múltiples giros causados por aquella depresión que
tanto se había esforzado en negar, su mirada se encontró de
repente con la bobina al lado de su cenicero vacío. Como pudo,
estiró los brazos para alcanzarlos y disponerlos frente a él, bus-
có torpemente en uno de sus bolsillos, luego en el otro, hasta
que encontró una cajetilla de cigarros vacía en donde había
guardado ese encendedor que lo traicionó la otra noche: «¿Ves?
Hasta el fuego te apuñala por la espalda, te abandona cuando
más lo necesitas porque quiere verte sufrir, pero ahí vas a darle
otra oportunidad para que se redima, porque crees que hasta el
fuego merece más que tú el derecho de salvarse», frotó el peder-
nal con suavidad y lentitud, con el pulgar adormilado y torpe,
hasta que logró encenderlo: «¡Ahí estás! ¡Bien! ¡Estás perdonado!
¡Eres libre de culpa!», vio arder su poca fortaleza y su exceso de
mentiras en la flama, pensó que se perdería si no la alimenta-
ba, mas no podía permitirlo: iba a ofrecerle un sacrificio, uno
112
que le satisfaciera o que al menos le diera la oportunidad de
crecer para devorar la alfombra, la sala, su vida...
—¡Espera! ¡No hagas eso! —le increpó una voz alterada que
al instante le arrebató el hilo.
Con los ojos perdidos y llenos de fantasmas del pasado, René
vio apagarse la llama para descubrir el rostro preocupado de
Lena.
—Volviste —balbuceó.
—Sí, volví.
Su respuesta encendió su furia.
—¿Y para qué?
—¿Para qué?
—¿Para qué volviste? —preguntó mientras se levantaba—.
¿Para burlarte de mí?
—¿De qué estás...?
—¿Vienes a ver cómo me dejaste? ¿Eh? —Se aproximó a ella
y la tomó de los hombros—. Mírame, ¡mírame bien!
—Para, René, me estás lastimando.
—No finjas, sé que no te duele, porque tú ya no puedes
sentir nada. —Comenzaba a trastornarse—. No te duele, pero
quieres que yo te crea para destrozarme, porque quieres que
yo me arrodille y te pida perdón, porque yo te destrocé la vida
y quieres vengarte, ¿verdad? Por eso... por eso me mandaste
a Mau, ¿verdad? Porque querías que él entrara en mi vida para
que sintiera por él lo que no pude sentir por ti y me despertara
cada día viendo tu rostro, ¿verdad? Y por eso mandaste a Da-
mián con ese mensaje infame de falso arrepentimiento plagado
de deseo sexual digno de una puta en abstinencia, ¿verdad?
113
Quieres que me arrastre, quieres que te bese los pies, quieres
pisotearme para que me duela lo que te hice, quieres... —Un
mensaje tachado: «bien pudo acostarse conmigo imaginando
que yo era un hombre»—, quieres te coja, ¿verdad? —Caminó
hacia la pared sin soltar sus hombros para arrinconarla—. Eso
quieres, ¿verdad? ¿Lo quieres aquí? ¿Ahora? Pídemelo.
—René, yo no...
—Ese es tu pendiente, ¿verdad? —Tomó la cintura de ese
cuerpo difuso con ambas manos para pegarlo al suyo y frotar
su pelvis—. No me vas a dejar en paz hasta que lo haga contigo,
por eso volviste.
—Escúchame, René...
—Tu alma no va a descansar en paz hasta que te vuelva mía
aunque no te quiera, ¿verdad?
Interpretó su falta de respuesta como el consentimiento que
esperaba, solo para confirmar lo que su embriaguez le hacía
pensar: «Ella tampoco te amaba tanto como insinuaba, solo
quería que la tomaras, por eso los demás te dejaban después de
dos o tres acostones, porque ella te marcó con eso, es su mal-
dición, es peor que la del carrete de hilo. Tal parece que nadie
te ha amado porque tú tampoco sabes hacerlo, pero si logras
complacerla, si logras que levante su maldición de tu vida, si
te concentras lo suficiente e imaginas que es Mau, entonces...».
Quiso arrancarle la blusa, mas nunca encontró cómo abrir-
la, «Será desde abajo», bajó su mano para meterla en su ropa
interior, pero un cinturón le estorbaba, «no importa, será vesti-
da», siguió bajando su mano, tomó el cierre de la cremallera de
su pantalón holgado, lo abrió con un tirón violento para luego...
114
Un puñetazo lo obligó a mirar a su derecha, hacia el rincón
vacío de la sala. Giró la cabeza hasta su posición anterior solo
para ver a Mauricio agitado con los ojos rojos, con los dientes
apretando la empatía que no le ofrecería en ese momento.
Levantó el brazo derecho para posar sus dedos sobre la co-
misura izquierda sangrante mientras intentaba comprender
lo que estaba pasando, mas no tuvo tiempo de preguntarlo:
incapaz de seguir viéndolo a los ojos, lo empujó para abrirse
paso aún con la bobina de hilo plateado en su mano izquierda,
giró en silencio para salir del departamento sin mirar atrás,
sin reparar siquiera en que el azotón que le dio a la puerta al
cerrarla camufló el sonido de una silla que había volcado por
atravesarse en su camino.
« ◊ »
Esa noche durmió en casa de Ivonne, si es que podía llamar-
le dormir a ese acto de dar vueltas en una cama desconocida
acompañado por la constante repetición mental de las palabras
y los movimientos que René hacía aunque él le pidiera que
parará: «No lo hagas. Suéltame, por favor. Yo no quiero esto,
no ahora, no así. Tú no eres así, tú eres mejor que esto». Surge
entre el bullicio una frase, tal vez una revelación que vuelve a
dejarlo en shock: «Tu alma no va a descansar en paz hasta que
te vuelva mía aunque no te quiera, ¿verdad?».
—No te sientas mal por golpearlo, yo también lo hubiera
hecho —lo consoló su amiga cuando él le contó lo que había
ocurrido—. Aunque concuerdo contigo: él no es así, no sé qué
115
haya pasado cuando no estabas; pero ya nos encargaremos
de averiguarlo pronto, tal vez mañana, cuando te sientas más
tranquilo. Deberías dormir un rato.
Habían pasado dos horas y no paraba de dar vueltas sobre
la cama: «¿Qué fue todo eso?», se preguntó en un intento por
hallarle sentido a la escena, alguna justificación razonable a
su falta de raciocinio, algún detonante que removiera en él un
sentimiento reprimido o un estado de angustia ignorado por
mucho tiempo, «Debe ser algo muy serio para que no me lo
hubiera dicho», ¿pero realmente estaba en posición de exigir
explicaciones? «¿Cuánto tiempo llevo de conocerlo? ¿Un año? ¿Y
qué tanto sé de él? ¿A qué le teme cuando tiene pesadillas? ¿Qué
lo motiva a diseñar? ¿ Qué le gusta además de la comida case-
ra, el café oscuro y los días nublados? ¿Qué le molesta de este
mundo cuando lo maldice o qué le encanta de su vida cuando la
bendice con una sonrisa? ¿Por qué nunca me ha reclamado su
cama o por qué nunca ha pensado en comprar una litera? ¿Por
qué nunca me ha hablado de su familia cuando él ya sabe todo
sobre la mía? ¿Y por qué siempre le cuesta tanto trabajo despe-
garse de su taller de costura aunque no esté haciendo nada?».
Abrumado, cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que
escuchó el murmullo de una mujer y la voz molesta de un hom-
bre indiscreto.
—Entonces tú también tienes cargo de consciencia y no
encontraste otra forma de lidiar con él que no fuera ir a su
casa y decirle...
—Si fuera eso, lo hubiera hecho desde hace mucho, ¿no
crees?
116
—Ya no sé si creerte, Damián. Eres todo una fichita.
—¿Y en qué te basas? ¿En los chismes de las redes? ¿En lo
que dice la prensa amarillista? Yo la amo, Ivonne, o la amaba,
no lo sé, o la seguiré amando a pesar de todo.
—¿Y eso basta para arrastrar a otros a tu mundo de arre-
pentimientos y culpas?
—¡Ya te dije que eso no era lo que quería! Suficiente tiene él
con sus propios demonios y sus traumas no me incumben; si
es incapaz de perdonarse por ser gay en la vida equivocada, es
su problema, yo no me voy a meter ni le voy a decir que busque
ayuda, tampoco voy a reaccionar como todos: «Ay, pobrecito, su
familia lo repudiaba porque no lo aceptaba como es», porque
precisamente por eso pasó lo que pasó. Lo que no voy a permitir
es que arrastre a Mauricio a su tormenta interna, no quiero que
se vuelva su víctima, a ella no le gustaría eso.
—¿Entonces para qué fuiste a verlo si tanto lo detestas?
¿Para decirle que hablara con Mau para convencerlo de que
dejara de buscarla?
—¡No! ¡No soy un canalla! ¡No necesito intermediarios para
eso! ¡Se lo diría cara a cara aunque luego me odiara! Yo que-
ría... —suspiró—, yo quería preguntarle otra cosa antes de
hablar con él.
—¿Puedes saltarte ese paso ahora?
Sorprendidos por la novedad de que Mauricio estaba des-
pierto y había escuchado demasiado, ambos guardaron silencio.
—¿Cuándo pensabas decírmelo?
—Cuando encontrara la forma de hacerlo —confesó Da-
mián finalmente—. No sabía cómo tocar el tema contigo, no
117
sabía si querrías seguir escuchándome después de confesarte
que ella vino a verme antes de desaparecer.
—¿Y nunca pensaste en levantar una denuncia en contra
de Joan o en reportar su desaparición?
—¿Cómo iba a hacerlo? ¡Eres idéntico a ella! Cuando vi tus
fotos pensé que había vuelto con él a pesar de todo lo que le
hizo, así como lo puso en su carta. Le llamé, le escribí, pero
nunca me respondió, entonces pensé que él la había obligado a
cortar comunicación conmigo. No he podido tomar vacaciones
desde entonces ni me han vuelto a ofrecer trabajos en España,
como si me hubieran vetado, ¿sabes?, y tampoco es como que
pudiera confiar en cualquier persona para abordar el tema y
para que le diera un mensaje de mi parte. Sé que suena a que
busco cualquier excusa para justificar mi falta de esfuerzo, sé
que no tengo perdón, pero...
—No importa ya —lo cortó tras retirar los dedos que había
apoyado en el entrecejo mientras escuchaba sus razones—, lo
único que quiero entender ahora es por qué tenías tanta nece-
sidad de hablar sobre ella con René primero cuando yo soy el
más interesado en encontrarla.
A pesar de haber salido del departamento del diseñador con
la convicción de decirle toda la verdad, ya no estaba tan seguro
de que fuera lo mejor. Luego se armó de valor para hablar por-
que era consciente de que las cosas no se resolverían con su
silencio. Sacó del bolsillo interno de su chamarra un sobre y
lo puso sobre la mesa con el objetivo de que él decidiera qué
hacer después de revelarle sus intenciones.
—Lena te dejó esta carta antes de irse.
118
No necesitaba pensarlo demasiado: sacó el papel para exten-
derlo, leyó ansioso las primeras líneas, luego tuvo que sentarse.
Con los codos apoyados en la mesa, las manos temblorosas y
un nudo en la garganta, se esforzaba por no permitir que las
lágrimas invadieran sus ojos hasta que llegara a la última letra
de esa nota de despedida que debió haber escrito y desechado
muchas veces antes de guardar en el sobre la versión definitiva.
Quería entenderlo todo, quería repasarla una y otra vez aunque
su corazón se pulverizara en el proceso, porque no se detendría
hasta que todas las pistas cayeran, una a una, en los huecos de
una historia que desconocía y que lo mantendría despierto por
el resto de la noche.
« ◊ »
Mi amado Micho:
Perdóname por no responder tu último correo y por es-
cribirte cada vez menos. Quizá te hayas dado cuenta, aunque
desearía que no; pero cada día era más difícil para mí leerte y
contestarte, porque mentirte me pesaba cada vez más hasta
que me encontré en una posición donde me avergonzaba de-
cirte que todo iba mal, porque no quería frustrar tus sueños,
porque quería protegerte del desencanto de este mundo frívolo
y hermoso a la vez por llegar al lugar equivocado.
Al principio te dije la verdad; pero las cosas empezaron a tor-
cerse conforme pasaban los meses: olvidé a lo que vine así como
olvidé mi dignidad, me convertí en la acompañante de Joan
para que me dejara modelar, porque él se aprovechaba de mis
119
debilidades para amarrarme a él, porque cometí el error de
refugiarme en él en el peor momento de mi vida para encontrar
consuelo y llegó un punto en el que ya no podía vivir sin verlo,
sin escucharlo, sin que me tocara y me volviera suya.
Sé que muchas veces te dije que podrías venir a Barcelona
a trabajar como fotógrafo para Joan o para Tony, o que podrías
entrar a la agencia de Javi si reconsiderabas lo de ser modelo;
pero si lees esto, hazme caso: no vayas con Joan, no dejes que
sepa de ti porque seguro te querrá usar para sus negocios sucios
como ha hecho con muchas personas. Aléjate de él antes de que
te arruine la vida.
Hace un mes lo escuché hablando por teléfono con alguien,
le dijo que todo estaba listo, que el sábado podía pasar a verla y,
si quería, a probarla para ver si le convencía el producto. Pensé
que hablaba de ropa para el verano, pero me equivoqué: ese día
los vi hablando en la sala, los seguí al taller, vi a una niña muy
linda llena de ilusiones convencida de que eso se trataba de una
entrevista, que le darían la oportunidad de su vida, y luego...
Me dio tanto miedo lo que pudiera hacer si se enteraba de que
lo había descubierto que decidí callarme; pero ya no puedo
con esto, Micho, ya no puedo vivir con ese monstruo y con
este cargo de conciencia. Pensé en llevar pruebas a la policía,
pero sé que será inútil porque su cliente es influyente, así que
me iré para que no me encuentren, porque todo se acaba si se
enteran y me atrapan.
Le he pedido a Damián que te entregue esta carta en caso de
que me pase algo porque tengo el presentimiento de que no vol-
veré a verte. Por favor, consuela a mamá y dile que me perdone
120
por hacerla llorar. Si ves a papá, dile que siento haber sido tan
terca y nunca hacerle caso; pero que tampoco me arrepiento
de haberme dedicado al modelaje porque disfruté mucho mi
carrera cuando era libre de hacer lo que me gustaba. Diles a los
dos que los amo y abrázalos fuerte, muy fuerte.
Voy a pedirte algo más, porque te conozco bien y sé que no
vas a abrir mi caja de hilos porque la detestas: en la parte de
abajo te dejé una carta para mi viejo amigo René, el que me
regaló el hilo dorado. Anoté su dirección en el sobre, quiero
que vayas ahí y le entregues la carta y los hilos. Que no se te
ocurra mandarlos por mensajería, llévaselos porque quiero
que lo conozcas: él fue el único, aparte de ti, que aguantó mu-
chos de mis berrinches sin que terminara odiándome; es una
persona muy buena y amable, tiene un corazón hermoso, es
creativo, muy inteligente, aunque a veces puede parecer torpe
y descuidado, y tiene otras cualidades que no voy a escribirte
porque quiero que lo conozcas, que hables con él, que trabajen
juntos de alguna manera...
Quiero decirte que pensar en ti y leer tus correos fue lo
único que me mantuvo cuerda todo este tiempo, porque tu pre-
sencia y tus palabras tienen un efecto curativo impresionante,
y ese es tu don. No te mando solo a que le entregues lo que te
encargo, más bien te mando para que me hagas otro favor:
varios meses después de que me fuera, René dejó de diseñar. A
veces pienso que fue mi culpa por darle la espalda en un mal
momento, porque me obsesioné tanto con la ilusión de que me
amara que nunca quise entender lo que él sentía, y sé que nun-
ca podré disculparme lo suficiente por eso ni podré devolverle
121
el tiempo de su carrera que ya perdió. Quiero que lo animes,
que seas el soporte que yo no pude ser, y si por alguna extraña
jugarreta del destino te enamoras de él, no te preocupes por mí
y hazlo feliz por ambos aunque no te corresponda.
Te quiero mucho, Micho. Siempre te llevaré en mi corazón.
Lena
« ◊ »
Al centro del escenario oscuro, en el teatro improvisado de su
bosque muerto, el cazador descansa. Viejo y experimentado
conocedor de su entorno, advertido de todos los riesgos a los
que se enfrentaría siguiendo incansablemente a una liebre,
olvida que el bosque siempre cambia, que ningún camino es
seguro y que un animal inocente puede significar su gloria o
su ruina. Estaba seguro de su triunfo, había arriesgado todo y
estaba a punto de alcanzar a su presa; pero cuando ella se había
acostumbrado a su presencia, dejó caer el rifle y disparó al aire
por error. La presa se había ido, lo dejó solo, y él se había alejado
tanto de su hogar que no sabía cómo regresar.
Lo cierto es que está cansado de vivir esa escena recurren-
te: una esperanza que nace a pesar de su cautela, una alegría
efímera que lo apuñala cuando se muestra vulnerable, una
tragedia que lo vuelve miserable y lo obliga a preguntarse por
qué cayó de nuevo en esa trampa maldita que lo destroza cada
vez con más crueldad, aunque con menos dolor, porque es
normal sentirse terrible tras la primera ruptura, pero es ton-
to hacerlo tras la tercera o la cuarta. «Pero tú sabías que no
122
duraría, tú lo buscaste, tú lo causaste, ¿cómo esperabas salir
airoso de una batalla que habías perdido desde el principio y
que ahora te está condenando al desastre?».
Es el momento perfecto para abrir la última botella que en-
cuentra en la alacena, olvidarse de las etiquetas y encerrarse
en su taller para contemplar las muestras de su desventura:
las prendas de cuero que representan el fondo de su pozo
seco, las de pliegues que simulan el agua que sacia su sed, las
de colores que se mezclan con negros y grises hasta dar paso a
dos trajes andróginos finales: uno con tela estampada de colo-
res diversos y otro blanco espléndido como una aparición. El
estampado podría usarlo cualquier modelo interesado en par-
ticipar en su desfile; el otro lo confeccionó especialmente para
quien lo condujo a ese punto de su vida salpicado con imágenes
nuevas, sentimientos confusos, emociones complejas, brillo en
su penumbra interminable, horizontes jamás explorados... «Sí,
el de colores es tu vida, era tu vida, era la percepción de tu futu-
ro, era tu redención, y ahora será tu mortaja. Eres un imbécil».
Toma un trago considerable de su botella, se sienta en el
piso con la espalda contra la puerta y mira a cualquier parte, no
le importa a cuál mientras no voltee hacia el traje estampado,
que ahora le parece insoportablemente alegre. «Pero querías
diseñar otra vez, René. Querías algo que te ayudara y lo encon-
traste a él. Creíste que bastaba con mantenerlo a tu lado para
inspirarte. Pensaste que todo estaría bien si no le decías nada
y si mantenías tu distancia, ¿y qué ganaste? Muchas prendas
bonitas, el éxito mundial, un nuevo aire, un puñado de fotos...
Todo hubiera sido diferente si le hubieras hecho caso a tus
123
bajos instintos y a ese deseo febril que siempre te ha acompa-
ñado aunque no quieras admitirlo; si aquella noche lo hubie-
ras arrastrado a tu cuarto para poseerlo y te hubieras largado
en el primer vuelo para no verlo nunca más como el maldito
cobarde que eres».
Otro trago desesperado para rebasar la mitad del contenido
de la botella mientras balbucea maldiciones: «¡Malditos sean!
¡Malditos hermanos! Una me deja porque no la quiero y otro me
deja porque lo quiero demasiado. A esos dos nunca les interesó
lo que sentía, nunca se lo preguntaron e hicieron conmigo lo
que se les vino en gana, ¡malditos egoístas! Al final el que paga
los platos rotos soy yo, siempre yo, pero bien merecido me lo
tengo por idiota». Se ríe de su patetismo mientras se desabrocha
el botón de su camisa que presiona su cuello y que le impide
respirar: «Sí, Renecito, eres un idiota por pensar que puedes
amar a una mujer como ella desea, o por creer que no pasará
nada si combinas el trabajo con los sentimientos, o por suponer
que ser bueno con alguien te hará ganar su cariño, o porque de
cualquier manera eres un imbécil por creer que tienes permiti-
do redimirte o que te perdonen todo después del daño que les
causaste por querer salvarte a ti mismo para recuperar lo que
ya no está a tu alcance de todos modos».
Sigue bebiendo aunque su garganta arda en el infierno de
sus remordimientos, aunque en el proceso pierda la voz para
siempre y se vea impedido de expresar todo lo que nunca pudo
decirle a nadie y que en ese momento ya no importa, pues no
será escuchado aunque grite o se arrastre. «Y lo sabías, lo sabías
mejor que nadie, habías logrado volverte insensible y superarlo
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pronto, ¿por qué ahora es diferente?, ¿por qué él es diferente a
los otros?, ¿por qué ahora te duele tanto vivir?».
Su ira se desborda cuando el alcohol se termina: no hay
más consuelo, ni más escape de su realidad, ni una respuesta
válida para su infinita pregunta: «¿Por qué, René?», un golpe
al piso que no pudo romperle la mano, «¿Por qué te aferraste
a la nube de una tormenta que caería y se escaparía entre tus
manos? ¿Por qué nunca aceptaste que la vergüenza y el arre-
pentimiento te seguirían por siempre si construías tu felicidad
sobre los escombros de esa duda que se convirtió en error y
luego en la puñalada final tras tu acto cobarde? Nunca mediste
las consecuencias o nunca quisiste verlas, eso es, porque siem-
pre fueron claras, y tú eres cobarde, tan cobarde que creíste
que volverías al camino de la norma, tan cobarde y cerrado que
no querías aceptar que te gustaban los hombres, tan cobarde
e imbécil que preferiste destruir tu mundo antes de siquiera
reconsiderar que el roto eras tú por no aceptarte como eres, y
ahora... ahora...».
Un golpe seco acompañado por un grito reprimido de su
garganta ardiente y anudada, unas cuantas piezas visibles de
vidrio roto, una botella sin fondo y un traje de colores níti-
dos, brillantes, chillones, cegadores, insoportables... Se levanta
de pronto aún sosteniendo el cuello de la botella afilada y se
abalanza sobre su vida, sobre sus sueños, para apuñalar tres
veces el maniquí sin conseguir el efecto deseado. Corre hacia la
mesa de corte y toma una navaja para propinarle incontables
heridas al lado izquierdo de su pecho, hasta cansarse; pero sin
sosegarse ni dar en el blanco. Arroja la navaja y busca sus partes
125
rotas o vulnerables para desgarrarlo sin preocuparse por los
alfileres que aún tiene prendidos y que le pinchan las manos,
y lo mancha con diminutas gotas de sangre sin preocuparle el
resultado artístico de ese arrebatamiento que nubla sus senti-
dos. Deshila, despega, destroza sus ilusiones convenciéndose de
que la vida nunca va a perdonarlo, que un error se multiplica y
trasciende para golpearlo repetidas veces cada que encuentra la
oportunidad, y se pregunta de nuevo por qué pensó siquiera en
la posibilidad de retomar sin problemas su carrera en el punto
donde la dejó, porque no puede pensar en otra cosa, o más bien,
no quiere pensar en lo que realmente lo agobia, pues hasta
ebrio y en la ruina no puede dejar de culparse por algo que
por primera vez no es Magdalena: «Estaba ahí, tan cerca, tan
puro, recuperado, pero tú lo rompiste de nuevo, tú y tus deseos,
tú y tu sed de falsa redención, y ahora él...». Jadea y deja caer
los últimos retazos de su felicidad artificial para encontrarse
de nuevo con el traje blanco, siente la necesidad de caminar
hacia él para hablarle, aunque no sabe aún qué logrará con
eso: «Podrías, no sé, lograr que te perdone si te disculpas por
callar información importante sobre su hermana y explicarle
por qué estuviste a punto de tomarlo a la fuerza; podrías evitar
que se vaya si le pides perdón, si te arrodillas y agachas la ca-
beza, si abrazas sus piernas e impides que salga por esa puerta
de nuevo..., sí, de nuevo, ¿no lo ves ahí, juzgándote en silencio,
envuelto con los trapos sucios que has confeccionado con ese
amor pútrido que te corroe?, ¿no?, ¿ni su sombra, ni su esencia,
ni su perfume?, ¿no lo ves ahí mirándote con esos ojos al rojo
vivo por la ira y con esas lágrimas que en tantas ocasiones
126
quisiste evitar que derramara?, ¿no?, ¿no ves entonces cómo se
deforma su rostro y cómo abre sus fauces para devorarte ahora
que estás derrotado?, ¿no ves lo que siempre te advertiste?, ¿no
te das cuenta, inútil cazador, que te has convertido en la presa
perfecta de otro lobo despiadado?, ¿no lo ves, acaso?, ¿estás tan
ciego para notar que estás aferrándote a la base de un maniquí
arropado con tus esperanzas?, ¿acaso lo primero que devoró el
lobo mientras dormías fueron tus ojos?, ¿cuánto tiempo más
vas a quedarte así, tan patético, sollozando lo que nunca fue
tuyo?, porque lo sabes, ¿verdad?, compartir el techo no significa
compartir la vida, ni los sueños, ni los mismos sentimientos,
porque tal vez él pueda ser feliz cuando te olvide, pero tú ya
estás condenado a recordarlo por siempre».
Se levanta del suelo: «No será así, ¿recuerdas que te lo pro-
metiste desde hace mucho? Nadie va a doblegarte, nadie va a
destruirte de nuevo, y si ya te percataste de que todo se hunde,
toma la iniciativa y termínalo de una vez». Gira la cabeza y mira
un trozo de vidrio en el piso, se pierde en su filo y respira con
dificultad al tiempo en que piensa que debe repetir, esta vez sin
dudar y sin dejar a medias, el acto que no pudo concluir tres
años antes: «Un corte basta, René. Uno profundo, uno que no
duela, o al menos uno que te marque para siempre si alguien
te encuentra aún consciente o en tus cabales, uno sin notas,
porque en estas circunstancias no necesitas despedirte de na-
die que te extrañe porque más allá de esa puerta no hay nadie
que quiera al menos escuchar lo que sientes o piensas antes de
saltar al infierno». Extiende el brazo, toma el trozo de vidrio,
un poco de valor, un último recuerdo y entonces...
127
« ◊ »
Mientras más vueltas le da al tema y a los sucesos del día ante-
rior, más se convence de que su presencia le seguirá haciendo
daño, y conforme se va acercando a su departamento, más se
esfuerza por no ponerse nervioso ni arrepentirse de sus decisio-
nes: «Debo decirle —piensa—, debo decirle lo que siento antes de
irme, debo hacerlo por él, porque no quiero que siga sufriendo
por mi culpa, porque si mi presencia le recuerda tanto a mi
hermana, nunca sanará». Da vuelta en una esquina concurrida,
ve los rostros de la gente que pasa y se resigna: se ha ido con la
esperanza de nunca ser encontrada y él debe respetar ese de-
seo aunque no lo acepte del todo: «Si hubiera hablado conmigo
antes, si tan solo me lo hubiera contado de otra manera, tal vez
hubiera encontrado la manera de ayudarla. Tal vez reconsidere
sus planes en algunos meses más, quizá tengan que pasar años,
o tal vez espera que Joan sea apresado para salir de su escondite.
Sí, eso debe ser, ella encontrará el mejor momento para volver
y declarar lo que sabe, lo hará, ella no está...», pensarlo le da es-
calofríos, se fuerza a levantar la mirada hacia el cielo para que
ninguna lágrima escape de sus ojos tristes, se chupa los labios
para no soltar un gemido angustioso y suspira para recuperar el
control de sus emociones: «No, Mau, no pierdas la fe, no ahora
que necesitas aferrarte a algo antes de que tu propia decisión
termine destrozándote otra vez».
Saluda al portero del edificio y entra al elevador mientras jue-
ga con la llave del departamento en uno de sus bolsillos. Piensa,
de pronto, que le hubiera encantado escuchar los pormenores
128
del pasado de René, al menos una anécdota divertida que le per-
mitiera recordarlo con cariño, como la primera vez que decidió
coser alguna prenda o la historia del velís del clóset que había
mandado a remodelar poco antes de que diera los primeros sínto-
mas de su culpa reprimida: «Ahora entiendo por qué me trataba
con tanta frialdad: no es que estuviera agotado por terminar
la colección, no es que Tony lo estuviera presionando con las
muestras para la presentación de septiembre, es que algo malo
debió recordar cuando vio el hilo plateado, no por nada rechazó
mi idea de que lo usara para bordar algo en el traje blanco. Ahora
entiendo por qué se molestó tanto ese día. ¡Maldita sea! ¿Por qué
no me di cuenta desde entonces de que algo andaba mal con él
y con sus recuerdos de Lena?».
Se abre la puerta del elevador, avanza con tanta pesadez so-
bre un tramo de veinte metros que pareciera que nunca llegará
a su destino. Sin embargo, a unos cuantos pasos de llegar a su
destino, escucha un grito desgarrador que le roba el aliento an-
tes de golpear su corazón y acelerar sus latidos. No lo piensa dos
veces: saca la llave del bolsillo, abre pronto la puerta y entra al
departamento. No se detiene a contemplar la sala desarreglada
ni el suelo de la cocina recubierto con platos rotos; se dirige al
taller, abre la puerta y lo encuentra ahí, con el fragmento de
botella en la palma de su mano izquierda ensangrentada.
—No puedo, no quiero, no así —gimotea—. Ya te lastimé
demasiado, Mau, ya no puedo ni verte. —Suelta el trozo de
vidrio mientras le habla con dificultad al traje blanco—. Tú
tampoco me veas así, ¡no me veas! —Cierra los ojos y se arrastra
lejos del maniquí para ocultar la cara detrás de su brazo herido,
129
pero no dura mucho en esa posición y vuelve a mirarlo—. Yo
no te dije nada porque no quería que te fueras, ¡no quería!, ¿y
sabes por qué?, porque no iba a soportarlo, y ahora que no estás
me duele aquí. —Se golpea el corazón con la mano derecha—.
Y me duele como nunca, ¿entiendes? Me duele más que cual-
quier traición, me duele más que esta culpa que siento; pero
me duele más haberte hecho lo que te hice, me duele ser peor
que ese monstruo que te hizo tanto daño, me duele, me duele
tanto..., pero me lo merezco porque soy un tonto, un tonto y
un cobarde. —Se enjuga el rostro con el dorso de la mano—.
Yo no te merezco, ¡no te merezco! ¡Ni siquiera merezco vivir!
¡Y tampoco me he ganado la muerte! Merezco ser castigado,
merezco el olvido y tú... tú no... —Respira con agitación y se le
corta la voz—, tú no mereces el amor de un cobarde.
Eso le basta para olvidarse de todo: sus planes de despedida,
su tristeza al pensar que nunca encontrará a su hermana, sus
noches de insomnio, sus días desesperados, sus malos momen-
tos... Toma un retazo del traje roto, se acerca despacio a René, se
acuclilla y envuelve su mano izquierda con cuidado para detener
su hemorragia, cubre sus mejillas con las palmas para enjugarle
las lágrimas con los pulgares sin decirle nada, pues sabe que aún
no tiene palabras para consolarlo.
—Mauricio...
Él tampoco debe tener palabras para disculparse, pero no
las necesita. Decide, en cambio, devolverle la serenidad con la
pureza de su alma, con todo ese amor contenido que no po-
drá articular mientras ocupe los labios en explorar los suyos.
Tras un rato, le da la oportunidad de recuperar el aliento y de
130
apoyar la cabeza en su hombro para luego acariciar su cabello
y reconfortarlo. Entonces lo escucha liberar un suspiro largo,
profundo, que despeja su mente de malos pensamientos para
verse inundada, de pronto, por el aroma y la calidez de quien a
partir de ese momento le hace la promesa silenciosa de nunca
dejarlo.
131
Una nueva pasarela tapizada con remiendos
Con doce años de experiencia en el mundo del maquillaje
profesional, Ivonne Miller conoció el trabajo de René Are-
chavaleta —quien desde sus primeras presentaciones fuera
llamado «La joven promesa de la moda nacional»— aquella
noche fatídica en la que Magdalena decidió dejar de modelar
para él. Esa vez descubrió, con cierto asombro, que el diseña-
dor tenía una perspectiva muy peculiar sobre la confección de
sus prendas; pero que su maquillista dejaba mucho que desear.
Pensó entonces que aquello era una burla a su oficio: «¿Quién
se atreve a destrozar rostros hermosos de esa manera? ¿A qué
pasantes o personas sin experiencia llamó para peinar y ma-
quillar a estas mujeres en cinco minutos? Si los medios van a
hablar de él, será mejor que un verdadero profesional le ayude
con esto para que deje de hacer el oso».
Se volvió su amiga y trabajó con él dos veces: primero, en
la pasarela de la capital, aquella en la que Damián atestiguó la
verdad acerca de sus inclinaciones; después, en una exhibición
pequeña y poco concurrida que fue calificada por los medios
como el apogeo de una carrera fugaz. Nada más se supo de él
durante dos años y medio, hasta que reportaron su asistencia
132
a la presentación de la sociedad de Tony y Joan con Alexis
Santos, en Madrid, aunque nadie tuvo la oportunidad de en-
trevistarlo.
Ni bien se enteró de la noticia, le habló por teléfono.
—Fuiste a Madrid y no me invitaste, ¡qué poco cortés!
Con un dolor de cabeza terrible, cortesía de la borrachera de
la noche anterior, René le respondió con la voz suave de quien
va a desvanecerse en cualquier momento.
—Ivonne, son las siete, no estoy para esto.
—Está bien, no voy a reclamarte por no llevarme contigo;
pero sí te voy a reclamar que hayas ido a ver y no a presentar.
¿Cuándo piensas sacar algo nuevo?
—Nunca. ¿Feliz?
—¿Qué pasa contigo, René? —le preguntó con esa preocu-
pación que no la abandonaba desde el día en que lo vio derro-
tado en su taller, sumergido en la desesperación de sentirse
perdido, inútil, casi besado por la muerte—. Tienes un talento
innato, un presupuesto decente y una maquillista milagrosa,
¿por qué no lo intentas una vez más antes de la Semana de
Nueva York?
—Mira, si tuviera algo para presentar, ya te hubiera llama-
do. Me hiciste prometértelo, ¿te acuerdas? No insistas más y
espera que yo te llame, ¿está bien? ¡Bien! Buenas noches.
Comenzaba a perder la esperanza cuando él la invitó a su
departamento, y ver la cantidad de personas que asistieron a
aquella pasarela en España casi la hizo llorar. Pero tenía que ser
fuerte, enjugarse la pequeña lágrima que estaba por escaparse
de su ojo derecho, regresar a bastidores y terminar el trabajo
133
más importante que su amigo le confió desde aquella noche
de verdades reveladas con vino y café que se alargó hasta la
madrugada.
—¿Nervioso?
Vestido una vez más con el último conjunto de la noche,
Mauricio se apretaba los dedos.
—Un poco, ¿y tú?
—¿Nerviosa, yo? ¡Nah! —Tomó una brocha para polvearle
la cara—. Emocionada sí, que es otra cosa. Hace mucho que
esperaba este desfile, ¡ni se te ocurra arruinarlo!
Él quiso reírse, pero sus inquietudes no se lo permitieron.
En su mente giraba un remolino de decisiones e incertidum-
bres que los habían llevado hasta ese punto, después del cual
tendría que aceptar su vida, así como la voluntad de su her-
mana de no ser encontrada o su destino aciago que le costaría
trabajo superar. Por el momento, sin embargo, debía presen-
tarse una vez más para cerrar ese capítulo de penas, con la es-
peranza de que el monstruo que les robó su libertad apareciera
para que finalmente recayera el peso de la justicia sobre él.
« ◊ »
Ve a sus modelos salir una por una al tiempo en que fluyen sus
pensamientos: ese vestido negro y pesado, similar a la noche
de su bosque espeso, le recuerda la pérdida de su identidad; ese
otro, blanco envuelto en retazos delgados y oscuros, representa
los pensamientos que lo perturbaron hasta sofocarlo; aquel tra-
je de colores brillantes con camisa negra simboliza su esfuerzo
134
por esconder su dolor durante aquellos años de confusión que
no desea que nadie más conozca. Más telas mezcladas con par-
tes de su vida, más colores que ocultan o que resaltan su cora-
zón roto, triste, abandonado por sí mismo en ese trayecto de
altibajos por el que se dejaba llevar sin intención de entender la
causa de su sufrimiento o de luchar para rechazarlo y sobrepo-
nerse de ese castigo que según él merecía. Luego aparecen tiem-
pos mejores: ese conjunto de blusa de manga larga con falda
corta le da frescura a la colección y a su vida; ese vestido negro
con un degradado en rosa brillante busca transmitir aquella
invasión de sentimientos que comienzan a iluminar su bosque,
y tras varias prendas más que revelan la transformación de su
mundo, en la pasarela aparece la luz.
—No vas a modelar como Lena.
Quiso protestar por la violación de su acuerdo, pero él no
le permitió articular su discurso.
—Tú no eres tu hermana y lo sabes: tienes tus virtudes, tus
propias fortalezas, tus sueños, esta vida que te esfuerzas en
construir... ¡Tienes todo, Mau! Si vas a modelar en mi pasarela,
será bajo mis términos: quiero que salgas y que brilles con tu
propia identidad.
—Está bien —dijo con una seriedad aparente, quizá escon-
diendo la sonrisa que le causaban sus palabras o las ganas de
besarlo en ese momento—, pero quiero algo a cambio.
Y ahí está él, como una aparición en el bosque nocturno,
extendiéndole la mano para sacarlo de las penumbras, envuelto
en la tela blanca de un conjunto andrógino bordado con hilos
de plata.
135
—Dices que esto está hecho especialmente para mí, ¿verdad?
—Lo vio asentir—. Entonces quiero que le bordes algo con el
hilo plateado.
El gesto de inconformidad de diseñador no se hizo esperar.
—Luego hazte un traje a juego y ponte esto.
Los aplausos de los espectadores lo sacan de su embelesa-
miento. Repara entonces en la mano que le ofrece Mauricio,
la estrecha con cariño y la sube hasta sus labios para besar
su dorso al tiempo en que le muestra aquella prenda que le
pidió que usara ese día: un anillo dorado en su dedo anular.
Recibe a cambio una sonrisa complacida, satisfecha por lo que
ve: un René con el cabello corto y arreglado, vistiendo un traje
ahuesado con una camisa blanca y una corbata bordada con el
mismo hilo que usó para las orillas del pantalón acampanado
y de la camisa asimétrica de su pareja. Fue tal el impacto de
aquella salida de agradecimiento que su foto se extendió como
pólvora por todas las redes sociales de los amantes de la moda
y despertó la curiosidad de la prensa, que esperaba con ansias
la conferencia de prensa organizada por Tony Berry y Alexis
Santos para celebrar formalmente su alianza de negocios con
ese hombre renovado que no volvería a dejarse caer mientras
se aferrara a vivir y luchar por amor.
« ◊ »
—Una pregunta para el señor Arechavaleta —se animó por
fin una reportera que escribía para la prensa rosa—. Ya sé que
no tiene nada que ver con su regreso al mundo de la moda;
136
pero todos quieren saber algo de usted: ¿es cierto que contrajo
matrimonio con Magdalena Quirós?
Por respeto a Lena, ambos habían acordado terminar con
esa farsa de la mejor manera que se les pudo ocurrir.
—Magdalena y yo tomamos caminos diferentes desde hace
un par de años. No he hablado con ella desde entonces; aunque
entiendo que se sientan confundidos porque en un principio
comunicamos que en la pasarela se presentaría «Lena» Quirós.
Sin embargo, decidimos hacerlo así por petición de Mauricio,
su hermano aquí presente, quien decidió modelar bajo un seu-
dónimo por primera y única ocasión porque...
—¿Entonces se casó con Mauricio?
—No estamos casados, solo nos comprometimos antes de
venir a Madrid.
—¿Y van a casarse pronto?
—Vamos a esperar un poco para establecernos bien aquí y
esforzarnos para que la sociedad con Tony y Alexis prospere.
Ya les avisaremos cuando llegue el momento.
El bullicio y las manos alzadas no le permitieron hablar
sobre las razones de Mau para ocultarse tras un seudónimo,
aunque eran conscientes de que debían abordar el tema de su
desaparición para enviarle a Lena un mensaje claro que pudie-
ra recibir por cualquier medio o, en el peor de los casos, para
solicitar y agradecer cualquier información sobre su paradero.
—Siguiente pregunta.
—Yo tengo una —dijo con fuerza una voz masculina al fon-
do de la sala de prensa—. Quisiera preguntarle al señor René
qué se siente aferrarse a una mentira.
137
Todas las miradas se dirigieron hacia una salida de emergen-
cia, en cuyo marco se había recargado un hombre con la barba
desarreglada y aún así bien parecido. Al verlo, René quiso levan-
tarse; pero Mauricio, sentado a su lado, apretó su mano para
detenerlo al advertir que aquel espectador indeseado portaba
un arma que no dudaría en utilizar ante la menor provocación.
« ◊ »
Creo que no fui claro, así que lo plantearé de otra manera: esa
persona de ahí, esa que se hace llamar Mauricio para sentirse
segura, es en realidad una mujer muy guapa. Parece muy re-
finada, muy recatada, muy santa; pero es insaciable. Un día
lo hicimos tres veces seguidas, pero ese no es el punto ahora.
La conocí un día en México, tomando cerveza en un bar de
mala muerte, muy triste porque su noviecillo René no la com-
placía. Me dio mucha pena verla así, entonces le dije: «Eres muy
linda, no vale la pena que sufras tanto por un idiota que no te
valora. Necesitas alejarte, respirar nuevos aires para recuperarte
y para desenvolverte, porque tú mereces crecer y aquí no lo
harás. ¿Qué tal si vienes a Barcelona conmigo? Tendrás trabajo
seguro, buena paga, buenos contactos y excelentes oportunida-
des». ¡Y claro que aceptó! ¿Quién dejaría ir una oferta tan jugosa
si se le presenta así? Pero todo se vendría abajo para ella si su
exnovio la seguía y yo no quería que estuviera triste, entonces
hablé con Tony: «¿Sabes qué? Tú elogias mucho sus diseños
porque eres su amigo; pero eso no va a vender, no va a pegar en
España, va a ser un desperdicio de recursos». Como buen amigo
138
incondicional, él no quería creerme: «Vamos, creo que el riesgo
valdrá la pena», entonces insistí: «Mira, Tony: tú haces negocios
con ese tipo y yo salto del barco, retiro mi inversión y a ver
cómo le haces». Entonces me hizo caso. No lo culpo: su marca
estaba atravesando un pésimo momento, perder la mitad de sus
fondos lo dejaría en bancarrota, René aún no le podía ofrecer
ni la décima parte de lo que yo invertí y seguramente aún no
puede hacerlo; pero Tony es un tonto que antepone su amistad
a los negocios. Ya se acordarán de mí cuando lo vean quebrado.
En fin: me traje a la casa a Malena (no sé por qué insistía
tanto en que la llamara Lena, Malena suena mejor), nos lleva-
mos bien, nos conocimos mejor, nos emborrachamos juntos,
nos acostamos varias veces sin compromiso de por medio hasta
que un día me dijo: «Te necesito, Joan, haré lo que sea por ti,
pero nunca me dejes». ¡Uff! Esa fue la noche más feliz de todas.
Decidí hacerle caso y nunca me aparté de su lado: cosía y
confeccionaba en su departamento, la acompañaba a todos sus
trabajos, la veía en todas sus pasarelas... hasta que me di cuenta
de que le coqueteaba a otros hombres. Ella lo negaba, los tipos
que le hablaban también; pero yo sabía que me engañaban. No
iba a permitir que ella me dejara, porque no era justo que yo le
diera todo mi amor y que ella no me diera nada a cambio, se lo
dije y se disculpó, y me dijo que no quería a nadie más que a mí
y que esos hombres le habían hablado primero, así que empecé
a cuidarla mejor: le dije que no tomara los trabajos que no le
convenían, como las sesiones de fotos para revistas porque iba
a tener a un montón de idiotas haciéndose pajas con ellas; le
exigí que regresara a la casa antes de las ocho para que nadie
139
se atreviera a agredirla cobardemente de noche; una vez le dije
que dejara de portarse como una puta con otros o me iría y la
dejaría a su suerte, luego me arrepentí y le pedí perdón por
ofenderla, porque lo que hacía era por su bien, porque la amaba;
pero ella seguía sin entender, así que decidí encerrarla con llave
los días que necesitaba trabajar en mi casa o en la empresa con
Tony. ¡Sufrí mucho esos días porque no pude tocarla! Entonces
concluí que era mejor llevarla a mi casa y cuidarla ahí.
No pasaron ni tres días cuando la vi lanzándole miradas
coquetas a un tipo, un modelo poca cosa que se presentó en
la Semana de la Moda. Entonces supe que me iba a traicionar,
que aprovecharía cualquier oportunidad para escaparse y acos-
tarse con él, así que la seguí y la esperé afuera del hotel, en mi
auto, hasta la mañana siguiente. ¿Sabes qué me dijo cuando
me vio? Que iba a regresar a la casa conmigo, que solo quería
hablar con un viejo amigo antes de que volviera a México, que
no hizo nada; pero mentía: todo su cuerpo estaba impregnado
de una loción de hombre que no era la mía, y así supe que no
había remedio, que me dejaría con el primero que se le pusiera
enfrente, aunque yo le hubiera entregado mi vida, mi dinero,
mis deseos, mi apoyo incondicional...
Pero te dije que te creía, te dije que te llevaría a casa en
el auto. Luego dijiste que tenías sed y yo te di agua. Pero fue
sin querer, ¿sabes? Se me olvidó y te di la botella que llevaba
para... ¿cómo se llamaba?... esta niña que iba a demandar al
candidato... Bueno, no importa, el caso es que te dormiste y ya
sabes cuánto me excita verte dormida, así que me desvié para la
playa y te hice el amor hasta quitarte el perfume de ese hombre
140
que se aprovechó de tu inocencia y se atrevió a tocarte. Seguí,
seguí hasta la noche; pero nunca despertaste. Me dio mucho
miedo y te lancé al mar con la esperanza de que te trajera de
vuelta como en esa canción que te oí esa noche cuando recién
nos conocimos en el bar y que solías tararear cada que mirabas
por la ventana, ¿recuerdas? Esa historia me parecía un cuento
tonto para engañar a los niños, ¡pero resultó ser cierta! ¡Vol-
viste! Aunque tu juego era raro, la verdad: eso de presentarte
como Mauricio y convertirte en hombre no iba a cambiar lo
que siento por ti, por eso me encargué de moldearte de nuevo,
de recordarte lo que hacías y lo que te gustaba... claro, como yo
lo recordaba y como pensaba que era mejor para no cometer
errores ni repetir la historia, porque no quería arriesgarme a
perderte, pero te fuiste de nuevo. Creí todo este tiempo que te
habías ido porque te decepcionaste de mí porque no te gusta-
ban mis métodos para ganar dinero; pero ya veo que no, que
me dejaste para volver con ese idiota que tanto te hizo sufrir y
que otra vez te está engañando, que otra vez te aceptó como su
novia para volver a hacerte desdichada porque tú bien sabes
que es marica y que no te quiere.
Ya entendí, Malena, ya entendí: haga lo que haga, siempre
vas a traicionarme; pero no es tu culpa, lo sé, porque eres tan
bonita que todos quieren volverte suya y tú ya no aguantas eso,
¿verdad? Ya no te preocupes, ya no llores, yo te voy a liberar,
hermosa, te voy a liberar de los hombres y de su libido para
que volvamos a ser felices en nuestra casa, en nuestra cama,
en nuestra unión irrompible que contraeremos de inmediato en
el otro mundo.
141
« ◊ »
Impulsado por la adrenalina y por el deseo de proteger a su
liebre, el cazador se interpone entre el disparo y la presa con
la esperanza de protegerla. Siente una punzada que le quema la
espalda, una humedad cálida que se esparce por su cuerpo, sus
latidos ralentizándose mientras escucha, cada vez más lejos, los
gritos de los testigos y un segundo rugido de un monstruo deses-
perado que se devora a sí mismo para condenarse por siempre.
Pero la liebre ya no repara en la existencia o la inexistencia
del monstruo: toca su mejilla con la mano y lo llama a gritos
repetidamente, aunque al cazador le parece que su voz se des-
vanece y se transforma en un sueño. La ve tan horrorizada que
desea calmarla, pero las fuerzas lo abandonan y las palabras
no le salen: «No llores, amor», mas no le hace caso: «Por fin eres
libre, aunque siento mucho lo de tu hermana», alguien pide una
ambulancia: «Ojalá pudiera cambiar mi vida por la suya para
que no estés triste, ojalá pudiera regresar el tiempo para hacerlo
bien esta vez», su vista se transforma en el humo del cigarro
que lo acompañaba el día del adiós: «Ah... tenemos tanto de qué
hablar, pero será después, ahora estoy cansado», los párpados
le pesan, los oídos le zumban, escucha un clamor distante, uno
que le ruega que no cierre los ojos: «Solo un momento, Mau,
solo necesito cerrarlos un momento. Estoy demasiado cansado».
El bosque y la luz se vuelven difusos, se opacan, se funden
en esa noche abismal que se calla de golpe y que invade sus
párpados para sumergir su espíritu sereno en la placentera
nada del descanso infinito.
142
Se cansa la dama de tanto esperar,
su cuerpo delgado recuesta en la arena,
el agua serena arropa su belleza,
se prenda de ella y la arrastra hacia el mar.
Su amado al fin llega, pero ella no está,
su enorme congoja se convierte en brisa,
le canta a su dama del ocaso al alba,
su voz no la alcanza y comienza a llorar.
«¡Regresa, mi amada!», ha vuelto a clamar,
ni cielo ni tierra su alma sosiegan,
ni el tiempo que pasa reduce su pena,
ni el viento y su abrazo lo han de consolar.
La luna, muy triste por verlo llorar,
se acerca, desciende y danza en el agua,
extiende su manto de hilos de plata
e inquieta su calma con bello cantar.
«Sacude tus olas, mi querido mar,
devuelve a la orilla a la doncella amada,
perfuma su cuerpo, bendice su cara,
permite a su alma volver a soñar.»
143
Herido de amor tras su luna escuchar,
agita las olas hasta hacer espuma,
absorbe su manto y lo convierte en bruma
y borda con ellos de nuevo su faz.
Termina su hechizo y vuelve a la paz
al ver que la dama se yergue en la orilla,
ha visto a su amado y con fuerza lo abraza,
enjuga su llanto y lo vuelve a besar.
«¡Bella luna amada! ¡Ya amanecerá!
No podré aguantar que de nuevo te vayas,
no quiero que el cielo te cubra la cara,
no verte ni oírte me causa pesar.»
«No llores, no sufras, mi querido mar,
que el amor regresa al que en la orilla aguarda
y a ti volveré cuando la noche caiga,
y yo, como tú, también debo esperar.»
Se calman, se agitan las olas del mar,
se acerca, se aleja la luna de plata,
se miran, se tocan, se besan la cara,
se van y se quedan con ganas de amar.
145
Una tela azul extendida hacia el horizonte
Querido René:
Le prometí a Damián que no te escribiría después de que
me fuera, por eso decidí hacerlo antes.
La persona que te entrega esto es Mauricio, Micho, mi her-
manito, quien ya debe estar harto de ver mi caja de hilos cada
que limpia su cuarto. Como no quiero que sea el único trau-
matizado con su existencia, te voy a contar por qué la detesta,
porque estoy segura de que él no te dirá nada sobre ella.
Cuando te vi dibujando por primera vez en el bachillerato,
me di cuenta de que te divertías mucho, que en verdad disfru-
tabas lo que estabas haciendo; pensé que podría encontrar algo
que me apasionara si te imitaba o que podría contagiarme de
tu entusiasmo si aprendía a coser. Me emocioné tanto con la
idea de encontrar mi verdadera vocación que empecé a com-
prar carretes de hilos de colores con lo que me daba mi papá
para el gasto, así tuviera que quedarme sin comer al final de la
quincena (ya sabes: administración de recursos, evitar el déficit
y los número rojos, bla, bla, bla). Llegaba a casa muy feliz, me
encerraba en el cuarto de Micho (obvio con Micho, que en aquel
entonces todavía no atravesaba su etapa rebelde), le enseñaba
146
lo que iba comprando y guardaba todo en una caja de madera
que antes usaba para guardar mis muñecas, porque era el único
lugar que mi papá no revisaría. Compré un carrete cada semana
durante año y medio, hasta ese día en que nos peleamos en el
Metro y decidí hacerte caso... Bueno, para ser honesta, regresé
a la tienda una semana después para comprar el hilo cobrizo;
pero cuando lo vi dejó de gustarme, así que compré otra bobina
de hilo plateado para cerrar la colección.
En fin, Micho te lleva mis hilos. Quiero que los ocupes para
coser muchas prendas a tu modo, como siempre has hecho.
Quiero, además, que los aceptes como mi forma de ofrecerte
una disculpa por ser tan caprichosa y por no entenderte, porque
sé que quisiste darme el gusto de ser mi novio para no decepcio-
narme, porque deseaba tanto que me amaras que nunca pensé
que forzar una relación nos lastimaría tanto y nos separaría de
esta manera. Quisiera entregártelos personalmente para decir-
te todo esto de frente; pero ya sabes que soy paranoica y que
me da miedo que se caiga alguno de los aviones que abordaré
cuando viaje por el mundo, así que no está de más dejarte una
carta por si un día no puedo volver a verte. Si estás leyendo esto,
significa que mi avión por fin se cayó. RIP Lena (tal vez no sea
el momento de bromear con estas cosas, pero detesto la idea de
estar escribiendo mi última voluntad en una carta póstuma
deprimente, sin contar que rezaré en cada aeropuerto para que
mis aviones nunca se caigan).
Una cosa más: Micho debe estar sufriendo mucho en este
momento por mi culpa. Quiero que lo abraces fuerte y, si
te sientes con ánimos de relacionarte con otro Quirós, quiero
147
que lo cuides como si fuera parte de tu familia. Sé que no te
opondrás a la idea; Micho es más sabio y maduro que yo, no ten-
drás que aguantar sus berrinches porque no te hará ninguno.
Lo quiero muchísimo y me sentiría muy mal si se deprime por
mi ausencia. Tú tampoco te deprimas: llora lo que tengas que
llorar, luego levántate, sacúdete las rodillas y sigue haciendo las
cosas maravillosas que siempre has hecho y de las que siempre
estaré orgullosa.
Muchas gracias por ser mi amigo y por aceptarme como
soy... o como era, ya no sé ni cómo escribirlo.
TQM.
Mag
P.D. ¿Recuerdas cuando me preguntaste si me podías llamar
Mag? Pues sigo pensando que suena horrible, pero al menos
ahora sé que me gusta más que Malena. ¡Iugh!
« ◊ »
La policía nunca pudo encontrar su cuerpo.
Si Joan siguiera vivo, se hubiera alegrado porque logró lo
que quería: tenerla solo para él, ocultarla de las miradas de
otros hombres, reducir su horizonte hasta convertirse en lo
único que viera, hasta volverse su todo, el principio y el final
de su existencia.
La única pista que obtuvieron de la confesión del finado
los condujo a la orilla del mar, a explorar hasta la costa más
remota del país o cualquier cuerpo de agua en el que él la
148
hubiera arrojado en su delirio. Aún así no tenían certeza de
nada y no eran optimistas, pues sería casi un milagro encon-
trarla a dos años del crimen.
Saber que nunca podría despedirse de ella lo acongojaba.
Guardó la carta otra vez en la caja de hilos que dispuso a
su lado, luego de recogerla de casa de su madre cuando tuvo el
valor de visitarla para abrazarla con fuerza tras darle la noticia
de la muerte de su hermana. Aprovechó además para buscar
consuelo por todo lo que le había ocurrido en aquellos días
incontables de tristeza, y para compartir con ella los momentos
vividos en esos meses de felicidad que apenas asimilaba.
Sentado en la costa, con el deseo profundo de nunca olvi-
darla y con el sueño imposible de que la luna le suplicara al
mar que se la regresara, sacó su cámara vieja y le tomó una
fotografía a esa sábana azul que, de alguna manera, se había
convertido en su mortaja. Pero esa imagen pacífica de las olas
en vaivén se vio intervenida por el movimiento parabólico de
un ramo de crisantemos rojos que un testigo arrojó frente a él
sin prevenirlo.
—Pensé que no vendrías.
—Tenía que aprovechar que por fin me volvieron a ofrecer
trabajo aquí; aunque hubiera preferido decirte que aproveché
mis vacaciones para venir a verlos.
Quiso burlarse de él, pero solo le salió una risita breve como
respuesta.
—¿Crees que le haya dolido?
Enternecido por su duda legítima, Damián se sentó a su
lado antes de responderle:
149
—No lo sé; pero si te sirve de algo, creo que ella te diría que no.
—Ella y su orgullo.
Ambos sonrieron con melancolía, aún con el recuerdo de
su voz negándose a reconocer sus heridas mientras sus manos
enjugaban sus lágrimas: «¿Triste yo? ¡Ja! Necesitas esforzarte
más para hacerme llorar». Después guardaron un largo silencio
para apreciar el sonido de las olas.
—¿Y cómo está René?
—Insoportable —respondió irritado—. Ya quiere coser, pero
el médico le dijo que debe esperar un poco más para que no se
le abra la herida. Tony lo cuidó durante el tiempo que estuve
con mi mamá, pero no lograba hacerlo entrar en razón. —Se
rió de pronto y meneó la cabeza de un lado a otro—. No había
día en que no me llamara: «Mau, dile a René que debe guardar
reposo», «Mau, convence a René de que comer verduras le hará
bien», «Mau, René insiste en que debe rehacer su traje pronto,
dile algo, por favor». —Volvió a reírse para que Damián no lo
notara, pero supo que era imposible engañarlo cuando sintió las
palmaditas que le daba en el hombro—. Me asustó mucho verlo
ahí, en el suelo, desangrándose; quise morirme con él al ver
que no podía hacer nada más que no fuera rogarle que no me
dejara solo... No hubiera soportado que se fuera, pero recordar
ese día y pensar en esa posibilidad me duele más que saber que
no volveré a ver a mi hermana y que sus últimos meses de vida
fueron tan horribles. ¿Estoy mal? ¿Dejé de quererla?
—Creo más bien que, de alguna manera, suponías lo que
le había ocurrido y que ya estabas preparado para recibir esa
noticia.
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Tenía sentido: en uno de aquellos días de suplicio que expe-
rimentó en Barcelona, abusado repetidamente por el monstruo
que lo custodiaba, pensó que preferiría que su hermana hubiera
muerto a imaginar siquiera el estrés postraumático que estaría
experimentando en la soledad de su escondite.
—¿Y esa caja es la...?
—Sí, pero no lo digas.
Escuchar su respuesta le arrancó una carcajada.
—¿Sigues traumado y aún así los traes contigo?
—Se los entregué a René, tal como me lo pidió mi hermana;
pero sé que querrá usarlos de inmediato si los dejo en casa.
—Te estás volviendo sobreprotector, Mau.
—Tú harías lo mismo en mi lugar.
—Sí...
Su afirmación en voz baja acompañada por su mirada hacia
abajo le hizo entender que en realidad no estaba seguro de
su respuesta o que tal vez no podía concebir ese escenario a
futuro. Abrió de nuevo la caja de madera para buscar algo que
pudiera consolarlo, algo que le devolviera la esperanza, algo
que se convirtiera en su amuleto.
—Toma —le dijo al entregarle una bobina nueva de hilo
plateado—. Es el último que compró, quiero que lo conserves.
La idea de tenerlo lo perturbaba.
—¿Pero no eran todos para René? ¿No se molestará contigo
si se entera de que me lo diste?
Mauricio negó con la cabeza: «Es un hilo salvavidas, pero
ahora me tiene a mí y yo lo tengo a él».
—Ya no lo necesita.
151
« ◊ »
Querida Mag:
Sé que Mag suena horrible y que nunca te gustó que te di-
jera así; pero esta vez tendrás que perdonarme porque solo de
esa manera puedo recordar cuando nos volvimos amigos en
aquellos tiempos que aprecio mucho y que no volverán.
Han pasado tres años desde que te fuiste, uno y varios me-
ses desde que tu captor nos dijo lo que te había ocurrido antes
de pegarse un tiro en la cabeza. Su revelación no fue nada
pacífica, pero no voy a hablarte de eso, no voy a perturbar tu
descanso para hacer que te sientas mal, no quiero volver a
lastimarte como cuando fui incapaz de rechazarte y de sin-
cerarme contigo.
Decidí escribirte porque me dijeron que eso me ayudaría,
que es lo único que me falta por hacer para perdonarme por
algo que creí por mucho tiempo que era mi culpa. Sé que ya
te he pedido perdón hasta el cansancio; sé que, de seguir viva,
estarías furiosa porque no supero el tema; pero te prometo que
hoy será la última vez, porque de otra manera no te dejaré ir
en paz ni podré seguir adelante.
Quiero decirte que siento haberte dado unas alas inúti-
les desde el principio. Nunca me di cuenta de que todas mis
bromas alimentarían tus esperanzas, tampoco reparé en que
asumirías mis actos de amistad incondicional como señales
inequívocas de que estaba enamorado de ti. Eres una persona
hermosa y maravillosa, Mag; pero no pude sentir atracción
por ti ni puedo sentirla por cualquier otra mujer (no sé por qué
152
te estoy confirmando algo que ya sabías, tal vez porque así
podré aceptarlo finalmente sin temer al rechazo). La verdad es
que al principio quise ser tu amigo para estar cerca de Roberto,
volverme su amigo y tal vez bajártelo si tenía una oportunidad;
pero luego me caíste tan bien que decidí resignarme a perderlo
(aunque, siendo honestos, Roberto era un patán que no merecía
ninguno de los dos).
No me di cuenta de la profundidad de tus sentimientos hasta
que encontré la nota que escondiste en el hilo plateado que me
regalaste el día en que me dijiste que perseguirías tus sueños.
Caí entonces en una crisis que empeoró al enterarme de tu
aparente huida a tierras desconocidas y de tu convicción por no
volver a hablarme nunca. Sentí que nadie podría encontrarte ni
rescatarte por mi culpa, porque preferirías mil veces huir el res-
to de tu vida que volver a casa con tu familia, porque tendrías
que explicarles todo desde el principio, porque te horrorizaba la
idea de empezar tu historia con «Me fui porque me enamoré de
un maricón y no pude soportarlo» y que con eso te convirtieras
en la burla de todos. No sé si con ustedes funcione igual que con
nosotros, espero que no y que mi imaginación sea exagerada;
pero estoy seguro de que tu orgullo no te dejaría decir nada y
eso tampoco lo soportarías por mucho tiempo.
Conocí a Mauricio en Madrid, sometido a tu verdugo, aun-
que aferrado a la esperanza de encontrarte algún día, hasta que
no pudo más y decidió huir como tú, pero con mejor suerte.
Pasó meses difíciles aprendiendo a lidiar con sus recuerdos,
aceptando que lo que le había pasado no era su culpa, buscando
su vocación y reconociendo sus talentos para mejorarlos hasta
153
poder mantenerse por su cuenta y recuperar el control de su
vida. Cada que releo la carta que me dejaste, me convenzo aún
más de que tenías razón: es más sabio y maduro que tú, aunque
tiene un lado bromista un tanto peculiar y una faceta pícara
que no imaginas; no hace berrinches ni pide cosas imposibles,
y todavía hay días en los que sale al balcón de la casa para
contemplar el vacío con esa mirada melancólica que me parte
el alma. Aún estamos aprendiendo a vivir con la idea de que no
vas a volver, y lo mismo ocurre con Damián; aunque deseamos
que entienda pronto que también debe soltarse del pasado para
encontrar un nuevo horizonte que le brinde la felicidad que
merece. Ojalá algún día deje de rechazarla, porque se niega a
renunciar a ese amor que te tiene y que, nos dice, nunca pudo
confesarte.
Quiero decirte que estoy cumpliendo todas tus peticiones
porque siento que es lo menos que puedo hacer por ti ahora;
pero también porque me nace hacerlo, porque recuperé las ga-
nas de dedicarme a mi pasión. Estoy cosiendo con tus hilos un
vestido azul con blanco sin mangas, como te gustaban, adorna-
do con un cinturón rojo muy lindo con hebilla de crisantemo,
cortesía de Damián y su inoportunidad. La idea vino como
llegaron las otras que me sacaron del pozo al principio: con
accidentes artísticos de Mau. No se lo digas; pero esa fotografía
que te adjunto es lo más artístico que ha capturado hasta el
momento, aunque no lo único. Se está superando tanto que
a veces me arrepiento de haberle dicho que dedicarse al arte
no era lo suyo; pero un día, cuando tenga las fotos suficien-
tes, le diré que se anime a exponerlas. Tal vez nos lleve otros
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cuatro o cinco años, no lo sé, depende de él, y yo no olvidaré
decírselo, así le tome sesenta años y tenga que asentarlo en
mi testamento.
Les sugerí a Tony y a Alexis que creáramos una línea de
vestidos de novia en tu honor. Los primeros modelos tuvieron
tanto éxito que tenemos cientos de encargos y ya me está pi-
diendo que empiece a diseñar más. Hoy voy a empezar a boce-
tarlos, luego tendré que buscar otras cinco o diez bobinas de
hilo plateado para las muestras. Aún no me termino la que me
regalaste; la estoy guardando para ocuparla en un traje para
Mau. Te mandaré una foto cuando esté listo, me encargaré de
que lo veas antes que él. Ya había hecho uno antes con la idea
de pedirle que lo usara cuando nos casáramos; pero siento que
ese diseño quedó marcado desde ese incidente que no quiero
contarte para no hacerte llorar. Lo que importa es que le haré
uno mejor, espléndido, que no podamos olvidar.
Tenías razón al decir que Mau tiene el don maravilloso de
sanar a la gente con su presencia y con sus palabras; pero debo
discrepar en parte contigo: su sonrisa es aún más poderosa.
Verlo disfrutar su vida me contagia, me relaja cuando estoy
estresado, me tranquiliza cuando me siento agobiado por el
trabajo, me divierte y me enternece cuando lo siento nervioso.
Ya no concibo mi vida sin él, así que voy a atesorarlo tanto
como mis capacidades humanas me lo permitan, porque mu-
chas veces siento que, si pudiera, le daría más que eso. No sé
desde cuándo Mau se convirtió en mi todo, pero me esfuerzo
cada día para que sigamos así, para convertirme en la familia
que siempre quisiste para él.
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Creo que estoy siendo demasiado cursi y eso no va conmigo.
Apuesto lo que sea a que te estarías riendo de mí si te tuviera
enfrente; aunque si fui capaz de alegrarte con mis palabras
desde dondequiera que estés, soportaré que te burles de mí y
me daré por bien servido.
Te vamos a extrañar mucho, Mag. Te queremos mucho.
René
« ◊ »
Lleno de mar hasta el alma, tras dirigirle una mirada melan-
cólica al horizonte, toma las hojas de su carta y la fotografía
prometida para transformarlas en aviones. Suelta un suspi-
ro profundo, extiende el brazo hacia arriba y hacia adelante
para compartir sus sentimientos con la presencia etérea de
un recuerdo que los recibe en su mortaja. Ve los aviones caer
a la distancia para ser absorbidos por el mar y arrastrados por
las olas hacia rumbos tan impredecibles como la vida misma,
como ese destino que aún no entiende, pero sobre el que pro-
cura no pensar demasiado.
Siente de pronto la presencia de alguien estrechando su
mano izquierda para transmitirle su calor, vuelve el rostro para
contemplar la brisa marina atrapada en su cabello, el que echa
hacia atrás con la mano derecha para perderse en sus ojos.
Siente esas ganas incontenibles de amarlo, de besar su frente
para tatuar en ella todo el cariño que guarda en su pecho, de
abrazarlo con fuerza por el resto de su vida para que el viento
no pueda arrebatárselo nunca.
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Él solo se deja querer en silencio, sin más movimiento que
el de sus brazos rodeando el cuerpo de su amado para sujetarlo
con la misma fuerza, con ese deseo inspirado por un sueño an-
tiguo, en donde ambos están por fin resguardados por la nada
durante ese afectuoso gesto, siempre anhelado y bien recibido,
que no quiere que termine.
Mas ese sueño, a diferencia del sol en el ocaso que se sumer-
ge en la lejanía, no desaparecerá jamás.
« - ◊ ◆ ◊ - »
157
Índice
Debajo del vestido de seda 7
Sábanas revueltas en el cuarto rojo 33
Hilos en tramas que se entretejen 47
Carretes antiguos de tiempos inolvidables 71
Alfileres incrustados en el alma 97
Una nueva pasarela tapizada con remiendos 131
Una tela azul extendida hacia el horizonte 145
Aquí termina
Atados con hilos de plata.
En la composición tipográfica de
la versión PDF de esta novela gay se
utilizaron fuentes Andada y Andada SC.
Metzi terminó de escribirla un día de agosto y
de formarla un día de septiembre, cuando no tenía
demasiado trabajo. Obtener una obra de calidad,
aunque sea de distribución gratuita, requiere de
una cantidad considerable de tiempo y esfuerzo;
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